Historia de Enma

HACÍA días que la primavera se había instalado entre los mármoles monumentales de aquella ciudad edificada sobre laberintos, criptas y catacumbas. Al igual que Roma, estamos construidos sobre el vacío, pensó Enma. Caía una lluvia fina y apretada. Tras los cristales, una bandada de gaviotas blancas remó al aire hasta alcanzar el mar seco de las tejas. Es hermoso ver llover sin querer pensar en nada.
Aquel era un quinto piso de balcones clamorosos. La entrada majestuosa, abierta de par en par. De pie, custodiándola, un portero que chorreaba luz plateada de entre su barba apocalíptica. Siempre había sido viejo. Es curioso, pero hay personas que son ancianas desde que nosotros éramos niños. Tal es el caso de Pietro, quien mañana se ocupará de abrir la puerta a los mozos que vendrán para realizar la mudanza. Enma no quiere estar allí cuando su vida comience a desfilar por las escaleras. No se trata de nostalgia. Siquiera un asomo de tristeza… Lo que siente es algo que no acierta a identificar. En ocasiones, no es fácil reconocer las emociones del alma.
La casa, hasta hace pocos días ordenada y confortable, es ahora un lugar desapacible. Los muebles del salón, apilados en el centro, ofrecen un aspecto fantasmagórico bajo telas blancas que los envuelven como mortajas. Pequeñas torres de cajas de cartón le recuerdan que su vida entera cabe en ellas. Un silencio calmo, casi trémulo, le susurra mensajes profundos, adormecidos en lo más hondo de la memoria.
Un viejo cuadro que ayer mismo decidió olvidar en las paredes desnudas se impone con la fuerza de un tornado. Es el retrato de una mujer flaca, de piel oscura y reseca, con los lagrimales descarnados y un cabello exiguo fijado al cráneo. Está sentada, muy erguida y con la cabeza bien alzada. Sus ojos reflejan esa mirada hacia dentro, algo ausente, de los que han visto cosas que nunca debieron ver. Quizá por ello, Enma jamás consiguió perdonarla. Probablemente, por eso, pasó la vida rehuyéndola, avergonzada. Tal vez porque tenía la conciencia de que las dos fueron conscientes de compartir la misma certeza. La odió porque durante todos aquellos años no le dio la oportunidad de exorcizar aquel pecado que, ahora, después de más de treinta años, tenía la absoluta convicción de no haber cometido.
A Enma, en aquella primavera se le habían quedado cortas las mangas del jersey, y las piernas, como por ensalmo, se habían alargado bajo su falda plisada de color miel. Despertaba con la estación de las flores a una adolescencia recién estrenada. No tendría más de diez años cuando, Isidro, el marido de la mujer del retrato, la engatusó con juegos desconocidos a los que se prestó con la inocencia de quien ignora la maldad. Después, en la medida en la que fue creciendo, llegaron los chantajes, los regalos y aquel «es nuestro secreto» que Enma siempre se sintió obligada a guardar bajo mil candados. Una tarde anaranjada, a la hora en la que se pone el sol, unos pasos que arrastraban el sonido de la certeza alcanzaron la puerta entornada por la que, colgada de una manilla de bronce, asomaba una falda plisada del color de la miel. Apenas unos segundos de silencio y los pasos de la certeza, que no se habían equivocado, iniciaron el camino de regreso. Se fueron por donde vinieron. Y allí se quedó Enma, inmóvil, mientras él, con un gesto rápido y seco, sin mirarla apenas, sin dar la oportunidad de mostrarle sus ojos atemorizados, salió apresuradamente de aquella habitación en la que la niña se quedó balbuceando palabras arrugadas sobre la almohada. A partir de aquel día: silencios hostiles, veladas amenazas y desprecio mal disimulado. Los primeros días Enma tuvo miedo, durante los siguientes meses sintió vergüenza, y después una culpa que la torturó durante lustros. Aún ahora, cuando el recuerdo se revela, siente un respingo de culpabilidad que le sube por la espalda hasta enroscársele al cuello.
La hermana de su madre y su marido se trasladaron al poco tiempo a la casa de la playa. Llevaba en obras desde antes de Navidad y todavía no estaba terminada, pero a pesar de que los padres de Enma los invitaron a que se quedaran hasta que finalizaran las reformas, ellos insistieron en marcharse. La niña que en aquellos días estrenaba adolescencia decidió hacer un pacto de sangre con el silencio. Nunca se atrevió a contárselo a nadie; mucho menos a sus padres. Estaba segura de que la encerrarían en un colegio interno. Que, avergonzados de ella, la abandonarían en alguna buena escuela lo suficientemente lejos para no verse obligados a verla más que un par de veces al año. «¿Habrían hecho eso?», se pregunta Enma plisando con sus manos una imaginaria falda de color miel. «No, claro que no», se contestó con la frustración de quien sabe que es demasiado tarde para confirmarlo. En ocasiones, ya no hay tiempo para contar las cosas que nunca dijimos. La víspera de su boda, Enma hubiera necesitado algo más que un puñado de valeriana para dormir. No dejó de levantarse durante toda la noche para atisbar entre las cortinas y comprobar que, aquel día, no amanecía nunca. La última vez regresó a la cama y dejó medio abierta la ventana. Un haz de luz melancólica iluminó entonces el velo de tul, que era como una nube lívida que apenas se distinguía en la oscuridad. Enma fantaseó con los dedos de Diego que retiraban el velo de su rostro, en apenas unas horas que presagiaba eternas. Fueron mil veces o quizá más, las que evocó aquellas manos. Después de tantos años sin verlo, las supuso ya curtidas por los vientos que debieron acompañarlo en su tozuda búsqueda de aventura. Con la imagen de aquel hombre diluída en sus ojos húmedos, dejó caer los parpadeos para invocar al sueño que, en aquel momento, aguardaba con la impaciencia de una verdadera novia. El sueño como fantasía, como nostalgia, como paliativo, como ideal. Pero, sobre todo, como refugio.
Recuerdo que me entregué a un ángel abierto. Recuerdo tantas cosas de ti que es un placer recordar. Sé que existes y, ocasionalmente, como cuando recuerdo el retumbar de las olas en la playa, recuerdo tu imagen. Existes, recuerdo. Tu piel en la mía, tus ojos clavados en los míos. Recuerdo tus rizos y tu olor. Recuerdo, pero ya lejano, tu dolor y el mío. Miro si hay alguna cicatriz; encuentro muchas... Algunas superpuestas que no me dejan identificar con claridad, una en particular. Mi vida son mis recuerdos. Formas parte de ellos. Eres parte de mi vida.
«Gracias a experiencias que se acumulan y a heridas que cicatrizan, cambian las perspectivas, y la realidad se transforma tan solo en lo que recordamos», pensó Enma mientras plegaba aquel pedazo de papel con la delicadeza que lo hace un gato al caminar. Inevitablemente, el recuerdo de quien había escrito aquellas líneas en el pasado se hizo presente en aquel instante. Diego García Escudero llegó al periódico cuando era solo un proyecto de un puñado de locos. En una heladería de la Calle D’Angelo firmó su primer contrato sin preguntar cuánto le iban a pagar. Lo único que le preocupaba es que hubiera dinero para viajar, para estar, como él decía, en los grandes acontecimientos. «Necesito ver las cosas en acción, Enma. Quiero vivirlas en primera persona. Si quisiera calentar una silla, habría hecho oposiciones a Correos, ¿no crees?». A Enma se le dibujó una sonrisa triste y asintió con la cabeza como si él estuviera allí para verla. Diego aborrecía a los periodistas cobardes y más aún a los valientes de boquilla. Las estancias en la redacción lo deprimían. Y ella lo entendía, pero no lo comprendía, o quizá no quería hacerlo. Su temor a ser abandonada cuando Diego tuviera destino para sus sueños era tan grande que no pudo soportar la pesadilla con tan solo imaginarlo. Tal era la confianza que Enma depositaba en su miedo que decidió tomarle la delantera al sufrimiento que estaba por llegar. Así que, ante la perplejidad y el dolor de Diego, desde aquella noche que estiraron hasta el alba, nunca más volvió a verlo. «El olvido llegará», se repitió a sí misma como una letanía mientras se alejaba de quien más cerca necesitaba estar. «Quizá tarde un tiempo», repetía con la vana intención de convencerse, «pero llegará». Y al fin, el olvido nunca llegó.
«Es infinitamente más fácil sentirse enamorada que saber amar», pensó Enma con un mordisco de nostalgia. Una puede sentirse arrebatada, pero, sin embargo, dar todos los pasos en dirección opuesta. En ocasiones, el amor sucumbe a la emboscada del miedo.
Ovidio andaba esos días ocupado en la puesta en marcha de la nueva sucursal del banco en Florencia. Solía pasar allí toda la semana y regresaba a Roma el viernes hasta primera hora del lunes. Unida a él por la tristeza que nunca pudo superar, siempre agradeció que su marido fuera un hombre permanentemente ocupado. Eso facilitó mucho las cosas para Enma. Aquella semana, Ovidio adelantó su viaje al jueves porque tenía que asistir a un entierro. Qué ironías tiene la vida. Aunque bien pensado, quizá la muerte en aquel accidente era el final más apropiado para él. En su vida nunca hubo nada verdaderamente especial, ¿por qué habría que esperar que las hubiera en su muerte? Fue un vulgar accidente de tráfico del que Enma se enteró vía telefónica, hace más de siete años. A partir de ese instante, todo sucedió de manera atropellada. Las llamadas incoherentes a su madre, la congoja de su suegra. Entre rutinarias condolencias y palabras de consuelo que todo el mundo siente pudor al pronunciar, pasaron aquellas horas cansadas.
«Si hubierais tenido un hijo, al menos nos quedaría algo de él», le dijo en tono lastimero Sofía, la madre de Ovidio, cuando regresaban del sepelio. Si había algo que pudiera alegrar a Enma en aquel instante, era precisamente eso, no tener nada que la atara a la vida. En realidad, jamás se había sentido preparada para custodiar la felicidad de una criatura durante tantos años. Siempre sintió un miedo que prefirió disfrazar de egoísmo.
El sonido del interfono sobrecoge el corazón de Enma posado en el recuerdo desde hace horas. Es Pietro. Le pregunta si quiere que suba a recoger las llaves para los mozos de la mudanza. «No, no es necesario. Ya estaba a punto de salir», responde Enma. Lo último que recuerda es un rumor de manos diciendo adiós.
En ocasiones, la vida, hubiera podido ser de otra manera.
¿Te sientes a menudo secuestrado por el miedo? ¿Sigues sufriendo conflictos no resueltos con tus padres? ¿Alimentas una relación que te está destruyendo? ¿Sufres sentimientos de culpa? ¿Detestas no saber decir «no»? ¿Eres prisionero de los celos? ¿Te asusta el paso del tiempo? ¿No sabes lidiar con la ira? ¿Sufres maltrato psicológico por parte de tu pareja o en tu trabajo? ¿No sabes expresar tus emociones?…
Si a golpe de vista, sientes que algo se remueve dentro de ti, es probable que tu contestación a una, varias o incluso a la mayoría de estas preguntas sea afirmativas. En ese caso, puede que haya llegado el momento de echar la mirada hacia atrás para revisar el trayecto de vida que llevas recorrido y la disculpa perfecta para examinar las herramientas psicológicas con las que lo has realizado.
En ocasiones, la vida puede ser muy diferente.