La primera versión
Agente especial del FBI David J. Miller
«Pregunté al KGB por Yurchenko, pero no me dijeron nada. Aunque es obvio que no están contentos con lo que sucedió.»
EDWARD LEE HOWARD
Chico, yo no digo que los cadetes que salís de la academia del FBI en Quantico no estéis preparados. De verdad que no pienso eso. Pero tú, mírate. Acabas de llegar al departamento de Contraespionaje, que es uno de los más exigentes, y apenas sabes nada. No conoces los protocolos, las claves, los formularios, los procesos de trabajo… la Historia. Porque la Historia es importante, chico. No lo olvides.
Y el caso es que a mí me dicen ahora: «Oye Miller, encárgate de este muchacho». Y claro, tú vienes aquí esperando un poco de atención por mi parte, pero bastantes problemas tengo yo ahora para poder atenderte. Así que haré una cosa. Te contaré algunos de mis casos y tú, que eres un chico listo, sacas por ti mismo las enseñanzas. ¿Te parece?
No creas que es un mal trato, porque lo mejor que puede hacer por ti un agente especial del FBI es precisamente compartir contigo su experiencia en casos reales, en situaciones en las que tuvo que poner en práctica su intuición, conocimientos y sangre fría. A veces las cosas salen bien, y a veces salen mal. En otras ocasiones, chico, salen peor que mal. Así es la vida.
Por ejemplo, ahora mismo me estoy acordando del famoso caso de Edward Lee Howard. Hará cosa de un año. ¿Has oído hablar de él en Quantico? Bueno, pues no sé si leíste en el periódico hace unos días que el gobierno de la Unión Soviética acaba de conceder asilo político al fugitivo Howard. Lo leíste, ¿no? Pues bien, esa simple noticia hizo que las piezas que quedaban por encajar en el misterio de la deserción del coronel Yurchenko ocupasen por fin su puesto en el rompecabezas. Ya todo quedó claro.
Así que empezaré por contarte aquel caso para que veas que no te oculto nada. Allí metimos todos la pata hasta el fondo. Pero no solo nosotros. La CIA, también. De hecho, en mi modesta opinión, fue la CIA la que arruinó todo.
* * *
La cosa empezó el viernes 2 de agosto de 1985, cuando uno de los mejores sueños del servicio de inteligencia de los Estados Unidos se cumplió de manera inesperada: el coronel del KGB Vitaly Yurchenko se encontraba en nuestra embajada en Roma asegurando que deseaba desertar.
La noticia llegó a la CIA mediante un cable de la embajada que se limitaba a informar de que el coronel Yurchenko se había presentado allí de motu proprio y que en aquellos momentos los agentes de la CIA en Italia lo estaban interrogando.
A medida que avanzó el día se fueron conociendo más detalles. Según se supo, a primera hora de la tarde del viernes se había recibido una llamada telefónica en la centralita de la embajada en Roma. Un hombre con marcado acento extranjero solicitaba hablar con un funcionario de la embajada, preguntando por su nombre. Ese funcionario era en realidad un miembro de la CIA bajo cobertura oficial. El agente no se encontraba en su despacho en ese momento, y la secretaria de la embajada pidió al comunicante que lo volviese a intentar pasados unos minutos. Más tarde aquel hombre volvió a llamar y, en esta ocasión, consiguió comunicar con su interlocutor:
—¿Dígame?
—Buenas tardes, ¿es usted X?
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Soy el coronel del KGB Vitaly Yurchenko.
Por un instante se hizo el silencio. El agente de la CIA pensó que se trataba de una broma. Antes de que pudiese reaccionar, aquella voz extranjera volvió a sonar:
—Vitaly Yurchenko, ¿le suena mi nombre?
—Por supuesto —respondió el agente.
—Deseo desertar.
El americano tragó saliva.
—¿Dónde? ¿Dónde se encuentra?
—Justo enfrente de su embajada, en el hotel Ambasciatori. Acabo de separarme de un grupo de diplomáticos soviéticos. Quizá me estén buscando.
—Venga aquí.
Yurchenko resopló incómodo.
—Es necesario que usted esté en la puerta esperándome. No quiero quedarme en la calle identificándome a los guardias. ¿Entiende?
—Por supuesto. Bajo ahora mismo.
El agente de la CIA corrió hacia la puerta de la calle. Medio minuto después un hombre alto vestido con traje de chaqueta de algodón cruzó a saltos la calle de adoquines y se dirigió directamente a la puerta de la embajada. El estadounidense lo reconoció enseguida. Era el coronel del KGB Vitaly Yurchenko.
El coronel tenía por entonces cuarenta y nueve años, y llevaba más de veinticinco sirviendo en distintos puestos de la inteligencia soviética. Había sido director de seguridad de la embajada de la URSS en Washington D.C. y más recientemente subdirector del departamento del KGB encargado de la inteligencia en Estados Unidos y Canadá. En otras palabras, Yurchenko era uno de los responsables de espiarnos a nosotros.
Es difícil determinar hasta qué punto era importante el coronel en el organigrama del KGB. Algunos decían que era el número cinco del servicio secreto soviético, y quizá fuese cierto. Lo innegable era que Vitaly Yurchenko conocía todas las operaciones que el servicio secreto ruso había realizado contra los Estados Unidos, y que desde su oficina había diseñado y dirigido las operaciones de espionaje en nuestro país. Su cabeza contenía la solución de docenas de misterios sin resolver.
¿Sabes por qué, chico? Porque al contrario de lo que se piensa, los servicios de contraespionaje rara vez consiguen por sí solos identificar y capturar espías. Lo normal es que éstos sean descubiertos gracias a pistas proporcionadas por un infiltrado o por un desertor que se ofrece a trabajar para nosotros. Además, resulta sumamente arduo conseguir pruebas para procesar a los sospechosos. Pero una vez que el colaborador nos da un nombre o un indicio, nosotros en Contraespionaje podemos trabajar para buscar pruebas o acorralar al tipo amenazándole de que si no confiesa tendrá que enfrentarse a un juicio en el que se pedirá la pena de muerte. Por eso era tan importante Vitaly Yurchenko. Él podía ser el hilo del que tirar para conseguir tales éxitos.
Por si esto fuera poco, la deserción del coronel del KGB se produjo en el mejor momento posible. La CIA aún se lamía las heridas por la pérdida de su espía estrella, el ingeniero Adolf Tolkachev. Tolkachev era un científico que trabajaba en proyectos militares soviéticos de primer nivel, y llevaba varios años pasando información a nuestro servicio de inteligencia. De alguna manera, el KGB lo había descubierto y detenido. La pérdida de Tolkachev se había producido poco antes, y la agencia llevaba meses investigando a conciencia las causas sin que hasta la fecha se hubiese llegado a ninguna conclusión definitiva. Se suponía que los rusos habían conseguido interceptar las comunicaciones o introducir algún aparato de escucha en la embajada estadounidense en Moscú. Pero solo eran hipótesis, la realidad era aún un enigma. Seguramente Yurchenko podría explicar también aquel misterio.
La noticia de la deserción de Vitaly Yurchenko llegó al director de la CIA, William Casey, durante una cena de homenaje en Langley a un empleado que se jubilaba. Ambos eventos se celebraron con abundante champán. Casey dio esa misma noche instrucciones para traer de inmediato a Yurchenko a los Estados Unidos de manera secreta en un vuelo fantasma.
No obstante, mientras llegaban otras instrucciones, el personal de la CIA en la embajada de Italia tenía la obligación de interrogar a Yurchenko, y eso es lo que hicieron. Los dos agentes de servicio en Roma revisaron el manual, anotaron las instrucciones que se contenían en él, y entraron en la sala donde el coronel del KGB cumplimentaba un formulario de solicitud de asilo político. Los dos americanos se sentaron frente al coronel, quien entonces dejó de escribir en el impreso.
—¿Puede repetir su nombre, por favor? —preguntó en inglés el agente.
—Vitaly Yurchenko.
—¿Sabe que se encuentra en suelo estadounidense?
—Sí.
—¿Ha venido usted a esta embajada por voluntad propia?
—Sí.
El agente anotó unas palabras en un cuaderno de páginas amarillas. Pasó una página del libro y siguió hablando:
—¿De qué país procede usted?
—De la Unión Soviética —respondió Yurchenko.
—¿Tiene usted conocimiento de algún plan de su país para lanzar algún ataque nuclear contra los Estados Unidos?
El coronel funció el ceño con aire confuso.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó.
—Si tiene usted conocimiento de algún plan de su país para lanzar algún ataque nuclear contra los Estados Unidos.
—Por supuesto que no. No existe tal plan en la URSS.
El agente que había hecho la pregunta tomó nota de la respuesta. El otro americano aprovechó para cerrar el manual y retomar el interrogatorio:
—Coronel Yurchenko, hemos informado a los responsables de la CIA en los Estados Unidos de su deseo de desertar. Estamos esperando instrucciones. Mientras tanto, debemos hacerle unas preguntas…; más allá de las formalidades, que podremos retomar más adelante —añadió dirigiéndose a su compañero.
—Estoy dispuesto a responder cualquier pregunta —dijo Yurchenko.
—Bien. Pues ahí va la primera: ¿sabe usted si el KGB dispone de algún espía activo en los Estados Unidos?
—No. Que yo sepa no dispone de ninguno.
—¿El KGB no tiene ningún espía en América? ¿Está seguro de eso?
—Activo no —aclaró el coronel—. Usted me ha preguntado «activo». Fuera del servicio activo el KGB tiene uno.
—Bien —dijo el americano tomando el cuaderno—. ¿Cómo se llama?
—No lo sé. El nombre en clave es «Mr. Robert». Es un exagente de la CIA. Lo despidieron por no superar una prueba poligráfica. Se presentó a nosotros en Viena, Austria. La última vez que lo vimos fue allí, hace unos meses.
—¿De qué les ha hablado ese tal Mr. Robert?
—Mr. Robert nos habló de Adolf Tolkachev —dijo Yurchenko—. Gracias a Mr. Robert pudimos detener al científico de Phazotron Adolf Tolkachev.
Los dos agentes americanos se miraron con cara de haber hecho saltar la banca en el mayor casino de Las Vegas.
* * *
Y entonces entré yo en escena. Recuerdo que el teléfono de mi casa sonó a las diez y media de la noche, cuando ya me estaba preparando para acostarme.
—¿Dígame?
—Hola, Dave, soy yo. ¿Todo bien?
Reconocí aquella voz. Era la de uno de los subdirectores del departamento de Contraespionaje del FBI, uno de los peces gordos. La llamada en sí no era algo fuera de lo común, pues los agentes especiales de mi unidad deben estar siempre localizables. Pero si un tipo de semejante peso te telefoneaba a casa a esas horas es que había pasado algo serio.
—Todo bien, gracias —respondí—. ¿Qué ocurre?
—Verás, tenemos a un ruso nuevo que ha desertado hoy. Te llamo para que te encargues del caso.
—¿Dónde está?
—Volando desde Italia —dijo el subdirector—. Aterrizará en la base de Andrews a las siete de la mañana.
—A las siete en Andrews —confirmé.
—Ya he avisado a Tom Redford. Te estará esperando allí.
Me sobresalté al escuchar el nombre de Redford. A pesar de su juventud, treinta años, Tom era uno de nuestros mejores agentes, la gran promesa del departamento. Procedía de Chicago y hablaba perfectamente ruso. Redford era el tipo al que encargaban los casos más importantes relacionados con el KGB.
—Sin problema —dije— ¿Quién es el desertor?
—Un tipo muy importante. Un coronel del KGB llamado Yurchenko. Tenemos que chuparle la sangre a toda velocidad.
—Entendido, ¿algo más?
—Sí. La CIA también estará allí. Ellos mandan.
Era lo habitual. Cuando un desertor del KGB se entrega a nuestro gobierno, la CIA y el FBI organizan un equipo mixto para trabajar con él. Generalmente la CIA asume el rol de interrogador principal para extraer el máximo posible de información para sus operaciones. El FBI, por su parte, tiene dos objetivos: responsabilizarse de la seguridad del desertor y utilizar su información para perseguir delincuentes en suelo estadounidense.
—Ellos mandan —repetí—. Como siempre.
—No, como siempre no. Esta vez será distinto. Nosotros daremos un paso atrás. Los de la agencia no solo interrogarán sino que también se encargarán de la protección. La CIA quiere informar al presidente Reagan de todo lo que saquemos de ese tal Yurchenko. Ellos mandan —insistió.
* * *
Encontré a Tom Redford a las seis y media de la mañana en la cafetería de la base de Andrews. Éramos los primeros en llegar, y el camarero tuvo que dedicar varios minutos a encender los aparatos antes de poder atendernos. Tom venía como siempre, con el pelo muy negro peinado hacia atrás y un aroma varonil a loción de afeitado. Nos sentamos en una mesa mientras esperábamos a los de la agencia. Aproveché para encender un cigarrillo.
—¿Qué tenemos, Tom?
—Por ahora solo esto —dijo Redford entregándome una hoja de papel—. Cuando lleguen los de la CIA nos contarán algo más.
El folio era una copia de un cable de la embajada en Roma dirigido a la CIA en Langley. Contenía un resumen del interrogatorio que se había realizado a Yurchenko en Italia. Lo leí de cabo a rabo.
—¿Mr. Robert? —pregunté devolviendo el cable a Tom—. ¿Quién es ése?
Redford se encogió de hombros.
—Según Yurchenko, uno de la CIA, un antiguo agente de ellos. Supongo que la agencia tardará poco en identificarlo. Por lo visto en Langley llevan meses investigando la pérdida del espía ruso al que delató Mr. Robert, ese tal Adolf Tolkachev. La prioridad número uno es detener a Mr. Robert, y tú te encargarás de ello. Yo tomaré buena nota de lo que cuente Yurchenko a partir de ahora.
—Pues espero que lo identifiquen pronto —dije—. Cuando el KGB se entere de que Yurchenko ha volado, la gente como Mr. Robert empezará a desaparecer de la circulación.
Tom asintió. El camarero llegó entonces con un par de cafés largos humeantes.
—El jefe me dejó claro ayer que la CIA se encarga de la custodia —dije.
—Así es.
Tom me hizo una seña con la mano para que bajase la voz. Un hombre con gabardina de color beige acababa de entrar en la cafetería. Pidió algo al camarero y se dirigió directamente a nuestra mesa. Al llegar sacó la mano del bolsillo y nos mostró una acreditación de la CIA.
—Somos los agentes especiales Redford y Miller —dijo Tom, levantándose para estrecharle la mano. Yo le imité y le mostramos la placa.
—O’Maley, Pete O’Maley —se presentó el recién llegado.
—¿Viene solo? —pregunté.
—Sí. Aunque me acompañará otro agente de la CIA. De hecho ya debería haber llegado —añadió mirando a su alrededor.
O’Maley tendría mi edad, unos cincuenta años. Mediría metro setenta, era grueso y tenía el gesto algo contrariado. En cierto modo me recordaba el aire del casero que a todas horas está revisando los desperfectos en el piso del inquilino.
—¿Se encargará usted de llevar el interrogatorio, Pete? —preguntó Tom.
—Sí.
—Nosotros no seremos ningún estorbo —intervine—. Los dos hablamos ruso.
—No se preocupen por eso —dijo el agente de la CIA—. El que no habla una palabra de ruso soy yo. Pero mi compañero sí.
O’Maley se sacudió la manga para sacar el reloj. Mientras consultaba la hora, Tom y yo nos miramos desconcertados. Ambos nos estaríamos preguntando lo mismo: cómo era posible que la CIA enviase a un agente que no hablaba ruso a hacerse cargo de Yurchenko.
—Escuche, Pete —dijo Tom—. Hemos leído el cable de Roma. ¿Han identificado ya a Mr. Robert? El agente especial Miller se encargará de detenerlo —añadió señalándome a mí.
—Estamos en ello. Hemos empezado a revisar nuestros archivos.
—¿Cree que tardarán mucho? —pregunté.
—Espero que no —respondió O’Maley—. Las indicaciones de Yurchenko son bastante precisas, pero tenemos que estar seguros.
Un oficial del ejército del aire entró entonces en la cafetería y se acercó a la mesa que ocupábamos nosotros tres. Nos informó de que el avión iba a aterrizar en pocos minutos y se ofreció a llevarnos hasta él en un vehículo especial del ejército. Nos levantamos todos y fuimos detrás de aquel hombre. El agente de la CIA Pete O’Maley seguía con cara de malas pulgas, posiblemente contrariado por la tardanza de su colega.
Desde el furgón vimos aterrizar un C-141. El avión realizó unas breves maniobras y detuvo los motores. Nuestro conductor se acercó entonces hasta el mismo pie de la escalerilla.
La compuerta del C-141 se abrió y de la aeronave bajaron varios militares. Al principio no pude verlo, pero cuando llegaron a tierra me di cuenta de que detrás de ellos había bajado un civil: el coronel del KGB Vitaly Yurchenko.
Yurchenko era alto y delgado. Pelo corto castaño y peinado a raya. Tenía la cabeza pequeña, surcada por un bigote con forma de mesa, que le nacía a un lado del mentón, le subía hasta el labio superior, le recorría la boca y volvía a bajar. Si se hubiese dejado unos centímetros de pelo en la barbilla habría lucido una perilla perfecta. Andaba con zancadas largas y aspecto desgarbado, los hombros siempre muy altos. Pude ver que en la mano derecha le faltaba la última falange de unos cuantos dedos.
Los militares nos entregaron al ruso y lo llevamos en volandas hacia la terminal. Allí O’Maley le entregó un impreso I-94 del servicio de inmigración y naturalización para la entrada en el país y un bolígrafo BIC.
—Rellénelo con el nombre de Robert Rodman —ordenó el agente de la CIA O’Maley.
—De acuerdo —dijo Yurchenko—. Aunque espero que me cambien ese nombre en clave. No me gusta.
Tom y yo sonreímos.
—¿Cómo quiere que le llamemos? —preguntó O’Maley.
—Alex.
—Muy bien, Alex. Pero, si no le importa, rellene eso como Robert Rodman. Lamento comunicarle que ya hemos preparado todos los papeles con ese nombre.
Yurchenko firmó el impreso y O’Maley lo entregó a uno de los militares. Nos despedimos de ellos y nos dirigimos a la salida de la base aérea con Yurchenko.
Justo en la puerta nos encontramos con un tipo al que no conocía.
—Por fin has llegado —se quejó O’Maley.
Deduje que se trataba del colega de O’Maley, el que hablaba ruso. Por lo visto se le habían pegado las sábanas.
—Perdón por el retraso, tuve un problema con mi coche —dijo algo tembloroso.
—Éstos son los agentes Redford y Miller. Y éste es el coronel Yurchenko.
El recién llegado nos estrechó la mano a todos. A Yurchenko lo saludó en ruso. Le dijo que su nombre era Art y se identificó como agente de la CIA.
Art era la versión americana de Yurchenko. Alto como él, delgado como él, con el pelo castaño peinado a raya, como él. Tenía también un bigote, aunque no tan largo como el del coronel del KGB, y unas gruesas gafas de pasta de lentes anormalmente grandes. Al moverse desprendía el inconfundible aroma a tabaco que transpiraba por cada poro de su piel.
Subimos los cinco a un vehículo de la CIA. Pete se puso al volante e inició la conversación mientras conducía:
—Hemos recibido un extracto de su declaración en Italia —dijo en inglés mirando por el espejo a Yurchenko—. Cuando haya descansado nos gustaría retomar la conversación en ese punto.
—No necesito descansar —replicó el coronel—. Tengo ganas de hablar. Hablar.
Yurchenko se expresaba en un inglés tosco con un acento horrible. Gramaticalmente no cometía muchos errores, pero al hablar confundía las consonantes y a menudo pronunciaba las palabras de manera tan equivocada que se hacía difícil entenderle. Quizá consciente de sus limitaciones, en ocasiones repetía alguna palabra varias veces para reforzar el mensaje. Interrogar a aquel hombre en inglés para que O’Maley entendiese lo que decía sería equivalente a pasar las vacaciones de verano en mitad del desierto.
—Como quiera —dijo sonriendo Art.
—Me preocupa bastante el KGB. El KGB. Ellos saben ya que he desaparecido.
—No se preocupe por el KGB —le tranquilizó O’Maley—. Aquí está a salvo.
El coche se dirigió directamente al edificio de la CIA en Langley. Poco antes de llegar O’Maley se desvió y tomó la interestatal hacia Oakton. Una vez allí el vehículo se detuvo frente a una vivienda unifamiliar en una calle llamada Shawn Leigh Drive. Calculé que estaríamos a unos nueve kilómetros de la sede de la CIA.
La casa era pequeña y tenía un garaje pegado a su lado derecho. Un pequeño camino de grava conducía a su entrada principal. Habían borrado el nombre del buzón y pude ver varios guardias de la CIA merodeando por los alrededores. O’Maley y Art bajaron del coche y condujeron a Yurchenko al interior de la casa. Tom me agarró del brazo para retrasarnos unos metros.
—No me puedo creer que traigan a Yurchenko a este lugar —me dijo al oído.
—¿Qué problema hay?
—Estamos dentro del perímetro de cuarenta kilómetros alrededor de la embajada soviética.
—¿Perímetro?
—Sí. Los empleados de la embajada soviética tienen libertad de movimientos a cuarenta kilómetros a la redonda. Teóricamente, un agente del KGB podría acercarse hasta aquí y no estaría vulnerando ninguna regulación diplomática.
—Será mejor que no le digamos eso a Yurchenko —concluí.
Entramos en la casa. O’Maley invitó al coronel a sentarse. Éste se quitó la chaqueta y la dejó colgada en la silla donde se había acomodado.
—Escuche, Alex —le dijo utilizando el pseudónimo que el ruso había escogido—, empezaremos los interrogatorios a las diez de la mañana y terminaremos a las dos de la tarde. Los viernes, sábados y domingos descansaremos.
—Empecemos ya, ya —dijo Yurchenko.
Art y O’Maley ocuparon las dos butacas frente al soviético, al otro lado de la mesa. Tom Redford y yo nos quedamos en un segundo plano, tomando notas de las respuestas del coronel. Art tomó la palabra:
—¿Le molesta si fumo?
—Sí, me molesta —respondió Yurchenko—. Estoy enfermo, muy enfermo. Tengo calambres en el estómago. Mucho dolor, mucho dolor aquí —añadió tocándose el vientre—. He traído de Italia una bolsita con césped medicinal. Debo hacer dieta, dieta. E infusión con césped.
—¿Césped? ¿Cómo que césped?
Yurchenko se giró y sacó del bolsillo de su chaqueta una bolsa con unas hierbas.
—Ah, bueno. Tomaremos una muestra de esas hierbas y le conseguiremos más —se ofreció O’Maley.
—Deberíamos traer un especialista para que examinase a… Alex —sugerí.
—Encárgate de ello —ordenó O’Maley a Art.
Art asintió con la cabeza y anotó algo en su cuaderno. Yurchenko aprovechó para volver a hablar en su peculiar inglés.
—Una cosa es muy importante. Muy importante —dijo—. Insistí mucho en Roma. Es muy importante.
—¿De qué se trata? — preguntó O’Maley.
—Muy importante. Nadie debe saber que he desertado. Secreto. Alto secreto.
—La CIA nunca hace públicas noticias de ese tipo —intervino Art.
—Si el gobierno soviético se entera de que he desertado, mi familia tendrá muchos problemas. Muchos problemas —añadió Yurchenko sin prestar atención a Art—. Pierden casa, pensión, educación de mi hijo, supermercado oficial. Pierden todo. Todo.
—¿La URSS tomaría represalias con su familia aun cuando ésta se mantenga al margen de sus actividades?
—Sí. Lo sé bien. Yo mismo precinté la casa de Anatoly Bogaty, el responsable del KGB en Marruecos. Bogaty desertó y echamos a su familia a la calle.
—Hemos entendido, Alex —dijo O’Maley—. Ni una palabra a la prensa.
Yurchenko asintió con la cabeza, satisfecho. Las palabras de O’Maley lo relajaron, y se arrellanó en la silla. Tamborileó con sus mutilados dedos en la mesa, preparado para responder lo que le preguntasen.
—Hemos leído lo que contó en Italia sobre Mr. Robert —prosiguió entonces Art—. ¿Hay algo más que pueda decirnos sobre ese hombre?
—No, nada más. Es un antiguo agente de la CIA. Lo despidieron. Habló con nosotros en Austria, en Viena. Entregó a Tolkachev.
—¿Dónde está Tolkachev ahora?
—En Lefortovo, en la cárcel del KGB. Cuando registraron su casa encontraron varios millones de rublos ocultos en cajas. También había cámaras fotográficas en miniatura y medicinas estadounidenses. Tolkachev no tiene ninguna posibilidad… Tolkachev será juzgado y…
Yurchenko negó con la cabeza y luego hizo con los dedos el gesto de disparar una pistola imaginaria.
—¿No ha vuelto a tener el KGB contacto con Mr. Robert?
—No.
—Bueno, hablemos de otra cosa.
Art pasó las páginas de su libreta para encontrar el siguiente tema de conversación. Mientras lo hacía, Tom Redford me pasó una nota. Decía: «No le preguntan cómo contactaban con Robert. ¿Ya lo saben?» Miré a Tom y me encogí de hombros.
—Hablemos ahora de Mr. Long —dijo Art—. Cuéntenos todo otra vez.
Tom Redford y yo volvimos a mirarnos desconcertados. En la copia del cable que nos había facilitado la CIA se hablaba de Mr. Robert, pero no se mencionaba nada de un tal «Mr. Long». Definitivamente la agencia y nosotros no teníamos la misma información y aquello olía cada vez peor.
Yurchenko, ajeno a todos nuestros pensamientos, empezó a contar la historia de Mr. Long.
* * *
Cinco años antes, en 1980, Vitaly Yurchenko era jefe de seguridad de la embajada soviética en Washington D.C. Un día, a principios de año, recibieron en la centralita una llamada telefónica. Se trataba de un ciudadano estadounidense que quería entrar en la embajada y pedía instrucciones sobre cómo hacerlo. Le respondieron que se dirigiese libremente a la entrada principal.
Al día siguiente se presentó allí un sujeto de aspecto un tanto desaliñado. Dijo que era el que había llamado el día anterior, llevaba un maletín en la mano y solicitó entrevistarse con alguien del servicio secreto soviético. Los guardias de la embajada avisaron a Yurchenko y éste hizo pasar a aquel hombre a la zona segura de la embajada. Una vez allí le preguntó qué quería.
—Soy un antiguo empleado de la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad —empezó diciendo el americano—. Tengo material para venderles.
—¿Material? ¿Qué tipo de material?
—Documentación sobre proyectos tecnológicos de la Marina estadounidense.
—Ya —dijo con recelo Yurchenko—, supongo que planes sobre futuros ingenios militares.
—En absoluto. Tecnologías ya existentes y en funcionamiento. Pueden comprobarlo ustedes mismos.
—¿Trae ahí algo que podamos ver? —preguntó Yurchenko señalando la maleta.
—Sí —confirmó el americano—. Pero no nos confundamos. Aquí nada es gratis. Si esto que les voy a mostrar les interesa, tengo que salir de aquí mismo con unos cuantos dólares en el bolsillo. Quiero pasta gansa, ¿me ha entendido?
A Yurchenko aquel tipo le pareció sincero. Cuando un sujeto se presenta dispuesto a espiar y lo primero que hace es pedir dinero, la cosa tiene buena pinta. Si lo que hace es loar a la URSS y echar pestes del sistema capitalista, lo más probable es que sea un infiltrado que trata de fingir lealtad. Yurchenko dejó al americano solo en la sala y subió con el maletín de documentos a pedir instrucciones al oficial del KGB destinado a la embajada en Moscú.
—¿Dice que esto lo ha traído él? —preguntó el agente del KGB ojeando aquellas páginas.
—Sí —confirmó Yurchenko.
—Parece auténtico. Baje a identificar a ese hombre y entréguele alguna cantidad de dinero. Seguramente el FBI lo habrá visto entrar aquí, así que cuando termine con él póngale un mono de personal de mantenimiento y sáquelo en la furgoneta de los jardineros. ¿Dice que tiene barba?
—Sí.
—Pues aféitelo antes.
Yurchenko hizo afeitar al americano y lo disfrazó. Lo sacaron de la embajada y lo llevaron a un complejo residencial en Monte Alto. Allí le dieron de cenar. Luego Yurchenko le explicó cómo debía contactar con el KGB. No debía hacerlo nunca en Estados Unidos. Lo más seguro sería Europa. Fijaron como clave de contacto el nombre «Mr. Long». Cuando el KGB quisiese contactarlo, llamaría a las ocho de la tarde el último sábado de cada mes a una cabina del restaurante Pizza Castle, en el 6781 del bulevar Wilson.
Yurchenko entregó quinientos dólares a aquel hombre y lo dejó marchar.
* * *
Art terminó de escribir en su libreta.
—¿Ha dicho el Pizza Castle del bulevar Wilson? —preguntó.
—Sí. Pero después de mi desaparición cambiarán de lugar —respondió Yurchenko.
—¿Qué les contó Mr. Long? —intervino O’Maley.
—Nos habló del proyecto de escuchas submarinas entre el continente y la península Kamchatka. Gracias a él pudimos desbaratarlo por completo en cuestión de días.
—Necesitamos saber quién es ese hombre —intervine yo—. ¿Qué puede decirnos de él?
—No sé su nombre. Es un antiguo empleado de la NSA.
—Ha dicho usted que lo vio. ¿Podría al menos facilitarnos su descripción?
Yurchenko se acarició el mentón tratando de recordar.
—Mr. Long tenía por entonces entre treinta y cinco y cuarenta años. Era pelirrojo, con barriga y algo calvo. Vino conduciendo un coche verde. Coche verde. No sé más.
Apunté todos los datos en mi libreta. Me enfrentaba a un trabajo bastante complejo. Me dije que tendría que empezar revisando los ficheros de los antiguos empleados de la NSA desde 1975, y si eso no funcionaba trataría de identificarlo a través de fotografías.
Mientras tanto Yurchenko siguió hablando. Habló de operaciones propagandísticas del KGB, de periodistas comprados, de escuchas en embajadas, de actividades de desinformación soviéticas y de la organización interna del KGB.
Hicimos unas cuantas pausas. Durante una de ellas, Tom y yo salimos al jardín y dimos una vuelta a la propiedad en compañía de Yurchenko. Fue la primera vez que el tipo pudo hablar en ruso, ya que O’Maley se quedó dentro charlando con su colega Art.
—Alex —empecé diciendo empleando el nombre en clave del coronel—, ¿por qué ha venido? ¿Por qué ha desertado?
Yurchenko caminaba mirando al suelo, con las manos cogidas a la espalda.
—Es muy complicado —respondió—. Llevo muchos años y el KGB es todo política. Hablan mal de la gente y esa gente ha trabajado para la URSS. Por eso no se puede acusar. No es justo acusar.
—¿Le acusaron a usted de algo?
—Muchas cosas, mucha política. No se puede trabajar.
El coronel siguió así durante todo el paseo, dejando las frases a medias y diciendo cosas sin sentido. Si lo que pretendía era que no entendiese una palabra, lo había conseguido. Después de la explicación en ruso de Yurchenko yo al menos me quedé como al principio, sin tener claros los motivos de su deserción.
* * *
Aquella noche pasé por la oficina antes de irme a casa. La sede local del FBI en Washington D.C. se acababa de trasladar a un edificio aislado de Buzzard Point, precisamente donde te han enviado a ti, así que lo conoces bien. Por entonces aún no me habían asignado una plaza de aparcamiento, así que me vi obligado a dejar el coche en la calle. A esas horas no tuve problemas para hacerlo, aunque los que lo intentasen por la mañana se las verían negras para conseguirlo. En el contestador tenía varios mensajes de otros tantos jefes que querían que les devolviese la llamada tan pronto como pudiese. Sin duda, todos estarían impacientes por conocer la identidad del tal Mr. Robert. Como yo mismo no la conocía, decidí que no era urgente responderles y me marché a casa.
Al día siguiente fui directamente al despacho. Era sábado, y los jefes estaban en sus casas. Les fui llamando uno a uno a sus domicilios y les dije que todavía no sabíamos quién era Mr. Robert. Suponíamos que la CIA no tardaría en localizarlo, pero aún no sabíamos nada. Además, les conté que teníamos otro caso abierto, un exempleado de la NSA conocido por el KGB como Mr. Long. Todos mis jefes me sugirieron contactar con el agente de enlace del FBI en la NSA. Escribí un memorando para reunirme con aquel tipo y salí hacia Oakton para ver a Yurchenko.
Comprobé que la propiedad había sido acordonada por la CIA. Muy acordonada. Tuve que identificarme dos veces en otros tantos puntos de control. Si al KGB se le ocurría husmear por la zona, no les quedaría ninguna duda de que ahí había algo importante.
Al llegar a la puerta vi fuera a Tom Redford fumando nerviosamente en el porche.
—¿Algo va mal, Tom? —pregunté mientras encendía un cigarrillo.
Redford me susurró al oído.
—Todo va mal, joder. ¿Has visto la que han montado fuera? Pues eso no es nada comparado con lo que hay dentro. Nada más llegar esta mañana Yurchenko me ha preguntado si debe considerarse prisionero.
—¿Has hablado con Pete O’Maley? Él es el responsable que ha puesto la CIA…
—Le estoy esperando aquí fuera —respondió Tom.
Fumamos juntos mientras esperamos a O’Maley. A través de la ventana pudimos ver a Art hablando con Yurchenko. Pete estaba con ellos, así que dedujimos que seguían hablando en inglés. Dimos la vuelta a la casa. En la parte trasera dos agentes de la CIA estaban desembalando una barbacoa tamaño familiar. Terminamos de rodear la propiedad y al llegar a la entrada principal vimos salir a O’Maley.
—Buenos días, Pete —le saludé—. ¿Cómo va todo?
—Muy bien. Yurchenko nos está hablando de unos cuantos infiltrados falsos que nos envió el KGB el año pasado para sonsacarnos información. Deme un pitillo, Tom.
Redford le pasó el paquete.
—Pete, este despliegue quizá sea algo exagerado —dije—. Temo que Yurchenko crea…
—Ya, ya —me interrumpió O’Maley apagando la cerilla—. A mí también me ha preguntado si está detenido. No lo está. Pero no podemos permitir que corra ningún riesgo.
—Quizá deberíamos llevarlo a otro lugar —sugirió Tom—. Fuera del perímetro de cuarenta kilómetros alrededor de la embajada soviética, ya me entiende.
—Estamos en ello.
—Escuche, Pete —dije yo—, ayer tenía en el contestador de mi oficina una docena de mensajes preguntándome por Mr. Robert. A Tom y a mí nos están pitando los oídos. Necesitamos…
—Estamos en ello —volvió a decir O’Maley—. Somos los primeros interesados en dar con él.
—Tenemos que hacerlo nosotros. No se trata de apuntarnos un tanto, sino de cumplir el trabajo. Si Mr. Robert sale del país, lloverá mierda a raudales. Y habrá para todos.
—Somos conscientes de ello. Vengan dentro conmigo. Quiero que escuchen esto.
Apagamos los cigarrillos y seguimos al agente de la CIA. Nos sentamos todos alrededor de la mesa donde Yurchenko hablaba en ruso con Art. Al llegar, O’Maley les interrumpió:
—Alex, ¿podríamos retomar el tema del polvo para que lo oigan estos dos agentes del FBI?
—Sí, sí —Yurchenko volvió a su macarrónico inglés—. En el año ochenta el KGB empezó a experimentar con una sustancia llamada NPPD.
—Hemos consultados con nuestros químicos —le interrumpió Art—. Se refiere al nitrofenilpentadienal.
—El NPPD es un polvo que no despide ningún tipo de olor —continuó Yurchenko—. Se queda impregnado en las manos y se puede detectar fácilmente con unas gafas especiales. El KGB lo aplicaba a los volantes de los coches de la embajada estadounidense y a los pomos de las puertas de los diplomáticos americanos.
—¿Lo usaban para controlar a nuestros empleados? — pregunté.
—No, no. El NPPD se ponía solo a aquellos que sospechábamos que eran agentes de la CIA. Luego buscábamos restos del polvo entre nuestros empleados. Si uno de ellos era un espía tendría restos, pues seguramente le habría dado la mano al agente americano.
—¿Y esa sustancia no es nociva? Para la salud, quiero decir.
Yurchenko se encogió de hombros. Por lo visto, el KGB no se había preocupado de averiguar eso.
—Hagamos un descanso, Alex —propuso O’Maley.
Mientras Art y su jefe revisaban las notas de los interrogatorios, Tom y yo volvimos a aprovechar para charlar en ruso con el coronel.
—¿Quiere dar una vuelta por el jardín? —propuse.
—Sí, vamos.
Salimos los tres. Nos abrió la puerta un agente de la CIA que mediría más de metro noventa.
—Aquí hay mucha gente —dijo Yurchenko—. Mucha gente, muchos guardias. ¿De qué va esto? Yo no soy un prisionero.
—No lo es, Alex —convino Tom—. Pero ayer usted mismo estaba preocupado por su seguridad.
—Guardias por todos lados. Mire, mire —Yurchenko fue señalando en varias direcciones—. Además, hablo continuamente en inglés. ¿Por qué? ¿Es costumbre en los Estados Unidos interrogar a los desertores en una lengua distinta a la suya?
Tom y yo nos miramos sin saber qué decir.
—Tenga un poco de paciencia —le pidió Tom.
—¿Le han traído un cocinero? ¿Elegirá usted los menús? —pregunté tratando de cambiar de tema.
—No. Cocinaré yo. Yo cocinaré mis platos.
* * *
Aquel día dejé a Tom con el coronel del KGB y el pelotón de agentes de la CIA y regresé a la oficina. Consulté los mensajes del contestador y me marché a casa.
El domingo se dio descanso a Yurchenko, y yo aproveché para leer los periódicos atrasados que tenía en el salón. La única mención al caso del coronel era una breve nota de prensa proveniente de Europa en la que se informaba de la desaparición de un diplomático soviético en Roma. La URSS había puesto una denuncia ante las autoridades italianas, y el gobierno de Bettino Craxi se había comprometido a hacer todo lo que estuviera en su mano para localizar al ciudadano. «Buscad, buscad», me dije.
El lunes por la mañana volví a la residencia de Yurchenko. De camino encendí la radio y sintonicé una emisora de música. Traté de animarme. Me dije que cuando llegase allí solo habría buenas noticias: la CIA habría identificado a Mr. Robert, el coronel estaría de buen humor y todos seríamos felices.
Sin embargo, nada más entrar en la casa oí la voz de Yurchenko que discutía a gritos con O’Maley y Art. El ánimo que me había transmitido la música cayó de repente por los suelos.
—¿Qué demonios pasa ahora? —pregunté al oído a Tom.
—Quieren someterlo al polígrafo.
Resoplé.
—¿Sabemos ya algo de Mr. Robert?
Tom negó con la cabeza. Decidí entonces acercarme a la mesa donde Yurchenko discutía con los dos agente de la CIA. Cuando el ruso me vio llegar me señaló con el dedo.
—Usted, usted les convence —dijo—. El polígrafo no vale.
—Sí vale. Sus mediciones son correctas —adujo Art.
—¡No, no! Usted no entiende, no entiende —bramó el coronel del KGB—. ¡No vale en mi caso, en mi caso!
Yurchenko, impaciente, negó con la cabeza y empezó a hablar en ruso:
—Pero, ¿qué me van a preguntar? ¿Ha tenido contactos con el KGB? ¡Por supuesto que sí! ¿Ha colaborado en operaciones antiamericanas? ¡Sí! ¿Ha tratado de engañar a la CIA? ¡Por supuesto, todos los días! ¿Qué esperan sacar de ahí?
—Serénese, coronel —dije en ruso—. Salgamos a dar una vuelta.
Yurchenko se levantó malhumorado y me precedió hacia la salida. Cuando pasé por su lado, escuché a mi colega Tom Redford decir a Pete O’Maley: «Desde luego, con ese estado de ánimo no superará la prueba del polígrafo». Pete asintió.
El guardia del metro noventa iba a abrirnos la puerta cuando Yurchenko se le adelantó y abrió él mismo. Me invitó a salir y luego lo hizo él. Cerró de un portazo. Ya fuera volví a dirigirme en ruso a Vitaly Yurchenko:
—No se enoje, coronel. Seguro que encontramos una solución.
—Esta gente de la CIA no entiende. ¿Pero así manejan ustedes a un desertor? Es increíble. Si el KGB lo supiera…
—El polígrafo es algo en lo que la agencia cree. Lo usan hasta para reclutar gente.
—Nosotros no. El KGB, quiero decir —aclaró Yurchenko—. El polígrafo favorece a los mentirosos. Un buen mentiroso puede superarlo. Lo mejor para conseguir la verdad son las drogas.
—¿Drogas? ¿Qué drogas?
—En el KGB tenemos un departamento entero dedicado a la investigación química. Lo dirige un general llamado Sergei Golubev. Tienen un laboratorio en la sede del KGB en Yesenevo, al suroeste de Moscú. Ellos fueron los que sintetizaron el polvo que pusimos a los americanos.
—¿Y las drogas de la verdad?
—Es un proyecto en el que están trabajando desde hace tiempo. Tienen una sustancia llamada SP-117. Sé que se ha aplicado alguna vez y los resultados no han sido malos.
—¿Cómo funciona? ¿Qué contiene?
—No tengo ni idea. Supongo que será un inhibidor del sistema nervioso. Solo sé que cuando el individuo al que se ha inyectado el SP-117 se despierta, no recuerda nada. No sabe que ha hablado ni, por supuesto, lo que ha contado.
Asentí a todo, tomando nota mentalmente de aquello. Yurchenko volvió a hablar:
—¿Ustedes no usan drogas? —preguntó.
—En el FBI que yo sepa, no. Solo polígrafo, y no siempre.
—No salgo de mi asombro —Yurchenko caminaba como de costumbre, con una figura desgarbada y las manos a la espalda—. Nosotros en Moscú estábamos convencidos de que ustedes disponían de drogas más potentes que las nuestras.
Regresamos a la casa. O’Maley y Art dijeron a Yurchenko que debían seguir hablando. El coronel me miró con aire cansado. Me recordó al niño al que llaman a cenar y debe despedirse de sus amigos.
Mi colega Tom Redford me acompañó a recoger el coche.
—Mañana no vengas —me dijo—. Van a llevar a Yurchenko a la clínica de un especialista del aparato digestivo para que le haga un chequeo completo.
—Bien, mañana es martes. ¿Qué harás tú?
—Nos han convocado a ti y a mí a una reunión a las nueve de la mañana en nuestra oficina de Buzzard Point con Paul Deere. Le han asignado la dirección del caso Mr. Robert.
Conocía a Deere. Lo acababan de ascender a superintendente y aquél sería su primer caso en el puesto.
—Fantástico —exclamé—. Su primera pregunta será si la CIA ha identificado ya a Robert.
—Pues le diremos la verdad. Que todavía no.
* * *
Chico, supongo que has oído hablar del superintendente Deere. A mí siempre me ha caído bien, es un buen hombre. El caso es que aquel día la reunión con él no fue larga. Efectivamente el superintendente nos preguntó si sabíamos ya quién era Mr. Robert y efectivamente se quedó de piedra cuando le dijimos que, cuatro días después, la CIA aún no había sido capaz de darnos su nombre.
—¿Qué está pasando en esa casa con el ruso, chicos? —preguntó Deere dirigiéndose a Tom.
—Es difícil de explicar. Parece como si la agencia estuviese poniendo todo de su parte para fastidiar a Yurchenko. No parece que sea un desertor, sino un delincuente que ha hecho un trato para hablar.
—Pero el ruso está colaborando, ¿no?
—Totalmente —confirmó Tom.
—Pues no entiendo nada.
—Nosotros tampoco.
—¿Y tú, Dave? —el superintendente se dirigió ahora a mí—. ¿Hay alguna novedad sobre el traidor de la NSA? Ese tal Mr. Long…
—Hoy mismo he quedado con nuestro enlace. He dado a ese caso prioridad dos. Lo más importante es Mr. Robert.
—Bien —dijo Deere—. Daremos a la CIA un día más. Si mañana miércoles no sabemos quién es Mr. Robert, hablaremos con los de arriba y que ellos decidan.
Salimos del despacho. Tom Redford se fue a su mesa a rellenar informes sobre el caso Yurchenko. Yo subí un piso y fui directo a entrevistarme con nuestro agente de enlace en la NSA para cazar a Mr. Long.
La NSA es uno de los organismos más misteriosos de los Estados Unidos. Se sabe que tiene como misión velar por la seguridad de las comunicaciones y obtener y analizar datos de inteligencia, por medios que, desde luego, yo desconozco. Su plantilla, presupuesto, tecnologías y demás datos que otras agencias del gobierno tenemos obligación de hacer públicos, en el caso de la NSA son secretos. Por lo que respecta a las relaciones del FBI con ellos, también hay diferencias. Hay un agente nuestro de enlace dedicado exclusivamente a coordinar las investigaciones criminales acometidas en el interior de la NSA. Todos los casos deben ser centralizados en él. Ningún otro agente del FBI puede meter sus narices en la NSA.
Entré en el despacho. Conocía a ese hombre de vista, pero nunca había trabajado con él. Era joven, menos de cuarenta años. Con sobrepeso, rubio y con entradas muy pronunciadas. Tenía las mejillas sonrosadas como las de un bebé. Había oído decir que era ingeniero. Otro rumor decía que era un exagente de la NSA que se había pasado al FBI.
—Hola, soy Dave Miller de Contraespionaje —me presenté al abrir la puerta.
—Pasa Dave. Sentémonos en mi mesa de reuniones.
El tipo se levantó de su sillón y se sentó a mi lado. Se trajo un aparato electrónico con un teclado alfanumérico en que escribió algo. El chisme me intrigó y traté de tirarle de la lengua:
—Bonito juguete —dije mientras encendía un cigarrillo.
—Es un comunicador, nada del otro mundo.
Dejó el aparato a un lado y abrió una carpetilla con el logo del FBI.
—Hablemos de ese tal Mr. Long, Dave.
—En realidad, solo sabemos lo que pone ahí —dije señalando mi memorando, que había aparecido entre sus papeles.
—Pues Mr. Long nos ha jodido a base de bien. Lo que ha entregado a los rusos vale unos cuantos millones de dólares.
—¿Cientos?
—Miles.
Arqueé las cejas.
—¿Cómo haremos para detenerlo? —pregunté.
—He hablado con la dirección de la NSA. Ellos se encargarán de identificarlo.
—Lo suponía.
—Cuando sepan quién es, te llamaré para que lo detengas.
Resoplé impaciente, apagué el cigarrillo y cambié mi postura en la silla.
—Te seré sincero —dije—. Ése es el modo de trabajo que estamos siguiendo con la CIA y no estamos nada contentos con él. ¿No podríamos adoptar un rol más activo?
—No. Ten en cuenta que el daño que nos podía hacer Mr. Long ya está hecho. El proyecto que desveló a los rusos se perdió hace mucho tiempo. No sabíamos cómo lo habíamos perdido y ya lo sabemos. Perfecto. Pero Mr. Long ya no puede perjudicarnos más. Según tu memorando, hace más de cinco años que está fuera de la NSA.
—¿Quién sabe? ¿Y si se reincorporó?
—No es política de la casa reincorporar gente que se ha marchado.
—Bueno, pues entonces solo puedo esperar —dije levantándome—. Conoces mi teléfono y dónde estoy. Espero tu llamada.
—Llegará pronto.
Salí del despacho. En 1985 llevaba más de veinte años en el FBI y lo que había visto en esos cuatro días era algo absolutamente insólito. Debían existir poderosísimas razones para todas aquellas decisiones, razones que a un agente especial de mi nivel estaba vedado conocer. Aún incrédulo, decidí marcharme a casa. Si el superintendente Deere no iba de farol, algo ocurriría al día siguiente con la CIA y el caso de Mr. Robert.
* * *
Efectivamente, el miércoles 7 de agosto los hechos se precipitaron, chico. Mi compañero Tom Redford me llamó a las ocho de la mañana para decirme que a las nueve y media teníamos una reunión en Langley con la CIA.
Yo estaba ansioso. Me vestí, desayuné y conduje hasta la sede de la agencia. Llegué a las nueve y diez y decidí esperar a Tom en recepción. Llegó quince minutos después. Preguntamos en el mostrador por Pete O’Maley, el responsable del caso designado por la agencia, y éste no tardó en bajar a recogernos. Pasamos los arcos de seguridad y de camino a la sala de reuniones le pregunté:
—¿Cómo fueron las pruebas médicas de Yurchenko? ¿Qué tiene en el estómago?
—Nada grave —respondió Pete—. Según el médico, tiene una irritación de colon provocada por el estrés. Le han prescrito dieta blanda.
—¿Más blanda? —se extrañó Tom—. Pero si solo come gallina cocida y copos de avena.
Hice un gesto de disgusto.
—No olvide el «césped» —añadió mordaz O’Maley.
—¿Dónde está ahora Yurchenko?
—Está con Art. Le vamos a hacer un permiso de conducción. No permite que le tomemos ninguna fotografía, así que se lo haremos de algún Estado que no lleve foto.
Llegamos a la planta a la que nos dirigíamos, y O’Maley nos condujo a una sala de reuniones. Dentro nos esperaban dos hombres. Uno de ellos se identificó como el responsable de la división SE, es decir, soviética y de Europa del Este. El otro era del departamento de Operaciones. Nos sentamos todos alrededor de la mesa.
—Caballeros —empezó diciendo el de la división SE—, hemos identificado a Mr. Robert. Como dijo Yurchenko, era un antiguo empleado nuestro al que despedimos hace años. Se llama Edward Lee Howard.
—Tienen aquí el expediente completo de Howard, con todas nuestras anotaciones —explicó O’Maley mientras nos hacía entrega de unas carpetas.
—¿Dónde está ahora? —pregunté.
—En Santa Fe, Nuevo México. Trabaja para la oficina legislativa.
—Hablemos de ese tal Howard.
El director de la división SE nos contó que Howard había ingresado en la agencia en 1981 y poco después, en enero de 1982, se decidió que iría destinado a la embajada en Moscú.
—¿Nos está diciendo que un novato con menos de un año de experiencia iba a ser enviado a la sede más peligrosa del mundo? —pregunté.
—Puede parecer raro, pero no lo es —respondió el director de la SE—. Tenga en cuenta que el KGB investiga a conciencia a todo el personal de la embajada. Si mandamos solo agentes experimentados, los rusos lo tienen sencillísimo para identificarlos.
—Enviar agentes novatos por el mundo es una práctica habitual —añadió el de Operaciones—, no solo en nuestra agencia sino en otros servicios secretos de todo el mundo.
El directivo del SE siguió su relato. El traslado de Howard estaba programado para finales de 1982, así que durante aquellos meses su trabajo consistiría en aprender el idioma. A medida que pasaban las semanas, Howard nunca destacaba por nada en concreto. Sus evaluaciones no fueron sobresalientes, y a lo largo de 1982 la CIA se dio cuenta de que no había hecho la elección correcta. Howard no era ni de lejos el mejor agente para ser enviado a Moscú. Después del verano la agencia estaba buscando un sustituto para ocupar su lugar en la embajada en la URSS.
—Fuimos retrasando su viaje a Moscú. En abril de 1983 no pudimos esperar más y solicitamos a Edward Lee Howard que se sometiese a un polígrafo —continuó el director de la SE—. Del resultado del mismo se concluyó que había cometido pequeños hurtos y que consumía drogas de manera habitual.
—¿Los datos del polígrafo fueron concluyentes? —preguntó Tom.
—Totalmente. Los repetimos hasta tres veces —respondió O’Maley.
—Aprovechamos eso para despedirle —continuó el de la SE—. Les confieso que lo del polígrafo nos vino bien. Nos dio el pretexto perfecto. Queríamos deshacernos de él.
»Sin embargo, cuando se vio en la calle, Howard reaccionó de una manera que la CIA no esperaba. Hizo varias llamadas telefónicas a la embajada de Moscú preguntando por agentes de la CIA, se presentó en casa de su antiguo jefe para montar un numerito, e incluso fue condenado por un delito de agresión con arma de fuego.
—Está en libertad condicional por aquello —añadió Pete O’Maley.
Revisé mis notas.
—¿No tomaron ningún tipo de medida con Howard? —pregunté—. Por lo que me cuentan el tipo estaba fuera de control.
Los tres agentes de la CIA permanecieron en silencio unos instantes, dándose mutuamente tiempo para responder a la pregunta. El de Operaciones lo hizo:
—¿A qué se refiere con «medidas»?
—Le pagamos un tratamiento psiquiátrico y lo visitamos de vez en cuando —intervino O’Maley.
—Pero no advirtieron al FBI de que tenían un exagente con información sensible que se comportaba de manera impredecible —concluyó Tom.
—No, no lo hicimos —admitió el de la SE—. Consideramos que podríamos mantener a Howard bajo control. Ahora es evidente que cometimos un error. En la agencia cada día debemos tomar decisiones sobre asuntos sensibles, y ésta no fue la correcta.
—En todo caso, ahora sabemos quién es Mr. Robert —atajó el de Operaciones—. Les hemos facilitado su nombre y en ese dossier tienen su dirección. Nada impide que sea detenido.
—Se equivocan por completo si creen que podemos conseguir una orden de detención con esto —dije yo—. No tenemos nada, absolutamente nada. Yurchenko no nos ha facilitado el nombre de Howard, ni podría identificarlo en una rueda de reconocimiento porque no lo ha visto en toda su vida. Si pudiésemos subir al estrado a Yurchenko, que no podemos, su testimonio sería demolido por el abogado más torpe que Howard pudiese contratar.
—El agente Miller tiene razón —intervino Tom—. Necesitamos pruebas del cargo de espionaje. Hay que probar que Howard tuvo acceso a los datos sobre Tolkachev, que entró en contacto con el KGB y que les habló de nuestro espía. ¿Disponen ustedes de algo así? ¿Pueden probar al menos que Howard estuvo en Viena?
Los tres hombres de la CIA negaron con la cabeza.
La reunión terminó, y Tom y yo salimos de Langley. De camino al aparcamiento encendimos unos cigarrillos e intercambiamos impresiones:
—Conocemos el nombre de Mr. Robert, pero me siento casi como si estuviese en la casilla de salida —dije apesadumbrado—. A menos que Howard confiese, no podremos detenerle.
—¿Qué pasos vas a dar para empezar, Dave?
—Si Howard se entrevistó con el KGB, estoy convencido de que nunca lo hizo en los Estados Unidos. Intentaré descubrir en qué fechas salió del país y a dónde fue.
—Revisa también sus llamadas de larga distancia —sugirió Tom.
—Sin duda. Mañana mismo saldré para Santa Fe. ¿Quieres venir?
—Imposible. Debo quedarme con Yurchenko. Art, uno de sus interrogadores de la CIA, se casa este sábado.
—¿Art se casa este sábado? Pero si podría ser el padre de la novia…
—Son segundas nupcias. Precisamente consiguió el divorcio de su anterior esposa el mismo día que llegó Yurchenko.
—Quizá por eso llegó tarde a la base de Andrews. Lo habría estado celebrando toda la noche.
—Es posible.
* * *
Chico, abre bien los oídos porque empieza la parte divertida de la historia.
El jueves 8 de agosto a primera hora salí para Santa Fe y durante el trayecto en avión leí el Washington Post. En las páginas internacionales había una noticia procedente de Italia: el ministro de Exteriores soviético, Eduard Sheverdnadze, había solicitado a su colega italiano Giulio Andreotti colaboración para arrojar luz sobre las circunstancias de la desaparición de su diplomático desaparecido en Roma y la identificación de su paradero actual. Andreotti aseguró que la policía italiana haría todo lo posible, pero ésta afirmaba que había pocas esperanzas de localizar a aquel hombre. No se aventuraban hipótesis oficiales. Cerré el periódico y me pregunté qué nueva faena le estaría haciendo la CIA a Yurchenko en aquel preciso momento.
Cuando llegué a Santa Fe me dirigí al hotel Hilton y dejé mi bolsa de viaje. Pensé en los pasos que debía dar a continuación, y decidí que lo primero sería dirigirme a la oficina legislativa para comprobar si la información de la CIA era correcta y Howard seguía trabajando allí.
Una cosa estaba clara: con el material que me había dado la agencia no me llegaba ni para pedir una orden de registro. Tenía que conseguir información y conseguirla sin alertar a Howard, un hombre que pasó casi dos años entrenándose en la CIA y que por lo tanto sabría detectar un seguimiento con los ojos vendados.
Subí a un taxi y pedí al conductor que me llevase a la oficina legislativa. El edificio era un cuadrado casi perfecto, con las banderas oficiales debidamente alineadas en la fachada. Se accedía a él mediante una doble puerta de cristal que conseguía climatizar el interior de manera razonable. Fui directamente al mostrador de recepción, donde dos empleadas de unos veinte años comentaban lo que quiera que comenten las veinteañeras en horas de trabajo a las once de la mañana.
—Buenos días —saludé—. Querría saber si trabaja aquí un economista llamado Edward Lee Howard.
—Sí, señor —respondió una de las chicas—. Pero el señor Howard salió de viaje anteayer. Tiene un familiar enfermo.
—¿Sabe cuándo volverá?
—No, pero si quiere dejarle un mensaje, puede...
—No es necesario —interrumpí—. Volveré otro día. Adiós.
Salí antes de que la empleada tuviese ocasión de pedirme que me identificase. Lo siguiente que hice fue subir en otro taxi y dar al conductor la dirección de Howard que constaba en el dossier de la CIA. De camino no pude dejar de pensar en el viaje que había emprendido mi sospechoso. Si había huido del país habría problemas. Mejor dicho, la CIA tendría muchos problemas. Por nada del mundo iba a permitir el FBI que este marrón cayese sobre nuestras cabezas. Después de todo, fueron ellos los que tardaron cinco días en identificar al traidor.
Pedí al chofer que me dejase un par de casas antes de la de Howard. La calle hacía una especie de «U», y su vivienda se encontraba justo en la curva. Calculé mentalmente el lugar donde tendría que ubicarse el vehículo con los trastos cuando consiguiésemos la orden de interceptar sus comunicaciones. Paseé por delante del inmueble y leí el nombre que figuraba en el buzón: «HOWARD». Para asegurarme me fijé en las casas vecinas y elegí una en cuyo interior advertí movimiento. Llamé al timbre y una mujer de unos sesenta años abrió la puerta hasta donde permitió la cadena que había echado.
—¿Quién es?
—Buenos días, señora. Estoy buscando la vivienda de la familia Howard. De Edward Howard, para ser exactos.
—Es la segunda a la izquierda. La del porche blanco.
Era ésa. La CIA estaba en lo cierto.
* * *
Regresé al hotel Hilton. Subí a la habitación y me metí en la ducha. Bajo los adormecedores vapores del agua, pensé en los siguientes pasos que debía dar. Saber dónde vivía y dónde trabajaba Howard no me ayudaría a conseguir pruebas en su contra. Y por si fuera poco, el pájaro se encontraba ausente.
Salí de la ducha y bajé a comer algo. Seguí dándole vueltas a la cabeza. No era fácil avanzar. No podía conseguir que las compañías aéreas me proporcionasen información sobre los vuelos de Howard sin una orden judicial. Solicitar a la compañía de teléfonos datos sobre sus llamadas tampoco era factible por la misma razón. Me encontré atrapado por la Constitución y sus malditas enmiendas.
Aquella noche llamé a mi compañero Tom desde la habitación del hotel.
—Howard está de viaje —dije mientras encendía un cigarrillo.
—¿Dónde?
—No lo sé. Por lo visto tiene un familiar enfermo, pero no puedo enterarme de más cosas sin llamar la atención. Estoy bastante frustrado.
—No te desanimes —dijo Tom—. Nada es peor de lo que tenemos aquí. Te has perdido el capítulo de hoy. La CIA va a relevar a Pete O’Maley del caso Yurchenko. Será dentro de unos días. Así que vendrá un nuevo interrogador para hacerse cargo del coronel.
—Genial. Y eso mientras Art está de permiso por su boda.
—Espera. Lo mejor es que el tipo nuevo que va a venir tampoco habla ruso.
Me eché a reír.
* * *
Decidí que debía regresar a Washington D.C. Pasaría el fin de semana en casa, pues en Santa Fe había poco más que yo pudiese hacer. Podría enterarme del eventual regreso de Howard llamando a la oficina legislativa y preguntando por él.
Durante el fin de semana me propuse desconectar del caso Yurchenko. El coronel tenía un par de días libres y además Tom Redford estaba siguiendo el asunto a diario. Mi problema era cómo echar el guante a Howard sin que él se enterase de que el FBI lo estaba investigando.
El domingo llamé a Pete O’Maley, de la CIA:
—Pete, soy Dave Miller. Perdone que le llame hoy pero me acaba de decir Tom Redford que sale usted del caso Yurchenko.
—Así es.
—¿Hay algún problema?
—Ninguno. Los equipos de interrogadores de la CIA suelen rotar con los desertores.
—¿No deberían hacer una excepción en este caso? —pregunté—. Yurchenko es bastante maniático, pero creo que ya confía bastante en usted.
—No. Además, el colega que me sustituye tiene mucha experiencia. Se llama Martin Simpson. Lo hará muy bien.
Me encogí de hombros. O’Maley aprovechó mi silencio para intervenir.
—Me ha dicho Tom que Ed Howard no está en Santa Fe.
—No —confirmé—. Y no sabemos dónde está. La única manera de averiguarlo sería identificándome, y no debemos alertarle. Al menos hasta que estemos preparados para ello.
—¿Por qué no habla con su psiquiatra? Después de todo, la CIA está pagando ese tratamiento.
—El psiquiatra es la última persona con la que querría hablar.
—Entonces, ¿qué alternativas tiene? —preguntó Pete.
—Pocas. Si no se me ocurre nada en un par de días, no tendré más opción que ir al juez con lo que tenemos y pedir una orden de registro. Si es cierto que Howard ha vendido secretos al KGB, en algún lado tendrá el dinero.
—¿Podemos hacer nosotros algo mientras tanto?
—Sí. Pongan una vela al santo de su devoción para que regrese Howard.
* * *
El lunes por la mañana fui a ver a Yurchenko. Lo encontré hablando en ruso con Tom Redford mientras se preparaba unos copos de avena. Seguía quejándose de la presencia de los guardias. Decía que no paraban de hacer barbacoas y que el olor de la carne que subía hasta su habitación le molestaba.
Me acerqué al coronel.
—Alex, el otro día leí en el avión que la URSS ha denunciado su desaparición en Roma —dije—. La policía italiana le está buscando.
—Ya lo sé. En la prensa soviética dicen lo mismo —replicó señalando una pila de periódicos antiguos. Vi que tenían el sello de la CIA junto a la cabecera.
—El KGB ya debe de saber que está aquí. ¿A qué viene tanto temor a que las noticias de su deserción salgan en la prensa? Pueden tomar represalias con su familia igualmente…
—No, no. Eso es imposible, porque ahora mismo el KGB no tiene ninguna prueba de que estoy aquí —dijo el coronel con aire confiado, mientras se servía los copos de avena en un plato.
—No imaginaba que fuesen a necesitar pruebas para…
—Sí. El sistema jurídico soviético es sumamente legalista. Hace falta cumplir todos los procedimientos legales. Es todo muy rígido, muy formal. Sin un buen conjunto de pruebas no se garantiza una condena.
Sopesé aquello. No me esperaba que los rusos fuesen tan respetuosos con las leyes y la presunción de inocencia como pretendíamos serlo nosotros. «Si yo le contase», pensé. Durante esos últimos años había participado en casos en los que…
Fue en aquel mismo momento cuando una idea genial me perforó el cerebro. Creo que Yurchenko seguía hablando de leyes rusas, pero yo ya no le presté atención. Acababa de recordar que Pete O’Maley nos había dicho a Tom y a mí en la reunión con la CIA en Langley que Edward Lee Howard estaba en libertad condicional.
Me despedí de Yurchenko y Tom y salí disparado hacia mi despacho en Buzzard Point. Allí, bajo llave en un cajón de mi escritorio, tenía la manera de desbloquear la investigación sobre Howard. Conduciendo a toda velocidad por la autopista no podía parar de maldecirme por mi torpeza. ¿Cómo se me podía haber pasado la condena por agresión de Howard?
En los Estados Unidos, cuando un abogado criminalista ha perdido la fe en que su cliente salga absuelto en un juicio, su siguiente objetivo es evitar que pise la cárcel. Si el procesado carece de antecedentes penales, tiene trabajo, una familia, gana un sueldo, tiene una residencia estable y en general puede acreditar que no es un delincuente peligroso sino un tipo normal y corriente, los jueces pueden concederle la libertad condicional. Esto significa que la condena de prisión no se impone al condenado a cambio de que éste cumpla determinadas condiciones. Entre esas condiciones se encuentra, lógicamente, no volver a delinquir y también seguir las instrucciones de un funcionario público llamado «agente de la condicional». El agente de la condicional supervisa el buen comportamiento del condenado y controla el cumplimiento de las condiciones de su libertad condicional.
Howard había sido condenado por agresión con arma de fuego y además consumía drogas, por lo que supuse que seguramente habría un agente de la condicional siguiéndole la pista bastante de cerca.
Y así era.
* * *
Nada más llegar a mi oficina llamé a los del grupo de relaciones con órganos jurisdiccionales y les solicité que localizasen al agente de la condicional de Edward Lee Howard. Mientras esperaba su respuesta marqué el teléfono de la oficina legislativa en Santa Fe. Respondió una chica joven, probablemente una de las recepcionistas. Sin identificarme, le pregunté si Edward Howard había regresado de su viaje. Me dijo que sí, que lo había visto entrar a trabajar esa misma mañana. Le di las gracias, me despedí y colgué. Aquél era mi día de suerte.
Tomé el listín telefónico del FBI y busqué el número de la sede de Albuquerque, a cuya división pertenecía Santa Fe. Puse al otro lado de la línea a un agente especial.
—Hola, soy David Miller, de Contraespionaje —anuncié—. Llamo para solicitar vuestra colaboración en una investigación que llevamos en Washington D.C.
—¿De qué se trata?
—Necesito que controléis los movimientos de un vecino de Santa Fe.
Proporcioné a mi colega los datos de Edward Lee Howard, su dirección del trabajo y su domicilio.
—De acuerdo —dijo el de Albuquerque—, pondremos a alguien detrás de él ahora mismo.
—Esperad. Tened cuidado. Howard tiene cierto adiestramiento y podría darse cuenta. Será suficiente con vigilar que no trate de salir del país. Si lo intenta lo bloqueáis en el aeropuerto o la frontera.
—Entendido.
Di mis datos de contacto al agente de Albuquerque y prometí ir a verlo tan pronto como fuese posible.
Al cabo de un rato recibí la llamada de mis compañeros de relaciones con órganos jurisdiccionales para darme el nombre y el número de teléfono del agente de la condicional de Howard. Le llamé y concerté con su secretaria una cita para el día siguiente. Después, fui a casa a preparar mi bolsa de viaje. Esa tarde estaba de nuevo en un avión rumbo al Sur.
El agente de la condicional tenía su oficina cerca de la sede del condado, del cual dependía administrativamente. Era un hombre de unos cincuenta años, calvo, con un ancho bigote que le cubría todo el labio superior y gafas de montura cuadrada. Me recibió sin chaqueta, con las mangas de la camisa dobladas a la altura del antebrazo y los pantalones algo caídos por debajo de una prominente barriga. No paró de fumar Luckys durante toda la entrevista.
De camino a Santa Fe estuve cavilando sobre la mejor manera de enfocar mi reunión con el agente de la condicional. ¿Le decía que solo estábamos haciendo unas comprobaciones rutinarias? ¿Le hablaba de la acusación de espionaje? Cuando me senté al otro lado del escritorio de aquel hombre, decidí que había que poner las cartas boca arriba.
—Me llamo David Miller y pertenezco al departamento de Contraespionaje del FBI —dije enseñándole mi placa a bocajarro.
—¿Contraespionaje?
Me vi al mando de la situación. Aquel hombre nunca antes se había visto en una como ésa.
—Así es. Vengo a solicitar su colaboración en una investigación federal.
El agente asintió en silencio. Proseguí:
—Tenemos entendido que uno de sus supervisados es un ciudadano de Santa Fe —proseguí—. Trabaja en la oficina legislativa. Edward Lee Howard.
—Sí, fue condenado por agresión con arma de fuego hará cosa de año y medio. Pediré que me traigan su ficha.
El tipo levantó el teléfono y solicitó a su secretaria que trajese los papeles del caso de Howard.
—¿Qué necesita exactamente de mí? —me preguntó el agente de la condicional mientras esperábamos la documentación.
—Necesitaríamos que usted recopilase un poco de información para nosotros. En esta fase de la investigación es fundamental que el FBI permanezca oculto.
—¿Qué tipo de información?
La secretaria llamó a la puerta y entregó a su jefe una carpeta azul cerrada con dos gomas elásticas. Cuando hubo salido del despacho retomé la conversación.
—Para empezar, necesitaría su pasaporte —dije.
—El pasaporte no se lo hemos retirado porque Howard lo necesita para su trabajo en la oficina legislativa. Viaja con frecuencia.
—¿Fuera de los Estados Unidos?
—Creo que sí. Hace unos meses le di una autorización especial porque tenía un viaje largo y no iba a poder presentarse a una de sus vistas conmigo.
El tipo rebuscó entre los papeles de la carpeta.
—Aquí está —dijo. Se quitó los lentes para consultar el documento y siguió hablando con el Lucky entre los labios—. Fue a mediados de septiembre de 1984. Una de las vistas de Howard fue aplazada porque coincidió con un viaje suyo a… Milán, Italia.
Cuando oí el nombre de esa ciudad me desanimé. Esperaba que el agente me diese el de Viena, la ciudad en la que según Yurchenko Howard había hablado con el KGB.
—¿No hay nada más? —pregunté.
—No. Yo no he tenido necesidad de autorizarle nada más.
—¿Podría usted conseguir su pasaporte?
—Por supuesto —respondió—. Puedo llamarle ahora mismo y pedirle que me lo traiga para echarle un vistazo.
El agente hizo un ademán de descolgar el teléfono. Lo detuve.
—No, no lo haga. Howard no debe sospechar nada.
—¿Entonces?
Pensé rápido.
—¿Cuándo toca la próxima vista de Howard con usted?
—Veamos, hoy es martes trece de agosto. La próxima será el jueves veintinueve de agosto. Dentro de dieciséis días.
Me di un puñetazo en el muslo de frustración. Demasiado tiempo.
—No hay más remedio que esperar —dije—. Recuerde pedirle que venga con el pasaporte.
—Me lo estoy apuntando en la agenda. ¿Qué más puedo hacer por usted?
—Dígame qué condiciones se le han impuesto a Howard durante el tiempo de su condena.
El agente volvió a quitarse las gafas para revisar la documentación.
—Eso es fácil. A ver… Howard tenía un permiso para comercializar armas de fuego. Ese permiso se le ha revocado. También se le ha impuesto la obligación de asistir a terapia para superar sus problemas con el alcohol.
—Tenía entendido que los problemas de Howard eran con las drogas, no con el alcohol.
—Quizá tenga usted razón —dijo el agente poniéndose nuevamente los lentes—. Pero puedo asegurarle que Edward Lee Howard tiene un grave problema con el alcohol del que se está tratando.
«El departamento de selección de personal de la CIA se ha lucido», me dije. «Alcohólico, drogadicto y ladrón. Menudo fichaje.»
Me levanté para marcharme.
—Me ha ayudado mucho —dije mientras le estrechaba la mano—. Volveremos a hablar después de la vista de Howard. A menos que sepa algo de él antes.
—Si quiere puedo dejarle una copia de su sentencia. Por si le interesa.
Me llevé una fotocopia y fui caminando hacia el hotel Hilton. Subí a mi habitación, encendí un cigarrillo y me eché en la cama para leer la sentencia condenatoria de Howard por agresión. En ella se consideraba un hecho probado que Edward Lee Howard conoció a dos hombres y dos mujeres en un bar la noche del 26 de febrero de 1984. Aparentemente bebido, Howard siguió al grupo cuando éste abandonó el local. Condujo detrás del coche de los chicos hasta que éste se detuvo en casa de uno de ellos. Howard bajó de su jeep empuñando una mágnum 44 y, tras forcejear con uno de los muchachos, disparó. La bala salió por el techo del vehículo, agujereando la chapa. Los dos agredidos salieron del coche y propinaron varios golpes a Howard, a quien dejaron aturdido. Acto seguido, presentaron una denuncia ante la policía. Esa misma noche, Howard fue detenido no lejos de allí.
Tomé nota de los nombres de las víctimas de la agresión de Howard y me dije que aprovecharía aquel viaje a Santa Fe para entrevistarme con alguno de ellos.
Sonó entonces el teléfono de mi habitación. Era Tom Redford.
—¿Qué tal por Santa Fe? —preguntó.
—Regular. Tendremos el pasaporte de Howard, pero no habrá más remedio que esperar.
—Pues aquí hay novedades. Este viernes harán el polígrafo a Yurchenko.
—¿Cómo le han convencido los de la CIA?
—No lo han hecho. Va a pasar la prueba y punto.
—No me la pierdo. ¿La harán en Langley?
—No —respondió Tom—. Será en un hotel de por aquí cerca. ¿Qué haces tú?
—Mañana quiero ver a un tipo aquí en Santa Fe. El jueves estaré allí. Por cierto, ¿sabes si está Pete O’Maley en la casa con Yurchenko?
—No, aquí no está. Posiblemente lo localices en Langley.
Nos despedimos. Busqué en mi cartera la tarjeta de Pete O’Maley, de la CIA, y lo llamé a su oficina. Respondió al segundo timbrazo.
—O’Maley.
—Soy Miller. Estoy en Santa Fe.
—¿Puede detener ya a Howard?
—No. Pero me he enterado de algunas cosas. Por ejemplo, su antiguo colega tiene problemas serios con el alcohol, y eso es algo que no he visto en el dossier de la CIA...
—Quizá porque ese tema no surgió en la contratación. Aparecería más tarde.
—¿Me está diciendo que en la CIA no sabían que Howard bebía? —pregunté.
—Sí lo sabíamos. Había visitado a nuestro terapeuta. Ésa fue una de las razones por las que lo desechamos para el puesto en Moscú.
Aquello me superó. Disparé a matar:
—Joder, Pete. Contrataron ustedes a un tipo que reconoció consumir estupefacientes, que tenía problemas con el alcohol y cometía pequeños hurtos. ¿De qué va esto?
—Deberíamos hablar de ello en persona. Digamos que en su momento Howard era el candidato ideal para nosotros. Sabía idiomas, había estado en el extranjero, tenía titulación superior y además venía con experiencia en el sector privado. En la CIA tenemos muchísimos problemas para contratar gente con ese perfil, porque esos tipos se van a la empresa privada y ganan un cincuenta por ciento más de lo que ofrecemos nosotros. Tenga en cuenta que esos candidatos saben que siempre ganarán menos dinero que sus amigos y además tendrán que viajar a destinos tan poco apetecibles como Laos o Níger.
Pete hizo una pausa, esperando quizá algo de empatía por mi parte.
—Además —continuó—, si en el año 1980 hubiésemos desechado a todos los candidatos que confesaron haber consumido alguna droga, nos hubiésemos quedado sin ninguno. Años setenta… ¿recuerda?
Por el momento me contenté con aquello.
* * *
Mira chico, cuando investigas un caso como éste y tienes una pista, debes tirar del hilo mientras puedas. Eso hice yo, salí del hotel y encontré a una de las víctimas de la agresión de Howard en el restaurante donde trabajaba en Santa Fe. Era un chico menor de treinta años, con el pelo algo largo, recogido detrás de las orejas. Le mostré mi placa y salió de detrás de la barra. Nos sentamos en una mesa alejados de los clientes que había a aquella hora de la tarde.
—Quería hablar con usted de la agresión que sufrió el año pasado —dije.
El muchacho asintió.
—Cuénteme su versión.
—Todo lo que pone la sentencia es cierto —empezó diciendo señalando los papeles que yo había puesto sobre la mesa—. El tal Howard estaba en el bar borracho como una cuba. Se acercó y nos dijo que quería que le presentásemos a alguna amiga. Al principio le seguimos la corriente y aquél fue nuestro error. Cuando salimos del local nos siguió hasta la casa de una de las chicas. Bajó de su jeep con una pistola enorme y nos encañonó. No tuvimos ocasión de bajar del coche. Yo estaba al volante. Dijo que quería la mujer que le habíamos prometido. Temí que fuese a disparar y me abalancé sobre el arma. Apretó el gatillo y la bala salió por el techo del vehículo. Entre el retroceso y mi empujón cayó hacia atrás. Entonces bajamos del coche y le ajustamos las cuentas.
—¿Qué pasó luego?
—El fiscal solicitó intento de asesinato. Su abogado presentó un montón de alegatos en su favor de políticos de Nuevo México y al final pactaron una agresión con arma de fuego. Lo condenaron a cinco años y le dieron la condicional. Tuvo que pagarnos una indemnización de siete mil quinientos dólares y acudir a terapia para superar su alcoholismo.
—¿Pagó la indemnización? —pregunté.
—Sí, íntegramente y de una sola vez.
—¿Recuerda algo extraño durante aquellos días? ¿En el juicio?
—Bueno, en realidad no hubo juicio. Solo leyeron los cargos y Howard se declaró culpable. El fiscal quería posponer unos días la vista, pero Howard se negó porque tenía que salir de viaje a Nueva Orleáns. A ver a algún amigo, según creo.
—O quizá fuese un viaje de trabajo —sugerí.
—Puede ser…, aunque pretendía marcharse ese fin de semana.
* * *
Regresé a Washington D.C. para asistir al polígrafo de Yurchenko. Aquélla sería la última actuación de Pete O’Maley como responsable del equipo de la CIA en aquel caso, así que antes de que se marchase quise tener una última charla con él. En persona, tal como él había sugerido. Me apresuré a subir en el vehículo de O’Maley aprovechando que Yurchenko iba en el coche con Tom y Art, quien ya se había reincorporado del permiso por su boda.
—Pete, ¿por qué despidieron ustedes a Howard? —pregunté.
—Porque había violado varios artículos de nuestro código de conducta.
—Vamos, estoy convencido de que no son pocos los empleados de la CIA que han incumplido algún artículo aquí y allá. Los años setenta, ¿recuerda?
O’Maley sonrió. Había encajado el golpe con deportividad.
—Mire, Dave. En casos como el de Howard, lo que más inquieta a la agencia no es el pequeño hurto que pueda haber cometido, sino que nos haya mentido sobre ese tema. En nuestro trabajo hay líneas que no se pueden traspasar.
—Eso lo entiendo —dije—. Lo que no entiendo es por qué poner de patitas en la calle a un hombre que ha tenido acceso al dossier de nuestro espía Tolkachev. ¿Por qué no trasladarlo a otro puesto dentro de la CIA? Ya sabe, arrinconarlo.
—Si Howard estaba decidido a vengarse sería mucho peor que lo hiciera estando dentro, ¿no cree?
—No, Pete, no creo. Howard ya conocía la existencia de Tolkachev. El mal que podía hacer estando fuera era inmenso.
O’Maley aspiró una amplia bocanada de aire, como si llenar sus pulmones de oxígeno pudiese ayudarle a vencer mi resistencia.
—Cuando despedimos a Howard no sabíamos que conociese la identidad de Tolkachev —dijo al fin—. Si accedió a su dossier, lo hizo sin autorización.
* * *
Llegamos al hotel situado en Tysons Corner, en Mclean. Art y Pete subieron a Yurchenko a una de las habitaciones del primer piso, una júnior suite con un pequeño salón. En ella nos esperaba ya el técnico del polígrafo y un ayudante, listos para empezar. Tom Redford y yo no asistimos al cuestionario previo. Nos hicieron pasar cuando Yurchenko ya tenía los sensores activados y estaba preparado para responder las preguntas del test.
Nos sentamos detrás de Yurchenko para no interferir demasiado en la prueba. Art fue leyendo las preguntas en ruso. Había algunas irrelevantes, como su lugar de nacimiento y el nombre de su madre. Las cuestiones fundamentales fueron tres: ¿su deserción ha sido orquestada por el KGB? Respondió «no». ¿Ha mentido en los casos de espías que ha delatado, Mr. Robert y Mr. Long? Respondió «no». ¿Está en contacto de alguna manera con el KGB? Respondió «no».
Cuando terminó la prueba, el ayudante del técnico del polígrafo le retiró los sensores al coronel y le ayudó a ponerse la chaqueta. Antes de salir del hotel, nos facilitaron los resultados: Yurchenko había contestado la verdad a todas las preguntas.
* * *
El lunes 19 de agosto vimos por última vez a Pete O’Maley. Vino a la casa donde tenían a Yurchenko en compañía del colega de la CIA que iba a ocupar su puesto: Martin Simpson. Simpson era un licenciado en Yale que en cierto modo me recordaba a mí. Se había divorciado hacía poco tiempo y con los años de servicio había ido perdiendo paciencia para ir adquiriendo otros hábitos más expeditivos. Quería las cosas hechas, rápido y a ser posible sin discusiones.
O’Maley se marchó y Simpson tomó posesión oficial de su cargo de responsable de la CIA en el caso Yurchenko. Yo pensé que el coronel iba a llevarse bien con Simpson, pero me equivoqué de medio a medio. El carácter y sobre todo las manías de Yurchenko no tardaron en sacar de sus casillas al agente de la CIA.
Aunque chico, para ser sincero debo confesar que convivir con el coronel del KGB no era sencillo. Para empezar, Yurchenko solo bebía agua que hubiese sido hervida previamente por él mismo. Cocinaba sus platos: copos de avena por la mañana y, para almorzar gallina o lengua de vaca cocidas. Seguía quejándose de dolores en la zona abdominal, así como en la cabeza, piernas y demás partes del cuerpo.
Martin Simpson decidió poco después de su llegada que aquella casa no era segura y que había que trasladar al desertor. El lugar escogido fue un piso de tres habitaciones en el 731 de Walker Road. Se trataba de una casa de ladrillo rojo y tejado de madera a un kilómetro y medio al oeste del río Potomac. Ya conocedor de las rarezas del ruso, Simpson hizo que fuese el propio Yurchenko quien eligiese el mobiliario. El coronel fue a la tienda de muebles en compañía de dos agentes y se gastó unos sesenta mil dólares de los fondos de la agencia.
Aprovechando la obligada pausa que me habían impuesto las circunstancias en el caso Howard, permanecí unos días más en Washington D.C. y acompañé a Tom Redford en el traslado de Yurchenko.
Durante aquellos días asistí a algunos interrogatorios. Siempre en inglés, pues efectivamente Martin Simpson no hablaba ruso. Art y Simpson preguntaron al coronel del KGB acerca de numerosos casos que habían quedado sin resolver y que gracias a las revelaciones de Yurchenko parecieron encontrar solución.
Todo aquello me resultaba un poco ajeno. En realidad contaba los días que faltaban hasta el jueves 29, cuando tendría lugar la vista de Edward Lee Howard con su agente de la condicional.
Sin embargo, antes llegaron otras noticias.
* * *
El martes 27 recibí una llamada telefónica del agente de enlace con la NSA para pedirme que fuese a verlo a su despacho. Cuando subí me invitó a sentarme a su mesa de reuniones.
—Hola Dave —me saludó—, te he llamado porque en la NSA necesitan tu ayuda con el caso de Mr. Long.
—Tú dirás.
—Mira, en tu memorando cuentas que Mr. Long llamó por teléfono a la embajada soviética el día antes de presentarse allí a vender documentos.
—Efectivamente —corroboré.
—Bien, creo que vosotros en Contraespionaje grabáis todas las conversaciones de la embajada rusa. ¿No es así?
Me temí lo peor y tragué saliva.
—Sí. Las grabamos todas —confirmé.
—Pues necesitaríamos las cintas de esa llamada.
La bomba había caído.
—¿Sabes lo que me estás pidiendo? No disponemos del día ni de la hora en que se produjo esa conversación, que quizá duró muy pocos segundos.
El agente de enlace se encogió de hombros.
—¿Es absolutamente imprescindible para la investigación? —insistí—. ¿No puede hacerse la identificación sin esa cinta?
Mi colega esbozó una media sonrisa y puso sobre la mesa una ristra de folios recién impresos.
—Mira, Dave —dijo—, ésta es la lista preliminar de posibles coincidencias con vuestra descripción. Hay más de mil tíos.
—¿Más de mil?
—Claro. Según tu memorando, Mr. Long era un antiguo empleado, pero ¿jubilado? ¿Despedido? ¿Una baja voluntaria? Hemos tenido que incluir a todos. Además, la horquilla de edad que nos das es muy amplia, y la descripción vaga. Por otro lado, el contacto se produjo en Washington D.C. porque la embajada soviética se encuentra en esa ciudad. Pero, ¿era Mr. Long de Washington? No lo sabemos, así que hemos tenido que incluir en la búsqueda a todo el país. Y la NSA tiene empleados en todos los estados.
—Pero no todos los empleados de la NSA tendrían acceso al proyecto que vendió Mr. Long —insistí.
—Por supuesto que no. Pero, ¿quién te asegura que Mr. Long no obtuvo la información de manera indebida?
—De acuerdo, de acuerdo. Tú ganas. Buscaré las cintas. Aunque dudo mucho que con ellas se pueda hacer una identificación.
—Pues yo espero que sí —replicó el agente de enlace—. Porque de lo contrario será casi imposible dar con el tipo.
Salí abatido de la reunión. Encontrar aquellas cintas sería un trabajo de chinos y yo no podía hacerlo personalmente. Fui a ver al superintendente Deere y éste puso a un par de agentes a escuchar todas las conversaciones de la embajada soviética mantenidas por aquellas fechas. Cuando encontrasen alguna similar a la descrita por Yurchenko me avisarían.
Dos días después, el jueves 29, tuvo lugar la vista de Howard con su agente de la condicional. No me moví del despacho en todo el día esperando la llamada de Santa Fe. Debí de fumar dos paquetes seguidos. A las seis de la tarde sonó el teléfono. Cuando descolgué, reconocí la voz del agente con el que había hablado días antes. Pude imaginármelo, arremangado y con las gafas levantadas leyendo sus papeles con un Lucky en los labios:
—Agente Miller, llamo de Santa Fe —empezó diciendo.
—Miller al aparato. Esperaba su llamada, ¿ha visto hoy a Howard?
—Acaba de marcharse ahora mismo.
—¿Pudo retener su pasaporte? —pregunté impaciente.
—Retenerlo no, pero hemos sacado una copia. Le valdrá en un tribunal.
—¿Qué hay en el pasaporte? ¿Dónde ha estado?
—Pues en estos últimos doce meses ha estado en la República Federal de Alemania, Austria, Suiza e Italia.
«Austria», justo lo que necesitaba oír.
—Si me da un número de fax le enviaré los papeles para que los vea ahora mismo —continuó el agente de la condicional—. Los originales se los mando por correo urgente.
—No, no lo haga. Los recogeré yo mismo. Tengo que ir inmediatamente a Santa Fe a solicitar una orden judicial.
El fax llegó pocos minutos después. Cuando lo leí sentí que me temblaban las piernas. Howard salió de los Estados Unidos en tres ocasiones. La primera en septiembre de 1984 y la segunda en abril de 1985. En ambos casos había pasado por Austria. Lo más impactante fue que su tercer viaje había sido a Suiza y Austria, y tuvo lugar entre los días 6 y 12 de agosto. Hacía apenas un par de semanas, cuando dejó dicho que tenía un familiar enfermo. Justo cuando yo seguía su pista en Santa Fe.
En otras palabras, Edward Lee Howard había viajado a Europa solo cuatro días después de la llegada de Yurchenko a los Estados Unidos. Y seguramente había ido a entrevistarse con el KGB. Me maldije por lo bajo: si la CIA nos hubiese proporcionado antes el nombre de Howard nosotros hubiésemos podido pillarle con las manos en la masa.
* * *
En cuanto colgué el teléfono me reuní con un par de colegas del departamento jurídico. Les encargué que solicitasen una orden judicial para conseguir la lista de llamadas de Howard y una autorización para interceptar todas sus comunicaciones.
—Tardaremos unas dos semanas en conseguir algo así —dijeron.
—¿Dos semanas?
—Sí, Dave. Hoy es viernes, hasta el lunes no podremos hacer la petición. Además, ten en cuenta que tendremos que dirigirnos al juez de Nuevo México. Si pidiésemos ayuda en nuestra división de Albuquerque quizá…
—Ni hablar —dije interrumpiéndoles—. Este caso no puede salir de Washington D.C. Lo haremos desde aquí.
Cuando salí del despacho de esos chicos sentí un poco de lástima por ellos. El procedimiento que debían seguir para conseguir las órdenes era desesperante. Desde 1978 las escuchas debían ser aprobadas por una comisión de siete personas, y para que te las tramitasen tenías que presentarles una tonelada de papeles. Me armé de paciencia y empecé a preparar el dispositivo de vigilancia para cuando recibiésemos la orden del juez. Para eso sí que tendría que involucrar a los de la oficina de Albuquerque, así que redacté un breve memorando con el fin de ponerlos en antecedentes sin desvelar ninguna información que ellos no tuviesen necesidad de conocer.
Al terminar de escribir aquello recordé al agente de Albuquerque a quien encargué que siguiese a Howard. Le había prometido que le llamaría por teléfono, pero hasta entonces no lo había hecho. Marqué su número.
—Soy Miller, de Washington D.C. ¿Alguna noticia de Edward Lee Howard?
—Hola. Sí, tenemos a alguien en Santa Fe echando un vistazo. El tipo va del trabajo a casa y de casa al trabajo. Por el camino visita varios bares. Bebe bastante.
—Sí, lo sabíamos. ¿Algo fuera de lo normal?— pregunté.
—Nada en absoluto.
—Tened cuidado. Si descubre el seguimiento estamos perdidos.
—Será difícil —dijo el de Albuquerque—. Guardamos mucho las distancias.
Colgué. No me gustaba nada que hubiese alguien vigilando a Howard, pero no podía correr el riesgo de que saliese del país.
Los dos días siguientes seguí trabajando en el seguimiento que pondríamos a Howard. Por entonces pensaba que mi tiempo estaría centrado en exclusiva en el antiguo agente de la CIA, pero de repente el caso Yurchenko volvió a requerir mi atención.
El jueves 5 de septiembre recibí una llamada telefónica de mi compañero Tom Redford, el responsable del FBI en el caso Yurchenko.
—Hola, Dave. ¿Tienes un minuto?
—Claro —respondí mientras rellenaba unos impresos—. ¿Hay alguna novedad con nuestro amigo el coronel?
—Una muy importante. Quizá sepamos ahora por qué quiso desertar.
Aquello me sobresaltó. Dejé a un lado los impresos y puse toda mi atención en la llamada de Tom.
—¿Qué quieres decir? — pregunté.
—Resulta que hoy el coronel ha solicitado viajar a Canadá para visitar a una amante suya.
—¿Una amante? ¿En Canadá?
—Sí. Le va a proponer venir con él a los Estados Unidos.
Sopesé la información. Efectivamente, aquello podría explicar un punto oscuro en toda la historia de la deserción: la razón por la que Yurchenko había decidido venir a los Estados Unidos. Pero una luz de alarma se había encendido en mi cerebro.
—¿Es una ciudadana canadiense? —pregunté.
—No. La mujer es soviética y está casada con un empleado del consulado de la URSS en Montreal. Por lo visto, Yurchenko y ella se conocieron en Washington D.C. hace años y empezaron una relación.
—No me gusta. No me gusta nada.
—Pues a la CIA le encanta —replicó Tom—. Nos ha pedido que organicemos la visita con el servicio secreto canadiense. Tendremos que localizar a la mujer, enterarnos de cuándo estará fuera su marido, llevar de incógnito a Yurchenko a Canadá y ponerlo en la casa. El resto es cosa suya. Si consigue convencerla, los traeremos a los dos a Washington D.C.
—¿Y la agencia ha aprobado todo eso?
—Desde luego. Yurchenko está cada día más descontento con su situación en los Estados Unidos. Su relación con el nuevo agente de la CIA, Martin Simpson, es cada vez peor. Se llevan a matar. Si le niegan el permiso para ir a Canadá, el coronel puede terminar diciendo «basta».
—¿Tan mal va por allí? —pregunté.
—Fatal. Solo te diré que he oído rumores de que pretenden traer a un psiquiatra para que trate a Yurchenko y reduzca su nivel de estrés y agresividad. Pero dime, ¿cómo vas tú?
—Estoy un poco liado con el caso Howard. Conseguí su pasaporte y hemos solicitado una orden para escucharle. ¿Necesitas algo de mí?
—Por ahora no. Pero cuando vayamos a Canadá tendrás que acompañarnos.
* * *
Pensé en pasarme por la casa donde estaba Yurchenko. Yo le caía bien al coronel y quizá pudiese aplacar un poco sus ánimos. Sin embargo, desistí de hacerlo. Por entonces el caso Howard me tenía totalmente absorbido.
Pocos días después de la llamada de Tom, el lunes 9 de septiembre, sonó el teléfono de mi despacho en Buzzard Point. Eran los del departamento jurídico, que querían verme. Apagué el cigarrillo que estaba fumando y subí de dos en dos los escalones hasta llegar al piso donde se encontraban. Allí me esperaban tres personas en una sala de reuniones, los dos agentes con los que había hablado días antes y un tercero a quien identificaron como un abogado del FBI.
—Hola, Dave, tenemos algo para ti —anunció uno de los agentes—. Ésta es la orden judicial para examinar las llamadas de Edward Lee Howard.
Me entregaron un papel oficial debidamente firmado y sellado por el órgano jurisdiccional.
—Ya hemos solicitado los datos a la compañía telefónica —añadió su compañero, mientras yo me sentaba.
—Estupendo, muchas gracias —dije—. ¿Y la orden para interceptar las comunicaciones?
—Ésa no la hemos podido conseguir.
Me eché hacia atrás en el respaldo de la silla.
—Estáis de broma.
—No, Dave —el abogado habló por primera vez—. El juez nos ha dicho que no tenemos suficientes bases para escuchar a Howard, y tiene razón. Le hemos dicho que disponemos de un confidente pero que no podemos subirlo al estrado. Ni siquiera lo podemos identificar ante el juez. Lo único que teníamos era el pasaporte de un tío que está en libertad condicional y ha viajado varias veces al extranjero. Quizá haya violado la condicional, pero los indicios son muy débiles.
—¿Habéis alegado la seguridad nacional? —pregunté.
—Por supuesto. Ésa es la razón por la que hemos tardado tan poco en conseguir la orden para las llamadas —respondió el abogado.
—Pero…
—Dave, solo nos ha faltado suplicar al juez de rodillas —dijo uno de los agentes.
Abandoné la sala de reuniones de un humor de perros, aunque estaba convencido de que los chicos habían hecho lo posible. La protección que nuestro sistema legal otorga a los delincuentes me resulta mortificante, pero nosotros, a diferencia de ellos, estamos obligados a cumplir la ley. Cuando llegué a mi despacho vi sobre la mesa mis notas sobre el dispositivo de escuchas a Howard y las guardé en el cajón indignado. Quién sabe si las podría utilizar en algún momento.
La compañía telefónica cumplió su parte y solo tardó un día en proporcionarnos la relación de llamadas recibidas y realizadas por Edward Lee Howard. Revisé la lista de teléfonos con escaso interés, pues sabía que esa información por sí sola me diría bastante poco. En combinación con las escuchas sí hubiese sido eficaz.
Lógicamente, entre las llamadas recibidas no había ninguna procedente del extranjero, ni realizada desde la embajada soviética. Por otro lado, si Howard llamaba a números fuera de los Estados Unidos no lo hacía desde el teléfono de su domicilio.
Dejé la lista sobre mi escritorio y fui a la máquina del café. Saqué uno corto y me quedé mirando por la ventana, fumando un cigarrillo y pensando en la manera de acercarme a Howard. Quizá después de todo no tendría más remedio que identificarme ante él y tratar de arrancarle una confesión.
Volví a mi despacho. De camino me dije que al día siguiente iría a visitar a Yurchenko para ponerme al día. Me interesaba sobre todo conocer los detalles de esa historia de amor de la que Tom me había hablado y que por lo visto parecía explicar su inesperada deserción a los Estados Unidos.
Cerré la puerta de mi oficina y reparé en la lista de llamadas de Howard que seguía sobre mi mesa. La tomé entre mis manos y empecé a puntear una a una todas las llamadas por ver si había algo raro. La mayoría se habían realizado a las localidades donde residían los padres de Howard y los padres de su esposa. También había otras llamadas locales a números de Santa Fe que no me decían nada.
Me detuve entonces en un número extraño. Aparecía un par de veces y se trataba de una llamada a los Estados Unidos, pero fuera de Nuevo México. Consulté la guía que tenía en mi despacho y comprobé que el prefijo era de Nueva Orleáns. Recordé que alguien me había hablado de esa ciudad. Revisé mi cuaderno de notas y comprobé que había sido la víctima de la agresión de Howard, el camarero al que había visto en Santa Fe. Aquel chico me dijo que Edward Lee Howard se disponía a salir de viaje a Nueva Orleáns en cuanto terminara el juicio.
Bajé a Comunicaciones y solicité un listín telefónico inverso de Nueva Orleáns del año 84. Ese tipo de listines ordena de menor a mayor los números de teléfono y proporciona el nombre del abonado. Repasé la lista de números. El teléfono al que había llamado Howard correspondía a un individuo llamado William Bosch.
* * *
En la lista de llamadas comprobé otros números que no eran los de los padres y suegros de Howard y obtuve unos cuantos nombres más. Los apunté todos y los llevé a unos compañeros del departamento, a los que les pedí que los identificasen para ver si salía algo fuera de lo normal. Después me marché a casa.
Al día siguiente, en cuanto hube desayunado, me dirigí a la vivienda donde tenían a Yurchenko. Cuando llegué lo encontré recogiendo sus cosas en compañía de los agentes de la CIA Martin Simpson y Art y de mi compañero del FBI Tom Redford.
—¿Qué ocurre aquí? —pregunté.
—Nos preparamos para el traslado —dijo Tom—. Nos vamos a otra casa, a Fredericksburg.
En ese momento pasó Yurchenko a mi lado llevando una caja de cartón en los brazos. Salía de la cocina, y de camino al exterior iba mascullando en ruso: «Otra mudanza, otra mudanza». Cuando el coronel hubo salido de la casa volví a hablar:
—No parece muy contento con el cambio. ¿Es que le gustaba este lugar?
—Tonterías —se quejó Martin—. Si no nos fuésemos estaría protestando porque nos quedamos aquí. O si no porque el agua del baño sale muy caliente, o porque los pajaritos desafinan.
Art rió con ganas.
—Es cierto que el coronel es un tipo peculiar —dijo Tom.
—Maldita sea —continuó Martin—. Hacer de canguro de este ruso paranoico es lo más humillante que jamás tendré que soportar. De todas las misiones en las que he participado en la CIA, ésta es la peor con diferencia. Y lo más paradójico es que seguro que algún día se recordará como el mayor éxito en la historia de la agencia.
* * *
Aquella tarde me quedé en la nueva casa de Yurchenko. Se trataba de una vivienda unifamiliar de dos plantas de estilo colonial, con una fachada de madera pintada de azul, cruzada por vigas de una tonalidad más oscura. Tenía dos salidas de chimenea en ladrillo rojo.
Sentado en el salón con el resto de interrogadores, tuve la oportunidad de escuchar cómo el coronel desvelaba la solución de uno de los mayores misterios en la historia de los servicios secretos: el asesinato del periodista búlgaro Giorgi Markov, ocurrido siete años antes. En 1978 Markov se encontraba en Londres realizando una serie de programas radiofónicos en Radio Europa Libre en los que atacaba a las élites comunistas búlgaras llamando «sátrapas» a sus dirigentes y acusándolos de enriquecerse mientras condenaban a la pobreza a su pueblo. Un día, a finales de verano de 1978, Markov atravesaba el puente de Waterloo cuando tropezó con un hombre y sintió un pinchazo en la pantorrilla. El periodista empezó a sentirse mal y acudió a un hospital. Allí le examinaron la pierna y lo trataron. A pesar de ello, días después murió. La autopsia indicó que había nuerto envenenado. La investigación posterior de Scotland Yard no consiguió desvelar el misterio.
—El asesinato fue ordenado por el KGB —dijo Yurchenko—, aunque lo más meritorio fue cómo se perpetró.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Art.
—Desde el principio quisimos envenenar a Markov, pero pretendíamos que el veneno no lo descubriesen los médicos hasta que fuese tarde. Para ello ideamos un plan. Un agente nuestro tropezaría con Markov en el puente y le pincharía en la pierna con una aguja impregnada en una sustancia que provocaría dolor, pero no la muerte. Ese traspié sería el señuelo. El dardo con el veneno mortal lo lanzaría otro agente a su espalda desde el otro lado del puente. Markov fue al hospital, como supusimos, pero se quejó de la pierna, que era lo que le dolía. Mientras los doctores le trataban la pantorrilla, la muerte se abría paso a través de su espalda. Resulta sencillo engañar a la gente cuando el que pega está fuera del escenario.
Martin Simpson, Art, Tom y yo nos quedamos mudos cuando Yurchenko terminó su historia. Scotland Yard había sido incapaz de resolver el misterio por seguir desde el principio una pista falsa: la clave de aquel caso fue el uso de un cómplice que hasta entonces había permanecido fuera de toda sospecha.
Un cómplice fuera de la escena, chico. Un cómplice…
* * *
Salí de la casa y conduje directamente hasta la sede de la CIA en Langley. La historia de Markov me había abierto la mente. Si Edward Lee Howard fue despedido de la CIA a principios de 1983 y dos años después seguía espiando para el KGB, ¿de dónde sacaba la información que les vendía? ¿Acaso Howard tendría algún colaborador que le pasaba los datos? Deduje que era así, y en tal caso el cómplice debía ser alguien de la CIA.
Llegué a Langley y pregunté por Pete O’Maley. Mi plan consistía en enseñarle la lista de personas a las que Howard había telefoneado y comprobar si reconocía a alguien.
Me hicieron pasar a una pequeña sala de reuniones mientras llegaba Pete. Cuando lo hizo me saludó cordialmente.
—Miller, qué sorpresa. ¿En qué puedo ayudarle?
—Estamos tratando de conseguir pruebas contra Howard —dije—. En su lista de llamadas telefónicas aparecen estos nombres.
Tendí el papel a O’Maley.
—Posiblemente la mayoría sean personas irrelevantes —continué—, pero nunca se sabe.
O’Maley se apoyó sobre la mesa y punteó con su bolígrafo la lista de nombres. Al llegar a uno se detuvo y lo subrayó. Después se sentó en una silla y se me quedó mirando con una mueca de confusión.
—Reconozco a uno —dijo.
—¿A quién?
—A éste, a William Bosch.
* * *
Al día siguiente me dirigí a la sede local del FBI en Washington D.C. para ver si mis compañeros habían conseguido averiguar algo acerca del tal William Bosch.
Pete O’Maley me había contado que Bosch había trabajado en la CIA más o menos en la misma época que Howard. Había estado destinado en Bolivia, de donde regresó después de haberse comportado de manera poco ética. Por lo visto, había tratado de hacer negocios utilizando los ventajosos tipos de cambio de los que gozaban los empleados de la agencia. William Bosch fue despedido, al igual que Howard, si bien a diferencia de éste no se había comportado de manera extraña después de perder su empleo. Hacía tiempo que la CIA no sabía nada de él.
Cuando llegué a mi oficina de Buzzard Point supe que Bosch ya no residía en Nueva Orleáns. Se había mudado sin dejar dicho adónde se dirigía y a todos los efectos se encontraba en paradero desconocido. Era viernes por la tarde y mi equipo de trabajo se enfrentaba a otro fin de semana de servicio. Había que localizar a Bosch cuanto antes.
El domingo fui a Fredericksburg para ver si había alguna novedad con Yurchenko. Cuando llegué vi un flamante Dodge Daytona nuevecito aparcado junto a la puerta. Entré en la casa y me encontré con mi compañero Tom Redford en el vestíbulo.
—¿Ha comprado la CIA un coche a Yurchenko? —le pregunté.
—Si te refieres al Daytona de ahí fuera, no es del coronel. Es de Art, el interrogador de la CIA.
—Joder. Habrá estado ahorrando durante años para comprarse ese trasto.
—No creo que le haya hecho falta —dijo Tom—. Art se casó hace poco, ¿recuerdas? Por lo visto, su mujer es extranjera y está forrada.
Eché un vistazo al salón y vi a Art sentado en la mesa revisando unos papeles. No pude evitar lanzarle una tórrida mirada de envidia insana. Un cuarentón normal y corriente con gafas de culo de vaso y aspecto de maestro de escuela casado en segundas nupcias con una millonaria…, qué mal repartido está el mundo.
Pasé con Tom a la cocina, nos servimos unas cervezas y encendimos unos cigarrillos aprovechando que el coronel no estaba a la vista. Puse a mi compañero al corriente de mis avances en el caso Howard. Cuando terminaba, entró Martin Simpson, el nuevo responsable del dispositivo nombrado por la CIA.
—Hola, Miller. ¿Qué opina de este sitio?
—Me encanta —dije—. ¿Le gusta a Yurchenko?
—Ni lo sé ni me importa. ¿Le ha contado Redford lo del viaje a Canadá?
Recordé a lo que se refería: la visita de Yurchenko a su amante rusa.
—Sí, pero no conozco los detalles.
—Hemos localizado a la mujer —informó Simpson—. Vive en Montreal, con su marido y sus dos hijas. Él trabaja en el consulado de la URSS. Los canadienses lo están vigilando y cuando descubramos que sale de la ciudad o algo parecido haremos un viaje relámpago para que Yurchenko se traiga a la mujer.
—¿Dónde la traerán? ¿Aquí?
—Claro. ¿Adónde si no?
En ese momento oímos la voz de Yurchenko llamando a voces a Simpson.
—Maldita sea —gruñó el agente de la CIA, saliendo de la cocina—. ¿Qué coño querrá ahora?
Tom Redford me miró y negó con la cabeza.
El lunes fui a la sede del FBI en Washington D.C. El equipo de agentes que buscaba a William Bosch por fin había conseguido localizarlo. Se había trasladado al sur de Texas, muy cerca de México. A mediodía conseguimos su dirección actual: un complejo de apartamentos en South Padre Island, a escasos kilómetros de la frontera.
Pedí a uno de mis compañeros de Washington D.C. que me acompañase a Texas y reservé dos billetes de avión. Antes de recoger el equipaje en mi casa y salir hacia el aeropuerto subí a ver al superintendente Paul Deere para ponerle al día.
—Bien, Dave —dijo cuando hube terminado mi exposición—, creo que hasta ahora se han dado los pasos correctos. Sin embargo, hay algo que me preocupa.
—¿Qué?
—Si vas a ver a William Bosch es muy posible que éste avise a su amigo Howard.
—Le amenazaré para que no lo haga —repliqué.
—¿Y si a pesar de todo lo hace?
—Tengo un agente de Albuquerque detrás de Howard. Si intenta salir del país lo evitará.
—Lo evitará durante poco tiempo —alegó Deere—. Ya sabes que entre las reglas de su condicional no está incluido permanecer en el país.
—¿Qué sugieres entonces?
—Si mañana vas a ver a Bosch, pasado debes estar con Howard.
—Pero si Bosch nos cuenta algo interesante seguro que consigo la orden para…
—Al diablo con la orden, Dave. Hay que conseguir que Howard hable. Él no sabe que tenemos a Yurchenko, así que ponle frente a los hechos que conocemos. Apriétale las tuercas hasta que hable.
Salí del despacho de Deere y fui a la agencia de viajes del FBI para sacar otro billete a Santa Fe para el día siguiente.
* * *
Aquella noche la pasé horriblemente mal. Tuve fiebre y vómitos. Por la mañana me sentía como si una manada de búfalos me hubiese pasado por encima y no tuve más remedio que cancelar mi viaje a South Padre Island. Me puse en contacto con mi compañero de Washington D.C. y le pedí que hiciese él el viaje y se diese una vuelta por el lugar donde residía William Bosch para comprobar que efectivamente seguía allí. Yo me quedé en la cama sin moverme esperando noticias. Por la tarde mi compañero me llamó a casa.
—Hola, Dave, soy yo.
—Hola —saludé—. ¿Has localizado a Bosch?
—Sí, pero ha habido un imprevisto.
«Mierda», pensé.
—¿Qué ha ocurrido?
—Verás —dijo—. Fui a la recepción del complejo residencial a preguntar al conserje si Bosch estaba allí. El muy idiota se puso chuleta y no tuve más remedio que sacar mi placa. Entonces otro tío que estaba merodeando por allí se me acercó y me dijo «hola, yo soy Bill Bosch. ¿Me está buscando?»
—Joder. ¿Qué hiciste entonces? —pregunté.
—Traté de disimular. Le pedí que me deletrease el apellido y le dije que yo buscaba a otro tipo.
De entre todas las excusas que podría haber inventado mi compañero, aquélla era sin lugar a dudas la más estúpida. ¿Por qué no decirle que teníamos que preguntarle algo sobre un delito cometido hace unos días en la otra punta del país? Bosch seguramente diría que jamás habría estado allí en esa fecha y que podía demostrarlo. Se concierta una cita para ello y fin de la historia.
Contuve mis ganas de abroncar a mi colega.
—Eso no habrá servido de nada —dije—. Si el superintendente Deere tiene razón, a estas alturas Edward Lee Howard sabrá que estamos mariposeando alrededor de Bosch. Coge el primer vuelo para Santa Fe. Yo haré lo mismo. Mañana hablaremos con Howard.
Puse el auricular sobre el teléfono para cortar la llamada y volví a levantarlo para marcar el número del agente de Albuquerque que seguía a Howard. Le pedí que estuviese atento a sus movimientos en las próximas horas y acto seguido me puse en pie para vestirme. Saldría esa misma tarde.
* * *
Volar en medio de una enfermedad es parecido a tener un elefante encima de la tripa justo después de darte un atracón. Por momentos creí que me iba a morir allí mismo, y el humo de los cigarrillos que me envolvía no hizo sino hacerme sentir aún peor. Recé para que el viaje durase menos o el avión se cayese en mitad del desierto, lo que resultase más fácil.
Por suerte la tortura tuvo un final, y en cuanto llegamos a Santa Fe me dirigí al hotel Hilton. Reservé tres habitaciones: una para mi compañero, otra para mí y una tercera para realizar el interrogatorio a Edward Lee Howard.
Pasadas las diez de la noche apareció mi colega. Había venido haciendo escala en San Antonio, según me dijo. Bajamos a cenar juntos a un restaurante cercano.
—Lamento la metedura de pata, Dave —empezó diciendo—. Debí pedir al conserje hablar en privado. No fue mi día.
—Olvídalo. Si te cuento el mío vas a saber lo que es bueno.
El camarero vino a hacernos sus recomendaciones para esa noche. Por el entusiasmo que puso en ello, deduje que se trataba de las sobras de la mañana que estaban tratando de colocar a los clientes incautos de la noche.
—¿Cuál es el plan, Dave? —preguntó mi compañero después de pedir la cena.
—El plan es una mierda, chico. Consiste en tirar a la cara de Howard todo lo que tenemos esperando que confiese.
—Quizá resulte. Es posible que se asuste.
Negué con la cabeza.
—Debería ser sumamente estúpido. Cuando vea que no lo detenemos sabrá que no tenemos pruebas —repliqué bebiendo un sorbo de agua mineral—. En fin, es lo único que podemos hacer.
Terminamos la cena y nos fuimos a descansar. Al día siguiente, jueves 19, nos apostamos a las ocho de la mañana en la puerta del edificio de la oficina legislativa. La noche anterior había llamado al agente de Albuquerque que seguía a Howard, quien me dijo que el tipo nunca solía entrar al trabajo antes de las ocho y media. Mientras le esperábamos, di una vuelta a la manzana para echar un vistazo.
A las nueve menos diez vi aparecer a Howard leyendo el periódico. Mi colega y yo le cerramos el paso en la calle antes de que pudiese entrar en la oficina legislativa.
—¿Edward Lee Howard? —pregunté.
—Sí, soy yo.
—Contraespionaje del FBI —mi compañero y yo mostramos la placa—. Nos gustaría tener una charla con usted.
—¿Tiene que ser ahora mismo? Hay una reunión importante ahí dentro y yo debo presentar unos datos. Habrá altos políticos del Estado.
No me gustó nada que Howard intentara retrasar el encuentro, pero considerando la nula fortaleza de nuestras pruebas y que quizá fuese cierto que en esa reunión hubiese peces gordos de Nuevo México, opté por transigir.
—De acuerdo —dije—. A las dos en el hotel Hilton. Le esperaremos en la recepción.
Howard aceptó y lo vi subiendo las escaleras del edificio. Al otro lado de la calle estaba el agente de Albuquerque que lo seguía desde hacía días. Lo llamé con la mano.
—Escuchad —dije a mis dos compañeros—. Uno de vosotros vigilará esta puerta. El otro la del garaje que hay detrás. Yo me voy al Hilton a preparar el interrogatorio.
—¿Acompañamos a Howard al hotel?
—No. Seguidle a una distancia prudencial, pero no permitáis que huya.
Me dirigí al Hilton y subí a la habitación donde hablaríamos con Howard. De camino no podía dejar de pensar en lo estúpido de la situación. Aquel hombre había sido un agente de la CIA. Ignoraba qué clase de adiestramiento había recibido, pero no hacía falta ser muy astuto para suponer que sabría manejar un interrogatorio de contraespionaje.
Esbocé en unos folios varias líneas de interrogatorio pero todas acabaron en la papelera. Aquello no había por dónde cogerlo. Howard se iba a reír de nosotros.
A las dos menos diez de la tarde bajé a recepción. Poco después llegó mi compañero y detrás apareció Howard. Al agente de Albuquerque no lo vi, por lo que supuse que iba detrás del sospechoso. Subimos a la habitación e invitamos al exagente de la CIA a que se sentase en una silla. No le ofrecimos agua.
—Escuche, Howard —empecé diciendo—, le hemos hecho venir porque está usted siendo investigado por vulnerar la ley de espionaje. Hemos perdido un espía de gran valor en la URSS y sospechamos que usted lo delató al KGB.
Su rostro no expresó emoción ninguna. Opté por continuar:
—Antes de seguir adelante, queríamos concederle la posibilidad de contarnos su versión. Si no lo hace, después será peor.
—¿Me van a detener? —preguntó Howard.
—No, hoy no.
El sospechoso miró consecutivamente a mi compañero y a mí, y esbozó una media sonrisa. Él estaba al mando de la situación.
—¿Y para eso me han hecho venir? —preguntó.
—Escuche, sabemos que entró en contacto con el servicio secreto soviético en Austria. Allí les desveló varios secretos de Estado.
—Eso es mentira.
—¿Niega haber estado en Austria? —pregunté.
—No. No lo niego.
—¿Para qué ha ido allí?
—No tengo por qué contestar a eso —respondió Howard con un tono de voz tan calmado que consiguió irritarme—. Pero le diré que he viajado a Austria en un par de ocasiones para vender huacos.
—¿Huacos? ¿Qué coño es eso?
—Artesanía inca, época precolombina —nos instruyó con cara de maestrillo.
—¿Guarda las facturas?
Howard se puso de pie sin contestar.
—Sométase a un polígrafo —dije entonces.
—Y una mierda. Ya me jodieron una vez con ese chisme —exclamó señalándome con el dedo—. Y no pienso contestar nada más sin contar con la asistencia de mi abogado. Así que me marcho, caballeros.
—Un día, Howard —le solté antes de que hubiese salido por la puerta—. Le damos un día.
* * *
Por la ventana de la habitación, vi a Howard salir del hotel. Maldiciendo en voz baja, me senté en la cama y encendí un cigarrillo.
—¿Qué hacemos, Dave? —me preguntó mi compañero.
—Yo voy a South Padre Island a ver a William Bosch —respondí—. Tú quédate aquí y organiza con los de Albuquerque un dispositivo de seguimiento para Howard. Asegúrate de que os vea bien, a ver si conseguimos ponerlo nervioso. Si pasa algo, me dejas un mensaje en la oficina.
Pagué la cuenta del hotel y emprendí viaje hacia Texas con escasas esperanzas. De William Bosch solo sabía que había sido despedido de la CIA y que era amigo de Howard. Sospechaba que le había ayudado en sus actividades delictivas, pero eran solo sospechas. Si Howard se había reído de nosotros, Bosch podía carcajearse.
Tal como me había dicho mi compañero, la combinación con South Padre Island era horrorosa y no tuve más remedio que pasar la noche en San Antonio. Llegué a la ciudad fronteriza donde residía Bosch el viernes 20 a las nueve de la mañana. Fui directo al complejo de apartamentos donde vivía esperando que no hubiese salido aún de su casa. Tuve suerte, y lo encontré allí.
—¿Es usted William Bosch? —pregunté.
—Sí.
—FBI, Contraespionaje. —Mostré mi placa—. ¿Puedo pasar?
Bosch se hizo a un lado. Su apartamento estaba hecho una auténtica pocilga. Había ropa sucia, cajas de pizza y latas de cerveza vacías desperdigadas por todo el salón. Las ventanas tenían tanta porquería incrustada que era casi imposible ver a través de ellas. Me ofreció sentarme pero por higiene opté por permanecer de pie. El propio Bosch tenía una pinta de pordiosero que tiraba de espaldas. Iba con camiseta de tirantes y pantalones cortos plagados de lamparones de sustancias que preferí no intentar identificar. Era rubio, tenía el pelo enmarañado, abultadas ojeras y barba de varios días.
Ver todo aquello me desanimó. Si como yo suponía aquel individuo era cómplice de Howard en el espionaje, desde luego aún no había cobrado su parte del botín. No tuve más opción que pasar al ataque.
—Estamos investigando a Edward Lee Howard —solté a bocajarro—. Sabemos que usted fue despedido de la CIA y que ha estado en comunicación con él.
—¿De qué se le acusa? —preguntó con un hilo de voz.
—De espionaje.
Noté cómo William Bosch se ponía muy nervioso. Empezó a balbucear algo que no logré entender.
—¿Cómo dice? —pregunté tratando de afinar el oído.
—Que yo ya avisé a la CIA. Ya les avisé.
Al oír aquello decidí que había llegado el momento de sentarme.
—¿De qué les avisó? —pregunté.
—Ed necesitaba ayuda. Estaba resentido con la CIA por el despido y quería ir al KGB a ofrecerles información confidencial.
—¿Lo hizo? ¿Le dijo Howard que lo había hecho?
William Bosch titubeó. Habló mirando al suelo.
—Sí. El fin de semana del cuatro de julio de este año. Ed vino a verme aquí, a South Padre Island. Me dijo que lo había hecho y que si yo quería trabajar para él me pagaría mucho dinero —Bosch levantó la vista y me miró fijamente—. Pero yo avisé a la CIA. Lo hice.
* * *
Pedí a Bosch que se sometiese a un polígrafo y aceptó. Desde su propia casa llamé a mi oficina de Washington D.C. para que preparasen la prueba del detector de mentiras en South Padre Island. Durante aquella llamada, uno de mis compañeros me dijo que tenía un mensaje de mi colega en Santa Fe. Por lo visto tenía noticias de Howard.
Aquello no debía oírlo Bosch, así que colgué el teléfono y lo cité al día siguiente a las nueve en el hotel Bahía Mar para la prueba del polígrafo. Después salí de aquel lugar que él llamaba su casa y me dirigí al teléfono público más cercano para localizar a mi compañero en Santa Fe. Al cabo de unos minutos lo tuve al otro lado de la línea.
—Soy Miller —dije—. ¿Qué ha ocurrido?
—Hola, Dave. Resulta que hoy hemos estado pegados al culo de Howard durante todo el día. El tipo salió de casa con su mujer y fue al supermercado. Cuando estábamos allí se separó de ella y vino directamente a nosotros. Nos dijo que quería hablar. Lo hará el lunes, después de consultar con su abogado de Albuquerque. Quizá quiera un trato.
—Seguramente, pero le va a salir el tiro por la culata. Acabo de estar con William Bosch y va a declarar que Howard le confesó haber vendido secretos a los soviéticos.
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó el chico.
—¿Tenéis bajo vigilancia a Howard?
—Sí. Hay un equipo apostado en su casa. Una furgoneta en la puerta y al final de la calle un coche con dos agentes listos para salir detrás de él. En total, cinco hombres contándonos a los dos que estamos detrás de él.
—Bien. Pues el lunes se llevará una sorpresa. Cuando venga a hablar con nosotros le pondremos las esposas sin darle opción a abrir la boca.
* * *
A las nueve de la mañana del día siguiente tenía a William Bosch en el Bahía del Mar enganchado al polígrafo y dispuesto a responder mis preguntas. En el FBI usamos a menudo el detector de mentiras, aunque no para reclutar personal como hace la CIA sino para tomar declaración a testigos y confidentes. El cacharro funciona mejor con sujetos impresionables, y Bosch estaba cagado de miedo.
El técnico fue haciendo las preguntas inocentes intercalando las tres cuestiones clave: ¿Le confesó Edward Lee Howard que había espiado para la URSS? ¿Le ofreció Howard dinero por colaborar en sus actividades de espionaje? ¿Advirtió usted a la CIA de que Howard estaba espiando para la URSS? Bosch respondió «sí» a todo.
Esperamos los resultados de la prueba. Mientras lo hacíamos, Bosch me pidió un cigarrillo. Fumamos juntos como si fuésemos dos estudiantes esperando la nota del examen. Finalmente llegó el técnico con el oráculo de Delfos. La maquinita había decidido que Bosch decía la verdad. Procedí de inmediato a detener a Bosch por encubrimiento. Sería una formalidad para tenerlo bajo control mientras detenía a Howard. Más tarde le ofreceríamos inmunidad a cambio de subir al estrado.
Acto seguido solicité una orden para pinchar el teléfono de Howard basándome en el testimonio de Bosch y emprendí viaje a Santa Fe. Yo era feliz, chico, muy feliz. Estaba convencido de que Edward Lee Howard estaba viviendo sus últimas horas en libertad.
* * *
De camino a Santa Fe no pude dejar de dar vueltas a lo que en aquel caso estaba ocurriendo con la CIA. ¿A qué estaban jugando en la agencia? Según William Bosch, él había hablado con el suegro de Howard, un antiguo instructor en la CIA, acerca de las actividades de espionaje de su yerno. Bosch pensaba que el suegro de Howard alertaría a la persona adecuada de la agencia para evitar el desastre, pero al parecer nada de eso había ocurrido. Según el polígrafo, Bosch había hablado con el suegro de Howard, pero yo no sabía si el suegro de Howard había hablado con alguien en la CIA o si la CIA había tomado alguna medida al respecto después de conocer aquello. En cualquier caso, algo muy extraño estaba ocurriendo dentro de la agencia. Muy extraño.
Si no fuese porque sería absurdo, pensaría que la CIA había obstaculizado nuestra investigación para detener a Edward Lee Howard. De no haberlo visto con mis propios ojos, pensaría que la CIA estaba deseando que Yurchenko los mandase a la mierda harto de que le diesen patadas en el trasero.
Llegué a Santa Fe ese mismo sábado a las cinco de la tarde. Después, con el equipaje a cuestas, me dirigí sin dilación a la casa de Howard. Al otro lado de la calle, frente a la puerta de su vivienda, había una furgoneta camuflada donde el FBI había instalado el centro de operaciones. La presencia de los agentes era absolutamente descarada, pero había cumplido su función: presionar al sospechoso.
Subí a la furgoneta. Dentro había un agente jovencísimo de Albuquerque.
—¿Dónde está Howard? —pregunté.
—En casa, con su mujer.
Quedamos un rato en silencio vigilando la puerta de la vivienda. Al cabo de una hora aproximadamente ocurrió algo extraño. Vimos entrar un Oldsmobile en el garaje de los Howard. Conducía una mujer y a su lado iba un hombre con gorra a quien no conseguí ver la cara.
—¿Quiénes son ésos? —pregunté al agente.
El tipo pareció tragar saliva.
—Es…, es el coche de la mujer de Howard. Su esposa es la que va al volante, la he visto bien.
—Maldita sea, ¿no me habías dicho que estaban los dos en casa? ¿Has estado vigilando o haciéndote la manicura?
—Yo…, no sé cómo…, yo…
—Vamos —dije—, sal de aquí y ve a hablar con los agentes que están en el coche al final de la calle para ver si ellos han detectado algo raro.
El agente salió disparado a cumplir mi orden. Yo me quedé en la furgoneta vigilando la entrada de la vivienda de Howard, pero no ocurrió nada extraño. Al cabo de quince minutos regresó el chico.
—Dicen que no vieron salir el coche. Les teníamos que haber avisado desde aquí y no lo hicimos. Les pillaría por sorpresa…
Me dieron ganas de patear el culo de todos aquellos imbéciles. Habíamos visto entrar en casa a la mujer de Howard, pero ¿el hombre que iba con ella era su marido? ¿Estaba Edward Lee Howard en esos momentos dentro de su vivienda? Mientras trataba de pensar algo volvimos a escuchar el teléfono de Howard. Estaba haciendo una llamada a un número de Santa Fe. Sonaron varios tonos y se activó el contestador automático de la clínica de un psiquiatra. Cuando hubo terminado el mensaje del contestador escuchamos la voz de Howard: estaba pidiendo una cita para la semana siguiente.
Respiré profundamente. Por fin podía relajarme: el sospechoso estaba dentro de la casa. Sonriendo para mis adentros, me dije que esa cita con el psiquiatra no se produciría nunca.
* * *
Salí de la furgoneta y me dirigí al Hilton. Estaba exhausto después de todo aquel trajín, así que me desvestí y me quedé profundamente dormido.
Al día siguiente era domingo. Por la mañana leí el periódico que me tiraron por debajo de la puerta de mi habitación. Era un diario local de Santa Fe. En las páginas internacionales había una escueta mención a una nota de prensa soviética. Según decía, la URSS había expulsado a un diplomático estadounidense de Moscú acusado de espionaje. Además, el KGB había detenido a un ingeniero soviético por la misma razón. Supuse que se trataba de Adolf Tolkachev y me estremecí pensando lo que le esperaba a ese pobre hombre. Pronto sería vengado.
Me tomé libre el resto de la mañana y salí a estirar las piernas. Por la tarde subí a mi habitación a echarme una siesta. Antes de que pudiese pegar ojo sonó el teléfono.
—Miller —dije.
—Soy yo. —Reconocí la voz del agente de Albuquerque que había seguido a Howard desde el principio—. Hay novedades.
—¿Qué ha ocurrido?
—El jefe de Howard en la oficina legislativa nos acaba de llamar. Esta tarde se ha pasado por el despacho y se ha encontrado encima de su escritorio una carta de dimisión de Howard. También había un segundo sobre con una carta dirigida a su esposa.
Me levanté de la cama de un salto.
—¿Era su letra? —pregunté—. ¿Está seguro ese hombre?
—De su puño y letra. No hay ninguna duda.
—¿Ha salido Howard de su casa?
—No.
—Voy para allá —dije, y colgué.
Cuando llegué al domicilio de los Howard los otros agentes me esperaban para entrar en él. Llamé a la puerta. Salió a abrir una mujer de unos treinta y pocos años, con el pelo castaño, rizos revueltos y unos ojos abultados y enrojecidos, posiblemente por el llanto. Tenía en los brazos un niño de unos dos años.
—FBI —dije mostrando mi placa—. ¿Está aquí Edward Lee Howard?
La mujer negó con la cabeza.
—¿Es usted su esposa?
Asintió sin abrir la boca.
—Me propongo pasar a registrar la casa —dije con un tono severo—. Usted puede impedirlo, pero no se lo recomiendo.
La mujer de Howard se hizo a un lado y los agentes entraron atropelladamente en todas direcciones. Yo me quedé con ella.
—¿Cómo se llama usted?
—Mary Howard.
Aquello se iba a poner feo y no quise correr ningún riesgo.
—¿Conoce algún abogado? —pregunté.
—Sí. El de mi marido.
—Llámelo y dígale que venga enseguida.
Los agentes se reunieron conmigo en el salón de la casa. Howard no estaba allí. Permitimos a la mujer que preparase la cena del niño mientras llegaba su abogado. Al cabo de unos minutos lo hizo. Era un letrado de Santa Fe, de unos cuarenta años. Apareció ataviado con un chándal manchado de pintura blanca. Por lo visto lo habíamos interrumpido haciendo alguna chapuza en su casa.
Describí a grandes líneas al abogado la situación en que se encontraba Mary Howard y le pedí que recomendase a su cliente que respondiese nuestras preguntas. Añadí que el mal ya estaba hecho. Howard había eludido nuestra vigilancia y obstaculizar ulteriormente al FBI solo podría perjudicarla a ella y al niño. Al oír que mencionaba a su hijo, Mary Howard habló:
—No, el niño no. Contaré todo.
—Un momento —dijo el abogado, tomando la mano de Mary—. ¿En el día de ayer había alguna orden emitida de búsqueda y captura contra Edward Lee Howard?
—No —respondí.
—En ese caso, Mary no ha cometido ningún delito. Técnicamente su marido no huyó.
—Da igual —dijo ella—. Hablaré. Lo que haya hecho Ed no debe afectar al niño.
El abogado protestó, pero Mary hizo oídos sordos y confesó. La tarde anterior había dejado a su hijo con la canguro y salió de la casa en compañía de su marido para cenar en un restaurante. En el coche llevaban un maniquí oculto en el asiento de atrás. A continuación salieron del local, recogieron el coche y Mary se puso al volante. En un giro a la derecha Howard abrió la portezuela y saltó en marcha para eludir la vigilancia del FBI. Ella puso el maniquí en su lugar y regresó a casa. Una vez dentro, llamó a la clínica del psiquiatra y reprodujo en el magnetófono una grabación con la voz de Howard pidiendo una cita.
Cuando Mary hubo terminado permanecí en silencio digiriendo la derrota. Si hubiesen sabido ella y su marido que el FBI no les había visto salir de casa, Howard se habría podido ahorrar el salto.
Pedí a la mujer que me enseñase el maniquí y la cinta magnetofónica. Vi ambas pruebas y reproduje la cinta: era el mismo mensaje que habíamos escuchado la noche anterior.
Llamé por teléfono a mis colegas de Washington D.C. que hacían guardia aquel domingo. Les pedí que consiguieran una orden de búsqueda y captura contra Edward Lee Howard y enviasen su fotografía a todos los aeropuertos y puestos fronterizos. Hice todo aquello sabiendo que en realidad era inútil. Howard había escapado. No había nada que hacer.
Pero chico, lo peor estaba aún por llegar.
* * *
Al día siguiente regresé a Washington D.C. El superintendente Deere me había convocado en su despacho para conocer los detalles del desastre.
—¿Tú qué opinas, Dave? —me preguntó cuando terminé de relatar los hechos.
—Lo fácil para mí sería culpar a los muchachos de Albuquerque, pero no lo voy a hacer. Quizá debí haber estado yo en Santa Fe, aunque decidí que era mejor asistir al polígrafo de William Bosch, que ya había confesado el día anterior.
Hice una pausa para aspirar una amplia bocanada de aire.
—Y quién sabe —concluí—. Quizá mi presencia en Santa Fe no hubiese cambiado nada. La CIA dice que Howard era un inútil, pero a mí no me lo pareció. Al contrario, me dio la impresión de que era un sujeto muy peligroso. Cometimos un error al no ver el coche salir de la casa, pero seguramente nos habría dado esquinazo con el truco del salto.
—¿Dices que la CIA no os alertó sobre las cualidades de Howard? —preguntó el superintendente.
—Mira, no quiero opinar. Solo te daré los hechos: la CIA tardó cinco días en identificar a Howard, no nos contó nada de Bosch y está teniendo un comportamiento sospechoso con Yurchenko. No me extrañaría nada que la agencia…
—¿Ayudase a Howard a escapar? —dijo Deere al ver que yo dejaba la frase en suspenso.
—Jamás admitiré haber dicho eso.
El superintendente Deere esbozó una media sonrisa y optó por cambiar de tema. Me contó las novedades de las últimas horas, en el tiempo que pasó durante mi viaje de regreso a Washington D.C. Por lo visto el FBI estaba siguiendo la pista que había dejado Edward Lee Howard en su huida. Hasta ahora se sabía que el fugitivo había viajado a Nueva York y de ahí a Europa. Además, varios agentes seguían interrogando a Mary Howard para conseguir más pruebas contra su marido. Por lo que respecta a William Bosch, éste había sido trasladado a Albuquerque para que prestase declaración en la sede local del FBI.
Deere concluyó dándome tres días de vacaciones. Cuando me reincorporase volvería al caso Yurchenko con mi colega Tom Redford. Otro agente ocuparía mi lugar en la dirección del caso Howard.
Al salir de las oficinas de Buzzard Point me sentí como si el superintendente hubiese querido dar una patada a la CIA en mi culo.
* * *
Aún no había acabado mi tercer día de vacaciones cuando sonó el teléfono de mi casa. Era mi compañero del FBI Tom Redford.
—Aquí Miller.
—Hola, Dave. Te llamo para que hagas la maleta.
—Déjame que lo adivine —dije—. Vamos a Canadá a por la amiguita de Yurchenko.
—Exacto.
Llegué a la casa donde tenían al coronel con el tiempo justo para subir a uno de los vehículos que nos condujo a un pequeño aeródromo. Apenas tuve oportunidad de cruzar más de dos palabras con Yurchenko, aunque intuí que su humor no había mejorado mucho. Con él íbamos dos guardaespaldas, el responsable de la CIA de la operación Martin Simpson, mi compañero Tom y yo. Art se había quedado en Langley. Por lo que pude oír tenía que ponerse al día con cierto papeleo que tenía pendiente.
Volamos todos juntos en un bimotor de la CIA hasta Plattsburg, a unos cuarenta y cinco kilómetros al sur de Canadá. Allí subimos a un coche y nos dirigimos a la frontera. Cuando llegamos, los guardaespaldas se quedaron en los Estados Unidos y solo pasamos al país vecino el coronel Yurchenko, Martin Simpson, Tom Redford y yo.
Unos agentes del servicio secreto canadiense nos estaban esperando en el puesto fronterizo. Antes de nada advirtieron a Martin que, tal como habían convenido sus dos agencias, los canadienses estaban al mando de la operación. Martin asintió y los canadienses nos llevaron a Montreal.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Martin a uno de los canadienses.
—El marido de la rusa come todos los días en su casa, pero mañana tiene un almuerzo en el consulado. Ella estará sola en su apartamento, así que nosotros nos encargaremos de poner a su ruso y a uno de ustedes en esa casa. Cuando terminen les llevaremos a todos de regreso a la frontera, y siempre negaremos haber sabido algo de esto.
—¿Dónde estaremos alojados hasta mañana?
—En el hotel Queen Elizabeth —respondió el canadiense—. Desde allí pueden ir caminando hasta el bloque de apartamentos donde vive la mujer. Nosotros les daremos la señal. Por cierto, es imprescindible que disfracen a su ruso.
Llegamos al Queen Elizabeth, en el bulevar René Lévesque. Se trataba de una impresionante mole de cemento gris situada a pocos metros de la estación central. Nos registramos en recepción y subimos a nuestras habitaciones. De camino a la mía, el botones que me acompañó tuvo la amabilidad de explicarme con pelos y señales la historia de la estancia en el hotel de John Lennon y Yoko Ono en 1969, cuando hicieron allí una especia de huelga o protesta por algo. También grabaron una canción en su habitación, pero para cuando el botones me dijo su título yo ya había conseguido desconectar. Le ahorré mis incendiarias opiniones sobre Lennon y sus piojosos seguidores.
Por la noche Tom me llamó para bajar a cenar juntos al restaurante del hotel, pero rechacé el ofrecimiento. Seguía abatido por mi fracaso en el caso Howard.
Al día siguiente me levanté temprano y me vestí. Esperaba fumando en mi habitación la señal de los canadienses cuando alguien llamó con insistencia a mi puerta. Era Tom.
—¿Salimos ya? —pregunté al abrir.
—No. Ven conmigo.
Acompañé a Tom a otra de las habitaciones. Dentro estaba Yurchenko discutiendo a gritos con Martin Simpson.
—Joder, ¿qué demonios es esto? —exclamé.
Yurchenko me vio y vino hacia mí con un periódico en la mano. Era un ejemplar del Montreal Gazette de ese mismo día, jueves 26 de septiembre. El coronel me entregó el diario abierto por una de las páginas de información internacional. En ella venía la siguiente noticia: «El coronel del KGB Vitaly Yurchenko ha desertado».
* * *
Leí el artículo completo mientras escuchaba de fondo los gritos de Yurchenko, Martin y, de vez en cuando, Tom Redford. El columnista decía que el coronel Yurchenko se había entregado a las autoridades estadounidenses semanas antes y que llevaba tiempo desvelando secretos soviéticos a la CIA. La noticia procedía del servicio secreto francés que, a su vez, la había obtenido de la propia CIA.
—¡Era lo único! ¡Lo único que les había pedido! —repetía sin cesar el coronel en su peculiar inglés—. Secreto, todo alto secreto. No se puede saber que yo estoy en los Estados Unidos.
—Lo que pone ahí es falso —dijo el agente de la CIA Martin Simpson—. La agencia no ha filtrado nada a nadie.
—¿Ah, no? —bramó Yurchenko—. ¿Y entonces quién ha hablado? ¿Quién lo ha dicho a la prensa? ¿Mickey Mouse?
—Serénese, coronel —intervino Tom Redford—. En pocos minutos irá a ver a su…
—¿Serenarme? ¿Serenarme? ¿Quiere que me serene?
—Es posible que la noticia provenga del KGB —aventuró Martin—. Pretenden que usted piense que la CIA lo ha traicionado. Desacreditarnos a sus ojos.
—¿Desacreditarles a ustedes? —gritó Yurchenko—. Para eso no hace falta ayuda, se bastan ustedes solos.
En ese momento llamaron a la puerta y por arte de magia se hizo el silencio en la habitación. Martin fue a abrir. Eran los dos agentes del servicio secreto canadiense. Cuando entraron se dieron cuenta de que ahí dentro pasaba algo raro, pero optaron por hacerse los suecos.
—Estamos listos —anunció uno de los canadienses—. Ahora les daré las instrucciones.
—De acuerdo —dijo Simpson.
—Bien, usted y uno de los agentes del FBI se quedará aquí en el hotel conmigo. Éste será el puesto de mando. El otro agente federal irá con Yurchenko al piso de la mujer. En ese edificio hay varios agentes nuestros montando guardia.
—Entendido.
—Desde aquí daremos las órdenes —continuó el canadiense—. El que acompañe al ruso solo observa, no decide. Repito: las órdenes las damos desde aquí. Es importante que el que vaya con Yurchenko a ver a la mujer hable ruso, pues entrará con el coronel en el piso para controlar lo que hablan.
El agente canadiense se me quedó mirando cuando terminó de decir eso. Entendí que prefería que Tom se quedase en el puesto de mando y se lo puse fácil:
—Tom —dije—, si quieres voy yo con el coronel.
—Gracias, Dave.
El canadiense concluyó:
—Antes de ir al piso, Yurchenko llamará a su amiga desde una cabina telefónica. Si ella le dice que no suba se aborta la operación.
Todos estuvimos de acuerdo. Salimos a la calle. La operación estaba en marcha.
* * *
Yurchenko caminaba con paso firme. Iba ataviado con una peluca rubia, gafas de sol y un sombrero. Su aspecto era esperpéntico. A su izquierda iba un agente canadiense y a la derecha iba yo.
En la calle nos detuvimos en una cabina telefónica. El canadiense entregó al coronel unas monedas y un papel con un número de teléfono. Yurchenko echó las monedas y marcó. Alguien descolgó. El coronel repitió varias veces el nombre de la mujer pero no obtuvo respuesta.
—No se oye nada —dijo.
—Vuelva a marcar.
El coronel repitió la operación con idéntico resultado. El canadiense informó por radio al puesto de control y solicitó instrucciones. Después de unos segundos alguien ordenó que nos dirigiéramos al piso de la mujer.
Subimos la calle Drummond y cruzamos el bulevar Maisonneuve dejando atrás el Ritz-Carlton. Pasamos la calle Sherbrook y llegamos a un garaje. Un agente nos hizo una seña para que pasásemos al interior. Llamamos al ascensor y subimos hasta el piso dieciséis. El pasillo estaba cubierto por una moqueta roja y amarilla. Otro agente que hacía guardia a la salida del ascensor nos indicó la puerta. Yurchenko se quito la peluca, las gafas y el sombrero y me entregó todo. Yo le di el papel con el número de teléfono que la CIA había habilitado por si su amante quería ponerse en contacto con él después de pensarse durante unos días si quería venir a los Estados Unidos. El coronel se puso frente a la puerta y llamó.
Una mujer rubia de unos cuarenta años abrió la puerta. Era bajita, mediría un metro cincuenta y cinco. Compensaba su estatura con unas curvas sensuales, un rostro de salvaje belleza eslava de ojos azules y una barbilla redondeada con un hoyuelo en el centro.
La emoción paralizó a Yurchenko durante unos segundos. Se quedó frente a la mujer sin saber qué decir. Ella se echó a un lado para dejarle pasar, pero el coronel no reaccionó. Le pegué un empujón con el hombro para meterlo dentro. No teníamos tiempo que perder.
El canadiense que nos acompañaba se quedó haciendo guardia en la puerta y yo entré con el coronel. Cerré la puerta detrás de mí. Dentro del apartamento quedamos el coronel, su amante y yo.
Yurchenko llamó a la mujer por su nombre.
—¿A qué has venido, Vitaly? —preguntó ella.
—Quiero que me acompañes a los Estados Unidos.
—¿Para qué?
—Para que estemos juntos —dijo el coronel con voz temblorosa.
—¿Como traidores? ¿Como desertores?
Yurchenko no contestó. La mujer sacó un pañuelo de la manga de su traje y empezó a llorar, pero siguió hablando:
—Yo me enamoré de un hombre con honor. De un coronel, no de un traidor —acerté a entender entre los sollozos.
Yurchenko volvió a llamarla por su nombre un par de veces. Trató de abrazarla para consolar su llanto, pero la mujer lo rechazó con violencia. El coronel sacó entonces el trozo de papel que yo le había dado.
—Si cambias de idea, puedes localizarme en este número —dijo.
Le tendió el papel, pero ella negó con la cabeza. No quiso cogerlo.
Yurchenko quedó abatido, sin poder decir nada más. Se dio la vuelta y me miró. Entendí que quería irse de allí, y abrí la puerta. Al vernos salir, el canadiense activó la radio y comunicó que íbamos de vuelta al hotel.
El coronel salió al pasillo y empezó a caminar junto al canadiense. Yo eché un último vistazo al interior del piso antes de cerrar la puerta. La mujer se había dejado caer en un sofá llorando desconsoladamente.
Al contrario de lo que me temía cuando dejé el bloque de pisos donde vivía la examante de Yurchenko, el viaje de regreso a Washington no fue un velatorio. A pesar de ver en la prensa la noticia de su deserción y su desengaño amoroso, el coronel no quiso dejarse llevar por la amargura y trató de ver la botella medio llena. Después de todo, según el médico americano sus dolencias no eran graves y delante de él quedaba una larga de vida rica en posibilidades. Mientras hacía su equipaje en la habitación del hotel Queen Elizabeth de Montreal, Yurchenko nos dijo en un tono jovial a Martin, a Tom y a mí:
—Por fin tengo claro lo que debo hacer.
* * *
A pesar de la aparente mejora anímica de Yurchenko, al día siguiente de volver de Canadá la CIA trajo a Fredericksburg un psiquiatra. El doctor no recetó nada al coronel, aunque sugirió al responsable del dispositivo de la CIA Martin Simpson que debía visitar al paciente a menudo para observar su evolución.
Durante los días siguientes lo más relevante que pude observar fue el progresivo deterioro de la relación del coronel con Martin Simpson. Mi colega del FBI Tom Redford me había contado que no se llevaban bien, y según pude comprobar por mí mismo se profesaban un íntimo desprecio. Es cierto que Yurchenko se comportaba a veces como un maniático impertinente, pero Martin no debería haber olvidado que estaba tratando con el mejor desertor de la historia de la CIA. El hombre que más y mejores secretos podía desvelar del enemigo número uno de los Estados Unidos.
El martes 8 de octubre Martin informó a Yurchenko de que al día siguiente iría a Langley a cenar con el director de la CIA, William Casey. Yo no estaba invitado, así que me escapé del manicomio en que se estaba convirtiendo la casa de Yurchenko y me fui a mi oficina del FBI para tratar de averiguar cómo iba la persecución de Edward Lee Howard.
Me presenté en el despacho del nuevo agente de Contraespionaje encargado del caso y saludé a mi compañero.
—¿Puedes contarme algo de Howard? —le pregunté después de intercambiar las cortesías de rigor.
—Claro. Por lo que sabemos voló de Nueva York a Copenhague, y de ahí a Helsinki. En esa ciudad compró un pasaporte falso, así que le hemos perdido la pista. Hace poco recibimos informaciones de nuestros contactos en Finlandia. Parece que un tipo muy importante fue introducido clandestinamente por el KGB en la URSS. Pero vete tú a saber si era Howard.
—¿Y su mujer? —pregunté.
—Ésa ha cantado de lo lindo. Nos ha dado el número de una cuenta corriente en Suiza donde tenían unos ciento cincuenta mil dólares. Además, Howard había enterrado en el desierto oro y plata por valor de varios miles. También lo hemos recuperado. Tenemos además el testimonio de su amigo William Bosch, el exagente de la CIA. Así que, si algún día echamos el guante a Howard, no lo va a salvar nadie.
Me quedé pensando… «si echamos el guante a Howard». Sería complicado.
—¿Y tú? —me preguntó mi colega—. He oído que llevas entre manos un caso importante con un ruso muy famoso.
—Ya lo creo —respondí—. Acabaremos todos en los periódicos. Ya lo verás.
* * *
Al día siguiente de la cena de Yurchenko con el director de la CIA Casey volví a Fredericksburg a retomar mi trabajo con el coronel. Aquella mañana hubo varias novedades.
Para empezar, no tardaríamos en salir todos de viaje con Yurchenko. Por lo visto la CIA llevaba tiempo preparando unas vacaciones, y había elegido llevar a su desertor al Oeste, concretamente a Arizona, Utah y Nevada. Tal como lo contó Martin parecía que el objetivo del viaje era demostrar a Yurchenko la buena voluntad de la agencia. Tom Redford y yo asistimos a la escena con un gesto de incredulidad.
Pero las sorpresas para el coronel no terminaron con el anuncio de su viaje. Después de describir las vacaciones, Martin Simpson nos informó a todos de que Art iba a ser relevado del caso Yurchenko. En breve llegaría otro agente para sustituirle.
Cuando Tom y yo nos quedamos a solas con Simpson, éste nos contó que Art iba a empezar un curso de idiomas para emprender una nueva misión en otro país. Aquél era su último día de trabajo. Me despedí de Art con la frialdad del que siente bastante envidia por la fortuna familiar ajena.
Si bien por un momento pensé que la CIA tendría la deferencia de traer un sustituto que hablase ruso, como Art, pronto comprobé que mi fe en la agencia estaba injustificada. Llegó otro agente que, como Martin Simpson, no hablaba una palabra del idioma del coronel. Aquello enfadó bastante a Yurchenko, quien ya se vio condenado a comunicarse con la CIA siempre en inglés.
* * *
El sábado 12 de octubre estaba prevista nuestra salida de viaje con Yurchenko. La víspera, un general del ejército visitó al coronel para consultarle determinadas cuestiones del Pentágono. Al despedirse de Yurchenko, el general le regaló una fotografía suya y un ejemplar de La caza del Octubre Rojo, de Tom Clancy. El coronel tiró la fotografía a la papelera y se quedó con la novela.
A las vacaciones con Yurchenko fuimos, además del coronel, Martin Simpson, el nuevo agente que sustituyó a Art, Tom Redford, dos guardias de la CIA y yo. En total, siete hombres repartidos en dos coches. Yo viajé con Tom y uno de los guardias, por lo que me perdí todo lo que se habló en el coche de Yurchenko.
Volamos a Phoenix y de allí fuimos por carretera a un resort en un club de campo en Scottsdale, Arizona. Yurchenko ocupaba una suite con salón. Durante las noches, los encargados de la seguridad se turnaban haciendo guardia mientras veían la televisión, y el coronel se quejó del ruido del aparato. En una de las broncas a las que asistí dijo a Simpson que continuamente se estaba violando su intimidad, y que quería a los guardias alejados de él en todo momento. Martin cambió de táctica durante el viaje. Le decía que sí a todo al coronel y luego no le hacía ni caso. Aquello, por supuesto, lo enojó aún más.
En otra trifulca volaron un par de vasos y me vi obligado a sujetar al coronel para evitar que se abalanzase sobre uno de los guardias. Más tarde, y en compañía de mi colega del FBI Tom Redford, solicité a Martin que pusiese fin a aquella farsa y ordenase la vuelta a Washington D.C. Simpson me dijo que sí y luego, al igual que hacía con Yurchenko, no prestó la menor atención a mi sugerencia. Tuve la tentación de montar un buen espectáculo, pero recordé a tiempo las indicaciones del superintendente Deere: «La CIA está al mando».
El día 24 terminó aquel simulacro de vacaciones y regresamos a Washington D.C. Utilizamos el aeropuerto internacional de Baltimore-Washington en lugar del Dulles, pues éste se encontraba dentro del radio de cuarenta kilómetros alrededor de la embajada soviética y, por lo tanto, constituía un riesgo innecesario.
* * *
De vuelta a Fredericksburg se retomaron los interrogatorios de la CIA a Yurchenko. La mayoría de las veces se habló de temas relativamente intrascendentes, cuestiones de organización interna del KGB y casos tan antiguos que a aquellas alturas solo tenían un interés histórico. Seguir aquellas conversaciones en el inglés de Yurchenko se estaba convirtiendo en un tormento, y llegué a preguntarme si de veras era necesario destinar dos agentes especiales del FBI a esa labor.
Sin embargo, un buen día el coronel sí estuvo a la altura de su fama. En aquella ocasión Yurchenko nos aportó la solución al caso Shadrin.
Nicholas Shadrin fue un marino soviético que desertó en 1959. Se trasladó a los Estados Unidos y allí empezó a colaborar con la CIA. Tiempo después, el KGB contactó con Shadrin y le ofreció el perdón a cambio de volver a trabajar para la URSS. Shadrin contó a la CIA la propuesta que había recibido, y los estadounidenses tuvieron una idea. Sugirieron a Shadrin que aceptase la oferta rusa y se infiltrase en el KGB para averiguar qué pretendían los rusos.
Shadrin comunicó al KGB que aceptaba su ofrecimiento, y el servicio secreto ruso le pidió que viajase a Viena para recibir instrucciones. Shadrin tuvo miedo, y preguntó a la CIA si aquello era seguro. La CIA le dijo que sí, y Shadrin viajó a Austria con su esposa. A los pocos días, la esposa de Shadrin denunció la desaparición de su marido. Nunca más se supo de él. De vuelta a los Estados Unidos, la esposa de Shadrin denunció a la CIA y expuso todo el caso a la prensa. La URSS hizo pública una nota en la que se declaraba inocente de todo y culpaba a la CIA de la desaparición de su antiguo oficial de la Marina. A pesar de las investigaciones de la CIA, nadie supo aclarar el misterio.
Hasta que llegó Yurchenko y nos contó toda la verdad. El coronel nos contó que el KGB sospechó desde el principio que el retorno de Shadrin era una maniobra de la CIA, y planeó secuestrarlo en Viena. Capturaron a Shadrin en la calle, le aplicaron cloroformo y lo metieron en el maletero de un coche para sacarlo del país. Cuando pasaron la frontera, los agentes del KGB abrieron el maletero y comprobaron que Shadrin había fallecido durante el viaje. Según Yurchenko, fue una muerte no deseada.
Después de escuchar la triste historia de Nicholas Shadrin, Yurchenko dijo que quería hablar un rato en ruso y nos pidió a Tom y a mí que le acompañásemos a dar una vuelta alrededor de la propiedad.
El coronel caminaba como siempre, con las manos en la espalda, ligeramente encorvado y dando pasos largos. Tom y yo permanecimos unos segundos en silencio.
—¿En qué piensan? —preguntó Yurchenko—. ¿En el caso Shadrin? Es algo habitual en el KGB, manejan la realidad a su antojo buscando siempre oportunidades para culpar a otros de sus acciones.
El coronel dio una patada a una piedra que había en medio del camino.
—Les contaré otra historia tan buena como ésa —continuó—. Recordarán a Oleg Bitov, el periodista soviético que huyó a Gran Bretaña hace unos meses. Allí escribió artículos incendiarios contra la URSS y consiguió una bonita suma de dinero por contar un montón de cosas que, les aseguro, él desconocía por completo. El tipo era un megalómano que en más de treinta años de profesión jamás había logrado el menor éxito en nuestro país y que por fin había conseguido que alguien le escuchase. Por eso, al principio, en el KGB no le prestamos la menor atención. Bitov podía hacer con los ingleses lo que quisiera, a nosotros nos daba igual. Al cabo de unos meses Bitov se presentó en nuestra embajada en Londres diciendo que quería regresar a Moscú. Los guardias de la puerta no lo conocían de nada, y lo echaron de allí a patadas. Volvió poco después con una maleta llena de casetes que contenían conversaciones suyas con el servicio secreto británico. Aquello nos interesó más, así que sacamos a Bitov de Gran Bretaña y lo llevamos a Sofía.
—¿Qué había en esas casetes? —preguntó Tom.
—Eso es lo bueno —respondió el coronel—. No había nada interesante. Largas y aburridas disertaciones de Oleg Bitov en las que trataba de demostrar lo listo que era. Con ese material no podía hacerse absolutamente nada. Pero no por ello el KGB se rindió. Ya que habían hecho el esfuerzo de traer de vuelta a Bitov, querían aprovechar el trabajo; así que se les ocurrió una idea. Convocaron una rueda de prensa en la que Bitov contó a todos los periodistas que el servicio secreto inglés le había secuestrado y mantenido drogado durante días para sonsacarle información. El gobierno británico protestó, pero lógicamente nunca pudo probar que la declaración del secuestro de Bitov fuese falsa.
Tom y yo miramos algo confusos al coronel.
—La historia de los servicios de inteligencia se construye así —dijo sin dejar de mirar al suelo—. Con pequeños éxitos que tratan de ocultar grandes fracasos.
* * *
Esa noche, antes de regresar a casa pasé por mi despacho del FBI para escuchar los mensajes recibidos. Entre ellos había uno del agente de enlace con la NSA citándome para el día siguiente en su despacho. Hacía muchos días que no sabía nada de él y casi me había olvidado del caso de Mr. Long, el espía estadounidense destapado por Yurchenko y que la NSA estaba tratando de identificar entre sus antiguos empleados.
Lo primero que hice nada más llegar a Buzzard Point a las nueve de la mañana fue acudir a esa cita.
—Hola, Miller —me saludó mi colega—. ¿No tenéis aún las cintas de la embajada soviética?
—Aún no. Ya te dije que tardaríamos. Además, antes de dártela nuestra fuente debe reconocer la voz. Si no, no servirá de nada.
—Bueno, de todas formas la NSA ha avanzado bastante. Hemos reducido la lista de sospechosos a unos cien, más o menos.
—¿Cómo lo habéis conseguido? —pregunté.
—En realidad hemos hecho trampas. Se han eliminado todos los empleados que desconocían el proyecto que vendió el espía. Si el culpable no está entre los cien seleccionados, volveremos a incluir a los demás en la lista de sospechosos.
—¿Qué puedo hacer por vosotros entonces?
El agente de enlace con la NSA me dio una carpeta. La abrí. Dentro había una docena de folios con varias fotografías tamaño carné a color en cada uno de ellos. Debajo de cada retrato había un número identificativo pero ningún nombre.
—Enséñale esto a tu confidente y pídele que identifique a Mr. Long.
—De acuerdo —dije—. Aunque te advierto que mi fuente no puede subir al estrado.
—No es problema. Solo queremos que nos diga por cuál de éstos tenemos que empezar a investigar. Cuando lo haga, nos pondremos a buscar pruebas nosotros mismos.
Me llevé la carpeta y fui a Fredericksburg en busca de Yurchenko. Vi a Tom Redford y le conté lo que me había pedido el agente de enlace con la NSA. Juntos fuimos a ver al coronel, a quien entregamos los papeles para que identificase entre ellos a Mr. Long. Yurchenko nos miró con preocupación.
—¿Qué ocurre, coronel? —le pregunté.
—No puedo testificar en el tribunal.
—Lo sabemos —dijo Tom—. Queremos que nos indique al culpable para que la NSA busque pruebas.
—¿Y si la NSA no las encuentra?
Me quedé en silencio. Tom tampoco dijo nada. Yurchenko se quedó con los ojos fijos en nosotros y después de emitir un leve resoplido se concentró en los folios. Echó un vistazo a las fotografías y al llegar a una se detuvo, cogió un bolígrafo que había sobre la mesa y la rodeó con un círculo. Tiró el bolígrafo sobre la mesa, me devolvió los folios y salió de la habitación.
* * *
El miércoles 30 de octubre se produjo uno de los episodios clave en el caso Yurchenko. Mi colega Tom y yo estábamos sentados en la mesa de la cocina comparando notas cuando el coronel bajó de su habitación con el Washington Post en las manos. Yurchenko se acercó a nosotros y nos puso delante el periódico, abierto por una de las páginas interiores. Tom y yo leímos la noticia: «El coronel del KGB Vitaly Yurchenko soluciona el caso Shadrin». El artículo lo firmaba un tal Patrick Tyler, y recogía palabra por palabra lo que los agentes de la CIA, Tom y yo habíamos escuchado unos días antes.
Dejé el periódico y observé a Yurchenko. Se había dejado caer sobre una de las sillas de la cocina y, apoyado sobre la mesa, se sujetaba la frente con las dos manos. Nadie dijo nada. Yo agarré el Washington Post y fui en busca de Martin Simpson, a quien encontré en el salón charlando con los dos guardaespaldas.
—¿Esto también lo ha filtrado el KGB? —le pregunté poniéndole la noticia ante las narices.
Simpson echó un vistazo a la hoja de papel y me miró con ojos inexpresivos. Se encogió de hombros y tiró el periódico despreocupadamente encima de un sillón.
—Si le digo que no hemos sido nosotros no me iba a creer —dijo.
—No se lo tome tan a la ligera, Martin. He visto a hombres mucho menos cabreados que Yurchenko asesinar a otros. Piénselo. Si un buen día el coronel baja por la escalera y le mete una bala en la cabeza, no sé si podremos procesarlo. Recuerde que ni el presidente, ni la secretaría de Estado, ni la CIA, ni el FBI han confirmado la noticia de su deserción.
Martin Simpson me dirigió una mirada paternalista.
—Yurchenko está desarmado. En todo caso, lo tendré en cuenta —zanjó el asunto, y salió al jardín.
Tom Redford vino a mi encuentro.
—Creo que hoy no habrá interrogatorio —le dije.
—Deberíamos ir a hablar con el superintendente Deere.
—Buena idea.
Recogimos el periódico y salimos a la calle. Al hacerlo dejamos atrás los rugidos de Yurchenko contra la CIA. Tom y yo subimos al coche y nos dirigimos a la sede local del FBI. Deere nos recibió inmediatamente. Le contamos todo lo sucedido y le enseñamos el Washington Post.
—Ya lo había visto — dijo el superintendente.
—¿Y qué opinas?
—Que en cierto sentido era de esperar. La CIA lleva unos meses de problema en problema. El Iran-Contra, las minas en Nicaragua, Tolkachev… necesitan anotarse un punto, y Yurchenko es un buen trofeo.
—Pero hicieron un trato con él —dije—. Le aseguraron que mantendrían su deserción fuera del alcance de la prensa.
—Si la CIA hace lo que hace será por algo —replicó el superintendente—. Algo que desconocemos…, quizá le hayan ofrecido dinero.
—Puede que lo hayan hecho, pero te aseguro que Yurchenko no es feliz, y esto puede acabar mal.
—Bah, no os preocupéis —Deere pegó un manotazo al aire desdeñando la cuestión—. Proponed a la CIA que saquen a Yurchenko a que se divierta.
—El coronel pidió ayer permiso para ir al desfile de Halloween en Georgetown —intervino Tom.
—Me parece una gran idea —dijo el superintendente—. Que se entretenga un rato. Démosle tiempo para que ocupe su mente en otras cosas.
* * *
Al día siguiente, jueves 31 de octubre, Yurchenko fue a Georgetown. Ni Tom Redford ni yo lo acompañamos porque después de la cena con el director de la CIA William Casey se había ordenado que al coronel lo escoltara un solo agente cuando visitase la ciudad.
En el viaje de ida por la interestatal 95, el coronel y su acompañante se detuvieron en unos grandes almacenes en Manassas. Yurchenko estuvo curioseando durante unos minutos en la tienda de ropa Hacht’s e incluso se probó unos pantalones, pero decidió no comprarlos.
El viernes 1 de noviembre llegué a Fredericksburg pasadas las diez de la mañana. Ese día no habría interrogatorio, pero durante aquellas semanas yo seguía pasándome a ver al coronel para charlar un rato en ruso con él. Sentía un poco de lástima por aquel hombre, y había notado que mi presencia y la de mi colega Tom Redford eran las únicas que parecían animarlo. Nada más llegar a la casa ese viernes Yurchenko se dirigió a mí:
—Oiga —me dijo—, ¿han encontrado ya alguna prueba para acusar de espionaje a Mr. Long, el exagente de la NSA?
—No lo sé coronel —respondí—. En realidad esa investigación la lleva la NSA. Nosotros solo estamos echando una mano.
Yurchenko quedó decepcionado con mi respuesta.
—Ya —suspiró—. Supongo que no será fácil.
Traté de convencerlo de que la NSA haría su trabajo e identificaría a Mr. Long sin necesidad de que él tuviese que testificar en un tribunal. Yurchenko me dedicó la mejor de sus sonrisas y me dio la mano con afecto cuando subí al coche para marcharme a casa. Aquel día salí de Fredericksburg con la sensación de que el coronel no se encontraba bien.
Una vez más, mi intuición me engañaba, chico. En realidad Yurchenko se sentía mejor que nunca.
* * *
El teléfono de mi casa sonó a las siete de la tarde. Yo estaba viendo en la tele un resumen de las finales de la NBA de la temporada anterior entre los Lakers y los Celtics. La voz de mi compañero Tom Redford sonó angustiada al otro lado:
—Dave, el coronel ha desaparecido.
Creí haber entendido mal y quité el volumen del televisor.
—¿Cómo has dicho?
—El coronel Yurchenko —repitió Tom—. Ha desaparecido. No sabemos dónde está.
—¿Desde dónde me llamas?
—Estoy en Fredericksburg.
Me vestí y conduje a toda velocidad hacia la casa de Yurchenko. Allí dentro había unos diez agentes de la CIA deambulando de aquí para allá. Cuando entré, Tom estaba hablando por teléfono. Colgó al verme.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
—Ven conmigo. Te lo contará el agente de la CIA que escoltaba a Yurchenko.
Fuimos juntos a la cocina, donde estaba el responsable del caso Martin Simpson hablando con un colega suyo. Era un chico jovencísimo, no llegaría a los treinta años. Tenía el cuello largo y ojos saltones como los de una salamandra. Martin nos vio y se dirigió al agente:
—Cuenta a estos caballeros del FBI lo sucedido —ordenó.
El agente nos miró con cara de no haber roto un plato en su vida y empezó a hablar:
—Yurchenko quería ir a Georgetown a ver una película en ruso, así que fui con él al cine. Pero una vez allí cambio de idea y dijo que quería ir a cenar a un restaurante francés. El más cercano era el Au Pied de Cochon, en la avenida de Wisconsin, así que fuimos para allá. Leímos la carta y pedimos la cena. Antes de que llegase, Yurchenko me preguntó qué haría yo si él se levantaba y salía por la puerta. Yo le respondí que no entendía la pregunta. Entonces él dijo: «¿Me dispararía por la espalda?» Le respondí que por supuesto que no, la CIA no trata así a sus colaboradores. Entonces se levantó y me dijo textualmente: «Voy a dar una vuelta. Si en diez o quince minutos no he vuelto, no será culpa suya». Salió del restaurante y ya no volví a verlo.
—¿Y usted lo dejó irse? —preguntó Tom.
—Sí.
—¿No salió a buscarlo?
—No. Al cabo de diez minutos llamé a Martin Simpson. Martin me pidió que lo esperase un rato más y si no volvía volviese a llamar. Como no regresó, le llamé.
—Hemos sacado a más de cincuenta agentes a la calle a buscarlo —dijo Martin—. Pero hasta ahora no lo hemos encontrado.
—¿Qué piensa usted, Martin? —pregunté.
—No me gusta nada eso de «si no vuelvo no es culpa suya». Suena a anuncio de suicidio.
—¿Suicidio? —exclamó Tom—. Yurchenko no era un suicida. El psiquiatra dijo que…
—El muy idiota es capaz de suicidarse solo para fastidiarme a mí —se quejó Martin.
—¿Qué va a hacer ahora? —le pregunté.
—Voy al restaurante a unirme al equipo de búsqueda —respondió Simpson.
—Vamos con usted —dije.
Subimos Martin, Tom y yo en mi coche y fuimos hasta el Au Pied de Cochon. Era un restaurante de los que abren veinticuatro horas, con la cocina siempre en funcionamiento. Tenía dos filas de mesas alineadas frente a una barra que recorría todo el local. Los manteles rojos que las cubrían daban al local la sensación de dos ríos de lava recién escupidos por el cráter de un volcán. Eran más de las nueve, y a esa hora del sábado estaba lleno de gente que más tarde iría al John F. Kennedy Center a ver algún espectáculo. Martin Simpson fue a hablar con los camareros. Tom y yo nos miramos incrédulos mientras encendíamos un cigarrillo.
El agente de la CIA vino a nuestro encuentro poco después.
—Quién sabe —dijo—. Quizá regrese más tarde y se ría de todos nosotros.
Al oír aquello sonreí de oreja a oreja.
—¿De qué se ríe, Miller? —me preguntó Martin.
—Dígame, ¿qué me da si le llevo ahora mismo a donde está Yurchenko?
—¿Está de broma?
—En absoluto —dije—. Tom y yo podemos hacerlo ahora mismo. Nosotros lo llevamos hasta él y usted lo lleva de vuelta a Fredericksburg.
Salimos a la calle y volvimos a subir al coche. Me puse al volante, con Tom a mi izquierda. El de la CIA iba detrás.
—¿Dónde vamos? —preguntó Martin.
—Tenga paciencia. No estamos lejos.
Conduje durante unos minutos. Mi compañero Tom sonreía, conocedor de lo que estaba por llegar. Pasamos por delante de la Casa Blanca y reduje la velocidad.
—No estoy para juegos, Miller —dijo Martin malhumorado.
—Aún no hemos llegado. Faltan unas pocas manzanas —repliqué.
Tom se lo estaba pasando en grande. Fui en dirección Norte y subí cuatro manzanas. Entonces detuve el coche, paré el motor y me volví para mirar a Martin.
—Ahí tiene a Yurchenko —dije—. Entre y sáquelo.
Martin miró por la ventanilla. Me había detenido justo delante de la embajada de la URSS.
Martin se quedó mirando unos segundos el edificio con gesto de repugnancia, el que solía tener la mayor parte del día. Después me miró y preguntó:
—¿Insinúa que lo ha raptado el KGB?
—No —respondí—. Ha venido él solito por su libre voluntad.
—No sea ridículo. Si Yurchenko regresase a la URSS lo fusilarían en el acto.
* * *
La CIA siguió buscando el domingo a Yurchenko por toda la ciudad. Se registraron hospitales, morgues, hoteles, pensiones, albergues y cualquier otro negocio en el que pudiese haberse escondido. Tom Redford y yo fuimos a ver al superintendente Deere a su casa para informarle de la desaparición del coronel.
—¿Y qué hará la CIA si lo encuentra? —preguntó Deere cuando hubimos terminado nuestro relato—. No podemos detenerlo. No ha cometido ningún delito.
—Bueno, a Yurchenko aún no se le ha concedido asilo político, así que creo que podríamos retenerlo por carecer de permiso de estancia —dijo Tom.
—En ese caso habría que repatriarlo a la URSS —intervine.
—Exacto —intervino el superintendente—. Además, Yurchenko no es un prisionero, y en los Estados Unidos un desertor puede circular libremente sin que por ello infrinja ninguna ley.
—¿Qué hacemos nosotros entonces? —pregunté.
—Por ahora poneos a las órdenes de la CIA —dijo Deere—. Quizá haya noticias pronto.
Las noticias llegaron a las tres de la tarde del lunes 4 de noviembre. Un funcionario de la embajada de la URSS convocó una rueda de prensa a las cinco y media de la tarde en el mismo edificio de la embajada. A esa hora, con la sala llena de periodistas, apareció el coronel del KGB Vitaly Yurchenko flanqueado por dos rusos.
Yurchenko habló en su macarrónico inglés, y de vez en cuando cambió al ruso. Dijo a todos que la CIA lo había secuestrado en Italia y lo había conducido contra su voluntad a los Estados Unidos. Afirmó que aquí había estado drogado durante buena parte del tiempo y que la CIA lo había torturado física y mentalmente. Añadió que había conseguido escapar en un descuido de sus captores.
El coronel dijo también que la CIA le había ofrecido un millón de dólares y un sueldo anual de sesenta y dos mil quinientos dólares por trabajar para ellos, pero que él lo había rechazado. Siempre había sido fiel a la URSS.
Cuando escuché lo del dinero imaginé que a la CIA se le venía el mundo encima. De un solo golpe, el coronel Yurchenko había aumentado el precio de todos sus espías soviéticos. Ahora pedirían las mismas condiciones por su colaboración, un trato económico a la altura del ofrecido a Yurchenko.
Después del coronel, tomaron la palabra los otros dos soviéticos para acusar a la CIA de tortura y lanzar las típicas proclamas antiamericanas. La rueda de prensa terminó con un Yurchenko sonriente posando para las cámaras de televisión haciendo el signo de la victoria.
Seguí la rueda de prensa en el edificio del FBI en Buzzard Point en compañía de Tom Redford. Mi colega estaba atónito. Yo no. Aún recordaba la historia del periodista Oleg Bitov que el coronel había contado días antes.
El caso es que el gobierno de los Estados Unidos no podía hacer nada para evitar que un ciudadano soviético regresase a su país por decisión propia. Y así, cuatro días después, el viernes 8 de noviembre a las cuatro y cuarto de la tarde, Vitaly Yurchenko regresó a Moscú en un jet de Aeroflot que despegó del aeropuerto internacional Dulles.
Tom y yo formamos parte del comité de escolta del grupo de diplomáticos soviéticos que acompañaron a la comitiva al aeropuerto. Dejamos a Yurchenko al pie de la escalerilla del avión y le vimos subir a la aeronave. Antes de entrar, el coronel se dio la vuelta y saludó a los reporteros. Me pareció que nos había mirado a Tom y a mí, dedicándonos un gesto final de simpatía. Aunque puede que me equivocase.
* * *
El caso Yurchenko no terminó ahí, chico. Hay más.
Durante los días siguientes, la CIA recurrió a distintas excusas y razones para explicar el regreso de Yurchenko a la URSS. La primera de todas tuvo que ver con su carácter taciturno, melancólico y con tendencias depresivas. Se filtró a la prensa el rechazo que sufrió Yurchenko por parte de su antigua amante, y la agencia utilizó aquella historia amorosa para explicar el repentino cambio de planes del coronel. Humillado y herido en su corazón, el hombre Yurchenko había decidido regresar a casa con su familia.
La segunda historia fue aún más divertida. Ignoro quién la inventó, pero el propio presidente Reagan se hizo eco de ella. Por lo visto, las confesiones que Yurchenko había hecho a la CIA no habían sido nada extraordinario ni revelador, y en realidad el coronel habría sido un «topo», un falso desertor enviado por el KGB para engañar a los Estados Unidos.
Yo asistí a todo aquello con un sentimiento de incredulidad y desconcierto. Al parecer, a nadie se le había ocurrido pensar que Yurchenko se había cansado del maltrato al que había sido sometido, y de las continuas mentiras y promesas falsas que la CIA le había hecho. Muy posiblemente, el coronel pensó que lo siguiente sería tener que testificar ante un juez estadounidense para acusar de espionaje a Mr. Long. Y aquello ya sería demasiado…
Aunque si pensó eso, Yurchenko se equivocó.
Casi dos semanas después de su regreso a la URSS, dos compañeros del FBI entraron en mi despacho. Llevaban un magnetófono a pilas que conectaron para que escuchase la cinta. Era una grabación de una conversación telefónica. Más o menos venía a ser algo así:
«—Hola… uhm… quería saber cómo debo hacer para… uhm… entrar en la embajada.
»—¿Para entrar en nuestra embajada? —preguntó una voz con acento soviético.
»—Sí, sí, claro… en su embajada. En la… uhm… embajada de la URSS.
»—Pues venga a la puerta y pase.
»—¿Está el paso libre?
»—Claro. No hay otra entrada.
»—Gracias… adiós.»
El agente pulsó el botón «stop». La cinta era la grabación del teléfono de la centralita de la embajada soviética y tenía fecha del 14 de enero de 1980. Habíamos tardado varios días, pero por fin teníamos esos pocos segundos de grabación.
Hice dos copias de la cinta y subí a ver al agente de enlace con la NSA. Oímos juntos la grabación un par de veces.
—No creo que os sirva de mucho para acusar a nadie —dije cuando terminó de reproducirse en el aparato—. Podría ser mi abuelo.
—Soy optimista —repuso mi colega.
Dos días después, el sábado 23 de noviembre a las once de la noche, el superintendente Deere me llamó por teléfono a casa para pedirme que acudiese a su oficina. Era muy urgente. Cuando llegué vi a Deere en compañía de dos hombres. Iban todos en ropa de sport, sin chaqueta ni corbata. Uno se identificó como empleado de la NSA, el otro era nuestro agente de enlace.
—Dave —dijo el superintendente—, la NSA ha identificado a un sospechoso.
—¿Muy sospechoso? —pregunté.
—Estamos seguros de que él es Mr. Long —respondió el de la NSA—. Se llama Ronald Pelton, fue agente nuestro hasta hace seis años, cuando dimitió. Está ahogado por las deudas y creemos que la mayor parte de ellas son consecuencia de su ludopatía.
—Queremos ir a verlo mañana mismo —añadió el superintendente—. Lo harás tú, Dave. Te acompañarán nuestro agente de enlace y este miembro de la NSA.
Al día siguiente, domingo, fuimos los tres en mi coche al domicilio de Ronald Pelton, en Betsville, Maryland.
Lo encontramos viendo la tele en calzoncillos con una lata de Budweiser en la mano. Era un hombre de unos cuarenta años, un poco rechoncho, con un pelo color rojo que ya raleaba y un bigote mal cuidado. Reconocí al instante aquel rostro: era el de la fotografía que había identificado Vitaly Yurchenko.
Cuando vio las placas del FBI, Pelton se puso a sudar y tartamudear. El tipo tenía escrita en la frente la palabra «culpable». Tratando sin éxito de aparentar normalidad, nos invitó a pasar, como si recibir en domingo la visita de unos federales fuese algo habitual.
Una vez dentro le expuse sin ambages nuestras sospechas. Le mostré una fotografía de Yurchenko señalando que sabíamos que él había estado en contacto con ese hombre y que teníamos un testigo que lo situaba en la embajada soviética. El empleado de la NSA le mostró unos papeles del proyecto que había vendido al KGB y que llevaban la firma de Pelton. Al principio el sospechoso negó los hechos de manera endeble. Entonces le puse la cinta con su conversación telefónica.
—Señor Pelton —dije al fin—. Tiene derecho a llamar a un abogado, aunque si decide recorrer el camino legal seguramente no le va a gustar lo que encuentre al final.
—Quiero…, quiero un trato —dijo Pelton—. Si coopero, ¿tendré un trato?
—Tendrá dos agentes especiales del FBI testificando que cooperó con el gobierno.
Nos llevamos a Pelton. Esa misma noche confesó.
El coronel Yurchenko, el hombre al que algunos en la CIA acusaban de ser un agente doble del KGB, había vuelto a dar en el clavo.
* * *
Mi última intervención en el caso Yurchenko tuvo lugar en Toronto, Canadá. El servicio secreto canadiense se puso en contacto con el FBI para hacer una verificación.
El día después de la esperpéntica rueda de prensa de Yurchenko en la embajada soviética en la que acusó a la CIA de haberle secuestrado, murió en Toronto una mujer soviética de cuarenta y ocho años. La mujer se había precipitado desde el piso veintisiete de un edificio de más de treinta plantas en una urbanización llamada White Lane. La policía había determinado que la mujer se había suicidado, pero el servicio secreto canadiense recelaba de la coincidencia de aquel hecho con la visita que unas semanas antes había hecho Yurchenko a su amante. ¿No sería aquélla la misma mujer?
Yo pensaba que el agente canadiense que nos había acompañado a Yurchenko y a mí hasta el piso de Montreal también había visto a la amante del coronel, pero según parece tal agente no era capaz de recordar su rostro.
Volé a Toronto y me dirigí a la morgue donde tenían el cadáver. Cuando destaparon su rostro, muy deteriorado por las heridas, vi una mujer rubia que no tenía nada que ver con la amante de Yurchenko. Definitivamente, no era ella.
* * *
Y así terminó el caso Yurchenko, chico. Ésos fueron los hechos, los personajes, la trama. ¿Y sabes qué? A día de hoy las razones de la deserción y el posterior regreso del coronel son un misterio para muchos, pero no para mí.
Durante varios meses se especuló con numerosas posibilidades, como por ejemplo que Edward Lee Howard fuese inocente de espionaje y en realidad Yurchenko no hubiese culpado a nadie del arresto del espía soviético Adolf Tolkachev. Esta ridícula teoría ha saltado por los aires con la reciente aparición de Howard en la URSS y el asilo político que el gobierno soviético le ha concedido.
Jamás cesarán tales invenciones, pues en el fondo ¿sabes una cosa? Da igual que en un misterio como éste encajen nueve de las diez piezas. Los necios siempre se aferrarán a la décima para poner en cuestión toda la historia.
Y la historia solo es una, chico, y admite una sola versión.