LOS condicionamientos históricos, sociales, económicos, religiosos y estéticos en los que la Inglaterra de Shakespeare se vio inmersa, en pleno desarrollo de lo que llamamos Renacimiento y a caballo entre los reinados de Isabel I y Jacobo I, configuran un fascinante crisol de índole cultural cuya manifestación más significativa desde una perspectiva artística es sin duda las representaciones dramáticas de la época: junto al autor que nos ocupa surgen nombres tan relevantes como los de Christopher Marlowe, Ben Jonson y John Webster, entre otros. Tan distinto de gran parte del teatro de nuestros días, el drama «isabelino» y «jacobino» —etiquetas políticas que en última instancia poco o nada tienen que ver con lo literario— constituye un ejemplo ilustre de cómo el arte puede llegar a deleitar e interesar a (casi) todos los ámbitos de la sociedad.
Heredero de las manifestaciones populares del teatro medieval, las plazas de las ciudades y los patios de las posadas dejan paso a las primeras construcciones de madera, en forma circular, donde tendrán lugar las representaciones de las compañías, cuya subsistencia dependerá finalmente de los aristocráticos mecenas preocupados por este hecho cultural y que convierten a los actores trashumantes en sirvientes estables de la nobleza.
El respaldo literario fundamental para que culmine esta eclosión dramática viene de la mano de los denominados «Ingenios Universitarios» («University Wits»), jóvenes provenientes de los dos centros ingleses de enseñanza superior, Oxford y Cambridge. Estos desocupados que la crisis económica de la época generó combaten con su talento artístico el fantasma de la ociosidad. Junto a los temas y tratamientos cultistas inherentes a su sólida educación latina, los «University Wits» son deudores de una vena popular que les hizo ser apreciados por toda la escala social del periodo que nos ocupa. Entre estos dramaturgos se cuentan nombres tan ilustres como los del propio Marlowe, John Lyly, Robert Greene, George Peele y Thomas Kyd, quienes pavimentarán el camino para que aparezca William Shakespeare, ese conocedor de «poco latín y menos griego» (según Ben Jonson) que —valga la paradoja—, pese a su comparativamente escasa educación, acabaría superando a todos ellos en los gustos del público, convirtiéndose en el autor más canónico de la historia universal.
Hacia 1576 aparece en Londres el primer teatro, llamado con tanta sencillez como escasa originalidad «The Theatre», amparado por James Burbage, fundador de los «Lord Chamberlain s Men» (literalmente, «los Hombres del Gran Chambelán», compañía en la que se integraría posteriormente Shakespeare) y padre de Richard Burbage, el gran actor de la mayoría de las obras del «Cisne del Avon». A este edificio le seguirán, entre otros, «The Rose» (1587), «The Curtain» y «The Swan» (ambos en 1594).
De las tablas de madera del «Theatre», desmontadas y conducidas a un nuevo emplazamiento, surgiría más tarde «The Globe» —felizmente recuperado para la industria shakespeariana en nuestros días—, el mítico teatro donde los «Lord Chamberlains Men» (más tarde los «King′s Men», con el acceso al trono de Jacobo I, mayor promotor de las representaciones dramáticas que su antecesora, la llamada «Reina Virgen»), pondrían en escena las obras más inmortales de William Shakespeare y otros dramaturgos coetáneos. Debido a la presión que siempre ejercen los defensores del «orden y las buenas costumbres», estos teatros estaban localizados en la parte de más dudosa reputación de la ciudad, próximos a los burdeles y ventas de la orilla izquierda del Támesis. Londres era entonces, como hoy, una ciudad multicultural… y peligrosa: en ella proliferaban criminales y picaros de muy diversa calaña.
Frente al teatro cortesano, que discurría paralelo al popular, los primeros dramas de Shakespeare y otros contemporáneos suyos contaban, comparativamente, con escasos artificios escenográficos. Las vestimentas de los actores no carecían de suntuosidad, y la pretensión de realismo adquiría unos tintes significativos en escenas de batallas, donde incluso podían aparecer caballos en el escenario. Los efectos acústicos y pirotécnicos eran también relevantes. Era un teatro basado fundamentalmente en el lenguaje, con el «verso blanco» (pentámetro yámbico), patrón introducido en la literatura inglesa por el conde de Surrey, como su mayor exponente rítmico y métrico. Los actores tenían que gritar más que la ruidosa y variopinta audiencia —extraída de todos los estamentos sociales—, que expresaba su parecer y sus reacciones a medida que se desarrollaba la obra. Era incluso factible que los personajes más adinerados y de mayor prestigio social entre el público ocuparan un sitio en el mismo escenario, desde donde se les permitía hacer comentarios al desarrollo de la obra. Sin decorados y con ricas, pero simples vestimentas, el éxito de la representación requería la participación entusiasta de los espectadores, la acción de la música y la danza, y diversos efectos escénicos. Era un teatro sin telón, donde los actores tenían que demostrar su talento y versatilidad, improvisando en no pocas ocasiones fragmentos de la obra, memorizada en breves jornadas.
Los papeles femeninos eran interpretados por jóvenes aprendices: la presencia de la mujer en el escenario estaba prohibida por razones morales. Esta es acaso una de las razones —no la única— por las cuales abunda el cambio de sexo y la ambigua androginia en muchas de las obras.
La acción escénica, que comenzaba hacia las dos o las tres de la tarde —dependiendo de si era invierno o verano— transcurría ininterrumpida, aunque amenizada en ocasiones por interludios, entremeses y danzas. Las unidades de lugar, tiempo y acción que los comentaristas de Aristóteles —y no el propio autor griego— habían fijado como ineludibles para el «decoro poético» son aquí contempladas de soslayo, sin prestarles gran atención. Debido al público limitado de la pujante —aunque todavía no demasiado poblada— capital de Inglaterra, las obras duraban «en cartel», con suerte, unos diez días, a excepción de éxitos más perdurables, como The Spanish Tragedy, de Thomas Kyd, o el propio Hamlet de Shakespeare. Estas condiciones exigían una producción prolífica a los dramaturgos, si querían obtener beneficios económicos suficientes con el ejercicio de la literatura.
A grandes rasgos, los ilustres autores clásicos que marcaron el devenir de la escena en la Inglaterra de Shakespeare fueron principalmente Séneca, en el ámbito de la tragedia, y Plauto y Terencio para la comedia. A las enfervorecidas y patrióticas masas de la época les fue —como a la nuestra— muy consustancial la representación sin tapujos de la violencia. De ahí que la adaptación anacrónica e italianizante de las obras de Lucio Anneo Séneca constituyera el mayor modelo a seguir. Tragedias donde se manifiesta con toda crudeza el horror y la truculencia del mal: Shakespeare, como sus contemporáneos, participaría de esta tendencia en obras primerizas como Tito Andrónico, para pasar luego a la ambivalente sutileza de sus mejores exponentes en este terreno, con personajes maquiavélicos que ejercen el mal desde la más insondable ambigüedad, como Yago, Shylock o Ricardo III, entre otros. Las comedias de los isabelinos siempre preservaron, por otra parte, el elemento lúdico y desenfadado de las obras de Plauto y la afable profundidad psicológica de Publio Terencio Afer, junto con otros rasgos innovadores.
Los grandes enemigos de la escena de esta época —aparte de las disputas internas entre las compañías y entre los teatros públicos y privados, que trajeron como consecuencia la denominada «Guerra de los Teatros»— pusieron punto final a una de las trayectorias más gloriosas del arte de Talía en toda la historia de la literatura universal, sólo parangonada por el Siglo de Oro español. Estas fuerzas antagónicas venían representadas por los censores puritanos y la peste, durante cuyas epidemias los establecimientos públicos permanecían cerrados. Los extremistas puritanos conseguirían, tras no pocos debates y diatribas, acabar con las representaciones en 1642, al albor de la Guerra Civil que dividiría a Inglaterra entre los partidarios de Oliver Cromwell y los del malhadado Carlos I, el primer rey en la historia moderna del mundo occidental al que decapitaron. Pero ya para entonces el teatro estaba herido de muerte por la falta de inventiva y los convencionalismos llevados al extremo por los mediocres epígonos e imitadores de los mejores dramaturgos de la época de Shakespeare. Quedaría, no obstante, según el maestro expresó en Como gustéis, la gran verdad de que «Todo el mundo es un escenario»… y los seres humanos meros actores sobre él. El veneno del teatro subsistiría bajo nuevas formas.
William Shakespeare o el arte de la comedia
La tradición literaria y las teorías sobre los géneros nos han hecho ser más respetuosos con la tragedia que con la comedia. El peso específico del teatro occidental se ha venido cimentando en los catárticos ejemplos de Edipo, Orestes, Segismundo, Hamlet o Lear, entre otros. Esta situación, nos tememos, tiene mucho que ver con la primacía que los críticos de antaño, ya desde los lejanos tiempos del clasicismo tardío, dieron a la faceta pedagógica e ilustrativa sobre la lúdica, haciendo una lectura un tanto sesgada de Aristóteles y Horacio. De la máxima horaciana del «enseñar deleitando» —donde ambos factores se complementaban de manera armoniosa— pasamos al dominio ideológico, no exento de censura, de la enseñanza moral. Un magistral ejemplo literario de lo que decimos viene propiciado por El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco, donde se manifiesta la confrontación entre lo trágico y lo cómico, debate que se dilucida a favor del primer término, y de ahí la desaparición de la mítica continuación del libro de la Poética de Aristóteles, aquella parte que, al parecer, teorizaba acerca de las distintas clases de comedia. La risa puede ser peligrosa; aún más, la risa puede tornarse un elemento subversivo.
Gran parte de culpa de la aversión que los puritanos contemporáneos de Shakespeare sintieron hacia el teatro isabelino y jacobino proviene precisamente del aspecto de rebeldía que lleva consigo la comedia. El apego a la moral y las «buenas costumbres» exigían del dramaturgo la adscripción a unas normas estrictas. William Shakespeare, como muchos de los escritores coetáneos, explotan por igual la creatividad inherente a ambos géneros, el trágico y el cómico. Un motivo del asombro que nos produce la obra del «Cisne del Avón» es que dentro de sus límites se encuentren piezas tan aparentemente contrapuestas como Las alegres comadres de Windsor y El rey Lear. Pero, en efecto, se trata de una paradoja y no de una contradicción. La versatilidad del dramaturgo lo capacita para acometer la tarea de exaltar lo humano en todas sus facetas. «Humano soy, y nada humano considero ajeno a mí», escribiría con palabras inmortales Publio Terencio, el gran comediógrafo latino. Shakespeare sigue esta máxima hasta las últimas consecuencias, y de ahí surge su omnímoda universalidad. Poco importa que sean mucho más comentados desde una perspectiva crítica y académica sus textos trágicos y los montajes dramáticos basados en ellos. Cada vez que contemplamos la magia de piezas como El sueño de una noche de verano, en cada ocasión en la que el telón se alza para hacernos cómplices de un fragmento de vibrante fantasía hecha humanísimo teatro, todos partidpamos un tanto de la imperecedera esencia shakespeariana (al menos, según el autor señala en su «Soneto XVIII», «mientras que los hombres puedan respirar o los ojos mirar»).
Tal y como postula el gran polígrafo argentino Jorge Luis Borges, todo aquel que lee —o ve— una obra de Shakespeare es, de alguna manera, el propio Shakespeare. El Bardo, al igual que Cervantes, forma una parte intrínseca de esa cultura tan genuina que no puede someterse a las categorías constrictivas de raza, credo político o religioso, las veleidades del gusto o las apropiaciones nacionalistas. Shakespeare es de todos y pertenece a todos. Los seres humanos seguiremos interpretando sus obras, y cada espectador o lector lo hará de una manera distinta, no importa en última instancia qué leyes proclamemos los críticos literarios. Los anaqueles se llenarán de nuevos volúmenes y novedosas tesis, y es lícito que así sea, porque, con todo lo que se ha dicho, queda mucho por explicar y expresar. Pero no debemos caer en el craso error de limitar a Shakespeare al ámbito de su vena trágica, por mucho que ésta alcance el calificativo de grandiosa, ya que la coherencia estructural de su obra implica un mismo punto de partida estético, y éste no es ni más ni menos que el de entretener y divertir a su público, por más que de esta finalidad se deriven otras muchas. Un propósito, amigo lector, que seguramente compartirás cuando, en compañía de tu imaginación, te dispongas a adentrarte en los prodigiosos vericuetos de las páginas que siguen, ejemplos señeros de la sabia combinación de técnica dramática y estrategia verbal que constituyen dos obras como El sueño de una noche de verano y Las alegres comadres de Windsor, comedias pergeñadas al parecer con la intención de acompañar eventos lúdicos como una boda y la celebración festiva de una Orden de Caballería. Obras que, a pesar del tiempo transcurrido desde la lejana fecha de su composición, nos siguen haciendo reír y nos hacen pasar un buen rato. Que no es poco.
El sueño de una noche de verano
Es muy probable que, de acuerdo con los especialistas, esta comedia fuera escrita entre 1594 y 1596. Se trata, pues, de una de las obras incluidas en la primera etapa creativa de Shakespeare. Como ya hemos apuntado, posiblemente fuera redactada para servir de divertimento en el marco de las nupcias de personajes nobiliarios de la Corte de Isabel I (de quiénes se tratara en concreto sigue siendo un aspecto controvertido y, en realidad, poco importa). Esta intención parece acompasarse a uno de los temas principales de la obra: el amor que se consuma en el matrimonio. El dramaturgo ha utilizado aquí una ingente cantidad de fuentes, magistralmente manipuladas y transformadas de acuerdo con su propósito estético, como es costumbre en él, y que van desde las Metamorfosis de Ovidio, pasando por «El cuento del Caballero» de los Cuentos de Canterbury de Chaucer o la Diana de Jorge de Montemayor, y desembocando en los ritos de la fertilidad y el folclor de Gales. Produce admiración la manera en la que Shakespeare moldea y amalgama tan heterogéneas influencias en un texto que presenta tres niveles de acción dramática que se entremezclan: por una parte, tenemos el ámbito de la Corte ateniense, lugar en el que gobierna el hábil Teseo, quien, como sería conocido pormuchos de los espectadores de la época isabelina, es según la mitología clásica el vencedor de Hipólita, la orgullosa reina de las Amazonas, prototipo de fiereza y ánimo belicoso, la cual, tras ser derrotada,*es aceptada por Teseo como su prometida. Otros cortesanos se nos muestran en escena: Egeo y su hija Hermia, Elena, Lisandro y Demetrio. Otro foco de atención se centra en el confín opuesto de la pirámide social, donde se ubican Bottom y los demás representantes de los gremios de artesanos de una Atenas imposible que se asemeja demasiado a Londres. Su habla popular, sus hábitos y costumbres, delatan este origen. Por último tenemos la esfera de lo mágico, del mundo de las hadas, el marco de referencia de Oberón y Titania, Puck y los demás duendes y elementos fantásticos.
Al igual que la corte ateniense, el mundo de las hadas se halla jerarquizado por completo, y de ahí que surja el paralelismo entre sus reyes y los gobernantes de Atenas, Teseo e Hipólita. También existe una relación entre los artesanos y Puck, y los demás sirvientes de Oberón y Titania. Esta estratificación social es, a su vez, un fiel reflejo de cómo se estructura la Inglaterra isabelina desde dicha perspectiva. Sin embargo, la situación entre las dos parejas al principio de la obra presenta connotaciones diferentes que conviene tener en cuenta, aunque ambas parten de un elemento de discordia: si Teseo ha conseguido apaciguar los ánimos guerreros de Hipólita y la ha «domesticado» por medio del amor, Oberón y Titania se encuentran enfrentados por una nimiedad: la propiedad de un joven sirviente de la India. Los reyes de las hadas representan las vicisitudes del amor en la edad madura, con sus pequeñas miserias y sus conflictos, frutos de la rutina y la incomunicación. Lo que ocurre es que la consecuencia de que ellos peleen es fatídica para el orden natural, ya que supone el caos. De ahí las apocalípticas descripciones de catástrofes naturales a lo largo de la obra. Una vez más, Shakespeare parte del caos para lograr recomponer un orden nuevo, como el gran crítico español Manuel Ángel Conejero ha señalado (1975). Cuando las personificaciones de la esfera natural chocan entre sí, el resto del mundo tiembla.
El conflicto, claro está, surge de una cuestión de poder. Y este poder no es únicamente político: también abarca las fronteras de los sexos en una batalla ancestral en la que todo parece valer. Incluso el engaño, una de cuyas formas más explícitas en la obra viene constituida por el líquido que Puck vierte en los ojos de algunos personajes para hacerles cambiar su percepción de la realidad. El orgullo de Oberón se ve desafiado por la transgresión de Titania, y lo que está en juego es la primacía en el ámbito de la pareja. ¡Cuánto se asemejan a esos dos eternos antagonistas de la mitología grecolatina, Júpiter y Juno, padres del Olimpo, en sus interminables disputas! Serán en última instancia los designios patriarcales los que imperen: la divertida humillación que padece Titania al enamorarse de Bottom, investido de su cabeza de asno, se complementa con la más dramática derrota de la antaño indómita Hipólita a manos del astuto Teseo. El Renacimiento es —sigue siendo— un mundo de hombres.
Y sin embargo, la situación de los personajes femeninos en la obra merece mayor atención, pues corremos el riesgo de relativizar en exceso las conquistas que la mujer va consiguiendo paulatinamente en un entorno hostil y en el devenir de la historia. Aquí, cuanto menos, observamos el papel transgresor que asumen de diversa maneratanto Hipólita y Titania como Hermia y Elena. Verdad es que las dos primeras han sido derrotadas y hasta cierto punto reprimidas. Pero no es menos evidente que las segundas se oponen frontalmente a las normas masculinas para terminar subvertiéndolas, aunque sea con la ayuda de las dionisíacas circunstancias y el encantamiento de una noche de magia. Hermia desafía la autoridad de su progenitor, Teseo, por el amor de Lisandro. El lector debe prestar atención al hecho de que esta obra posee en sus comienzos toda la tensión de una posible tragedia, como tantas cuyo tema se centra en la decisión irrevocable y apasionada del derecho de contraer matrimonio con aquella persona a quien se ama (Romeo y Julieta no es sino uno de los múltiples ejemplos, como lo será posteriormente El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín, ésta en clave más liviana). Obsérvese la rigidez con la que Egeo señala que su hija, o bien se desposa con Demetrio, o bien la única retribución posible será la muerte. Teseo, conocedor del cálido temperamento de la temprana juventud y experto legislador, amortigua la dicotómica elección mediante otra posibilidad: la de verse confinada en los fríos muros de un convento en la flor de la edad. Casarse con alguien a quien no se ama, el beaterio o la muerte. No es una coyuntura sencilla. La transgresión de Hermia llega mucho más allá: resuelve escaparse con su amado Lisandro, huyendo al bosque mágico y lunar donde todo es posible. La decisión no está exenta de valentía, pues es mucho lo que puede perder si es capturada.
Elena es otro ejemplo ilustrativo de mujer arriesgada, acaso de un modo más sutil. Su pasión por Demetrio la conduce a los límites de lo que la sociedad y el pudorpermiten, tal y como sancionan las leyes de los hombres. Persiguiendo a su adorado en una escena magistral desde el punto de vista cómico, Elena se pone en evidencia. Pero también demuestra su aquiescencia y su inquebrantable disposición al correr en pos de aquel a quien ha elegido. Su determinación se ve recompensada al conseguir, aunque sea por medios ajenos a su voluntad, el amor de Demetrio. El planteamiento de El sueño de una noche de verano es, así, tan profundo como lo pueda ser el de muchas de las tragedias de Shakespeare.
Lisandro y Demetrio merecen asimismo nuestro comentario con relación a la guerra de los sexos que se plantea en escena. Es curioso que estos personajes masculinos manifiestan en su lenguaje y en sus hábitos una mayor superficialidad que sus contrapuntos femeninos. En efecto, la faceta cómica de Lisandro viene expresada por su papel de amante petrarquista convencional, artífice de una retórica elevada y en ocasiones vacua. Su discurso se compone de florilegios y requiebros gastados por el excesivo uso. Sobrepasa con facilidad la hipérbole, aunque sin duda sus palabras evidencian el hálito de la belleza. Su apasionado proceder requiere que tenga que someterse al cambio de percepción producido por el encantamiento, como le sucede al resto de sus jóvenes acompañantes en el bosque.
Demetrio es, por su parte, un personaje ofuscado, y su castigo último consiste en mantener para siempre dicha ofuscación. La obra tematiza el relativismo, y este ateniense es su mayor exponente. Da la impresión que su precipitado amor por Hermia es producto de su veleidoso proceder (acusación que, recordemos, era prototípico en la época hacer a la mujer). El mundo de El sueño es un ámbito en el que todo está sometido a la transformación, a la metamorfosis. Aquí también, como en el aforismo heracliteano, «todo fluye». Demetrio se ve «condenado» a retornar el objeto de su amor a su receptora original, Elena, a la que había prometido matrimonio. El hechizo de Oberón, el gran maestro de ceremonias —junto con Teseo— de la obra, velará su percepción para conseguir el final feliz que requiere el desenlace de la comedia. También los hombres han de someterse a las leyes que dictan los patriarcas.
Los principales símbolos de la obra, por su parte, se hallan regidos por la alternancia entre la apariencia y la realidad que articula toda la trama. Las menciones de los ojos y las metáforas alusivas a la visión son recurrentes, y se manifiestan en una vertiente irónica, ya que la percepción es un concepto relativo, cambiante. Las convicciones más acendradas de los personajes se ven puestas en entredicho por las juguetonas equivocaciones de Puck y por las invisibles influencias del mundo de lo mágico. No merece la pena tomarse la vida demasiado en serio, si la trascendencia que damos a los hechos humanos a veces cae cual castillo de naipes ante las consecuencias dionisíacas y lúdicas de un gramo de locura. La luna será, así, uno de los elementos simbólicos más importantes de la obra. En realidad es un factor omnipresente a lo largo de la representación escénica, y el lector la recuerda gracias a la repetición de la palabra por parte de los personajes. La luna y el bosque forman una unidad inseparable, testigos inexorables de los avatares de la acción. Si bien el marco geográfico de la obra es Atenas, el espectador de la época podía reconocer sin esfuerzo la mezcla que aquí hace Shakespeare del bosque mediterráneo con la del telúricobosque druídico, pleno de referencias célticas y entorno del duende Puck o Robín-buen-chico, travieso personaje del folclor gales. Los recursos del dramaturgo son tan prodigiosos que la trama no se resiente en ningún momento de la cohabitación armoniosa de elementos tan aparentemente heterogéneos: tan perfecta es la articulación del crisol de elementos que componen la estructura de la obra. En definitiva, queda en posición un tanto desairada la frialdad de lo germánico, subvertida por la función azarosa e inesperada de la unión simbólica de lo mediterráneo y lo céltico.
El sol y el día, representados por el racionalismo de la Corte ateniense —no exento de graves fisuras de autoridad, como podíamos observar—, tienen sus complementarios en la inmanencia de la luna y la noche, símbolos aquí de lo femenino, de la alteridad, de lo desconocido, de la ruptura de las reglas encorsetadas de las leyes humanas. En el entorno mágico de la noche de San Juan —también con connotaciones de brujas y hechizos en nuestra cultura del sur de Europa— todo puede acontecer. Incluso se rompen los límites establecidos del espacio y el tiempo, esas falaces convenciones humanas. Los personajes no tienen una noción clara de la temporalidad de los sucesos que les han acontecido, al igual que han perdido la certidumbre del recuerdo. Todo queda inscrito en los nebulosos confines del sueño, un marco referencial que —como vendría a demostrar después la psicología moderna— no se somete a las leyes de la vigilia. De ahí la permanente oscilación entre lo aparente y lo «real» y los trastornos visuales que sufren estos personajes.
Resta dedicarle algunas reflexiones al acto V, donde se encuadra uno de los momentos más celebrados de la dramaturgia shakespeariana: la representación dentro de la representación que supone el interludio o entremés de «Píramo y Tisbe», puesto en escena por los artesanos de Atenas. Es éste un recurso muy querido por el autor de Stratford —véase Hamlet— y que se adecúa perfectamente al espíritu de la obra: ¿qué es el teatro sino una forma de recordarnos que somos sueño? ¿Quiénes son los espectadores y quiénes los actores? ¿No somos actores en el gran teatro del mundo? La consigna del teatro del «Globo», donde Shakespeare presentó muchas de sus composiciones dramáticas, rezaba: Totus mundus agit histrionem, lema que el escritor trasladó a su «Todo el mundo es un escenario» (Comogustéis). Este teatro dentro del teatro, que nuestro Cervantes utilizara en su «Retablo de las maravillas», es uno de los juegos especulares más admirables que pueden utilizarse para concienciarnos como espectadores-actores de las nebulosas fronteras entre la apariencia y la realidad. En el Sueño Shakespeare llega todavía más lejos en su manipulación del recurso desde una perspectiva irónica: los nobles atenienses, como los lectores y el público de la obra, se convierten en espectadores. En el original inglés, la prosa de los personajes de clase baja (los artesanos) se torna verso burlesco y macarrónico, sublimado por la comicidad de Bottom y sus compañeros, mientras que los cortesanos atenienses hablan en prosa. Era convención de la época que sucediera exactamente al revés, ya que debía existir una relación entre clases sociales y tipos de discurso. El acto V sirve en último término para culminar la obra en un climax de diversión y humor muy propios de la celebración nupcial múltiple, al tiempo que se subrayan los valores de los esforzados artesanos como personajes cómicos, faceta yapuesta de manifiesto mediante las jocosas intervenciones de Bottom, el único personaje que acepta la realidad y la apariencia como la misma cosa, pareciéndole normal que le sirvan los duendes y que la orgullosa Titania se enamore de él, aun revestido con la cabeza de asno.
En fin, por el escrupuloso tejido de su trama, por la riqueza de sus símbolos, por la magia y versatilidad de su lenguaje, por la musicalidad de sus versos, por la sublimación de sus elementos de comedia, El sueño de una noche de verano es una de las obras inmortales de la historia de la humanidad, recordándonos, con las palabras de Próspero en otra magistral obra shakespeariana, La tempestad, que «estamos hechos del material con el que se fabrican los sueños».
Las alegres comadres de Windsor
Pocas obras en la historia del teatro universal presentan la comicidad y el desenfado de Las alegres comadres de Windsor. Esta pieza se significa dentro de la producción de las comedias de Shakespeare por acontecer en un lugar cercano a Londres, con evidentes connotaciones de familiaridad para los espectadores isabelinos. En efecto, al emplazar la acción en Windsor, todavía hoy en día una de las residencias de la realeza británica, el dramaturgo se aleja de los entornos mitológicos y de las evocadoras tierras de Italia y Grecia, entre otros lugares del sur de Europa. Según cuenta la leyenda, el propósito inmediato de la obra fue satisfacer el deseo de la reina Isabel I de asistir a una representación en la que Falstaff se enamorara. Nos dice Nicholas Rowe en su biografía de Shakespeare (1709), en palabras que traducimos:
[Isabel I] se quedó tan complacida con el admirable Personaje de Falstaff, en las dos partes de Enrique IV, que le instó [a Shakespeare] a darle continuación en una nueva obra, y mostrarlo enamorado. Se dice que ésta fue la ocasión para que escribiera Las alegres comadres de Windsor. De qué manera fue obedecida, la obra misma es una prueba admirable (citado en Oliver 1973: xlv).
El obeso y genial Falstaff había aparecido como personaje secundario en dos obras insertas en la categoría genérica que los críticos denominan «history plays» (obras históricas) del Cisne del Avon: Enrique IV(en sus dos partes) y Enrique V. No es extraño que la reina, al igual que sus subditos, se hubiera sentido fascinada y divertida por el personaje. Es fama que Shakespeare tardó catorce jornadas en completar el manuscrito, y que la obra se representó con ocasión de la fiesta de la Orden de la Jarretera, celebrada no en Windsor, sino en el Palacio de Whitehall, en Westminster, el día de San Jorge (23 de Abril) de 1597. En la celebración se elegían los caballeros de la Orden por un periodo de cuatro años, y previo al acontecimiento dichos caballeros tenían que permanecer durante un mes en la capilla del patrón de Inglaterra en Windsor, donde aguardaban con expectación la llegada de la solemnidad.
Si la reina quedó tan prendada por las virtudes cómicas de Falstaff que lo quiso ver enamorado, y si la obra sirvió también —según dice la crítica— para parodiar gentilmente en clave escénica a algunos personajes contemporáneos, poco importa, más allá del brillante fulgor de las leyendas literarias. También cabe contemplar con escepticismo las opiniones de los académicos que, basándose en la supuesta rapidez con la que Shakespeare compuso laobra, han argumentado injustamente acerca del descuido de su redacción. De la misma manera, dejemos en el ostracismo a los que han señalado la inferioridad de la prosa en la que está escrita, con la escasamente científica premisa de que el verso de otros dramas shakespearianos se impone al lenguaje de Las alegres comadres: el lirismo, la comicidad, la grandeza trágica… y otros muchos ingredientes, no son sino indicios del arte polifacético que Shakespeare fue capaz de desplegar, y en el uso de todos ellos destacó por igual. En todo caso, sí cabe prestar atención al hecho de que Las alegres comadres es una de las obras del dramaturgo de Stratford que más representa, sin ambages de ningún tipo, aspectos de la vida cotidiana en la Inglaterra isabelina, y que fue compuesta para una ocasión específica, fuera con presencia regia o no. En esta pieza nos es posible asomarnos a algunas de las costumbres de un lugar y unos tipos humanos que resultarían altamente reconocibles para los espectadores británicos, quienes se identificarían con las tareas de la caza y otras actividades propias de la época, desarrollada por los personajes.
Bien es cierto que el propósito que anida en las páginas de la obra es principalmente burlesco, pleno de versatilidad humorística. Si Falstaff se nos muestra enamorado, el público es consciente de que su amor no es verdadero, sino fingido para poder conseguir lo que realmente es su meta: el dinero que atesoran los maridos de las comadres, Ford y Page. De ahí que se invista de la máscara del pretendiente amoroso, un papel para el que no se halla evidentemente dotado a priori, con su ingente gordura a cuestas y su espíritu antirromántico. Falstaff se convierte en el foco principal de atención cómica, intensificando los rasgos que ya había cultivado Shakespeare en sus dramas históricos. No es aleatorio que el gordinflón se haya transformado, gracias también a la ópera de Verdi, en uno de los arquetipos de lo humorístico para el público de todas las épocas. Su ingenio verbal se une a las grotescas vicisitudes en las que se ve envuelto en sus afanes amatorios, viéndose obligado a introducirse en la apestosa canasta de ropa sucia y siendo posteriormente arrojado al río. Pero todavía llegará más lejos el dramaturgo, haciendo que Falstaff tenga que transvestirse con ropajes femeninos para poder escapar de los enredos urdidos por él mismo.
La obra es un prodigio lingüístico que, mucho nos tememos, pierde parte de su chispeante fuerza en traducción: pocas obras, se me ocurre, presentan tantas dificultades como ésta para ser vertidas a otra lengua. Las alegres comadres es un crisol vivaz de registros y acentos: desde la grandilocuencia retórica del propio Falstaff, pasando por los peculiares giros del gales Evans, los florilegios hiperbólicos y ornamentados del Posadero de la Liga, y culminando en los galicismos atropellados del Doctor Caius, al que el lector se debe imaginar hablando con exagerado y marcado acento francés, la obra aglutina todos los matices del lenguaje popular del inglés isabelino, dando lugar a una acendrada riqueza verbal.
Los tipos humanos que pueblan las callejuelas de Windsor son igualmente interesantes. A la trama amorosa falstaffiana, de ecos paródicos, se le superpone aquí el no menos rocambolesco cortejo de la bella Ana Page por parte de Slender, Caius y Fenton, que será quien en última instancia, y gracias a su astucia, conseguirá llevarse el gato al agua. George Page, padre de la joven, representará al despreocupado y sensato ciudadano cuyo único error es —una vez más nos topamos con este motivo— querer casar a su hija con alguien a quien no ama. Al igual que su esposa, y por idéntica causa, se verá finalmente burlado, aunque tal engaño no tenga ningún tipo de consecuencia desagradable en la feliz consumación de la trama.
El personaje de Ford es mucho más complejo: en él alienta la feroz víbora de los celos, como la que arrebatara a Ótelo. Sin embargo, nos hallamos en los límites de la comedia; si bien los sentimientos de Ford son genuinos y sufre por ellos, aquí el papel del insidioso Yago lo representa Falstaff, con lo cual no habrá pañuelo, ni estrangulamiento, ni una víctima como la triste Desdémona. En realidad, el maquiavelo de la obra es Ford en su disfraz de Brook, un recurso que no hará sino consumirlo más en su padecimiento y convertirlo en el hazmerreír de sus vecinos y amigos. Ese es, en definitiva, su castigo: haber sido ridiculizado sin necesidad, y por la desconfianza injustificada en su honesta esposa.
Uno de los personajes más atractivos de la obra es la Señora Aprisa, la celestinesca criada de Caius, capaz de urdir cualquier trama por unas monedas. Su capacidad de alcahueta no conoce más barreras que las impuestas por la bolsa de los que se valen de sus servicios. Sus enredos sirven como desencadenantes de la acción, y la picardía de su lenguaje constituye uno de los atractivos del devenir argumental. A este respecto cabe destacar la desternillante escena de la lección de latín (acto IV, i), con la ineptitud del supuesto maestro, Evans —que aún sabe menos que su discípulo, el pequeño Guillermo—, y los comentarios procaces y plenos de connotaciones sexuales de Aprisa. Shakespeare demuestra una gran agudeza de ingenio en éste y otros diálogos de la obra.
Pero en realidad los personajes sobre los que gira la acción dramática son la Señora Ford y la Señora Page, las cuales, en su afán por vengarse de Falstaff, quien se ha declarado por carta a ambas, generarán todos los enredos posibles. Son las dos comadres las que ponen el énfasis en la moraleja de la obra. Como acertadamente señala la Señora Ford: «Daremos una prueba en lo que vamos a hacer de que las esposas pueden ser alegres sin dejar de ser honradas. Las que a menudo chanceamos y nos reímos no pasamos todas de las palabras bulliciosas a las obras calladas» (acto IV, ii, pág. 197). En efecto, las dos mujeres consiguen su propósito de dar una lección a Falstaff, y hacerla extensible, en el caso de la Señora Ford, a su celoso y desconfiado marido.
Por otra parte, el acto V presenta cierta analogía con el entorno mágico sobre el que se sustenta El sueño de una noche de verano. Como en su obra anterior, Shakespeare sabe sacar partido de ancestrales rituales folclóricos. Aunque aquí los trasgos y duendes que atormentan a Falstaff son fingidos, participan del aliento encantador del mundo regido por Titania y Oberón. También en este acto de Las alegres comadres la luna es una presencia omnímoda. Algunos críticos han querido ver un guiño a la reina Isabel I, si es que además es cierto que asistió al estreno de la pieza, ya que no son pocos los autores de la época que identifican a la luna, ese emblema de inexorable castidad, con la llamada «Reina Virgen». El satélite forma, pues, parte intrínseca de estas representaciones, no sólo como elemento del decorado, sino casi con la significación simbólica de un personaje más de la comedia.
La luna dionisíaca preside el bosque, de nuevo el ámbito referencial de lo mágico. Será al amparo del roble encantado —el árbol druídico por antonomasia— donde Fenton encuentre a su amada Ana Page, tras burlar de forma taimada a los otros pretendientes, con la ayuda del Posadero. La cabeza de asno de Bottom se cambia por la cornamenta de ciervo de Falstaff, imagen sobre cuyo valor connotativo no hace falta incidir demasiado, y menos en una obra con el principal énfasis temático de la aparente infidelidad. Los ritos atávicos se complementan magníficamente con los musicales ecos de las canciones populares, las cuales contribuyen —como en El sueño— a la atmósfera de magia y hechizo.
Es en este marco donde el asustado Falstaff, desprovisto de toda su bravuconería, halla su justa retribución. Pero el desarrollo en forma de comedia no permite una culminación de lúgubres matices; por el contrario, el sentimiento de reconciliación impregna los diálogos finales, donde los Page tienen que aceptar de buen grado el matrimonio de Ana con Fenton, Ford se ve obligado a reconocer la honestidad de su esposa y Falstaff es invitado, junto con todos los demás personajes, a compartir el ambiente festivo en torno al fuego de la chimenea. En definitiva, la obra termina con ese espíritu de cordialidad que debería presidir las acciones humanas.