Gorgonas, Hidras y Quimeras —las terroríficas historias de Celen y las Arpías— pueden reproducirse a sí mismas dentro del cerebro de los supersticiosos… pero eso se debe a que ya estaban antes ahí. Son transcripciones, tipos… los arquetipos están en nuestro interior y son eternos. ¿Podría, de otra manera, afectarnos el relato de algo que, conscientemente, sabemos que es falso? ¿Es que tenemos terror hacia tales objetos por su capacidad de infligirnos daño corporal? ¡No, ni mucho menos! Tales terrores están en nosotros desde hace mucho. Son anteriores a nuestro cuerpo… o ajenos al cuerpo, que es lo mismo. Que la clase de miedo aquí tratado es puramente espiritual, que su fuerza es proporcional a su inexistencia terrena y se muestra sobre todo en el periodo de nuestra inocente infancia… todo eso son dificultades, cuya solución puede estar en alguna probable percepción a nuestra condición anterior al nacimiento y en una mirada a la sombría tierra de la preexistencia.
Charles Lamb, Brujas y otros terrores nocturnos
Cuando alguien que viaja por el centro-norte de Massachusetts toma la desviación equivocada en el cruce del monte Aylesbury, justo pasado Dean’s Corner, llega a una región pintoresca y solitaria. El terreno se eleva y los muros linderos de piedra se cierran cada vez más contra las cunetas del polvoriento y zigzagueante camino. Los árboles de los numerosos bosques circundantes parecen demasiado grandes, y las malezas, zarzales y yerbajos alcanzan una exuberancia que no se ve muy a menudo en regiones pobladas. Al tiempo, los campos cultivados parecen singularmente escasos y baldíos, mientras que las pocas casas dispersas muestran una sorprendente uniformidad en su vetustez, miseria y decadencia. Sin saber por qué, uno titubea antes de preguntar el buen camino hacia las nudosas y solitarias figuras que entrevee, aquí y allá, en los desvencijados escalones de las casas, o en las empinadas y pedregosas laderas. Tales figuras son tan silentes y furtivas que uno, de alguna forma, se siente ante cosas prohibidas cuyo contacto es mejor rehuir. Cuando una cuesta del camino muestra las montañas cerniéndose sobre los grandes bosques, el sentimiento de extraño desasosiego se incrementa. Las cimas son demasiado redondeadas y simétricas para ser naturales y hacerle sentir a uno cómodo, y a veces, contra el cielo, se perfilan con especial claridad extraños círculos de altas columnas de piedra que coronan la mayoría de los picos.
Desfiladeros y barrancos de profundidad desconocida cortan el camino, y los toscos puentes de madera parecen siempre de dudosa seguridad. Cuando la carretera desciende de nuevo, hay tramos pantanosos ante los que uno siente instintivo desagrado y, de hecho, casi experimenta miedo cuando al anochecer comienzan a graznar los chotacabras y las luciérnagas surgen en anormal profusión para danzar al ritmo chillón, reptante e insistente del croar de los sapos. La débil y brillante línea del alto Miskatonic tiene una extraña apariencia serpentina, según corre ceñido a las redondeadas colinas entre las que nace.
Ya más cerca de las colinas, uno se fija más en sus laderas boscosas que en sus cimas coronadas de piedras. Tales laderas son tan oscuras y empinadas que uno quisiera mantenerse a distancia, pero no hay camino para alejarse de ellas. Cruzando un puente cubierto se ve un pueblo acurrucado entre el río y la ladera vertical de Round Mountain, y uno se maravilla al ver el grupo de tejados empinados y podridos que hablan de un periodo arquitectónico más antiguo que el de la región colindante. No es nada tranquilizador de ver, mirando más de cerca, que la mayoría de las casas están abandonadas y en ruinas, y que la iglesia, de campanario derruido, alberga ahora el único y desaseado establecimiento mercantil de la aldea. Uno teme cruzar el tenebroso túnel del puente, pero no hay forma de evitarlo. Ya cruzado, es difícil no tener la impresión de que hay un débil y maligno olor en la calle del pueblo, como por obra del acumulado moho y decadencia de siglos. Siempre es un alivio salir de allí y seguir la estrecha carretera, contorneando la base de las colinas y cruzar el país para volver a salir al monte Aylesbury. Después, a veces, uno se entera que ha cruzado por Dunwich.
Los forasteros visitan Dunwich lo menos posible, y, a partir de cierta época de horror, todas las señales del camino que indican su localización han sido arrancadas. El escenario, juzgando desde el punto de vista de un canon estético ordinario, es de belleza más que mediana, aunque no ha atraído artistas o veraneantes. Dos siglos antes, cuando hablar de brujería, satanismo y extrañas presencias del bosque no despertaba la risa, se solían dar razones para rehuir el lugar. En nuestra época sensible —desde que el horror de Dunwich, de 1928, fue silenciado por los que velan por el bienestar y la tranquilidad de espíritu de la ciudad y el mundo— la gente lo evita sin saber muy bien por qué. Quizá una razón —aunque no se puede aplicar a los forasteros desprevenidos— es que los lugareños son ahora repulsivamente decadentes, habiendo bajado mucho en ese camino de degradación, tan común a muchas localidades de la Nueva Inglaterra profunda. Se han convertido en una raza aparte, con estigmas mentales y físicos, de degeneración y consanguinidad, perfectamente definido. Su nivel medio de inteligencia es patéticamente bajo, mientras que sus crónicas hieden a vicio manifiesto y medio ocultos asesinatos, incestos y actos de casi indescriptible violencia y perversidad. La gente más antigua, representada por dos o tres familias de buena cuna que llegaron de Salem en 1692, se han mantenido un poco por encima del nivel general de decadencia, aunque muchas de sus ramas se hunden tan profundamente en el sórdido populacho que solo quedan sus nombres para dar la clave del origen de su desgracia. Algunos de los Whateley y Bishop aún mandan a sus hijos mayores a las universidades de Harvard y Miskatonic, aunque tales hijos rara vez vuelven a los mohosos tejados picudos bajo los que tanto ellos como sus antepasados nacieron.
Nadie, ni siquiera aquellos que conocen lo que sucedió durante el reciente horror, podrían decir con certeza cuál es el problema con Dunwich; aunque viejas leyendas hablan de impíos ritos y aquelarres de los indios, durante los cuales invocaban a sombras prohibidas en las grandes colinas redondeadas y realizaban salvajes plegarias orgiásticas que tenían, como respuesta, poderosos crujidos y estremecer de la tierra. En 1747, el reverendo Abijah Hoadley, recién llegado a la iglesia congregacionista de Dunwich, lanzó un memorable sermón acerca de la cercana presencia de Satán y sus diablos, durante el que dijo:
Debe señalarse que tales Blasfemias, procedentes de alguna infernal caravana de Demonios, son asuntos de demasiado común conocimiento como para negarse; los malditos nombres de Azazel y Buzrael y Belcebú y Belial han sido escuchados en nuestros días por un grupo de testigos de confianza aún vivos. Yo mismo, hace no más de una quincena, capté todo un discurso de poderes malignos en la colina que hay detrás de mi casa, donde hubo un resonar y un rodar, gruñir, chillar y sisear, en una forma tal que solo podían deberse a seres de la tierra y que, necesariamente, debían proceder de esas cavernas que solo la magia negra puede descubrir y solo el Maligno desvelar.
El señor Hoadley desapareció poco después de pronunciar este sermón; pero el texto, impreso en Springfield, aún permanece. Hubo informes, año tras año, sobre ruidos en las colinas, y todavía son motivo de intriga para geólogos y fisiógrafos.
Otras tradiciones hablan de malignos olores cerca de los círculos de columnas de piedra que coronan las colinas, y de unas apresuradas presencias aéreas que se escuchaban débilmente a ciertas horas en determinados puntos al fondo de grandes barrancos; mientras que aún otras tratan de explicar el Salto del Diablo… una arrasada y baldía colina donde no crece árbol, matorral o hierba. Los lugareños, además, sienten un pánico mortal de los numerosos chotacabras que alborotan en las noches cálidas. Se afirma que son ladrones de ánimas acechando a las almas de los agonizantes, que lanzan sus espantosos gritos en consonancia con los resuellos del doliente. Si capturan el alma cuando deja el cuerpo, alzan el vuelo entre un escándalo demoníaco; pero, si fallan, van acallándose progresivamente hasta caer en un silencio frustrado.
Tales fábulas, desde luego, son obsoletas y ridículas, ya que provienen de épocas verdaderamente antiguas. Dunwich, de hecho, es una población ridículamente antigua… más que cualquier otra en cincuenta kilómetros a la redonda. Al sur del pueblo se pueden ver las paredes del sótano y la chimenea de la antigua casa Bishop, construida antes de 1700, mientras que las ruinas del molino de los rápidos, edificado en 1806, es la más moderna pieza arquitectónica que puede encontrarse. La industria no floreció allí, y la fábrica del siglo XIX duró poco. Lo más viejo de todo son los grandes anillos de columnas, de piedra toscamente tallada, en lo alto de las colinas; pero, por lo general, se atribuye más a los indios que a los colonos. Enterramientos de cráneos y huesos encontrados en esos círculos, así como a la gran piedra, plana y de buen tamaño, de Sentinel Hill, sustentan la creencia popular de que tales lugares eran los cementerios de los pocumtucks, aun cuando muchos etnólogos, pese a la absurda imposibilidad de tal teoría, insisten en considerar a esos restos caucasianos.
Fue en la vecindad de Dunwich, en una granja grande y parcialmente deshabitada levantada en una ladera, a ocho kilómetros del pueblo y a tres de cualquier otro poblador, donde Wilbur Whateley nació a las cinco de la madrugada del segundo domingo de febrero de 1913. El dato fue recordado porque era la fiesta de la Candelaria, que la gente de Dunwich, curiosamente, observa bajo otro nombre; así como por los ruidos que sonaron en la colina y porque todos los perros de la comarca estuvieron aullando insistentemente toda la noche. Menos digno de mención fue el hecho de que la madre fuera una de las decadentes Whateley; una mujer albina, de treinta y cinco años, algo deforme y nada atractiva, que vivía con un padre decrépito y bastante loco sobre el que habían corrido los más espantosos rumores de brujería en su juventud. Lavinia Whateley no tenía marido; pero, según la costumbre de la región, no hizo ningún intento de ocultar su maternidad; por mucho que la gente de la región pudiera —y así lo hizo— especular tanto como quisiera sobre el otro progenitor. Antes al contrario, parecía extrañamente orgullosa de su retoño oscuro y cabrío, que tal contraste formaba con su enfermizo albinismo de ojos rojos, y se la escuchó musitar curiosas profecías acerca de insólitos poderes y tremendo futuro.
Lavinia era una persona capaz de decir tales cosas, puesto que era una criatura solitaria dada a vagar durante las tormentas por las colinas e intentar leer los olorosos libros que su padre había heredado a lo largo de dos siglos de Whateleys, y que se estaban cayendo en pedazos por culpa de la edad y los gusanos. Nunca fue a la escuela, pero estaba llena de sueltos retazos de antiguo saber que su padre había ido enseñándole. La remota granja había sido siempre temida debido a la reputación como mago negro del viejo Whateley; y la inexplicada muerte violenta de la señora Whateley, cuando Lavinia tenía doce años, no había ayudado a hacer popular el sitio. Aislada y entre extrañas influencias, Lavinia estaba repleta de salvajes y grandiosos sueños vigiles, así como de singulares ocupaciones; no estaba muy atada a los cuidados del hogar en una casa donde todos los mínimos de orden y limpieza habían sido abandonados hacía mucho tiempo.
La noche en que nació Wilbur hubo un odioso griterío que despertó ecos, incluso sobre los ruidos de las colinas y el ladrido de los perros. El viejo Whateley condujo su trineo a través de la nieve y habló incoherentemente ante el grupo de ociosos del almacén de Osborn. Parecía haber habido un cambio en el viejo —un añadido elemento de secretismo en su nublado cerebro que sutilmente lo transformaba de objeto en sujeto de miedo—, aunque no era persona que se alterase por comunes avatares familiares. Además, ya mostró algún atisbo del orgullo que más tarde sería patente en su hija, y lo que dijo acerca de la paternidad del chico fue recordado por muchos de sus oyentes años después.
—No me importa lo que la gente piense… si el chico de Lavinny se parece a su padre, será bastante distinto de lo que cabría esperar. No hay que pensar que los únicos seres vivos son la gente de los alrededores. Lavinny ha leído algo y visto cosas que la mayoría de vosotros no podría ni imaginar. Calculo que su hombre es tan buen marido como el mejor que pueda encontrarse a esta parte de Aylesbury, y si supierais tanto sobre estas colinas como yo, no querríais mejor casorio por la iglesia. Pero tengo que deciros que… ¡Algún día oiréis al hijo de Lavinny llamando a su padre desde lo alto de Sentinel Hill!
Las únicas personas que vieron a Wilbur durante ese primer mes de vida fueron Zechariah Whateley, de los Whateley sanos, y la mujer de Earl Sawyer, Mammie Bishop. La visita de Mammie fue de abierta curiosidad, y sus consecuentes chismes hicieron justicia a sus observaciones; pero Zechariah fue a llevar un par de vacas Alderney que el viejo Whateley había comprado a su hijo Curtis. Eso marcó el comienzo de una incesante compra de ganado por parte de la pequeña familia de Wilbur Whateley que solo acabó en 1928, cuando se desató el horror de Dunwich, aunque el pequeño establo de Whateley no pareció en ningún momento rebosar de ganado. Hubo una época en la que la gente sintió bastante curiosidad como para acercarse a escondidas y contar las cabezas de ganado que pastaban precariamente en la empinada ladera sobre la vieja granja, y nunca vieron más allá de diez o doce anémicos ejemplares de aspecto exangüe. Evidentemente, alguna plaga o moquillo, quizá debido a la malsana pastura, o a las pestilentes maderas y hongos del sucio establo, causaba una gran mortalidad entre los animales. Extrañas heridas o erupciones, con aspecto a veces de incisión, parecían afligir al ganado que se veía, y una o dos veces, durante los primeros meses, algunos chismosos imaginaron ver lesiones semejantes en la garganta del gris y desaseado anciano, así como en la de su sucia y desgreñada hija.
La primavera siguiente al nacimiento de Wilbur, Lavinia volvió a sus acostumbrados vagabundeos por las colinas, llevando en sus mal proporcionados brazos a la cetrina criatura. El interés público por los Whateley fue decreciendo luego de que la mayoría de los lugareños vieran al chico, y nadie se preocupó por comentar el rápido desarrollo del recién venido. El crecimiento de Wilbur era, en efecto, algo fenomenal, ya que a los tres meses de su alumbramiento había alcanzado un tamaño y poder muscular que no suele encontrarse en niños de menos de un año. Sus movimientos, e incluso sus sonidos vocales, mostraban un control y una voluntad muy peculiares en un bebé, y nadie estaba realmente preparado cuando, a los siete meses, comenzó a andar solo, con cierto trastabillón que el plazo de un mes fue suficiente para hacer desaparecer.
Fue algo después de eso —la Noche de Difuntos— cuando se vio un gran relámpago a medianoche en la cima de Sentinel Hill, donde una gran piedra plana se encuentra entre los túmulos de antiguos huesos. Se desataron no pocas habladurías cuando Silas Bishop —de la rama sana de los Bishop— mencionó haber visto al chico corriendo vigorosamente delante de su madre una hora antes de que cayese el rayo. Silas estaba buscando a una vaquilla extraviada, pero casi olvidó a lo que iba cuando atisbó fugazmente a las dos figuras a la débil luz de su lámpara. Se lanzaron sin ruido a través de la maleza, y el atónito observador creyó ver que estaban completamente desnudos. Más tarde no pudo estar seguro respecto al chico, ya que parecía llevar alguna especie de cinturón con flecos y un oscuro taparrabos o pantalón. Wilbur nunca fue visto más así mientras estuvo vivo y consciente, y sí completamente vestido y abotonado hasta el cuello; y el desarreglo o la amenaza de desarreglo de su ropa parecía llenarlo de rabia y alarma. Hasta el horror de 1928 nadie pudo encontrar una razón válida para ese contraste con sus desastrados madre y abuelo, que era más que notable.
En el enero siguiente, los chismes se centraban medianamente en el hecho de que el «mocoso negro de Lavinny» había empezado a hablar a la edad de solo once meses. Su habla no era tan destacable por su diferencia con los acentos normales de la región como por el hecho de estar libre de balbuceos infantiles, hasta un punto del que podrían haberse sentido orgullosos muchos niños de tres o cuatro años. El chico no era hablador, aunque cuando lo hacía parecía reflejar algún elusivo elemento, ajeno por completo a Dunwich y sus pobladores. Lo extraño no estaba en lo que decía o en el idioma sencillo que empleaba, sino que parecía, de alguna forma, ligado a la entonación o a los órganos que producían los sonidos. Su aspecto facial, también, era destacable por su madurez, y aunque mostraba la falta de mentón, propia de su madre y abuelo, su firme y precozmente formada nariz, junto a la expresión de sus ojos grandes, oscuros y casi latinos, le daban un aire de adultez y casi preternatural inteligencia. Era, no obstante, sumamente feo, a pesar de esa apariencia de brillantez, siendo sus labios gruesos casi cabríos o animalescos, piel amarillenta de grandes poros, pelo tosco y enmarañado y orejas extrañamente largas. Pronto se le hizo a la gente aún más desagradable que su madre y abuelo, y todas las conjeturas sobre él estaban sazonadas con referencias al pasado mágico del viejo Whateley, y a cómo las colinas se estremecieron una vez cuando gritó el espantoso nombre de Yog-Sothoth en medio de un círculo de piedras, con un gran libro abierto entre las manos. Los perros aborrecían al chico, que tuvo que tomar diversas medidas para protegerse de la ladradora amenaza.
Mientras, el viejo Whateley continuaba comprando ganado, sin aumento sensible de su cabaña. También cortaba madera y comenzó a reparar las partes abandonadas de la casa; una morada espaciosa, cuyo tejado iba a enterrarse en la ladera rocosa de la colina, y cuyas tres, y casi arruinadas, habitaciones de la planta baja habían sido suficientes para él y su hija. Debía haber prodigiosas reservas de fuerza en el viejo para acometer tan dura labor, y aunque aún balbuceaba a veces como un demente, su carpintería mostraba los efectos de una planificación ponderada. Había comenzado apenas nació Wilbur, cuando vació uno de los numerosos cobertizos para almacenar allí recia madera nueva. Ahora, al restaurar la abandonada parte alta de la casa, no resultaba un menos hábil trabajador. Su manía se manifestó por sí sola, cuando clausuró todas las ventanas de la sección restaurada… aunque muchos afirmaban que eso era tanta tontería como la propia restauración en sí. Menos inexplicable resultó el que habilitase otra habitación de la planta baja para su nuevo nieto; un cuarto que algunos visitantes vieron, aunque a nadie se le permitió entrar en la parte alta y clausurada. Esta estancia la llenó de altas y sólidas estanterías, a lo largo de las cuales comenzó a disponer, gradualmente y en aparente orden, todos los podridos libros y partes de libros antiguos que, en su propia época, habían estado apilados sin orden ni concierto en los más variopintos rincones de las distintas alcobas.
—Yo he hecho algún uso de ellos —decía, mientras intentaba restaurar una página rota, mediante cola preparada en un herrumbroso hornillo de la cocina—. Pero el chico le sacará mayor utilidad. Tienen que estar en las mejores condiciones posibles, porque todos tienen que servirle para aprender.
Cuando Wilbur tenía un año y siete meses —en septiembre de 1914—, su tamaño y actos eran casi alarmantes. Era tan grande como un chico de cuatro años, y era un conversador suelto e increíblemente inteligente. Corría libre por campos y colinas, y acompañaba a su madre en todos sus vagabundeos. En casa se absorbía en las extrañas imágenes y mapas de los libros de su abuelo, mientras el viejo Whateley lo instruía y aleccionaba durante las largas y silenciosas tardes. Por esa época se terminó la restauración de la casa, y quienes lo vieron se preguntaron por qué una de las ventanas había sido convertida en una sólida puerta de tablazón. Era una de las ventanas al final del voladizo oriental, cerca de la colina, y nadie podía imaginar por qué había construido una pasarela de listones de madera que iba desde allí hasta el suelo. Sobre la época en que se acabó ese trabajo la gente se percató de que el viejo cobertizo de herramientas, cerrado a cal y canto y con las ventanas clausuradas desde el nacimiento de Wilbur, había sido abandonado de nuevo. La puerta estaba abierta de par en par, y cuando Earl Sawyer entró allí, tras cerrar un asunto de compraventa de ganado con el viejo Whateley, creyó enfermar con el singular olor que lo impregnaba —un hedor, juraba, que solo había olido antes en los círculos indios de las colinas y que no podía provenir de nada salubre de este mundo. Y, por aquella época, los hogares y los establos de la gente de Dunwich no podían tildarse precisamente de agradables al olfato.
Los meses siguientes carecieron de sucesos visibles, excepto que todos atestiguaban la existencia de un lento pero incesante incremento de los misteriosos hedores de la colina. En las vísperas de mayo de 1915 hubo temblores de tierra, sentidos incluso por la gente de Aylesbury, en tanto que al siguiente Día de Todos los Santos se produjo un rumor subterráneo, extrañamente sincronizado con llamaradas —brujerías de los Whateley— en la cima de Sentinel Hill. Wilbur estaba creciendo de forma extraordinaria, por lo que al cumplir cuatro años parecía tener ya diez. Leía con avidez por su cuenta ahora, pero hablaba mucho menos que antes. Una férrea taciturnidad lo absorbía y, por primera vez, la gente comenzó a hablar de la cada vez mayor expresión de maldad en su rostro cabrío. A veces murmuraba en una jerga desconocida, y cantaba estrafalarias canciones que dejaban helados a sus oyentes, presas de un inexplicable terror. La aversión que le mostraban los perros era notable, y se veía obligado a llevar pistola, por su seguridad, cuando atravesaba la zona. Su ocasional uso del arma no le ayudó a ser popular entre los dueños de perros guardianes.
Los pocos visitantes de la casa encontraban a menudo a Lavinia sola en la planta baja, mientras extraños gritos y pisadas sonaban en la entarimada segunda planta. Ella nunca hablaba de lo que su padre y el chico hacían arriba, aunque una vez se puso pálida y mostró un miedo anormal cuando un bromista —un vendedor, puerta a puerta, de pescado— trató de abrir la puerta cerrada que daba a las escaleras. El vendedor comentó a los ociosos del almacén en el pueblo de Dunwich que creyó escuchar el pataleo de un caballo arriba. Los ociosos reflexionaron, pensando en la puerta y la pasarela, y en ese ganado que tan rápido desaparecía. Luego, repentinamente, recordaron los cuentos sobre la juventud del viejo Whateley y de las extrañas cosas que se dice que salen de la tierra cuando un buey es sacrificado, en el momento propicio, a ciertos dioses paganos. Se habían fijado, ya desde hacía tiempo, en que los perros habían comenzado a odiar y a temer toda la finca Whateley aún más violentamente de lo que lo hacían con el joven Wilbur.
En 1917 llegó la guerra, y Sawyer Whateley, squire, como presidente de junta de alistamiento local, tuvo problema para reunir el cupo de jóvenes de Dunwich capaces de ser enviados a un campo de entrenamiento. El gobernador, alarmado por tales síntomas de decadencia en la sanidad regional, envió algunos agentes y expertos médicos a indagar, lo que llevo a una investigación que los lectores de los periódicos de Nueva Inglaterra aún podrán recordar. Fue la publicidad asociada a esta investigación lo que puso a los periodistas sobre la pista de los Whateley y llevó al Boston Globe y el Arkham Advertiser a imprimir tremebundas historias dominicales sobre la precocidad del joven Wilbur, la magia negra del viejo Whateley, las estanterías llenas de extraños libros y la clausurada segunda planta de la vieja granja, así como el salvajismo de toda la región y sus ruidos en las colinas. Wilbur tenía cuatro años y medio ya, y parecía tener quince; sus labios y mejillas estaban cubiertos de una pelusa oscura, y su voz había comenzado a volverse cascada.
Earl Sawyer fue a la casa de los Whateley con los dos grupos de reporteros y fotógrafos, y llamó su atención sobre el extraño hedor que ahora parecía surgir de las clausuradas habitaciones de arriba. Era, dijo, exactamente el mismo olor que había encontrado en el cobertizo abandonado cuando la casa fue por fin restaurada; y también era como los débiles olores que a veces creía captar en los círculos de piedras de las colinas. Las gentes de Dunwich leyeron las historias cuando aparecieron y se rieron de sus obvios terrores. Se preguntaron también por qué los periodistas recalcaban el hecho de que el viejo Whateley pagase siempre el ganado con piezas de oro de gran antigüedad. Los Whateley habían recibido a los visitantes con mal disimulado disgusto, aunque no osaron provocar más publicidad con un rechazo violento o una negativa a hablar.
Durante una década, las crónicas de los Whateley corren parejas a la vida común de una embrutecida comunidad acostumbrada a sus extrañas formas de vida y endurecida por sus orgías de Vísperas de Mayo y Todos los Santos. Dos veces al año encendían fuego en lo alto de Sentinel Hill, y entonces los rugidos de la montaña se producían con cada vez mayor violencia; mientras que en todas las estaciones sucedían extraños y portentosos sucesos en la granja solitaria. Con el paso del tiempo, los visitantes aseguraron escuchar ruidos en la clausurada segunda planta, mientras toda la familia estaba abajo, y se preguntaron cuán rápido o lentamente podrían sacrificar a las vacas y los bueyes. Se habló de denunciarlo a la Sociedad Protectora de Animales, pero nadie lo hizo, ya que la gente de Dunwich era reacia a llamar la atención del mundo exterior sobre ellos mismos.
Alrededor de 1923, cuando Wilbur era un chico de diez años, con una mente, voz, estatura y rostro barbudo que le daban toda la impresión de madurez, una gran siega de madera tuvo lugar en la vieja casa. Toda procedía de la clausurada segunda planta, y, por los trozos de madera que sacaban, la gente llegó a la conclusión de que el chico y su abuelo habían tirado todos los tabiques, e incluso retirado el suelo del ático, dejando solo el gran espacio diáfano entre el piso y el tejado picudo. Habían derribado la gran chimenea central y, en el herrumbroso espacio, habían colocado una liviana cañería exterior de latón.
La primavera siguiente a ese suceso el viejo Whateley se percató del cada vez mayor número de chotacabras que, procedentes del barranco de Cold Spring, acudían a chirriar bajo su ventana durante las noches. Pareció otorgar un gran significado a esa circunstancia, y comentó a los desocupados del almacén de Osborn que estaba a punto de llegarle la hora.
—Silban ya siguiendo el ritmo de mi respiración —dijo—. Y supongo que están preparándose para atrapar mi alma. Saben que va a partir pronto y no quieren perdérsela. Sabréis, hombres, luego de que me haya ido, si la han cogido o no. Si lo hacen, cantarán y reirán hasta que rompa el día. Si no lo consiguen, estarán callados hasta el alba. Los espero a ellos y a las almas que cazan, que van a tener que esforzarse para poder coger la mía.
El 1 de agosto de 1924 el doctor Houghton, de Aylesbury, recibió el aviso urgente de Wilbur Whateley, que había cabalgado en el único caballo que les quedaba, a través de la oscuridad, para telefonear desde el almacén de Osborn en el pueblo. Encontró al viejo Whateley en un estado de suma gravedad, con un pulso y una respiración estentórea que hablaba de que el desenlace no podía estar lejos. Su informe hija albina y su extrañamente barbudo nieto estuvieron junto a la cama, mientras que del espacio superior llegaba una inquietante sugestión de rítmico olear o chapoteo, como las olas en alguna playa. El doctor, sin embargo, se sentía aún más perturbado por el escándalo de los pájaros en el exterior; una legión de chotacabras, aparentemente infinita, que gritaban su interminable mensaje en repeticiones diabólicamente sincronizadas con el jadeo dificultoso del moribundo. Era extraordinario y antinatural; tanto, pensó el doctor Houghton, como toda esa región en la que tan a disgusto había entrado en respuesta a la llamada urgente.
Hacia la una en punto, el viejo Whateley recuperó la consciencia e interrumpió su resuello para soltar unas cuantas palabras a su nieto.
—Más espacio, Willy, más espacio y pronto… Tú creces rápido… pero eso lo hace más aún. Pronto estará listo para servirte, muchacho. Abre las puertas a Yog-Sothoth con el cántico largo que encontrarás en la página 751 de la edición íntegra, y luego incendia su encierro. El fuego terrenal no puede quemarlo.
Deliraba, sin duda. Tras una pausa, durante la cual la manada de chotacabras del exterior ajustó sus gritos al ritmo alterado, mientras resabios de extraños ruidos en la colina les llegaban de lejos, añadió una o dos frases.
—Aliméntalo regularmente y mide las cantidades; no le dejes crecer más que el lugar, porque si lo revienta en pedazos o sale antes de que abramos las puertas a Yog-Sothoth, no nos servirá de nada. Solo los de más allá pueden hacerlo multiplicarse y trabajar… Solo ellos, los Antiguos que quieren regresar…
Pero su habla se convirtió de nuevo en boqueos, y Lavinia gritó al ver cómo los chotacabras seguían el cambio. Así permaneció durante más de una hora, hasta que llegó el estertor final. El doctor Houghton cerró los párpados sobre los fijos ojos grises, mientras el tumulto de los pájaros disminuía poco a poco, hasta esfumarse. Lavinia sollozó, pero Wilbur se echó a reír, mientras los ruidos de las colinas atronaban débilmente.
—No lo han cogido —musitó con su pesada voz de bajo. Wilbur era por entonces un estudioso de erudición verdaderamente tremenda en su campo, y era algo conocido, por correspondencia, por muchos bibliotecarios de distintos lugares, en donde se guardaban raros y prohibidos libros de la Antigüedad. Era aún más odiado y temido en la comarca de Dunwich por culpa de ciertas desapariciones de jóvenes cuyas pistas, según se sospechaba, iban a parar a su casa; pero fue siempre capaz de calmar las preguntas con el miedo o el recurso a ese fondo de oro antiguo que aún usaba, como su abuelo, regular e incesantemente para comprar ganado. Su aspecto y altura eran ahora de suma madurez, y, habiendo alcanzado la talla normal de un adulto, parecía ir a sobrepasarla. En 1925, cuando uno de sus corresponsales de la Universidad de Miskatonic lo visitó, para partir después pálido y desconcertado, medía cerca de uno noventa.
A lo largo de los años Wilbur había ido tratando a su medio deforme madre albina con creciente desdén, y finalmente le prohibió acompañarlo a la colina en la Víspera de Mayo y Todos los Santos; y en 1926 la pobre criatura confesó a Mammie Bishop que le tenía miedo.
—Hay muchas cosas acerca de él que me gustaría contarte, Mammie —le dijo—, y hoy en día ignoro más de lo que sé. Juro por Dios que desconozco qué es lo que quiere o qué trata de hacer.
Esa Noche de Difuntos los ruidos de las colinas fueron más fuertes que nunca y el fuego ardió, como siempre, en Sentinel Hill; pero la gente prestó más atención a los rítmicos graznidos de la inmensa bandada de chotacabras, antinaturalmente tardíos para la época, que parecían haberse reunido cerca de la oscurecida casa Whateley. Pasada la medianoche, su griterío estalló en una especie de pandemoníaca risotada que colmó toda la zona, hasta aquietarse finalmente al alba. Luego desaparecieron, apresurándose hacia el sur, donde hacía un mes que debieran estar. Qué significaba, nadie pudo saberlo más tarde. Ningún lugareño parecía haber muerto… pero la pobre Lavinia Whateley, la contrahecha albina, nunca más fue vista.
En el verano de 1927 Wilbur reparó dos cobertizos del corral y comenzó a trasladar allí sus libros y efectos personales. Pronto Earl Sawyer habló a los ociosos del almacén de Osborn de que se realizaban nuevos trabajos de carpintería en la casa Whateley. Wilbur estaba clausurando las puertas y ventanas de la planta baja, y parecía haber tirado todos los tabiques, tal y como habían hecho él y su abuelo años atrás. Vivía en uno de los cobertizos, y Sawyer pensó que parecía insólitamente preocupado y trémulo. La gente sospechaba que él tenía algo que ver con la desaparición de su madre, y muy pocos se aproximaban ahora por las cercanías de su casa. Medía ya más de un metro noventa y no parecía ir a pararse allí.
El invierno siguiente no trajo ningún suceso extraño, fuera del primer viaje de Wilbur fuera de la región. La correspondencia con la Biblioteca Widener de Harvard, la Bibliothèque Nationale de París, el Museo Británico, La Universidad de Buenos Aires y la Biblioteca de la Universidad Miskatonic, en Arkham, no había podido conseguirle el préstamo del libro que tan desesperadamente buscaba y, al cabo, fue en persona, desarrapado, sucio, barbudo y hablando un tosco dialecto, a consultar la copia a la Miskatonic, que era la más cercana a él, geográficamente hablando. Con casi dos metros de altura y una maleta barata recién comprada en el almacén de Osborn, aquella gárgola oscura y cabría apareció un día en Arkham buscando el temido volumen que guardaban bajo llave en la biblioteca de la universidad… ese espantoso Necronomicón, del árabe loco Abdul Alhazred en la versión latina de Olaus Wormius, impresa en España en el siglo diecisiete. Nunca había visto antes una ciudad, pero no pensó en nada sino en encontrar el camino hacia los terrenos de la universidad, donde, de hecho, entró sin prestar atención al gran perro guardián de colmillos blancos, que ladró a su paso con furia y enemistad antinatural, y tironeó frenético de su recia cadena.
Wilbur llevaba consigo la inapreciable aunque imperfecta versión inglesa del doctor Dee que su abuelo le había legado, y, apenas tuvo acceso a la copia latina, comenzó a cotejar ambos textos con ánimo de descubrir cierto pasaje que debía estar en la página 751 de su propio e incompleto volumen. No pudo evitar, sin ser descortés, hablar con el bibliotecario, que era el mismo erudito Henry Armitage (Artius Magister por la Universidad de Miskatonic, doctor en Filosofía por Princeton, doctor en Literatura por la John Hopkins), que una vez lo visitara en su granja y que ahora, con tacto, le asaeteaba a preguntas. Buscaba, tuvo que admitir, una especie de fórmula o encantamiento que contenía el espantoso nombre de Yog-Sothoth, y se sentía desconcertado por tantas discrepancias, duplicados y ambigüedades que hacía sumamente difícil el cotejo. Mientras copiaba la fórmula, finalmente encontrada, el doctor Armitage miró sin querer sobre su hombro a las páginas abiertas; y la izquierda de estas contenía monstruosas amenazas contra la paz y la cordura del mundo.
No hay que creer —rezaba el texto que Armitage tradujo de cabeza— que el hombre es el más antiguo o el último de los amos de la Tierra, o que la línea común de vida y sustancia discurre sola. Los Antiguos eran, los Antiguos son y los Antiguos serán. No conocemos nada del espacio, sino por intermedio de ellos. Caminan serenos y primordiales, sin dimensiones y, para nosotros, invisibles. Yog-Sothoth conoce la puerta. Yog-Sothoth es la puerta. Yog-Sothoth es la llave y el guardián de la puerta. Pasado, presente, futuro, es todo uno en Yog-Sothoth. Él sabe por dónde entraron, en otro tiempo, los Antiguos, y por dónde entrarán de nuevo. Sabe dónde han hollado antes los campos de la tierra y dónde los hollarán, y por qué nadie puede contemplarlos mientras lo hacen. Por su olor pueden los hombres saber, a veces, que se encuentran cerca; pero, acerca de su aspecto, ningún hombre puede saber, a no ser por intermedio de las facciones de esos a los que Ellos han engendrado entre la humanidad. Y estos son de muchas clases, difiriendo en grado de parecido, desde los ídolos de la humanidad hasta la forma sin imagen o sustancia que es la de Ellos. Caminan invisibles y enloquecidos por solitarios lugares en los que se han pronunciado las Palabras y aullado los ritos en las estaciones apropiadas. El viento balbucea con sus voces y la tierra murmura con su voluntad. Abaten el bosque y destruyen la ciudad, aunque ni bosque ni ciudad advierten la mano que los aniquila. Kadath, en el yermo frío, los ha conocido, y ¿qué hombre conoce Kadath? El desierto helado del sur o las sumergidas islas del océano albergan ciudades congeladas o la sellada torre, hace tanto tiempo construida, engalanada de algas y percebes; ¿pero quién ha visto la profunda ciudad helada o la sellada torre engalanada con algas y percebes? El Gran Cthulhu es su primo, aunque puede entreverlos solo muy débilmente. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! Por su locura los conoceréis. Su mano está en vuestra garganta, aunque no los veáis, y se albergan en vuestro guardado umbral. Yog-Sothoth es la llave de la puerta, donde se reúnen las esferas. Pronto gobernarán donde gobierna el hombre. Después del verano viene el invierno, y después del invierno el verano. Aguardan pacientes y poderosos, porque gobernarán de nuevo.
El doctor Armitage, asociando lo que estaba leyendo con lo oído acerca de Dunwich y sus acechantes presencias, así como sobre Wilbur Whateley y su brumosa y siniestra fama, que iba desde un nacimiento dudoso hasta un probable matricidio, sintió una ola de espanto tan palpable como un soplo del más pegajoso frío de la tumba. Aquel contrahecho y cabrío gigante parecía un engendro de otro planeta o dimensión; solo parcialmente humano y ligado a negros abismos de esencia y entidad que, como titánicos fantasmas, se hallaban más allá de todas las esferas de fuerza y materia, espacio y tiempo. Entonces, Wilbur alzó la cabeza y comenzó a hablar con esa voz, extraña y resonante, que insinuaba órganos fonadores distintos a los del resto de la humanidad.
—Señor Armitage —dijo—. Me parece que necesitaré llevarme este libro a casa. Hay cosas que tengo que comprobar bajo condiciones imposibles de reproducir aquí, y sería un pecado mortal que una traba burocrática me lo impidiese. Préstemelo, señor, y nadie notará su falta. No necesito decirle el cuidado con que lo trataré. Lo único que deseo es poner esta copia de Dee en la forma que…
Se interrumpió viendo la firme negativa en el rostro del bibliotecario, y sus propias facciones cabrías adquirieron una expresión de astucia. Armitage, medio dispuesto a decirle que podía copiar cuantas partes desease, pensó de repente en las posibles consecuencias y cambió de opinión. Era mucha la responsabilidad el dar las claves de acceso a esas blasfemas esferas exteriores. Whateley, viendo cómo estaban las cosas, trató de quitar hierro al asunto.
—Bueno, de acuerdo, si piensa que así es como debe de ser. Quizá en Harvard no sean tan estrictos como usted —y sin más palabras se puso en pie y salió del edificio, agachándose al pasar por las puertas.
Armitage oyó el salvaje ladrido de los grandes perros guardianes y observó los simiescos andares de Whateley según cruzaba por delante de la ventana. Pensó en las extrañas historias que había escuchado y recordó la vieja historia dominical del Advertiser; además de lo que había escuchado a los pueblerinos y los rústicos de Dunwich en el transcurso de su única visita. Seres invisibles que no eran de la Tierra —o, al menos, de esta Tierra tridimensional— vagaban, fétidas y horribles, por las cañadas de Nueva Inglaterra y acechaban de forma obscena desde lo alto de las colinas. De eso estaba seguro. Creyó sentir la cercana presencia de alguna horrible parte del horror invasor y vislumbró un infernal avance en los negros dominios de una pesadilla antigua y otrora pasiva. Guardó el Necronomicón con un estremecimiento de disgusto, pues la estancia aún apestaba con un hedor impío e inidentificable. «Por su locura los conoceréis», citó. Sí… el olor era el mismo que lo había puesto enfermo en la granja Whateley hacía tres años. Pensó una vez más en Wilbur, cabrío y ominoso, y se rio con sarcasmo de los paletos rumores que corrían sobre su progenitor.
—¿Incesto? —musitó medio para sí mismo—. ¡Qué papanatas, por Dios! ¡Muéstrales el Gran Dios Pan, de Arthur Machen, y ellos solo verán uno de los escándalos habituales de Dunwich! Pero ¿qué ser, qué maldita e informe influencia de fuera de esta Tierra tridimensional, era el padre de Wilbur Whateley? Nacido en la Candelaria, a los nueve meses de la víspera de Mayo de 1912, cuando las habladurías acerca de los extraños ruidos subterráneos llegaron incluso hasta Arkham… ¿Qué deambulaba por las montañas esa noche de mayo? ¿Qué horror se había manifestado, en Viernes Santo, sobre el mundo, en carne y sangre semihumana?
Durante las semanas siguientes el doctor Armitage trató de recopilar toda la información posible acerca de Wilbur Whateley y las presencias, no descritas, en torno a Dunwich. Se puso en comunicación con el doctor Houghton, en Aylesbury, que atendió al viejo Whateley en su último trance, y las últimas palabras del abuelo, tal como se las contó el médico, le dieron mucho que pensar. Una visita al pueblo de Dunwich no le sirvió de mucho, pero una lectura atenta del Necronomicón, en aquellas partes que Wilbur había cotejado con tanta avidez, pareció suministrarle nuevas y terribles pistas sobre la naturaleza, métodos y metas de la extraña maldad que tan brumosamente amenazaba el planeta. Conversaciones con algunos expertos en arcaicas sabidurías, en Boston, y cartas a muchos otros, en diferentes partes, le causaron un creciente asombro que, lentamente, a través de varios grados de alarma, fue pasando a un estado de temor espiritual sumamente agudo. Al llegar el verano sintió difusamente que algo tenía que hacer con los terrores que acechaban en el valle del Miskatonic superior, así como con la monstruosa entidad conocida en el mundo como Wilbur Whateley.
El horror de Dunwich se desató entre el 1 de agosto y el equinoccio de 1928, y el doctor Armitage fue uno de los que presenció sus monstruosos prolegómenos. Estaba al tanto del grotesco viaje de Whateley a Cambridge y de sus frenéticos intentos de lograr préstamo o copia del Necronomicón en la biblioteca Widener. Sus esfuerzos fueron en vano, ya que Armitage había enviado recomendaciones de la mayor gravedad a todos los bibliotecarios que pudieran disponer del temido volumen. Wilbur se había mostrado estremecedoramente nervioso en Cambridge, ávido del libro y casi igual de ansioso por regresar a casa, como si temiera las consecuencias de estar demasiado tiempo fuera.
A primeros de agosto sucedió lo que el doctor Armitage medio esperaba, y durante la madrugada del 3 se vio despertado de repente por los ladridos salvajes y feroces de los perros guardianes del recinto universitario. Profundos y terribles, los roncos y medio enloquecidos aullidos y ladridos fueron aumentando de tono con odiosas y significativas pausas. Luego se escuchó un grito procedente de una garganta muy distinta —un grito que despertó a medio Arkham y que perturbó sus sueños desde entonces—; un grito tal que no podía provenir de nadie nacido en esta tierra; al menos, no del todo.
Armitage se apresuró a ponerse alguna ropa y correr, a través de la calle y el césped, hasta los edificios universitarios, donde vio que otros se le habían adelantado, y escuchó los aullidos de la alarma contra ladrones de la biblioteca. Una ventana abierta mostraba un hueco negro a la luz de la luna. Lo que fuese había conseguido entrar, ya que los ladridos y aullidos iban cayendo con rapidez a gruñidos y gemidos, procedían de dentro. Algún instinto previno a Armitage de que lo que estaba pasando no estaba hecho para que cualquiera lo viese, así que hizo retroceder con autoridad a la multitud, en tanto que abría la puerta del vestíbulo. Entre la gente vio al profesor Warren Rice y al doctor Francis Morgan, a quienes había confesado sus conjeturas y temores, y les pidió que lo acompañasen. Los sonidos de dentro, a excepción de un gañido monótono y alerta, habían cesado para entonces; pero, en ese momento, Armitage notó con súbito sobresalto que un amortiguado coro de chotacabras entre los matorrales había comenzado un canturreo condenadamente monótono, como acompañando los últimos estertores de un moribundo.
El edificio estaba lleno de un espantoso hedor que el doctor Armitage conocía demasiado bien, y los tres hombres cruzaron el vestíbulo hacia la pequeña sala de lectura, de genealogía, que era de donde llegaba el bajo gemido. Por un instante, ninguno se atrevió a encender la luz, y luego Armitage se armó de coraje y giró el interruptor. Uno de los tres —no se sabe muy bien quién— lanzó un gran grito al ver lo que tenían delante, entre mesas en desorden y sillas volcadas. El profesor Rice afirma que perdió totalmente el sentido durante un instante, aunque no llegó a tambalearse ni caer.
El ser que yacía medio acurrucado sobre el costado en un fétido estanque de licor amarillo verdoso, tan pegajoso como la brea, medía más de dos metros y el perro le había desgarrado la ropa y parte de la piel. No estaba totalmente muerto, ya que vibraba silenciosa y espasmódicamente, mientras que su pecho subía y bajada en monstruosa sincronía con el enloquecido escándalo de los expectantes chotacabras del exterior. Restos de piel de zapatos y jirones de ropa estaban diseminados por todo el cuerpo, y, junto a la ventana, había un saco vacío de lona, evidentemente caído allí de la mano del ser. Cerca del pupitre central había un revólver con un cartucho disparado que no había llegado a funcionar, lo que explicaba por qué hizo fuego. El ser mismo, no obstante, hacía olvidar todo lo demás. Sería banal y poco exacto decir que ninguna pluma humana podría describirlo, y solo podemos decir con propiedad que no puede ser bien representado por aproximación a cualquier idea acerca de aspecto y contorno que tengamos sobre cualquier forma común de vida tridimensional de este planeta. Era parcialmente humano, sin duda, con cabeza y manos, y su rostro cabrío y sin mentón tenía los rasgos de los Whateley. Pero el torso y la mitad inferior del cuerpo eran teratológicamente fabulosos, por lo que solo una ropa holgada podía haberle permitido caminar sobre la tierra sin ser rechazado o muerto.
De cintura para arriba era semiantropomórfico; aunque su pecho, allí donde las lacerantes patas del perro aún estaban puestas, vigilantes, tenía la áspera y reticulada piel de un cocodrilo o un caimán. La espalda moteada de amarillo y negro, y sugería levemente la escamosa piel de ciertos ofidios. Sin embargo, de cintura para abajo era aún peor, ya que todo parecido humano se esfumaba, dando paso a una desenfrenada fantasía. La piel estaba cubierta con áspero y espeso pelo negro, y del abdomen surgía un rimero de largos tentáculos gris verdosos, con rojas bocas succionadoras que sobresalían blandamente. Su disposición era extraña y parecía seguir las simetrías de alguna geometría cósmica, desconocida en la Tierra o el sistema solar. En cada una de las caderas, profundamente hundida en una especie de órbita rosada y ciliada, había lo que parecía ser un ojo rudimentario, mientras que, a modo de cola, tenía una especie de trompa o antena con áreas púrpuras y anulares, y todo el aspecto de ser una rudimentaria boca o garganta. Las patas, salvo por el pelaje negro, recordaban lejanamente a las patas de los dinosaurios prehistóricos y terminaban en almohadillas surcadas de venas, que no eran cascos ni zarpas. Cuando el ser respiraba, su cola y tentáculos cambiaban rítmicamente de color, como debido a un sistema circulatorio propio de sus progenitores no humanos. En los tentáculos se observaba un oscurecimiento del tinte verdoso, mientras que en la cola se manifestaba con un amarillear, alternado con un enfermizo blanco grisáceo en los espacios entre los anillos púrpuras. No había verdadera sangre, sino solo el fétido licor amarillo verdoso que fluía por el suelo pintado rebasando el radio en que era más espeso y dejando una curiosa decoloración.
La presencia de los tres hombres pareció despabilar al moribundo, que comenzó a musitar sin volver o levantar la cabeza. El doctor Armitage no registró por escrito nada de lo que murmuraba, pero en confidencia afirma que no era inglés. Al principio las sílabas desafiaban toda correlación con cualquier habla de la Tierra, pero hacia el final se escucharon fragmentos tomados, sin duda, del Necronomicón, esa monstruosa blasfemia en cuya búsqueda había perecido el ser. Tales fragmentos, tal como Armitage los recuerda, decían algo así: N’gai n’gha’ghaa, bugg-shoggog, y’hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth… Fueron menguando poco a poco, mientras los chotacabras chillaban en un rítmico crescendo de impía anticipación.
Luego cesó el resuello y el perro alzó la cabeza para lanzar un aullido largo y lúgubre. Hubo una transformación en el rostro amarillo y cabrío del ser yacente, y los grandes ojos se hundieron en una forma horrorosa. En el exterior, el griterío de los chotacabras cesó de forma brusca y, por encima del rumor del gentío congregado, hubo chirriar y aleteos de pánico. Contra la Luna se divisaban inmensas nubes de acechantes emplumados que alzaban el vuelo y huían, espantados por el alma que habían tratado de cazar.
Entonces el perro se incorporó bruscamente, lanzó un espantado ladrido y saltó nerviosamente por la misma ventana por la que había entrado. Un grito se alzó entre la gente, y el doctor Armitage dio una voz a los de fuera, diciendo que no entrase nadie hasta la llegada de la policía o el forense. Daba gracias a que la ventana fuese demasiado alta para poder fisgar y corrió cuidadosamente las cortinas oscuras. Llegaron dos policías, y el doctor Morgan, interceptándoles en el vestíbulo, les urgió, por su propio bien, a posponer la entrada en la hedionda sala de lectura hasta que llegase el forense y pudiera cubrirse el yacente ser.
Mientras, tenían lugar espantosos cambios sobre el suelo. No es necesario describir la clase y alcance de la mengua y desintegración que tuvo lugar ante los ojos del doctor Armitage y el profesor Rice; pero es lícito decir que, aparte de la apariencia externa de manos y rostro, el elemento realmente humano de Wilbur Whateley debía haber sido muy pequeño. Cuando llegó el forense, había solo una pegajosa masa blancuzca en el entarimado pintado y el monstruoso olor casi había desaparecido. Aparentemente, Wilbur no tenía cráneo o esqueleto óseo; al menos, en un sentido verdadero o estable. En eso era igual a su desconocido progenitor.
Pero todo esto no fue más que el prólogo al verdadero horror de Dunwich. Se cumplieron las formalidades ante las desconcertadas autoridades, no se suministraron los detalles anormales a la prensa y el público y se enviaron hombres a Dunwich y Aylesbury para revisar las propiedades e informar a los herederos que pudiera tener Wilbur Whateley. Encontraron a la zona en gran agitación, debido a los ruidos, cada vez más fuertes, que se producían bajo las redondeadas colinas, así como por el desagradable hedor y el batiente y chapoteante sonido que llegaba de la gran carcasa vacía que ahora era la granja clausurada con tablones. Earl Sawyer, que atendió al caballo y ganado durante la ausencia de Wilbur, tenía los nervios destrozados. Los agentes encontraron excusas para no entrar en el hediondo lugar cerrado y se dieron por contentos al inspeccionar por encima las habitaciones del difunto, en los cobertizos recién reparados. Redactaron un sesudo informe, dirigido al tribunal de Aylesbury, y los litigios respecto a su herencia, según se dicen, aún continúan entre los innumerables Whateley, decadentes o no, del Miskatonic superior.
Un manuscrito casi interminable, cubierto de extraños caracteres y escrito sobre un gran libro mayor, al que se tomó por una especie de diario, debido al espaciado, así como a las variaciones en tinta y escritura, resultó un enigma indescifrable para aquellos que lo encontraron en un viejo buró que servía como escritorio a su dueño. Tras una semana de discusión, fue depositado en la Universidad de Miskatonic, junto con la colección de extraños libros del difunto, para su estudio y posible copia; pero incluso los mejores lingüistas comprobaron pronto que no era posible descifrarlo con facilidad. No se encontró nada del oro antiguo con el que Wilbur y el viejo Whateley pagaban siempre sus deudas.
Fue al oscurecer del 9 de septiembre cuando se desató el horror. Los sonidos de la colina habían sido muy fuertes durante la tarde y los perros ladraron frenéticamente toda la noche. Los madrugadores del día 10 notaron un hedor muy particular en el aire. Sobre las siete en punto, Luther Brown, el mozo de George Corey, que tenía su granja entre el barranco de Cold Spring y el pueblo, volvió espantado de su salida matutina a los pastos de Ten-Acre con las vacas. Sufría casi convulsiones de pavor cuando entró dando tumbos en la cocina, mientras, afuera, el no menos espantado rebaño pateaba y mugía penosamente, habiendo seguido al mozo de regreso con pánico compartido. Entre resuellos, Luther trató de balbucear su historia a la señora Corey.
—Arriba en el camino, pasado el barranco, señora Corey… ¡ahí hay algo! Apesta a demonios, y todos los matorrales y arbolillos están derribados, como si les hubiera pasado una casa por encima. Hay huellas en el camino, señora Corey… grandes pisadas, redondas como tapas de tonel, tan profundas como si fuesen de elefante, ¡solo que tienen por lo menos metro y medio! Vi una o dos y salí corriendo, y vi que todas estaban cubiertas de líneas que salían de un centro, como grandes hojas de palma, solo que dos o tres veces más grandes… hundidas en el camino. Y el olor era asqueroso, igual al que hay donde la casa de brujo Whateley.
Aquí vaciló y pareció acometido de nuevo por el miedo que le había hecho correr de vuelta a casa. La señora Corey, incapaz de sacarle más información, comenzó a telefonear a los vecinos, dando comienzo a una obertura de pánico que presagiaba mayores terrores. Cuando llegó a Sally Sawyer, ama de llaves de Seth Bishop, cuya granja era la más cercana a la de los Whateley, le tocó el turno de oír más que de hablar, ya que Chauncey, el hijo de Sally, que dormía poco, había ido por la colina hasta la granja Whateley y había vuelto aterrorizado, luego de echar un vistazo a la casa y al pastizal donde habían dejado, durante la noche, las vacas del señor Bishop.
—Sí, señora Corey —le llegó la voz trémula de Sally por el aparato—. ¡Chauncey acaba de volver y casi no podía ni hablar del susto! Dice que la casa del viejo Whateley ha reventado y los maderos están desparramados alrededor, como si la hubieran dinamitado desde dentro; solo queda el suelo y está cubierto de una sustancia pringosa que huele como el demonio y lo moja todo hasta el lugar donde están los maderos. Y hay unas marcas horribles en el suelo… marcas más grandes que la tapa de un barril y todas llenas de la misma sustancia que la casa reventada. Chauncey dice que van hacia los prados, donde hay un gran tramo aplastado, y los muros están caídos por donde ha pasado.
»Y dice, señora Corey, que fue a ver a las vacas de Seth, espantado como estaba, y las encontró en el pastizal de arriba, cerca del Salto del Diablo, en un estado espantoso. La mitad de ellas faltaban y a la otra mitad le han chupado la sangre, con marcas como las que ha tenido el ganado de Whateley desde que nació el retoño negro del Lavinia. Seth ha ido a verlo, ¡aunque no creo que se acerque mucho a la granja del brujo Whateley! Chauncey no se paró a mirar hacia donde iba el gran rastro después de salir del pastizal, pero dice que cree que se dirigía al camino que va del barranco al pueblo.
»Le digo, señora Corey, que hay algo suelto y no es bueno salir, y tengo para mí que detrás de todo esto está ese negro de Wilbur Whateley, que tuvo el mal fin que se merecía. No era humano del todo, se lo he dicho a todo el mundo; y creo que entre él y el viejo Whateley criaron algo en esa casa clausurada, que no era tan humano como él. Ha habido desde siempre seres invisibles rondando Dunwich —seres vivos—, que no son tan humanos ni buenos como la gente.
»El suelo rugió anoche y, hacia la mañana, Chauncey oyó cantar a los chotacabras en el barranco de Cold Spring, de forma que ya no pudo dormir. Luego, creyó escuchar otro sonido débil, hacia la parte de la casa del brujo Whateley… una especie de chascar o romper madera, como cuando se abre una caja o un embalaje. Intrigado por lo que pudiera ser, ya no pudo dormir hasta la salida del sol y, tan pronto como amaneció, fue a ver la casa de los Whateley. A enterarse de qué pasaba. ¡Y ya vio bastante, señora Corey! Esto no nos va a traer nada bueno, y creo que los hombres debieran formar una partida y hacer algo. Sé que hay algo espantoso por aquí suelto, y siento que me llega la hora, aunque solo Dios sabe exactamente cómo será.
»¿Le ha dicho su Luther algo de hacia dónde llevaban esas grandes marcas? ¿No? Bueno, señora Corey, si estaban en el camino del barranco, a este lado, y no llegan a su casa, calculo que debe estar en el barranco mismo. Tiene que ser así. Siempre he dicho que el barranco de Cold Spring no es un lugar conveniente y saludable. Los chotacabras y las luciérnagas nunca actúan como criaturas de Dios, y hay quien dice que se pueden oír ruidos extraños y conversaciones en el aire allá abajo si uno se pone en el lugar apropiado, entre los rápidos y Bear’s Den.
A mediodía, sus buenas tres cuartas partes de los hombres y muchachos de Dunwich patrullaban por los caminos y praderas entre las ruinas recientes de la casa Whateley y el barranco de Cold Spring, examinando horrorizados las inmensas y monstruosas pisadas, las mutiladas vacas de Bishop, la extraña y hedionda catástrofe de la granja y la vegetación arrollada y aplastada de campos y cunetas. Lo que fuera que se hubiese desatado sobre el mundo, había ido sin duda a ese profundo y siniestro barranco, ya que los árboles de los lados estaban torcidos y rotos, y se había abierto una gran avenida en el sotobosque que crecía al borde del precipicio. Era como si una casa, arrastrada por una avalancha, se hubiera deslizado por los enmarañados bancales de esa ladera casi vertical. Ningún sonido llegaba de abajo, sino tan solo una lejana e indefinible pestilencia; y no es de extrañar que los hombres prefiriesen quedarse en el borde y discutir antes que descender y arrostrar el desconocido horror ciclópeo que allí se escondía. Tres perros que iban con la partida habían ladrado furiosamente al principio, pero se habían mostrado acobardados y reacios al hallarse cerca del precipicio. Alguien telefoneó al Aylesbury Transcript; pero el editor, acostumbrado a las historietas extravagantes sobre Dunwich, no le dedicó más que un párrafo humorístico, prontamente reproducido por Associated Press.
Esa noche nadie salió de casa, y cada vivienda y establo fue asegurado tan sólidamente como fue posible. Es innecesario decir que no se dejó ningún ganado a campo abierto. Sobre las dos de la mañana, un terrible olor y el aullido de los perros despertaron a los habitantes de la casa de Elmer Fryes, al lado oriental del barranco de Cold Spring, y todos estuvieron de acuerdo en que se escuchaba una especie de amortiguado siseo o chapoteo procedente de algún lugar del exterior. La señora Frye propuso telefonear a los vecinos y Elmer iba a darle la razón cuando el ruido de madera triturada interrumpió su deliberación. Provenía, al parecer, del establo, y fue casi en el acto seguido de un odioso escándalo y ruido de estampida entre el ganado. Los perros babearon y se acurrucaron a los pies de la espantada familia. Frye encendió una linterna llevado por el hábito, pero comprendió que la muerte lo estaba esperando en el negro corral. Los niños y las mujeres gimotearon, aunque no llegaron a gritar, merced a algún oscuro y vestigial instinto de defensa que les decía que su supervivencia dependía del silencio. Al final, el escándalo entre el ganado se redujo a un espantable mugir y un gran chascar, romper y crepitar. Los Frye, reunidos en la sala de estar, no se atrevieron a moverse hasta que los últimos ecos se alejaron rumbo al barranco de Cold Spring. Entonces, entre los débiles mugidos del establo y el demoníaco canto de los últimos chotacabras del barranco, Selina Frye se tambaleó hacia el teléfono y difundió como pudo lo sucedido en esa segunda fase del horror.
Al día siguiente toda la zona estaba sumida en el pánico y la cobardía, y grupos enmudecidos por el espanto acudieron al escenario del hecho infernal. Había dos titánicos senderos de destrucción, entre el barranco y la granja de los Frye, con monstruosas pisadas en las zonas de tierra y un costado del viejo establo rojo hundido completamente. Solo pudieron encontrar e identificar una cuarta parte del ganado. Algunos animales estaban extrañamente despedazados y hubo que sacrificar a todos los supervivientes. Earl Sawyer sugirió pedir ayuda a Aylesbury o Arkham, pero otros decían que no tenía sentido. El viejo Zebulón Whateley, de una rama que estaba a medio camino entre la salubridad y la decadencia, hizo de una forma oscura extrañas sugerencias sobre los ritos que debían practicarse en lo alto de las colinas. Procedía de una línea en la que se guardaban las tradiciones, y sus recuerdos de cánticos en los grandes círculos de piedra no tenían relación con lo que hacían Wilbur y su abuelo.
La oscuridad cayó sobre una estremecida región, demasiado pasiva como para organizar una defensa eficaz. En algunos casos, familias estrechamente emparentadas se reunieron y montaron vigilancia bajo un mismo techo; pero, en general, todo lo que se hizo fue una repetición del encierro de la noche anterior, con el fútil e ineficaz gesto de cargar fusiles y dejar las horcas a mano. No ocurrió nada, no obstante, a no ser algunos ruidos en las colinas, y, al llegar el día, muchos tuvieron la esperanza de que el horror se hubiera ido tan repentinamente como había llegado. Hubo incluso audaces que propusieron una expedición punitiva al barranco, pero nadie se animó a dar ejemplo a la reacia mayoría.
Cuando cayó la noche se repitieron los encierros, aunque hubo menos casos de reunión de familias. Por la mañana, tanto los de la casa Frye como los de la de Seth Bishop, hablaron de excitación entre los perros, así como sobre vagos sonidos y hedores lejanos, y los madrugadores advirtieron con horror un nuevo rastro monstruoso que circunvalaba Sentinel Hill. Como antes, los laterales del camino mostraban un destrozo que señalaba la enorme y blasfema masa del horror, mientras que la forma de las huellas parecía indicar un ir y un venir, como si la montaña móvil hubiera salido del barranco de Cold Spring y vuelto por el mismo camino. En la base de la colina había un área de unos diez metros de carrascal aplastada, con los matorrales mirando hacia delante, y los buscadores jadearon al ver que ni siquiera los lugares más escarpados desviaban la inexorable trayectoria. Lo que quiera que fuese el horror, podía escalar un barranco de piedra casi absolutamente vertical y, cuando los investigadores subieron a la cima de la colina, por rutas más seguras, vieron que el rastro acababa —o mejor, que se volvía— allí.
Era en aquel lugar donde los Whateley solían encender sus fuegos infernales y cantar sus demoníacos rituales, junto al altar de piedra, en vísperas de Mayo y de Difuntos. Ahora, esa misma piedra formaba el centro de un gran espacio revuelto por el horror montañoso, mientras que sobre su superficie, ligeramente cóncava, había un espeso y fétido depósito de la misma sustancia pegajosa observada en el suelo de la demolida casa Whateley cuando el horror escapó. Los hombres se miraron unos a otros y musitaron. Luego observaron colina abajo. Al parecer, el horror había bajado por una ruta muy parecida a la de ascenso. Era inútil especular. La razón, la lógica y las ideas normales sobre móviles estaban confundidas. Solo el viejo Zebulón, que no estaba con el grupo, podría haber hecho justicia a la situación o sugerir una explicación plausible.
El jueves por la noche comenzó como los otros y acabó menos felizmente. Los chotacabras de la cañada habían estado chillando con tan insólita persistencia que muchos no pudieron dormir, y hacia las tres de la madrugada todos los sonidos sonaron estremecedoramente. Aquellos que cogieron los auriculares oyeron una voz estragada por el miedo que gritaba «¡Socorro, por Dios…!», y algunos creyeron escuchar un recrujir seguido del corte de comunicación. No hubo más. Nadie se atrevió a hacer nada, y nadie supo hasta por la mañana quién había llamado. Más tarde, todos los que habían escuchado estuvieron llamándose entre ellos, hasta descubrir que eran los Frye los que no respondían. Todo quedó claro una hora más tarde, cuando un grupo de hombres armados, reunido a toda prisa, acudió a la casa de los Frye en la boca del barranco. Era horrible, aunque no sorprendente. Había más vegetación aplastada y pisadas monstruosas, pero la casa ya no existía. Estaba aplastada como un huevo y no encontraron a nadie ente las ruinas, ni vivo ni muerto. Solo una sustancia hedionda y pegajosa. La familia de Elmer Frye había sido borrada de Dunwich.
Al mismo tiempo, otra fase del horror más tranquila, aunque aún más turbadora espiritualmente, se desarrollaba de forma oscura tras la puerta cerrada de una estancia llena de estanterías en Arkham. El curioso manuscrito, que se suponía era el diario de Wilbur Whateley, enviado a la universidad de Miskatonic para su traducción, había causado gran preocupación y desconcierto a los expertos en lenguajes tanto modernos como antiguos; el mismo alfabeto, pese a cierto parecido con el grueso arábigo usado en Mesopotamia, era absolutamente desconocido para todas las autoridades en la materia. La conclusión final de los lingüistas fue que se trataba de un alfabeto artificial, como si fuese un cifrado; aunque ninguno de los métodos habituales de descifrado criptográfico parecía suministrar la solución; ni siquiera aplicándolo a todas las lenguas que el autor, concebiblemente, hubiera podido usar. Los libros antiguos de la casa Whateley, aunque eran sumamente interesantes y, en cierto casos, prometían abrir nuevas y terribles líneas de pensamiento entre filósofos y hombres de ciencia, no servían de nada en tal asunto. Uno de ellos, un pesado tomo con cierres de cuero, estaba en otro alfabeto desconocido… aunque este tenía un aspecto bien diferente, dando la impresión de ser un sánscrito más antiguo que todos los conocidos. El viejo libro mayor, al cabo, fue entregado al doctor Armitage, tanto por el peculiar interés que este último tenía en el caso Whateley, como por su amplio conocimiento lingüistico y su erudición en las fórmulas místicas de la Antigüedad y la Edad Media.
Armitage suponía que el alfabeto podía ser algún sistema esotérico utilizado por prohibidos cultos, que habían pervivido desde tiempos antiguos y habían heredado muchas formas y tradiciones de los magos de época sarracena. Esa cuestión, no obstante, no era asunto vital, ya que podía ser innecesario conocer el origen de los símbolos si, como sospechaba, estaban utilizados para codificar lenguaje moderno. Creía que, dado el gran volumen de texto involucrado, el escritor no podía haber asumido el problema de utilizar otro idioma que el suyo propio, excepto quizá para algunas fórmulas y encantamientos especiales. En consecuencia, puso manos a la obra sobre el manuscrito con la presunción de que casi todo estaba en inglés.
El doctor Armitage sabía, por los reiterados fallos de sus colegas, que el enigma era profundo y complejo, y que no merecía la pena ensayar ningún método sencillo de resolución. Durante todo el final de agosto se sumió en el acervo de criptografía, recurriendo a cuanto tenía en su propia biblioteca y pasando noche tras noche entre los arcanos de la Poligraphia de Trithemius, De Furtivis Literarum Notis de Giambattista Pota, el Traité des Chiffres de De Vigénère, el Cryptomenysis Patefacta de Falconer, los tratadistas del siglo dieciocho como Davys y Thicknesse y algunas autoridades modernas como Blair, von Marten y la Kryptographik de Klüber. Intercalaba su estudio de los libros con el trabajo sobre el propio manuscrito y, con el tiempo, se convenció de que tenía que vérselas con una de las más sutiles e ingeniosas criptografías, en la que muchas series distintas de letras estaban relacionadas como en una tabla de multiplicar, y el mensaje construido sobre palabras clave arbitrarias conocidas solo por los iniciados. Las autoridades más antiguas parecían más útiles que las nuevas, y Armitage llegó a la conclusión de que el código del manuscrito era de gran antigüedad, sin duda transmitido a través de una larga serie de experimentadores místicos. A veces parecía rozar la clave, pero siempre tenía que retroceder ante algún obstáculo imprevisto. Luego, llegando septiembre, las nubes comenzaron a despejarse. Algunas letras, tal como se usaban en ciertas partes del manuscrito, emergieron definidas e inconfundibles y quedó patente que el texto, en efecto, estaba en inglés.
La tarde del 2 de septiembre cayó la última de las grandes barreras, y el doctor Armitage, por primera vez, pudo leer un pasaje completo del diario de Wilbur Whateley. Era en verdad un diario, tal como habían supuesto, y estaba redactado en un estilo que mostraba claramente esa mezcolanza de erudición de ocultista e incultura general, propia del ser que lo escribió. El primer pasaje largo que Armitage descifró, una anotación fechada el 26 de noviembre de 1916, mostraba ser sumamente estremecedora e inquietante. Estaba escrita, recordó, por un chico de tres años y medio que parecía tener doce o trece.
Hoy aprendí el aklo para el Sabaoth —decía—, que no me gustó, ya que fue respondido desde la colina y no desde el aire. Ese de la planta de arriba me aventaja más de lo que yo creía, y no tiene mucho cerebro terrestre. Le pegué un tiro al collie Jack, de Elam Hutchins, cuando quiso morderme, y Elam dijo que algún día me mataría. Espero que no. El abuelo me advirtió contra decir la fórmula Dho la noche pasada, y creo que vi la ciudad interior entre los dos polos magnéticos. Iré a esos polos cuando la Tierra haya sido arrasada y yo sepa pronunciar la fórmula Dho-Hna. Los del aire me dijeron el Aquelarre que deben pasar muchos años antes de que pueda arrasar la Tierra, y supongo que el abuelo estará muerto para entonces, así que he de aprender todos los ángulos y planos y todas las fórmulas entre el Yr y el Nhhngr. Los del exterior ayudarán, pero no pueden encarnarse sin ayuda de la sangre humana. Ese de la planta de arriba demuestra que tendrán el aspecto correcto. Puedo ver un poco cuando hago el signo Woorish o soplo el polvo de Ibn Ghazi sobre él, y es casi como eran ellos la Víspera de Mayo en la colina. La otra parte puede acabar desapareciendo. Me pregunto cómo me veré cuando la Tierra sea arrasada y no haya seres sobre ella. Ese que apareció al recitar el aklo dijo que puedo transfigurarme y ser prácticamente igual a los del exterior.
La mañana sorprendió al doctor Armitage cubierto de sudor frío y frenético de desvelada concentración. No había soltado el manuscrito en toda la noche y se sentaba a su mesa, bajo la luz eléctrica, pasando, con manos temblorosas, página tras página tan rápido como iba descifrando el críptico texto. Había hecho una nerviosa llamada telefónica a su mujer para decirle que no iría a casa, y, cuando ella le llevó el desayuno, a duras penas pudo tomar un bocado. Estuvo leyendo todo el día, deteniéndose en ciertos puntos cuando era necesario un reajuste de la clave. Le llevaron comida y cena, pero solo tomó un poco de ambos. Hacia la mitad de la noche, se durmió en la silla, pero pronto despertó, emergiendo de un laberinto de pesadillas casi tan odiosas como las verdades y amenazas para la existencia humana que había descubierto.
En la mañana del 4 de diciembre el profesor Rice y el doctor Morgan insistieron en verlo un instante y salieron temblorosos y con la cara del color de la ceniza. Esa tarde se fue a la cama, pero durmió solo a ratos. El día siguiente, miércoles, volvió al manuscrito y comenzó a tomar abundantes notas, tanto de las secciones que leía como de las que ya había descifrado. En la madrugada de esa noche durmió un poco en un sillón de su despacho, pero estaba aplicado al manuscrito antes del alba. Un poco antes del mediodía, su médico, el doctor Hartwell, fue a verlo e insistió en que cesara de trabajar. Se negó, alegando que era de la mayor importancia completar la lectura del diario y prometiendo una explicación a su debido tiempo.
Esa tarde, justo a la hora del crepúsculo, terminó su terrible lectura y se echó atrás, exhausto. Su esposa, al llevarle la cena, lo encontró en un estado semicomatoso, pero estaba lo bastante consciente como para avisarla con un gran grito cuando vio que sus ojos iban a las notas que había tomado. Alzándose penosamente, reunió los papeles garabateados y los metió en un gran envoltorio, que inmediatamente puso en el bolsillo interior de su chaqueta. Tenía fuerzas suficientes como para ir a casa, pero estaba claro que necesitaba atenciones médicas, cosa que le dio el doctor Hartwell. Mientras el doctor lo metía en la cama, solo pudo musitar una y otra vez.
—¿Pero qué, en el nombre de Dios, podemos hacer?
El doctor Armitage se durmió, pero estaba en estado de delirio parcial al día siguiente. No dio explicaciones a Hartwell, pero en sus momentos de mayor calma hablaba de la imperativa necesidad de una larga conferencia con Rice y Morgan. Sus más extravagantes desvaríos eran de lo más alarmantes, incluyendo alusiones frenéticas a que había que destruir algo en una granja abandonada y fantásticas referencias a un plan para el exterminio completo de toda la raza humana, animal y vegetal de la Tierra, obra de alguna terrible raza de seres más antiguos procedentes de otra dimensión. Gritaba que el mundo estaba en peligro, ya que los Seres Antiguos deseaban arrasarlo y arrastrarlo, desde el sistema solar y el cosmos de materia, a otro plano o fase, del que una vez había salido hacía trillones de años. Otras veces pedía el temido Necronomicón o el Daemonología de Remigius, en los que esperaba encontrar alguna fórmula con la que tratar de conjurar el peligro.
—¡Hay que pararlos, hay que pararlos! —gritaba—. ¡Esos Whateley querían abrirles la puerta, y el peor de ellos aún anda suelto! Diles a Rice y a Morgan que tenemos que hacer algo; es un asunto a la desesperada, pero yo sé cómo fabricar los polvos… no ha comido desde el 2 de agosto, cuando Wilbur vino aquí a morir, y a estas alturas…
Pero Armitage tenía un fuerte físico, a pesar de sus setenta y tres años, y durmió su problema esa noche sin sufrir verdadera fiebre. Se levantó tarde el viernes, con la cabeza despejada, clarificado por el miedo constante y un tremendo sentido de responsabilidad. El sábado por la tarde se sintió capaz de ir a la biblioteca y conferenciar con Rice y Morgan, y el resto del día y de la noche los tres hombres torturaron sus cerebros con las especulaciones más descabelladas y el más desesperado de los debates. Sacaron gran cantidad de libros, extraños y terribles, de montones y estanterías y los dispusieron en embalajes seguros; copiaron diagramas y fórmulas con prisa febril y en una abundancia desconcertante. No había escepticismo en ellos. Los tres habían visto el cuerpo de Wilbur Whateley mientras yacía en una sala de ese mismo edificio, y después de eso, ninguno de ellos podía sentirse siquiera ligeramente inclinado a considerar el diario como el delirio de un loco.
Las opiniones se dividían sobre informar a la policía estatal de Massachusetts o no, y al final se impuso la negativa. Había elementos involucrados que, simplemente, no iban a ser creídos por aquellos que no habían visto las pruebas, como de hecho se hizo patente en la investigación realizada tras la muerte de Wilbur. Por la noche, levantaron la sesión sin haber desarrollado un plan definido, pero, el domingo, Armitage estuvo comparando fórmulas y mezclando elementos químicos sacados del laboratorio universitario. Cuanto más reflexionaba sobre el infernal diario, más se inclinaba a dudar de la eficacia de cualquier agente material a la hora de acabar con la entidad que Wilbur Whateley había dejado tras de sí… la entidad que amenazaba a la Tierra entera y que, aunque él no lo sabía, había emergido hacía pocas horas dando comienzo al memorable horror de Dunwich.
El lunes fue una repetición del domingo para el doctor Armitage, porque la tarea en curso requería una infinidad de búsquedas y experimentos. Posteriores consultas del monstruoso diario provocaron cambios de planes y aún sabía que, a la postre, debían quedar muchos cabos por atar. El martes había trazado una línea definida de acción y creía que podría intentar un viaje a Dunwich antes de una semana. Entonces, el miércoles llegó el gran golpe. Perdido en una esquina del Arkham Advertiser, había un pequeño artículo de la Associated Press hablando de que el güisqui de contrabando de Dunwich había creado un monstruo capaz de batir todos los récords. Armitage, apabullado, solo pudo telefonear a Rice y Morgan. Discutieron hasta altas horas de la madrugada, y el día siguiente fue un torbellino de preparativos para todos. Armitage sabía que podía estar jugando con poderes terribles, pero comprendió que no había otra forma de anular la aún más profunda y maligna acción que otros habían realizado antes que él.
El viernes por la mañana, Armitage, Rice y Morgan fueron en coche a Dunwich, llegando al pueblo sobre la una de la madrugada. El día era agradable, pero, incluso en la más brillante luz del sol, una especie de reposado miedo y maravilla parecía colgar sobre las colinas, extrañamente redondeadas, y las profundas y sombrías barrancas de la desolada región. De vez en cuando podía columbrarse contra el cielo un magro círculo de piedras enhiesto sobre la cima de algún monte. Por el aire de silenciado espanto en el almacén de Osborn comprendieron que había sucedido algo odioso, y pronto supieron de la aniquilación de la casa y familia de Elmer Frye. A lo largo de la tarde, deambularon por Dunwich, preguntando a los lugareños qué había ocurrido y examinando en persona, con crecientes punzadas de terror, las terribles ruinas de la casa de Frye, con sus persistentes restos de sustancia pringosa, las blasfemas huellas en el corral de Frye, el ganado herido de Seth Bishop y las enormes avenidas de rota vegetación en varios lugares. El rastro que subía y bajaba de Sentinel Hill le pareció a Armitage de significado casi cataclísmico y observó largo rato el siniestro altar de piedra de la cima. Al cabo, los visitantes, advertidos de que una partida de policías estatales habían llegado esa mañana desde Aylesbury, como consecuencia del informe sobre la tragedia de los Frye, decidieron entrevistarse con los agentes y cotejar notas hasta donde pudieran. No obstante, eso no resultó tan fácil de hacer como de pensar, ya que no encontraron rastro de ellos por ningún lugar. Habían llegado cinco, en un coche, pero este estaba abandonado cerca de las ruinas del corral de Frye. Los lugareños, que ya habían hablado con los policías, estaban al principio tan perplejos como Armitage y sus compañeros. Luego, al viejo Sam Hutchinson se le ocurrió una cosa y empalideció, antes de dar un codazo a Fred Farr y apuntar a la húmeda y profunda hondonada que se abría allí al lado.
—¡Por Dios! —boqueó—. Les dije que no bajaran al barranco; nunca pensé que nadie fuera a hacerlo, con esas huellas, esa peste y los chotacabras chillando ahí abajo en la oscuridad del mediodía…
Un estremecimiento helado sacudió a lugareños y forasteros, y todos afinaron el oído en una escucha instintiva e inconsciente. Armitage, ahora que ya se había desatado el horror, con sus monstruosas consecuencias, tembló ante la responsabilidad que recaía sobre sus hombros. Pronto caería la noche, y era entonces cuando la montañosa blasfemia abría su espantosa ruta. Negotium perambulans in tenebris… El viejo bibliotecario ensayó la fórmula que había memorizado, mientras estrujaba el papel que contenía la que no había memorizado. Comprobó que su linterna funcionara. Rice, a su lado, sacó de una maleta un pulverizador de metal, como los usados para fumigar insectos, mientras que Morgan sacaba un fusil de gran calibre, pese a que sus colegas le habían advertido de que nada material podría ayudarles.
Armitage, habiendo leído el odioso diario, sabía, con espanto, demasiado bien qué tipo de manifestación esperar, pero no aumentó el miedo de la gente de Dunwich dando insinuaciones o pistas. Esperaba poder vencerlo sin revelar al mundo qué espantoso monstruo andaba suelto. Al ir espesando las sombras, los lugareños comenzaron a retirarse hacia sus casas, ansiosos de encerrarse, a pesar de la evidencia de que ningún cerrojo ni cerradura valía ante un ser cuya fuerza abatía árboles y hundía casas a placer. Agitaron la cabeza ante el plan de los visitantes de montar guardia en las ruinas de la casa Frye cerca del barranco, y cuando se fueron tenían pocas esperanzas de volver a verlos.
Esa noche hubo rumores bajo las colinas, y los chotacabras chirriaron amenazadoramente. En una ocasión, un golpe de viento, procedente del barranco de Cold Spring, llenó con un soplo de inefable hedor el aire pesado de la noche; una pestilencia que ya habían olido antes los tres observadores cuando encontraron a un ser agonizante que durante quince años había pasado por ser casi humano. Pero el esperado horror no apareció. Lo que fuera que estuviese oculto en el barranco esperaba a su vez, y Armitage dijo a sus colegas que sería suicida tratar de atacarle en la oscuridad.
La mañana llegó desvaída y los sonidos nocturnos cesaron. Era un día gris y desolado, con ráfagas esporádicas de lluvia, y las nubes, cada vez más pesadas, parecían amontonarse más allá de las colinas del noroeste. Los hombres de Arkham no sabían qué hacer. Buscando refugio de la lluvia que arreciaba bajo los pocos cobertizos de Frye que aún estaban en pie, discutieron sobre la conveniencia de esperar o pasar a la acción y bajar en busca de su indescriptible y monstruosa presa. El chaparrón cobraba fuerza y sonaban truenos a lo lejos. Caían verdaderas cortinas de relámpagos, y uno doble y tremendo restalló muy cerca, como si hubiera golpeado el mismo barranco maldito. El cielo se puso muy negro, y los que esperaban confiaron en que la tormenta fuese de esas cortas y violentas, seguidas de tiempo despejado.
Estaba aún muy oscuro cuando, alrededor de una hora más tarde, sonó una confusa babel de voces en la carretera. Al momento siguiente vieron aparecer un espantado grupo, de más de una docena de hombres, que corría, gritaba e incluso gimoteaba histéricamente. Alguno, a la cabeza, comenzó a balbucear, y los hombres de Arkham se sobresaltaron con violencia cuando sus palabras hilaron algo coherente.
—¡Oh, Dios, Dios! —mascullaba—. ¡Ha vuelto y esta vez de día! ¡Está aquí fuera… está fuera y moviéndose ahora mismo, y solo el Señor sabe cuándo caerá sobre todos nosotros!
El que hablaba calló, pero otro tomó su relevo.
—Hace una hora, Zeb Whateley oyó sonar el teléfono y era la señora Corey, la mujer de George, que vive abajo, en el cruce. Decía que el mozo Luther había estado fuera protegiendo el ganado de la tormenta después del rayo, cuando vio que todos los árboles, al borde del barranco, en la parte este, caían a un lado; y olió el mismo espantoso olor que el otro lunes, cuando encontró las grandes huellas. Y ella decía que él había oído un sonido de deslizar y succionar, en absoluto parecido al que pueden hacer los árboles y matorrales derribados; y que, de repente, los árboles a lo largo del camino comenzaron a torcerse hacia un lado y que hubo un espantoso patear y chapotear en el barro. Pero, aparte de eso, Luther no vio nada, solo árboles y malezas que caían.
»Luego, más adelante, donde el arroyo de Bishop pasa bajo el camino, escuchó un espantoso crujir y romper en el puente, y dice que podría jurar que era el sonido de la madera al ceder y romperse. Y en ningún momento vio nada, solo árboles y maleza que se torcían; y, cuando el sonido deslizante se alejó por la carretera, hacia la casa del brujo Whateley y Sentinel Hill, Luther se atrevió a acercarse al sitio de los ruidos y mirar el suelo. Había barro y agua, y el cielo estaba oscuro y la lluvia estaba borrando muy rápido las huellas; pero comenzando en el borde del barranco, donde los árboles se habían movido, había aún esas espantosas y grandes pisadas que vio el lunes.
En ese momento, excitado, le interrumpió el primero que había hablado.
—Pero eso no es el problema ahora… es solo el comienzo. Zeb llamó a la gente y todos estaban en línea cuando llegó una llamada de la casa de Seth Bishop. Sally, su ama de llaves, estuvo hablando hasta que se cortó… decía que había visto doblarse los árboles junto a la carretera y afirmaba que había una especie de sonido como de triturar, como si un elefante se hinchase y empujase y avanzase hacia la casa. Luego habló de repente de que había un olor espantoso y dijo que su chico, Chauncey, estaba gritando que era la misma peste que había olido en la casa de los Whateley el lunes por la mañana. Y todos los perros estaban ladrando y gimiendo de forma espantosa.
»Después soltó un grito horrible y dijo que el cobertizo, camino abajo, se había hundido como si se lo hubiera llevado la tormenta, solo que el viento no era tan fuerte. Todos estaban a la escucha y pudimos oír a muchas personas jadear en el auricular. Sally volvió a gritar entonces y dijo que la cerca del corral delantero acababa de caerse, aunque no había visto nada que pudiera haberlo provocado. Todos los que estaban al teléfono oyeron a Chauncey y al viejo Seth Bishop gritar, y Sally estaba chillando que algo muy pesado había golpeado la casa… no un rayo ni nada parecido, sino algo muy pesado que había golpeado contra el frente, y lo hacía una y otra vez, aunque no podían ver nada por las ventanas delanteras. Y luego… luego…
Había surcos de miedo en todos los rostros, y Armitage, estremecido como estaba, apenas pudo reunir el aplomo suficiente como para instar a su oyente a proseguir.
—Y luego… Sally gritó de nuevo: «Socorro, la casa se hunde»… y por la línea pudimos oír un crujido terrible y un coro de gritos… justo como pasó en la granja de Elmer Frye, solo que aún peor…
El hombre se detuvo y otro del grupo prosiguió.
—Eso es todo… ni un sonido, ni un chillido más por el teléfono. Solo silencio. Los que estábamos a la escucha cogimos autos y carros, y reunimos a cuantos hombres pudimos en casa de Corey, y hemos venido a ver qué piensan ustedes que debe hacerse. Aunque yo creo que es una plaga divina, en castigo por nuestras iniquidades, y que ningún mortal podrá salvarse.
Armitage vio llegado el momento de actuar y habló con decisión a aquel vacilante grupo de espantados rústicos.
—Debemos seguir, amigos —dio a su voz cuanta seguridad fue posible—. Creo que hay una oportunidad de resolver esto. Ustedes saben que esos Whateley eran unos brujos… bueno, pues creo que esto es una especie de brujería y debemos combatirla con las mismas armas. He visto el diario de Wilbur Whateley y he leído alguno de esos libros viejos y extraños que solía consultar, y creo saber qué clase de hechizo hay que recitar para hacer que el ser se desvanezca. Por supuesto, es imposible estar seguro; pero siempre es posible intentarlo. Es invisible, como yo suponía; pero la cosa no está tan mal como hubiera estado de hallarse aún vivo Wilbur. Ustedes nunca podrán imaginarse de la que se ha librado el mundo. Sabemos que solo tenemos que luchar contra este ser y no puede multiplicarse. Puede, sin embargo, causar mucho daño, así que no pobemos dudar a la hora de librar de él a la comunidad.
»Debemos seguirlo, y el lugar por donde debemos comenzar es el que acaba de atacar. Que alguien nos muestre cómo ir… no conozco los caminos, pero seguro que hay atajos. ¿Estamos de acuerdo?
Los hombres removieron los pies un momento, y luego Earl Sawyer habló titubeante, apuntando con un dedo mugriento a través de la lluvia que iba cesando con rapidez.
—Supongo que el camino más rápido para ir a casa de Seth Bishop es cortando a través del prado bajo, pasando el arroyo por el vado y subiendo a través de los sembrados de Carrier y la arboleda de más allá. Eso lleva al camino de arriba, justo al lado de la casa de Seth… un poco al otro lado.
Armitage, con Rice y Morgan, se lanzaron en la dirección indicada, y la mayoría de los lugareños los siguió con lentitud. El cielo estaba aclarando y había signos de que la tormenta se alejaba. Cuando Armitage, sin querer, tomó la dirección equivocada, Joe Osborn le avisó y se puso delante para guiarlo. El coraje y la confianza crecían, aunque la umbría que creaban las colinas boscosas, de laderas casi perpendiculares, al final del atajo, y la oscuridad de esos árboles, fantásticamente antiguos, entre los que tenía que trepar como por una escalera, ponían seriamente a prueba tales cualidades.
Al cabo, desembocaron en un camino embarrado, para encontrarse con que el sol estaba saliendo. Había un corto trecho hasta la casa de Seth Bishop, pero los árboles torcidos y los rastros odiosamente inconfundibles mostraban lo que había pasado por allí. Solo perdieron unos instantes en inspeccionar las ruinas, justo al lado del rastro de destrucción. Era igual que con la casa de los Frye, y no encontraron nada, ni vivo ni muerto, en las aplastadas carcasas que fueran la casa y el establo de Bishop. Nadie pudo aguantar allí, entre el hedor y la viscosa sustancia pegajosa, pero todos se volvieron, por instinto, hacia la línea de horribles pisadas que iban hacia la destrozada granja Whateley y las laderas coronadas por el altar de Sentinel Hill.
Al pasar ante la casa de Wilbur Whateley, los hombres se estremecieron visiblemente y parecieron de nuevo mezclar duda con celo. No era algo trivial perseguir a algo tan grande como una casa e invisible, pero que olía a mil demonios. Frente a la base de Sentinel Hill, las huellas abandonaban el camino y había más vegetación torcida y aplastada, visible a lo largo de la ancha franja que marcaba la primera vez que el monstruo había subido y bajado de la cima.
Armitage sacó un catalejo de bolsillo de alcance considerable y escudriñó la empinada ladera verde de la colina. Luego tendió el instrumento a Morgan, cuya vista era mejor. Tras mirar un momento, Morgan gritó de forma aguda, pasando el aparato a Earl Sawyer e indicándole cierto punto en la ladera con el dedo. Sawyer, tan torpe como cualquiera que no utiliza instrumental óptico, tanteó durante un segundo, aunque acabó enfocando el aparato con ayuda de Armitage. Cuando lo hizo, su grito fue menos contenido que el de Morgan.
—¡Dios Todopoderoso! ¡La hierba y las matas se mueven! ¡Va hacia la cima, tan lento como si reptase, el cielo sabe para qué!
Al instante, la semilla del pánico pareció prender entre los mirones. Una cosa era ir detrás de la indescriptible entidad y otra muy distinta encontrarla. Los conjuros podían ser eficaces, pero… ¿y si fallaban? Las voces comenzaron a cuestionar lo que Armitage sabía sobre el ser y ninguna respuesta pareció satisfacerlos. Todos se sintieron demasiado cerca de estadios del ser y de la naturaleza completamente prohibidos y del todo ajenos a la salubre experiencia de la humanidad.
Al final, los tres hombres de Arkham —el viejo doctor Armitage, de barbas blancas; el profesor Rice, achaparrado y de barba gris, y el flaco y juvenil doctor Morgan— subieron solos al monte. Tras muchas pacientes instrucciones sobre el enfoque, dejaron el catalejo al espantado grupo que se quedó en la carretera y, según trepaban, fueron observados detenidamente por estos, que se pasaban las lentes de uno a otro. El ascenso era arduo, y Armitage necesitó ayuda más de una vez. Muy por encima del grupo, el terreno aplastado temblaba, como si el infernal ser que lo había creado pasara una y otra vez sobre él, con paciencia de caracol. Así, era obvio que los tres estaban subiendo.
Curtis Whateley —de la rama sana— tenía el catalejo cuando el grupo de Arkham sorteó de repente el claro. Dijo a los demás que, sin duda, trataban de llegar a un alto secundario que dominaba el calvero, desde un punto bastante por delante de donde los matorrales habían sido aplastados. Esto, en efecto, probó ser cierto y vieron cómo el grupo ganaba la elevación menor solo un poco después de que la blasfemia hubiera pasado.
Entonces, Wesley Corey, que había cogido el aparato, gritó que Armitage estaba ajustando el pulverizador que llevaba Rice y que algo debía estar a punto de suceder. El grupo se agitó con desasosiego, recordando que se esperaba que ese pulverizador permitiera un atisbo, por un momento al invisible horror. Dos o tres hombres cerraron los ojos, pero Curtis Whateley recuperó de un tirón el catalejo y enfocó a lo alto. Vio que Rice, desde el lugar aventajado sobre y detrás del ser, tenía una excelente oportunidad de pulverizar aquel potente polvo de efectos maravillosos.
Aquellos que no tenían el catalejo obtuvieron solo una fugaz vislumbre de una nube grisácea —una nube con el tamaño de un edificio de moderadas dimensiones— cerca de la cima. Curtis, que había cogido el instrumento, lo dejó caer con un grito estremecedor en la fangosa cuneta. Se tambaleó, y hubiera caído por tierra de no haberle echado mano dos o tres de sus compañeros. Todo lo que pudo musitar, medio inaudiblemente, fue:
—Oh, oh, Dios mío… eso… eso…
Hubo un pandemonio de preguntas, y solo Henry Wheeler pensó en recoger el caído catalejo y limpiarlo de barro. Curtis era incapaz de decir nada coherente, e incluso las respuestas aisladas suponían casi demasiado para él.
—Tan grandes como un establo… todo hecho de cuerdas retorcidas… con la forma de un inmenso huevo de gallina, con docenas de patas como barriles que medio se cerraban al andar… no tiene nada sólido; todo es como gelatina y hecho de cuerdas serpenteantes, como pegadas juntas… con grandes ojos saltones por todo él… diez o veinte bocas o trompas a todo lo largo de los costados, grandes como tubos de estufas, y todas moviéndose, abriendo y cerrando… completamente gris, con algo así como anillos azules o púrpuras… y por Dios… ¡ese medio rostro en lo más alto!
Ese recuerdo final, cualquiera que fuese, resultó demasiado para el pobre Curtis y se desmayó antes de poder decir nada más. Henry Wheeler, temblando, enfocó el catalejo hacia la montaña para ver qué ocurría. A través del objetivo se distinguían tres pequeñas figuras que, al parecer, corrían hacia la cima tan rápido como se lo permitía la empinada pendiente. Solo eso, nada más. Luego todos se percataron de un ruido, sumamente anormal, en el profundo valle de detrás, y aún en el sotobosque de Sentinel Hill mismo. Era el chirrido de innumerables chotacabras, y en su estribillo agudo parecía acechar una nota de tensa y maligna expectación.
Earl Sawyer cogió ahora el catalejo e informó de que las tres figuras estaban en lo más alto, virtualmente al mismo nivel que el altar de piedra, pero a considerable distancia de la misma. Una figura, según dijo, parecía alzar las manos sobre la cabeza a rítmicos intervalos; y mientras Sawyer decía eso, el grupo creyó oír un débil y semimusical sonido en la distancia, como si los gestos allí arriba fuesen acompañados por algún cántico. La extraña silueta en esa lejana cima podría haber sido un espectáculo infinitamente grotesco e impresionante, pero ningún observador estaba para consideraciones estéticas.
—Supongo que está pronunciando el hechizo —susurró Wheeler, apropiándose del telescopio. Los chotacabras estaban chirriando de forma salvaje, con un ritmo irregular, de lo más curioso y distinto al ritual que veían ejecutar a la figura.
De repente, el resplandor del sol pareció disminuir sin que pasase ninguna nube. Fue un fenómeno de lo más peculiar y quedó constatado por todos. Un sonido rugiente parecía fraguar bajo las montañas, mezclándose de forma extraña con un concordante rumor que llegaba, sin ninguna duda, del cielo. Centelleó un relámpago, y el maravillado grupo buscó en vano los portentos de la tormenta. El cántico de los hombres de Arkham se hizo ahora inconfundible, y Wheeler vio, a través del objetivo, que todos estaban alzando los brazos al ritmo del encantamiento. Desde alguna lejana granja llegó un frenético ladrar de perros.
El cambio de la luz se hizo aún más patente, y el grupo observó el horizonte con asombro. Una oscuridad purpúrea, que no se debía a otra cosa que a un ahondamiento del azul del cielo, caía sobre las rugientes colinas. Luego volvió a relampaguear el rayo, algo más brillante que antes, y el grupo creyó que había mostrado cierta nebulosidad en torno al altar en la lejana altura. Nadie, no obstante, había estado mirando en ese momento por el catalejo. Los chotacabras continuaban con su irregular canto, y los hombres de Dunwich, en tensión, se prepararon contra alguna imponderable amenaza que parecía saturar la atmósfera.
Sin aviso, llegaron aquellos sonidos vocales profundos, cascados, roncos, que nunca podría olvidar ninguno de los integrantes del estremecido grupo. No nacía de garganta humana alguna, ya que los órganos humanos no pueden aullar tales perversiones acústicas. Mejor sería decir que provenían del abismo mismo, de no proceder, inconfundiblemente, del altar de piedra de la cima. Era casi un error llamarlos sonidos, ya que mucho de su timbre espantoso e infrasónico hablaba a difusos estados de conciencia y terror más que al mismo oído, aunque también podría hacerse, ya que su forma era indiscutible, aunque vagamente, la de palabras. Eran retumbantes —retumbantes como el rugir y resonar del eco del trueno sobre sus cabezas—, aunque no venían de ser visible alguno. Y dado que la imaginación puede sugerir mucho respecto al mundo de los seres invisibles, el apiñado grupo se apretó aún más, torciendo el gesto como quien espera un golpe.
—Ygnaiih… ygnaiih… thfthkh’ngha… Yog-Sothoth… —resonaba el odioso graznido ajeno a nuestro espacio—. Y’bthnk… h’ehye-n’grkdl’lh…
El impulso parlante pareció flaquear aquí, como si se estuviera librando algún espantoso combate psíquico. Henry Wheeler forzó los ojos a través del telescopio, pero solo vio tres figuras humanas, grotescamente silueteadas en el pico, moviendo furiosamente sus brazos, en extraños gestos, según el ensalmo se acercaba a su culminación. ¿De qué negros pozos de miedo o sentimientos aquerónticos, de qué insondables simas de consciencia extracósmica, o de qué oscura y latente herencia procedía ese graznido atronador y medio articulado? Entonces comenzaron a cobrar renovada fuerza y coherencia, según crecían en un frenesí supremo, extremo y completo.
—Eh-ya-ya-ya-yahaah-e’yayayayaaa… ngh’aaaaa… ngh’aaaa… h’yuh… h’yuh… ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!… ¡pp-pp-pp-PADRE! ¡PADRE! ¡YOG-SOTHOTH!…
Pero eso fue todo. El pálido grupo del camino, aún anonadado por el indiscutible inglés que había brotado pesada y atronadoramente del frenético espacio vacío junto al estremecedor altar de piedra, nunca oyó esas sílabas de nuevo. De hecho, dieron un brinco ante el terrorífico exabrupto que parecieron soltar las colinas; un retumbar ensordecedor y cataclísmico cuya fuente, fuese en las entrañas de la tierra o el cielo, no pudo ubicar ningún oyente. Un solo relámpago chasqueó desde el cenit púrpura hasta el altar de piedra, y una gran marea de fuerza invisible y hedor indescriptible se difundió desde la colina a toda la zona. Árboles, hierba y sotobosque fueron azotados con furia, y el espantado grupo, en la base de la montaña, debilitado por el hedor letal que parecía casi afixiarlos, estuvo a punto de desplomarse. Los perros aullaban a lo lejos, la hierba verde y el follaje adquirió un curioso y enfermizo verde-gris, y sobre los campos y bosque se desparramaron los cuerpos de los chotacabras muertos.
El hedor desapareció con rapidez, pero la vegetación nunca se recuperó. Aún hoy en día hay algo extraño e impío en la vegetación de esa espantosa colina. Curtis Whateley estaba recuperando el sentido cuando los hombres de Arkham bajaron lentamente de la montaña bajo los rayos de un sol más brillante y limpio. Estaban graves y mesurados, y parecían tocados por recuerdos y reflexiones aún más terribles que las que habían reducido al grupo de lugareños a un estado de temblorosos acobardados. En réplica a la avalancha de preguntas, tan solo sacudieron la cabeza y se reafirmaron en un punto vital.
—El ser se ha ido para siempre —dijo Armitage—. Ha sido arrojado al seno de aquel que lo engendró y nunca volverá a existir. Es una imposibilidad en un mundo normal. Solo una ínfima fracción de él era material en el sentido que conocemos. Era como su padre… y la mayoría de él ha regresado a este, en algún vago territorio o dimensión exterior a nuestro universo material; algún vago abismo desde el que solo los más condenados ritos de humana blasfemia puede haberlo convocado nunca por un momento a las colinas.
Hubo un breve silencio y, en la pausa, los desconcertados sentidos del pobre Curtis Whateley comenzaron a hilvanarse en una especie de continuidad; entonces se llevó las manos a la cabeza con un lamento. La memoria pareció volver a él justo donde la había dejado, y el horror de la visión que le había postrado estalló de nuevo ante sus ojos.
—Oh, oh, Dios mío; esa cara, esa cara en lo más alto de todo… la cara con los ojos rojos y el pelo ensortijado y albino, y sin mentón, como los Whateley… era un pulpo, un ciempiés, una especie de araña, pero tenía un rostro a medio formar en lo más alto de todo, y tenía la mirada del brujo Whateley, ¡solo que medía metros y más metros…!
Se detuvo agotado y el grupo de lugareños lo miraron con un desconcierto que aún no había cristalizado en terror. Solo el viejo Zebulón Whateley, que recordaba erráticamente sucesos, pero que había guardado silencio hasta entonces, habló en alto.
—Hace quince años —se puso a divagar— oí al viejo Whateley decir que, algún día, escucharíamos al chico de Lavinia llamar a su padre desde lo alto de Sentinel Hill…
Pero Joe Osborn lo interrumpió para preguntar de nuevo a los hombres de Arkham.
—¿Pero qué era eso, después de todo? ¿Y cómo pudo el brujo Whateley llamarlo, en su juventud, desde el aire a la Tierra?
Armitage eligió cuidadosamente las palabras.
—Era… bueno, era sobre todo una especie de fuerza que no pertenece a nuestra porción de espacio; una especie de fuerza que obra y toma forma por leyes distintas a la de nuestra Naturaleza. No tiene sentido convocar a tales seres del exterior y solo las gentes y los cultos más malvados lo hacen. Había algo suyo en Wilbur Whateley… lo bastante para hacer de este último un diablo y un monstruo precoz, y para hacer de su muerte un espectáculo terrible. Voy a quemar su maldito diario y, si ustedes son sabios, dinamitarán ese altar de piedra de ahí arriba y echarán abajo los anillos de piedras de las demás colinas. Cosas como esas atraen a los seres a los que tanto querían los Whateley… los seres que ellos iban a hacer tangibles, para aniquilar a la raza humana y arrastrar a la Tierra a algún indescriptible lugar para un propósito indescriptible.
»Pero en lo tocante al ser que hemos expulsado… los Whateley lo levantaron para que jugase una parte terrible en los hechos que habían de tener lugar. Creció rápido y grande por la misma razón que Wilbur… aunque aún más que él porque tenía mayor parecido con lo que de extraño había en su interior. No tiene por qué preguntarse cómo lo convocó Wilbur desde el aire. No lo hizo. El ser era su gemelo, solo que se parecía bastante más a su padre que él.
* Título original: The Dunwich Horror (agosto de 1928). Primera publicación: Weird Tales, abril de 1929. Se conserva un manuscrito del autor en la Biblioteca John Hay de la Universidad de Brown.