Capítulo II

La práctica psicopedagógica en contextos de educación formal

Teresa Mauri y Antoni Badia

Proponernos exponer a estas alturas que los psicopedagogos desarrollan una práctica profesional compleja, –que no se limita a la mediación estrictamente, sino que tiene mucho que ver con la gestión y la capacidad de comunicación y manejo de las relaciones humanas en diferentes contextos– supone aventurarse a parecer poco originales, máxime si nos centramos en los contextos de educación formal, que son los más conocidos y los que cuentan con el mayor número de profesionales en activo. Sin embargo, no por conocida esta idea sigue siendo menos válida, máxime si de lo que se trata es de abordar el estudio de dicha práctica, ya que no es posible hacerlo sin tener en cuenta la complejidad de la problemática que encierra. Así pues, nos mantendremos en nuestro propósito, aún a riesgo de parecer poco originales. Sin embargo, al mismo tiempo, dadas las limitaciones que impone al tratamiento del tema un escrito de estas características, trataremos de desarrollar dicho propósito centrándonos en los aspectos fundamentales de la misma y en las relaciones más relevantes entre ellos. Estamos convencidos de que adentrarnos en la complejidad resaltando las características esenciales de la práctica psicopedagógica nos permitirá comprender la tarea de intervención de modo ajustado a lo esencial de la misma mejor que otras opciones.

El empeño anunciado en líneas anteriores puede convertirse en un reto aún mayor si para lograrlo tomamos en consideración los cambios ocurridos a múltiples niveles en los últimos años, que afectan a los contextos educativos en general, y a los de educación formal, en particular. La economía actual es de naturaleza global, posee una fuerte base tecnológica, basada en el manejo de las tecnologías de la información y de la comunicación, y una clara base humana. Las exigencias que genera este cambio hacen del conocimiento de las personas una de las materias primas más preciadas de la nueva economía, en especial de aquellas con capacidad innovadora y con talento para tener nuevas ideas y aplicarlas, y convierten las oportunidades de educación a diferentes niveles y a lo largo de toda la vida en uno de los elementos de desarrollo más importantes. Además, respecto a otras épocas, las necesidades educativas de la sociedad varían también debido a los cambios sociales, políticos y culturales acaecidos recientemente y que afectan a los valores culturales y a la relevancia otorgada a ciertos aspectos del conocimiento y a su organización y difusión en el ámbito mundial. Pero lo que aún es más importante, las demandas formativas se han diversificado hasta límites insospechados respecto a lo ocurrido en otras épocas, debido a la creciente heterogeneidad de la población que desea acceder al conocimiento y a la educación y que pretende hacerlo durante un período de tiempo vital superior a la edad escolar. Por ejemplo, las demandas de educación de la población emigrada, las que muestran amplias franjas de población adulta que ha de responder a las exigencias que plantean los nuevos cambios laborales y sociales, las propias demandas que la tercera edad genera para afrontar los retos que le depara el alargamiento de las posibilidades de vida son, entre otras cuestiones, una muestra de los cambios a los que nos referíamos al inicio de este párrafo. Desde esta perspectiva, situándonos en los contextos de educación formal, la educación formal en general y, en particular, la educación escolar actual, que surgió en el marco de la Revolución Industrial y que la definió tal como la conocemos actualmente y contribuyó a consolidarla como uno de los instrumentos de socialización e inserción social más relevantes, deben ser reconsideradas para conocer el sentido y significado que adquieren en las nuevas prácticas que la sociedad actual genera. Y en consecuencia con todo ello, también deben ser replanteados los servicios educativos vinculados con la misma, como la intervención psicopedagógica, como trataremos de poner de relieve a lo largo de este capítulo.

En definitiva, la pretensión de este escrito, consistente en caracterizar la práctica de la intervención psicopedagógica en contextos de educación formal, supone un reto que, abordado con detenimiento, excede considerablemente las posibilidades del mismo. Sin embargo, para lograrlo en la medida de lo posible, es nuestro propósito desarrollar el tema ciñéndonos a lo que consideramos esencial de la práctica de intervención, que para nosotros, como pondremos de manifiesto a lo largo de este capítulo, es la prestación de ayudas profesionales en contextos educativos o, tal como lo hemos denominado en este escrito, ciñéndonos al desarrollo de la intencionalidad educativa. Para ello, en primer lugar definiremos la naturaleza y especificidad de dichos contextos educativos formales para conocer sus implicaciones en la práctica de la intervención psicopedagógica y, en segundo lugar, nos detendremos a señalar la complejidad de dicha práctica de intervención, mostrando sus cualidades relevantes y algunos de los criterios esenciales a seguir en el ejercicio de la misma. La caracterización de los elementos esenciales del contexto de educación formal y de la práctica de la intervención se llevará a cabo tomando como referente la influencia en ambos cambios sociales y su repercusión sobre la educación. Finalmente, nos referiremos a las relaciones entre contextos de educación formal y no formal como un continuo del desarrollo de la intencionalidad educativa para responder a las nuevas demandas sociales que generan los cambios actuales.

1. Naturaleza y características de los contextos de educación formal: implicaciones para la intervención psicopedagógica

Los contextos de educación formal se caracterizan por la planificación y desarrollo sistemático y reglado de un conjunto de prácticas educativas específicas por parte de la sociedad con la finalidad última de facilitar el desarrollo personal y la integración social de aquellos a quienes intencionadamente se dirige la acción de educar. A diferencia de otros contextos educativos (como puede ser, por ejemplo, la familia), un contexto de educación formal, especialmente el contexto escolar, se caracteriza por efectuar una determinada selección y organización de los saberes culturales que necesitan ser enseñados y por disponer de un educador experto, que ejerce específicamente el rol de mediador entre dichos saberes y la actividad del aprendiz para que consiga necesariamente apropiarse de ellos. La planificación y organización sistemática y reglada de sus prácticas educativas y la exigencia de la actuación mediadora del profesor o educador para lograr que se alcancen las intenciones educativas de la sociedad para con sus miembros más jóvenes es lo característico de los contextos de educación formal. En consecuencia, con la intención educativa de la sociedad para con sus nuevos miembros, dicha educación es objeto de control del logro de los objetivos educativos socialmente elaborados, para valorar si se cumplen con los medios destinados para alcanzarlos y decidir, si es el caso, los cambios necesarios para lograrlos.

El contexto educativo no debe confundirse ni con un espacio físico, el centro o el aula, en que se desarrolla la actividad de educación, ni debe ser asimilado mecánicamente a todas aquellas situaciones en las que se hallan implicados profesores y alumnos. La noción de contexto de educación responde a la relación de interactividad entre profesor-alumno-contenidos, dirigida a promover la construcción personal de saberes ya conocidos y de forma compartida por parte de todos los implicados en el proceso de construcción. En contextos de educación formal escolares, la actividad se desarrolla habitualmente en el aula, pero condicionada por una serie de decisiones educativas, cuyo origen se sitúa en otros niveles de la práctica educativa, como, por ejemplo, en el nivel del centro educativo e incluso, desde una perspectiva más general, en los niveles más amplios del sistema educativo, de la organización social o del desarrollo económico y cultural.

De entre todos los contextos de educación formal, podemos diferenciar los orientados al logro de una serie de finalidades educativas comunes y obligatorias a todos los jóvenes de una sociedad, de los contextos educativos formales orientados al logro de objetivos educativos específicos de carácter prescriptivo para un sector o un grupo determinado de estudiantes que desean obtener un título que les acredite para proseguir estudios o integrarse laboralmente en la sociedad (por ejemplo, el bachillerato, la formación profesional, la educación artística, etc.). El carácter de obligatoriedad de la educación se justifica por la consecuente responsabilidad de la sociedad en el desarrollo personal de las capacidades de los miembros de la misma, capaz de contribuir a seguir dando respuesta a los problemas que la sociedad tiene planteados de manera crítica y creativa.

A título de ejemplo, si consideramos la escuela que integra a los alumnos en período de escolaridad obligatoria como contexto de educación formal, podemos apreciar que se estructura tomando como referente el sistema educativo reglado (etapas, ciclos y niveles educativos) y responde a una serie de propiedades determinadas que definen una serie de restricciones (de horario, de tiempo, de calendario, de número y tipo de áreas de conocimiento) en el marco de las cuales deben concretarse sus prácticas o actividades, para que resulten tanto institucionalmente aceptables como con sentido y significado social y cultural. Las exigencias del sistema escolar obligan a todos los que se integran en el mismo, ya que deben seguir una serie de costumbres, normas, procedimientos, lenguajes, instrucciones, etc., de características definidas y precisas y, en algunos casos, extremadamente rígidas. Las regulaciones formales generales se modifican a lo largo de la escolaridad, para adaptarse a cada uno de los niveles o etapas del sistema educativo en su conjunto.

Si bien la naturaleza y las características de los contextos de educación formal coinciden con las de la educación no formal en que ambos tienen intenciones educativas, las de los primeros provienen de la cesión o traspaso de la intención educativa de formar a las nuevas generaciones desde la sociedad a dichos escenarios. Consecuentemente, con dicha cesión se da la obligación y la necesidad de evaluación y control de los logros educativos alcanzados y el compromiso de revisar y regular el proceso de educación si no se consiguen o para ajustarlo convenientemente cuando éstas varían. En cualquier caso, se trataría de salvaguardar el cumplimiento de una serie de objetivos necesarios para vivir en sociedad.

No se puede olvidar que los fines educativos socialmente definidos emergen teniendo en cuenta las características de la sociedad y de sus valores dominantes, es decir, surgen en el marco de los modelos de producción, de la estructura de clases socioculturales, del papel del conocimiento y de los valores sociales relevantes. Dichas intenciones no sólo se hallan sometidas a cambio según varían las necesidades de la sociedad, sino que también han de ser compartidas a diferentes niveles por todos los implicados en su desarrollo en un determinado contexto y para un determinado grupo de alumnos. Así, por ejemplo, en el ámbito de la sociedad del conocimiento y de la información emergen unas necesidades de formación diferentes de las anteriormente existentes y que se concretan, entre otros aspectos, en la sensibilidad de los jóvenes por el acceso al conocimiento y a la cultura y en el dominio de las tecnologías de la información y de la comunicación. Uno de los logros culturales y sociales más importantes ha sido el compromiso de la sociedad en el despliegue de una serie de prácticas educativas específicas para satisfacer las nuevas necesidades educativas. Dichas prácticas siguen siendo uno de los elementos de futuro más relevantes para los jóvenes, ya que de su existencia depende que dispongan de las oportunidades que necesitan para el desarrollo de capacidades personales. Los discursos actuales en alza a favor de una educación a lo largo de la vida y en contextos diferentes a los escolares, aun siendo muy necesarios y relevantes, no deben hacernos perder de vista el valor social de la educación obligatoria, tanto pública como privada, ni servir para minusvalorar la necesidad de salvaguardar la calidad de la misma.

Además de los elementos comunes a todos los contextos educativos formales, existen otros que nos permiten diferenciarlos entre sí, como por ejemplo, la concreción práctica que efectúan de su estructura, organización y funcionamiento específicos siguiendo los criterios de cada comunidad escolar o del equipo docente encargado de su desarrollo. En general, las diferencias de este tipo se dirigen a mejorar las prácticas educativas. Algunas de las más significativas conforman, como señala C. Coll,1 una opción alternativa a los modelos tradicionales-transmisivos de la construcción del conocimiento en contextos escolares, inspirándose para ello en lo que se ha dado en llamar el constructivismo social. En conjunto, evitan dotarse de una organización tan fragmentaria y académica formal y se vertebran en torno a proyectos de aprendizaje que exigen la participación de todos en un esfuerzo conjunto de construcción del conocimiento colectivo y cuyas actividades se seleccionan por ser culturalmente relevantes para los participantes y su inserción social. Los conocimientos nuevos se construyen mediante la colaboración de todos en el logro de los objetivos, de acuerdo con los grados de conocimiento y de habilidad que personalmente poseen, dado que el conocimiento se entiende como algo socialmente distribuido, al que es posible acceder por la colaboración específica y conjunta de todos los implicados. Esta forma de proceder en el aula se amplía también en el ámbito del centro, concretándose en otras formas de organización y agrupamiento del alumnado y de trabajo de los miembros de la institución, vertebradas en torno al trabajo en equipo y colaborativo del profesorado y a otras formas de organización y desarrollo del currículum, dirigidas en su mayor parte a la inserción laboral y profesional de los alumnos en las prácticas de los lugares de trabajo y al uso de nuevas metodologías de enseñanza y de aprendizaje (proyectos, problemas, casos, seminarios reducidos, trabajo en equipo colaborativo, etc.). En la mayoría de los casos, las relaciones entre las formas de funcionar del centro se integran en la sociedad y se vinculan directamente a sus necesidades, contribuyendo a la solución de los problemas comunes. Experiencias como las anteriores nos permiten poner de relieve, mucho mejor de lo que nos permitiría hacerlo el análisis de otras prácticas educativas más tradicionales, que la formalidad y regulación propia de los contextos de educación formal debe ponerse al servicio del cumplimiento de las finalidades educativas y no a la inversa. Desde esta perspectiva, debemos evitar el reduccionismo que supone asimilar el contexto de educación formal exclusivamente a escenarios academicistas tradicionales y, por contraste, hacer lo propio con el contexto de educación no formal, vinculándolo en su caso únicamente a la innovación o, probablemente también en ocasiones, a la improvisación, ya que todos los contextos, formales o no, siguen una serie de regulaciones o reglas, para alcanzar unos fines o intenciones educativas.

En resumen, es el carácter social y necesario de las intenciones educativas y la regulación formal de las prácticas educativas que se planifican para lograrlas lo que caracteriza a los contextos de educación formal. A pesar de poseer muchos elementos comunes, dichas prácticas se concretan de modo muy diferente, configurando un amplio y variado abanico. Lo esencial de dicho contexto no es únicamente la existencia de objetivos educativos, sino la actividad deliberada desplegada para conseguir que los alumnos los logren, desarrollando los dispositivos educativos o ayudas necesarias. Ello nos lleva a diferenciar entre intenciones educativas u objetivos que se pretenden lograr, y que se definen con relación a las expectativas sociales de formación de las nuevas generaciones, e intencionalidad educativa entendida como la determinación de actuar educativamente o desplegando las ayudas educativas (de diferentes tipos y en diferentes grados) ajustadas a cada alumno en diferentes niveles de la práctica educativa. Dicha actividad trae como consecuencia una gran diversidad de formas de organización, de funcionamiento de los centros escolares y de las aulas, en definitiva, una gran diversidad de prácticas educativas. Desde esta perspectiva, la formalidad del contexto se entiende al servicio de la finalidad educativa y no a la inversa y lo importante es decidir la que mejor garantiza en cada caso el éxito de la empresa educativa a diferentes niveles de la misma (a nivel de cada alumno, de aula y de centro). Aunque ambos aspectos están relacionados, desde nuestro punto de vista y teniendo en cuenta todo lo que acabamos de exponer, es la intencionalidad educativa lo que da complejidad a la práctica educativa, al tiempo que la dota de todo su significado.

En consecuencia, con la identificación que acabamos de hacer de la intencionalidad educativa como uno de los elementos más relevantes de la práctica educativa en contextos formales y siguiendo con el propósito de este apartado de delimitar sus implicaciones para la práctica de intervención psicopedagógica, podemos afirmar que los psicopedagogos intervienen en este proceso al servicio de la selección, elaboración y desarrollo de las ayudas educativas. En términos generales, su función consiste en intervenir sobre la actividad de construcción de las ayudas educativas que los profesores y otros miembros de la comunidad educativa llevan a cabo a diferentes niveles para que éstas se ajusten al máximo a las necesidades de los alumnos y también, como en el caso de la educación secundaria, en la que intervienen además como docentes, su función consiste en prestar directamente esas ayudas a los alumnos, enmarcadas en un cuadro general de medidas educativas previstas en el centro y desarrolladas conjuntamente con otros educadores.

2. Intencionalidad educativa y dimensiones de la intervención psicopedagógica

Según lo que acabamos de exponer, la concreción y el despliegue de la intencionalidad educativa es un proceso complejo que posee una clara dimensión contextual, social y colaborativa. En consecuencia, la intervención psicopedagógica deberá desarrollarse de acuerdo con estas características. Pero esto no es todo. Dicha práctica específica y peculiar de mediación no es posible sin llegar a comprender en toda su extensión las dimensiones características de la intencionalidad educativa, lo que se logra preparándose especialmente para llevar a cabo el análisis de la práctica educativa o, lo que es lo mismo, para diferenciar lo que es genuinamente educativo de lo que no lo es. Y tampoco es posible sin tener criterios para valorar la calidad educativa de dichos contextos. De ese modo, es posible mediar con criterio en la concreción y regulación de las ayudas educativas y mejorar la naturaleza y características educativas de los contextos educativos, colaborando con los demás agentes implicados.

Conocimiento y análisis de la práctica educativa

En relación con el primer aspecto, como señala Coll2, la conceptualización y explicación de los procesos educativos formales pasa necesariamente por el análisis de la práctica educativa, dado que constituye una vía privilegiada de acceso a la comprensión de los mismos. Desde la perspectiva del autor, una teoría de la práctica educativa incluye la conceptualización o representación de los procesos que explican el aprendizaje que se completa de modo imprescindible con modelos teóricos de la enseñanza. El análisis de la práctica educativa requiere, además, una aproximación a diferentes niveles de dicha práctica; en efecto, la práctica educativa toma forma definitivamente en la actuación del docente en el nivel del aula, en el proceso dinámico en el que intervienen también las características del alumnado y el contenido de aprendizaje; pero la forma final de la actuación va configurándose en niveles de concreción de la práctica educativa anteriores que se sitúan en contextos más amplios, entre los que se encuentran el sistema educativo y el centro escolar.

Para comprender la intencionalidad educativa (las razones del comportamiento de los agentes educativos implicados, el pensamiento que los guía y la naturaleza, avance y desarrollo que efectúan de los contenidos y la concreción, avance y naturaleza de las ayudas educativas) es necesaria una representación compartida del cambio de los alumnos en contextos de la práctica educativa y de las relaciones existentes entre los procesos que se generan en los diferentes niveles enunciados, que se expresa a diferentes niveles de amplitud y de profundidad. Dadas la extensión y el objetivo de este capítulo, no describiremos la naturaleza del cambio en toda su amplitud3, sino que, a modo de recordatorio, únicamente señalaremos sus aspectos relevantes para poner de relieve el carácter personal, social y culturalmente mediado del desarrollo y del aprendizaje que se lleva a cabo en el contexto de la interacción profesor-alumno en el aula y a diferentes niveles de la práctica educativa. En este marco, las dificultades de desarrollo y aprendizaje se valoran en el marco de la interacción, tomando en consideración todos los ámbitos que intervienen en su caracterización de modo global y conjunto.

Según la concepción epistemológica defendida en este escrito, el cambio de los alumnos es posible por la participación en prácticas específicas que se generan en contextos educativos escolares. En dichas prácticas el alumno despliega una actividad mental constructiva dirigida a elaborar personalmente los significados de la cultura. Esta apropiación la lleva a cabo contando con la ayuda o mediación del profesor ajustada a la actividad mental que personalmente despliega a lo largo del proceso de apropiación de los saberes culturales. Alumno, profesor y contenidos –sus relaciones mutuas y necesariamente complejas– definen una unidad de práctica educativa.

La calidad de la relación de la interacción entre profesor y alumno –o entre alumno y los otros del grupo clase más competentes– es lo que resulta más relevante para el logro de los objetivos educativos de inserción social-cultural. Ésta consiste en el despliegue por parte del profesor de una serie de mecanismos o dispositivos de ayuda educativa, de naturaleza muy variada y en grado muy diferente, pero ajustado al proceso de construcción del conocimiento. La creación y despliegue de las ayudas, su organización, variación, sostenimiento o retirada a lo largo del proceso es, como decíamos hace unas líneas, lo que plasma la intencionalidad educativa de logro de los objetivos. Vigotsky entiende esta influencia educativa como proceso de construcción de zonas de desarrollo próximo, de características sociales, interactivas y culturales. La calidad de la interacción educativa depende precisamente del ajuste de las ayudas al proceso de construcción que despliega el alumno y se concreta en el despliegue o modificación de las mismas a lo largo del proceso de enseñanza y de aprendizaje y, como ya mencionamos, a diferentes niveles o ámbitos de la práctica educativa. El logro último de la construcción es el incremento de la autonomía del alumno para el desarrollo de actividades o tareas en el propio contexto y en otros contextos, ya que revela, en definitiva, la funcionalidad de los aprendizajes adquiridos en otros escenarios o contextos diferentes a los propiamente escolares al ejercitarlos de modo autónomo o sin ayuda.

En resumen, la intencionalidad educativa se plasma, como ya dijimos, en el suministro deliberado de ayudas educativas a lo largo del proceso de enseñanza y de aprendizaje para lograr los fines educativos. Su concreción es el resultado de un proceso de interacción personal y de actuación grupal y conjunta desarrollado por la implicación de todos los agentes educativos que actúan a diferentes niveles y en diferentes ámbitos de la práctica educativa, dirigidos al logro de los objetivos educativos. En este proceso, el alumno actúa para atribuir significado a los elementos de la cultura objeto de aprendizaje contando con las ayudas educativas (personales, materiales y técnicas) desplegadas por los demás agentes educativos. La capacidad de generar ayudas de acuerdo con el proceso de construcción que éste sigue y ajustarlas a sus necesidades es la clave de una actuación educativa de calidad. La opción deliberada del profesor y demás agentes educativos para actuar de ese modo les predispone adecuadamente, si se dan las condiciones oportunas, a conocer al alumno, el contenido de aprendizaje y a mediar en el proceso desplegando mecanismos o dispositivos de ayuda educativa ajustados a las necesidades del primero para lograr desarrollar sus capacidades previstas en los objetivos educativos.

El psicopedagogo media en este proceso construyendo contextos de intervención que le permitan colaborar con el profesor individualmente, el equipo de profesores del centro, el equipo directivo, los demás agentes o servicios educativos, los padres y los alumnos para lograr las intenciones educativas. Una intervención de estas características puede analizarse como un proceso de construcción de contextos de intervención colaborativa específicos4 o de episodios de actividad conjunta de desarrollo de la intencionalidad educativa entre todos los agentes responsables en un momento determinado de la práctica de la intervención considerada globalmente.

Una aproximación de estas características permite desde una perspectiva de la intervención considerada como proceso o estrategia de mediación: identificar y delimitar claramente a los diferentes agentes directamente implicados; analizar los roles que cumplen en relación con la problemática específica de la intervención; conocer y valorar las representaciones personales y las expectativas individuales y de grupo en relación con el problema o temática objeto de la intervención; conocer las representaciones más o menos compartidas del tema o problema que se trata y el texto o discurso inicial compartido sobre el mismo. Este texto o discurso inicial puede ampliarse progresivamente, en contenido y en significado, a lo largo de la intervención, generándose un mayor conocimiento educativo compartido entre todos los agentes implicados gracias a su participación en el proceso generado por la intervención. En dicho marco, el psicopedagogo como profesional aporta el conocimiento profesional educativo específico (conceptos y teorías, competencias, habilidades y actitudes profesionales) útil para mediar, desde su posición privilegiada, en el contexto, y lograr que avance el desarrollo de la intencionalidad educativa.

De acuerdo con todo lo expuesto al comienzo de este apartado, el psicopedagogo necesita dotarse de criterios de calidad del desarrollo de la intencionalidad educativa para desempeñar adecuadamente su profesión, es decir, para poder valorar la calidad de la intencionalidad educativa en los contextos formales concretos en que su intervención se lleva a cabo y, en consecuencia, para decidir cómo mediar de modo acertado. A continuación expondremos algunos de los criterios de calidad relevantes. Para ello partiremos de las aportaciones realizadas en los últimos años por una serie de trabajos que se han ocupado de identificarlos con relación a los contextos de educación formal.5 En primer lugar citaremos una selección de los que resultan más relevantes a nivel de centro y en segundo lugar, los que resultan más relevantes en el ámbito del aula.

Criterios de calidad de la intencionalidad educativa en contextos educativos formales a nivel de centro y de aula

Situados en el nivel de la práctica educativa de centro, como psicopedagogos podemos identificar un mayor o menor grado de calidad de desarrollo de la intencionalidad educativa en el contexto global de centro, de acuerdo con el cumplimiento de los criterios que señalamos a continuación, es decir, cuando los diferentes agentes educativos muestran:

Situados en el nivel de desarrollo de la intencionalidad educativa de aula, citaremos los criterios de valoración de la calidad de la intencionalidad educativa a este nivel y que son los siguientes : tener en cuenta todas las dimensiones del desarrollo de los alumnos; planificar las actividades del aula de acuerdo con los objetivos deseados; partir de los conocimientos previos; provocar su implicación y participación activa; dar mayor responsabilidad progresiva al alumno y al grupo; promover actividades de grupo colaborativo; tener en cuenta los aspectos psicosociales; llevar a cabo una evaluación para individualizar la enseñanza y comunicarla a los alumnos para que logren ajustar su propia actividad.6

Los criterios de calidad de la intencionalidad educativa desarrollada a nivel de centro y a nivel de aula que acabamos de referir nos sirven para valorar la que se despliega en el contexto de educación formal objeto de intervención. Tomándolos como referencia para la acción de intervención, probablemente estaremos contribuyendo a que el despliegue deliberado de medidas o ayudas educativas contribuya al logro de las intenciones.

Por supuesto se trata, como ya anunciábamos al principio, de una práctica compleja. La intencionalidad educativa, que la sociedad delega a los contextos educativos formales, en particular a la escuela obligatoria, es una responsabilidad socialmente compartida, por una parte, debido a que sólo es posible desarrollar los medios para individualizar la enseñanza contando con el esfuerzo conjunto de muchos profesionales de procedencia diversa. Por otra parte, porque más allá de la complejidad de las relaciones intracontexto para el ejercicio de la intencionalidad educativa se encuentran las relaciones entre contextos. La escuela en particular, y en general los contextos de educación formal, no actúan de modo aislado, sino vinculados a otros contextos educativos directamente ligados a los fines de la educación formal; como, por ejemplo, el familiar y a otros que genera la sociedad actual, como los lúdicos o culturales, los de integración social o laboral, entre otros.

Como puede deducirse de todo lo anteriormente expuesto, la intervención psicopedagógica contribuye al diseño y desarrollo de las ayudas educativas a nivel de centro y a nivel de aula y se implica en la valoración y mejora de las existentes, y, consecuentemente, se configura en sí misma como un elemento más de la calidad educativa. La contribución del psicopedagogo al desarrollo de la intencionalidad educativa define las dimensiones de su práctica profesional y confiere sentido y significado a su desarrollo en diferentes contextos educativos formales y a diferentes niveles de la práctica educativa que se lleva a cabo en cada uno de ellos. Para que esto se dé, el psicopedagogo interviene construyendo contextos de intervención colaborativa adecuados para tratar cada tema, caso o problemática de la intervención. Dichos contextos colaborativos le permiten ejercer su mediación de modo ajustado a las necesidades de los agentes educativos implicados, delimitar el alcance del problema, compartir el lenguaje para referirse al mismo y crear un conocimiento educativo común y compartido y hacerlo avanzar a niveles cada vez más amplios, relacionados y significativos para aquellos que forman parte del episodio de intervención. En cualquier caso, no debe perderse la referencia que compone para cada contexto el sistema general o contexto global en que se inscribe cada episodio de intervención, ni tampoco la información pertinente que aporta a la práctica de la intervención el análisis de la dimensión temporal del proceso llevado a cabo y sus consecuencias para todos los implicados.

3. Finalidades y condiciones de la intervención psicopedagógica

Llegados a este punto, profundizaremos en las dimensiones de la intervención psicopedagógica, estructurando el tratamiento del tema en torno a cuatro cuestiones básicas que respondan a las que habitualmente se plantean los psicopedagogos que se inician en la práctica de la intervención y que son las siguientes: ¿Para qué intervenir? ¿Cuándo intervenir psicopedagógicamente? ¿Dónde intervenir? ¿Cómo intervenir?

¿Para qué intervenir psicopedagógicamente?

Después de lo que acabamos de relatar en los apartados anteriores, podemos establecer que la finalidad de la intervención es la de contribuir a que el contexto logre los objetivos educativos socialmente previstos o de desarrollo de las capacidades de los alumnos, ayudando a que se den las condiciones necesarias para alcanzarlos o de potenciación de la intencionalidad educativa.

Considerando la finalidad de la intervención psicopedagógica desde la perspectiva vigotskiana, diríamos que ésta trata de contribuir a generar zonas de desarrollo próximo colaborando conjuntamente con los profesores en la concreción de las ayudas educativas adaptadas a las necesidades educativas de alumnos concretos a nivel de centro y a nivel de aula y siguiendo los criterios de calidad explicados ampliamente en la primera parte de este escrito. Es decir, la intervención se desarrolla, por ejemplo, a nivel de centro, teniendo en cuenta el proyecto educativo y sus formas organizativas y de funcionamiento; identificando los desajustes y/o problemas que impiden de algún modo el logro de los objetivos; optimizando la calidad educativa del contexto y contribuyendo al desarrollo de procesos de mejora, innovación y de cambio, si cabe. Gracias a la intervención psicopedagógica, la institución educativa podrá diseñar proyectos educativos progresivamente más coherentes, ajustados y viables e incrementar paulatinamente el grado de autonomía de los profesores en la concreción y desarrollo de los mismos adaptados a las necesidades de sus alumnos y, en definitiva, en el logro y el control del ejercicio de la intencionalidad educativa.

Obviamente, todo lo que acabamos de establecer confiere a la práctica de la intervención psicopedagógica un carácter contextual, eminentemente preventivo y prioritariamente optimizador de la práctica educativa.

¿Dónde intervenir psicopedagógicamente?

El carácter contextual de la intervención psicopedagógica requiere que ésta se desarrolle tomando en cuenta la estructura, el funcionamiento y la organización del sistema educativo general, del centro y del aula. La intervención en entidades o sistemas es compleja y debe ser abordada de forma global e integrada, a la vez que relacionada e interdependiente, debido a su naturaleza sistémica y a las características de las relaciones existentes entre ambos elementos del sistema, y entre uno y otro sistema.

En el caso del contexto educativo escolar, por ejemplo, aunque en un momento determinado la intervención se sitúe en uno u otro de los niveles de concreción de la práctica educativa (el centro, el aula), no deben dejar de considerarse todos los demás niveles y sus relaciones mutuas. Dado que la forma que adopta la relación interactiva en un nivel del desarrollo de la práctica educativa se ve afectada por otras decisiones que se toman a otros niveles, por ejemplo, en el nivel de centro, la interacción entre el proyecto educativo, el profesorado y los alumnos que asisten al mismo dará como resultado una estructura, organización y funcionamiento que influirá en la forma en que se lleve a cabo la enseñanza y el aprendizaje en las aulas. Una vez más, en este caso el equipo de profesores es el núcleo estructurante de esta relación y la intervención psicopedagógica debe darse en este elemento del contexto como medio para crear u ofertar a cada alumno el currículum que necesita.

Así pues, a priori no resulta tan importante decidir dónde se ubica el psicopedagogo para intervenir, sino que es más importante su capacidad para dotar a la intervención de un carácter global y sistémico. Ello necesariamente conlleva que, en cualquier caso, éste tenga en cuenta los elementos relevantes del sistema y sus conexiones a diferentes niveles, de modo que la intervención tienda a lograr, siempre que sea posible, el equilibrio o la mejora global del mismo del conjunto. En efecto, puede ocurrir que alguna de las dimensiones o elementos del sistema mejore no por una intervención directa en el mismo, sino por las relaciones que mantiene con otros elementos del mismo en los que sí se ha intervenido directamente o, por el contrario, debido precisamente a estas relaciones pueden generarse falsas compensaciones o falsos reequilibrios resultado de la reacción del sistema, que consigan una modificación momentánea pero a la larga insatisfactoria; es decir, sin significado educativo o carente de todo interés para el logro de los objetivos educativos o para la mejora global de la calidad del sistema en sí mismo. En este caso, el psicopedagogo no puede perder de vista la finalidad de la intervención y, en caso de no lograrla, está comprometido a señalar la permanencia del problema y el carácter coyuntural de la solución encontrada.

Dada la naturaleza sistémica de la mediación y para potenciar que los efectos positivos de la intervención sean aprovechados al máximo, es necesario dotar a la intervención de un carácter colaborativo entre los agentes educativos implicados en diferentes niveles de la práctica educativa de modo que consigan compartir el objetivo, el significado de la intervención y el sentido de la misma. El logro progresivo de la autonomía de la institución en la toma de decisiones educativas depende, además de otros aspectos, de las posibilidades de colaboración en este sentido.

¿Cuándo intervenir psicopedagógicamente?

Cuando se genera una demanda o un problema y cuando, desde la perspectiva de la actuación preventiva, hay que responder a lo que se considera un problema o a lo que puede convertirse en uno. En cualquier caso, el psicopedagogo no ha de intervenir necesariamente como respuesta a una demanda y con carácter puntual, sino que, guiándose por criterios preventivos y/o contextuales o sistémicos, su intervención ha de tener un carácter continuado y desarrollar cuando lo considere oportuno iniciativas de intervención.

Desde esta perspectiva, los objetivos, las tareas y las actividades de intervención variarán con frecuencia (a corto, medio y largo plazo), como lo harán los límites de las intervenciones, por lo que todos ellos deben negociarse y consensuarse con los agentes educativos implicados en cada caso, logrando por ese medio no sólo compartir el significado de las finalidades y de los objetivos de la intervención, sino también la implicación responsable de dichos agentes en las actuaciones que hay que emprender y en su evaluación.

Puede ser que las condiciones laborales del asesor impidan el desarrollo de una intervención de esas características, llegando a plantearse otra de carácter puntual y mucho más focalizada en determinados problemas cuyo planteamiento no es de naturaleza global. En este caso, se trata de priorizar aquellos aspectos que mejor permitan avanzar a la institución en el logro de la intencionalidad educativa para lograr mejorar la calidad de la práctica educativa de los contextos formales.

¿Cómo intervenir psicopedagógicamente?

Hasta el momento hemos caracterizado la labor del psicopedagogo como una intervención contextual, extensiva o sistémica y procedimental para asegurar el cambio de la propuesta educativa y/o la calidad de la misma. Sin embargo, a todo ello debemos añadir otra característica que se desprende de que el psicopedagogo no siempre interviene directamente con los alumnos, sin pasar o contar con el profesor. Por ejemplo en los CEIP (centros de educación infantil y primaria) su influencia se da habitualmente mediada por la tarea del profesor o del equipo de profesores y del mismo modo en secundaria, como profesor de psicología y de psicopedagogía, el psicopedagogo desarrolla una ayuda educativa individualizada para los alumnos que más lo necesitan, decidiendo medidas estructurales de atención a la diversidad y compartiendo con otros profesores el desarrollo de las mismas en la práctica cotidiana institucional. Tanto en uno como en otro caso, el eje fundamental de la decisión y desarrollo de medidas de ayuda educativa o el ejercicio de la intencionalidad se basa en la capacidad de establecer contextos de colaboración con otros para el desarrollo de una educación formal de calidad.

La intervención es una tarea colaborativa y estratégica, de clara dimensión social, por medio de la cual es posible elaborar una representación conjunta de la situación de intervención que se comparte y lograr paulatinamente cotas de autonomía progresivamente más altas en el desarrollo de la labor educativa de los profesionales de la educación. Ello exige por parte de los implicados negociar conjuntamente el papel del otro, en especial el del psicopedagogo, identificándolo como un profesional que aporta al diseño de la situación de intervención y a su ejecución en la práctica una serie de conocimientos específicos, del mismo modo que lo hace el resto de los profesionales implicados como parte del conocimiento social distribuido y necesario para lograr la solución del problema. Si se procede de ese modo, se evita la creación de situaciones de dependencia profesional, que son sustituidas por otras basadas en la colaboración mutua, en las que cada profesional se responsabiliza de la concreción del problema o de la situación de intervención, de la concreción y desarrollo del plan de acción o intervención educativa y de la evaluación del proceso seguido y de los resultados.

El psicopedagogo, cuando planifica y efectúa su intervención en el marco del proceso de colaboración con otros profesionales, procede ajustando su acción de modo que se cumplan los objetivos de la misma. Este ajuste implica que el psicopedagogo deba plantear su actuación siguiendo un enfoque estratégico, como un proceso de toma de decisiones al servicio de la consecución de dichos objetivos de la intervención. Muy probablemente, el grado de ajuste de su intervención será mayor si toma las decisiones de forma consciente y autorregulada, y si contempla e interpreta adecuadamente las condiciones del desarrollo de dicha intervención. En un contexto de colaboración con otros profesionales, los factores personales (por ejemplo, su motivación o implicación en la intervención, o también sus creencias con respecto a la intervención) de los demás profesionales implicados pasan a ser uno de los aspectos más relevantes que hay que tener en cuenta en la toma de decisiones del psicopedagogo, aunque las otras condiciones, como por ejemplo las relativas a las características del grupo de profesores o al de los alumnos, o las del propio centro, no se deben excluir taxativamente. Asimismo, el psicopedagogo no debe olvidarse de desplegar su actividad tomando como referente, entre otros muchos, la epistemología constructiva propia de todo escenario profesional o el proceso de construcción del conocimiento profesional compartido con otros profesionales de la educación (profesores, otros servicios educativos, etc.). En dicho proceso de construcción debe considerar, como mínimo, los tres aspectos siguientes: la finalidad de la colaboración entre los agentes implicados, el tipo de conocimiento que debe compartirse y los criterios de valoración de dicha colaboración. Con respecto a la finalidad de la colaboración, los profesionales guían sus intervenciones valiéndose de intenciones de naturaleza aplicada, atendiendo a problemas que se han identificado en el proceso educativo en sí mismo y orientándolas a la resolución práctica de dichos problemas. Con respecto al segundo aspecto o el tipo de conocimiento que se comparte, los conocimientos de los participantes, puestos de manifiesto en forma de discursos dirigidos tanto a la construcción del contexto colaborativo como al desarrollo de la tarea, tienen su origen no sólo en conocimientos propios de la psicopedagogía, sino también en las creencias, convicciones u opiniones de los profesionales (a menudo implícitos en las afirmaciones que se hacen y en los argumentos que se manejan), que quedan reflejados en el proceso mismo de colaboración. Estas creencias, basadas en el denominado sentido común, pueden ser contrarias a los principios que el psicopedagogo maneja en el contexto de la colaboración o intervención, por lo que pueden dificultarlo o llegar a impedir su desarrollo. Con relación al tercer aspecto o a los criterios de valoración de dicha colaboración, cabe afirmar que los otros profesionales implicados en la colaboración valorarán los resultados y la utilidad de dicha colaboración a partir de sus propias creencias sobre el tema abordado y del grado de utilidad atribuido a los conocimientos que el psicopedagogo ha aportado para la resolución del problema educativo detectado.

En definitiva, la labor del psicopedagogo es doble, ya que, por una parte se dirige a la tarea y por otra a crear el contexto de colaboración que hace posible el abordaje real del mismo en el contexto de educación formal. El punto de arranque para crear el espacio de acción conjunta y complementaria, que responda a las características aludidas, es el nivel en que se comparte en algún grado el significado inicial del problema y los límites del mismo, así como el sentido que tiene para el grupo abordarlo proponiendo un tipo de intervención determinada. El psicopedagogo ha de ser capaz de contribuir a crear una unidad de propósito, un ambiente de trabajo atractivo, unas relaciones de comunicación basadas en el cumplimiento de una serie de expectativas positivas respecto a las posibilidades de abordar el problema de manera eficiente, un grado de disciplina de trabajo clara y unas condiciones de seguimiento y de retroalimentación adecuadas. El resultado ha de generar un grado de satisfacción entre los profesores que les devuelva la imagen de capacidad y les procure autoconfianza y autoestima para abordar otros problemas en otras ocasiones. Sin duda, para que ello sea posible es necesario contar con un clima positivo de centro que promueva la complicidad entre los implicados para el logro de lo que se han propuesto o para su revisión y readaptación, si cabe.

De manera especial, cabe señalar de nuevo, por su importancia en la tarea de intervención, el discurso educativo propio de los contextos de educación formal y sus posibilidades de uso para enfrentarse a los problemas y proceder, al mismo tiempo, a generar cultura de enfrentamiento, desarrollo y solución de los mismos. El dominio del lenguaje de asesoramiento en contextos formales no sólo es importante por su carácter de instrumento de representación común y conjunta de la realidad educativa y de intervención, de comunicación y de cultura del grupo, sino que también lo es como objeto de intervención en sí mismo. En muchas ocasiones, los agentes educativos implicados, profesores, padres, alumnos y demás relacionados con la tarea de educar, se acercan al problema con “textos” muy diferentes, al principio en ocasiones, muy alejados unos de otros, pero cuya reelaboración conjunta para construir un texto común y más compartido de la situación o problema que se aborda puede constituir, en sí mismo, un instrumento de intervención que permita un enfoque compartido de las situaciones de los problemas y de sus posibles soluciones.7

Las tareas de asesoramiento que el psicopedagogo desarrolla en contextos de educación formal suelen presentarse en forma de planes, proyectos, programas y demandas.

Las características de las mismas se estructuran en torno a dos ejes o criterios: un primer eje se relaciona con el mayor o menor grado de previsión o de planificación previa de las mismas debido al carácter claramente institucional que se les confiere en los niveles de la práctica educativa o de sistema educativo y/o de centro. Un segundo eje se refiere al mayor o menor grado de estructuración o planificación de su desarrollo en un contexto educativo concreto, es decir, a su carácter o naturaleza estratégica. Así, los planes (por ejemplo, el Plan de acogida de los alumnos recién llegados; el Plan de atención a la diversidad, el Plan de acción tutorial) poseen un claro carácter institucional a nivel de sistema o de centro educativo, ya que su desarrollo se halla claramente previsto por la institución educativa, y poseen una organización o desarrollo pautado o establecido que hace muy previsible su avance y las necesidades materiales, técnicas y personales que éste genera.

Por su parte, es obvio que los proyectos tienen su origen en el ámbito del centro, ya que se generan en algún momento de la historia de la institución y su desarrollo responde a alguna de las necesidades del centro de dar respuesta educativa a problemas reconocidos institucionalmente por una parte significativa del mismo o por su conjunto. Sin embargo, a diferencia de los planes, éstos no suelen contar con experiencias previas sobre la definición, la delimitación, el alcance y las características de las necesidades que es necesario atender y tampoco sobre cuál puede ser la repercusión del proyecto, enfocado de un modo determinado, y sus posibles resultados.

Respecto a los programas, cabe decir que son propuestas de actividad preelaboradas y, en cierto modo, muy pautadas o claramente establecidas, que propician el desarrollo o tratamiento de algún tema, habilidad o problemática de carácter específico y/o puntual. La implementación de éstos en los centros se apoya habitualmente en materiales ya diseñados, especialmente pensados para la finalidad que se pretende, y que pueden ser exportados o adaptados a las características de cada centro sin demasiados problemas. Dichos programas garantizan las posibilidades de desarrollo de una temática en el centro (por ejemplo, un programa informático, un tutorial de escritura de cuentos en grupo colaborativo, una pauta de organización de datos meteorológicos, etc.).

Finalmente, las demandas exigen que el asesor desarrolle tareas que no han sido previstas con anterioridad, sino que aparecen puntualmente en un momento del curso y que no cuentan con una propuesta de desarrollo o de implementación definida. No existen acuerdos compartidos sobre ellas por parte de los implicados con relación a cómo abordarlos (un tutor preocupado por el seguimiento de un alumno con relación a determinados contenidos, un coordinador de ciclo preocupado por el clima de trabajo creado en un grupo, la demanda de asesoramiento de un alumno que pretende dejar sus estudios, etc.).

Las exigencias que genera el desarrollo de tareas de uno u otro tipo a los psicopedagogos son muy desiguales, pero, con frecuencia, el hecho de que podamos identificar si se trata de uno o de otro nos sirve para anticipar algunas de las condiciones y medidas –de definición de la tarea de intervención, de desarrollo, de seguimiento y evaluación y, si cabe, de generalización o incardinación en la cultura pedagógica común del centro– que nos prepare para atender otras demandas en momentos posteriores del proceso.

Teniendo en cuenta todo lo expuesto y con la intención de terminar, confiamos haber establecido, pero no agotado, algunas de las características básicas de la intervención psicopedagógica en contextos de educación formal que guíen la práctica de los psicopedagogos en estos contextos y permitan valorar el desarrollo de la misma según lo establecido y como medio de mejora, de innovación y de cambio. En definitiva, como medio de contribución al desarrollo de la intencionalidad educativa, entendida ésta como la dimensión esencial de los contextos educativos formales.

4. Contextos formales y contextos no formales e intencionalidad educativa

Los cambios sociales actuales nos permiten ver que el desarrollo de la intencionalidad educativa no se agota en los contextos de educación formal a que acabamos de referirnos en este capítulo. En este sentido, cabe señalar otros que se generan más allá de la escuela. La nueva sociedad de la información y del conocimiento o aprendizaje ha traído cambios como la globalización de la cultura, la política y la economía –ligados al uso de las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información, cuyo lenguaje básico es Internet– y el alargamiento de la expectativa de vida. Todo ello, como hemos afirmado hace unas líneas, ha situado la necesidad de aprendizaje y de educación en el centro mismo de la vida de las personas. En efecto, a lo largo de la vida y, mucho más actualmente, debido a las novedades citadas, será preciso el desarrollo de proyectos o programas educativos de los tipos siguientes:

Dichos proyectos o programas se dirigen a colectivos muy variados, que pueden ser agrupados, según su pertenencia a períodos vitales diferentes, grupos sociales distintos, grupos culturales diferentes, grupos de personas de distinto género.

Los contextos formales tienen la necesidad prioritaria de definir sus intenciones educativas y de desarrollar la intencionalidad educativa característica en consecuencia. Las intenciones educativas de los contextos de educación no formal pueden surgir como medio para responder a sus finalidades específicas. Por ejemplo, en el caso de los hospitales o de los centros de atención primaria, la necesidad de responder a problemas tales como el tabaquismo, el sida, el alcoholismo, etc., exige educar a la población, para evitar que surjan problemas de salud, actuando de forma preventiva. La educación se revelará como una de los elementos de prevención más efectivos y, en consecuencia, como una de las intenciones de actuación de los agentes implicados en el contexto. La intencionalidad o la prestación de ayudas educativas ajustadas para lograr tales fines puede ejercerse de modos muy diversos. Por ejemplo, o bien se actúa creando servicios al margen de los ya establecidos para el desarrollo de tareas educativas específicas (la de reeducar al fumador, al drogadicto, al obeso, al ocioso, etc.), o bien se forma a los profesionales (médicos, enfermeras, psicólogos, agentes museísticos o empleados en los medios de comunicación, etc.) para integrar en su trabajo formas de actuación o de práctica educativa-preventiva. Por ejemplo, la radio puede crear programas educativos específicos, pero puede plantearse ser educativa procurando que los radioyentes encuentren significado a lo que escuchan y le den sentido. El desarrollo de la intencionalidad educativa puede basarse en el uso de un discurso diferente y de una forma de generar la información también diferente. Los profesionales se verán abocados al cumplimiento de nuevas tareas, en este caso educativas, y/o a la reorientación de las que ya llevan a cabo hacia el cumplimiento, entre otras, de finalidades educativas.

Del mismo modo, también asistiremos a la creación de otros contextos de educación no formal como, por ejemplo, los que componen las comunidades educativas basadas en el territorio o de las que emergen gracias a las oportunidades que nos ofrecen las nuevas tecnologías.8 Mientras algunos contextos de educación no formal aprovechan los recursos que poseen para el desarrollo de políticas educativas más allá de la escuela y en colaboración con la misma (por ejemplo, los ayuntamientos con el desarrollo de proyectos de integración social y profesional de los jóvenes, proyectos educativos dirigidos a colectivos sociales emigrantes, proyectos educativos dirigidos a atender las necesidades educativas de los más pequeños a los que no alcanza la escolaridad obligatoria, de tiempo libre o de las nuevas tecnologías, etc.), otros, como los que constituyen las comunidades de aprendizaje virtual, dan a la escuela la posibilidad de salir de sus paredes y trascender el tiempo mediante el establecimientos de relaciones asincrónicas y alejadas geográficamente y de ampliar el lenguaje habitual que ésta emplea para conocer e informarse. Los nuevos lenguaje utilizados, hipertextuales y multimedia, exigen un alto grado de formalización de sus competencias sociales y académicas y la revisión del logro de las capacidades previstas en los objetivos anteriores a la revolución tecnológica y comunicativa, pero son muy eficaces para integrarse en la nueva sociedad y la nueva economía.

Tanto la orientación de las finalidades y funciones de contextos ya existentes al logro de finalidades de educación no formal, como la creación de nuevos contextos en este sentido contribuirán a redefinir las políticas educativas que se han dado hasta el momento y, como consecuencia, modificará el papel de los agentes implicados en la mismas y, muy probablemente, el que desarrollan los servicios de intervención psicopedagógica. También se modificará el discurso propio del contexto por la necesidad que éste tiene de definir qué es un problema educativo y de crear nuevos textos y lenguajes para hablar de ellos desde roles profesionales también diferentes a los que son habituales en los contextos de educación formal. En definitiva, el desarrollo de los contextos de educación no formal crea la necesidad de concretar el carácter de las intenciones educativas en cada caso y el de la intencionalidad educativa, definiendo tanto lo que es común y compartido con otros contextos como lo que es específico y exclusivo de un tipo de contexto educativo no formal: hospitales, ayuntamientos, comunidades de aprendizaje virtual, museos, medios de comunicación, etc.

Por su parte, la educación formal deberá redimensionar su alcance. De hecho, tendrá que estar mucho más abierta a las posibilidades educativas de otros contextos de lo que ha estado hasta el momento. Además, debe estarlo con relación al desarrollo colaborativo de los fines educativos previstos en cada período de la vida de las personas. Los psicopedagogos tienen la oportunidad de sumarse a la creación de posibilidades de optimización de la influencia educativa y de creación de nuevas formas de desarrollo de la intencionalidad educativa en otros contextos diferentes a los de los de la educación formal.

Notas

1. C. Coll (2001).

2. Coll (1994).

3. Para una revisión de este tema puede consultarse Coll, 1990; 2001; Monereo, 2002; Monereo y Solé, 1996.

4. Monereo (2002).

5. Marchesi y Martín (2002); Martín y Mauri (1996).

6. Onrubia (1998).

7. Monereo (2002).

8. Coll (2001).