Capítulo I. La perspectiva sociológica
Joan Estruch i Gibert
Los sociólogos tenemos fama de preguntones e, incluso, de fisgones. Por tanto, dispóngase el lector a encontrar en el texto que sigue muchas más preguntas que respuestas. Las respuestas de la ciencia son, en el mejor de los casos, fragmentarias y, por definición, siempre provisionales. Las preguntas, cuando son acertadas y pertinentes, son eternas y siempre nuevas. Así que más vale centrar los esfuerzos en encontrar las buenas preguntas. Aprender sociología es aprender a interrogar; es decir: aprender a hacer preguntas y a hacerse preguntas.
Y es que si el científico es alguien que busca un gato negro en una habitación oscura con los ojos tapados, el científico social –y por ende, el sociólogo– es aquel que, con los ojos tapados, busca en una habitación oscura un gato negro que no se sabe a ciencia cierta si está allí o no. Así pues, que el lector nunca se fíe de los sociólogos que al cabo de unos segundos de fingir que buscan el gato anuncian que ya se han hecho con él. Encontrará, y muchos, sociólogos de este tipo escribiendo en diarios, hablando en televisión o hasta dando clases en la universidad. Haga, entonces, como el Principito: dígase a usted mismo que por estos mundos hay gente muy extraña, y no pierda demasiado el tiempo con ello.
Y, puestos a hacernos preguntas, podríamos empezar directamente preguntándonos el porqué del título que encabeza este capítulo. ¿Por qué se habla de perspectiva sociológica y no, por ejemplo, de la “disciplina sociológica” o de la “sociología como ciencia”? De sobra sabemos que el lenguaje nunca es inocente, y la opción por un título determinado posee, sin duda, su intención. En nuestro caso, la intención de subrayar especialmente que la sociología es una manera determinada de situarse ante la realidad e interrogarse sobre la misma. Cuando hablamos, si estamos interesados en entender a nuestro interlocutor y queremos que el interlocutor nos entienda, sin lugar a dudas es fundamental que uno y otro sepamos de qué estamos hablando. Aunque también es indispensable que previamente ambos sepamos y entendamos desde dónde hablamos.
Ésta es la razón por la que en el presente capítulo de carácter introductorio veremos, en primer lugar, en qué consiste la perspectiva sociológica y cuáles son sus características principales; es decir, trataremos de explicar cuál es esa manera de situarse ante la realidad propia de la sociología y, después de haber visto con qué posibilidades y limitaciones cuenta la perspectiva sociológica –o sea, cuando sepamos dónde estamos situados y desde dónde hablamos–, entonces empezaremos a introducir los elementos básicos de nuestro objeto de estudio –aquello de lo que hablamos–, que verán su desarrollo más tarde en capítulos venideros.
Aún una última observación: esta manera de invitar al lector a una aproximación a la sociología concebida como una forma quizá nueva y quizá poco habitual de enfrentarse con la realidad puede suscitar resistencias. Porque tiene que quedar claro que no sólo se trata de acercarse a la realidad interrogándola; querer interrogar a la realidad supone, al mismo tiempo, estar dispuesto a dejarse interrogar por ella. De hecho, es como si estuviésemos invitando al lector a entrar en un juego que a la vez es una aventura, y a todo el mundo no le gustan los juegos ni las aventuras, en la medida en que no dejan de comportar cierto riesgo; el riesgo, en este caso, de tener que deshacerse de determinadas ideas preconcebidas, de ciertos prejuicios, y tener que ponerse a reflexionar. Así, la adopción de la perspectiva sociológica puede provocar resistencias: la resistencia pasiva de quien se limita a contemplar el juego como espectador sin involucrarse, o bien la resistencia activa de quien se niega decididamente a plantearse interrogantes y se niega, sobre todo, a dejarse interrogar e interpelar. Si el lector descubre que el juego que le proponemos le resulta atractivo y se va animando, quizá acabe encontrando en él una aventura apasionada y apasionante. Asimismo, a medida que se vaya dando cuenta de los estrechos lazos que vinculan eso que llamamos sociedad con la historia y con su propia biografía, verá que la adopción de la perspectiva sociológica supone no sólo una forma de conocimiento, sino también una forma de conciencia.
1. Las ambigüedades de la sociología
¿Por qué hay tan pocos chistes sobre sociólogos? Con este mismo interrogante empieza Peter L. Berger (1996) su libro Introducción a la sociología. Para que se puedan hacer chistes sobre determinado tipo de personaje, o sobre una actividad profesional dada, es necesario que haya un estereotipo o cliché formado sobre este tipo de personaje. El chiste juega con la complicidad tácita que supone el hecho de que, sin decirlo, todo el mundo conoce y comparte el estereotipo. La exageración del cliché o bien su inesperada y sorprendente negación mediante el chiste son precisamente lo que hace reír.
Aquí hace cuarenta años eran mucho menos abundantes los chistes sobre psicólogos de lo que lo son hoy; en cambio, eran más frecuentes los chistes de curas que hoy en día. Esto significa que en el decurso de este periodo la imagen popular de la figura del psicólogo ha ido cristalizando en un estereotipo, mientras que por una parte los clichés prefabricados sobre los curas se han ido difuminando de forma gradual: actualmente hay menos curas, ostentan menos poder y hay quien opina que ni siquiera ellos saben demasiado bien para qué sirven. Chistes de médicos o de políticos se explicaban entonces y también se explican ahora. Chistes de sociólogos prácticamente nunca han existido.
Esto significa que no hay una imagen clara de lo que es un sociólogo: no se sabe muy bien ni qué hace ni para qué sirve lo que hace. La sociología es una disciplina que se ha puesto relativamente de moda, pero al mismo tiempo constituye una ciencia cuya percepción es borrosa. No se puede descartar completamente la posibilidad de que se establezca entre estos dos elementos una relación de causa y efecto; es decir, que esté poco o mucho de moda precisamente porque no se acaba de saber demasiado bien qué es.
Relacionado con este hecho hallamos un segundo factor que debemos tener en cuenta para entender la posición peculiar que ocupa la sociología actualmente en el conjunto de las disciplinas que se presentan como ciencias. Una noción que suelen utilizar los economistas nos ayudará a explicarlo. Se dice que un consumidor se encuentra en situación de mercado informado cuando considera que dispone de criterios autónomos de evaluación del producto, y en situación de mercado no informado en el caso contrario.
Imaginemos, por ejemplo, el caso de una persona que entra en una librería y hace un pedido de un metro y medio de libros. El ejemplo no es inventado; un librero de Barcelona se encontró en esta tesitura en una ocasión. Se trataba de alguien que acababa de comprar un mueble nuevo para la televisión, la cadena de alta fidelidad, etc., y el decorador le había aconsejado que colocase unos cuantos libros para hacer bonito. Pero él no entendía nada de libros, y le daba exactamente igual una obra que otra, siempre y cuando al final consiguiese llenar el metro y medio de espacio que tenía libre. Podemos pensar, obviamente, que nosotros nunca haríamos algo así, porque a la hora de comprar libros no nos es indiferente el contenido de las obras: tenemos ciertos criterios de evaluación de ese contenido. Podría ser, en cambio, que quienes estamos en situación de mercado informado en el momento de la adquisición de libros, acabásemos comprando un aparato de televisión fijándonos más en el color de la caja o en el niquelado de los botones que en las características técnicas del aparato. O bien que a la hora de comprar un coche nos importase sobre todo el color de la carrocería o la tapicería de los asientos, y ni siquiera abriésemos el capó del motor porque de todos modos no entendemos nada de válvulas y cilindros. En pocas palabras: todos nos encontramos en situación de mercado informado en determinadas ocasiones y en situaciones de mercado no informado, en otras.
Pues bien, en nuestra sociedad la mayor parte de la población tiende a considerar que se encuentra en situación de mercado no informado en aquellos ámbitos de la ciencia o de la técnica en los que carece de un conocimiento de experto. Si no sabemos medicina, nos fiaremos del diagnóstico del médico y no se nos pasará por la cabeza decir que sus indicaciones son sólo su “opinión”. Si se nos estropea el coche y el mecánico afirma que ha localizado la avería concreta, tampoco se lo discutiremos. En cambio, en el terreno de la literatura, las artes o la religión, por ejemplo, actualmente la mayoría de la población tiende a reaccionar como si dispusiese de criterios autónomos de evaluación. Si vamos a la Fundación Miró, por ejemplo, es fácil que escuchemos los comentarios de unos abuelos que, sin ser ni mucho menos expertos en pintura, comparan una tela de Miró con los garabatos que hace su nieto. Se comportan, pues, como si estuviesen en situación de mercado informado. Podemos no saber nada de música y atrevernos, por el contrario, a juzgar la calidad de una pieza musical. Y podemos atrevernos a opinar sobre una doctrina religiosa determinada sin haber estudiado nunca Teología ni tener la más remota idea de historia de la Iglesia. Los llamados “programas de debate” de las televisiones proporcionan múltiples ejemplos de estas situaciones en las que el público se comporta como si se encontrase en situación de mercado informado.
Bien, la situación paradójica de la sociología se explica porque, a diferencia de casi todas las otras disciplinas científicas, se tiende a considerar como una cuestión de opiniones y casi de gustos; todo el mundo se ve preparado para opinar, manifestar su acuerdo o desacuerdo con respecto a las afirmaciones del sociólogo. Es como si ante la sociología todos nos encontrásemos en situación de mercado informado.
Las principales razones que explican esta singularidad son dos. Por una parte, el hecho de que en la mayoría de las ocasiones el sociólogo habla de realidades que son “familiares” para casi todos. No estudia fenómenos desconocidos, sino al contrario: fenómenos que todo el mundo conoce, realidades de las que todos tenemos algo de experiencia. El sociólogo habla de la familia, de la institución educativa o de las características de la burocracia; en definitiva, habla de su propia sociedad, que es, a la vez, la sociedad de aquellos que lo leen o lo escuchan. Y así, las mismas personas que no osarían ni abrir la boca si el sociólogo les explicase la organización de la vida familiar entre los pigmeos o el funcionamiento de un monasterio budista tibetano, tienden a considerar que no hace más que expresar sus opiniones personales cuando habla de realidades que les resultan cercanas y cotidianas. En segundo lugar, sin embargo, cabe decir también que los sociólogos hemos sido en buena parte responsables de esta situación en la que nos encontramos actualmente, ya que muy a menudo hemos accedido a aparecer efectivamente en los medios de comunicación como personas que no hacen más que eso: opinar sobre cualquier cosa, y no porque la hubiésemos estudiado y analizado con antelación, sino porque, como decía un ilustre sociólogo de nuestra tierra, “Yo soy especialista en generalidades”.
“Por este camino el sociólogo busca el reconocimiento social que le falta: a fuerza de confirmar él los clichés y los prejuicios que guían las percepciones culturales de los otros, adjudicándoles una patente de garantía científica, el sociólogo se ve recompensado por la confirmación de su identidad profesional, el reconocimiento de la ‘cientificidad’ de su tarea. Resumiendo: me encuentro –yo, sociólogo– con que la sociedad no acaba de admitir el carácter ‘científico’ de mi trabajo; les diré que lo que ellos consideran cierto es ‘científicamente’ cierto. Deseosos como están de que les confirmen su certeza de lo que para ellos es cierto y convencidos como están de la relación íntima entre ciencia y verdad, bien estarán dispuestos a admitir a cambio la cientificidad de mi ciencia si con ella les confirmo la certeza de sus certezas.”
Cardús y Estruch, 1984, pág. 65.
No existe, pues, una imagen estereotipada de lo que es y lo que hace un sociólogo. Nos encontramos más bien con una mezcla de imágenes diversas, todas relativamente borrosas y sobre todo cargadas de ambigüedades, como tendremos ocasión de comprobar en los subapartados que vienen a continuación.
1.1. Sociología y filantropía
Una de las imágenes más difundidas y persistentes es aquella que asocia la sociología con una especie de actividad filantrópica. El sociólogo es concebido como alguien que se dedica a trabajar con gente, a favor de la gente, en pro de otros. Decía Peter Berger (1996): “Es como una visión laica de sacerdote progresista, o como un retrato bastante aproximado de este mismo sacerdote después de haber colgado definitivamente los hábitos”. Por cierto, ¡no son pocos, entre los sociólogos profesionales de nuestro país mayores de cuarenta años, los antiguos seminaristas y ex sacerdotes!
No obstante, este tipo de imagen tiene que ver especialmente con las circunstancias de la primera etapa de institucionalización de la sociología en las universidades norteamericanas. Es bien sabido que la mayor parte de las universidades más conocidas de Estados Unidos son privadas, y que en un principio todas estaban vinculadas a alguna de las grandes denominaciones eclesiásticas. Cuando el protestantismo liberal norteamericano –muy preocupado por lo que entonces se solían denominar “las cuestiones sociales”– decidió que era conveniente profesionalizar a las personas que benévola y voluntariamente se ocupaban de los problemas relacionados con la pobreza, la marginación, etc., recurrió a la sociología como uno de los instrumentos más adecuados para formar a dicho personal. Y así se fue introduciendo la enseñanza de esta disciplina en un contexto donde existía, en efecto, la pretensión de ayudar y hacer el bien a los demás.
El hecho de que la sociología se puede poner al servicio de finalidades filantrópicas es indudable; se trata, incluso, de un propósito loable. En este caso, la ambigüedad radica en que no se puede perder de vista que las informaciones y los conocimientos que la sociología nos proporciona pueden ser útiles tanto a quien se guía por estas pretensiones filantrópicas como a quien tiene unas intenciones opuestas. En otras palabras, no hay ninguna garantía de que un buen sociólogo tenga que ser necesariamente una buena persona; y desde el punto de vista empírico se verifica que no siempre es así. (1)
1.2. Sociología y reforma social
Si las ambigüedades de la conexión entre sociología y filantropía provienen sobre todo del desarrollo original de la disciplina en Estados Unidos, la asociación ambigua entre sociología y reforma social está básicamente relacionada con los orígenes mismos de la sociología en la Europa del siglo XIX. Sin embargo, no es éste el lugar adecuado para entrar en una exposición detallada de estos orígenes y de las razones por las que surge la sociología en un ámbito geográfico y en un marco histórico muy concretos. (2) Limitémonos por ahora a una única observación destinada a poner de relieve el porqué de esta conexión entre la sociología y la voluntad de una reforma social.
En efecto, si entendemos la sociología como una reflexión sistemática sobre la sociedad y su funcionamiento, deberíamos preguntarnos qué clase de circunstancias pueden propiciar que surja este tipo de reflexión. Y es que, en contra de lo que tendemos a dar por descontado cuando decimos de nosotros mismos que somos seres que pensamos, lo cierto es que habitualmente nos ponemos a pensar sólo cuando algo nos obliga a hacerlo. Nos ponemos a pensar cuando se nos presenta una dificultad, un obstáculo; cuando nos hallamos ante un problema que interrumpe nuestra rutina irreflexiva. O, dicho de otro modo, para que haya una reflexión sobre la sociedad es necesario que ésta sea problemática, que ella misma se haya convertido en un problema.
Pues bien, esto es lo que sucedió con el desmoronamiento del Antiguo Régimen. Como consecuencia de las transformaciones estructurales provocadas por la Revolución Industrial y de los acontecimientos que tuvieron lugar a la luz de la Revolución Francesa, que en cierto modo es su contrapartida en el plano ideológico, un tipo completo de sociedad se agrieta, se tambalea y desaparece. Y si los cambios demográficos y los procesos de industrialización y urbanización provocan la emergencia de un nuevo modelo de estructuración de la sociedad, se hace necesario articular un nuevo tipo de discurso en el plano del pensamiento y de las ideas que explique, justifique y legitime las transformaciones que han tenido lugar.
Así nace la sociología, como disciplina típicamente moderna y occidental. Añadamos a esto el hecho de que en aquel momento histórico muy a menudo se busca en la ciencia no sólo una herramienta que nos ayude a comprender mejor la realidad que nos rodea, sino también un instrumento que nos diga qué tenemos que pensar y cómo tenemos que vivir. De esta manera tendremos explicadas, por una parte, la ideología reformista de buena parte de esta sociología inicial, y por la otra, la aparición de las figuras de los grandes clásicos de la disciplina (véase el capítulo 4), de los cuales podríamos citar: en Francia, a Auguste Comte, que la bautiza, y a Émile Durkheim, que la consagra como ciencia al servicio de la creación de una nueva moral laica que, sustituyendo el papel ejercido por las antiguas tradiciones religiosas, garantice la cohesión social; en Alemania, a Karl Marx, como el gran profeta del porvenir de esta sociedad industrial capitalista, y a Max Weber, como el primero de los clásicos de la sociología que, rompiendo con esta concepción positivista de la ciencia, rompe simultáneamente el cordón umbilical que vinculaba la sociología con la reforma social.
Y es que, en definitiva, aquí radica el quid de la cuestión: la ambigüedad de esta imagen de la sociología asociada a la reforma y a la mejora de la sociedad deriva de que la ciencia es incapaz de decirnos cómo deberían ser las cosas, sino que se limita, como afirma Marx Weber, a ayudarnos a comprender mejor cómo son, con un poco más de lucidez y un poco menos de engaño y autoengaño.
1.3. Sociología y encuestas
Si hay alguna imagen de la sociología que tiene hoy aquí ciertas posibilidades de convertirse en un estereotipo, es decir, si es previsible que se puedan llegar a hacer chistes de alguna faceta de la actividad del sociólogo, ésta es, sin duda, la del sociólogo como realizador de encuestas.
Empecemos por afirmar que en algunas ocasiones las encuestas pueden ser bastante útiles; útiles sobre todo para los creadores y manipuladores de la opinión pública, ya sean publicitarios o políticos profesionales, pero útiles también desde un punto de vista científico. Por otra parte, tras haber dicho esto, tenemos que subrayar impetuosamente cuáles son los límites de las encuestas y a qué ambigüedades da lugar el hecho de identificar la sociología con la realización de encuestas.
En primer lugar, esta situación se debe a que las encuestas proporcionan sencillamente un material poco o muy fiable, pero por ellas mismas todavía no explican nada. Para que hablen, para que expliquen algo, tienen que ser interpretadas, lo que significa que los resultados deben situarse en un marco de referencia teórico, se tienen que contrastar con unas hipótesis de trabajo previas, etc. Hacer encuestas no es hacer sociología; es, en el mejor de los casos, preparar el terreno para poder hacer sociología.
En segundo lugar, debemos tener en cuenta que existen muchos tipos de encuestas. Sin entrar en detalles técnicos que aquí no vienen al caso, fijaos en la diferencia que hay entre incluir o no en un cuestionario unas preguntas que buscan datos objetivos (“¿En qué año naciste?”), datos de comportamiento (“¿Cuántas veces has ido al cine en los últimos quince días?”, “¿a quién votaste en las últimas elecciones”) u opiniones (“¿Te gusta el cine?”, “¿te consideras de derechas o de izquierdas?”).
Es evidente que el grado de fiabilidad de las respuestas, así como la posibilidad de compararlas, de hacer sumas y extraer los porcentajes, es extraordinariamente variada dependiendo de los casos. De los datos relativos a la edad se puede obtener una pirámide de edades, útil y fiable a pesar de que todavía no nos indique gran cosa aparte de ofrecernos una descripción de una situación determinada en un momento concreto. De la frecuencia de idas al cine podemos obtener una idea de un aspecto determinado del consumo cultural. Del porcentaje de personas que dicen que les gusta el cine no obtendríamos más que eso: comprobar cuántas personas dicen que les gusta el cine cuando se lo preguntas, sin saber exactamente qué quieren decir cuando afirman que les gusta el cine, y sin saber ni siquiera aproximadamente si las que dicen que les gusta el cine quieren decir lo mismo cuando lo dicen. (3)
La mayor parte de los problemas, dificultades y ambigüedades del uso de las encuestas en sociología derivan de las encuestas de opinión, que son, por otra parte, aquéllas de las que se suelen hacer eco los medios de comunicación, y que son precisamente las menos fiables y las que más se prestan a manipulaciones de todo tipo.
Esquemáticamente, las principales ambigüedades de las encuestas de opinión son las siguientes:
1) Se parte del presupuesto de que todos tenemos una opinión formada sobre cualquier cuestión. La lógica más elemental debería hacer que nos diésemos cuenta de que no tenemos una opinión formada acerca de muchos temas porque nunca nos hemos detenido a pensar en ellos seriamente. Políticamente, un gobierno puede someter una cuestión a referéndum, pero cuando lo hace no trata de conocer científicamente la opinión de la población, sino de hacer que triunfe un punto de vista determinado. Para algo se llevan a cabo las campañas previas a la votación.
2) Todo cuestionario de encuesta implica cierta problemática. Lo que se nos pregunta tiene más que ver con los intereses o las preocupaciones del encuestador que con los del encuestado. Y por otra parte, también en este caso resulta evidente que la manera de formular las preguntas condiciona las respuestas.
3) La obtención de los resultados (adiciones, porcentajes, comparaciones, etc.) presupone la necesidad de considerar que todas las respuestas quieren decir lo mismo. Pero muchas preguntas son tan genéricas que las respuestas no son estrictamente comparables. Con frecuencia, tanto el sí como el no pueden tener significados muy diferentes. Hay quien tiende a contestar determinadas preguntas desde planteamientos éticos, y hay quien lo hace de una forma más estratégica. Las interpretaciones del encuestador, lógicamente, pueden hacer que los resultados digan más o menos cosas de las que derivan de las respuestas literales, sin coincidir necesariamente con la interpretación que llevaría a cabo el propio encuestado.
4) Finalmente, las encuestas de opinión parten del presupuesto de que todas las opiniones son equivalentes. La filosofía de las consultas electorales –una persona, un voto– se convierte en la filosofía implícita de las encuestas. En el recuento electoral vale lo mismo el voto de un campesino analfabeto que el voto de un catedrático de Ciencia Política; del mismo modo, en una encuesta de opinión se valora por igual lo que puedan afirmar sobre los anticonceptivos una madre de familia y una monja.
Aunque no acaban aquí las ambigüedades de las encuestas, con estas breves observaciones será suficiente para entender que, a pesar de que en ciertas ocasiones proporcionen informaciones útiles, la sociología no podría ir muy lejos si se fiase de éstas de una forma prioritaria.
2. Las características principales de la perspectiva sociológica
Hablar de la sociología como perspectiva implica tomar conciencia de que no basta con saber qué es lo que estamos observando y analizando, sino que tenemos que saber, al mismo tiempo, desde dónde lo estamos considerando. Se pueden hacer muchas fotografías de una catedral; la podemos enfocar desde muchos ángulos diferentes y podemos utilizar un teleobjetivo o un gran angular. Los resultados, en efecto, serán siempre fotografías de la catedral en cuestión, pero no en todas se verá lo mismo ni de la misma forma. De manera parecida, nos podemos dedicar a analizar el tema del nacionalismo, los problemas de los norteafricanos en el Maresme o la cuestión de la religiosidad sectaria, pero es evidente que no se ve igual el tema del nacionalismo desde Burgos que desde Berga, desde un cuartel de Toledo o desde el palacio episcopal de Valladolid (excepto, quizá, en caso de que el obispo de Valladolid sea hijo del coronel de Toledo, lo cual, por otra parte, no es imposible).
Adoptar la perspectiva sociológica quiere decir tomar conciencia de esta diversidad de puntos de vista; saber constantemente dónde está situado uno mismo; hacer un esfuerzo para sobrepasar una visión tan parcial y limitada, y tratar de entender los demás puntos de vista posibles.
El sociólogo, por otra parte muy parecido a cualquier otro científico, es como aquel individuo que en una noche sin luna miraba fijamente hacia el suelo, medio agachado al lado de una farola. Se le acerca alguien y le pregunta si tiene algún problema, y el individuo contesta que ha perdido las llaves de su casa y no las encuentra por ninguna parte. Cuando ha pasado un rato buscando inútilmente, el peatón le pregunta si está seguro de haberlas perdido justo en aquel lugar. “Pues no –replica el individuo–, pero como mínimo aquí veo algo.”
2.1. Una perspectiva parcial
Empezar la caracterización de la perspectiva sociológica subrayando su parcialidad no es simplemente un ejercicio de modestia, sino de lucidez, lo cual se debe a muchas razones. Veamos unas cuantas.
En primer lugar, ya hemos dicho que la perspectiva sociológica era típicamente occidental, hecho que significa que han existido y existen una serie de sociedades que funcionan, y que a menudo lo hacen bastante bien, aun prescindiendo tranquilamente de la sociología. Es decir, que la primera idea a la que un sociólogo tiene que acostumbrarse es a que su perspectiva es válida, e incluso útil, pero que no es la panacea universal, ni siquiera imprescindible.
En segundo lugar, debería quedar claro que al hablar de parcialidad no nos estamos refiriendo ni mucho menos a aquel tipo de problemas que suele plantear el arbitraje en fútbol. Por el contrario, desde este punto de vista la perspectiva sociológica aspira a una imparcialidad exquisita, en el sentido de que busca, y lo hace apasionadamente, alcanzar la máxima objetividad: ver las cosas tal como son y entenderlas, con independencia de que sean realmente como nos gustaría que fuesen. Por lo tanto, parcialidad se contrapone aquí no a imparcialidad, sino a globalidad o totalidad. Es decir, como perspectiva que es, la sociología supone un punto de vista determinado, pero no el único posible, ni necesariamente siempre el mejor de todos los puntos de vista.
Por otra parte, el reconocimiento de esta parcialidad del propio punto de vista equivale a una reivindicación de la necesidad de una aproximación pluridisciplinaria a los fenómenos que estudiamos. Muy a menudo los científicos sociales tienden a partir de una curiosa concepción implícita según la cual la realidad aparecería fragmentada en una multiplicidad de parcelas, cada una de las cuales sería como una especie de coto privado de caza. El historiador, el economista, el psicólogo, el antropólogo y el sociólogo se dedicarían a cultivar su pequeña propiedad, siempre velando porque nadie les pisase el terreno que poseen en exclusiva. Esta concepción es radicalmente falsa, y sería mucho mejor que partiéramos del presupuesto diametralmente contrario. Historiadores, economistas, psicólogos, antropólogos y sociólogos estudiamos la misma realidad, única y común a todos. Lo que nos diferencia es precisamente el ángulo donde nos situamos a la hora de contemplar esta realidad. Es decir, tenemos perspectivas diferentes de una misma realidad y, en consecuencia, la vemos desde ángulos distintos. Nos formulamos preguntas diferentes ante dicha realidad, pero, en lugar de ver al otro como a un invasor potencial de mi territorio, aprendo a ver a alguien que desde su perspectiva aporta puntos de vista complementarios al mío, porque todo punto de vista es parcial por definición.
Podríamos ir todavía un poco más lejos en la consideración de esta cuestión de la parcialidad. Aunque hoy en día esto sea algo difícil de aceptar en nuestras sociedades de devotos adoradores de la ciencia, la perspectiva sociológica es parcial por el hecho mismo de ser una perspectiva científica. Con una falta de lógica aplastante, en la actualidad nos encontramos con una tendencia clara a considerar que, visto que lo que dice la ciencia es verdad, nada de lo que se diga desde fuera de la ciencia podrá serlo. Sería necesario que nos diésemos cuenta de que, en cambio, el conocimiento científico no es más que una de las múltiples formas de conocimiento, junto con otras. También mediante la poesía puedo acceder al conocimiento; la música es una fuente de conocimiento, y el conocimiento religioso también es conocimiento, aunque no sea conocimiento científico.
Asimismo, hay una forma de conocimiento que resulta fundamental, y que además es la que utilizamos con mayor frecuencia: el conocimiento juicioso y de sentido común de nuestra vida diaria, aquel que me permite saber cómo tengo que comportarme en una situación determinada, cómo tengo que circular por la carretera o qué tengo que hacer para telefonear a Dinamarca. Todas estas cosas que en realidad “sé hacer” son conocimientos que tengo, conocimientos bastante válidos y en la mayor parte de las ocasiones, perfectamente suficientes, aunque no sean conocimientos científicos. (4)
2.2. Una perspectiva crítica
De todo lo que se ha ido diciendo hasta aquí, podemos deducir con bastante claridad que la perspectiva sociológica es una perspectiva eminentemente crítica. Pero quizá se podría desprender una segunda constatación de todo ello. Y es que, en contra de la más invertebrada de las costumbres de los políticos profesionales, y en contra también de nuestros hábitos como ciudadanos, la crítica sólo es científicamente válida –y quizá podríamos añadir que sólo es éticamente aceptable– cuando empieza por la autocrítica. Por este motivo hemos subrayado como primera de todas las características de la perspectiva sociológica la de su parcialidad.
Una vez dicho esto, la perspectiva sociológica es, en efecto, una perspectiva crítica, y lo es en el sentido de que no se conforma con aquellas versiones o explicaciones de la realidad que parecen evidentes a primera vista. Si antes decíamos que había que esforzarse para ver las cosas tal como son y no como nos gustaría que fuesen, ahora se trata de recordar que las cosas no son lo que parecen, y que no es oro todo lo que reluce. O, dicho de una manera un tanto más rigurosa, toda realidad se presta a diferentes lecturas en la medida en que siempre esconde diferentes niveles de significación; y una perspectiva crítica es, por su parte, la que intenta tenerlos todos en cuenta.
En la vida social hay una serie de definiciones determinadas de la situación que tienden a imponerse como incuestionables: son las concepciones “oficiales” de la realidad. Pues bien, como perspectiva crítica diríamos que la sociología se interesa tanto por estas concepciones “oficiales” como por las concepciones “no oficiales” de la realidad, porque lo que busca es intentar entender qué grupos, y en nombre de qué intereses, se esfuerzan por imponer como oficiales sus concepciones de la realidad.
Supongamos que viajamos en automóvil desde Perpiñán hacia Tarragona. En un momento determinado nos encontramos en medio de la autopista un cartel donde se lee: “España”; y un poco más tarde, otro como éste: “Autopista del Nordeste”. En efecto, oficialmente ya hemos cruzado una frontera y nos encontramos en aquella región “entrañable” que hace que en las zarzuelas se diga aquello de “costas de Levante, playas de Lloret”, y que los monarcas tengan ganas de recitar unos versos de Verdaguer mientras esquían en el Valle de Arán. Pero supongamos también por un instante que somos uno de esos descerebrados que no comulgan con estas concepciones oficiales y se sienten ciudadanos de una patria que va de Salses a Guardamar. Ni hemos cruzado ninguna frontera, ni entendemos a qué viene eso del “Nordeste”. Y, puestos a imaginar carteles en las carreteras, nosotros colocaríamos más bien uno en Fraga que indicase a los automovilistas que están entrando en el Far West.
Encontraremos ejemplos de lo que acabamos de ver por todas partes, y por todas partes nos encontraremos siempre con lo mismo: que en la vida social nos dedicamos constantemente a poner etiquetas tanto a las personas como a las cosas. Así, los ingleses son introvertidos, el Papa es muy conservador, Cataluña es una nación y el Barça es más que un club.
Una de las reglas de oro de la sociología es la que hace que nos demos cuenta de que el juego de poner etiquetas habla siempre mucho más del etiquetador que del etiquetado. La perspectiva crítica de la sociología nos recuerda que toda moneda tiene dos caras, y que tan interesante e instructivo es contemplar una como otra, aunque habitualmente una de las caras tiende a ser presentada como la cara “oficial”.
“Con esto ya deberíamos estar en situación de dar a entender que los problemas que más interesarán al sociólogo no coinciden necesariamente con lo que el resto de la gente suele denominar ‘problemas’. La forma que tienen los funcionarios y los medios de comunicación de hablar de los ‘problemas sociales’ lo complica todo. Normalmente, la gente habla de un ‘problema social’ cuando hay algo en la sociedad que no funciona tal como se supone que debería funcionar según las interpretaciones oficiales. Esperan del sociólogo, entonces, que se ponga a estudiar el ‘problema’ tal como ellos lo han definido y, a ser posible, que encuentre alguna ‘solución’ que resuelva el asunto de manera satisfactoria. Ante este tipo de expectativas, sería importante que se llegase a comprender que un problema sociológico es algo muy diferente de un ‘problema social’ así. [...] El problema sociológico no es tanto saber por qué hay cosas que ‘van mal’ desde el punto de vista de las autoridades y de quienes tienen la sartén por el mango, como llegar a entender cómo funciona todo el sistema, cuáles son los presupuestos donde se apoya y gracias a qué medios se mantiene trabado. El problema sociológico fundamental no es la delincuencia, sino la ley; no es el divorcio, sino el matrimonio; no es la revolución, sino el gobierno.”
Berger, 1996.
2.3. Una perspectiva desenmascaradora
En estrecha relación con lo que acabamos de decir sobre los diferentes niveles de significación de la realidad social, podríamos comparar una sociedad con un edificio arquitectónico, con su estructura interna y su fachada. La fachada es lo que se ve a primera vista. Es más, la fachada tiene precisamente la finalidad de ser vista, de embellecer y, de paso, de disimular la estructura interna del edificio. Pues lo mismo sucede con la sociedad: las definiciones oficiales de la realidad existen para ser mostradas y para quedar bien, y tienen, además, la función de enmascarar la estructura interna de la sociedad. A pesar de todo, lo que mantiene en pie tanto los edificios como la sociedad son las estructuras, no las fachadas.
Así pues, hablar de la sociología como perspectiva desenmascaradora implica la voluntad deliberada y sistemática de observar a través de las fachadas para descubrir cuál es la estructura interna de la sociedad.
No obstante, este desenmascaramiento se puede contemplar también desde otra dimensión si comparamos ahora la sociedad no ya con un edificio, sino con un teatro, con una inmensa representación teatral en la que nosotros somos los actores. Somos, literalmente, personas o personajes; es decir: los que aparecen en la escena de una representación teatral. En El gran teatro Calderón jugaba con esta idea. El argumento consiste en que los personajes –el Rey, el Rico, el Pobre, el Campesino y un Niño, entre otros– tienen que representar para otro personaje, el Autor, una obra que se titula Obrar. Pero en esta representación también somos, normalmente, no los grandes protagonistas, sino actores secundarios, de aquellos que en el primer acto salen disfrazados de criado, en el segundo de campesino y en el tercero de cualquier otra cosa. Es decir, que en el transcurso de la representación interpretamos simultáneamente varios papeles, siempre de acuerdo con el guión de la obra.
Franceses, ingleses y alemanes conocen la acción de encarnar o interpretar un papel en una representación teatral con la expresión representar un rol. Pues bien, aquí tenéis el origen de la teoría de los roles en sociología. En la representación teatral que significa nuestra vida en sociedad, “representamos” varios roles (familiares, profesionales, etc.), siempre de acuerdo con la pauta que nos marca el guión y, al mismo tiempo, con el margen de libertad interpretativa de que dispone todo actor.
Por otra parte, en el teatro clásico los actores salían a escena con una careta, una máscara, que simbolizaba precisamente que estaban representado un papel o rol determinado. Así, desde un punto de vista etimológico, la palabra persona designa no sólo al personaje teatral, sino concretamente esa máscara de actor. En este sentido, la sociología es una perspectiva desenmascaradora en la medida en que supone el intento de comprender cuáles son los papeles o roles que interpretamos todos nosotros, y cuáles son las máscaras o caretas con las que nos vamos disfrazando sucesivamente a lo largo de esa representación que es nuestra vida en sociedad. Habitualmente, el hombre de la calle contempla la representación sentado en una butaca. La sociología nos invita a contemplarla desde una perspectiva diferente: entre bastidores, es decir, allí donde los actores se quitan la máscara.
2.4. Una perspectiva relativizadora
Para finalizar, y como consecuencia de todo lo que hemos visto, la perspectiva sociológica se nos presenta, en definitiva, como una perspectiva relativizadora.
¿Qué queremos decir con esto? Pues que a medida que nos vamos adentrando en ella, muchas de las cosas que normalmente deberíamos considerar como incuestionables dejan de serlo. Las evidencias colectivas se desvanecen, la seguridad se convierte en inseguridad y las certezas se transforman en dudas. En fin, aquello que nos parecía absoluto pasa a ser relativo.
Esto sucede porque la perspectiva sociológica nos obliga a rehacer en sentido inverso el camino de la reificación. Si la reificación es, según Marx, el proceso por el cual el hombre pierde conciencia de que es él quien ha generado un mundo que acaba viviendo como algo diferente de un producto humano, la perspectiva sociológica implica precisamente la recuperación de esta conciencia.
“La reificación es la aprehensión de los fenómenos humanos como si fuesen cosas, es decir, en términos no humanos o quizá sobrehumanos. Se podría decir, asimismo, que la reificación es la aprehensión de los productos de la actividad humana como si fuesen algo más que productos humanos: hechos de la naturaleza, efectos de unas leyes cósmicas o manifestaciones de una voluntad divina. La reificación significa que el hombre es capaz de olvidar su condición de autor del mundo humano; y significa también, en segundo lugar, que la conciencia pierde de vista la relación dialéctica existente entre el productor, que es el hombre, y sus productos. El mundo reificado es, por definición, un mundo deshumanizado, que el hombre vive como facticidad que le es ajena: un opus alienum sobre el cual carece de control, en lugar de un opus proprium fruto de su propia actividad productiva.”
Berger y Luckmann, 1991.
Así pues, podríamos afirmar que la perspectiva sociológica es, de hecho, una perspectiva desreificadora, hecho que tiene como consecuencia la sensación de relatividad, de desaparición de cualquier tipo de criterio de valor absoluto.
Desde el punto de vista histórico, son tres los factores que han contribuido decisivamente a hacer posible esta toma de conciencia. En primer lugar, la acumulación gradual de conocimientos de la historia comparada de las culturas y de las civilizaciones. En segundo lugar, las investigaciones etnológicas y antropológicas acerca de las sociedades llamadas primitivas. Y finalmente, la revolución operada en el seno de nuestra propia sociedad occidental por el psicoanálisis freudiano con el descubrimiento del papel del inconsciente como motor oculto de muchas de nuestras acciones.
En efecto, el conocimiento de otras sociedades diferentes de la nuestra, e incluso el conocimiento de nuestra propia sociedad en otros periodos históricos, hace que nos demos cuenta de que todos aquellos hechos, comportamientos y actitudes que nos parecen evidentes, que consideramos “normales” y “naturales”, no son los “normales” y “naturales” en otras sociedades, ni siquiera lo han sido siempre en la nuestra.
Diríamos que es “natural”, por ejemplo, que los padres quieran a sus hijos. Pero no cabe duda de que no se puede querer a los hijos de la misma manera en el marco de una organización de la vida familiar centrada en el modelo de una pareja estable con un número reducido de hijos que cuando se tienen muchos hijos con muchas madres –o padres– diferentes. Tampoco se quiere a los hijos igual en una época en la que la reducción de las tasas de mortalidad infantil hacen que la muerte de un recién nacido se viva como una desgracia que en un tiempo en el que la mitad de los niños no llega a los dos años de vida. Cuando afirmamos que es “natural” que los padres quieran a sus hijos, estamos presuponiendo implícitamente que padre biológico y padre social son una misma persona; y sin embargo, hay sociedades nómadas africanas donde el padre biológico no convive con la tribu de la mujer, y es el hermano de ella quien actúa socialmente como padre de la criatura. Desde una perspectiva sociológica, se debería prohibir el uso de los adjetivos natural y normal; o como mínimo, si es que no podemos abandonar su uso, es imperativo que los pongamos entre comillas cada vez que hagamos referencia a hechos sociales. Así, por ejemplo, es natural (sin comillas) que el sol salga cada día, e incluso que salga por el este; pero que el tren de las ocho y media circule con puntualidad, y que además se pare en la estación, no tiene absolutamente nada de “natural”.
Los ejemplos se podrían multiplicar y alargar indefinidamente, y lo que nos demuestran es que lo que en un primer momento podría parecer un principio absoluto es, de hecho, una construcción social; y que lo que tendemos a considerar espontáneamente “natural” es, en definitiva, totalmente social y cultural.
La perspectiva sociológica, por tanto, hace que nos demos cuenta de la relatividad de nuestros comportamientos y del carácter socialmente construido y culturalmente condicionado por nuestras ideas. En apariencia, sólo queda un último reducto inviolable en el terreno de nuestros sentimientos, y éste es el reducto que Freud se encargó de desmontar al poner de manifiesto que la vida social no sólo está presidida por múltiples formas de engaño, sino también, y sobre todo, de autoengaño.
Si el teatro de la sociedad es una farsa, solemos decirnos, como mínimo nos queda el consuelo de saber que uno mismo no se engaña, y de esta manera nos construimos el mito de nuestra autenticidad, espontaneidad y sinceridad. Al fin y al cabo, decidimos satisfechos, como mínimo yo digo lo que pienso. Hasta el día en que descubrimos que las cosas no son tan sencillas. Formulado en términos de paradoja: no sólo no es verdad que siempre digo lo que pienso, sino que en general cuando digo lo que pienso es porque no pienso lo que digo, mientras que cuando pienso lo que digo me reservo de decir lo que pienso.
3. El objeto de estudio de la sociología: la sociedad
Afirmar que la sociología estudia la sociedad o que la sociedad es el objeto de estudio de la sociología es tan evidente e indiscutible que no tenemos por qué entretenernos más en ello. Pero si queréis ver cómo un sociólogo se pone lívido, nervioso y con cara de querer salir corriendo, pedidle que os defina de manera breve, concisa y rigurosa qué es la sociedad. Si consultamos manuales de introducción a la sociología o diccionarios, encontramos docenas de definiciones diferentes del término. A primera vista, la mayoría nos puede parecer bastante razonadas, puede que incluso bastante convincentes. No obstante, si nos preguntamos no tanto si son poco o muy bonitas, sino hasta qué punto nos resultan útiles, veremos que en muchas ocasiones no sabremos qué hacer con ellas aparte de intentar memorizarlas.
La definición que proponemos a continuación es, sin lugar a dudas, muy sencilla y elemental, hasta tal punto que no merecería el honor de figurar en ningún diccionario: la sociedad es nuestra experiencia con la gente que nos rodea. Es casi una definición para salir del paso, pero en cambio posee la ventaja de que se puede tomar como un punto de partida para comenzar a trabajar. A medida que vayamos avanzando en la lectura, podremos matizarla y completarla, pero de momento lo único que le exigimos es que nos resulte una herramienta útil para la reflexión y para ir introduciendo una serie de conceptos básicos.
Analicemos brevemente cada uno de los elementos de esta propuesta de definición.
3.1. La persona humana como ser social
¿Por qué podemos afirmar que la sociedad es nuestra experiencia?
La sociedad es el contexto de todas mis experiencias, incluso de mi experiencia del mundo y de la experiencia que tengo de mí mismo. Los demás intervienen en todas mis experiencias, desde el mismo momento del nacimiento hasta el momento de mi muerte, ya sea posibilitándolas, condicionándolas o modificándolas. Difícilmente podremos encontrar una sola experiencia, real y concreta, en la que los demás no intervengan. Ni siquiera el sueño, experiencia solitaria por excelencia, es posible sin los demás en la medida en que ni el narcisista más reconocido es capaz de soñarse exclusivamente a sí mismo. Así, la persona lo es, se convierte en persona, en relación constante con los demás. Sin esta permanente interacción, sencillamente no habríamos llegado a ser personas. (5)
En efecto, nada de todo lo que denominamos personal existiría sin los demás. Empezando por mi nombre, con el que me identifico, pero que me viene dado e incluso impuesto, y siguiendo con mis formas de actuar, de pensar y de sentir. Tanto mis comportamientos como mis ideas y sentimientos son, en gran parte, consecuencia de la influencia que los demás ha ejercido sobre mí.
Este hecho está estrechamente relacionado con el subdesarrollo instintivo y con el carácter “prematuro” del individuo de la especie humana al nacer. Toda la temática del proceso de socialización arranca de esta constatación, que nos permite entender una afirmación paradójica, pero al mismo tiempo fundamental desde una perspectiva sociológica: nuestra identidad personal se construye socialmente.
En definitiva, soy como soy, soy lo que soy y soy quien soy gracias a los demás (y quizá, a veces, por culpa de los demás). En este sentido podemos afirmar, como insinuaba ya la definición de la sociedad de la que hemos partido, que yo soy yo y lo que me rodea. Como decía Ortega y Gasset en una expresión muy similar: “soy yo y mi circunstancia”. O si se quisiera formular en términos todavía más contundentes: soy lo que los demás han hecho de mí. Aristóteles, sin esperar a que llegase ningún sociólogo a descubrirlo, decía del hombre que era un zoón politikón –un animal político–; es decir: aquel que vive en la polis. El animal que vive en la ciudad griega es el que vive rodeado de las otras personas, el que vive en sociedad, en definitiva. Lo que afirma Aristóteles es, por consiguiente, que el hombre es un ser social.
De todos modos, la contundente fórmula “soy lo que los demás han hecho de mí” es al mismo tiempo verdadera e incompleta: soy en parte lo que los demás han hecho de mí. Pero cuando antes comparábamos la sociedad con un teatro, veíamos que no se trataba de un teatro de marionetas, sino de un teatro de actores vivos, con una capacidad de interpretación que nos diferenciaba de los demás y que hacía de nuestra representación de los roles que el guión nos había asignado un trabajo de creación. Jean-Paul Sartre sintetizó esta situación en una fórmula magistral: “soy lo que hago a partir de lo que los demás han hecho de mí” (L’homme est ce qu’il fait de ce qu’on a fait de lui”).
Así pues, la sociedad es una experiencia de toda la vida, tanto si lo sabemos como si no, y esto individual y colectivamente. Es decir, por una parte es una experiencia independiente de cualquier forma de sociología, que seguiría siendo fundamental aunque la sociología no existiese; por otra parte es una experiencia que empieza antes de que, como individuos, seamos capaces de tener conciencia de ello.
En este sentido, biografía, historia y sociedad serán las coordenadas de todo estudio que verse sobre el hombre. Nuestra biografía es la historia de esta experiencia que es la sociedad. Se trata de una biografía construida en relación con otros y, por ende, social. Asimismo, es una biografía que se inscribe en la historia de una sociedad que es anterior a nosotros y que nos sobrevivirá. Al mismo tiempo, el conocimiento que tengo de la historia y de la sociedad es un conocimiento adquirido biográficamente. En el espacio y en el tiempo, la biografía es la historia de nuestra trayectoria en la sociedad. (6)
3.2. La rutinización de la experiencia
La sociedad es nuestra experiencia con la gente que nos rodea, decíamos en nuestra propuesta de definición. Pero es evidente que no todas las experiencias que tenemos en el transcurso de nuestra vida son idénticas. Hay diferentes tipos de experiencias, que, esquemáticamente, podríamos situar alrededor de dos polos: aquellas que constituyen sorpresas y las experiencias rutinarias.
No es difícil imaginar ejemplos de ambos tipos. Pensemos en toda clase de situaciones que describiríamos con una frase que empezase de esta manera: “La primera vez que...”; y en el otro extremo, en aquellas situaciones que más bien se relacionarían con la frase: “Cada vez que...”. Pero tan importante o más que la distinción entre sorpresas y rutinas es darse cuenta de que se trata de un proceso: el proceso de rutinización de la experiencia.
Max Weber, de hecho, hablaba del proceso de Veralltäglichung, que literalmente podríamos traducir por ‘cotidianización’ de la experiencia (¡lo cual nos va a ser útil, de paso, para demostrar que en castellano somos capaces de escribir palabras tan largas como las alemanas!). El proceso de cotidianización es el que nos hace pasar del “primer día” de una experiencia determinada a aquellas experiencias que son propias o típicas de “cada día”. En general, la novedad y la unicidad de la experiencia disminuyen con el tiempo y la edad. En el transcurso de nuestra biografía, del niño al anciano, pasamos del “todo es sorpresa” a una situación en la que la sorpresa pasa a ser cada vez más improbable.
A pesar de la connotación peyorativa que a menudo otorgamos a la palabra rutina, desde una perspectiva sociológica es importante darse cuenta de que nuestra experiencia en sociedad es básicamente una experiencia de rutinas. Una vida social sometida permanentemente a situaciones de sorpresa conduciría a la locura individual y al caos colectivo. Aunque las sorpresas sean siempre posibles, en general contamos con que lo que se producirá no será la sorpresa, sino la rutina.
El hecho de podernos comportar de manera rutinaria y hacer las cosas por inercia nos permite, por otra parte, no tener que poner sistemáticamente los cinco sentidos en lo que estamos haciendo (al vestirnos, al manipular el cuchillo y el tenedor a la hora de comer, etc.). De manera que podemos estar haciendo una cosa y estar pensando simultáneamente en otras. Lo cierto es que acostumbramos a fiarnos más del automovilista que conduce rutinariamente que del novato que acaba de aprobar el examen de conducir y, pegado al volante, repasa mentalmente todas las operaciones que tendrá que hacer al mismo tiempo para cambiar una marcha. La rutinización de la experiencia es, por tanto, una condición de funcionamiento de la sociedad.
En la terminología habitual de los manuales de sociología diríamos que la rutinización de la experiencia supone la creación de una serie de pautas de comportamiento, así como la aparición de unas expectativas en cuanto al comportamiento que adoptarán los demás. Es decir, que el comportamiento – propio y de los otros– está socialmente regulado en función de los diferentes contextos en los que tiene lugar. Con esto hemos vuelto a topar con la teoría de los roles, que nos indica que se tiene que dar una coincidencia relativa entre lo que hacemos (en la ejecución de un rol) y lo que los otros esperan que hagamos (expectativa del rol).
Dicho todavía de otra manera: nuestro comportamiento en sociedad está estructurado. De hecho, podemos afirmar que toda sociedad se encuentra estructurada, y el conjunto de pautas que regulan el comportamiento de los individuos son instituciones.
Una última observación: las rutinas, los roles, las estructuras y las instituciones pueden cambiar. No son eternos ni inalterables y tampoco inamovibles, pero no pueden desaparecer. Sin rutinas, roles, estructuras e instituciones no puede haber sociedad.
3.3. Relaciones personales y relaciones anónimas
Igual que no todas las experiencias que realizamos en sociedad son idénticas, tampoco lo son las relaciones que establecemos con los demás.
Imaginémonos de nuevo dos situaciones extremas. En ciertas ocasiones la interacción tiene lugar en situación “de cara a cara” y en una relación “de tú a tú”; en otras, en cambio, mi relación con el otro es una relación puramente anónima.
En el mundo rural tradicional tendían a predominar las relaciones primarias, más directas, mientras que en el mundo urbano son más habituales las relaciones secundarias, más anónimas. En el primer caso podríamos decir que todo el mundo conoce a todo el mundo, y que se conocen desde todos los puntos de vista. En el segundo, en cambio, nadie conoce a casi nadie desde todos los puntos de vista. Las relaciones primarias implican dosis considerables de afectividad, mientras que en las relaciones anónimas el criterio de funcionalidad es prioritario. Por otra parte, el predominio de las relaciones más directas implica unas formas de control social polivalente, razón por la cual el individuo integrado en el mundo urbano tiende a valorar positivamente cierto grado de anonimato en sus relaciones personales.
De manera parecida, en el devenir de su biografía el individuo tiende a anonimizar sus relaciones. El niño es relativamente incapaz de distinguir los elementos funcionales de los afectivos que se dan en una la relación, mientras que el adulto (en la vida profesional, por ejemplo) intentará que esos elementos no se mezclen. En este sentido, denominamos socialización al proceso por el que el individuo pasa gradualmente del micromundo de la experiencia más inmediata al macromundo de las relaciones abstractas.
Fijémonos, en efecto, en la extraordinaria diversidad de las relaciones sociales de cualquiera de nosotros. Recordemos aquella distinción que establecía Josep Pla entre “amigos, conocidos y saludados”. Entre mis “relaciones” se encuentran desde los más íntimos, los familiares, amigos y conocidos de toda la vida, hasta aquellos con quienes me he encontrado una sola vez; y desde los que conozco a pesar de no haberlos visto nunca “cara a cara”, porque son escritores cuyas obras he leído, políticos que he visto por televisión o personajes de quienes he oído hablar, hasta aquellos que no he visto ni conocido, pero que a pesar de todo guardan cierta relación conmigo, en la medida en que garantizan que mi carta a un amigo llegará a buen puerto o que se encenderá la luz cuando apriete el interruptor.
Incluso podríamos hablar de la existencia de determinado tipo de relaciones con personas que ya no están, o bien que todavía no han nacido: mis antepasados, por una parte, y mis sucesores, por otra. Así, por ejemplo, soy un pianista profesional y me he especializado en la interpretación de Mozart o soy un sociólogo discípulo de Max Weber, aunque Weber murió cuando yo nací: mi relación con Mozart o con Weber es mucho más importante de la que pueda tener con un grupo de gente a la que veo cada día, incluso cara a cara. Del mismo modo, estoy consintiendo una serie de sacrificios y organizando un conjunto de proyectos para dejar un negocio en marcha a mis nietos, aunque todavía no tengo ninguno.
Vemos, pues, que si la sociedad es nuestra experiencia con la gente que nos rodea, no todos los que nos rodean tienen la misma importancia para nosotros, ni establecemos con ellos el mismo tipo de relaciones. La significatividad de nuestras relaciones depende de varios factores, entre los cuales deberíamos tener en cuenta: la frecuencia de la relación, el grado de intimidad, el interés que el otro tiene para nosotros y el grado de implicación afectiva de la relación.
A menudo estos factores aparecen juntos, pero no siempre es así. En la relación de pareja, por ejemplo, o en la relación entre padres e hijos, se da al mismo tiempo frecuencia, intimidad, interés y afectividad. Sin embargo, en otros casos, de entre las personas que veo más frecuentemente cara a cara, algunas son íntimas e interesantes, algunas son más íntimas que interesantes y otras, más interesantes que íntimas. Entre las personas que conozco poco o mucho, algunas me interesan mucho y otras, no. Respecto a las personas con quienes mantengo unas relaciones básicamente anónimas, mi interés en la relación es funcional y no personal, aunque no es en absoluto imposible que muchas de ellas sean bastante más interesantes que algunos de mis amigos.
Los dos polos opuestos de esta gradación los constituyen aquellos que George H. Mead denominó, respectivamente, el otro significativo y el otro generalizado, y será el aprendizaje de los roles lo que biográficamente nos permitirá pasar de forma progresiva de uno a otro.
En el transcurso de mi biografía paso progresivamente de la convicción de que mi madre es la única del mundo a la (dolorosa) toma de conciencia de que el mundo está lleno de madres, es decir, de personas que ejercen el rol de madre, una de las cuales es la que me hace a mí de madre. Éste es exactamente el mismo proceso de descubrimiento que hace el Principito con su rosa, y de su relación con la rosa, cuando se da cuenta de que el mundo está lleno de rosas.
3.4. El marco de la vida cotidiana
Para finalizar, este conjunto de experiencias que llevamos a cabo con quienes nos rodean se desarrolla principalmente en el marco de la vida diaria.
El marco de la vida cotidiana constituye “nuestro mundo”. No es el único mundo posible, pero sí el más real de todos, hasta el punto que tendemos a percibir esta realidad de la vida cotidiana como “la realidad” por excelencia. Una realidad de la que podemos salir, ciertamente, aunque siempre de manera transitoria y provisional (en el sueño, en el éxtasis, en la aventura), para acabar volviendo a ella. Por el contrario, aquel que vive permanentemente fuera de la realidad de la vida cotidiana suele ser estigmatizado como loco. Recordad que el gran crimen que comete Don Quijote es querer vivir en la aventura.
La realidad de la vida cotidiana es una realidad ordenada, y el lenguaje –verbal, gestual o simbólico– es el gran ordenador de esta realidad.
“Los fenómenos [de la realidad de la vida cotidiana] están organizados, en primer término, en función de unas pautas que parecen independientes de mi aprehensión, y que se le imponen. La realidad de la vida cotidiana aparece ya objetificada, es decir, constituida por un orden de objetos designados como objetos antes de mi entrada en escena. El lenguaje utilizado en la vida diaria me va proporcionando continuamente las objetificaciones necesarias, y postula el orden dentro del cual tienen sentido y dentro del cual la vida cotidiana se convierte en significativa para mí. Así, resido en un lugar con una designación geográfica; utilizo una serie de herramientas (desde los abrelatas hasta los automóviles) que también poseen una designación en el vocabulario técnico de mi sociedad, y vivo en el marco de una red de relaciones humanas (desde el club de ajedrez hasta la patria) que también están ordenadas mediante el vocabulario. En este sentido, el lenguaje fija las coordenadas de mi vida dentro de la sociedad y llena esta vida de objetos significativos.”
Berger y Luckmann, 1991.
En segundo lugar, la realidad de la vida cotidiana es una realidad intersubjetiva, es decir, una realidad compartida con los otros, pero nunca compartida por completo. Esto es precisamente lo que hace que tengamos cosas que decirnos y que comunicarnos. No existiría posibilidad alguna de comunicación si no tuviésemos un mínimo trasfondo de experiencias comunes, compartidas, requisito indispensable para entendernos mutuamente. Pero por el otro extremo, en la improbable hipótesis de que dos personas compartan íntegramente todas sus experiencias, el diálogo, aunque sigue siendo posible, perdería todo su interés. En el marco de la vida cotidiana las relaciones sociales se caracterizan porque compartimos experiencias suficientes como para tener algo de que hablar, y porque contamos con las suficientes experiencias discrepantes como para que valga la pena hablar de ellas. Esto significa que los individuos, así como los grupos, tenemos unos repertorios de conocimientos (igual que el músico profesional, que cuenta con un repertorio de piezas y de autores que ha trabajado y que es capaz de interpretar). Y también significa que en la vida social tiene lugar una distribución desigual del conocimiento.
En tercer lugar, la realidad de la vida cotidiana es una realidad dada por descontado; o dicho de otro modo, es una realidad hecha básicamente de certezas y no de dudas. En contra de lo que a menudo tendemos a creer, la vida humana no es “un mar de dudas”, sino más bien “un mar de certezas” en medio del cual, de cuando en cuando, surgen algunas dudas. La duda se aprende, pero la certeza es anterior a la duda. Según Machado, “Aprende a dudar y acabarás dudando de tu propia vida”. Con mucha frecuencia asociamos la duda a la ignorancia y el conocimiento, a la certeza. No obstante, nuestra propia experiencia de la vida en sociedad nos dice que es completamente al revés: el niño, que todavía lo ignora todo, no duda de nada. Su mundo es un mundo de certezas, y certezas absolutas. A medida que crece, va aprendiendo y empieza a conocer, empezará también a aprender a dudar. Pero la rutinización de las experiencias –de la que ya hemos hablado antes– sirve precisamente para eliminar las dudas y hacer que en la inmensa mayoría de los casos, en el marco de la vida cotidiana, el individuo se mueva en un entorno de certezas. Sabe que son cuestionables, pero también sabe que en general no tiene ninguna necesidad de cuestionarlas. No tiene por qué “detenerse a pensar” –y tampoco, por tanto, detenerse a dudar–, y es exactamente en este sentido que da por descontado la realidad de la vida cotidiana.
En definitiva, la vida cotidiana de los individuos en la sociedad se desarrolla en un marco institucional. Y esto significa que tanto nuestros comportamientos como nuestros pensamientos y sentimientos están regulados socialmente. Estas pautas reguladoras son las instituciones, y nuestra integración en este marco institucional se lleva a cabo mediante el proceso de socialización. El análisis del proceso de socialización y el de las instituciones tienen que ser, en consecuencia y lógicamente, dos cuestiones capitales.