VILLORO, Juan , 2006: Dios es redondo . Barcelona, Anagrama, 284 páginas.
Se suele asociar al periodismo deportivo, y más en concreto al fútbol, la idea de producir una literatura de escaso nivel intelectual, idea que sin duda se ve abonada por la gran cantidad de publicaciones y programas, tanto radiofónicos como audiovisuales, que efectivamente atienden a esa consigna. No es raro tampoco ver que los libros dedicados a este tema son a menudo condenados a rincones marginales de las páginas de crítica literaria, cuando no directamente silenciados o infravalorados como eternos representantes de un género considerado menor. Hay incluso quien afirma la absoluta incompatibilidad entre un texto dedicado a glosar las excelencias físicas –aunque, como veremos, no sólo de éstas vive el deporte– y el nivel cultural al que antes nos referíamos. Sin embargo, el asunto a tratar siempre ha sido algo independiente a la calidad literaria. Después de todo, las grandes obras de la literatura han abarcado históricamente todos los temas, todas las inquietudes que han acechado al hombre. Y entre estas inquietudes, claro está, siempre han estado presentes en cualquier narrativa de cualquier época la heroicidad, la gesta, el esfuerzo y, por supuesto, la pasión.
El libro que aquí reseñamos viene por lo tanto a desmentir algo que no necesita ser desmentido. La calidad, literaria o periodística, puede estar perfectamente asociada al deporte, e incluso al fútbol, como prueban muchos de los autores que aparecen en estas páginas, entre las que podemos encontrar a Walter Benjamín, los hermanos Grimm, Borges, Bioy Casares, Javier Marías, Julio Llamazares, Manuel Vicent, Álvaro Mutis… Y como prueba también el hecho de que el autor del libro, Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), sea considerado en la actualidad como uno de los grandes escritores en castellano: «Cuando ya a nadie se le ocurría ni preguntar si es posible escribir la Gran Novela Mexicana, Villoro puso una en la mesa» (Álvaro Enrigue, Letras Libres). Enrigue se refiere a El testigo (Anagrama, 2004), pero igualmente podríamos citar otras obras que dan fe de la importancia literaria de Villoro, como El disparo de argón o el ensayo Efectos personales (Anagrama, 2001).
Villoro arranca con una preciosa cita de un niño de siete años. Se trata de Rodrigo Navarro Morales, del Instituto Alexander Bain, quien nos da su particular visión del nacimiento del mundo (p. 9):
En el principio Dios iba a la escuela y se ponía a jugar al fútbol con sus amigos hasta que llegaba la hora de irse a sus salones. Aunque Dios sabe muchas cosas, quiere aprender más y hacer cosas nuevas. Un día Dios dijo: «Hoy trabajé mucho y es hora de ir a recreo.» Dios y sus amigos se pusieron a jugar fútbol y Dios chutó tan duro la pelota que cayó en un rosal y se ponchó. Al explotar la pelota se creó el universo y todas las cosas que conocemos.
Curiosa versión del Génesis, en efecto, aunque no más curiosa que cualquiera que nos sintamos inclinados a aceptar. De hecho, Dios es redondo «es una voz común que viene del cristianismo neoplatónico, convencido de que la esfera expresa el sentido de perfección del creador», nos dice el autor (p. 11). Pero, pese a este inicio, del libro no cabe esperar un cuento. Tampoco una reflexión futbolístico-religiosa, a no ser que entendamos el fútbol como una religión laica que llena los estadios, las mitologías y supersticiones de un juego «que sucede dos veces, en la cancha y en la mente del público» (Ibíd.). Del libro cabe esperar más bien una crónica reflexiva, o mejor, una serie de crónicas que provienen del último Mundial del siglo XX, el de Francia 98, y del primero del siglo XXI, el de Corea y Japón de 2002. Durante ese Mundial de Francia, al que Villoro acudió como enviado del periódico La Jornada, surgió la frase que da título al libro y que le sirvió entonces para encabezar las crónicas que enviaba.
Pero además de las crónicas de estos dos mundiales, Dios es redondo recoge reflexiones en torno al mundo del balón que giran alrededor de los asuntos más variados: la pasión africana, que ha legado al fútbol el concepto de la espera; otras distintas formas de pasión y de medir el tiempo; el más controvertido y genial de los practicantes de este deporte, Maradona; la liga española, rebautizada como liga de las estrellas; dos interesantes conversaciones con Jorge Valdano, de 1998 y 2005; y un epílogo que versa sobre las tres edades del fútbol, ese deporte que es algo que esperamos, pero también algo que termina. Todo ello estructurado en los mismos tiempos de un partido: Comienza con dos pequeños textos, «Calentamiento» y «Silbatazo inicial». Prosigue con ocho capítulos que contienen los temas mencionados, el último de los cuales lleva por título «Tiempo Extra». Y acaba con un «Silbatazo final», no sin que antes, como no podía ser de otra forma, hayan aparecido por sus páginas otras leyendas como Cruyff, Di Stéfano y Pelé, y otros cronistas del fútbol y de la condición humana como Vázquez Montalbán, Montaigne y Marco Aurelio.
Al final podemos sacar la conclusión de que todo lo que se da en la vida se da también en el campo o tiene su representación en él. Pensemos en la soledad o en el gusto de una afición compartida («Elegir un equipo es una forma de elegir cómo transcurren los domingos», p. 17). Pensemos en la correlación que se puede dar entre la elección de equipo y la elección de idioma (Villoro, alumno en México del Colegio Alemán, vio cómo su infancia se enrarecía «por largas frases subordinadas». Sólo hablaba español en el patio, cuando jugaba al fútbol. Por eso, dice, «patear una pelota y gritar en mi idioma eran actos idénticos», p. 19). O pensemos en la locura («El hombre en trance futbolístico sucumbe a un frenesí difícil de asociar con la razón pura», p. 32). Aunque podemos pensar también, por ejemplo, en la política. En La guerra del fútbol, Ryszard Kapuscinski, a quien Villoro cita en el capítulo dedicado a «Formas de la pasión», narra la reyerta armada que siguió a un partido entre las selecciones de Honduras y El Salvador (p. 33).
Puestos a pensar, podemos hablar incluso del carácter nacional de cada pueblo. Del equipo, como elemento que define a un país: «México afloja en lo normal y se aplica en lo imposible» (p. 180); «El fútbol tiene una frase impronunciable: «Alemania está perdida»» (p. 181); «…a la amarga España le falta su elemento gitano: debió ir a Francia con los siete yugoslavos y los cinco rumanos que militan en su liga» (p. 181).
«Holanda sólo ganará el Mundial cuando sea menos feliz y se deje afectar por complejos y frustraciones que hasta ahora desconoce» (p. 46). «…en Brasil una situación equivalente (una derrota) hubiera llevado a miles de sacerdotisas a decapitar gallos a mordiscos y a algunos discapacitados a arrojarse al mar con sus sillas de ruedas» (p. 46). «El fútbol estaba del lado de Portugal, pero también lo estaba su gusto por la tristeza» (p. 47). Algunos de estos equipos que describen a un país jugaron finales memorables que son rescatadas en el libro con la grandeza que merecen. Se rememoran, por ejemplo, la de Hungría-Alemania de 1954 en Suiza; la de Alemania-Holanda, de Alemania, en 1974; o la de Argentina-Holanda, en Argentina, en 1978.
Si el fútbol define a los pueblos, ciertos puestos en el equipo también pueden ser representativos de un carácter. El de guardameta, por ejemplo, que tan bien reflejó Handke en El miedo del portero al penalti, autor que, por cierto, también aparece citado en estas páginas. «El portero, el gran solitario de la contienda –dice Villoro– dispone de más tiempo para la reflexión, por eso suele ser el intelectual, el excéntrico, el líder o el gran bufón del equipo» (p. 61). Pero el portero de Handke, además, acabó siendo un asesino en su relato (33) , lo cual nos trae a la cabeza ese carácter maldito que afecta a algunos jugadores o a algunos equipos, incluso tras haber sido aupados a la gloria absoluta. El caso más claro y más conocido que nos ofrece este libro es el de El Pelusa, autor del gol más bello en la historia de los mundiales y a quien se le dedica un capítulo entero. Villoro elogia el reportaje que de él hizo Jimmy Burns, bajo un título, La mano de Dios, que vuelve a tener tintes teológicos. El reportaje, dice, «hurga en la ropa sucia de su protagonista, lo vincula con la camorra y las interminables piernas de la modelo Heather Parisi, busca hijos ilegítimos, explora las patibularias adicciones del rey bufo de Nápoles…» (p. 91).
(33) Vid. capítulo tercero.
Carácter maldito, interminables piernas de modelos… En el fútbol, y en lo que lo rodea, no está tampoco ausente, como vemos, el amor ni el sexo, aunque todo, como decíamos, tiene su representación en el campo, incluida «esa versión trascendente del orgasmo que es el gol» (p. 53). Pero volviendo a los alrededores del juego, y a versiones menos trascendentes de las necesidades fisiológicas de los futbolistas, cabe citar la propuesta que en su libro Silbatazo inicial desarrolla el ex portero de Alemania, Toni Schumacher y que Villoro ordena en un curioso teorema (p. 176):
1) Un jugador no necesita el sexo a todas horas. 2) Se puede pensar en otras cosa además del sexo: «No somos gorilas». 3) Los mundiales duran demasiado. 4) Es una ofensa invitar a las esposas sólo para usarlas como objetos sexuales. En consecuencia: 5) «Exigir abstinencia sexual durante muchas semanas es atentar contra la naturaleza. La solución objetiva es contratar sexo-servidoras».
El fútbol, en fin, que todo lo tiene y que tiene mil formas de ser contado. Del libro, decíamos antes, no cabe esperar un cuento. Y así es, la más cruda realidad está presente en sus páginas. Como la de los hooligans ingleses, o la de esos barras bravas, que tras decretarse en un encuentro un minuto de silencio por la muerte de la madre del árbitro, y ante una decisión adversa para su equipo, empiezan a coro a cantarle al colegiado «Huérfano de puta»
PEDRO PANIAGUA SANTAMARÍA Universidad Complutense de Madrid
Estudios sobre el Mensaje Periodístico
Esta última crítica se abre con la enésima formulación de una tesis que, llegados a este punto, puede resultar reiterativa. Pedimos comprensión al lector y alegamos en nuestro descargo que la reseña fue escrita a finales de 2006 y las presentes líneas dos años después. Como compensación le ofrecemos el que se recree con la inocente versión de la creación del Universo que nos hace un niño de siete años en un fragmento de la reseña, o con la preciosa estructura que Villoro utiliza para ordenar su libro. Es, como también se recoge en la crítica, la misma de un partido de fútbol, con su «calentamiento», su «silbatazo inicial», los capítulos que componen el grueso del libro, que se corresponderían con el tiempo reglamentario de juego, su «tiempo extra» y su «silbatazo final». En ese tiempo reglamentario ocurre de todo, incluida «esa versión trascendente del orgasmo que es el gol», aunque, puestos a establecer paralelismos sexuales, los ha habido más perversos en ese mundo en el que se combina fútbol y literatura. Irigoyen, por ejemplo, describe la pasión de su madre por el Zaragoza (Cuentos de fútbol 2, p. 204). ¿Recuerdan que antes se había referido a su padre como un ser insensible incapaz de apreciar la belleza del fútbol? Pues a su madre, presa de una extraña combinación de zoofilia y exhibicionismo, le ocurre que ve a los jugadores de su equipo «como toros calientes a los que habría que follárselos allí mismo, en el césped, delante de más de cuarenta mil espectadores». A lo que añade el escritor: «Y esta imagen de mi madre follando delante de tanta gente, aunque yo, por supuesto, la entendía, en algunos partidos me traía bastante mártir».
Bromas aparte, y examinando también en este libro el paratexto, nos encontramos con una cita de Vázquez Montalbán que no hace más que confirmar nuestras sospechas. No sólo en él se han dado de manera ejemplar y de forma combinada la afición a la literatura y al fútbol, sino que además, en su caso, como en el de tantos otros, la primera ha alimentado a la segunda: «Realmente me irrita este ruido, este partido que vuelve a colarse en mi vida cuando mi único proyecto era pagar los impuestos y envejecer con dignidad. Es decir, un proyecto de intelectual olímpico, goethiano.» Y concluye: «…a medida que voy escribiendo renace en mí la bestia de la grada, el militante azulgrana, el seguidor de aquella entidad que era más que un club antes de convertirse en una inmobiliaria». Vázquez Montalbán tiene muchas cosas en común con Villoro, no sólo el fútbol y la literatura. También el considerar el juego como una religión. No en vano uno de sus libros sobre este deporte lleva por título Fútbol, una religión en busca de un Dios. Villoro dice en su «calentamiento» que el titular Dios es redondo «alude a los componentes religiosos del juego y la tribu que convierte los goles en artículos de fe». Y añade: «Nicolás de Cusa, interesado en las vejigas infladas de aire como entretenimiento moral, utiliza el lema en su libro De ludo globi. Se trata de una de esas expresiones que invitan a darle vueltas y de la que muchos se han servido de diversas formas». El escritor mexicano, sin embargo, describe en otros textos cómo los jugadores demasiado religiosos pueden producir sentimientos encontrados en ciertos entrenadores. En su maravilloso relato «El extremo fantasma» (Cuentos de fútbol) dice de Marcelo, uno de sus futbolistas: «…era el tipo de jugador que Irigoyen (34) admiraba y detestaba: un santurrón de pelo engominado, lleno de supersticiones, que entrenaba el doble, con terco puritanismo» (p. 366). Y también que: «Aunque sus goles eran un evidente triunfo de la voluntad, no podía responderle a un periodista sin mencionar a Dios».
(34) Este Irigoyen es un personaje de ficción del cuento de Villoro. No tiene nada que ver con Ramón Irigoyen, autor de uno de los cuentos que aquí se citan.
Pero si Villoro coincide con Vázquez Montalbán en muchas cosas no coincide en menos con Marías. Esto ya lo hemos visto desde el segundo capítulo al analizar su crítica «El jugador zurdo», una de las mejores de las reproducidas aquí. (No es extraño que el autor de un gran libro sobre fútbol, y de un gran cuento, sea también el de una gran crítica). En esa crítica Villoro –¿recuerdan?– cita al Marías de Salvajes y sentimentales para describir la parcialidad de éste como hincha: «Mientras veía el partido no era capaz de ecuanimidad alguna». En nuestra reseña ya hemos visto cómo Villoro convierte la parcialidad del aficionado en locura: «El hombre en trance futbolístico sucumbe a un frenesí difícil de asociar con la razón pura». Pero lo que no hemos visto, porque no aparece en la reseña, es la continuación de esa frase, cómo el mexicano apela a la infancia, otra vez como Marías, para hablar del juego. Marías consideraba el fútbol «la recuperación semanal de la infancia». Villoro, sobre el hincha, dice que en sus mejores momentos recupera «la porción de infancia, el reino primigenio donde las hazañas tienen reglas pero dependen de los caprichos, y donde, algunas veces, bajo una lluvia oblicua o un sol de justicia, alguien anota un gol como si matara un leopardo y enciende las antorchas de la tribu». ¿Ven? Otra vez la tribu que acabamos de encontrar en el fútbol como religión. En el fondo, parece decir, el aficionado no es un sino un salvaje. Sólo le ha faltado decir «y un sentimental».
Aquí, claro, no cabe hablar del placer de la influencia entre escritor y crítico porque la posible influencia de Marías no se da en la crítica de Villoro, sino en Dios es redondo. Cabría por tanto hablar en influencia de escritor a escritor, de libro a libro, lo cual es mucho más habitual. Y no menos habitual sería que, sin ninguna influencia directa, ambos vieran en el fútbol lo que todo el mundo ve, desde dentro y desde fuera, se sea escritor o no, y es la locura y el salvajismo del hincha. Estamos hablando, por supuesto, no del aficionado violento, que ése ya sería otro tema, sino de aquel que es incapaz de ecuanimidad y de lucidez en el campo, y que enciende una antorcha, mentalmente, porque alguien de su equipo ha marcado «como quien mata a un leopardo». En Salvajes y sentimentales es el propio Marías quien se retrata; en Dios es redondo, no. Pero da igual, ambos hablan de un lugar común. Lo que pasa es que una cosa es ver «lo que todo el mundo ve» y otra muy distinta expresarlo como Villoro. Por cierto, y ya que hablamos del placer de la influencia, ¿recuerdan que en el capítulo anterior Handke dibujaba a un portero asesino? ¿Y que otros escritores como Benedetti, García Sánchez o Pedro Sorela describían al guardameta destacando su locura o su soledad? (35) Pues Villoro, en «El extremo fantasma», saca a relucir, asómbrense, la «pésima caligrafía de los porteros» (p. 360). Es indudable el valor científico de la grafología, pero, desde luego, nunca pensamos que la mala letra pudiera llevar a la locura, a la soledad y al crimen (36) .
(35) Otros autores, como Jorge Valdano, en “Creo, vieja, que tu hijo la cagó”, directamente le hacen decir a uno de sus personajes: “siempre había pensado que los porteros eran medio imbéciles”.
(36) Sobre la letra hay una nota preciosa, reveladora de una educación exquisita, que Edward Norton, miembro de una de las expediciones de Mallory, a punto de morir de frío envía desde una tienda a casi 8.000 metros de altura mediante un sherpa. En ella le dice a su destinatario: “Perdone la caligrafía pero tengo los dedos congelados”.
En este cuento Villoro continúa identificando la estructura del encuentro de fútbol con la del libro; o, para ser más exactos, con la de la vida de su protagonista: «Después de un curso rutinario (las descripciones vagas de cualquier enseñanza nocturna), Irigoyen sacó un diploma de entrenador. Pero fue en el Brindisi, un restorán cercano al estadio del Atlante, donde empezó su segundo tiempo» (p.362). En un final memorable, del que sólo citaremos una última frase que no desvela el argumento, Irigoyen navega por un río «hacia un lugar sin nadie, la punta que significaba el fin de juego» (p. 376). Los dos momentos que aquí reproducimos nos sirven para comprobar, que hay procedimientos narrativos que son una constante en la obra de un autor. Once años separan «El extremo fantasma» (1995) de Dios es redondo (2006). (¡Once! si no creyéramos en el valor mágico de los números y de las casualidades, diríamos que está hecho a propósito como un homenaje al equipo, o a la «oncena» como él dice en «El jugador zurdo»). Pero, como se ve, a pesar de los años transcurridos, los tiempos del fútbol, de los libros y de la vida, no varían en absoluto.
La identificación entre fútbol y vida llega a ser tal en el cuento que a Irigoyen le divierte pensar que la sonrisa de su amada «que siempre contradice algo» era «un tiro de penal: la finta hacia un lado, la resolución al otro» (p. 369). Se acostumbra incluso a la ironía de verse seguido por ella: «él, que despreciaba el marcaje personal, era vigilado hasta la intimidad». Y a la función secreta del estadio: «En las gradas, los hombres del petróleo encontraban a las mujeres que llegaban en canoas y balsas de los caseríos cercanos y no pagaban la entrada» (p. 368). En esta preciosa imagen Villoro, quizá sin proponérselo, actualiza el mito caribe precolombino según el cual un grupo de nativas de lo que hoy es Martinica, salieron a explorar el océano y se perdieron yendo a parar a las Canarias en lo que constituye una especie de descubrimiento de América al revés (37) . Entonces, claro, la tierra no era redonda.
(37) Hay autores, como Pérez de Tudela y Bueso, que no consideran este acontecimiento un mito sino un hecho histórico comprobable.