Capítulo I. La teoría del símbolo y la cultura





Quizás pudiésemos hablar de emancipación simbólica de la humanidad, su liberación de la servidumbre de las señales mayoritariamente no aprendidas o innatas y la transición al predominio de un pautado mayoritariamente aprendido de la propia voz para los propósitos de la comunicación. Sabemos muy poco actualmente de en qué condiciones y de qué forma se logró este avance trascendental de la comunicación por medio de símbolos socialmente regularizados. Sólo podemos certificar el hecho de que se ha logrado y representa una innovación evolutiva igual de grande y de trascendental, si no lo es más, que la transformación de las patas delanteras de los reptiles en alas. Norbert Elias.

Teoría del símbolo. Un ensayo de antropología cultural, 2000: 98.



En este primer apartado trato de presentar una panorámica general sobre el estudio del símbolo como parte de las culturas y de las sociedades humanas. Antes de entrar en el ámbito más específico de la antropología simbólica propiamente dicha, he creído oportuno y útil mencionar a algunos autores y revisar algunas de sus obras pertenecientes a diferentes disciplinas (filosofía, lingüística, psicología...) y perspectivas interpretativas; todas ellas, no obstante, invariablemente conectadas con el análisis del simbolismo y que, por lo tanto, aportan elementos diversos –teóricos y empíricos– para incorporar a la reflexión sobre las estructuras y los procesos con él relacionados.

Debo reconocer –tanto para este apartado como para el libro en su conjunto– que la selección de autores y obras realizada (o partes o temas de las mismas) es totalmente personal y guiada básicamente por mis intereses, hasta ahora dominantes, en el ámbito de la antropología de la religión. En consecuencia, igualmente son responsabilidad propia los sesgos o limitaciones que esto pueda representar. En realidad, la amplitud y diversificación del campo que nos ocupa imponen, casi necesariamente, recortes; y más aún si se deben respetar ciertos límites impresos. De cualquier modo, cabe insistir con honestidad en que la organización interna y los contenidos que siguen representan solamente una opción o una versión entre otras posibles.

1. La antropología filosófica. El hombre como animal simbólico

En el ámbito filosófico cabe destacar a un autor clave en el análisis del simbolismo como es Ernst Cassirer (1874-1945), que se preocupó especialmente por la naturaleza del lenguaje y por la función de la mente humana. Cassirer (1997) define el símbolo como una categoría cultural. Para él, el símbolo diferencia a los hombres de los animales; éstos se adaptan directa o automáticamente al medio físico, mientras que los humanos tienen entre el medio y ellos mismos un universo simbólico formado por el lenguaje, el mito, el arte y la religión. Formas lingüísticas, imágenes artísticas, símbolos míticos o rituales religiosos, según Cassirer, constituyen los hilos que tejen la red simbólica, la urdimbre complicada de la experiencia humana; son medios artificiales que se interponen al ser humano en su proceso de ver, conocer o tratar la realidad que le rodea. A través del sistema simbólico, el ser humano se adapta al medio. La adquisición de este mecanismo adaptativo intermedio transforma la totalidad de su vida; gracias a él el hombre vive en una nueva dimensión de la realidad: en un universo simbólico. A medida que avanza el pensamiento y experiencia humana se va afinando y reforzando dicha red simbólica.

El hombre es, pues, un animal simbólico y racional. La razón, por si sola, no explica toda la complejidad y riqueza inherentes al ser humano. Sin embargo, su potencial simbolizador es lo que le da singularidad diferencial, lo que “le abre el camino de la civilización”. El pensamiento simbólico y la conducta simbólica se encuentran entre los rasgos más característicos de la vida humana y todo el progreso de la cultura, según Cassirer, se basa en estas condiciones. En este contexto, por supuesto, el lenguaje es algo fundamental. Y la diferencia entre el lenguaje proposicional y el lenguaje emotivo representa la verdadera frontera entre el mundo humano y el animal. Cassirer remarca que en ningún animal se da el paso decisivo desde el lenguaje subjetivo (emotivo, afectivo) al lenguaje objetivo (proposicional). En el mundo animal se dan “procesos de signo”, pero siempre en un plano pre-lingüístico (como puede observarse en el caso de los chimpancés, por ejemplo):

Podemos admitir que los antropoides han realizado un importante paso hacia delante en el desarrollo de ciertos procesos simbólicos, pero tenemos que subrayar que no han alcanzado el umbral del mundo humano. Penetraron, por así decirlo, en un callejón sin salida (Cassirer, 1997: 56).

Así pues, los signos se identifican con el reino animal, mientras que los símbolos lo hacen con el intelecto humano. Cassirer alude a un complejo sistema de signos y señales presente en la conducta animal, especialmente en los animales domésticos; y al mismo tiempo sugiere que los símbolos o el lenguaje simbólico propios de los humanos no pueden ser reducidos a meras señales (por analogía al modelo de los reflejos condicionados de Paulov). Señales y símbolos, de acuerdo con Cassirer, corresponden a dos universos diferentes de discurso: una señal es una parte del mundo físico del ser, un símbolo es una parte del mundo humano del sentido; la señal posee un valor físico o sustancial, el símbolo un valor únicamente funcional.

Insistiendo en esa diferencia básica añade que el animal posee una imaginación y una inteligencia prácticas, mientras que el hombre ha desarrollado una nueva fórmula exclusiva: una inteligencia y una imaginación simbólicas. En este sentido, habla de la transición en el desarrollo mental de la psique individual desde una actitud meramente práctica a una actitud simbólica. Esto significa llegar a comprender que cada cosa tiene un nombre (considerando que el ámbito de significación es mucho más amplio que el estricto signo de la palabra), y que la función simbólica es un principio de aplicabilidad universal, es decir, que abarca todo el campo del pensamiento humano. Junto a este carácter universal del símbolo destaca igualmente su variabilidad (varios símbolos pueden expresar la misma idea); no es rígido e inflexible sino móvil (se puede expresar el mismo sentido en idiomas distintos, y dentro de un idioma una misma idea o pensamiento puede expresarse en términos diferentes). El signo o la señal, en cambio, se relacionan con la cosa a la que se refieren de un modo fijo y único (un signo concreto o individual se refiere a una cosa concreta e individual).

Un último aspecto importante es la dependencia del pensamiento relacional con el pensamiento simbólico. Sin un sistema complejo de símbolos, según Cassirer, el pensamiento relacional no se produciría ni se desarrollaría plenamente. En el hombre se encuentra un tipo especial de pensamiento relacional sin paralelo en el reino animal, una capacidad para aislar relaciones, para considerarlas en sentido abstracto (como sucede en la geometría, que estudia relaciones espaciales universales expresadas a través de un simbolismo adecuado). Esto lo proporciona justamente el recurso indispensable del lenguaje humano, un sistema de símbolos:

Sin el simbolismo la vida del hombre sería la de las prisiones en la caverna de Platón. Se encontraría confinada dentro de los límites de sus intereses prácticos; sin acceso al mundo ideal que se le abre, desde lados diferentes, con la religión, el arte, la filosofía y la ciencia (Cassirer, op. cit.: 70).

El neoevolucionista Leslie Alvin White (1900-1975) parte de la misma distinción de Cassirer entre naturaleza y cultura. A la primera le asocia la señal y a la segunda el símbolo. A este autor se debe la reincorporación del concepto de evolución cultural a la antropología. Es especialmente relevante su interpretación de la cultura como adaptación y como sistema de producción de energía y de control de la misma. Para White (1975; 1988), el símbolo constituye la unidad básica de la conducta humana. Considera la cultura una actividad propiamente humana, en la medida en que el hombre es el único ser viviente con la capacidad de elaborar símbolos, comunicarse mediante ellos y plasmarlos en objetos. El ser humano se caracteriza por el uso de símbolos, mientras que las señales forman parte del reino animal: Hay una diferencia fundamental entre la mente del hombre y la mente del no-hombre. Esta diferencia es de clase, no de grado. Y el espacio que media entre los dos tipos es de suma importancia –al menos para la ciencia de la conducta comparada. El hombre usa símbolos; no hay otra criatura que lo haga. Un organismo tiene la facultad de usar símbolos, o no la tiene; no hay estados intermedios (White 1988: 70).

La forma simbólica de expresión más importante es el lenguaje, que hace posible la comunicación de ideas, la tradición, la acumulación de información y en definitiva el progreso y la civilización. White define la cultura a través de la simbolización:

Entendemos por “simbolizar” el hecho de otorgar un cierto sentido a hechos o cosas, o a la forma en que dicho otorgamiento es captado y apreciado. El agua bendita sirve muy bien como ejemplo en este sentido: su santidad le es otorgada por un ser humano y es comprendida y apreciada por otros seres humanos. El lenguaje articulado es la más característica forma de simbolización. Simbolizar es traficar con significados no sensoriales, es decir, significados que, como la santidad del agua bendita, no pueden ser percibidos por los solos sentidos. La simbolización es una especie de conducta. Sólo el hombre es capaz de simbolizar (Op. cit.: 133).

White propondrá el término “simbolados” (traducción de symbolate) para describir fenómenos que consisten o dependen de la simbolización, la cual puede ser aplicada a la práctica totalidad de la cultura como el conjunto de ideas y actitudes, acciones y objetos materiales. Como ejemplos de la clase de cosas y acontecimientos que consisten o dependen de la simbolización cita: una palabra, un hacha de piedra, un fetiche, el evitar la madre de la esposa, la repugnancia de la leche, la santificación del Sabbath… Cuando estos hechos se consideran o interpretan en términos de su relación con los organismos humanos, es decir, en un contexto somático, en relación con la propia estructura corporal, pueden llamarse conducta humana, y la ciencia que los estudia es la psicología; cuando son considerados e interpretados en términos de su mutua relación, o de su relación con cualquier otra cosa que no sea el organismo humano, pueden denominarse cultura, y la ciencia correspondiente, “culturología”.

En este caso, evitar la madre de la esposa, por ejemplo, tendría que ser considerado en términos de su relación con otros simbolados o grupos de simbolados como costumbres matrimoniales, monogamia, poliginia, poliandria, residencia de una pareja después del matrimonio, división del trabajo entre sexos […]. Situados en este contexto, nuestros simbolados se convierten en cultura –rasgos culturales o grupos de rasgos, es decir, instituciones, costumbres, códigos, etc. (Op. cit.: 136-137).

Cultura es para White, a fin de cuentas, la clase de cosas y acontecimientos que dependen de simbolizar, en cuanto son consideradas en un contexto extrasomático (Op. cit.: 139). A su vez, tales cosas y acontecimientos que comprende la cultura se manifiestan en el tiempo y en el espacio:

a) En los organismos humanos, en forma de creencias, conceptos, emociones, actitudes.

b) En el proceso de interacción social entre los seres humanos.

c) En los objetos materiales que rodean a los organismos humanos integrados en las pautas de interacción social.

En realidad, el “verdadero locus de la cultura” está, según White, en las interacciones de individuos y, por el lado subjetivo, en el cúmulo de significados que cada uno de ellos abstrae inconscientemente de su participación en estas interacciones.

Pero estudiar los símbolos no es tarea fácil. Un discípulo de Malinowski, Siegfried Frederick Nadel (1903-1956) ya señaló las dificultades del análisis de los símbolos e incluso su imposibilidad, hablando de símbolos “incomprendidos”. No obstante, Nadel (1974), siguiendo las directrices funcionalistas, apunta los aspectos utilitarios y sociales de los símbolos, a los que llama “elementos diacríticos de la cultura” o medios para mostrar la oposición diferencial de los individuos y sus roles sociales. Para él existen dos tipos de símbolos: los signos o símbolos naturales (cuando hay una correspondencia entre símbolo y significado), y los artificiales o símbolos reales (cuando son arbitrarios y puramente convencionales). Afirma que hay que prescindir del estudio de aquellos símbolos artificiales que no pueden explicar los propios actores por ser demasiado sutiles o inconscientes, pero en cambio se deben investigar aquellos que expresan explícitamente el soporte de principios de estructura social e ideales sociales que interpreta el antropólogo. Desde este punto de vista, Nadel nos pone en la pista de dos enfoques fundamentales, que abordan lo inconsciente u oculto y lo explícito y funcional de los símbolos, por oposición (psicológica y sociológica) pero con un mismo objetivo.

2. La psicología del inconsciente y la sociología del conocimiento

Un impulso fuerte al estudio del simbolismo proviene del psicoanálisis de Freud y Jung, por un lado, y de la sociología del conocimiento de Durkheim, por el otro. Los primeros, desde un enfoque centrado en el mundo mental-subjetivo-individual; el segundo, haciendo hincapié en lo grupal y social para articular sus interpretaciones. Sobre la base de estos dos enfoques diferenciados, a menudo se ha establecido una oposición complementaria entre las teorías de Freud y las de Durkheim.

Si Freud se interesó por el simbolismo individual con una intención práctica-terapéutica (por eso habla más de “síntomas” que de símbolos propiamente dichos), Durkheim, por su parte, se interesó por el simbolismo de grupo para llegar a formulaciones teóricas; con él llega la culminación de la dimensión social del simbolismo. Para el primero los símbolos expresan disonancia del individuo con su sociedad, en particular con la familia, mientras que para el segundo expresan la consonancia de la persona con el grupo social. En un caso la función del símbolo es buscar la manera de escapar a una realidad dolorosa, en el otro, su función es la de ayudar a aceptar una realidad satisfactoria.

Es bien conocida la significativa contribución de Sigmund Freud (1856-1939) al tema del simbolismo. Conocido sobre todo por sus innovaciones en psicología y como fundador del psicoanálisis, ciertos aspectos de sus teorías de la mente, tienen relación directa con el análisis simbólico. En particular, con la significación escondida por sí misma de los símbolos: el simbolismo inconsciente. Este tema destaca en alguna de las obras fundamentales del autor, como Introducción al Psicoanálisis y La interpretación de los sueños.

Freud se centró en el simbolismo individual con el objeto de abordar problemas clínicos. Empezó a estudiar el simbolismo en su trabajo sobre la neurosis al creer descubrir el significado oculto de las formas simbólicas en que sus pacientes expresaban ansiedades, principalmente en sueños. En Acerca de los sueños (1901) escribe:

El simbolismo onírico se extiende mucho más allá de los sueños; no es privativo de ellos, sino que ejerce un influjo igualmente dominante en las representaciones que aparecen en los cuentos de hadas, en los mitos y leyendas, en los chistes y en el folklore. Nos capacita para trazar las conexiones últimas que mantienen los sueños y las mencionadas producciones (Cf. Kirk, 1985: 282).

En sus estudios, Freud proporcionó un método (la asociación libre) y un conjunto de mecanismos (condensación, desplazamiento, elaboración secundaria) para remarcar la manera en que los pensamientos del sueño se transforman en imágenes y símbolos a través de los cuales podemos llegar a entender el mensaje del sueño (Cátedra, 1996).

Así pues, la comprensión de los símbolos que aparecen en los mitos, el arte, la poesía, etc., puede lograrse, según Freud, mediante la interpretación del simbolismo onírico. Para interpretar los sueños hay que hacer una incursión en el dominio inconsciente. Se debe recurrir a un saber inconsciente compartido universalmente. A partir de aquí, pueden señalarse algunos de los grandes principios o ejes de su aproximación:

a) La noción de símbolo queda restringida a los elementos oníricos o culturales asociados sistemáticamente a representaciones inconscientes.

b) Los elementos ordinarios del sueño –de los cuales no se obtienen traducciones constantes– se oponen a los símbolos, que siempre se pueden interpretar de la misma forma.

c) La relación constante entre un elemento del sueño y su traducción es la llamada “relación simbólica”.

d) Las relaciones simbólicas aparecen en los sueños, los mitos, los cuentos, el lenguaje ordinario, la imaginación poética y en el folklore.

e) Son típicamente inconscientes, inevitables, universales y de un registro limitado (casa = cuerpo humano; parientes = reyes, reinas y parásitos; agua = nacimiento; viaje = muerte, uniformes = desnudez; todo tipo de objetos largos o redondos = vida sexual).

Según Freud, finalmente, lo que expresamos con símbolos es lo que tenemos reprimido. Los símbolos se definen como el producto de actitudes de identificación inconscientemente reprimidas. Son enmascaramientos para no encarar la realidad de los que hay que liberarse. Expresan disonancia o falta de armonía y tienen la función de ayudar a escapar de una realidad dolorosa. Por eso, de lo que se trataba era de liberar al paciente de la represión y, por lo tanto, de los símbolos que ésta escondía.

Jones, discípulo de Freud, siguió desarrollando esta teoría, proponiendo algunas asociaciones simbólicas más que su maestro, y estableciendo que sólo lo reprimido tiene necesidad de ser simbolizado. En su planteamiento, las relaciones simbólicas se refieren a aquellos aspectos más elementales de la vida (el cuerpo, el nacimiento, la familia, etc.) y pertenecen al dominio inconsciente.

Un autor, dentro de la tradición antropológica, fuertemente influenciado por las teorías de Freud fue Edward Sapir (1884-1939). Su concepción sobre la cultura y el método antropológico estuvo siempre vinculada, asimismo, a su trabajo en lingüística. El lenguaje era, según él, el fenómeno cultural por excelencia. Sapir estableció una nueva relación entre lengua y cultura: el relativismo lingüístico, posteriormente desarrollada por su discípulo Whorf. Inicialmente su tesis se basa en que las lenguas habladas tienen unas leyes universales, pero hay una gran diversidad de expresiones lingüísticas que impiden la comunicación entre ellas. Desde su punto de vista la lengua es un símbolo verbal de la relación humana. Y, lo que es fundamental, no refleja simplemente la cultura sino que la moldea de tal forma que constituye una guía simbólica de la realidad social. Impone diferentes visiones del mundo. Las categorías léxicas son las que organizan la percepción de la experiencia.

Por otro lado, para Sapir (1969), el símbolo es siempre sustituto de algún tipo de conducta intermedia. Su significado no puede ser derivado directamente de la experiencia. Destaca, además, su capacidad de condensación de la energía; es decir, por ser una forma muy condensada de conducta que permite una liberación inmediata de la tensión emocional de manera consciente e inconsciente. Sapir distingue entre símbolos de referencia y símbolos de condensación. Los primeros no tienen la cualidad emocional de los segundos; se definen como formas económicas conscientes para propósitos referenciales, como el habla, la escritura, el código telegráfico, etc. Los símbolos de condensación, por su parte, tienen una cualidad emocional, de potencia e incluso de peligro, la cual ha sido retomada por autores centrales de la antropología simbólica moderna como Douglas y Turner.

El principal representante de una de las tendencias del psicoanálisis es Carl G. Jung (1875-1961). Jung transforma la psicología freudiana de la libido (instinto sexual) y le añade la energía psíquica, que tiene su origen en el inconsciente personal y en el inconsciente colectivo. Para este autor, el inconsciente colectivo es el principio formativo básico del simbolismo ritual. Distingue, además, entre signo y símbolo. El primero es una expresión análoga abreviada de una cosa conocida, mientras que el segundo es la mejor expresión posible de un hecho relativamente desconocido, pero que aún así se reconoce o postula como existente. El inconsciente colectivo, asociado a la mitología y la religión (como fenómeno positivo y saludable), según Jung, contiene toda la herencia espiritual de la evolución humana, que es reproducida constantemente en la estructura psíquica de cada individuo:

Incluso los sueños están hechos en gran medida de un material colectivo. Como ocurre en la mitología y el folklore de diferentes pueblos, en los sueños aparecen ciertos motivos que se repiten de forma casi idéntica. He denominado a estos motivos ‘arquetipos’, y con esto me refiero a formas e imágenes de naturaleza colectiva que existen alrededor del mundo, como elementos constituyentes de los mitos y, al mismo tiempo, como productos autóctonos e individuales de origen consciente (Cf. Morris, 1995: 209).

Para Jung (1985), los símbolos son el principio de la salvación del hombre. Son algo suprahumano y sólo parcialmente conocido. Expresan alguna cosa cuya naturaleza es desconocida. Piensa que la sabiduría de la que son portadores los símbolos se encuentra almacenada en los sueños y a veces surge en la forma de arquetipos: Imágenes simbólicas de sumo poder, parte de cuyo contenido no tiene tratamiento consciente, pero que puede emerger del subconsciente con una fuerza dinámica y ayudar a liberar la mente del individuo en condiciones favorables. Hace énfasis asimismo en aspectos poéticos, positivos y universales relacionados con lo simbólico, porque forman el contenido del inconsciente colectivo presente en la mitología y en la religión.

Los motivos simbólicos a los que apela Jung son “imágenes primigenias” que pueden ser expresadas conscientemente o en sueños. Todo símbolo es un arquetipo. La psique crea símbolos cuyo fundamento es el arquetipo inconsciente. Estos símbolos tienen una dimensión emocional y expresan aspectos inconscientes de la mente. Su significado, por lo tanto, es oscuro. Como nos hablan de lo “desconocido”, sus significados solamente pueden hallarse por medio del estudio del trasfondo personal del individuo y de la mitología comparada.

En definitiva, la teoría de Jung sobre los símbolos contempla que todos los seres humanos poseen unas mismas tendencias innatas a formar una serie de símbolos generales o arquetipos. Entre los más importantes están: el viejo sabio, la madre tierra, el anima y el animus (los aspectos “masculino” y “femenino” respectivamente de varones y hembras), la cruz, el mandala, el héroe, el niño divino, el sí mismo, Dios y la persona. Todos estos símbolos generales se repiten constantemente, según Jung, en los mitos y en los sueños, por lo cual se supone que deben tener algún origen colectivo universal.

Dejamos ahora del ámbito individual y de la psicología profunda y entramos en el esencialmente social y comunitario. Ligado a éste, el estudio sociológico y antropológico del simbolismo ha tenido especial consistencia dentro de las tradiciones estructuralista y propiamente simbolista, configurándose en torno a las aportaciones de la figura central de Emile Durkheim (185-1917), que trataré con más detalle al hablar de la escuela sociológica francesa. Aunque es importante no olvidar los ilustres precedentes de este autor, como es el caso de Fustel De Coulanges, con sus análisis de la comensalidad y el culto a los antepasados en la antigua Grecia y Roma, o de Robertson Smith, abordando la religión de los pueblos semitas.

En su estudio sobre Las formas elementales de la vida religiosa, Durkheim plantea su interés por el simbolismo de grupo desde la óptica de la armonía del individuo con su sociedad. Un grupo que siempre está por encima de los individuos que lo integran. Son especialmente relevantes en la obra de este autor su concepto de representaciones colectivas, las clasificaciones simbólicas primitivas y el simbolismo totémico en el marco de los rituales de cohesión social y divinización clánica. Estudiando a los aborígenes australianos, Durkheim establece que el símbolo (totémico) cohesiona al grupo y lo identifica como tal; es más, lo sacraliza. A través del estudio del simbolismo totémico relaciona los símbolos con factores sociales mostrando la estrecha relación entre símbolo, sentimiento religioso y sociedad.

Destaca asimismo el carácter simbólico de la relación entre las cosas sagradas y su significado. Establece la definición fundamental de la religión como sistema simbólico que, según él, hace posible la vida al expresar y mantener los sentimientos y los valores de una sociedad. Afirma que sin los símbolos, los sentimientos sociales y la propia vida social no serían posibles. Porque son modos de expresión, producen emoción e incitan a la acción. El simbolismo, en definitiva, tiene una dimensión colectiva fundamental y un marcado acento expresivo, emotivo y conductual; condiciones por otra parte básicas para la cohesión, la integración y la reproducción del conjunto social.

Sus planteamientos en torno a la dimensión social del simbolismo y el énfasis en el aspecto expresivo de los símbolos encontraron continuidad a través de autores como Marcel Mauss o Radcliffe-Brown, cuyas aportaciones teóricas confirman que el legado Durkheim se transmitió a través de dos corrientes diferentes, que en último término acaban desembocando en las tradiciones estructura-lista y simbolista.

En realidad, ambas tradiciones –de carácter racionalista y empirista respectivamente– representan la confluencia de diversas posiciones teóricas y metodológicas polarizadas en la escuela estructural francesa y las escuelas simbolistas norteamericana y británica contemporáneas. La primera preocupada por delinear las estructuras o modelos formales subyacentes en los sistemas de símbolos particulares; las segundas, tomando la estructura social como base de los códigos simbólicos.

3. La Filosofía del lenguaje y el estudio de los signos

En el marco general de la semiótica o teoría de los signos, y en particular, del pragmatismo o utilitarismo norteamericano encontramos la contribución de Charles S. Peirce (1839-1914). Peirce (1988) clasifica los signos –una representación con referencia a su objeto fijada convencionalmente– en iconos (primero llamados copias), índices y símbolos.

El signo es “algo que está para alguien en lugar de algo en algún respecto o capacidad”, por una relación de semejanza en el caso de los iconos, por una relación de efecto a causa en el caso de los índices y por carecer de relación con el objeto significado en el caso de los símbolos. Un icono es un signo que se usa cuando está en juego una relación sensorial. La única forma de comunicar directamente una idea es mediante el icono. No tiene conexión dinámica con el objeto que representa. Indica semejanza: la estatua de un león sería por ejemplo un signo icónico; o exhibir a un ejecutivo agresivo para mostrar la vida estresada. Un índice es un signo directamente relacionado con lo que de hecho significa. Está conectado estrechamente con el objeto; ambos constituyen un par orgánico. Indica relación de efecto a causa: índices son el humo de una hoguera o las huellas de un león; también las fotografías instantáneas son, en ciertos aspectos, exactamente iguales a los objetos que representan. Una señal es un aspecto dinámico de un índice. El símbolo, finalmente, es un signo que posee no una relación o semejanza directa entre el signo y el objeto significado, sino una serie compleja de asociaciones. En este caso el nexo está basado en la convención y puede parecer arbitraria. Al no existir ningún vínculo material (objetivo) con el objeto significado, el símbolo depende totalmente del hecho de su utilización convencional. Los símbolos se definen, pues, por su carácter convencional, sin ningún vínculo material con el objeto que representan. De ahí que la serpiente sea –arbitrariamente– un símbolo del mal, o que el león sea –de forma no menos arbitraria– un símbolo de la fuerza y la fiereza.

Como Peirce explica, en la antigüedad, el símbolo ya es usado para significar una convención o contrato. Aristóteles llamó al nombre un símbolo, es decir, un signo convencional. En Grecia, el fuego de vigilancia es un símbolo, esto es, una señal convenida. Según él, de hecho, cualquier palabra ordinaria, como “don”, “pájaro” o “matrimonio”, es un ejemplo de símbolo. Todas las palabras, frases, libros u otros signos convencionales son símbolos. Es un concepto

aplicable a todo aquello que pueda encontrarse que realiza la idea conexionada con la palabra. Aunque en sí mismo, no identifica estas cosas. No nos muestra un pájaro, ni realiza ante nuestros ojos el acto de dar, o un matrimonio, sino que supone que somos capaces de imaginar estas cosas asociando la palabra a las mismas (Peirce, 1988: 156-157).

El pragmatismo de Peirce parte de una distinción básica entre: representación, cosa y forma. Todo nuestro mundo es un mundo de representaciones, todo pensamiento es una representación; definida como algo que se supone que está por otro, y que puede expresar este otro a una mente que verdaderamente pueda entenderlo (Op. cit.: 142). La cosa se define como aquello en lugar de lo cual puede haber una representación. La forma, por último, es el respecto en el que una representación puede estar por una cosa; indica el proceso de representación a través de la palabra, la noción, la idea, el pensamiento. Según Peirce, sólo conocemos cosas y formas a través de representaciones. Y en tanto que se las conoce sólo relativamente, podemos ser escépticos sobre ellas y no se les puede aplicar los criterios de verdad o de falsedad.

Los símbolos se incluyen en las representaciones; son, en particular, lo que al presentarse a la mente evoca un concepto. El símbolo está conectado con el objeto en virtud de la idea de “la mente utilizadora de símbolos” sin la cual tal conexión no existiría. En su teoría, están sujetos a tres condiciones:

a) Han de representar un objeto (a pesar de que no tengan parecido alguno con él), o cosa informada y representable.

b) Deben ser una representación de una forma representada y realizable (un logos).

c) Han de ser traducibles a otro lenguaje o sistema de símbolos.

A partir de aquí distingue entre:

a) Retórica general (la ciencia de las leyes generales de las relaciones de los símbolos en otros sistemas de símbolos).

b) Lógica (la ciencia de las leyes generales de las relaciones de los símbolos a los objetos o cosas).

c) Gramática general (la ciencia de las leyes generales de las relaciones de los símbolos a las formas representadas –logoi–).

En relación con lo dicho, además, los símbolos:

a) Han de denotar un individuo (objeto) y han de significar una característica; por ejemplo, un hombre que pasea con un niño levanta el brazo al cielo y dice, “hay un globo”; el brazo señalando es una parte esencial del símbolo (Índice: signo directamente relacionado con lo que significa), pero si el niño pregunta, “¿qué es un globo?”, y el hombre contesta, “algo así como una gran burbuja de jabón”, hace de la imagen una parte del símbolo, ofrece una característica (Icono: Signo usado dentro de una relación sensorial que ahora une globo y burbuja de jabón).

b) Deben indicar no una cosa particular sino denotar un tipo de cosa (el símbolo mismo es un tipo y no una cosa singular); uno puede utilizar la palabra “estrella”, pero esto no le convierte en el creador de esa palabra, ni el hecho de borrarla la destruye; la palabra vive en la mente de quienes la usan, siempre existe en su memoria.

c) Los símbolos llegan a serlo por el desarrollo de otros signos, particularmente iconos. Porque cuando alguien crea un símbolo nuevo lo hace mediante pensamientos, que implican conceptos; una vez surgido el símbolo se difunde entre la gente, su significación crece mediante el uso y la experiencia (de ahí que por ejemplo palabras como fuerza, ley, riqueza, matrimonio... tengan para nosotros significados muy diferentes de los que tuvieron para nuestros antepasados o en otras épocas).

El pragmatismo norteamericano acoge en su seno los trabajos de autores bien conocidos como William James, Dewey y Mead, todos ellos situados en la corriente semiótico-pragmática de orientación empirista, experiencialista e interpretativa. La noción de símbolo en este ámbito está estrechamente relacionada con planteamientos conductistas estímulo-respuesta. En la confluencia teórica entre Peirce y Mead, por ejemplo, el aprendizaje consiste en la reorganización perceptiva del campo cognitivo del sujeto, que corresponde a las relaciones entre los estímulos presentes en el entorno y opera a través de la asociación signo-significado como idéntica a la de estímulo-respuesta de Paulov.

Bajo la influencia directa de Peirce, Charles Morris (1901-1979), en su trabajo Signos, lenguaje y conducta (1962), considera el signo desde tres dimensiones: la semántica, la sintáctica y la pragmática. Según la dimensión semántica, el signo se considera en relación con lo que significa; según la sintáctica, se considera susceptible de ser insertado en secuencias de otros signos, de acuerdo a las reglas combinatorias; por último, según la pragmática, el signo es considerado en relación con sus propios orígenes, los efectos sobre los destinatarios, el uso que se hace de ellos, etc. Morris distingue dos categorías de signos: señales y símbolos. Estos últimos serían un signo producido para sustituir algún otro signo del cual es sinónimo; la señal sería todo signo que no es símbolo. Ambos coinciden, por lo tanto, en considerar a los símbolos una subclase de signos.

El hecho de distinguir claramente entre símbolos y signos empieza con otros autores. Schaff (1962), por ejemplo, define los símbolos como signos artificiales de carácter sustitutivo que representan nociones abstractas; los considera no verbales, a diferencia de los signos lingüísticos. En este punto el autor sigue los pasos de Ferdinand De Saussure (1857-1913), quien distingue la arbitrariedad del signo lingüístico de la débil relación existente entre significante y significado en el caso del símbolo. Con una orientación diferente, de tipo racionalista, explicativa y estructural, De Saussure (1993) define la semiología como la ciencia que estudia la vida de los signos de la vida social; la naturaleza de los signos dentro de sus reglas y combinaciones. Desde esa perspectiva semiótica, sostiene que para que la lingüística se volviera verdaderamente científica debía adoptar una perspectiva sincrónica y tratar el lenguaje como un sistema autónomo, independiente del sujeto humano y del mundo natural que le rodea; debía tratar el lenguaje como una red de relaciones estructurales existentes en un determinado punto del tiempo, dejando entre paréntesis las interpretaciones históricas. De hecho, para De Saussure, el valor de un signo viene determinado por su posición dentro de un sistema de relaciones. Por eso propuso un tipo de análisis lingüístico estructural que después sería adaptado por Lévi-Strauss, quien toma la perspectiva semiótica de De Saussure sobre todo en el estudio de los mitos.

De Saussure separa el símbolo del signo lingüístico. Sugiere que el segundo es puramente arbitrario. Si bien esto no quiere decir que dependa de la libre elección del sujeto hablante –no está en manos del individuo cambiar nada en un signo una vez está establecido en un grupo lingüístico–, sino que es “inmotivado”, esto es, arbitrario con relación al significado, con el que no tiene ningún vínculo natural en la realidad. Define el signo, pues, como una relación arbitraria entre una imagen acústica (no relativa al sonido material, físico –de la palabra– sino a la representación sensorial de ese sonido, a su psíquica) y un concepto; una relación, en suma, entre significante y significado (designando la totalidad). En este contexto, es concretamente cualquier entidad mínima que parezca tener un significado preciso.

Para De Saussure, los símbolos constituyen una clase diferente a la de los signos. Lo explica de este modo:

Se ha empleado la palabra símbolo para designar el signo lingüístico, o más exactamente lo que nosotros llamamos el significante. Hay inconvenientes para admitirlo, debido precisamente a nuestro primer principio. Lo característico del símbolo es no ser nunca completamente arbitrario; no está vacío, hay un rudimento de lazo natural entre el significante y el significado. El símbolo de la justicia, la balanza, podría ser reemplazado por cualquier otro, por un carro, por ejemplo (Op. cit.: 105).

Otro autor sin duda importante en el campo de la semiología es Umberto Eco (1932-). De él nos interesa destacar aquí sus análisis sobre el proceso de comunicación en el ámbito del estudio de los signos. Su centro de análisis es particularmente el signo antes que el símbolo. Eco construye una teoría unificada del signo, sin insistir demasiado en distinguirlo respecto del símbolo. Con todo, comparte la idea del hombre como animal simbólico, y para él, la humanidad se instaura cuando se instaura la sociedad, y ésta, a su vez, cuando hay comercio de signos.

El signo es un elemento de la secuencia de comunicación: fuente-emisor-canalmensaje-destinatario. Pero no es tan solo un elemento que entra en dicho proceso, sino que es una entidad que forma parte del proceso de significación. Entre emisor y destinatario debe haber un código común, es decir, una serie de reglas que den significado al signo. Sin la existencia de ese código común no comprenderíamos el significado; estaríamos hablando de un mero proceso de estímulo-respuesta, donde el estímulo no se pone en lugar de otra cosa –como sucede con el signo–, sino que provoca directamente esa otra cosa. El proceso sígnico es, por lo tanto, la actividad decodificadora de los mensajes que recibimos (por ejemplo, ante una orden que me imponga cerrar los ojos, primero debo entender esa orden y decodificar el mensaje que incluye, para después decidir si la obedezco).

Según Eco, cualquier manifestación perceptible puede convertirse en un signo natural (una casa, un árbol...) o artificial (semáforos, rótulos luminosos...). Distingue entre signos estímulo y signos respuesta. En el comportamiento sígnico humano, socializado, los signos estímulo suscitan signos respuesta. Existen dispositivos de signos estímulo y respuesta, y la inteligencia artificial permite poner en marcha estos dispositivos: si esta mente artificial no es enteramente igual a un hombre, con todo, se aproximaría bastante a lo que hay en el hombre de comportamiento sígnico socializado (1994: 168).

Para explicar cómo identificar un signo, Eco añade que los objetos de la naturaleza por si solos no generan ningún signo de estímulo, pero si uno esta perdido en el desierto y ve un árbol, palmera se convierte en un signo estímulo. Por otro lado, un signo existe por el hecho de que hay establecida una convención; cualquier señal, por ejemplo, un vaso, se nos presentaría como un significante (una señal física, material, una dimensión de la realidad) que nosotros asociamos a un significado (una idea, un proceso mental). Por ejemplo, pensaríamos en la idea de vaso como recipiente para líquido que sirve para beber; una codificación cultural arbitraria y convencional mediante la referencia a un código.

El núcleo teórico de Eco en este ámbito se sistematiza en un triángulo con sus vértices relacionados entre sí: el significante, el significado y el referente (el signo se compone de significado y significante, mientras que el referente no tiene pertinencia lingüística). Dicha relación se explica con el siguiente ejemplo:

Pensemos en el signo /caballo/. Lo escribimos entre barras, porque desde ahora utilizaremos este artificio gráfico par indicar un signo asumido en su forma significante. El significante /caballo/ no significa nada para un esquimal que no conozca nuestra lengua (que no posea nuestro código). Si quiero explicarle cuál es el significado de /caballo/ puedo darle la traducción del término en su lengua, o bien definirle un caballo, como lo hacen los diccionarios y enciclopedias, o incluso dibujarle un caballo. Como veremos más adelante, todas estas soluciones exigen que en lugar del significante que trato de explicar, ofrezca otros significantes (verbales, visuales, etc., que vamos a llamar interpretantes del signo); de todas maneras, la experiencia nos dice que en un determinado momento va a entender lo que significa /caballo/.

Hay quienes creen que en su mente se ha formado una idea o concepto, otros dicen que se ha estimulado en él una disposición a responder, con lo cual, o bien me traerá un caballo auténtico, o se pondrá a relinchar para demostrar que ha entendido. Sea como fuere, es evidente que, al entrar en posesión del código, es decir, de una regla elemental de significación, para él, al igual que para mí, al significante /caballo/ corresponderá una entidad todavía no definida, el significado, que vamos a escribir entre comillas “caballo” (Op. cit.: 24-25).

Por otro lado, sin dejar el ejemplo, el caballo presente o todos los caballos que han existido o existen en el mundo, se indican como referentes del significante /caballo/. La relación entre referente y significante es muy oscura o arbitraria: no hay ninguna razón para llamar /caballo/ al “caballo”, y el significante /caballo/ se puede utilizar aunque nunca hubiesen existido caballos.

El intercambio o el diferente uso teórico de los conceptos básicos de la lingüística que hemos estado manejando hasta ahora –signo, señal, símbolo...– según los autores o los enfoques correspondientes, contribuye sin duda más a la confusión que a la claridad, especialmente para quien es profano en la materia. En cualquier caso, es importante reflexionar sobre los diferentes matices que se plantean e intentar analizar desde todos los prismas cómo se construye la compleja definición del símbolo. Y en especial, desde el punto de vista empírico que está en la base de tal construcción, la variabilidad y el uso del símbolo en los diferentes contextos culturales, con sus estructuras, procesos y relaciones. Las múltiples confluencias entre la antropología lingüística y la antropología simbólica, evidentemente, tienen mucho que decir y aportar en este sentido.

4. Comunicación y cultura: El enfoque estructural y lingüístico

El estudio del lenguaje y de los signos lingüísticos nos mantiene en el área de la comunicación humana, como configuradora de procesos culturales y de producción simbólica. En este punto, conectamos los contenidos anteriores con cuestiones más relacionadas con estudios etnográficos concretos o con la reflexión teórica general en el contexto de la antropología. El punto de partida y núcleo expositivo es el trabajo de Edmund Leach (1978) para el análisis de la comunicación humana y del simbolismo que está en su base desde una óptica estructuralista. La introducción a esta perspectiva, desarrollada más ampliamente después en torno a la figura central de Lévi-Strauss, constituirá el núcleo expositivo de esta sección.

En el libro de Leach la comunicación se describe como un proceso continuo y complejo con numerosos componentes de tipo verbal y no verbal. El conocimiento del código es fundamental para entender dichos componentes. La comunicación humana se realiza a través de acciones expresivas que funcionan como señales, signos y símbolos. En algunas formas de comunicación la acción expresiva del emisor es interpretada directamente por el receptor. Así por ejemplo, una determinada manera de vestir envía unos determinados mensajes expresivos, o la actividad del hablante implica, por reciprocidad, la actitud de escucha por parte de los oyentes. En otros casos el vínculo es indirecto: alguien escribe una carta, marca una serie de signos y de símbolos sobre el papel y quien la recibe podrá interpretarla. Este último tipo de comunicación indirecta es muy amplio; puede incluir el vestido, los alimentos, los gestos, la arquitectura, el mobiliario…

Así pues, la comunicación implica siempre la existencia de un emisor (el origen de la acción expresiva) y de un receptor (el intérprete del resultado de la acción expresiva). Ambos pueden estar juntos o no durante su relación. A partir de aquí, el esquema propuesto por Leach distingue principalmente entre señales e indicadores. En el caso de las señales, para decirlo gráficamente, la relación entre A y B es mecánica y automática, de manera que A desencadena B en el sentido de causa-efecto o estímulo-respuesta. Todos los animales y los seres humanos responden continuamente a una gran variedad de señales, que se definen como dinámicas y causales. Los indicadores, en cambio, son estáticos y descriptivos. Leach distingue entre indicadores naturales y signum. En los primeros A se asocia con B por naturaleza pero se selecciona como un indicador de B por elección humana; por ejemplo: el humo es indicador del fuego. El signum tiene un carácter arbitrario y de convención cultural (así lo demuestran las señales de tráfico, las letras del alfabeto…). A su vez, un signum es un signo cuando hay una relación intrínseca previa entre A y B, porque pertenecen al mismo código cultural; por ejemplo, la asociación de las insignias de un monarca, el contexto europeo y la corona designa la realeza. Y un signum es un símbolo cuando A representa a B y no existe esa relación intrínseca previa entre ambos, o sea, que A y B pertenecen a contextos culturales diferentes; por ejemplo, la utilización de una corona por una marca comercial de cerveza: entre las coronas y las cervezas no hay ninguna asociación previa. Dentro de la categoría de símbolos, Leach distingue entre símbolos estandarizados y símbolos individualizados. Los estandarizados son aquellos aceptados socialmente y que transmiten cierta información en público (la bandera simboliza la patria; la cruz el cristianismo), y son íconos cuando se trata de semejanzas buscadas (el retrato de un santo y la persona del santo, las líneas curvas de los mapas y las carreteras en la realidad topográfica…) o bien símbolos convencionales pero totalmente arbitrarios como cuando por ejemplo se establece la asociación de la serpiente y el mal. Finalmente, los símbolos individualizados son metafóricos (a diferencia de los signos que son metonímicos) y tienen un carácter particular (como sucede en los sueños) e íntimo (como en la poesía).

Resumiendo la dicotomía básica entre signo y símbolo: Un signo expresa una relación intrínseca, de forma que signo y cosa significada pertenecen al mismo contexto cultural y su relación es metonímica (designando una cosa en lugar de otra, tomando el efecto por la causa, o a la inversa); un símbolo es, en cambio, una entidad que pertenece a un contexto cultural diferente, que constituye una relación metafórica o lleva a un sentido figurado a partir de una comparación tácita.

Precisamente, la metáfora ocupa un lugar especial para el análisis sociológico y antropológico de lo simbólico, sobre todo en relación con sus usos sociales en la vida diaria y como forma expresiva de la cultura. En el ámbito de la antropología simbólica es particularmente importante la figura de James W. Fernandez. En diferentes trabajos (en especial 1974; 1977; 1986) este autor observa como los procesos de asociación en la conducta simbólica se comprenden mejor a través del estudio de las metáforas. Considera que éstas, presentes y activas en los mecanismos de representación de la experiencia, constituyen un signo-imagen con asociaciones más directas y concretas que las de los símbolos. Sugiere que la metáfora puede ser un principio organizativo para la descripción etnográfica, teniendo la ventaja de captar la naturaleza de las cosas de un modo intuitivo y creador. Fernandez ha convertido en cierta manera la antropología en tropología, es decir, en el estudio de los tropos (en particular, como decimos, de las metáforas). El juego de los tropos, como él mismo lo denomina, funciona sobre todo para convivir con los demás, y convivir con ellos con alguna sensación de cumplimiento y de satisfacción.

En The Mision of Metaphor in Expressive Culture, Fernandez nos dice que en El pensamiento salvaje y en las Mitológicas de Lévi-Strauss los focos de análisis centrales son la metáfora y la metonimia. En realidad, de Lévi-Strauss es la definición de la antropología como “ciencia semiológica”, y de ahí también justamente toma importancia el concepto de símbolo. En dicho artículo Fernandez pone en relación el estudio de la metáfora con las investigaciones que tratan la dimensión expresiva de la cultura, añadiendo que hay que preguntarse no sólo lo que las metáforas son sino cómo operan fundamentalmente en lo relativo al comportamiento. Según él, la misión principal de la metáfora es la conversión de pronombres y su ventaja reside en la gran claridad con la que –a diferencia del símbolo– puede ser definida. Porque los símbolos suelen representar muchas cosas sobre las cuales es difícil establecer un consenso. De hecho, a diferencia de los signos y las señales, según autores como Sapir y Morris, están disociados de contextos sociales específicos y pueden trabajar en muchos de ellos al mismo tiempo.

Señales, signos y símbolos existen en relación dinámica y evolutiva dentro de la cultura y dentro de la experiencia individual. El mismo ítem o indicio de comunicación puede ser, de acuerdo con esta situación, un signo-imagen (una simple señal de la cruz hecha por algunos ciudadanos de Jerusalén en un evento público es para otros un signo-imagen que puede insertarse y preservarse dentro de una tradición religiosa). Lo importante es, entonces, el análisis de esos signos-imágenes y su relación con los sujetos humanos. En la interpretación de Fernandez, los símbolos son signos-imágenes que han perdido su vínculo directo con los sujetos que los evocaron primeramente en contextos específicos, desarrollando así vínculos plausibles con muchos otros sujetos y muchos otros contextos. Haciéndose, en suma, extensibles a la pluralidad; y de ahí convencionales.

En The Performance of Ritual Metaphors, por otra parte, Fernandez desarrolla su análisis interpretativo partiendo de la base de que las metáforas proporcionan imágenes organizadoras que la acción ritual hace efectivas. Esta ritualización de la metáfora capacita finalmente a los participantes en el ritual para experimentar “integraciones aptas” y transformaciones en su experiencia. El ritual del culto africano Bwiti le sirve, en este caso, de referencia empírica.

El mismo James Fernandez (1991) menciona el atractivo que en el terreno de la metáfora tuvieron para la antropología las aportaciones del enfoque lingüístico-cognitivo de Lakoff y Johnson (1986). En la introducción a esta obra, José Antonio Millán y Susana Narotzky nos dicen que según estos autores las metáforas impregnan el lenguaje cotidiano, formando una red compleja e interrelacionada para la que son pertinentes tanto las creaciones más nuevas como las “fosilizaciones”; y que, por otro lado, la existencia de dicha red afecta a las representaciones internas, a la visión del mundo que tiene el hablante. Ambos autores presentan un modelo dialéctico en el que la experiencia y los campos metafóricos del lenguaje se generan y transforman en un enfrentamiento continuo (1986: 12). Los conceptos metafóricos con los que trabajan Lakoff y Johnson (metáforas de orientación –arriba/abajo–, metáforas ontológicas –entidad/sustancia/contenido– y metáforas estructurales –por ejemplo, la discusión es una guerra–) se vinculan directamente con la experiencia, con áreas básicas de experiencia humana que, según ellos, representan totalidades estructurales y recurrentes de dicha experiencia y son “naturales” porque provienen de campos de comprensión inmediata, ya sean físicos o culturales: el cuerpo, las interacciones con el entorno y con otras personas en nuestra cultura.

De acuerdo a Lakoff y Johnson, en cualquier lengua abundan las expresiones metafóricas. Las metáforas son básicamente culturales, y además en gran medida propias de cada lengua determinada. También añaden que habitualmente las metáforas expresan realidades abstractas del universo de acción y experiencia humanas en términos de otras más concretas. Su afirmación sustantiva es que estos procesos influyen en la percepción de los hechos (que la drogadicción sea una ‘enfermedad’, un ‘delito’ o una ‘plaga’, es algo que tiene indudables consecuencias (Op. cit.: 24). Junto a esto está, como sugieren Millán y Narotzky, la citada red inmensa de metáforas del día a día que convierten un aparente mundo de entes y valores en un espacio físico de manipulaciones de objetos y de sustancias que fluyen y se remansan (Op. cit.: 25).