Daniel Aranda y Jordi Sánchez-Navarro
El debate sobre los usos de los videojuegos es prácticamente omnipresente en nuestras discusiones públicas y privadas sobre los medios de comunicación contemporáneos, en especial cuando dirigimos la mirada a la nebulosa en que, a los ojos de los mayores, se han convertido las prácticas de ocio y comunicación de los más jóvenes. Aún hoy, cuando la literatura científica sobre los múltiples aspectos del fenómeno cultural multiforme y mutante de los videojuegos comienza a alcanzar un volumen muy considerable, hay muchas personas que, al pensar en el tema, lo primero que expresan son sus dudas sobre las dinámicas de uso entre la población más joven, sobre el consumo excesivo o sobre la fuerte carga violenta de algunos de estos juegos. Este es uno de los motivos por los que creemos necesario aportar algunos elementos de información básicos sobre qué son los videojuegos y qué es jugar con ellos.
Hay dos formas de afrontar un trabajo en torno al tema. Una, que sin duda está ya plenamente consolidada en diversos ámbitos geográficos, es la de entenderlos como un objeto de estudio ya legitimado por las instituciones académicas y como un fenómeno plenamente incorporado a la red de discursos sociales sobre las cosas que merece la pena estudiar. La inmensa mayoría de los teóricos citados en este libro y, desde luego, la totalidad de los autores congregados en estas páginas asumen inicialmente este punto de partida. La otra forma de abordar el estudio de los videojuegos es pensar que todavía se necesita explicar lo básico, asumir que los videojuegos están rodeados de mitos y mixtificaciones, y que aún se puede (y se debe) ser militante en su defensa. La falta de una producción científica estabilizada en nuestro contexto y nuestra propia experiencia, tanto en “conversaciones de café” como en ámbitos académicos, nos hace inclinarnos por la segunda opción. Creemos, seamos sinceros, que todavía es necesario desdramatizar y combatir la estigmatización maniqueísta de los videojuegos; también creemos que hay todavía mucho trabajo por hacer para que los criterios de análisis ponderados que en teoría deben sustentar un discurso sereno y razonado calen en algunos entornos.
Los videojuegos, como cualquier otro recurso cultural, son herramientas básicas de aprendizaje y socialización que aportan al jugador competencias y habilidades instrumentales y sociales. Es cierto que un uso compulsivo de los videojuegos es totalmente desaconsejable, sobre todo si lleva el aislamiento social del individuo. Dicho esto, también es importante destacar que ese peligro está presente cuando se abusa de cualquier otro recurso cultural. Cuando se afirma, como se lleva décadas haciendo, que leer es bueno y jugar a videojuegos es malo, nadie parece recordar las palabras de Cervantes en su inmortal Quijote, que citaremos en su literalidad:
(…) él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros (…) y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones…
Lo que queremos decir, con todo esto y de entrada, es que deberíamos poner en cuarentena los discursos sobre la adicción a la hora de hablar sobre videojuegos. Si nunca se ha considerado la adicción como algo inherente a un medio de comunicación concreto, el beneficio de la duda debería concedérsele también a los videojuegos. Seamos serios y comencemos a hablar de los usos; y sólo después, cuando entendamos algo sobre los usos, tendremos herramientas para formarnos una opinión cabal sobre los abusos.
A día de hoy es evidente que los videojuegos se han convertido en una de las fuentes de entretenimiento principales de buena parte de la población de las sociedades plenamente industrializadas, con todo lo que eso conlleva. Además, a lo largo de sus tres décadas de existencia, los videojuegos se han convertido en una de las expresiones de creatividad humana más relevantes de la cultura contemporánea. Constatar y entender las numerosas prácticas comunicativas que emergen de los videojuegos sería ya una ambiciosa tarea que justificaría toda inversión de recursos en investigación, puesto que cualquiera estaría de acuerdo en que es absolutamente necesario reflexionar sobre uno de los grandes vectores de la innovación cultural.
¿Cómo empezar a interrogarse sobre los videojuegos con criterio? Hay en este libro dos capítulos que discuten y delimitan lo que puede (o debe) estudiarse en relación al tema. Como demuestra la aportación de James Newman, en la que se incluyen dos capítulos de su libro Videogames (2004), la discusión sobre lo que constituye un videojuego ha consumido (y continúa consumiendo, nos atreveríamos a decir) buena parte del tiempo dedicado a la reflexión. En su texto, Newman analiza los términos del debate sobre la importancia cultural y social de los videojuegos, intentando discutir, de entrada, las dos posturas extremas que servirían como punto de partida para dos visiones opuestas del fenómeno: la primera, que los videojuegos son una forma cultural mayor que está llamada a sustituir a la lectura, al cine y a la televisión; la segunda, que los videojuegos son una absoluta trivialidad, un pasatiempo tan intrínsecamente complejo y monótono que sólo puede captar la atención de los previamente convencidos. Descartados los extremos, hay, para Newman, tres razones por las que vale la pena prestar algo de atención a los videojuegos: la primera es el volumen de la industria que los produce, distribuye y comercializa; la segunda es la popularidad de la que gozan; y la tercera es que los videojuegos son un ejemplo especialmente relevante de interacción persona-ordenador. En la segunda parte de su contribución a este libro, Newman define pormenorizadamente el objeto de estudio que constituyen los videojuegos, centrándose en los elementos que los conforman, el contexto que los rodea, las motivaciones que ofrecen a las personas que los juegan, y su propia naturaleza como artefactos para jugar.
Por otro lado, el capítulo “Comprender los juegos digitales”, de Jo Bryce y Jason Rutter aboga también por considerar a los juegos un objeto de estudio de pleno derecho, y constituye un perfecto complemento a la aportación de Newman. En primer lugar, porque esgrime diferentes motivos para acercarse al fenómeno cultural de los videojuegos. De hecho, las diferencias de enfoque se manifiestan ya desde el comienzo: en la propia terminología utilizada. Mientras Newman usa el término videojuego (videogame) para referirse al objeto de estudio, Bryce y Rutter se decantan por el de juegos digitales (digital games). La elección del nombre de la cosa implica una toma de postura. Parte de la discusión de Newman se basa en el hecho de que a las cosas hay que llamarlas por su nombre, como demuestran sus implícitos reproches a aquellos (tanto académicos como industriales) que han bautizado a los videojuegos con términos eufemísticos tales como “entretenimiento interactivo”. Tras esas maniobras, Newman ve un complejo de inferioridad, similar, diríamos los autores de estas líneas, al que ha llevado a algunos editores y divulgadores a llamar “novela grafica” a lo que hasta ahora habían sido comics, historietas o tebeos. Imaginemos por un momento que los teóricos e industriales surgidos en las décadas de consolidación del cine como negocio y fenómeno cultural hubieran llamado a éste “novela en movimiento” o “novela en imágenes”, o cualquier otro término igualmente confuso y deudor de una tradición anterior… ¿Cómo habría cambiado la historia del medio?
Sin embargo, Bryce y Rutter no parecen considerar vergonzante el hecho de dedicar sus esfuerzos a investigar sobre videojuegos, así que su decidida apuesta por el uso del concepto juegos digitales debe estar fundada en otras motivaciones. Y así es, puesto que, aunque no lo dicen explícitamente, hay en su uso de dos palabras diferenciadas (juego por un lado, digital por otro) un interés en subrayar que los juegos digitales tienen una genealogía derivada de la larga tradición del juego que es, en sí misma, un objeto de estudio. Contrasta entre ambos capítulos, por ejemplo, la decidida vindicación que Bryce y Rutter hacen de la investigación anterior sobre videojuegos. Aunque parecen estar de acuerdo con Newman en que hay todavía una flagrante falta de estudios en la disciplina, Bryce y Rutter no comparten con el primero la interpretación de los motivos. Y así lo demuestran cuando escriben, literalmente, que afirmar que los videojuegos han sido marginados por prejuicios “es difícil de aceptar sin fuentes que acrediten dichas acusaciones”. Tampoco parecen estar de acuerdo en que el volumen de negocio que representan los videojuegos sea un factor que determine su valor como objeto de estudio: comparados con la industria de la alimentación, por ejemplo, los videojuegos sí son una nimiedad. Y tampoco en que el aspecto fundamental que haya que analizar en los videojuegos sea el uso intensivo de tecnología. Por una parte, es evidente que la tecnología está cada vez más imbricada en toda la industria del entretenimiento y no sólo en la de entretenimiento digital interactivo; por otra, nadie ha sido capaz de dejar claro hasta qué punto tiene que estar presente la tecnología (digital) en los objetos que serían propios a una teoría del juego digital. En el fondo, del texto de Bryce y Rutter se deriva que el territorio de los juegos digitales está situado en una encrucijada de fronteras, y que encontrar una teoría indígena es una tarea tan imposible como hallar en una sola disciplina las respuestas a todas las preguntas que plantea el multiforme fenómeno de los videojuegos.
En cuanto a nosotros, partimos de una base muy sencilla de explicar. Creemos que los videojuegos son productos comunicativos que responden al deseo, y la necesidad, de muchos menores, jóvenes y adultos de experimentar placer y, por encima de todo, de potenciar sus vínculos sociales y ejercitar diferentes aspectos de su identidad. Creemos, también, que los videojuegos generan contextos que promueven la alfabetización digital, la resolución de problemas confusos y la habilidad en la toma de decisiones. Los videojuegos, como veremos más adelante, proponen objetivos concretos y acciones que se ajustan a las habilidades del jugador, son, por tanto, poderosos instrumentos con los que los usuarios aprenden a situar significados, a construirlos, a través de la experiencia. Los videojuegos favorecen un aprendizaje en el que el jugador (que podría ser un alumno), es seducido para intentar superar un problema, para dedicarle esfuerzo y finalmente para conseguir algún éxito significativo.
Uno de los discursos dominantes en los campos de la comunicación y la educación retrata a nuestros jóvenes y adolescentes como los primeros representates de una generación que ha crecido con las tecnologías digitales. Los ordenadores, los videojuegos, las cámaras digitales, los teléfonos móviles, o los reproductores MP3 forman parte de su cotidianiedad. Para Marc Prensky (2004) esta generación de jóvenes ya dispone de una etiqueta identificativa: son nativos digitales (Digital Natives). Las generaciones mayores, por regla de tres, inmigrantes digitales que, de una manera u otra, han aprendido a adaptarse, con mayor o menor éxito, al contexto digital.
Las nuevas generaciones crecen en un contexto social y cultural en el que compartir se asocia a Facebook, a los fotolog o a las redes peer to peer; comprar o vender se relaciona con Ebay o Amazon; crear se asocia a los blogs y buscar información equivale a usar Google o Wikipedia. Más allá de etiquetas y estereotipos, la mayoría de estudios sobre la actividad de los jóvenes y adolescentes en estos entornos digitales coinciden en señalar como esta actividad afecta profundamente a la manera en que trabajaban o estudian, colaboran, se comunican y solucionan problemas. Explícitamente, el informe The Horizon Report The Edition K-12 (Johnson et al. 2009) se adentra en cómo las tecnologías de la información impactan en el modo en que las personas trabajan, juegan, aprenden, socializan y colaboran. Cada vez más, las habilidades tecnológicas son imprescindibles para tener éxito en multitud de contextos.
La brecha digital, en un principio descrita como un factor relacionado con los recursos económicos, se asocia cada vez más a factores educativos: aquellos que tienen la oportunidad de aprender habilidades tecnológicas están en una mejor posición para obtener y hacer uso de la tecnología que aquellos que no la tienen. (Johnson et al. 2009)
Los firmantes de estas líneas estamos trabajando, desde la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), y junto a otros investigadores, en el proyecto de investigación Transformemos el ocio digital: un proyecto de socialización el tiempo libre,[1] financiado por el Ministerio de Industria, Turismo y Comercio en el marco del Plan Avanza y en colaboración con la Fundació Catalana de l’Esplai.[2] La primera fase de este proyecto ha consistido en la elaboración y procesado de una encuesta dirigida a la población española de entre 12 y 18 años sobre el uso efectivo de Internet, redes sociales, videojuegos y móviles.[3] Con los resultados de esta encuesta, podemos aportar algo al debate en nuestro contexto geográfico y cultural inmediato.
Los resultados (Aranda, Sánchez-Navarro, Tabernero 2009) demuestran que la práctica totalidad de los adolescentes españoles se ha conectado alguna vez a Internet y que la gran mayoría lo hace con regularidad. La encuesta nos muestran unos jóvenes que se conectan principalmente a Internet por la tarde (52, 1%) y por la noche, de 20:00 a 24:00, (22, 8%), en su habitación (59, 2%) o en el comedor/salón del hogar (29, 1%), que mayoritariamente han aprendido a utilizar la red ellos solos (53, 6%) o gracias a amigos o familiares (25, 7%) y que sólo el 19, 9% han recibido alguna orientación sobre su uso en espacios formales (en clase o en alguna academia). Respecto a las normas de uso, la mayoría de los adolescentes españoles (67, 2%) afirma que no existen normas en el hogar o que ellos ya saben lo que pueden o no pueden hacer en Internet.
Alrededor del 80% de la población estudiada declara que Internet le permite saber lo que ocurre a su alrededor y le permite encontrar siempre la información que necesita, Paradójicamente, el 57% responde que Internet no le permite aprender mejor ni sacar mejores notas. Es sorprendente que aun utilizando mayoritariamente los recursos que proporciona la red para buscar información sobre trabajos o deberes del colegio o el instituto (69, 7%), los jóvenes piensen que Internet no les permite aprender mejor o sacar mejores notas.
A la pregunta ¿qué red social, blog o fotolog utilizas?, el 31, 6% declara no utilizar ninguna de esta herramientas. El resto (68, 4%) afirma tener cuenta en Tuenti (68, 5%), Fotolog (10, 1), Facebook (10, 1%), Metroflog (5, 5%), YouTube (1, 8%) y MySpace (0, 9%) con una media de 135 amigos en su lista de contactos. Entre las actividades que los jóvenes declaran realizar en su red social destacamos las siguientes:
Henry Jenkins (2008) ha constatado cómo los jóvenes del siglo XXI están en contacto, a través de diferentes entornos colaborativos o herramientas de comunicación online, con lo que él denomina cultura participativa. En el caso de España, recordemos que, según nuestra encuesta, los jóvenes de 12 a 18 que estarían potencialmente inmersos en esta cultura son el 68, 4% que declara participar en redes sociales y el 89, 9% que manifiesta utilizar herramientas de mensajería instantánea. Según Jenkins (2008: 7), las principales características de la cultura participativa son (1) las relativas pocas barreras hacia la expresión artística, (2) la potenciación del apoyo a la creación y el intercambio, (3) la promoción de un tipo informal de afiliación donde los que tienen más experiencia comparten sus conocimientos con los que se inician, (4) la conciencia de los miembros de que sus contribuciones valen la pena, y (5) el sentimiento de cierta conexión social con los otros.
Pero, ¿qué aportan estas las comunidades virtuales, estas herramientas de comunicación online a los jóvenes? ¿Por qué compartir la vida con los demás? se pregunta Howard Rheingold en su libro Multitudes inteligentes. La próxima revolución social (2004). Según Rheingold (2004: 58), “los jóvenes obtienen capital de red social, capital de conocimiento y comunión (participar en lo común). El individuo deposita parte de sus conocimientos y estados de ánimo en la red, y a cambio obtiene mayores cantidades de conocimiento y oportunidades de sociabilidad”. El autor define el concepto de comunidad como las redes de vínculos interpersonales que aportan sociabilidad, apoyo, información, sensación de pertenencia e identidad social. Internet es el medio que permite que los individuos se conviertan en portales hacia redes sociales mucho más amplias (Rheingold 2004: 84).
Por su parte, Mizuko Ito[4] ha rastreado durante tres años la actividad de los jóvenes y adolescentes en estos entornos colaborativos con el objeto de investigar cómo estos nuevos medios son un agente de cambio en la manera en que los jóvenes se relacionan con el conocimiento, la cultura y la vida social. [5] Ito ha centrado su investigación en espacios como MySpace o Facebook para definirlos como redes de aprendizaje y participación orientados a la amistad (friendship-driven networks of learning and participation). En contraste con estos espacios orientados exclusivamente a la sociabilidad de los jóvenes, la investigadora también constata cómo existen también otros espacios denominados redes de aprendizaje y participación orientados al interés (interest driven learning and participation). En estas redes orientadas al interés, aun no siendo tan populares, los jóvenes buscan individuos online que compartan las mismas aficiones o intereses como la música, el cine o los videojuegos. Ambas formas de participación son una fuente importante de aprendizaje y socialización a través de diferentes redes de contactos online. Según Ito, los jóvenes usan diferentes contextos sociales donde aprenden desde cómo encontrar pareja o cómo romper con ella a la manera de insertar un fragmento de código html concreto para conseguir una nueva aplicación en su blog. En ambos casos, la red de amigos online les proporciona una potente herramienta de aprendizaje.
Por su parte, Gee (2004b) sostiene que esta nueva cultura participativa ofrece entornos ideales de aprendizaje informal que denomina espacios de afinidad. Se trata de unos entornos en los que se aprende más y mejor, se participa más activamente y se establecen relaciones con mayo profundidad, atención y seriedad con la cultura popular que con el contenido de los libros de texto característicos de los espacios formales de educación.
Pero la infraestructura digital de la sociedad no está únicamente constituida por Internet, las redes sociales o los teléfonos móviles. El juego digital ocupa también una parte del tiempo y esfuerzo que dedican los jóvenes y adultos. De los datos obtenidos en nuestra encuesta, sorprende comprobar que, frente al mito popular que sostiene que los videojuegos han enganchado a todos los jóvenes, el 57, 6% de la población estudiada declara que no juega habitualmente a videojuegos frente al 42, 4% que sí lo hace. Entre estos últimos, se deriva que la edad en la que se introducen en esta actividad son los nueve años y que juegan aproximadamente unas cinco horas a la semana. Los que no juegan (57, 6%) responde mayoritariamente (79, 2%) que no lo hacen porque no les interesa, mientras que otros (12%) responden que no tienen tiempo para hacerlo. Más de la mitad de los jugadores (51, 3%) declara que no están sujetos a normas de uso por parte de los padres, o que ellos ya saben lo que pueden hacer con los videojuegos. Si la hay, la limitación mayoritaria de uso es el control sobre el tiempo (29, 5%).
Según los datos del último estudio realizado por el Observatorio del Videojuego[6] en Cataluña hay aproximadamente un millón de jugadores. De éstos, un 40% son mujeres, frente al 60% de hombres. Según el observatorio, a toda España se han vendido más de cinco millones de consolas a diez millones de jugadores. El estudio aporta también información sobre muchos de los tópicos que rodean al jugador. El estudio destaca como el 44% de los encuestados afirma que ha hecho amigos gracias al juego o que el perfil medio de jugador del estado español se sitúa en torno a los 22 años. Uno de los datos importantes a remarcar es la tipología de jugadores que propone el observatorio. Según sus investigaciones, existen tres perfiles básicos de jugador: los (a) hardcore gamers de más de 30 años que invierte más de dos días a la semana en jugar; (b) los jugadores esporádicos que juegan una vez por semana o menos y (c) el jugador casual que juega a menudo pero en ratos libres y por cortos períodos de tiempo utilizando el teléfono móvil o webs gratuitas en Internet.
Por otra parte, el Asociación Española de Empresas de Software de Entretenimiento (ADESE)[7] constata como el aumento más importante de jugadores entre 2004 y 2006 se ha registrado en la categoría de jugadores casuales de teléfono móvil, que ya se sitúan en torno a los tres millones.
Otro estudio que nos parece destacable es el de la Asociación de Videojugadores (AV), [8] en el que se exponen algunos datos que ponen en entredicho, entre otros, los siguientes mitos: el primero, que los videojuegos son cosa de niños y adolescentes; el segundo, que los videojuegos sólo sirven para pasar el rato. Con respecto al primero, el estudio destaca que el 35% de los jugadores tiene entre 20 y 34 años, mientras que los jugadores de entre 11 y 19 años son el 32% (y de éste, sólo el 23, 4% son menores de edad). La asociación destaca que la edad media del jugador se sitúa en 33 años y la edad media del comprador de videojuegos es de 40 años.
Dado que el contexto cultural que nos rodea es cada vez más, si no ya enteramente digital, es normal e incluso necesario que el juego digital, es decir, el videojuego, ocupe una posición importante en el contexto lúdico de los individuos de nuestra sociedad. Está ya ampliamente aceptado que cualquier cultura, para reproducirse, necesita del juego. Dos objetivos fundamentales de la cultura de una sociedad son el de reportar placer y potenciar las relaciones sociales entre sus individuos. Sin juego, por consiguiente, no hay cultura, porque ésta no es únicamente una recopilación de textos, obras o imágenes (sin entrar en la discusión entre alta y popular) sino también todo un conjunto de procesos que nos permiten pensarnos, relacionarnos y, evidentemente, disfrutar. La cultura no puede desarrollarse sin un contexto lúdico porque “la cultura aparece [y se desarrolla] en forma de juego”, como afirma Huizinga (1994: 67).
Sin embargo, y a pesar de que el juego forma parte esencial de nuestras vidas, hablar sobre él no suele ser tarea fácil. En realidad, quizá sí sea fácil describir la actividad misma de jugar, los elementos constituyentes del juego o la importancia del juego en la configuración de los paisajes culturales humanos, pero, desde luego, no existe un acuerdo unánime sobre en qué consiste exactamente el acto de jugar, qué placeres proporciona y cuál es su función exacta en la cultura. En cuento se trata de poner negro sobre blanco las múltiples ideas que se derivan del estudio de una actividad humana tan esencial, aparece el contraste y la ambigüedad. Sobre esta ambigüedad nos habla el texto de Brian Sutton-Smith que se incluye en este libro, publicado originalmente como primer capítulo de su libro The Ambiguity of Play. Sutton-Smith, uno de los grandes referentes en el análisis social y cultural del juego, disecciona en qué consiste la ambigüedad misma y como se traslada ésta al campo del estudio sobre los juegos. Como paréntesis quizá convendría aclarar aquí que si esta ambigüedad se produce cuando se reflexiona sobre el tema en una lengua (el inglés) que diferencia claramente entre los términos play (en general, el acto de jugar) y game (el sistema estructurado que se juega), cómo no se verá multiplicada esa ambigüedad en lenguas que no disponen de dos términos específicos para tales distinciones. En castellano, por ejemplo, nos vemos obligados a utilizar juego para referirnos tanto al hecho de jugar como al juego en sí mismo, y lo mismo ocurre con otras lenguas próximas de raíz latina. Así, la frase en inglés “play the game” se convierte en castellano en “jugar al juego”. Como reza el dicho “Si no quieres café, toma dos tazas”. En este caso, dos tazas de ambigüedad. Otro tema sería analizar ambigüedades añadidas propias del idioma inglés, como las derivadas de que el término play haga referencia tanto a actividades lúdicas –como en playing cards– como a actividades performativas –como en playing the piano–.
Sutton-Smith analiza una serie de actividades que configuran experiencias lúdicas para indicar que la ambigüedad del concepto no se limita a la diversidad de formas que se engloban en él, si no también a la variedad de jugadores y a la variedad de placeres que convoca. Asimismo, tiene en cuenta la diversidad de fenómenos que se analizan en la reflexión teórica sobre el juego. Para arrojar algo de luz sobre el asunto, Sutton-Smith propone lo que él llama la “solución retórica”. Ésta consiste en clasificar los juegos por discursos retóricos. Así, por ejemplo, algunos juegos se prestan al análisis si se encuadran en la retórica del juego como progreso. Este seria el caso de los juegos infantiles, en los que la actividad lúdica se entiende como una herramienta de socialización. Otros juegos podrían entenderse desde la retórica del juego como identidad, como, por ejemplo, aquellos que se explican perfectamente como un medio de configurar identidades en la comunidad de jugadores. Sin embargo, estas retóricas son, a su vez fruto de discursos mucho más generales que introducen su propia carga de ambigüedad. A través de su propuesta de escalar esas retóricas, analizarlas detalladamente y escudriñar las ambigüedades que alberga cada una de ellas, Sutton-Smith se propone establecer hasta qué punto la ambigüedad es un resultado de las retóricas que se usan para hablar de los juegos o si, por el contrario, la ambigüedad se encuentra en la naturaleza del juego mismo. Ni qué decir tiene que el enigma no se resuelve en las páginas que se incluyen en este libro. El fragmento aquí presentado tiene un objetivo más modesto pero no menos importante: inducir a la reflexión a las personas interesadas en el fenómeno multiforme del juego.
Volvamos al hilo de nuestra reflexión. Nadie duda, a estas alturas, que el juego (tradicional) es una herramienta más de aprendizaje social y cultural sobre todo en las etapas relacionadas con la infancia. Pero son todavía muchos los que ven al juego digital como un extraño, como una amenaza que fomenta la violencia o el aislamiento social. Sin embargo, jugar (y jugar a videojuegos) es una actividad que refuerza los vínculos sociales y la propia autoestima. Los videojuegos y el juego en general mejoran la calidad de nuestras relaciones sociales al permitir espacios de distensión y placer. Jugar es, en definitiva, una forma de minimizar las consecuencias de nuestros actos y por consiguiente una forma de aprender en situaciones menos arriesgadas (Goldstein, Buckingham, Brougere 2004).
En suma, la idea que guía nuestra propuesta, tanto la de este libro en concreto como la de los proyectos de investigación en los que estamos inmersos, es que los videojuegos, además de satisfacer la necesidad de placer lúdico, se constituyen en laboratorios de experimentación emocional y social, como demuestran , entre otros, los estudios de Willianson y Facer (2004), Sherry (2004), Feike y Nicholson (2001) y Jansz y Marten (2005).
Los adolescentes utilizan los videojuegos para experimentar emociones que pueden ser controvertidas en el mundo real. Los videojuegos permiten a los jóvenes (y a los no tan jóvenes) estrechar vínculos sociales con sus iguales; y, al mismo tiempo, potencian la creación de redes de intercambio material (videojuegos, revistas, consolas) pero también de intercambio de conocimiento (pistas, trucos o contraseñas). Entender lo que significa jugar a videojuegos tiene que ver, evidentemente, con pensar en lo que ocurre en el momento de interacción hardware-software-jugador, pero también, y con mayor importancia si cabe, con todos los procesos relacionados con la discusión, la evaluación, la comparación, el intercambio, las relaciones sociales y la propia identidad del o de los jugadores o jugadoras. En este sentido la aportación de Frans Mäyrä en este libro sirve para arrojar algo de luz sobre la experiencia de juego como un fenómeno complejo que ocurre en contexto.
El trabajo de Mäyrä propone un modelo de análisis contextual de la experiencia de juego, con el fin de establecer un marco de referencia más amplio alrededor de las experiencias individuales. Existen muchas razones por las cuales se hace necesaria una visión más exhaustiva de la experiencia de jugador como algo que no sólo ocurre durante el momento de juego, sino como un fenómeno más extenso. La experiencia de juego está pre-definida, modificada y post-definida por las múltiples dimensiones que forman parte de las redes de significación que se establecen en torno tanto al hecho de jugar como de los juegos como producto. Para centrar una investigación sobre qué es jugar a un videojuego, Mäyrä aboga por una mejor comprensión tanto de la profundidad (“vertical”) histórica como de la extensión (“horizontal”) sociocultural de estas estructuras de significación. En definitiva, hay una pregunta esencial en su texto: ¿Podemos investigar la experiencia de juego en condiciones de laboratorio, desligadas de las experiencias vividas y de las redes sociales que son el auténtico campo de pruebas para cualquier juego que se introduce en la cultura de una sociedad humana?
La relación entre los textos de la cultura popular y sus múltiples públicos es activa y productiva. Ningún texto lleva incorporado en sí mismo su propio significado unívoco ni su agenda política, o por decirlo de otro modo, ningún texto es capaz de garantizar cuáles serán sus efectos. Como afirma Grossberg:
La gente lucha constantemente no tan solo para averiguar lo que significa un texto, sino para hacer que signifique algo que conecte con sus propias vidas, experiencias, necesidades y deseos. El mismo texto representará cosas distintas para personas diferentes, dependiendo de cómo se interprete. Y diferentes personas tienen recursos interpretativos distintos, al igual que tienen necesidades distintas. Un texto sólo puede significar algo en el contexto de la experiencia y la situación de su audiencia concreta. (Grossberg 1992)
Nuestra relación con los productos de la cultura popular funciona a través de la producción de estructuras de placer, y los videojuegos no son una excepción. Analizar de qué modos se crean estas estructuras de placer es fundamental para entender el peso cultural de un fenómeno como el de los videojuegos. Más adelante, introduciremos algunas ideas sobre cómo los videojuegos implementan estructuras de placer en su propio diseño, pero antes nos adentraremos, brevemente, en determinados placeres que van más allá del uso inmediato del juego. El capítulo de Hanna Wirman deja bien claro que la autoridad del uso cultural del videojuego está compartida entre diseñadores y jugadores. En primer lugar, los juegos se juegan en lo que supone una actividad preformativa, y eso los diferencia de otros medios basados en la recepción. El jugador coproduce el juego por el simple hecho de jugar, al actualizar un texto que, sin ser jugado, sería puramente potencial. Pero además, los videojuegos han demostrado ser un terreno especialmente fértil para la participación de los públicos de formas muy variadas. Wirman identifica estas manifestaciones diversas como: productividad configurativa (o cómo el hecho de configurar un juego de determinada manera implica una participación en el texto), productividad instrumental (o cómo los jugadores se expresan mientras producen elementos accesorios al juego, como guías) y productividad expresiva (o cómo los jugadores pueden utilizar elementos del juego para su propia expresión). A poco que se estudien estas formas de participación, se pone de manifiesto el enorme potencial de los videojuegos para la producción de placeres muy diversos.
Como explica Murray (1999: 155-157), un juego es una forma abstracta de explicar una historia que se parece en el mundo de la experiencia cotidiana, pero que se modifica para aumentar el interés. Todos los juegos, sean digitales o de otro tipo, se pueden experimentar como un drama simbólico. Murray señala que, independientemente del contenido en sí o de nuestro papel en él, en un juego siempre somos los protagonistas de la acción simbólica, que puede seguir uno de los siguientes argumentos: ‘Encuentro un mundo confuso y descubro sus claves’. ‘Encuentro un mundo dividido en trozos y los utilizo para formar un todo coherente’. ‘Me arriesgo y soy recompensado por mi valentía’. ‘Me enfrento a un antagonista difícil y le gano’. ‘Encuentro un desafío interesante relacionado con la habilidad o la estrategia y tengo éxito resolviéndolo’. ‘Empiezo con muy poca cantidad de algún bien valioso y acabo con mucha cantidad (o empiezo con una gran cantidad de alguna cosa inservible y me deshago de todo)’. ‘Un mundo de emergencias impredecibles me desafía constantemente y sobrevivo’. Incluso en aquellos juegos en los cuales estamos a merced del dado representamos un drama significativo, dice Murray, que sostiene que los juegos de puro azar son fascinantes porque ejemplarizan nuestra indefensión ante el universo, nuestra dependencia de factores impredecibles y también nuestro sentido de la esperanza.
Según la autora, incluso en el caso de que perdamos, seguimos formado, de hecho, parte del drama simbólico del juego. En este caso, los argumentos pueden ser los siguientes: ‘Fallo una prueba importante y me derrotan’. ‘Decido intentarlo una y otra vez hasta que lo consigo’. ‘Decido ganar haciendo trampas, es decir, actuar fuera de las reglas, porque la autoridad está para saltársela’. ‘Me doy cuenta de que el mundo está confabulado contra mí y contra los otros como yo’. Por lo tanto, en los juegos tenemos la oportunidad de representar nuestra relación básica con el mundo: nuestro deseo de superar las adversidades, de sobrevivir a las derrotas inevitables, de dar forma en nuestro entorno, de dominar la complejidad y de hacer que nuestras vidas encajen como las piezas de un rompecabezas. Cada movimiento del juego es como un giro argumental en estas historias simples pero atrayentes. En resumidas cuentas, según Murray, los juegos entretienen porque no sirven para nuestra supervivencia inmediata. Pero las habilidades de juego siempre han sido ejercicios de adaptación: los juegos permiten una práctica segura en áreas de habilidad que sirven para la vida real, son ensayos de la vida.
En este libro pueden encontrarse varias definiciones de los videojuegos o, cuando menos, suficientes elementos de caracterización como para que cada lector interesado puede hacerse una idea cabal de qué es exactamente un videojuego. Como decíamos antes, Newman hace de la reflexión sobre qué es un videojuego la base de buena parte de su aportación. Pero en casi todos los demás capítulos se ofrece una definición, pues en la definición concreta que cada autor ofrece se encuentra la clave interpretativa de una de las caras del fenómeno multifacético. Cuando se habla de videojuegos, se citan a menudo la definición de cybertext de Aarseth (1997) o la de videojuego del mismo autor (2001), aunque hay muchas otras definiciones que buscan encontrar la esencia de lo que es exactamente el fenómeno que nos ocupa (véase, por ejemplo, Juul 1999, Frasca 2001 o Crawford 1984).
Recogiendo las definiciones que se han ido construido históricamente, ofrecemos la nuestra. Entendemos los videojuegos como (a) sistemas basados en reglas con (b) objetivos que se logran superar con (c) el esfuerzo y la interacción de los jugadores, así como con su (d) vínculo emocional, que se ponen en práctica a través de un (e) software informático y mediante (f) ordenadores o consolas y otras plataformas tecnológicas.
A partir de la definición anterior, podemos ilustrar sintéticamente las características estructurales de los videojuegos. Esto nos permitirá ofrecer una explicación del funcionamiento, la estructura, la implicación de los jugadores y su relación emocional a través de cuatro conceptos básicos: las reglas, las recompensas, la interactividad y el sentido de uso por parte de los jugadores.
En cuanto a las reglas, Juul (2005: 58) sostiene que son los elementos que estructuran y organizan el juego. Las reglas imponen límites, nos obligan a tomar caminos específicos para conseguir objetivos concretos, nos permiten entender el mundo del videojuego y al mismo tiempo lo hacen justo, igualitario y emocionante. Para Salen y Zimmerman (2003: 122) las reglas constituyen la estructura formal del juego y, tienen las siguientes características: limitan la acción del jugador, son explícitas y sin ambigüedades, están compartidas por todos los jugadores, son fijas, son obligatorias y se repiten.
Mientras que en la mayoría de los juegos tradicionales las reglas están claras o se pactan antes de empezar (por ejemplo en el ajedrez o el fútbol), en los videojuegos solemos ir descubriéndolas a medida que investigamos o probamos lo que podemos hacer, lo que está permitido y lo que no. La mayoría de las reglas que encontramos en los videojuegos no vienen dadas como puntos de partida explícitos. Por el contrario, su descubrimiento forma parte del mismo juego. La deducción de las reglas es parte del trabajo del jugador y del placer que le reporta.
A pesar que las reglas actúan como ese elemento que introduce cierta justicia, el hecho de romperlas (o hacer trampas) no es un fenómeno extraño en la práctica de los videojuegos. De hecho, si antes hablábamos de múltiples estilos de juego, habría ahora que destacar que algunos de esos estilos implican la ruptura de reglas o la obtención de determinadas ventajas por métodos muy diversos. Conviene señalar que romper las reglas es algo que no paraliza el juego, sino que, por el contrario, puede añadir dimensiones de complejidad, emoción y placer. Tanto es así que la mayoría de los videojuegos actuales incorporan en su propio diseño elementos que permiten obtener ventajas, ya estén estos ocultos y disponibles para el jugador, o impliquen explorar determinadas “puertas traseras” del sistema. Algunos de esos elementos son, por ejemplo, los Easter Eggs, o secretos en forma de imágenes, mensajes o espacios escondidos que los jugadores han de descubrir. Estos elementos ponen en juego la idea de romper las reglas al ofrecer a los jugadores nuevas posibilidades: niveles escondidos, nuevos personajes, habilidades secretas. Otros son los cheat codes, códigos que, directamente, dan al jugador ventajas sobre la estrategia del juego por defecto. A veces son una combinación de teclas o botones del mando pulsada en una determinada secuencia. Estos códigos se distribuyen a través de páginas web o revistas, y forman parte de la propia experiencia de juego. Su conocimiento y uso aumenta la competencia del jugador y le aporta prestigio entre su comunidad de jugadores o su grupo de amigos.
Otro caso interesante son las guías de juego, extensos documentos que contienen información muy completa sobre la mecánica de juego, los personajes, la historia, los mapas o los niveles y estructura. Estos productos ayudan al jugador a seguir paso a paso indicaciones que le facilitan superar diferentes niveles, obtener información adicional o entender determinados aspectos de la trama. Lo más destacable es que algunas de estas guías son productos oficiales, completamente validados por la compañía distribuidora o desarrolladora del juego, mientras que la mayoría son fruto de los propios jugadores, o, más bien, de una élite de jugadores. Son, por tanto, uno de los grandes exponentes de esa productividad aplicada de la que nos habla Wirman. Este fenómeno se explica con mayor detalle en el capítulo de Mia Consalvo que se incluye en este libro, el que se habla sobre “las trampas” y sobre por qué “pueden ser buenas”.
En otro lugar, la misma autora destaca que
ser miembro de una comunidad de jugadores o simplemente un jugador aparentemente aislado es algo más que jugar a videojuegos o jugarlos bien. Se trata de dominar los secretos del videojuego, sus actualizaciones y ser capaz, también, de hacer circular esta información a los demás. (Consalvo 2007: 18)
Consalvo recoge el concepto de capital cultural acuñado por Bourdieu para llevarlo al terreno de los videojuegos. Así, los secretos, los trucos, las guías de juegos, los Easter Eggs o los códigos son parte importante de la experiencia de juego, forman parte de ese “capital de juego” (gaming capital) que define a los jugadores competentes.
Sobre los objetivos y recompensas, parece oportuno señalar que el sentido común nos indica que los juegos tienen un objetivo, una finalidad clara y bien definida. Es evidente que los jugadores están motivados inicialmente por el objetivo final de acabar el juego. Asumiendo que esto es así, no conviene olvidar que casi siempre, las recompensas no están sólo en terminar el juego. En una observación participante de un grupo de jugadores jóvenes de Lego Star Wars tuvimos la ocasión de observar que cumplir los objetivos preestablecidos (por ejemplo, en el Episodio IV salvar a Leia, entregar los planos y destruir la Estrella de la Muerte) no siempre era lo que más motivaba al jugador. El simple hecho de vagar por las diferentes localizaciones del juego, disfrutar de la libertad de movimiento que posibilita pilotar una nave, o simplemente divertirse resolviendo los diferentes puzzles, provocaba la motivación y el placer suficiente como para avanzar en la historia sin que el objetivo propuesto el juego fuera lo más importante. En otra observación, en este caso la de un grupo de jugadores jóvenes de MotorStorm, un juego individual de carreras de coches, motos y camiones por un paisaje desértico, pudimos observar que los jugadores, chicos y chicas de 11 y 12 años, descubrieron que pervirtiendo el objetivo del juego podían obtener otras recompensas: en su forma de juego alternativa, lo que les motivaba no era acabar las carreras, sino escenificar delante de sus compañeros los choques más espectaculares (véase Aranda y Sánchez-Navarro 2007a, 2007b, 2008a, 2008b).
También hay que destacar que muchos juegos como Pac-Man o Tetris no tienen por objetivo finalizar el juego, dado que la partida siempre acaba en derrota (pocos son los que han superado el juego). El objetivo en este caso es mejorar la puntuación. Otros juegos como Los Sims no proponen unos objetivos cerrados sino que es el propio jugador a quien decide el cómo se juegan y el cuándo se han cumplido los objetivos. De esta manera, tal como afirma Frasca (2001) es el jugador, en última instancia, y no el diseñador, quien decide como utilizar un videojuego. El diseñador puede sugerir una serie de reglas, pero es el jugador, a partir de su sentido de uso, quien tiene la última palabra.
El concepto interactividad se ha convertido en una palabra emblemática dentro del contexto de los nuevos medios digitales. Su abuso lo ha vaciado en buena parte de significado: actualmente todo presume de interactividad. Por muy crítico que se sea con el concepto (o más bien con el abuso del concepto), de algún modo hay que explicitar que los videojuegos necesitan de la participación del jugador para hacerse realidad: el jugador es quien da vida a los personajes y hace avanzar la narración. No obstante, también es verdad que no todos los juegos o todas las fases por las que el jugador circula dentro de una propuesta determinada necesitan de un mismo nivel de participación o interactividad. Muchos de los elementos de un videojuego pueden ser considerados interactivos y requieren un alto grado de participación y respuesta por parte del jugador, pero otros, como las escenas entre niveles, requieren poca o nula participación o control del jugador. Eso no quiere decir que el jugador no pueda estar interrogando este material o explorando la información en busca de pistas o de objetivos futuros o aclarando aspectos pasados de la trama.
Las dinámicas entre interacción, reflexión y contemplación que propone el juego son complejas, y de ellas depende que la implicación del jugador acabe, o no, en frustración. Los diseñadores incorporan determinados mecanismos para orientar de algún modo esas dinámicas. Un ejemplo es la dificultad adaptativa o dificultad auto-dinámicas: el nivel de dificultad aumenta o disminuye automáticamente en función de las estrategias escogidas por el jugador y de sus resultados (véase una explicación más completa en el capítulo de Mia Consalvo).
Las dinámicas adaptativas y las dinámicas interactivas trabajan, en un buen juego, para que el jugador se acerque a alcanzar el estado mental conocido como flujo o flow (Sherry 2004), o estado óptimo de experiencia interna. Csikszentmihalyi (1996) acuñó el concepto para explicar el placer que encontramos realizando actividades cotidianas. Analizando artistas y músicos inmersos en el acto creativo, Csikszentmihalyi descubre cómo éstos se aíslan del mundo que los rodea. Los artistas describen esta experiencia de inmersión, concentración y aislamiento desde el placer intenso: cuando la conciencia está ordenada y la gente desea dedicarse a aquello que está haciendo por la satisfacción que aporta.
La experiencia del flow podría resumirse en cuatro puntos: (1) Una concentración focalizada e intensa en aquello que se está realizando, (2) la sensación de control sobre las propias acciones, (3) la distorsión de la experiencia temporal (la sensación que el tiempo pasa más rápidamente), y (4) el vivir la experiencia como algo placentero. Muchas veces el objetivo es una excusa por la cual disfrutar del proceso. En general, podría decirse que hay determinadas actividades que tienen el potencial de llevar a los que las practican a algo cercano a ese estado óptimo. Esas actividades son las que tienen objetivos concretos con reglas fáciles de entender, las que ajustar las oportunidades de acción a las habilidades de quienes las realizan, las que aportan una información clara sobre el cómo de la actividad propuesta, y las que tienden a eliminar la distracción y hacen posible la concentración. Parece, perfectamente posible, pues, que los (video )juegos tengan la capacidad de transportar al jugador a este estado: en principio, el videojuego propone objetivos concretos y acciones que se ajustan a las habilidades del jugador; y su la dificultad aumenta en función del dominio del jugador de las habilidades que el juego requiere.
Las propiedades inmersivas, así como la capacidad de fomentar la concentración, el interés por el descubrimiento y el afán por mejorar las competencias que proporciona el videojuego interesa, y mucho, a algunos académicos y profesionales que han comenzado a definir con fuerza la disciplina del Game-Based Learning (GBL, aprendizaje basado en el juego).
Prensky (2001), uno de los referentes en el campo del GBL, destaca tres aspectos que hacen interesante, por no decir imprescindible, el uso de los videojuegos dentro del campo del aprendizaje formal o informal: (1) en el GBL confluyen las necesidades y el estilo de los estudiantes actuales, (2) el GBL es motivador porque, fundamentalmente, es divertido, y (3) el GBL es versátil, adaptable a casi cualquier materia, información o habilidad si se utiliza correctamente. En la misma línea, Egenfeldt-Nielsen (2005) ha demostrado que el aprendizaje está incorporado en la estructura misma de los videojuegos; aprender es, de hecho, un pre-requisito para jugar. Hay dos capítulos en este libro que tratan explícitamente el potencial de los videojuegos en el terreno de la educación. Simon Egenfeldt-Nielsen hace un recorrido por los principales estudios y las ideas fundamentales que sustentan los académicos y profesionales que defienden el uso de videojuegos para la educación. Por su parte, Kurt Squire hace una aproximación fenomenológica a un caso de estudio para explicar porqué muchos juegos se adaptan perfectamente al aprendizaje situado.
En general, y siguiendo las reflexiones que nos ofrece el capítulo de Squire, podríamos decir que los argumentos para desechar el valor del uso de los videojuegos en educación son evidentes. O por lo menos, hay dos que lo son. El primero es que los videojuegos implican sistemas semióticos, patrones de uso y conocimientos que son extraños, y en casos extremos completamente alienígenas, a los no jugadores. El segundo es que los videojuegos privilegian el conocimiento funcional por encima del conocimiento teórico, es decir, enseñan más a hacer que a comprender. Creemos que ambos quedan invalidados a lo largo de las páginas que siguen, y no sólo por los contundentes argumentos que esgrime Squire en su capítulo.
Mucho más interesante parecería discutir los argumentos por los que sí se puede, e incluso es deseable, utilizar los juegos para enseñar cosas. El primero, y más básico, pero no por ello más evidente, es que un videojuego es, siempre, una máquina de aprender. Y eso no sólo lo saben educadores e investigadores expertos en el tema, sino que es un principio rector para los propios creativos que los diseñan. Como explica Egenfeldt-Nielsen, el prestigioso diseñador de juegos Chris Crawford sostiene que la motivación principal en cualquier juego es aprender, conceptualizando así una de las líneas más exploradas por los diseñadores cuyo trabajo conviene seguir. En consecuencia, el aprendizaje está incorporado en el código genético de los videojuegos, de modo que aprender cosas se convierte en requisito para jugar. Por tanto, no tiene demasiado sentido pensar que el aprendizaje basado en juegos sólo puede producirse mediante aquello que se ha llamado “juego educativo”. No se aprende más con un software interactivo de esos que todos hemos sufrido que con un juego mainstream, o con Brain Training que con Final Fantasy XII. De hecho, es evidente que se aprende mucho más con el interminable juego de rol japonés que con según qué software educativo. El trabajo de todos aquellos que quieran explorar el potencial educativo de los juegos consiste en estudiarlos como textos que se usan, como relatos que se leen y como artefactos que se viven, cuadrar las agendas de los juegos con las agendas de los aprendientes y buscar experiencias relevantes y significativas en la práctica de juego.
Algunos investigadores estamos tratando de pensar en las tecnologías digitales como herramientas para el desarrollo de un modelo competencial que escape de las visiones puramente instrumentales y se oriente a que los jóvenes adquieran conciencia plena del lugar que ocupan en una esfera pública transformada por esas mismas tecnologías. Numerosos informes internacionales apuntan a que tenemos que comenzar a pensar en un mundo en el que los aprendientes deberían enfocar su trato con la tecnología para desarrollar su capacidad de innovar en nuevas formas de experimentar con el entorno como si este fuera un reto, cuya solución pase por aplicar estrategias de resolución de problemas, y en que el error, en lugar de inmovilizar, abra puertas a nuevos planteamientos. Deberían también tener la capacidad de innovar en la gestión de la identidad, tanto en la capacidad de construir una identidad en libertad, como en adoptar identidades alternativas de formas productivas y negociar con la diversidad de identidades de los otros. Asimismo, tendrían que ser capaces de innovar en la interacción con otros individuos y con herramientas a partir de objetivos comunes y con la intención de ampliar las capacidades para pensar. Por último, no estaría de más que fueran capaces de innovar en las formas de apropiación productiva de las ideas, historias, informaciones, signos y símbolos que fluyen en la realidad y en los medios para transformarlas en nuevos materiales con fines estratégicos. En el mundo que viene, o mejor, en el mundo que ha llegado, será tan útil acumular conocimientos como saber moverse con seguridad por World of Warcraft, ese lugar imaginario en el que tan bien pueden construirse y analizarse modelos dinámicos del mundo real, y en el que tan bien puede desarrollarse la habilidad de redefinir los objetivos vitales a partir del rastreo del entorno.
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