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Concepto y tipología de la invención

De las acepciones que el DRAE ofrece del término invención, nos interesan estas dos: “fingir hechos falsos” y “levantar embustes”, que aplicadas al terreno informativo, adoptan el sentido de presentar una mentira como verdad, con ánimo de engaño, fingiendo hechos falsos, dando a entender lo que no es cierto y “creando” algo que no es real. Así pues, elemento característico de la invención sería la creación de una realidad que no corresponde al ámbito de lo verdadero; pero también, su presentación como si fuera cierto: enmascarado con elementos de verdad, y consecuentemente, con ánimo de engañar, de hacer creer al receptor que la información que se le ha hecho llegar es verdadera. Participa en gran medida de la naturaleza de otras formas de presentar lo falso como cierto en el terreno informativo ya mencionadas, desde el amarillismo hasta la manipulación, la desinformación, el rumor o la ocultación, pero sus peculiaridades permiten clasificarla aparte.
Si bien la invención puede presentarse de formas muy diversas, el siguiente ejemplo, referido a un diario latinoamericano en los años setenta, nos muestra un caso arquetípico, que recoge de manera precisa sus características esenciales:
En pleno cierre, dos secretarios de redacción de La Opinión, un diario que se caracterizaba, entre otras cosas, por una diagramación con abundante texto y pocas ilustraciones, esperaron inútilmente una nota para la cual se había reservado un importante espacio en la tapa. Al filo de la desesperación y partiendo del precepto de que nunca puede salir un diario en blanco, resolvieron solucionar el problema con lo primero que se les ocurrió: una nota de internacionales a propósito de la guerra de Vietnam, un tema de rigurosa actualidad. Uno de esos hombres pidió un mapa de Vietnam, lo desplegó, cerró los ojos, señaló con el dedo al voleo y empezó a escribir, con la colaboración de su colega, que en la localidad elegida se había producido un brutal ataque norteamericano. Contaron hasta el último detalle de una batalla que nunca existió. Al día siguiente, varias agencias internacionales reprodujeron la “primicia” de La Opinión (Panno, J. J., 1998: 63).
Es claro que la batalla que describieron aquellos redactores fue fruto de su imaginación, pero podría haberse dado la casualidad de que el ataque hubiera tenido lugar, bien antes de ser narrado o incluso después. El hecho de que una noticia inventada[32] resulte ser cierta o termine confirmándose no le resta carácter de invención, ya que sigue cumpliendo las dos características: creación por parte del emisor y ánimo de engañar al receptor. [33]
Quizá la clave central del concepto de invención gire en torno a la decisión del periodista de dejar a la imaginación participar en el proceso informativo de forma que altere y adultere la relación del resultado con la realidad (Hersey, J., 1980: 2). No ya con el acontecimiento, porque trataremos también la posibilidad de crear un determinado evento para contarlo y convertirlo en noticia: en ese caso la narración podría perfectamente ajustarse a lo acontecido, pero habría que tratarlo también como invención, cuando es el periodista quien lo ha provocado[34]
En las invenciones periodísticas se pueden encontrar diferentes grados y escalas. Habría que empezar distinguiendo la invención en el proceso de codificación (cuando el periodista se coloca delante del papel o la cámara y “crea” parcial o totalmente su información), de la invención que se produce antes de iniciar dicho proceso, en el momento del supuesto encuentro con los hechos. De alguna manera, se trataría de la tendencia que denuncia Juan Luis Cebrián en el sentido de que “no es ya el hecho el que genera la noticia, sino la necesidad de dar noticias la que produce constantemente nuevos hechos” (Cebrián, J. L., 1987: 45).

1. Invención del acontecimiento para después contarlo: el pseudoevento

Desantes (1976: 116) incluye en su catálogo de formas de mentir el “crear la noticia” –considerada mentira si no se advierte al lector–, que puede presentarse como recuperación de hechos antiguos, volviéndolos a producir, o bien organización de algo sobre lo que informar, creado ex profeso para poder hablar de ello. Incluiría también lo que Ben Bradlee denomina “periodismo de queroseno”: “En este tipo de periodismo –reflexiona el famoso director del Washington Post– los periodistas echan queroseno en el primer sitio en que ven humo, antes de determinar qué es lo que lo produce y por qué. Las llamas resultantes podrían considerarse incendio premeditado, no periodismo” (Bradlee, B., 1996: 48). El paradigma de este tipo de mentira podría ser la conocida respuesta que William R. Hearst, magnate de la prensa norteamericana de finales del XIX y principios del XX, le dio supuestamente a su enviado especial gráfico en Cuba en 1898, Frederic Remington, cuando éste le comunicó que dada la inactividad en La Habana, volvía a Nueva York: “Todo está tranquilo. No hay agitaciones. No habrá guerra. Deseo regresar”. “Por favor, quédese. Usted ponga las ilustraciones, que yo pondré la guerra”. [35] Y la guerra fue “suministrada” tras la voladura del Maine, ampliamente explotada por Hearst.
El pseudoevento [36] o pseudohecho es “pseudo”, falso (“incluso hecho para engañar”, señala Lorenzo Gomis), pero no por ello deja de ser evento, acontecimiento, y transmitido como noticia por verdaderos actores en escenarios verdaderos (Gomis, L., 1991: 66-67). Aquí se pone en juego la facultad que Coleridge conocía como la más poderosa de todas las humanas: la imaginación (Lerner, M., 1985, en Schmuhl, R., Ed.: 83). Y es que, como cita Montaigne (1993: I, XX) en su ensayo “De la fuerza de la imaginación”, “fortis imaginatio generat casum” (“la imaginación fuerte crea el acontecimiento”).
La trama de la película Juan Nadie (Meet John Doe, Frank Capra, 1941) nos ofrece este fenómeno llevado al extremo, cuando sobre una pura y total invención de la periodista que iba a ser despedida (interpretada por Barbara Stanwyck) se crea un personaje artificial de proyección nacional (el “Juan Nadie” que recrea Gary Cooper) cuyos progresos son seguidos y convertidos en noticia por el periódico que le patrocina. Más evidente aún –y también más sangrante– es el argumento de El gran carnaval (Ace in the hole, Billy Wilder, 1951), basado en un hecho real. En la película, Charles Tatum, periodista despedido de un gran diario de Nueva York que tiene que trabajar para un pequeño periódico de Alburquerque (Nuevo México), encuentra la forma de vengarse de quienes le despidieron y convertirse en una estrella a partir de un suceso del que se entera casualmente: un indio ha quedado atrapado en el fondo de una galería minera. Tatum decide sacarle partido y convence al alcalde y al sheriff de que opten por el modo más lento de rescate para dar espectacularidad al suceso y escribir cada día un capítulo sobre los hechos, con el control de la situación y línea directa exclusiva con la víctima y las autoridades. El joven indio fallece antes de que termine el rescate.
El caso histórico más flagrante es el de la guerra de Cuba y la prensa amarilla norteamericana de finales del siglo XIX, personificada en William Randolph Hearst, a quien Bermeosolo denomina sin reparos “el hombre que provocó la guerra de Estados Unidos contra España” (Bermeosolo, F., 1962: 18). [37]
Todos aquellos que han buscado la explicación a las causas de la guerra [de Estados Unidos y España] han coincidido en señalar con el dedo acusador a William Randolph Hearst, quien, tergiversando las noticias acerca de la insurrección y haciendo uso de todas las técnicas de moldeamiento de la opinión pública al alcance del periodismo amarillo, hizo saltar los resortes de la sensibilidad y del sentimentalismo norteamericano, creando una psicosis de guerra en el pueblo de los Estados Unidos (Bermeosolo, F., 1962: 41).
El poder de la prensa escrita en aquella época se intuye en el ya mencionado “Quédese. Usted ponga las ilustraciones, que yo pondré la guerra” que se atribuye a Hearst, en respuesta a la petición de su corresponsal gráfico en Cuba de regresar al ver que allí todo estaba tranquilo. Entonces tuvo lugar la explosión del acorazado Maine en La Habana, y Estados Unidos aprovechó para declararle la guerra a España. Es la primera contienda –afirma Ramonet– donde se aprecia la influencia excepcional de los nuevos medios de comunicación; la prensa hizo una campaña masiva para movilizar a la opinión pública, de forma que el gobierno de William McKinley se vio prácticamente obligado a declararla. El escándalo fue tan evidente que Edwin Lawrence Godkin, el sensato director-editor del intelectual Evening Post, escribía en la página editorial de su periódico pocos días después del episodio del Maine:
Nada tan desdichado se ha conocido en la historia del periodismo norteamericano como la conducta observada en esta semana por dos de esos periódicos. Enorme y distorsionada presentación de los hechos, deliberada invención de cuentos ideados para excitar al público y desenfrenada temeridad en la redacción de titulares, que aún sobrepasan a dichas invenciones, se han combinado para hacer de los periódicos de mayor circulación unas antorchas desparramadas por todo el país. [...] Es una vergüenza pública que el hombre sea capaz de hacer tanto daño simplemente con el objeto de vender más periódicos (página editorial del New York Evening Post, 19 de febrero de 1898, recogido en Gómez Aparicio, P., 1971: 705).
La “guerra de Hearst” (“Hearst's war”) como se llegó a conocer popularmente en Estados Unidos a la Guerra de Cuba –ya que se propaló que había sido efectivamente planeada y fraguada en las oficinas del Journal en Nueva York– no fue un hecho aislado en la trayectoria de “periodismo creativo” del magnate de la prensa norteamericano: “Hearst procuraba que sus reporteros –con una agilidad informativa poco corriente en aquella época– estuviesen siempre donde sucedía o podía suceder algo importante. Cuando nada importante ocurría, la solución era recurrir a la provocación del suceso o suplir con la fantasía de sus redactores lo que la realidad no proporcionaba” (Bermeosolo, F., 1962: 40). “Si no pasa nada –piensa Hearst–, tendremos que hacer algo para remediarlo: inventar la realidad” (Leguineche, M. 1998: 30).
Estamos ante el típico caso de las campañas periodísticas –“cruzadas”, las llamaba H. B. Swope, director del World de Nueva York en su época dorada, los años veinte–, practicadas tanto por el Journal como por su rival el World, que convertían iniciativas del medio en auténticas noticias. Desde las conocidas series de editoriales que consiguieron que no entrase en vigor un peaje previsto de cinco centavos para cruzar el puente de Brooklin [38] o la campaña entre los lectores para el pedestal que las autoridades no iban a financiar para la Estatua de la Libertad, regalada por Francia, este tipo de acciones no sólo son legítimas, sino, como afirma Swope, en alguna medida y en determinadas ocasiones una “responsabilidad con el bien público”, lo que no evita que sea actualidad “inventada”. En octubre de 1897, Hearst proclama una nueva idea de periodismo en el que “no hay que esperar que las cosas ocurran”, sino que “hay que provocar que ocurran”. [39] La noticia se podía crear, no era necesario esperar a que se produjera, pues –como rezaba el lema, tantas veces repetido–, “el Journal actúa”. Pulitzer también podía reconocerse algo en esa idea, aunque siempre intentara respetar la realidad (Sánchez Aranda, J. J., 1998: 156).
En ciertos casos, como el de la heroína cubana Evangelina Betancourt Cossío y Cisneros, la creación del acontecimiento fue mucho más allá, ya que había sido el propio periódico de Hearst el que rescató a la joven de su reclusión en Cuba, respaldó su petición de ciudadanía norteamericana y montó una serie de fastos de homenaje en el lujoso restaurante neoyorquino Delmonico y en el Madison Square Garden, con fuegos artificiales y bandas de música e incluso logrando una recepción oficial en la Casa Blanca por el presidente McKinley, gracias a la continua cobertura de artículos e ilustraciones del Journal.[40]
El máximo grado en cuanto a invención del acontecimiento va más allá del periodismo que Ben Bradlee llama “de queroseno”: no se trata de echar combustible sobre una pequeña llama para hacerla crecer y convertirla en noticiable, pues la llama ni siquiera existe; como mucho podría considerarse que lo que hay es –siguiendo la metáfora– un rescoldo. Consistiría en crear prácticamente de la nada el hecho para luego informar sobre él. García Márquez ha reconocido haberlo practicado en una ocasión. A la pregunta de si había inventado elementos en sus reportajes, en una entrevista que concedió a José Martí Gómez y Josep Ramoneda, “Gabo” contestó:
Más bien lo que sucede es que trataba de modificar la realidad. En el caso de la manifestación que inventé, lo que pasa es que yo creí que aquella manifestación debía hacerse y no la hacían. Había mucha pasividad allí... Llegué, hice la manifestación y después la escribí. La manifestación era real, existía, como eran también reales las razones por las cuales debía hacerse. El trabajo del reportero es realmente fascinante, porque es el trabajo con la realidad inmediata: la realidad de todos los días y a todos los niveles (García Márquez, G., en El País Semanal, 25 de noviembre de 1979, p. 17, citado en Bernal, S., Chillón, L. A., 1985: 78-79).[41]
Este comportamiento recuerda al de los casos de los dos fotógrafos que para hacer un reportaje sobre las violencias en la periferia lionesa en 1981, pagaron a dos jóvenes para que incendiaran coches, o el de aquel que en una manifestación en la que se mascaba la tensión pero no se veían signos que pudieran fotografiarse, asustó a un grupo de gente arrojando una bombilla de magnesio al suelo y obteniendo así una excelente fotografía (Durandin, G. 1995: 125-126; Rivers, W. L. y Schramm, W., 1973: 165). El argumento que trata de justificar esta táctica es el de presentar una verdad más verdadera que la realidad, cuando una imagen no responde a lo que trata de representar. Es la conocida máxima que comparten los técnicos de sonido de que, para la radio, muchos ruidos son más efectivos y se aproximan más a la “realidad” mediante un efecto especial que grabados del original: el sonido del fuego, por ejemplo, será más “real” si se genera en el estudio que grabado directamente de una hoguera. “La verdad o mentira del acontecimiento –señala Rodrigo Alsina– aquí no es pertinente. La representación casi viene a ser la única realidad del sistema informativo” (Rodrigo Alsina, M., 1996: 91).
Tan necesarios como los sonidos para la radio son las imágenes para la televisión, de forma que a veces algunas cadenas intentan fabricar imágenes (y hasta acontecimientos) artificialmente cuando no las tienen. A veces se descubre el ardid, como ocurrió a principios de 1983, al poco de llegar al poder el PSOE en España, cuando tres ministros (de Sanidad, Trabajo e Industria) “interpretaron” para el Telediario la firma de un importante acuerdo con las empresas farmacéuticas ya que las cámaras de TVE no habían llegado a tiempo para la firma real, que acababa de producirse. Los representantes del Gobierno fingieron, pues, una nueva rúbrica para las cámaras. Las imágenes que se transmitían no correspondían al hecho del que se informaba, sino que eran una representación del mismo. La anécdota fue ampliamente publicada por la prensa (Sinova, J., 1983: 11). [42]
Los profesionales de las relaciones públicas tienen muy clara la potencia de las imágenes, y no escatiman esfuerzos para conseguir la más beneficiosa, aunque suponga una escenificación artificial. Así lo reconocen de alguna manera en la Casa Blanca, donde no negaban que preparaban acontecimientos para exhibir a Bush, pero diseñados para “escenificar con precisión sus políticas y transmitir cualidades suyas que son reales”. [43] Es decir, lo que también se ha llamado “verdad mayor”. A finales de 2003 la imagen de un sonriente George Bush sujetando una bandeja con un gran pavo asado el día de Acción de Gracias en un viaje relámpago de visita a las tropas americanas destacadas en Irak dio la vuelta al mundo e hizo subir la popularidad del presidente en Estados Unidos. Cuando una semana después, el Washington Post reveló que el pavo era de plástico, en la Casa Blanca dijeron que la imagen transmitía algo de cómo es el presidente, de su preocupación por los soldados, y lo justificaron por la necesidad de descubrir “cómo captar al Bush que conocemos, incluso aunque no se manifieste”.
El fenómeno de la dramatización está cada vez más en boga en el periodismo de investigación y de sucesos. Ramonet lo llama producir falsos documentos, y menciona como el caso más célebre de trucaje el que organizó en 1962 la NBC de Berlín, cuando costeó la construcción de un túnel bajo el Muro para filmar todas las fases de una pretendida evasión al Oeste (Ramonet, I., 1998a: 92). Al parecer, los corresponsales norteamericanos prácticamente chantajearon a los ciudadanos alemanes involucrados en el proyecto del túnel para que colaboraran en el rodaje. La NBC no debió aprender la lección, ya que treinta años más tarde volvió a caer en el error de fabricar unas imágenes ficticias para contar una historia real: en este caso daba cuenta del riesgo de explosión de los camiones de General Motors al colisionar (Henry III, W. A., 1993). En su programa informativo Dateline del 17 de noviembre de 1992, la NBC expuso ese defecto de los camiones de GM (ya avalado por una sentencia judicial), mostrando una secuencia de 57 segundos en la que se veía cómo explotaba uno al chocar. Las escenas levantaron las sospechas del fabricante de automóviles, que descubrió que la explosión de las imágenes no había sido provocada por el problema que se denunciaba. La NBC no sólo tuvo que disculparse ante la General Motors, sino que hubo de sufrir la dimisión de su presidente y tres productores.
Una práctica cada vez más habitual en nuestro periodismo es la de publicar encuestas antes de algún tipo de despliegue periodístico que se tiene preparado, o que refuerzan y brindan actualidad a una línea informativa a la que se pretende dar relieve. Las efemérides de acontecimientos o los hitos temporales (como los cien primeros días de un Gobierno) son fechas muy apropiadas para la publicación de estos sondeos. Así, por ejemplo, la encuesta con la que El Mundo abría el periódico el sábado 11 de marzo de 2006 (justo cuando se cumplían dos años de los terribles atentados terroristas), en torno a aquel triste episodio. El titular: “Un 66% cree que aún no se sabe lo que en realidad pasó el 11-M” (El Mundo, 11 de marzo 2006, p. 1) daba carta de naturaleza a la campaña que el periódico asumió desde poco después de la comisión de los atentados para “llegar hasta el final” de todas las investigaciones. Siendo los resultados de la encuesta noticiables y verdaderos –dando, claro, por supuesto que es una encuesta fiable y no manipulada–, lo cierto es que es el propio periódico el que ha generado la información, que avala su despliegue informativo.
En muchas ocasiones no es el medio el que compone este tipo de información. Empieza a ser ya clásica la encuesta sobre comportamientos y actitudes sexuales que una marca de preservativos realiza periódicamente. [44] En algunos casos una encuesta –que proporciona información, no lo olvidemos– puede formar parte de una hábil campaña de relaciones públicas, como hiciera por ejemplo Fujitsu Siemens en el verano de 2006: en el mes de julio hacía público un sondeo, que concluía que el 63% de los hogares europeos tienen cuatro mandos o más; el 39% de las personas dicen confundirse y coger el mando erróneo, y el 50% afirma que los pierden con frecuencia (Delclós, T., 2006). Dos meses después, Fujitsu Siemens ponía en el mercado el primer equipamiento completo de Home Cinema que disponía de un mando único para todos los componentes del equipo.
Efectivamente, la creación o recreación del acontecimiento susceptible de atraer la atención del informador no siempre es achacable al medio o al periodista, sino que a veces éste es un mero instrumento que, a menudo sin sospecharlo, sirve a intereses de terceros. Es un tipo de invención muy ligado a la manipulación, pero no atribuible al informador más que en términos de negligencia si éste lo asume sin las necesarias verificaciones. La noticia que resulta es al mismo tiempo verdadera (el periodista la controla y confirma su fuente) y falsa, porque el hecho ha sido preparado con el fin de convertirse en noticia, y manipulado para que la mano que lo ha inventado permanezca oculta. Ocurrió, por ejemplo, en Estados Unidos, cuando un chiquillo había preparado su poema navideño sobre el Niño Jesús y la escuela, cumpliendo las leyes norteamericanas, prohibió que lo recitara. La historia, llena de elementos conmovedores, es publicada, pero aunque tanto el niño como la escuela habían obrado de buena fe, se hizo evidente que el acontecimiento había sido impulsado por la derecha religiosa americana, que lucha por abolir la igualdad para las distintas confesiones en beneficio de la religión cristiana (Colombo, F., 1997: 71).
La trama de Timisoara (Rumanía) de diciembre de 1989, que precipitó el fin de la dictadura de Ceaucescu, un claro ejemplo de desinformación, [45] incluye innegables componentes de este tipo de recreaciones y escenificaciones,[46] cuyos autores, pese a los muchos estudios realizados y años transcurridos, permanecen aún en el anonimato. Bradlee narra una anécdota en la que, en mitad de los acontecimientos reales, se impuso una puesta en escena para conseguir mejores imágenes de los conflictos raciales:
Un par de días después de que se iniciaran los disturbios me reuní con Howard Simons y David Broder para ir a echar un vistazo de primera mano a lo que ocurría en lo que nos gustaba llamar la capital del mundo libre. Terminamos, a eso de las tres de la madrugada, frente a un gran almacén en llamas en una zona de la ciudad abrumadoramente negra. [...] Se nos unieron dos grupos diferentes de negros, que también estaban haciendo turismo, y sin darnos cuenta acabamos hablando del incendio y de los disturbios en general. Ninguno de nosotros se sintió siquiera levemente amenazado. Hasta que se nos unió un equipo de la televisión local, al que le llevó algo de tiempo preparar todo y comenzar a rodar el incendio. Cuando volvieron la cámara hacia nosotros, los negros comenzaron inmediatamente a gritarnos, tirarnos basura, e incluso agitaron sus puños hacia nosotros, creando el suficiente alboroto para atraer a los polis, que antes de que nos diéramos cuenta empezaron a disparar gas lacrimógeno y las pequeñas latas comenzaron a rodar por la calle. [...] Las cámaras de televisión grabaron un magnífico material, repleto de acción. Negros contra blancos, polis contra negros, las latas de gas lacrimógeno... todo sobre un fondo de fuego incontrolado. No decía mucho de la verdad, simplemente era buena televisión (Bradlee, B., 1996: 288).
El famoso principio químico de Heisenberg, según el cual las partículas subatómicas cambian su composición cuando van a ser analizadas o simplemente observadas, puede aplicarse a la conducta de muchos de los personajes que llenan horas de programación televisiva e infinidad de páginas de papel couché: el hecho de saberse permanentemente en el punto de mira condiciona sus movimientos. “¿Qué ocurre en realidad y qué describen los medios de comunicación? –se pregunta Bradlee. ¿Las mejores tropas del Ejército norteamericano han atacado Somalia al amanecer o es que los fotógrafos han estado esperando durante horas para poder retratar a unos jóvenes soldados confundidos? La diferencia puede, a veces, ser importantísima” (Bradlee, B., 1996: 395). La fuerte influencia de la observación o la narración del hecho en el propio acontecimiento la ilustra Servan-Schreiber:
Durante las barricadas de mayo de 1968, en Francia, los insurrectos escuchaban a los periodistas de las radios periféricas cómo describían los movimientos de las fuerzas de la policía y podían de este modo maniobrar para escapar de ella. Se ha llegado a considerar incluso que el acontecimiento no se produce más que en la medida en que los mass media lo ponen en conocimiento de millones de personas. Durante las manifestaciones estudiantiles en Estados Unidos, se ha visto a los protagonistas citarse con las cadenas de televisión y esperarlas antes de desencadenar las peleas frente a las cámaras (Servan-Schreiber, J. L., 1973: 185).
Este influjo puede llegar incluso hasta el punto de crear por sí mismo el suceso, que no tendría lugar si no hubiera sido referido previamente. Son las profecías que se autocumplen de las que habla Watzlawick en La realidad inventada (1994). Cuando se anuncia que habrá escasez de gasolina, todos corren a proveerse al mismo tiempo y resulta que se produce la carestía predicha; o la quiebra real de un banco tras el anuncio de que va a quebrar: el simple aviso provoca que sus clientes se apresuren a retirar sus fondos y provocan de verdad la quiebra.[47] En este sentido, los medios contribuyen a mantener una inestabilidad permanente en la sociedad, exacerbando todas las tendencias que aparecen.
La objetividad y cualquier concepto utilizado por los periodistas para describir su disciplina de la verdad, presupone la independencia entre el observador y el fenómeno observado. Pero no existe esta independencia. La atención que se presta a un objeto o un proceso puede transformarlo. De ahí deriva justamente una de las dificultades más serias en el periodismo contemporáneo: del efecto de la observación sobre los fenómenos observados. La sofisticación que han adquirido los objetos más comunes que se cubren informativamente –empezando por el gobierno y los políticos– respecto a los imperativos que impulsan al periodismo ha provocado que se programen los acontecimientos y se tomen las decisiones políticas públicas simplemente para que salgan bien en la televisión y en la prensa (Fuller, J., 1996: 16). Durandin cuenta este ejemplo en el que la habilidad de las relaciones públicas es capaz de dirigir el interés de la prensa:
Durante una gira de J. F. Kennedy, una barrera se rompió fortuitamente bajo la presión de la multitud que le esperaba al bajar de un avión. Se produjo una avalancha, de excelente efecto en las fotografías de los periódicos y en los noticieros televisivos. Entonces el organizador de las campañas de Kennedy, Jerry Bruno, decidió que en adelante se producirían falsas rupturas: “Yo instalaría desde ahora dos hombres sosteniendo una cuerda [...]; en el momento oportuno la soltarían y la multitud se precipitaría alrededor de Kennedy” (Durandin, G., 1982: 122).
El hecho es que, cada vez más, multitud de acontecimientos –muy en particular los actos políticos y comerciales– se idean y programan en función de una búsqueda de eco mediático; si no se consigue, es como si no tuviesen valor. “Hubo un tiempo –reflexiona Juan Luis Cebrián– en que los periodistas nos dedicábamos a contar las cosas que sucedían, pero esta es la hora en que, en realidad, las cosas suceden casi única y exclusivamente para que los periodistas podamos contarlas” (Cebrián, J. L. 1998: 8).

2. Invención en la codificación

El otro gran tipo de invención que se encuentra en el periodismo se produce en la fase de codificación, cuando se relatan los acontecimientos. Puede partir de un hecho o de la nada, puede ser total o parcial, afectar al fondo o sólo al detalle, puede tratarse de una cita, un personaje, una descripción, o incluso simplemente la data. John Hersey es categórico al condenar cualquier elemento inventado por el periodista a la hora de redactar, desde, por supuesto, el conjunto de la historia hasta el último pormenor, distinguiendo, como él hace, entre “la distorsión que viene de tratar datos observados y la distorsión que viene de añadir datos inventados” (Hersey, J., 1980: 2), [48] porque el periodista debe ser capaz de asumir la “regla sagrada” del periodismo informativo que postula que “nada de esto está inventado”.

2.1. Historias completamente inventadas

Poco después de empezar a presentar el informativo más visto de la televisión norteamericana en la CBS, cuando empezaba a ser famoso y a ser objeto de atención de los medios –especialmente los sensacionalistas–, Walter Cronkite padeció en primera persona el fenómeno de la invención sin ningún fundamento:
En la otra cara [de la fama] el lado malo. Y no es lo de menos para el National Enquirer, ese tabloide que llena los supermercados de chistosas mentiras. Una semana, el Enquirer salió a la venta con un gran titular a toda página que desvelaba la historia oculta de mis encuentros con objetos volantes no identificados. El relato arrancaba con un párrafo en el que se describía mi despacho y mi actitud mientras, con los pies encima de la mesa, narraba mis experiencias con los ovnis. El resto eran todo citas. Era mi versión, en primera persona, de cómo había visto a unos hombrecillos procedentes de una nave espacial secuestrar a un perro en una isla del Caribe, y una serie de aventuras demasiado fantásticas para reproducirlas aquí. [...] La historia era un infundio de principio a fin. [...] Ni habían recopilado ni habían comprobado los hechos, y no había un ápice de verdad en su crónica (Cronkite, W., 1996: 270-272).
La invención de una noticia sin base alguna desde el principio hasta el fin no es la forma más habitual de presentarse este fenómeno, pero no faltan casos, a veces de periodistas veteranos y respetados como el editorialista del Boston Globe Mike Barnicle. En 1998, con 25 años de periodismo a sus espaldas tuvo que dejar el periódico por un reportaje publicado tres años antes, el 8 de octubre de 1995, que contaba la desgarradora historia de dos familias, una blanca y rica, la otra negra y pobre, unidas por lazos de amistad a causa de una desgracia común: sus dos hijos luchaban contra el cáncer en el Children's Hospital. A la muerte del niño negro, contaba Barnicle, la familia blanca donó 10.000 dólares a la de color. Cuando el Reader's Digest quiso publicar la historia, le fue imposible comprobar ningún dato y concluyó que todo fue una invención (Ramonet, I., 2000: 28; Barringer, F., 1998: web). [49] Barnicle escribió más tarde: “Utilicé mi memoria para contar historias verdaderas de la ciudad, cosas que ocurrían a personas reales que compartían sus vidas conmigo. Representaban la música y el sabor del momento. Eran historias que se asentaban en el estante de mi memoria y hablaban de un tema mayor. La técnica de las parábolas no la he inventado yo. La establecieron hace mucho tiempo otros columnistas de periódicos mucho más dotados que yo, algunos muertos hace mucho.” (Clark, R. P.: sin fecha, web). El problema, como señala Roy Peter Clark, es que Barnicle hacía pasar sus parábolas (por definición, historias de ficción con enseñanzas morales) por relatos verdaderos. “En la Edad Media, quizás, podría argumentarse que la verdad literal de una historia no era importante. Más importante eran los niveles más elevados de significado: cómo las historias reflejaban la historia de la salvación, la verdad moral del Nuevo Jerusalén. Algunos autores contemporáneos defienden la invención en aras de alcanzar una verdad más elevada. Una reivindicación así es injustificable.”
Barnicle dimitió antes de que le despidieran, manteniendo que la fuente había sido una enfermera del hospital a la que luego no pudo encontrar. Sin embargo, no todos los fabuladores han tenido el mismo trato por parte de los colegas y de la profesión en general: a unos se los expulsa y demoniza, como a Barnicle o a Stephen Glass, mientras que a otros se les felicita (como hizo el jefe Hearst con Edward Morphy, redactor del San Francisco Examiner) o logran un hueco entre los periodistas más respetados de América, como H. L. Mencken.
El caso de Eddie Morphy se enmarca en la consigna de Hearst de conseguir que cada día el lector exclamara “¡Dios mío!” o algo similar. “Había que lograrlo a toda costa, aunque la historia no coincidiera con la realidad” (Sánchez Aranda, 1998: 132-133). Con el encargo de escribir los perfiles de siete personalidades de San Francisco, Morphy llegó al último sin tiempo y con las ideas agotadas. La historia número siete, “El último de los McGinty”, se la inventó entera: contaba las tribulaciones de un niño huérfano que trabajaba sin descanso vendiendo periódicos para alimentar a sus dos hermanos más pequeños. El reportaje conmovió tanto a la madre de Hearst, que envió al redactor un billete de 25 dólares para que se lo hiciera llegar al pequeño de los McGintys. El dinero de los lectores llovió sobre el periódico para ayudar al heroico hermano mayor. “Esos eran los rasgos que movían el corazón de Hearst, la respuesta de los lectores. Que la historia fuera inventada o cierta le daba igual. [...] El dinero se lo fundieron en copas y chicas. [...] Morphy añadió nuevos capítulos, cada vez más melodramáticos, acompañados ahora de dibujos y retratos. Cuando Hearst se vio cara a cara con Morphy sabía que todo el reportaje era producto de la más pura ficción. Le abrazó y le felicitó con estas palabras: `Ha escrito usted una portentosa historia. He llorado durante varias horas y mi madre también’. Se duda de que William Randolph Hearst llorara alguna vez en su vida” (Leguineche, M., 1998: 14-15).
Hearst siguió inventando en sus periódicos, tanto en San Francisco como en Nueva York, particularmente a finales de siglo en su econada batalla contra el World de Pulitzer, que cayó en la trampa de responder con las mismas armas. Empeñados en que Estados Unidos declarase la guerra a España, para convencer al país de lo fácil que sería conseguir la victoria inventaron “noticias” como estas:
La creación de un regimiento voluntario de atletas famosos (jugadores de béisbol, luchadores, boxeadores) que con su sola presencia amedrentaría a cualquiera; el hermano del famoso bandido Jesse James se ofrecía a dirigir una compañía formada por cowboys; 600 indios sioux estaban dispuestos a acabar con el ejército enemigo (el World aumentó la cifra a 30.000, que estarían dirigidos por el célebre Buffalo Bill y que ganarían en menos de una semana)... (Sánchez Aranda, J. J., 1998: 152).
Y luego, comenzada la guerra, el Journal especialmente, pero también otros periódicos incluido el World, llenaron sus páginas de brillantes acciones militares de los insurgentes que surgieron de la imaginación de los redactores: La Habana fue “tomada” varias veces; las atrocidades de los españoles alcanzaban cotas inhumanas (llegó a decirse que habían quemado vivos a 25 sacerdotes católicos); “lo que pretendían era herir la sensibilidad de los lectores” (ibíd.: 146).
Otro ejemplo de invención total de un artículo completo que en ningún momento fue penalizado por la opinión pública es la columna que a finales de 1917 escribió H. L. Mencken en el diario New York Evening Mail para conmemorar el 75 aniversario de la introducción de la bañera en Estados Unidos. “Era totalmente inventada” confirma Goldstein (1986: 209). La instalación de la primera bañera en Cincinnati en 1842, el rechazo de muchos americanos, el coste (500 dólares) que tenía entonces instalar una, la encendida defensa de la bañera del vicepresidente Millard Fil more, todo era inventado. Esta historia imaginaria tuvo un efecto inesperado. Los lectores, según contaba el propio Mencken más tarde, “tomaron mis tonterías completamente en serio”, y pronto el columnista empezó a encontrar los “ridículos hechos que describió en su columna en escritos de otros autores”. Al final llegó a verlos citados incluso en trabajos de referencia.
Probablemente Mencken no pretendía que el público se creyese su historia, y ensayaba más un ejercicio lúdico que se le fue de las manos. Pero otros fabuladores de la prensa llegan a fabricar un conjunto de pruebas circunstanciales en torno a la noticia para dotarla de credibilidad, bien desde el principio, bien cuando se sienten amenazados por una posible investigación. Decía Óscar Wilde (1958b: 989-990) que “si un hombre es lo bastante pobre de imaginación para aportar pruebas en apoyo de una mentira, mejor hará en decir la verdad, sin ambages.” No siguió este consejo el periodista rumano que manipuló el certificado de nacimiento de su hijo para tener una prueba de la sorprendente noticia que publicaba en enero de 2005: que una pareja había llamado a su hijo Yahoo en agradecimiento por haberse conocido en internet. Cuando, unos días más tarde, se descubrió el fraude, el periodista fue despedido.[50]
También el periodista estrella de USA Today Jack Kelley fabricaba pruebas de sus invenciones, descubiertas en 2004 y que supusieron su dimisión y la de su directora. No sólo mintió él sino que hizo mentir a terceros. Escribió guiones para que tres personas con las que había trabajado –dos traductores y un empresario israelí– confirmarán su versión de los hechos (Piquer, I., 2004). Finalmente, no pudo superar la crisis de conciencia que le sobrevino tras pedir a una colega que se hiciera pasar por una traductora contratada por el diario, de la que se esperaba una confirmación.
Pero es difícil encontrar un caso de elaboración de pruebas y escenarios ficticios tan trabajados como los que creaba en la década de los noventa el joven periodista norteamericano Stephen Glass para sus grandes invenciones. En la primera parte de su novela autobiográfica El fabulador (Glass, S., 2003: 9-95) él mismo detalla –con casos ficticios basados en la realidad– cómo confeccionaba sus montajes: rellenaba con letra rápida cuadernos de notas y generaba documentos en el ordenador de supuestas citas y detalles; creaba páginas web específicas de empresas o instituciones que inventaba; utilizaba los servicios de operadoras telefónicas que ofrecen números para contestadores anónimos; e incluso llegaba a involucrar a su familia (su hermano) para que se hiciese pasar por algún personaje inexistente que había citado en sus reportajes. Así era como “conseguía entrar allá donde ningún reportero lo lograba, se entrevistaba con personalidades inaccesibles, obtenía detalles, anécdotas, tan apasionantes, tan inéditas, que la mayor parte de sus artículos, escritos con un estilo ágil, espléndido, iban directamente a las primeras planas” (Ramonet, I., 2000: 26-27).
La historia que le costó el despido del semanario donde trabajaba, The New Republic, publicada en mayo de 1998, hablaba de un pirata informático superdotado de 15 años, Ian Restil, capaz de romper cualquier sistema de seguridad, que había sido fichado por una de sus víctimas, la compañía californiana de sofware Jukt Micronics, para encargarle la seguridad de su red de ordenadores. Pero ni Restil ni Jukt Micronics existían. No fue fácil descubrir el engaño. Glass, un verdadero maestro en el género, había creado para su imaginaria Jukt Micronics un sitio web falso en America Online y un contestador telefónico también falso. Y, por supuesto, tenía un cuaderno que enseñó a su director con notas presuntamente tomadas en el transcurso de sus entrevistas con los protagonistas del llamativo reportaje (Valenzuela, J., 1998).

2.2. Invenciones parciales

2.2.1. Invención de contenidos: personajes, citas, episodios para dar color a la historia
A otra categoría distinta –aunque al mismo ámbito de engaño al público– pertenecen las invenciones parciales, aquellas historias en las que una parte (mayor o menor) responde a la realidad de los hechos, y otra –a veces un personaje, a veces una cita, una descripción, incluso simplemente la data– corresponde al mundo de la imaginación o la creación del informador. Cuando no se explica por una simple cuestión de comodidad, este tipo de invención suele estar más ligado a una intención de transmitir la verdad, para lo que el periodista cree necesario, o simplemente más eficaz o colorista, introducir elementos ficticios. En un intento de encontrar la cita perfecta o el personaje que encarna la historia que se quiere contar, el redactor considera justificado dejar al margen la realidad y echar mano de la ficción.
Es muy frustrante para un periodista tener una historia y no poder contarla por no haber logrado los elementos narrativos necesarios. No es fácil lograr la cita perfecta o presenciar los hechos en el momento clave; lo más habitual es seguir pistas que desembocan en vía muerta, o que nunca llegue la gran frase esperada. “Janet Cooke, Michael Daly, Cristopher Jones, Alastair Reid, y otros protonovelistas han mostrado su desprecio por aquel duro trabajo sustituyéndolo por sus propias invenciones. ¿Por qué gastar días entrevistando más y más gente para conseguir una cita mejor cuando puedes inventarte una que lo diga todo? ¿Por qué esperar que ocurra la escena perfecta cuando puedes inventarla de forma tan verosímil, tan preciosa, tan poética?” (Fisher Fishkin, S., 1985: 216). Así surgen personajes como Jimmy, el niño de ocho años adicto a la heroína creado por Janet Cooke para su reportaje de 1981 en The Washington Post,[51]ganador de un Pulitzer, o Youssouf Malé, un supuesto esclavo adolescente de Malí que el prestigioso periodista Michael Finkel inventó en 2001 para la historia que publicó en el dominical del The New York Times. [52]En ambos casos se ha llegado a decir que aunque de hecho los personajes no existieran, eran reales en la medida en que servían para transmitir historias verdaderas. Esa conciencia tenía Joseph Mitchel , uno de los bastiones del periodismo americano, calificado en sus días como “dechado de virtudes del reporterismo” y “el periodista del New Yorker que estableció el estándar”. En 1948, el libro Old Mr. Flood recogía tres artículos suyos sobre el mercado de pescado Fulton de Nueva York publicados años antes en el New Yorker. Sólo entonces, Mitchel admitió haber usado una técnica similar a la de Finkel: “Mr. Flood no es un solo hombre; en él están combinados aspectos de varios hombres mayores que trabajan o andan por Fulton Fish Market, o que lo hicieron alguna vez” (cit. en Shafer, J., 2003b). [53] En el prólogo, mostraba su desdén hacia la norma de contar datos y hechos verdaderos en los periódicos: “Prefería que estas historias fueran verdaderas antes que se atuvieran a los hechos, pero están firmemente basadas en hechos”.
Alastair Reid, otro veterano periodista del New Yorker, inventó una escena completa en un artículo titulado “Letter from Barcelona” en diciembre de 1961. Describía a varios españoles sentados en un bar abucheando abiertamente un discurso de Franco en televisión. Ni siquiera el bar existía. Descubierta esta invención, el Wal Street Journal desvelaba otras del prestigioso columnista en una historia a toda página en junio de 1984 (Fisher Fishkin, S., 1985: 212- 216; Goldstein, T., 1986: 205-206; Lipman, J., 1984: 1). [54] Reid no tenía conciencia de haber hecho nada malo, y sentía que se había magnificado el asunto: “Cubrir la actualidad con rigor –decía– supone a veces ir más allá de los hechos estrictos. Los hechos son una parte de la percepción del todo” (en Goldstein, T., 1986: 205). Argumentaba que los lectores del New Yorker que leyeron su historia en 1961 habían seguido viviendo tranquilamente en la ignorancia de que el bar había dejado de existir mucho antes de la escena descrita, sin que se hiciese daño a nadie. Aunque la intención de Reid podía ser intachable –“sacar la auténtica verdad”, y evitar represalias a quienes fueron entrevistados–, engañó a sus lectores y abusó de las licencias del periodismo [55]
Reid llega a decir que “si quieres escribir sobre España, los datos no te llevarán a ninguna parte” (cit. en Fisher Fishkin, S., 1985: 214-215). Fisher Fishkin relata cómo Dos Passos llegó a una conclusión parecida, pero resolvió la situación de otra forma, inventando, sí, personajes y diálogos, pero “no dejando duda de que eran ficción”. [56] Habría bastado, como señala Goldstein, con que Reid advirtiese a los lectores de que estaba recreando los personajes y la escena (Goldstein, T., 1986: 206).
Bastante similar es el caso de la columnista del Boston GlobePatricia Smith, cuyas creaciones buscaban simplemente reforzar sus tesis. En su última columna de la sección de local en el diario, antes de dimitir en 1998, Smith reconoció que “de vez en cuando, para obtener el impacto deseado o destacar algo, he atribuido citas a personas que no existían”. [57] Bradlee (1996: 441) cuenta el caso de Michael Daly, columnista del New York Daily News, que dimitió en mayo de 1981 tras ser acusado de inventarse algunos aspectos de una historia sobre la represión de rebeldes irlandeses por parte de tropas británicas, [58] y otro caso aparentemente más inocuo que vivió en carnes propias:
Despedí a un periodista especializado en política por inventarse una cita en boca de Robert Kennedy, una cita bastante inofensiva, que seguramente Kennedy podría muy bien haber dicho; pero entre la primera y la segunda edición me llamó para decirme que él no había pronunciado esas palabras, ni siquiera había hablado con el periodista (Bradlee, B., 1996: 445).
El director del Washington Post echó a su redactor pese a que la cita, no sólo era verosímil y creíble, sino que no aportaba nada sustancial a una información que en su conjunto respondía a los hechos. El incauto periodista realizó un ejercicio tan aparentemente inocente como inventar declaraciones de gente de la calle para una sección diaria que a dos periodistas de un pequeño periódico de Carolina del Norte, el Reidsville Review, les costó también su empleo en el verano de 2005. [59]
Otro histórico del periodismo norteamericano que usó la invención en tareas informativas fue Joseph Abbot Liebling, el crítico de prensa más destacado del país desde su temida columna del New Yorker “The Wayward Press” durante casi dos décadas (de 1945 a 1963, fecha de su fallecimiento). Muchos años antes, en 1925, Liebling fue despedido del New York Times al descubrirse que en algunas crónicas de baloncesto universitario, cuando no sabía el nombre del árbitro, le denominaba Ignoto (palabra que en inglés puede pasar perfectamente por un nombre real). Debió hacerlo un par de veces, aunque él dijo que fue “repetidamente”: “Tuve a Ignoto arbitrando un montón de partidos de baloncesto por toda la ciudad”, confesó (cit. en Shafer, J., 2003b). Pocos años después, ya en el New York World-Telegram al principio de la década de los treinta, Liebling también inventó personajes (Asa Wood, Elmer Chipling) para poner en sus bocas aquello que quería hacerle decir al hombre de la calle, a veces sin dar cuenta al lector de que estaba haciendo uso de una licencia literaria. A principios de los cincuenta, Liebling fue aún más allá en esta dirección, en el perfil que publicó en el New Yorker del Coronel John R. Stingo, un personaje real en cuya boca el célebre periodista puso palabras e historias que Stingo nunca pronunció (ibíd.)
Efectivamente, no siempre se aplican los mismos criterios para valorar este tipo de prácticas. Por ejemplo, Gabriel García Márquez afirma que la mejor entrevista de las que le han hecho es, paradójicamente, una “que no le hicieron”, que inventó su autor y se publicó en Caracas el 27 de abril de 1983. “Pero en vez de protestar –recuerda el Nobel– felicité a su autor, porque era una síntesis perfecta de casi todo lo que yo había declarado para la prensa en los últimos quince años, y todo organizado y mejorado de tan buena manera y con tanta precisión y tanta inteligencia que ya hubiera querido yo mismo hacerla igual.” (García Márquez, G., 1991e: 403). Manuel Vicent vivió un episodio parecido, (en este caso él era el entrevistador), con la diferencia de que sí hizo la entrevista:
En una ocasión, y eso fue ya una invención puramente literaria, fui a hacer una entrevista a Gil Albert y pulsé equivocadamente las teclas del magnetofón. No se grabó absolutamente nada y me encontré con que tenía que mandar eso por correo de un día para otro y vi que no tenía entrevista. Entonces me la inventé. Me la inventé de lo que yo había leído de Gil Albert y de la impresión que me había producido. Y resulta que esa entrevista es la que más ha gustado, la pusieron en primera página y todo (entrevista con Manuel Vicent en Bernal, S. y Chillón, L. A., 1985: 215).
En ambos casos, se trata de invención parcial desde el momento en que existía una base cierta sobre la que se construyeron las entrevistas: en la de García Márquez, la invención es la propia entrevista y su formato más que los contenidos (extraídos de citas auténticas del novelista colombiano y de otras entrevistas), mientras que en el caso que cuenta Vicent, el escritor llegó incluso a tener el encuentro pero fue al redactarlo cuando no pudo respetar la literalidad de las declaraciones.
En todos estos casos, se trata, en definitiva, de engañar al lector, de traicionar el acuerdo tácito de confianza depositado por el público en el informador. Los periodistas reflejan el mundo como lo ven, y aunque a veces hay sensacionalismo, imprecisión o sesgo, un periodista responsable, como sentencia Schudson, “nunca, nunca, nunca falsifica las noticias” (cit. por Parra, A., 2003: 88).
2.2.2. Invención en otros elementos informativos (data, firma, pie de foto)
Cualquier elemento que compone la información, por poco significativo que parezca, es susceptible de ser manipulado o inventado, desde la firma o la data, hasta un pie de foto. Firmar con un nombre falso o seudónimo es una práctica comúnmente aceptada en periodismo, siempre que no sea una táctica para engañar al lector, por ejemplo usando un nombre que pueda dar lugar a alguna interpretación intencionada. También puede ser engañoso si aparece una firma individual donde debiera figurar una colectiva, como ocurrió, por ejemplo, en mayo de 2003, con el prestigioso periodista Rick Bragg, premio Pulitzer de 1996, que fue suspendido del New York Times en 2003 por firmar en solitario un trabajo conjunto. [60]
Los pies de foto o la data que acompaña a la firma (el lugar desde donde se supone se escribe), elementos aparentemente nimios, son a veces capaces de variar por completo el sentido de una información. No es indiferente que el periodista esté (o al menos haya estado en el momento en que se generó la información) donde dice haber estado. Pero la valoración de este modo de proceder periodístico no siempre es coincidente, y hay casos, particularmente en el pasado, en los que incluso se elogia la habilidad del informador de elaborar el artículo sin haber estado presente. Así ocurrió, por ejemplo, en la prensa española en el año 1869, con la cobertura de la inauguración del Canal de Suez. El diario La Época publicó una famosa serie de treinta cartas anónimas distribuidas en diez días a lo largo del último trimestre del año. Las cartas, fechadas en diversas ciudades egipcias como Alejandría o El Cairo, relataban los acontecimientos que iban teniendo lugar en torno a la apertura del canal que rompía el istmo de Suez. A finales de diciembre de aquel año, otro periódico, La Política (28-12-1869, p. 3), desvelaba entre halagos y elogios, la identidad del misterioso autor de aquellas cartas, el que fuera luego académico de la Lengua José de Castro y Serrano, que las había escrito en el Ateneo de Madrid “a fuerza de compilar y extractar todos los periódicos y revistas que diariamente llegaban a aquel centro literario, de estudiar profundamente descripciones e historias de Egipto y, especialmente, de poner en tortura su privilegiada imaginación”.[61] Y es que, como confirma Leguineche, en aquel momento “se aplaude a los periodistas de pluma vibrante, da igual que estén o no estén en el lugar de los hechos. Tal vez es mejor que no estén. César González Ruano, cuenta Seoane, dedicó un homenaje a modo de “flores llevadas sobre su tumba” a Prudencio Iglesias Hermida, “que fue sin duda el más genial de los reporteros de España. Escribía crónicas magníficas de la guerra sin salir de Madrid.” Como las escribía Fabián Vidal desde un café de la capital en plena guerra del Rif. “Sus descripciones de las batallas eran tan vivas, tan realistas, que subió en flecha la circulación de su periódico” (Leguineche, M., 1998: 270).
La condena generalizada que hoy se hace de esta práctica no depende de la veracidad de los hechos relatados ni de su calidad literaria, sino que responde únicamente al hecho de engañar al lector. Ahí está el caso de los reportajes del periodista “experimentado”, en su largo viaje por China Popular, que admitió finalmente no haber salido nunca de Hong Kong (Fraguas de Pablo, M., 1985: 249); o el de la gran historia publicada en New York Times Magazine titulada “En el país del Jemer Rojo”, sobre la resistencia que, en las selvas de Camboya, ofrecían los hombres de Pol Pot; el periodista la escribió en España, a partir de informaciones de Time y textos de una novela (Bradlee, B., 1996: 441; Ramonet, I., 2000: 23-24).
Probablemente la naturaleza del trabajo de los corresponsales de guerra, muy difícil de controlar, acreciente la tentación. En la guerra de Irak se dieron varios casos de supuestos enviados especiales que “cubrían” el conflicto cómodamente desde sus casas. [62] En estos engaños se supone que, al menos, el contenido de las crónicas no es inventado, pero aun así el engaño persiste. No obstante, el gran problema de afirmar haber estado donde se ha producido el acontecimiento, sin que sea cierto, invita claramente al uso de la imaginación. En “Yo pondré la guerra...”, Leguineche cita varios ejemplos, empezando por el propio Ernest Hemingway, novelista y periodista norteamericano de prestigio universal quien –según este autor–, como corresponsal en la Guerra Civil española, “gana para sus `rojos’ batallas que sólo existen en su imaginación. La República se desmorona y todavía insiste en que los suyos ganarán la guerra” (Leguineche, M., 1998: 239). No obstante, el caso más significativo que rescata Leguineche es el de Frederick Lawrence, corresponsal del Journal en la guerra de Cuba, que ya como cronista de sucesos en el Examiner de San Francisco se había distinguido por su inclinación a que “a falta de esfuerzo, su cerebro, su fantasía, entraban en ebullición” (ibíd.: 69):
En La Habana, “desde la terraza del hotel Inglaterra, el zángano Lawrence se inventó para su periódico, el Journal, una ofensiva general de Antonio Maceo, el Titán de Bronce, con nada menos que 25.000 hombres sobre la trocha, la línea de defensa española en Mariel. Según la crónica de Lawrence, adornada con toda clase de detalles y matices, Maceo habría atacado, tomado e incendiado, en una misma noche, las ciudades de Pinar del Río y de Santa Cruz. Una hazaña imposible a menos que Maceo y su ejército tuvieran el don de la ubicuidad. Unos quinientos kilómetros separan a Pinar del Río de Santa Cruz.
“Las abundantes libaciones, los cócteles de alcohol y zumos de frutos tropicales estimularon tanto la imaginación de Lawrence que logró su más difícil todavía, descubrió la existencia en el frente de regimientos de amazonas enroladas en el ejército rebelde. El enviado del Herald (sic) no se paró en barras. En los días siguientes aportó el nombre de la amazona Adele Alotro como lugarteniente del general Máximo Gómez. Para hacer más interesante el lance contó que estaba casada con un coronel español que combatía en el mismo distrito. ¿Qué ocurriría si llegaran a enfrentarse marido y mujer? Lawrence hubiera sido hoy guionista de culebrones mexicanos o brasileños, escritos siempre desde la terraza de algún hotel con una copa en la mano, viendo desfilar a esculturales mulatas y criollas” (Leguineche, M., 1998: 69).
Incluso uno de los periodistas norteamericanos más prestigiosos de las últimas décadas, Dan Rather, el anchorman heredero de Walter Cronkite en la CBS, ha sido acusado de aparecer en 1980 en unas imágenes de Afganistán sin haber estado nunca allí (Lombroso, P., sin fecha: web). Y también éste ha sido uno de los grandes “pecados” del periodista norteamericano cuyas mentiras han tenido una de las mayores repercusiones de los últimos años: nada menos que la caída del director y del gerente del todopoderoso New York Times.
Efectivamente, la profunda investigación que el diario realizó del trabajo de Jayson Blair en sus años como redactor desveló que muchas de las informaciones fechadas en diversos lugares habían sido escritas en Nueva York –algunas inventadas, otras copiadas, como la que desveló la trama: la entrevista al padre de la soldado Jessica Lynch que plagió del San Antonio Express-News, como él mismo reconoce en el libro que escribió más tarde, Burning down my masters' house (Blair, J., 2004: 8). En realidad, para Blair, firmar desde un lugar en el que no había estado no sólo era un tema menor (de hecho, ni disimulaba: se paseaba tranquilamente por Manhattan mientras firmaba artículos desde otras ciudades, y no se molestaba en pasar gastos de viaje, que por otra parte tendría que haber elaborado), sino que llegó a convertirse incluso en una especie de batalla personal contra una costumbre llevada –según él– al extremo en su diario, convertida en algo absurdo y que invitaba a los redactores al engaño:
Las datas eran casi más importantes para los jefes de la sección de Nacional que el contenido de las historias. Howell [el director] quería que el periódico se leyese como si The Times hubiese estado cada día en cualquier parte imaginable. Las informaciones de nacional sin data se despreciaban. La presión llevó a nuevas cotas la práctica de engañar en las datas de las informaciones en el The Times. [...] Vi a algunos [corresponsales] escribir historias a cientos de kilómetros del lugar de donde se suponía que debían estar. Yo mismo participé en algunos aspectos de estos engaños, aquellos que la redacción aprobaba incondicionalmente en un intento de hacer que The Times pareciese omnipresente (Blair, J., 2004: 254).