De las acepciones que el DRAE ofrece del
término invención, nos interesan estas dos: “fingir hechos falsos”
y “levantar embustes”, que aplicadas al terreno informativo,
adoptan el sentido de presentar una mentira como verdad, con ánimo
de engaño, fingiendo hechos falsos, dando a entender lo que no es
cierto y “creando” algo que no es real. Así pues, elemento
característico de la invención sería la creación de una realidad
que no corresponde al ámbito de lo verdadero; pero también, su
presentación como si fuera cierto: enmascarado con elementos de
verdad, y consecuentemente, con ánimo de engañar, de hacer creer al
receptor que la información que se le ha hecho llegar es verdadera.
Participa en gran medida de la naturaleza de otras formas de
presentar lo falso como cierto en el terreno informativo ya
mencionadas, desde el amarillismo hasta la manipulación, la
desinformación, el rumor o la ocultación, pero sus peculiaridades
permiten clasificarla aparte.
Si bien la invención puede presentarse de
formas muy diversas, el siguiente ejemplo, referido a un diario
latinoamericano en los años setenta, nos muestra un caso
arquetípico, que recoge de manera precisa sus características
esenciales:
En las invenciones periodísticas se pueden
encontrar diferentes grados y escalas. Habría que empezar
distinguiendo la invención en el proceso de codificación (cuando el
periodista se coloca delante del papel o la cámara y “crea” parcial
o totalmente su información), de la invención que se produce antes
de iniciar dicho proceso, en el momento del supuesto encuentro con
los hechos. De alguna manera, se trataría de la tendencia que
denuncia Juan Luis Cebrián en el sentido de que “no es ya el hecho
el que genera la noticia, sino la necesidad de dar noticias la que
produce constantemente nuevos hechos” (Cebrián, J. L., 1987:
45).
1. Invención del acontecimiento para después contarlo: el
pseudoevento
Desantes (1976: 116) incluye en su catálogo de
formas de mentir el “crear la noticia” –considerada mentira si no
se advierte al lector–, que puede presentarse como recuperación de
hechos antiguos, volviéndolos a producir, o bien organización de
algo sobre lo que informar, creado
ex profeso para poder
hablar de ello. Incluiría también lo que Ben Bradlee denomina
“periodismo de queroseno”: “En este tipo de periodismo –reflexiona
el famoso director del
Washington Post– los periodistas
echan queroseno en el primer sitio en que ven humo, antes de
determinar qué es lo que lo produce y por qué. Las llamas
resultantes podrían considerarse incendio premeditado, no
periodismo” (Bradlee, B., 1996: 48). El paradigma de este tipo de
mentira podría ser la conocida respuesta que William R. Hearst,
magnate de la prensa norteamericana de finales del XIX y principios
del XX, le dio supuestamente a su enviado especial gráfico en Cuba
en 1898, Frederic Remington, cuando éste le comunicó que dada la
inactividad en La Habana, volvía a Nueva York: “Todo está
tranquilo. No hay agitaciones. No habrá guerra. Deseo regresar”.
“Por favor, quédese. Usted ponga las ilustraciones, que yo pondré
la guerra”.
[35] Y la guerra fue
“suministrada” tras la voladura del Maine, ampliamente explotada
por Hearst.
El pseudoevento
[36] o pseudohecho es
“pseudo”, falso (“incluso hecho para engañar”, señala Lorenzo
Gomis), pero no por ello deja de ser evento, acontecimiento, y
transmitido como noticia por verdaderos actores en escenarios
verdaderos (Gomis, L., 1991: 66-67). Aquí se pone en juego la
facultad que Coleridge conocía como la más poderosa de todas las
humanas: la imaginación (Lerner, M., 1985, en Schmuhl, R., Ed.:
83). Y es que, como cita Montaigne (1993: I, XX) en su ensayo “De
la fuerza de la imaginación”, “
fortis imaginatio generat
casum” (“la imaginación fuerte crea el acontecimiento”).
La trama de la película Juan Nadie
(Meet John Doe, Frank Capra, 1941) nos ofrece este
fenómeno llevado al extremo, cuando sobre una pura y total
invención de la periodista que iba a ser despedida (interpretada
por Barbara Stanwyck) se crea un personaje artificial de proyección
nacional (el “Juan Nadie” que recrea Gary Cooper) cuyos progresos
son seguidos y convertidos en noticia por el periódico que le
patrocina. Más evidente aún –y también más sangrante– es el
argumento de El gran carnaval (Ace in the hole,
Billy Wilder, 1951), basado en un hecho real. En la película,
Charles Tatum, periodista despedido de un gran diario de Nueva York
que tiene que trabajar para un pequeño periódico de Alburquerque
(Nuevo México), encuentra la forma de vengarse de quienes le
despidieron y convertirse en una estrella a partir de un suceso del
que se entera casualmente: un indio ha quedado atrapado en el fondo
de una galería minera. Tatum decide sacarle partido y convence al
alcalde y al sheriff de que opten por el modo más lento de rescate
para dar espectacularidad al suceso y escribir cada día un capítulo
sobre los hechos, con el control de la situación y línea directa
exclusiva con la víctima y las autoridades. El joven indio fallece
antes de que termine el rescate.
El caso histórico más flagrante es el de la
guerra de Cuba y la prensa amarilla norteamericana de finales del
siglo XIX, personificada en William Randolph Hearst, a quien
Bermeosolo denomina sin reparos “el hombre que provocó la guerra de
Estados Unidos contra España” (Bermeosolo, F., 1962: 18).
[37]
Todos aquellos que han
buscado la explicación a las causas de la guerra [de Estados Unidos
y España] han coincidido en señalar con el dedo acusador a William
Randolph Hearst, quien, tergiversando las noticias acerca de la
insurrección y haciendo uso de todas las técnicas de moldeamiento
de la opinión pública al alcance del periodismo amarillo, hizo
saltar los resortes de la sensibilidad y del sentimentalismo
norteamericano, creando una psicosis de guerra en el pueblo de los
Estados Unidos (Bermeosolo, F., 1962: 41).
El poder de la prensa escrita en aquella época
se intuye en el ya mencionado “Quédese. Usted ponga las
ilustraciones, que yo pondré la guerra” que se atribuye a Hearst,
en respuesta a la petición de su corresponsal gráfico en Cuba de
regresar al ver que allí todo estaba tranquilo. Entonces tuvo lugar
la explosión del acorazado Maine en La Habana, y Estados Unidos
aprovechó para declararle la guerra a España. Es la primera
contienda –afirma Ramonet– donde se aprecia la influencia
excepcional de los nuevos medios de comunicación; la prensa hizo
una campaña masiva para movilizar a la opinión pública, de forma
que el gobierno de William McKinley se vio prácticamente obligado a
declararla. El escándalo fue tan evidente que Edwin Lawrence
Godkin, el sensato director-editor del intelectual Evening
Post, escribía en la página editorial de su periódico pocos
días después del episodio del Maine:
Nada tan desdichado se ha
conocido en la historia del periodismo norteamericano como la
conducta observada en esta semana por dos de esos periódicos.
Enorme y distorsionada presentación de los hechos, deliberada
invención de cuentos ideados para excitar al público y desenfrenada
temeridad en la redacción de titulares, que aún sobrepasan a dichas
invenciones, se han combinado para hacer de los periódicos de mayor
circulación unas antorchas desparramadas por todo el país. [...] Es
una vergüenza pública que el hombre sea capaz de hacer tanto daño
simplemente con el objeto de vender más periódicos (página
editorial del New York Evening Post, 19 de febrero de
1898, recogido en Gómez Aparicio, P., 1971: 705).
La “guerra de Hearst” (“Hearst's
war”) como se llegó a conocer popularmente en Estados Unidos a
la Guerra de Cuba –ya que se propaló que había sido efectivamente
planeada y fraguada en las oficinas del Journal en Nueva
York– no fue un hecho aislado en la trayectoria de “periodismo
creativo” del magnate de la prensa norteamericano: “Hearst
procuraba que sus reporteros –con una agilidad informativa poco
corriente en aquella época– estuviesen siempre donde sucedía o
podía suceder algo importante. Cuando nada importante ocurría, la
solución era recurrir a la provocación del suceso o suplir con la
fantasía de sus redactores lo que la realidad no proporcionaba”
(Bermeosolo, F., 1962: 40). “Si no pasa nada –piensa Hearst–,
tendremos que hacer algo para remediarlo: inventar la realidad”
(Leguineche, M. 1998: 30).
Estamos ante el típico caso de las campañas
periodísticas –“cruzadas”, las llamaba H. B. Swope, director del
World de Nueva York en su época dorada, los años veinte–,
practicadas tanto por el
Journal como por su rival el
World, que convertían iniciativas del medio en auténticas
noticias. Desde las conocidas series de editoriales que
consiguieron que no entrase en vigor un peaje previsto de cinco
centavos para cruzar el puente de Brooklin
[38] o la campaña entre los
lectores para el pedestal que las autoridades no iban a financiar
para la Estatua de la Libertad, regalada por Francia, este tipo de
acciones no sólo son legítimas, sino, como afirma Swope, en alguna
medida y en determinadas ocasiones una “responsabilidad con el bien
público”, lo que no evita que sea actualidad “inventada”. En
octubre de 1897, Hearst proclama una nueva idea de periodismo en el
que “no hay que esperar que las cosas ocurran”, sino que “hay que
provocar que ocurran”.
[39] La noticia se podía
crear, no era necesario esperar a que se produjera, pues –como
rezaba el lema, tantas veces repetido–, “el
Journal
actúa”. Pulitzer también podía reconocerse algo en esa idea, aunque
siempre intentara respetar la realidad (Sánchez Aranda, J. J.,
1998: 156).
En ciertos casos, como el de la heroína cubana
Evangelina Betancourt Cossío y Cisneros, la creación del
acontecimiento fue mucho más allá, ya que había sido el propio
periódico de Hearst el que rescató a la joven de su reclusión en
Cuba, respaldó su petición de ciudadanía norteamericana y montó una
serie de fastos de homenaje en el lujoso restaurante neoyorquino
Delmonico y en el Madison Square Garden, con fuegos artificiales y
bandas de música e incluso logrando una recepción oficial en la
Casa Blanca por el presidente McKinley, gracias a la continua
cobertura de artículos e ilustraciones del
Journal.
[40]
El máximo grado en cuanto a invención del
acontecimiento va más allá del periodismo que Ben Bradlee llama “de
queroseno”: no se trata de echar combustible sobre una pequeña
llama para hacerla crecer y convertirla en noticiable, pues la
llama ni siquiera existe; como mucho podría considerarse que lo que
hay es –siguiendo la metáfora– un rescoldo. Consistiría en crear
prácticamente de la nada el hecho para luego informar sobre él.
García Márquez ha reconocido haberlo practicado en una ocasión. A
la pregunta de si había inventado elementos en sus reportajes, en
una entrevista que concedió a José Martí Gómez y Josep Ramoneda,
“Gabo” contestó:
Más bien lo que sucede es
que trataba de modificar la realidad. En el caso de la
manifestación que inventé, lo que pasa es que yo creí que aquella
manifestación debía hacerse y no la hacían. Había mucha pasividad
allí... Llegué, hice la manifestación y después la escribí. La
manifestación era real, existía, como eran también reales las
razones por las cuales debía hacerse. El trabajo del reportero es
realmente fascinante, porque es el trabajo con la realidad
inmediata: la realidad de todos los días y a todos los niveles
(García Márquez, G., en
El País Semanal, 25 de noviembre
de 1979, p. 17, citado en Bernal, S., Chillón, L. A., 1985:
78-79).
[41]
Este comportamiento recuerda al de los casos
de los dos fotógrafos que para hacer un reportaje sobre las
violencias en la periferia lionesa en 1981, pagaron a dos jóvenes
para que incendiaran coches, o el de aquel que en una manifestación
en la que se mascaba la tensión pero no se veían signos que
pudieran fotografiarse, asustó a un grupo de gente arrojando una
bombilla de magnesio al suelo y obteniendo así una excelente
fotografía (Durandin, G. 1995: 125-126; Rivers, W. L. y Schramm,
W., 1973: 165). El argumento que trata de justificar esta táctica
es el de presentar una verdad más verdadera que la realidad, cuando
una imagen no responde a lo que trata de representar. Es la
conocida máxima que comparten los técnicos de sonido de que, para
la radio, muchos ruidos son más efectivos y se aproximan más a la
“realidad” mediante un efecto especial que grabados del original:
el sonido del fuego, por ejemplo, será más “real” si se genera en
el estudio que grabado directamente de una hoguera. “La verdad o
mentira del acontecimiento –señala Rodrigo Alsina– aquí no es
pertinente. La representación casi viene a ser la única realidad
del sistema informativo” (Rodrigo Alsina, M., 1996: 91).
Tan necesarios como los sonidos para la radio
son las imágenes para la televisión, de forma que a veces algunas
cadenas intentan fabricar imágenes (y hasta acontecimientos)
artificialmente cuando no las tienen. A veces se descubre el ardid,
como ocurrió a principios de 1983, al poco de llegar al poder el
PSOE en España, cuando tres ministros (de Sanidad, Trabajo e
Industria) “interpretaron” para el Telediario la firma de un
importante acuerdo con las empresas farmacéuticas ya que las
cámaras de TVE no habían llegado a tiempo para la firma real, que
acababa de producirse. Los representantes del Gobierno fingieron,
pues, una nueva rúbrica para las cámaras. Las imágenes que se
transmitían no correspondían al hecho del que se informaba, sino
que eran una representación del mismo. La anécdota fue ampliamente
publicada por la prensa (Sinova, J., 1983: 11).
[42]
Los profesionales de las
relaciones públicas tienen muy clara la potencia de las imágenes, y
no escatiman esfuerzos para conseguir la más beneficiosa, aunque
suponga una escenificación artificial. Así lo reconocen de alguna
manera en la Casa Blanca, donde no negaban que preparaban
acontecimientos para exhibir a Bush, pero diseñados para
“escenificar con precisión sus políticas y transmitir cualidades
suyas que son reales”.
[43] Es decir, lo que
también se ha llamado “verdad mayor”. A finales de 2003 la imagen
de un sonriente George Bush sujetando una bandeja con un gran pavo
asado el día de Acción de Gracias en un viaje relámpago de visita a
las tropas americanas destacadas en Irak dio la vuelta al mundo e
hizo subir la popularidad del presidente en Estados Unidos. Cuando
una semana después, el
Washington Post reveló que el pavo
era de plástico, en la Casa Blanca dijeron que la imagen transmitía
algo de cómo es el presidente, de su preocupación por los soldados,
y lo justificaron por la necesidad de descubrir “cómo captar al
Bush que conocemos, incluso aunque no se manifieste”.
El fenómeno de la dramatización está cada vez
más en boga en el periodismo de investigación y de sucesos. Ramonet
lo llama producir falsos documentos, y menciona como el caso más
célebre de trucaje el que organizó en 1962 la NBC de Berlín, cuando
costeó la construcción de un túnel bajo el Muro para filmar todas
las fases de una pretendida evasión al Oeste (Ramonet, I., 1998a:
92). Al parecer, los corresponsales norteamericanos prácticamente
chantajearon a los ciudadanos alemanes involucrados en el proyecto
del túnel para que colaboraran en el rodaje. La NBC no debió
aprender la lección, ya que treinta años más tarde volvió a caer en
el error de fabricar unas imágenes ficticias para contar una
historia real: en este caso daba cuenta del riesgo de explosión de
los camiones de General Motors al colisionar (Henry III, W. A.,
1993). En su programa informativo Dateline del 17 de
noviembre de 1992, la NBC expuso ese defecto de los camiones de GM
(ya avalado por una sentencia judicial), mostrando una secuencia de
57 segundos en la que se veía cómo explotaba uno al chocar. Las
escenas levantaron las sospechas del fabricante de automóviles, que
descubrió que la explosión de las imágenes no había sido provocada
por el problema que se denunciaba. La NBC no sólo tuvo que
disculparse ante la General Motors, sino que hubo de sufrir la
dimisión de su presidente y tres productores.
Una práctica cada vez más habitual en nuestro
periodismo es la de publicar encuestas antes de algún tipo de
despliegue periodístico que se tiene preparado, o que refuerzan y
brindan actualidad a una línea informativa a la que se pretende dar
relieve. Las efemérides de acontecimientos o los hitos temporales
(como los cien primeros días de un Gobierno) son fechas muy
apropiadas para la publicación de estos sondeos. Así, por ejemplo,
la encuesta con la que El Mundo abría el periódico el
sábado 11 de marzo de 2006 (justo cuando se cumplían dos años de
los terribles atentados terroristas), en torno a aquel triste
episodio. El titular: “Un 66% cree que aún no se sabe lo que en
realidad pasó el 11-M” (El Mundo, 11 de marzo 2006, p. 1)
daba carta de naturaleza a la campaña que el periódico asumió desde
poco después de la comisión de los atentados para “llegar hasta el
final” de todas las investigaciones. Siendo los resultados de la
encuesta noticiables y verdaderos –dando, claro, por supuesto que
es una encuesta fiable y no manipulada–, lo cierto es que es el
propio periódico el que ha generado la información, que avala su
despliegue informativo.
En muchas ocasiones no es el medio el que
compone este tipo de información. Empieza a ser ya clásica la
encuesta sobre comportamientos y actitudes sexuales que una marca
de preservativos realiza periódicamente.
[44] En algunos casos una
encuesta –que proporciona información, no lo olvidemos– puede
formar parte de una hábil campaña de relaciones públicas, como
hiciera por ejemplo Fujitsu Siemens en el verano de 2006: en el mes
de julio hacía público un sondeo, que concluía que el 63% de los
hogares europeos tienen cuatro mandos o más; el 39% de las personas
dicen confundirse y coger el mando erróneo, y el 50% afirma que los
pierden con frecuencia (Delclós, T., 2006). Dos meses después,
Fujitsu Siemens ponía en el mercado el primer equipamiento completo
de Home Cinema que disponía de un mando único para todos los
componentes del equipo.
Efectivamente, la creación o recreación del
acontecimiento susceptible de atraer la atención del informador no
siempre es achacable al medio o al periodista, sino que a veces
éste es un mero instrumento que, a menudo sin sospecharlo, sirve a
intereses de terceros. Es un tipo de invención muy ligado a la
manipulación, pero no atribuible al informador más que en términos
de negligencia si éste lo asume sin las necesarias verificaciones.
La noticia que resulta es al mismo tiempo verdadera (el periodista
la controla y confirma su fuente) y falsa, porque el hecho ha sido
preparado con el fin de convertirse en noticia, y manipulado para
que la mano que lo ha inventado permanezca oculta. Ocurrió, por
ejemplo, en Estados Unidos, cuando un chiquillo había preparado su
poema navideño sobre el Niño Jesús y la escuela, cumpliendo las
leyes norteamericanas, prohibió que lo recitara. La historia, llena
de elementos conmovedores, es publicada, pero aunque tanto el niño
como la escuela habían obrado de buena fe, se hizo evidente que el
acontecimiento había sido impulsado por la derecha religiosa
americana, que lucha por abolir la igualdad para las distintas
confesiones en beneficio de la religión cristiana (Colombo, F.,
1997: 71).
La trama de Timisoara (Rumanía) de diciembre
de 1989, que precipitó el fin de la dictadura de Ceaucescu, un
claro ejemplo de desinformación,
[45] incluye innegables
componentes de este tipo de recreaciones y
escenificaciones,
[46] cuyos autores, pese a
los muchos estudios realizados y años transcurridos, permanecen aún
en el anonimato. Bradlee narra una anécdota en la que, en mitad de
los acontecimientos reales, se impuso una puesta en escena para
conseguir mejores imágenes de los conflictos raciales:
Un par de días después de
que se iniciaran los disturbios me reuní con Howard Simons y David
Broder para ir a echar un vistazo de primera mano a lo que ocurría
en lo que nos gustaba llamar la capital del mundo libre.
Terminamos, a eso de las tres de la madrugada, frente a un gran
almacén en llamas en una zona de la ciudad abrumadoramente negra.
[...] Se nos unieron dos grupos diferentes de negros, que también
estaban haciendo turismo, y sin darnos cuenta acabamos hablando del
incendio y de los disturbios en general. Ninguno de nosotros se
sintió siquiera levemente amenazado. Hasta que se nos unió un
equipo de la televisión local, al que le llevó algo de tiempo
preparar todo y comenzar a rodar el incendio. Cuando volvieron la
cámara hacia nosotros, los negros comenzaron inmediatamente a
gritarnos, tirarnos basura, e incluso agitaron sus puños hacia
nosotros, creando el suficiente alboroto para atraer a los polis,
que antes de que nos diéramos cuenta empezaron a disparar gas
lacrimógeno y las pequeñas latas comenzaron a rodar por la calle.
[...] Las cámaras de televisión grabaron un magnífico material,
repleto de acción. Negros contra blancos, polis contra negros, las
latas de gas lacrimógeno... todo sobre un fondo de fuego
incontrolado. No decía mucho de la verdad, simplemente era buena
televisión (Bradlee, B., 1996: 288).
El famoso principio químico de Heisenberg,
según el cual las partículas subatómicas cambian su composición
cuando van a ser analizadas o simplemente observadas, puede
aplicarse a la conducta de muchos de los personajes que llenan
horas de programación televisiva e infinidad de páginas de papel
couché: el hecho de saberse permanentemente en el punto de
mira condiciona sus movimientos. “¿Qué ocurre en realidad y qué
describen los medios de comunicación? –se pregunta Bradlee. ¿Las
mejores tropas del Ejército norteamericano han atacado Somalia al
amanecer o es que los fotógrafos han estado esperando durante horas
para poder retratar a unos jóvenes soldados confundidos? La
diferencia puede, a veces, ser importantísima” (Bradlee, B., 1996:
395). La fuerte influencia de la observación o la narración del
hecho en el propio acontecimiento la ilustra
Servan-Schreiber:
Durante las barricadas de
mayo de 1968, en Francia, los insurrectos escuchaban a los
periodistas de las radios periféricas cómo describían los
movimientos de las fuerzas de la policía y podían de este modo
maniobrar para escapar de ella. Se ha llegado a considerar incluso
que el acontecimiento no se produce más que en la medida en que los
mass media lo ponen en conocimiento de millones de
personas. Durante las manifestaciones estudiantiles en Estados
Unidos, se ha visto a los protagonistas citarse con las cadenas de
televisión y esperarlas antes de desencadenar las peleas frente a
las cámaras (Servan-Schreiber, J. L., 1973: 185).
Este influjo puede llegar incluso hasta el
punto de crear por sí mismo el suceso, que no tendría lugar si no
hubiera sido referido previamente. Son las profecías que se
autocumplen de las que habla Watzlawick en
La realidad
inventada (1994). Cuando se anuncia que habrá escasez de
gasolina, todos corren a proveerse al mismo tiempo y resulta que se
produce la carestía predicha; o la quiebra real de un banco tras el
anuncio de que va a quebrar: el simple aviso provoca que sus
clientes se apresuren a retirar sus fondos y provocan de verdad la
quiebra.
[47] En este sentido, los
medios contribuyen a mantener una inestabilidad permanente en la
sociedad, exacerbando todas las tendencias que aparecen.
La objetividad y cualquier concepto utilizado
por los periodistas para describir su disciplina de la verdad,
presupone la independencia entre el observador y el fenómeno
observado. Pero no existe esta independencia. La atención que se
presta a un objeto o un proceso puede transformarlo. De ahí deriva
justamente una de las dificultades más serias en el periodismo
contemporáneo: del efecto de la observación sobre los fenómenos
observados. La sofisticación que han adquirido los objetos más
comunes que se cubren informativamente –empezando por el gobierno y
los políticos– respecto a los imperativos que impulsan al
periodismo ha provocado que se programen los acontecimientos y se
tomen las decisiones políticas públicas simplemente para que salgan
bien en la televisión y en la prensa (Fuller, J., 1996: 16).
Durandin cuenta este ejemplo en el que la habilidad de las
relaciones públicas es capaz de dirigir el interés de la
prensa:
Durante una gira de J. F.
Kennedy, una barrera se rompió fortuitamente bajo la presión de la
multitud que le esperaba al bajar de un avión. Se produjo una
avalancha, de excelente efecto en las fotografías de los periódicos
y en los noticieros televisivos. Entonces el organizador de las
campañas de Kennedy, Jerry Bruno, decidió que en adelante se
producirían falsas rupturas: “Yo instalaría desde ahora dos hombres
sosteniendo una cuerda [...]; en el momento oportuno la soltarían y
la multitud se precipitaría alrededor de Kennedy” (Durandin, G.,
1982: 122).
El hecho es que, cada vez más, multitud de
acontecimientos –muy en particular los actos políticos y
comerciales– se idean y programan en función de una búsqueda de eco
mediático; si no se consigue, es como si no tuviesen valor. “Hubo
un tiempo –reflexiona Juan Luis Cebrián– en que los periodistas nos
dedicábamos a contar las cosas que sucedían, pero esta es la hora
en que, en realidad, las cosas suceden casi única y exclusivamente
para que los periodistas podamos contarlas” (Cebrián, J. L. 1998:
8).
2. Invención en la codificación
El otro gran tipo de invención que se
encuentra en el periodismo se produce en la fase de codificación,
cuando se relatan los acontecimientos. Puede partir de un hecho o
de la nada, puede ser total o parcial, afectar al fondo o sólo al
detalle, puede tratarse de una cita, un personaje, una descripción,
o incluso simplemente la data. John Hersey es categórico al
condenar cualquier elemento inventado por el periodista a la hora
de redactar, desde, por supuesto, el conjunto de la historia hasta
el último pormenor, distinguiendo, como él hace, entre “la
distorsión que viene de tratar datos observados y la distorsión que
viene de añadir datos inventados” (Hersey, J., 1980: 2),
[48] porque el periodista
debe ser capaz de asumir la “regla sagrada” del periodismo
informativo que postula que “nada de esto está inventado”.
2.1. Historias completamente
inventadas
Poco después de empezar a presentar el
informativo más visto de la televisión norteamericana en la CBS,
cuando empezaba a ser famoso y a ser objeto de atención de los
medios –especialmente los sensacionalistas–, Walter Cronkite
padeció en primera persona el fenómeno de la invención sin ningún
fundamento:
En la otra cara [de la
fama] el lado malo. Y no es lo de menos para el National
Enquirer, ese tabloide que llena los supermercados de
chistosas mentiras. Una semana, el Enquirer salió a la
venta con un gran titular a toda página que desvelaba la historia
oculta de mis encuentros con objetos volantes no identificados. El
relato arrancaba con un párrafo en el que se describía mi despacho
y mi actitud mientras, con los pies encima de la mesa, narraba mis
experiencias con los ovnis. El resto eran todo citas. Era mi
versión, en primera persona, de cómo había visto a unos
hombrecillos procedentes de una nave espacial secuestrar a un perro
en una isla del Caribe, y una serie de aventuras demasiado
fantásticas para reproducirlas aquí. [...] La historia era un
infundio de principio a fin. [...] Ni habían recopilado ni habían
comprobado los hechos, y no había un ápice de verdad en su crónica
(Cronkite, W., 1996: 270-272).
La invención de una noticia sin base alguna
desde el principio hasta el fin no es la forma más habitual de
presentarse este fenómeno, pero no faltan casos, a veces de
periodistas veteranos y respetados como el editorialista del
Boston Globe Mike Barnicle. En 1998, con 25 años de
periodismo a sus espaldas tuvo que dejar el periódico por un
reportaje publicado tres años antes, el 8 de octubre de 1995, que
contaba la desgarradora historia de dos familias, una blanca y
rica, la otra negra y pobre, unidas por lazos de amistad a causa de
una desgracia común: sus dos hijos luchaban contra el cáncer en el
Children's Hospital. A la muerte del niño negro, contaba Barnicle,
la familia blanca donó 10.000 dólares a la de color. Cuando el
Reader's Digest quiso publicar la historia, le fue
imposible comprobar ningún dato y concluyó que todo fue una
invención (Ramonet, I., 2000: 28; Barringer, F., 1998: web).
[49] Barnicle escribió más
tarde: “Utilicé mi memoria para contar historias verdaderas de la
ciudad, cosas que ocurrían a personas reales que compartían sus
vidas conmigo. Representaban la música y el sabor del momento. Eran
historias que se asentaban en el estante de mi memoria y hablaban
de un tema mayor. La técnica de las parábolas no la he inventado
yo. La establecieron hace mucho tiempo otros columnistas de
periódicos mucho más dotados que yo, algunos muertos hace mucho.”
(Clark, R. P.: sin fecha, web). El problema, como señala Roy Peter
Clark, es que Barnicle hacía pasar sus parábolas (por definición,
historias de ficción con enseñanzas morales) por relatos
verdaderos. “En la Edad Media, quizás, podría argumentarse que la
verdad literal de una historia no era importante. Más importante
eran los niveles más elevados de significado: cómo las historias
reflejaban la historia de la salvación, la verdad moral del Nuevo
Jerusalén. Algunos autores contemporáneos defienden la invención en
aras de alcanzar una verdad más elevada. Una reivindicación así es
injustificable.”
Barnicle dimitió antes de que le despidieran,
manteniendo que la fuente había sido una enfermera del hospital a
la que luego no pudo encontrar. Sin embargo, no todos los
fabuladores han tenido el mismo trato por parte de los colegas y de
la profesión en general: a unos se los expulsa y demoniza, como a
Barnicle o a Stephen Glass, mientras que a otros se les felicita
(como hizo el jefe Hearst con Edward Morphy, redactor del
San Francisco Examiner) o logran un hueco entre los
periodistas más respetados de América, como H. L. Mencken.
El caso de Eddie Morphy se enmarca en la
consigna de Hearst de conseguir que cada día el lector exclamara
“¡Dios mío!” o algo similar. “Había que lograrlo a toda costa,
aunque la historia no coincidiera con la realidad” (Sánchez Aranda,
1998: 132-133). Con el encargo de escribir los perfiles de siete
personalidades de San Francisco, Morphy llegó al último sin tiempo
y con las ideas agotadas. La historia número siete, “El último de
los McGinty”, se la inventó entera: contaba las tribulaciones de un
niño huérfano que trabajaba sin descanso vendiendo periódicos para
alimentar a sus dos hermanos más pequeños. El reportaje conmovió
tanto a la madre de Hearst, que envió al redactor un billete de 25
dólares para que se lo hiciera llegar al pequeño de los McGintys.
El dinero de los lectores llovió sobre el periódico para ayudar al
heroico hermano mayor. “Esos eran los rasgos que movían el corazón
de Hearst, la respuesta de los lectores. Que la historia fuera
inventada o cierta le daba igual. [...] El dinero se lo fundieron
en copas y chicas. [...] Morphy añadió nuevos capítulos, cada vez
más melodramáticos, acompañados ahora de dibujos y retratos. Cuando
Hearst se vio cara a cara con Morphy sabía que todo el reportaje
era producto de la más pura ficción. Le abrazó y le felicitó con
estas palabras: `Ha escrito usted una portentosa historia. He
llorado durante varias horas y mi madre también’. Se duda de que
William Randolph Hearst llorara alguna vez en su vida” (Leguineche,
M., 1998: 14-15).
Hearst siguió inventando en sus periódicos,
tanto en San Francisco como en Nueva York, particularmente a
finales de siglo en su econada batalla contra el World de
Pulitzer, que cayó en la trampa de responder con las mismas armas.
Empeñados en que Estados Unidos declarase la guerra a España, para
convencer al país de lo fácil que sería conseguir la victoria
inventaron “noticias” como estas:
La creación de un
regimiento voluntario de atletas famosos (jugadores de béisbol,
luchadores, boxeadores) que con su sola presencia amedrentaría a
cualquiera; el hermano del famoso bandido Jesse James se ofrecía a
dirigir una compañía formada por cowboys; 600 indios sioux
estaban dispuestos a acabar con el ejército enemigo (el
World aumentó la cifra a 30.000, que estarían dirigidos
por el célebre Buffalo Bill y que ganarían en menos de una
semana)... (Sánchez Aranda, J. J., 1998: 152).
Y luego, comenzada la guerra, el
Journal especialmente, pero también otros periódicos
incluido el World, llenaron sus páginas de brillantes
acciones militares de los insurgentes que surgieron de la
imaginación de los redactores: La Habana fue “tomada” varias veces;
las atrocidades de los españoles alcanzaban cotas inhumanas (llegó
a decirse que habían quemado vivos a 25 sacerdotes católicos); “lo
que pretendían era herir la sensibilidad de los lectores” (ibíd.:
146).
Otro ejemplo de invención total de un
artículo completo que en ningún momento fue penalizado por la
opinión pública es la columna que a finales de 1917 escribió H. L.
Mencken en el diario New York Evening Mail para conmemorar
el 75 aniversario de la introducción de la bañera en Estados
Unidos. “Era totalmente inventada” confirma Goldstein (1986: 209).
La instalación de la primera bañera en Cincinnati en 1842, el
rechazo de muchos americanos, el coste (500 dólares) que tenía
entonces instalar una, la encendida defensa de la bañera del
vicepresidente Millard Fil more, todo era inventado. Esta historia
imaginaria tuvo un efecto inesperado. Los lectores, según contaba
el propio Mencken más tarde, “tomaron mis tonterías completamente
en serio”, y pronto el columnista empezó a encontrar los “ridículos
hechos que describió en su columna en escritos de otros autores”.
Al final llegó a verlos citados incluso en trabajos de
referencia.
Probablemente Mencken no pretendía que el
público se creyese su historia, y ensayaba más un ejercicio lúdico
que se le fue de las manos. Pero otros fabuladores de la prensa
llegan a fabricar un conjunto de pruebas circunstanciales en torno
a la noticia para dotarla de credibilidad, bien desde el principio,
bien cuando se sienten amenazados por una posible investigación.
Decía Óscar Wilde (1958b: 989-990) que “si un hombre es lo bastante
pobre de imaginación para aportar pruebas en apoyo de una mentira,
mejor hará en decir la verdad, sin ambages.” No siguió este consejo
el periodista rumano que manipuló el certificado de nacimiento de
su hijo para tener una prueba de la sorprendente noticia que
publicaba en enero de 2005: que una pareja había llamado a su hijo
Yahoo en agradecimiento por haberse conocido en internet. Cuando,
unos días más tarde, se descubrió el fraude, el periodista fue
despedido.
[50]
También el periodista estrella de USA
Today Jack Kelley fabricaba pruebas de sus invenciones,
descubiertas en 2004 y que supusieron su dimisión y la de su
directora. No sólo mintió él sino que hizo mentir a terceros.
Escribió guiones para que tres personas con las que había trabajado
–dos traductores y un empresario israelí– confirmarán su versión de
los hechos (Piquer, I., 2004). Finalmente, no pudo superar la
crisis de conciencia que le sobrevino tras pedir a una colega que
se hiciera pasar por una traductora contratada por el diario, de la
que se esperaba una confirmación.
Pero es difícil encontrar un caso de
elaboración de pruebas y escenarios ficticios tan trabajados como
los que creaba en la década de los noventa el joven periodista
norteamericano Stephen Glass para sus grandes invenciones. En la
primera parte de su novela autobiográfica El fabulador
(Glass, S., 2003: 9-95) él mismo detalla –con casos ficticios
basados en la realidad– cómo confeccionaba sus montajes: rellenaba
con letra rápida cuadernos de notas y generaba documentos en el
ordenador de supuestas citas y detalles; creaba páginas web
específicas de empresas o instituciones que inventaba; utilizaba
los servicios de operadoras telefónicas que ofrecen números para
contestadores anónimos; e incluso llegaba a involucrar a su familia
(su hermano) para que se hiciese pasar por algún personaje
inexistente que había citado en sus reportajes. Así era como
“conseguía entrar allá donde ningún reportero lo lograba, se
entrevistaba con personalidades inaccesibles, obtenía detalles,
anécdotas, tan apasionantes, tan inéditas, que la mayor parte de
sus artículos, escritos con un estilo ágil, espléndido, iban
directamente a las primeras planas” (Ramonet, I., 2000:
26-27).
La historia que le costó el despido del
semanario donde trabajaba, The New Republic, publicada en
mayo de 1998, hablaba de un pirata informático superdotado de 15
años, Ian Restil, capaz de romper cualquier sistema de seguridad,
que había sido fichado por una de sus víctimas, la compañía
californiana de sofware Jukt Micronics, para encargarle la
seguridad de su red de ordenadores. Pero ni Restil ni Jukt
Micronics existían. No fue fácil descubrir el engaño. Glass, un
verdadero maestro en el género, había creado para su imaginaria
Jukt Micronics un sitio web falso en America Online y un
contestador telefónico también falso. Y, por supuesto, tenía un
cuaderno que enseñó a su director con notas presuntamente tomadas
en el transcurso de sus entrevistas con los protagonistas del
llamativo reportaje (Valenzuela, J., 1998).
2.2. Invenciones parciales
2.2.1.
Invención de contenidos: personajes, citas, episodios para dar
color a la historia
A otra categoría distinta –aunque al mismo
ámbito de engaño al público– pertenecen las invenciones parciales,
aquellas historias en las que una parte (mayor o menor) responde a
la realidad de los hechos, y otra –a veces un personaje, a veces
una cita, una descripción, incluso simplemente la data– corresponde
al mundo de la imaginación o la creación del informador. Cuando no
se explica por una simple cuestión de comodidad, este tipo de
invención suele estar más ligado a una intención de transmitir la
verdad, para lo que el periodista cree necesario, o simplemente más
eficaz o colorista, introducir elementos ficticios. En un intento
de encontrar la cita perfecta o el personaje que encarna la
historia que se quiere contar, el redactor considera justificado
dejar al margen la realidad y echar mano de la ficción.
Es muy frustrante para un periodista tener
una historia y no poder contarla por no haber logrado los elementos
narrativos necesarios. No es fácil lograr la cita perfecta o
presenciar los hechos en el momento clave; lo más habitual es
seguir pistas que desembocan en vía muerta, o que nunca llegue la
gran frase esperada. “Janet Cooke, Michael Daly, Cristopher Jones,
Alastair Reid, y otros protonovelistas han mostrado su desprecio
por aquel duro trabajo sustituyéndolo por sus propias invenciones.
¿Por qué gastar días entrevistando más y más gente para conseguir
una cita mejor cuando puedes inventarte una que lo diga todo? ¿Por
qué esperar que ocurra la escena perfecta cuando puedes inventarla
de forma tan verosímil, tan preciosa, tan poética?” (Fisher
Fishkin, S., 1985: 216). Así surgen personajes como Jimmy, el niño
de ocho años adicto a la heroína creado por Janet Cooke para su
reportaje de 1981 en
The Washington Post,[51]ganador de un Pulitzer,
o Youssouf Malé, un supuesto esclavo adolescente de Malí que el
prestigioso periodista Michael Finkel inventó en 2001 para la
historia que publicó en el dominical del
The New York
Times.
[52]En ambos casos se ha
llegado a decir que aunque de hecho los personajes no existieran,
eran reales en la medida en que servían para transmitir historias
verdaderas. Esa conciencia tenía Joseph Mitchel , uno de los
bastiones del periodismo americano, calificado en sus días como
“dechado de virtudes del reporterismo” y “el periodista del
New
Yorker que estableció el estándar”. En 1948, el libro
Old
Mr. Flood recogía tres artículos suyos sobre el mercado de
pescado Fulton de Nueva York publicados años antes en el
New
Yorker. Sólo entonces, Mitchel admitió haber usado una técnica
similar a la de Finkel: “Mr. Flood no es un solo hombre; en él
están combinados aspectos de varios hombres mayores que trabajan o
andan por Fulton Fish Market, o que lo hicieron alguna vez” (cit.
en Shafer, J., 2003b).
[53] En el prólogo, mostraba
su desdén hacia la norma de contar datos y hechos verdaderos en los
periódicos: “Prefería que estas historias fueran verdaderas antes
que se atuvieran a los hechos, pero están firmemente basadas en
hechos”.
Alastair Reid, otro veterano periodista del
New Yorker, inventó una escena completa en un artículo
titulado “Letter from Barcelona” en diciembre de 1961. Describía a
varios españoles sentados en un bar abucheando abiertamente un
discurso de Franco en televisión. Ni siquiera el bar existía.
Descubierta esta invención, el
Wal Street Journal
desvelaba otras del prestigioso columnista en una historia a toda
página en junio de 1984 (Fisher Fishkin, S., 1985: 212- 216;
Goldstein, T., 1986: 205-206; Lipman, J., 1984: 1).
[54] Reid no tenía
conciencia de haber hecho nada malo, y sentía que se había
magnificado el asunto: “Cubrir la actualidad con rigor –decía–
supone a veces ir más allá de los hechos estrictos. Los hechos son
una parte de la percepción del todo” (en Goldstein, T., 1986: 205).
Argumentaba que los lectores del
New Yorker que leyeron su
historia en 1961 habían seguido viviendo tranquilamente en la
ignorancia de que el bar había dejado de existir mucho antes de la
escena descrita, sin que se hiciese daño a nadie. Aunque la
intención de Reid podía ser intachable –“sacar la auténtica
verdad”, y evitar represalias a quienes fueron entrevistados–,
engañó a sus lectores y abusó de las licencias del periodismo
[55]
Reid llega a decir que “si quieres escribir
sobre España, los datos no te llevarán a ninguna parte” (cit. en
Fisher Fishkin, S., 1985: 214-215). Fisher Fishkin relata cómo Dos
Passos llegó a una conclusión parecida, pero resolvió la situación
de otra forma, inventando, sí, personajes y diálogos, pero “no
dejando duda de que eran ficción”.
[56] Habría bastado, como
señala Goldstein, con que Reid advirtiese a los lectores de que
estaba recreando los personajes y la escena (Goldstein, T., 1986:
206).
Bastante similar es el caso de la columnista
del
Boston GlobePatricia Smith, cuyas creaciones buscaban
simplemente reforzar sus tesis. En su última columna de la sección
de local en el diario, antes de dimitir en 1998, Smith reconoció
que “de vez en cuando, para obtener el impacto deseado o destacar
algo, he atribuido citas a personas que no existían”.
[57] Bradlee (1996: 441)
cuenta el caso de Michael Daly, columnista del
New York Daily
News, que dimitió en mayo de 1981 tras ser acusado de
inventarse algunos aspectos de una historia sobre la represión de
rebeldes irlandeses por parte de tropas británicas,
[58] y otro caso
aparentemente más inocuo que vivió en carnes propias:
Despedí a un periodista
especializado en política por inventarse una cita en boca de Robert
Kennedy, una cita bastante inofensiva, que seguramente Kennedy
podría muy bien haber dicho; pero entre la primera y la segunda
edición me llamó para decirme que él no había pronunciado esas
palabras, ni siquiera había hablado con el periodista (Bradlee, B.,
1996: 445).
El director del
Washington Post echó
a su redactor pese a que la cita, no sólo era verosímil y creíble,
sino que no aportaba nada sustancial a una información que en su
conjunto respondía a los hechos. El incauto periodista realizó un
ejercicio tan aparentemente inocente como inventar declaraciones de
gente de la calle para una sección diaria que a dos periodistas de
un pequeño periódico de Carolina del Norte, el
Reidsville
Review, les costó también su empleo en el verano de 2005.
[59]
Otro histórico del periodismo norteamericano
que usó la invención en tareas informativas fue Joseph Abbot
Liebling, el crítico de prensa más destacado del país desde su
temida columna del New Yorker “The Wayward Press” durante
casi dos décadas (de 1945 a 1963, fecha de su fallecimiento).
Muchos años antes, en 1925, Liebling fue despedido del New York
Times al descubrirse que en algunas crónicas de baloncesto
universitario, cuando no sabía el nombre del árbitro, le denominaba
Ignoto (palabra que en inglés puede pasar perfectamente por un
nombre real). Debió hacerlo un par de veces, aunque él dijo que fue
“repetidamente”: “Tuve a Ignoto arbitrando un montón de partidos de
baloncesto por toda la ciudad”, confesó (cit. en Shafer, J.,
2003b). Pocos años después, ya en el New York
World-Telegram al principio de la década de los treinta,
Liebling también inventó personajes (Asa Wood, Elmer Chipling) para
poner en sus bocas aquello que quería hacerle decir al hombre de la
calle, a veces sin dar cuenta al lector de que estaba haciendo uso
de una licencia literaria. A principios de los cincuenta, Liebling
fue aún más allá en esta dirección, en el perfil que publicó en el
New Yorker del Coronel John R. Stingo, un personaje real
en cuya boca el célebre periodista puso palabras e historias que
Stingo nunca pronunció (ibíd.)
Efectivamente, no siempre se aplican los
mismos criterios para valorar este tipo de prácticas. Por ejemplo,
Gabriel García Márquez afirma que la mejor entrevista de las que le
han hecho es, paradójicamente, una “que no le hicieron”, que
inventó su autor y se publicó en Caracas el 27 de abril de 1983.
“Pero en vez de protestar –recuerda el Nobel– felicité a su autor,
porque era una síntesis perfecta de casi todo lo que yo había
declarado para la prensa en los últimos quince años, y todo
organizado y mejorado de tan buena manera y con tanta precisión y
tanta inteligencia que ya hubiera querido yo mismo hacerla igual.”
(García Márquez, G., 1991e: 403). Manuel Vicent vivió un episodio
parecido, (en este caso él era el entrevistador), con la diferencia
de que sí hizo la entrevista:
En una ocasión, y eso
fue ya una invención puramente literaria, fui a hacer una
entrevista a Gil Albert y pulsé equivocadamente las teclas del
magnetofón. No se grabó absolutamente nada y me encontré con que
tenía que mandar eso por correo de un día para otro y vi que no
tenía entrevista. Entonces me la inventé. Me la inventé de lo que
yo había leído de Gil Albert y de la impresión que me había
producido. Y resulta que esa entrevista es la que más ha gustado,
la pusieron en primera página y todo (entrevista con Manuel Vicent
en Bernal, S. y Chillón, L. A., 1985: 215).
En ambos casos, se trata de invención parcial
desde el momento en que existía una base cierta sobre la que se
construyeron las entrevistas: en la de García Márquez, la invención
es la propia entrevista y su formato más que los contenidos
(extraídos de citas auténticas del novelista colombiano y de otras
entrevistas), mientras que en el caso que cuenta Vicent, el
escritor llegó incluso a tener el encuentro pero fue al redactarlo
cuando no pudo respetar la literalidad de las declaraciones.
En todos estos casos, se trata, en
definitiva, de engañar al lector, de traicionar el acuerdo tácito
de confianza depositado por el público en el informador. Los
periodistas reflejan el mundo como lo ven, y aunque a veces hay
sensacionalismo, imprecisión o sesgo, un periodista responsable,
como sentencia Schudson, “nunca, nunca, nunca falsifica las
noticias” (cit. por Parra, A., 2003: 88).
2.2.2.
Invención en otros elementos informativos (data, firma, pie de
foto)
Cualquier elemento que compone la
información, por poco significativo que parezca, es susceptible de
ser manipulado o inventado, desde la firma o la data, hasta un pie
de foto. Firmar con un nombre falso o seudónimo es una práctica
comúnmente aceptada en periodismo, siempre que no sea una táctica
para engañar al lector, por ejemplo usando un nombre que pueda dar
lugar a alguna interpretación intencionada. También puede ser
engañoso si aparece una firma individual donde debiera figurar una
colectiva, como ocurrió, por ejemplo, en mayo de 2003, con el
prestigioso periodista Rick Bragg, premio Pulitzer de 1996, que fue
suspendido del
New York Times en 2003 por firmar en
solitario un trabajo conjunto.
[60]
Los pies de foto o la data que acompaña a la
firma (el lugar desde donde se supone se escribe), elementos
aparentemente nimios, son a veces capaces de variar por completo el
sentido de una información. No es indiferente que el periodista
esté (o al menos haya estado en el momento en que se generó la
información) donde dice haber estado. Pero la valoración de este
modo de proceder periodístico no siempre es coincidente, y hay
casos, particularmente en el pasado, en los que incluso se elogia
la habilidad del informador de elaborar el artículo sin haber
estado presente. Así ocurrió, por ejemplo, en la prensa española en
el año 1869, con la cobertura de la inauguración del Canal de Suez.
El diario
La Época publicó una famosa serie de treinta
cartas anónimas distribuidas en diez días a lo largo del último
trimestre del año. Las cartas, fechadas en diversas ciudades
egipcias como Alejandría o El Cairo, relataban los acontecimientos
que iban teniendo lugar en torno a la apertura del canal que rompía
el istmo de Suez. A finales de diciembre de aquel año, otro
periódico,
La Política (28-12-1869, p. 3), desvelaba entre
halagos y elogios, la identidad del misterioso autor de aquellas
cartas, el que fuera luego académico de la Lengua José de Castro y
Serrano, que las había escrito en el Ateneo de Madrid “a fuerza de
compilar y extractar todos los periódicos y revistas que
diariamente llegaban a aquel centro literario, de estudiar
profundamente descripciones e historias de Egipto y, especialmente,
de poner en tortura su privilegiada imaginación”.
[61] Y es que, como confirma
Leguineche, en aquel momento “se aplaude a los periodistas de pluma
vibrante, da igual que estén o no estén en el lugar de los hechos.
Tal vez es mejor que no estén. César González Ruano, cuenta Seoane,
dedicó un homenaje a modo de “flores llevadas sobre su tumba” a
Prudencio Iglesias Hermida, “que fue sin duda el más genial de los
reporteros de España. Escribía crónicas magníficas de la guerra sin
salir de Madrid.” Como las escribía Fabián Vidal desde un café de
la capital en plena guerra del Rif. “Sus descripciones de las
batallas eran tan vivas, tan realistas, que subió en flecha la
circulación de su periódico” (Leguineche, M., 1998: 270).
La condena generalizada que hoy se hace de
esta práctica no depende de la veracidad de los hechos relatados ni
de su calidad literaria, sino que responde únicamente al hecho de
engañar al lector. Ahí está el caso de los reportajes del
periodista “experimentado”, en su largo viaje por China Popular,
que admitió finalmente no haber salido nunca de Hong Kong (Fraguas
de Pablo, M., 1985: 249); o el de la gran historia publicada en
New York Times Magazine titulada “En el país del Jemer
Rojo”, sobre la resistencia que, en las selvas de Camboya, ofrecían
los hombres de Pol Pot; el periodista la escribió en España, a
partir de informaciones de Time y textos de una novela
(Bradlee, B., 1996: 441; Ramonet, I., 2000: 23-24).
Probablemente la naturaleza del trabajo de
los corresponsales de guerra, muy difícil de controlar, acreciente
la tentación. En la guerra de Irak se dieron varios casos de
supuestos enviados especiales que “cubrían” el conflicto
cómodamente desde sus casas.
[62] En estos engaños se
supone que, al menos, el contenido de las crónicas no es inventado,
pero aun así el engaño persiste. No obstante, el gran problema de
afirmar haber estado donde se ha producido el acontecimiento, sin
que sea cierto, invita claramente al uso de la imaginación. En
“
Yo pondré la guerra...”, Leguineche cita varios ejemplos,
empezando por el propio Ernest Hemingway, novelista y periodista
norteamericano de prestigio universal quien –según este autor–,
como corresponsal en la Guerra Civil española, “gana para sus
`rojos’ batallas que sólo existen en su imaginación. La República
se desmorona y todavía insiste en que los suyos ganarán la guerra”
(Leguineche, M., 1998: 239). No obstante, el caso más significativo
que rescata Leguineche es el de Frederick Lawrence, corresponsal
del
Journal en la guerra de Cuba, que ya como cronista de
sucesos en el
Examiner de San Francisco se había
distinguido por su inclinación a que “a falta de esfuerzo, su
cerebro, su fantasía, entraban en ebullición” (ibíd.: 69):
En La Habana, “desde la
terraza del hotel Inglaterra, el zángano Lawrence se inventó para
su periódico, el Journal, una ofensiva general de Antonio
Maceo, el Titán de Bronce, con nada menos que 25.000 hombres sobre
la trocha, la línea de defensa española en Mariel. Según la crónica
de Lawrence, adornada con toda clase de detalles y matices, Maceo
habría atacado, tomado e incendiado, en una misma noche, las
ciudades de Pinar del Río y de Santa Cruz. Una hazaña imposible a
menos que Maceo y su ejército tuvieran el don de la ubicuidad. Unos
quinientos kilómetros separan a Pinar del Río de Santa Cruz.
“Las abundantes
libaciones, los cócteles de alcohol y zumos de frutos tropicales
estimularon tanto la imaginación de Lawrence que logró su más
difícil todavía, descubrió la existencia en el frente de
regimientos de amazonas enroladas en el ejército rebelde. El
enviado del Herald (sic) no se paró en barras. En
los días siguientes aportó el nombre de la amazona Adele Alotro
como lugarteniente del general Máximo Gómez. Para hacer más
interesante el lance contó que estaba casada con un coronel español
que combatía en el mismo distrito. ¿Qué ocurriría si llegaran a
enfrentarse marido y mujer? Lawrence hubiera sido hoy guionista de
culebrones mexicanos o brasileños, escritos siempre desde la
terraza de algún hotel con una copa en la mano, viendo desfilar a
esculturales mulatas y criollas” (Leguineche, M., 1998: 69).
Incluso uno de los periodistas
norteamericanos más prestigiosos de las últimas décadas, Dan
Rather, el anchorman heredero de Walter Cronkite en la
CBS, ha sido acusado de aparecer en 1980 en unas imágenes de
Afganistán sin haber estado nunca allí (Lombroso, P., sin fecha:
web). Y también éste ha sido uno de los grandes “pecados” del
periodista norteamericano cuyas mentiras han tenido una de las
mayores repercusiones de los últimos años: nada menos que la caída
del director y del gerente del todopoderoso New York
Times.
Efectivamente, la profunda investigación que
el diario realizó del trabajo de Jayson Blair en sus años como
redactor desveló que muchas de las informaciones fechadas en
diversos lugares habían sido escritas en Nueva York –algunas
inventadas, otras copiadas, como la que desveló la trama: la
entrevista al padre de la soldado Jessica Lynch que plagió del
San Antonio Express-News, como él mismo reconoce en el
libro que escribió más tarde, Burning down my masters'
house (Blair, J., 2004: 8). En realidad, para Blair, firmar
desde un lugar en el que no había estado no sólo era un tema menor
(de hecho, ni disimulaba: se paseaba tranquilamente por Manhattan
mientras firmaba artículos desde otras ciudades, y no se molestaba
en pasar gastos de viaje, que por otra parte tendría que haber
elaborado), sino que llegó a convertirse incluso en una especie de
batalla personal contra una costumbre llevada –según él– al extremo
en su diario, convertida en algo absurdo y que invitaba a los
redactores al engaño:
Las datas eran casi más
importantes para los jefes de la sección de Nacional que el
contenido de las historias. Howell [el director] quería que el
periódico se leyese como si The Times hubiese estado cada
día en cualquier parte imaginable. Las informaciones de nacional
sin data se despreciaban. La presión llevó a nuevas cotas la
práctica de engañar en las datas de las informaciones en el The
Times. [...] Vi a algunos [corresponsales] escribir historias
a cientos de kilómetros del lugar de donde se suponía que debían
estar. Yo mismo participé en algunos aspectos de estos engaños,
aquellos que la redacción aprobaba incondicionalmente en un intento
de hacer que The Times pareciese omnipresente (Blair, J.,
2004: 254).