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Fantasías animadas del mañana: El estudio de los fans occidentales del anime como subcultura

Jordi Sánchez-Navarro

Introducción

En noviembre de 2012, FICOMIC, la institución que organiza el Salón del Manga de Barcelona, hizo pública la cifra de visitantes de la edición que acababa de celebrarse unas semanas antes. Según datos oficiales, el evento acogió a 112.000 visitantes, lo que suponía un incremento del 72% respecto a la edición anterior. Con esa cifra, el Salón del Manga de 2012 no sólo se ha convertido en la más multitudinaria concentración de personas interesadas específicamente en la cultura pop japonesa, sino que también ha superado el número de visitantes histórico del Salón del Cómic, organizado por la misma institución y que, hasta este momento, pasaba por ser algo así como el “hermano mayor”. Lo que ese gran número de asistentes pudo encontrar en el Salón del Manga eran stands dedicados a la exposición y venta de las últimas novedades de manga (comic japonés) y anime (animación japonesa), junto a otros dedicados al coleccionismo de merchandising –desde sofisticadas figuras de resina hasta peluches de origen incierto–. Esos stands convivían con puestos destinados al fomento de la cultura japonesa en sus formas más variadas o a la venta de comida típica, en una amalgama que tenía mucho de feria popular. De hecho, el abigarramiento de ofertas comerciales y culturales forma parte de la propia esencia de un evento como el Salón del Manga, como demuestra el hecho de que no existan quejas sobre la naturaleza caótica y aparentemente difusa de su oferta cultural, a diferencia de lo que sí ocurre, por ejemplo, en el Saló del Còmic de Barcelona, blanco de crecientes críticas de un amplio grupo de aficionados a la historieta que considera que la numerosa inclusión de ofertas de productos ajenos al mundo del cómic aleja al Saló de su esencia.

Los análisis posteriores de las cifras de asistencia y del desarrollo del evento pusieron énfasis en la idea de que el manga ha sustituido definitivamente a la historieta en general como dinamizador de la industria de la edición de cómic. Esta afirmación resulta cuanto menos cuestionable y carece de cualquier valor si no se tiene acceso a los datos de ventas y difusión del manga (que no deja de ser, como hemos apuntado, cómic de origen japonés) para realizar un análisis comparativo con las cifras de venta de historieta de otros orígenes geográficos y culturales. Sin embargo, lo que no es tan discutible es que en el Salón pudo comprobarse que el manga y sus derivados –como el anime y determinados videojuegos de origen japonés– han sustituido a la historieta, la animación y los videojuegos en general como agentes movilizadores del fandom. En las páginas siguientes intentaremos reflexionar sobre qué ha producido históricamente, y cómo se ha producido, ese fenómeno de desplazamiento, incidiendo en el innegable poder de seducción que la cultura pop japonesa parece ejercer sobre los jóvenes, y tomando como caso de estudio concreto el fenómeno de los fans del anime. Este capítulo continúa con la definición de la comunidad de fans del anime como una subcultura, y pasa a plantear algunas claves históricas del origen y la consolidación de esa subcultura. En las líneas que siguen se esboza, también, una aproximación a los placeres que los fans extraen de su afición, en una doble dimensión: una explícitamente textual –que se centra en lo que los fans extraen y producen a partir del consumo de las producciones de anime–, y otra claramente extratextual –que se centra en todo aquello que los fans hacen fuera del texto con el objetivo de difundir, explicar y disfrutar del anime.

La subcultura otaku

Si algo destacó en el mencionado Salón del Manga fue el culto a la ya clásica serie de Akira Toriyama Dragon Ball, centro de numerosas actividades (una exposición, la exhibición en premiere mundial de un documental) y detonante de una actividad muy poco frecuente en la historia de los movimientos de fans: el reto de conseguir un récord Guinness de personas disfrazadas de personajes de la serie, reto que, por otra parte, se consiguió. Por tanto, más que la asistencia masiva de personas o la inagotable variedad de productos a la venta, lo que más podría haber sorprendido al visitante ocasional del Salón del Manga de Barcelona era la variedad de disfraces, pues no sólo se batió el mencionado récord Guinness, sino que el evento se vio literalmente ocupado de aficionados disfrazados de toda clase de personajes nacidos en los universos del manga, el anime y el videojuego.

En efecto, uno de los fenómenos que más podría llamar la atención al público profano es el cosplay –o siendo precisos en este caso, el cosupurei–, práctica cuyo nombre proviene de la contracción de las palabras inglesas costume (disfraz) y play (en su ambigua doble acepción de juego y representación). El cosplay es un fenómeno especialmente interesante, puesto que, aunque no la única, es la forma más evidente que tiene la subcultura otaku para manifestar su identidad y reconocerse a sí misma. Otros fenómenos asociados al fandom del manga y el anime que pueden resultar chocantes para el observador ocasional son el aumento progresivo e imparable del interés de los jóvenes por aprender japonés, la revitalización de los fanzines y la proliferación de historietas realizadas por profesionales (antes fans) occidentales que simulan grafismos y formas narrativas del cómic japonés, así como la distribución de anime (tanto oficial como por canales alternativos) y, conectado a ello, la creación y difusión de subtítulos.

Todos estos fenómenos configuran los rasgos identificativos de lo que llamaríamos subcultura otaku siguiendo la definición canónica de subcultura como un grupo más o menos definido y más o menos extenso de personas que comparten un interés en un área específica de la cultura popular, lo que les permite pensarse a sí mismas con relación, a veces en directa oposición, a la cultura mainstream (Hebdige, 1979; Chambers, 1985; Gelder, 2007). La proliferación contemporánea de subculturas está directamente ligada al perfeccionamiento de los nuevos modelos de producción y distribución masiva de productos culturales, que permiten a los individuos desarrollar una amplia gama de nuevos intereses, y a la universalización de Internet, que les ofrece posibilidades virtualmente infinitas de contactar y estrechar lazos con otros individuos de gustos similares (Napier, 2001).

Definidos los fans del anime como subcultura, es interesante traer a colación el enfoque más crítico y productivo de los estudios sobre el tema. En los análisis que Hebdige (1979) y Chambers (1985) realizan sobre las subculturas relacionadas con la música, estos autores reaccionan con dureza frente a una crítica mojigata que arremete contra la cultura popular por su condición de “escapista”. Los argumentos a favor de la presencia del romance, la imaginación y el placer en las vidas de los consumidores de cultura popular que estos teóricos extraen de su estudio sobre la música pop desacreditan las consideraciones del público popular como “masa” tan propias de la crítica elitista.

Está claro que una pura valoración del hedonismo inherente en el consumo de cultura popular no es suficiente para dilucidar la cuestión de quien consigue y mantiene el poder, tema que se supone inherente a toda reflexión crítica, pero sí que sirve para entender el consumo creativo como acto de oposición radical. En el caso de la animación japonesa, adentrarse de forma productiva en la maraña conceptual que despliega, y contribuir decididamente a desenmarañarla, que es lo que hacen los fans, es claramente una decisión que tiene mucho de resistencia, y en sus formas más elaboradas se convierte indudablemente en una actividad de cierto carácter político. Como veremos, los fans del anime realizan lecturas de su propio consumo cultural de las que extraen conclusiones sobre su vida cotidiana y su lugar en el mundo. Por otra parte, las actividades de estos fans son un claro ejemplo de las complejas relaciones entre consumidores y productores que tienen lugar en el entramado de las industrias culturales contemporáneas, sobre las que hablan, con mayor profundidad, otros capítulos de este libro.

Subcultura otaku, decíamos. En este punto conviene observar que otaku aparece, aquí y desde ahora, despojado de cualquier connotación negativa que el concepto pudiera tener en su origen.

Es evidente que la definición canónica del otaku tal y como se entiende en Japón –esto es, el fan obsesionado, encerrado en sí mismo, con nula relación social y escasos intereses más allá del objeto de su obsesión– deja de tener sentido cuando se aplica a un fan occidental del anime. La importación del concepto de otaku, primero a los Estados Unidos y más tarde a otros países occidentales, en los que los fans estaban, por definición, conectados a otras subculturas y eran necesariamente sociales, tuvo como consecuencia más destacable que la etiqueta pasara a designar a otro tipo de aficionado. Un tipo de aficionado que llegaría a enarbolar la bandera de ser otaku como un signo de distinción y como una marca de pertenencia social.

Los fans del anime

Definido otaku, preguntémonos: ¿Qué consume exactamente un otaku? Con respecto a nuestro caso de estudio particular, es decir, el anime, la definición de lo que se consume resulta fácil si abandonamos la tentación de buscar descripciones esencialistas y nos atenemos a lo que realmente es. Por un lado, conviene señalar que el anime no es un tipo especial o un estilo de animación. De hecho, anime es la animación televisiva japonesa, sujeta a unas rigurosas condiciones de producción idénticas a las que rigen la animación televisiva de todo el mundo, como la reutilización exhaustiva de fondos y la aplicación de esquemas narrativos iterativos. Anime es, también, el largometraje para cine, más escaso en número al ser más complejo y costoso. Si acaso, cabría identificar una forma específica nacida para el anime en el llamado OVA ( original video animation), que, desde sus inicios –y así se ha mantenido–, consiste en un programa de metraje superior al capítulo estándar de una serie de televisión pero inferior al del largometraje, y que está íntimamente ligado a la revolución tecnológica que supuso la aparición del magnetoscopio doméstico. Pero ni siquiera la animación creada específicamente para su distribución en DVD o Blu-ray es ya un fenómeno exclusivo del anime, sino una fórmula de producción tan extendida como cualquier otra.

Por tanto, a estas alturas no conviene definir el anime como un formato de producción o de distribución, pero tampoco como un estilo de animación ni como una aproximación estética determinada. Ni siquiera como un conjunto de temas, dado que, como decíamos, tan anime es Pokémon como Akira o El viaje de Chihiro. En realidad, la única cosa que realmente definiría el anime es el hecho de que está realizado en Japón, por creadores japoneses y en un contexto industrial y cultural japonés (véanse, entre otros, Clemens y McCarthy, 2001; Drazen, 2003; Lent, 2001). Así, lo más destacable de la subcultura de los fans del anime en España, como en Estados Unidos o en cualquier país europeo o latinoamericano, es que el objeto de culto no es un producto autóctono. Tampoco es un producto que llega de un área de natural influencia cultural o lingüística. Y ni siquiera es de origen occidental, sino que se trata de un producto de un contexto cultural completamente ajeno. Ser fan del anime es, por tanto, rendir culto a una alteridad extrema. En consecuencia, interrogarse sobre en qué consiste exactamente ser fan del anime pasaría por preguntarse cómo nace la pasión del consumo de una forma cultural como esa. Aquí entra la necesidad de pensar en una característica esencial del fandom del anime, que sería, de hecho, una característica esencial de cualquier fandom: la conciencia de ser consumidor de un determinado contenido.

La animación japonesa ha estado presente en las pantallas occidentales desde sus orígenes, pero los niños y jóvenes que veían series como Heidi o Mazinger Z no eran conscientes de estar viendo algo que mereciera tomarse en consideración como un producto cultural distintivo. En todo caso, se consumía porque era lo que ofrecía la televisión, por mucho que se intuyera que consistía en algo distinto a lo que se había ofrecido hasta ese momento, y no porque el hecho de su origen japonés le otorgara algún tipo de distinción. Lo mismo podría decirse de los niños que en la última década han visto Pokémon. Lo han visto, en primer lugar, porque es lo que ofrecía la televisión en el momento en que podían verla. Después, pueden haber desarrollado un gusto, una atracción especial, porque sus características estructurales y sus temas les han ofrecido algo distinto, pero no por su japonesidad. Sin duda, algunos de esos niños que en su día vieron Pokémon adquirieron una clara conciencia de que lo que les atraía de la serie podía estar relacionado con su origen cultural y, sólo entonces, se convirtieron en fans del anime. Susan Napier sostiene que los niños y niñas que vieron series como Pokémon podrían haber sido “condicionados subliminalmente” (Napier, 2001: 14).

Parece poco probable que ese condicionamiento subliminal sea responsable de su potencial comportamiento como fans, pues lo que importa aquí es el proceso de adquisición de esa conciencia de consumo, que sería, en definitiva, todo lo contrario a la subliminalidad.

Materiales culturales para un activismo lúdico

En esa adquisición de autoconciencia del consumo cultural tienen un papel relevante las convenciones, festivales, salones y otros encuentros similares. Napier (2001: 14) señala que el punto de inflexión del visionado consciente de anime de los espectadores occidentales puede encontrarse en las convenciones de fans de la ciencia ficción celebradas en los Estados Unidos en los últimos ochenta y primeros noventa, en las que aficionados asistían a proyecciones de lo que entonces se veía como un producto cultural radicalmente innovador: largometrajes de animación en su versión original japonesa. Esos pases alternativos permitían a los aficionados acceder a un material que jamás antes había llegado a las pantallas estadounidenses, y también les permitía descubrir que lo que había llegado con anterioridad lo había hecho en condiciones muy especiales. La mayor parte del anime visto hasta ese momento en Occidente había sufrido remontajes, modificación de diálogos y otras mutilaciones que obedecían a criterios diversos, entre los que la censura de los contenidos no era el de menor importancia. En consecuencia, en aquellas convenciones se tendía a redescubrir la animación japonesa como algo inherentemente “adulto”, lo cual ayudó sin duda a la consolidación del estereotipo que asocia anime con sexo y violencia. Luego descubriríamos que si algo era característico del anime era, precisamente, la variedad de temas y tonos, pero en aquel entonces el anime llegaba como una ola de innovación destinada a romper con todos los esquemas que hasta ese momento habíamos asociado a la animación. En los primeros noventa, algunos fuimos testigos de las circunstancias especiales en las que se producía la exhibición de muchas producciones de anime, cuando pudimos ver, por ejemplo, OVAS de la serie Urotsukidôji: La leyenda del señor del mal en locales de ocio nocturno. Tanto Urotsukidôji, que, recordemos, es una historia fantástica repleta de monstruos viscosos, violencia extrema y contenidos sexuales explícitos, como Akira, la obra de Katsuhiro Otomo que nos había abierto los ojos a algo nuevo que llegaba de Japón, aparecían entonces como recursos culturales especialmente adecuados para su consumo y resignificación por parte de algunas subculturas juveniles.

Akira es uno de los textos fundacionales de la subcultura de fans occidentales del anime. Por eso merece la pena detenerse un momento en la descripción de alguno de sus detalles argumentales. Adaptación del manga homónimo de Otomo, Akira supuso sin duda el ariete de la invasión de la animación japonesa en Occidente. Pocos años antes del estreno del film, los aficionados a la historieta más atentos habían reparado ya en las páginas del manga, una compleja y larga serie de ciencia ficción con ribetes contraculturales que demostraba que la transversalidad estética y la concepción multigenérica del cómic japonés estaban llamadas a redefinir el panorama de la cultura pop de finales del siglo XX. Numerosos críticos han observado que en Akira pueden hallarse notables ecos de Blade Runner (incluso, en un homenaje explícito, se desarrolla en el mismo año, 2019).

Aquí creemos, como Clemens y McCarthy (1996), que la película debe más a la sensibilidad resistencial y periférica de Otomo, conectada con el pensamiento contracultural de los sesenta, que a la vocación explícita de adscribirse al entonces consolidado cyberpunk. Dicho esto sin olvidar que la contracultura clásica y el cyberpunk no son movimientos excluyentes, sino más bien todo lo contrario.

Akira configura un mapa conceptual que el anime posterior no abandonará. La Tercera Guerra Mundial como punto de partida, el despliegue de guerrillas de activistas en lucha contra el sistema, la bandas ligadas a subculturas tecnológicas, los experimentos con humanos, o los adolescentes con poderes psíquicos, no son temas que se inauguran con el film de Otomo, pero sí son asuntos que formarán desde entonces parte esencial del paisaje temático de la animación japonesa, tanto mainstream como experimental o de autor. En esa intersección entre mainstream y cine de autor se encuentra, precisamente, otro de los puntos de máximo interés del film. Desde su estreno, Akira quedó, tanto para públicos japoneses como foráneos, como paradigma del anime, por mucho que, desde su propia gestación, la película se situara fuera de los esquemas productivos de la industria. Y no sólo porque Otomo fuera más un autor underground que un personaje de peso en el engranaje industrial del cine de animación japonés, sino porque la propia excelencia visual de la película excedía, con mucho, los márgenes razonables del sistema. Además de

esa significación industrial, Akira fue sin duda importante en la configuración del fandom del anime desde una perspectiva social, puesto que, de algún modo, ofreció a las incipientes subculturas del momento un nuevo conjunto de materiales culturales dispuestos para su reubicación simbólica.

El hecho de que, como decíamos, tanto Akira como la citada Urotsukidôji tuvieran difusión entre los locales de ocio nocturno hizo que el anime se convirtiera en esos años en un recurso cultural de la subcultura rave. Ueno (2002) ha destacado la vinculación que se fue gestando a lo largo de los años noventa entre las comunidades de aficionados al anime y los seguidores de la “cultura rave”. Aunque las raves han quedado en buena parte integradas en el sistema como germen de muchas de las actuales tendencias en el ocio nocturno juvenil, conviene recordar que en su momento fueron la articulación específica de una sensibilidad subcultural. Como cualquier lector sabe, las raves eran fiestas en las que, al calor de diversos estilos de música electrónica y de las drogas de síntesis, multitud de jóvenes se expresaban bailando sin imposiciones, sincronizados de forma misteriosa con la música, formando una comunidad de cuerpos milagrosamente sintonizados. La subcultura rave fue articulando sus propuestas estéticas a lo largo de su década y media de existencia y, aunque en buena parte mantuvo el carácter de estallido frenético de locura de fin de semana de la juventud de clase obrera que tenía en sus orígenes, fue introduciendo en la cultura juvenil y, por extensión, en la cultura popular, nuevas formas de vestir y sentir, nuevas imágenes y nuevos estilos de vida, entre los que sin duda destaca la mezcla entre el misticismo y la tecnología que “lo rave” proponía de forma desvergonzada.

Esta misma mezcla pudo verse en muchas de las producciones de animación japonesa estrenadas en los noventa, híbridos culturales que no estaban basados en un puro eclecticismo posmoderno sino en un sincretismo táctico. Este sincretismo podía distinguirse del pastiche posmoderno, desde el momento en que este último presupondría una forma de pretendida pureza que se contemplaba con distancia irónica. El sincretismo del anime, como el de la cultura rave, era el propio de una cultura trashumante. Como afirma Ueno, el sincretismo requiere la implicación activa del sujeto de apropiación, expresado en un respeto por otras culturas y de la formación de momentos culturales híbridos. A pesar de su ignorancia del fondo de varias culturas, el sincretismo táctico de los ravers les permitía intentar aprender y respetar su especificidad. Respecto a los sentimientos hacia el otro y sus culturas en las tribus urbanas y mediáticas se producía una forma de solidaridad eventual (coexistencia) con otras tribus: un individuo podía ser raver y fan de la animación japonesa y a la vez estar inmerso en muchas otras subculturas, como el rol o los videojuegos, el activismo geek. En todos estos casos, puede que los jóvenes no hablaran de conflictos políticos en su vida diaria, pero las ficciones simbólicas que consumían estaban plagadas de temas políticos y pacifismo. La subcultura convertía el baile y el consumo en política.

Un aspecto destacable del fenómeno de la subcultura rave y del anime que se asociaba a ella es que la posición de la mujer era altamente significante. Muchas animaciones japonesas presentaban (y presentan) protagonistas femeninas con superpoderes que establecen relaciones íntimas con la tecnología. Del mismo modo, en el trance psicodélico propio de la subcultura rave, la posición de la mujer era crucial. A diferencia de las culturas disco previas, las mujeres ya no eran tratadas como mero objeto sexual; al mismo tiempo, los hombres eran invitados a abandonar las conductas parcamente masculinas. En perfecto paralelo, las fronteras de género (en el doble sentido narrativo y sexual de la palabra) se debilitaban en el manga y el anime. Si antes existía una clara diferencia entre el shonen manga, es decir, el manga para chicos, basado en la acción, con argumentos fuertes y personajes de desarrollo débil, y el shojo manga, o manga para chicas, basado en los sentimientos, con argumentos débiles y personajes de desarrollo fuerte, a partir de los noventa estas distinciones comienzan a resultar poco operativas, pues, si bien siguen produciéndose ejemplos de género puro, comienzan a abundar los híbridos en los que se mezclan las características del shonen y del shojo, en las que se invita a los lectores y espectadores a comprender y disfrutar de los materiales culturales aparentemente destinados al otro sexo.

Otros orígenes

Vista ahora, esa apropiación por parte de la subcultura rave fue, sin duda, una fase primitiva en la historia cultural del anime, y, en todo caso, fue un fenómeno circunscrito a unas pocas áreas geográficas. En otras, como por ejemplo España, cabe buscar las razones de la consolidación del consumo consciente de anime en otros contextos culturales. Poco después del estreno de Akira, y, de hecho, simultáneamente a su afianzamiento como película de culto, algunas cadenas de televisión de ámbito autonómico en España comenzaron a emitir la citada serie Dragon Ball. El pase en televisión de la serie de Akira Toriyama provocó una fiebre cultural pocas veces vista antes. Multitud de aficionados se congregaban periódicamente frente al televisor para disfrutar de un producto que les ofrecía algo realmente nuevo. Pero hacían algo más: redistribuían fotocopias de cualquier ilustración relacionada con la serie, a veces incluso calcadas directamente de la pantalla y reelaboradas con mayor o menor fortuna. Dragon Ball fue la chispa que encendió la afición por el anime en muchos aficionados, al tiempo que suponía el caldo de cultivo del desembarco del manga en España[1] e, incluso, de la fundación del ya comentado Salón del Manga de Barcelona. El boom de Dragon Ball supondría, en definitiva, la aparición de la subcultura anime tal como la conocemos ahora.

En la definición de esa subcultura tendría una importancia capital la ya mencionada expansión del formato de explotación del OVA. Los OVAS han supuesto, a lo largo de sus dos décadas de existencia, una parte muy importante del lucrativo negocio de la animación, al tiempo que han supuesto el estímulo que necesitaba el medio para generar una legión de fans. En efecto, mucho tiene que ver la facilidad del consumo de la animación original para vídeo con la consolidación del anime como una auténtica revolución cultural popular. A diferencia de la serie de televisión y la película para cine, que requieren de fuertes inversiones para su programación, distribución y lanzamiento comercial, las películas de animación para vídeo nacen ya marcadas por una mayor simplicidad logística. Desde un punto de vista industrial, sus derechos de distribución son, obviamente, más asequibles para cualquier distribuidor independiente; desde un punto de vista de consumo, el replicado y la redistribución libre parecen formar parte de su misma esencia. La producción de OVA se ha convertido, con el tiempo, en un inmenso archivo disponible en Internet, de donde los aficionados los descargan, traducen y subtitulan con programas domésticos, y los vuelven a poner al alcance de otros aficionados, casi siempre de forma altruista, en lo que supone una forma inédita de consumo audiovisual que ha servido de puente entre las dos orillas del Pacífico y que ha impregnado, más de lo que la academia y la crítica sobre medios ha sabido ver hasta ahora, la cultura popular francesa, británica o española. En poco tiempo, las series de televisión y los largometrajes se unirían al arsenal cultural de los aficionados al anime, pero conviene no olvidar que el fenómeno nació de la consolidación del formato OVA.

La popularidad del anime entre los jóvenes americanos y europeos fue, de hecho, una de las más grandes sorpresas sociológicas de los noventa. Mientras los observadores “adultos” desplegaban a su alrededor quejas sobre su mentalidad acomodaticia y lanzaban avisos sobre su inevitable idiotización, una nueva generación de jóvenes hacía suya una forma de entretenimiento especialmente difícil de aprehender. Difícil, en primer lugar, por el idioma, pues el conocimiento del japonés estaba, antes de los ochenta, restringido a muy pocos extranjeros; pero difícil, también, por sus peculiaridades culturales. Como afirma Levi (1996), la mayor dificultad de la relación entre el anime y los jóvenes occidentales no estriba en la barrera idiomática, puesto que los subtítulos y el doblaje se encargan de franquearla, sino en que, desde un punto de vista cultural, el anime llega sin manual de instrucciones.

Sin embargo, el anime se ha usado para edificar identidades culturales; de un modo u otro, se ha interpretado. En muchos puntos del planeta, los jóvenes se identifican con los héroes y heroínas adolescentes de la animación japonesa, con su variedad social, cultural y étnica, con sus poderes más allá de lo humano, con sus expansiones corporales y su misticismo, con su relación naturalizada con la tecnología, con su peculiar código de honor.

Todos estos temas parecen suficientes para esbozar algo así como una teoría general de la interpretación del anime, así que, ¿quién dijo que no existía manual de instrucciones? No sólo existe sino que, además, son los propios fans los que lo han creado.

Preguntarse en qué consiste y cómo se ha creado ese manual de instrucciones implica recuperar la idea que se esbozaba en la introducción sobre la existencia de dos territorios para la interpretación de la actividad de los fans del anime: el textual –o lo que se extrae del consumo de los productos– y el extratextual –o lo que se hace fuera del texto con el objeto de expandir y compartir el goce.

Lo que se hace con el anime: el trabajo de los fans

Por lo que respecta al segundo terreno, al que hemos llamado dimensión extratextual, parece claro que la configuración y consolidación de una subcultura otaku ha tenido efectos notables en la propia expansión de la industria del anime. Como señala Leonard (2005), fue el trabajo de los fans lo que hizo posible la popularidad de la que el anime goza hoy día. Sin las redes de intercambio de los fans, y específicamente sin la distribución que los fans llevaron a cabo en los primeros noventa, el éxito del anime no hubiera sido posible. Los fans, como “comunidades de imaginación” (Hills, 2002: 177) que se autodefinen mediante el trabajo en beneficio de otros públicos imaginados y como “cosmopolitas pop” (Jenkins, 2006: 155) que buscan expandir los límites de sus propias comunidades para entrar en una experiencia cultural más amplia, son agentes activos para la difusión del objeto que consumen con pasión.

Un papel esencial en todo ello es el que tienen los aficionados que se dedican al fansubbing (subtitulado realizado por y para fans), como demuestra el hecho de que casi toda la reflexión académica en torno a las comunidades online de fans del anime se han hecho desde los campos de los estudios legales y los estudios sobre traducción. Denison (2011) ha señalado todas las aristas de este fenómeno, explicando que a través del fansubbing los fans del anime se han situado históricamente en un espacio liminal entre la creatividad fan y la piratería. En efecto, el fansubbing del anime ejemplifica perfectamente las tensiones entre un sector industrial (los distribuidores de material videográfico) y sus consumidores en el contexto actual de consumo cultural. Por otro lado, además de haber sido esencial en la ampliación del consumo del anime, el rol de los fans ha representado un desafío a los propietarios de los derechos de distribución. Las comunidades online de fans del anime pueden ser vistas como entornos de aprendizaje de lenguas y como ejemplos perfectos de distribución de capital cultural basado en la meritocracia, pero también como nidos de piratería que la industria se vería obligada a combatir. Al mismo tiempo, los fans actúan a menudo como dinamizadores de la industria de distribución, dado que sus publicaciones o foros online son inmejorables estudios de mercado, al tiempo que actúan como vigilantes activos de las condiciones de distribución, como la calidad de los subtitulados profesionales o el diseño de los productos, y de las propias políticas empresariales y estrategias comerciales de las compañías del sector.

Lo que ofrece el anime

Los estudios de recepción sobre anime son escasos. Entre ellos destacan los trabajos de Newitz (1994, 1995), Cubbison (2005) y Napier (2007), en los que se da cuenta de las percepciones y lecturas que los fans hacen de los textos que el anime les ofrece en términos de una visión de un mundo lejano que, además, está filtrada por ojos de creadores lejanos, por lo que resulta doblemente extraña y liberadora. “El anime expande mi imaginación” o “Es una huida de lo cotidiano” son respuestas comunes para explicar la afición por el anime, según apunta Price (2009: 166).

También explican su interés en términos de resistencia frente a la hegemonía de las formas de cultura pop occidental. Aunque reconocen que los temas y enfoques que proporciona el anime son similares a los que ofrece la cultura pop occidental, y que incluso las referencias cruzadas son cada vez más abundantes, los fans del anime lo leen en términos de alternativa, precisamente porque “viene de lejos”. Existe en ellos, por tanto, una voluntad de verse como “cosmopolitas”, como estudiosos de unos enfoques y valores ajenos. Además, como señala Newitz, los fans del anime realizan una apropiación (tal y como la entienden teóricos culturales como Fiske y Hebdige), al transformar la cultura pop japonesa para sus propios usos. Esta apropiación tiene una doble naturaleza. En primer lugar se trata de una apropiación literal que adopta la forma de la ya mencionada traducción y subtitulación de anime para hacerlo circular entre comunidades propias y ajenas. En segundo lugar, se trata de una apropiación en términos de lectura cultural que enfatiza las diferencias entre ellos mismos y otras subculturas o entre ellos mismos y los aficionados a la cultura pop mainstream.

Antes decíamos: “desde un punto de vista cultural, el anime llega sin manual de instrucciones”. Precisamente en esa característica radica la diversidad de lecturas que permite. En los trabajos de campo expuestos en los estudios mencionados, los fans señalan que lo que más les atrae del anime es, además de su estilo y tono emocional, sus estructuras narrativas, que, muchas veces, privilegian la complejidad sobre la clausura fácil. En definitiva, valoran una libertad que desafía al lector o espectador, a diferencia del material cultural de origen occidental, en el que elementos como la causa y el efecto, el final feliz y la clausura del relato están modulados por formas muy institucionalizadas. En el ámbito de los temas, los fans señalan que el anime satisface su atracción por lo oriental, que es, de hecho, lo que moldea y da sentido a su cosmopolitismo pop y a su vocación crítica de la cultura occidental, y señalan también como un valor la radical mezcla de géneros (y aquí podríamos hablar del género en su doble acepción de mecanismo textual y de significación sexual del cuerpo). Todos esos valores y temas forman parte esencial de la construcción social de significado de la subcultura otaku.

Sobre el tema de la atracción por lo oriental, parece evidente que el anime se consume desde lo que se ha denominado techno-orientalism (tecnoorientalismo) (Ueno, 2002), que consiste en la construcción por parte de Occidente de un Oriente imaginado como paradigma de la modernidad tecnológica. Aunque no lo hace de forma explícita, Ueno elabora su concepto a partir de la noción clásica de orientalismo de Said, que viene a explicar cómo la representación (imitación o mixtificación) de determinados aspectos de las culturas orientales en Occidente por parte de escritores, diseñadores y artistas occidentales, termina por convertirse en una serie de tópicos, cuyo análisis es útil para explicar las relaciones de poder entre colonizados y colonizadores. En el análisis de Said, génesis de los estudios postcoloniales, se demuestra que el concepto “Oriente” se formula y consolida como una inversión negativa de la cultura occidental.

Del mismo modo que Oriente ha sido construido a lo largo de un proceso histórico por Occidente para edificar su identidad cultural, el tecnoorientalismo ha sido inventado, de hecho, continuamente reinventado, para definir las imágenes y los modelos del capitalismo propio de la sociedad de la información en Asia.

Sólo hay que comprobar el modo en que los paisajes asiáticos han excitado la imaginación cyberpunk, desde que en 1982 los lenguajes, estilos de vida y diseños urbanos asiáticos se constituyeran en paradigma en Blade Runner. Buena parte de la cultura popular, y con ella la animación, japonesa o que tiene a Japón como escenario, se empeña en reflejar la mutación económica global, apropiándose de la ilusión de que Asia y Japón representan la cumbre del capitalismo. El paso del fordismo al postfordismo está perfectamente encarnado en corporaciones como Fujitsu, Sony o Toyota, célebres por sus sofisticadísimas divisiones de trabajo. Del mismo modo, la coexistencia de la alta tecnología con bolsas de decadencia, pobreza y marginalidad del cyberpunk no es en absoluto una simple ficción, sino que representa realidades existentes, puesto que un gran número de regiones asiáticas están marcadas por el dilema de una modernización y una desindustrialización simultáneas, lo que produce la amalgama de ciudades de alta tecnología con paisajes casi en ruinas.

La economía postfordista está inextricablemente ligada con las fuerzas económicas de Asia. En este contexto, hay que hacer notar que varias producciones japonesas han utilizado fuerza laboral de otros países de Asia con costes relativamente bajos.

Para Ueno, la animación japonesa es en sí misma un resultado simbólico del capitalismo japonés (sub)imperialista o (post)colonial, una “forma japonesa” de gestión empresarial que durante todos los setenta y ochenta fue subestimada por las sociedades occidentales y sus empresas corporativas. Pero el éxito de la animación japonesa está ligado no únicamente a la forma japonesa de gestión sino a la naturaleza intrínseca del capitalismo contemporáneo. Los nuevos órdenes del capitalismo informacional y del colonialismo ya no adquieren la necesaria hegemonía sólo a través de políticas militares o diplomáticas, sino también a través de la política cultural y económica. De hecho la expansión de Japón a otros mercados asiáticos no es sólo una cuestión laboral sino que obedece a una estrategia de acceso a nuevas redes de distribución y comercialización con acceso global. Japón no sólo se localiza geográficamente, sino que se proyecta cronológicamente.

A través de las imágenes futuristas de los paisajes cyber de la animación japonesa, los públicos adaptan su mirada a la sociedad de la información. El paisaje y la atmósfera de Japón, como ejemplo de la adaptación a un medio ambiente construido sobre la tecnología, son constantemente referidos como signos del futuro próximo. La animación japonesa se define por el estereotipo de Japón como imagen de la cybersociedad.

No cabe duda de que Occidente es seducido por este modelo, aunque, al mismo tiempo, más que entendido Japón es estereotipado por Occidente. Ueno utiliza también el concepto de tecnoorientalismo para criticar a los teóricos cuyos análisis implican que el anime es más interesante para el público occidental que para el japonés por su especificidad cultural, idea que, hay que asumirlo, está en el fondo del análisis que se pretende llevar a cabo en estas líneas. Para Ueno, es sorprendente el modo en que muchos intelectuales no japoneses construyen una cultura imaginaria japonesa. Para nosotros, lo sorprendente es el reproche de Ueno, dado que ¿cómo podemos acercarnos a una cultura ajena si no es imaginándola? En cualquier caso, entre los fans el tecnoorientalismo opera en una dirección inversa al modo en que, según Said, funciona el orientalismo. Si el segundo implica que Oriente se imagina como inversión negativa de Occidente para justificar el colonialismo, el primero implica que Oriente es la inversión de Occidente porque propone una visión del mundo más acorde con el futuro que nos espera y más útil para desarrollarse en él. Sí, los fans estereotipan Oriente, pero en el proceso no lo marginan ni justifican ningún tipo de colonialismo sino que extraen conclusiones positivas para explicar su lugar en el mundo.

Otros órdenes de la fascinación por lo oriental, en este caso despojada ya del prefijo “tecno”, serían los aspectos más emocionales y espirituales. Price (2001: 168) señala que uno de los temas más discutidos por los aficionados –y, cabría añadir, por los productores– es si el anime puede resultar atractivo para un público universal. Cuando se señala que muchas tramas de series o películas de anime son complejas, largas y difíciles de comprender en su totalidad por los públicos occidentales, a menudo se pasa por alto que esto ocurre porque la mayor parte de sus claves de lectura se encuentran en el shinto, la religión “original” de Japón, cuya pervivencia se debe, precisamente, a su facilidad para sincretizarse con otras doctrinas. El sintoísmo es una forma religiosa animista que, a diferencia de tradiciones como la judeocristiana, carece de estructura organizativa, de teología oficial, de escrituras fijas y de un código moral explícito más allá de la “limpieza” de espíritu.

Por el contrario, si de algo no carece el shinto es de historias, puesto que cada uno de sus “ocho millones de dioses”, así como cada uno de sus fantasmas y seres mitológicos, tiene asociado, como es lógico, un relato que se disemina, se cruza y se hibrida en el manga, el anime y el videojuego.

Una segunda clave de interpretación del anime por parte de sus consumidores es la política de la integración racial y sexual que el anime propone. A ojos de Occidente, y desde una mirada superficial, la sociedad japonesa parece bastante homogénea.

Para un ojo poco entrenado es muy difícil establecer rasgos de distinción entre los diversos componentes sociales, rasgos que en las comunidades occidentales sí podemos reconocer con cierta facilidad: color de piel, color de ojos, color y textura del cabello.

Los propios japoneses, en una gran mayoría según los estándares de la sociología, están convencidos de que no existen comunidades étnicas, ni siquiera de clase, en Japón. Los creadores de anime conocen ese dato y participan de él, y, en una suerte de política cultural popular, caracterizan a los personajes de sus historias con extraños colores de pelo y peinados extremos, formas de ojos variadas y diversas extensiones corporales. En algunas ocasiones, los creadores ponen en escena personajes obviamente “occidentalizados” y que hablan con marcados acentos extranjeros; en otras, ponen nombres japoneses a personajes con rasgos físicos que no lo son y viceversa, dotando a sus diseños de una variedad que en apariencia no existe desde un punto de vista social, variedad que se traslada a la masa de consumidores en diáspora, que la usan para la modelación de sus identidades. Porque, como no podría ser de otro modo, la clave de las lecturas que los fans hacen del anime está siempre en la identidad, en una especie de cosplay mental en el que participan desde el fan típicamente masculino interesado en la imaginería tecnológica y en la acción, que se convierte ciberguerrero, hasta la fan femenina que encuentra en el anime muñecas guerreras, heroínas características de la cultura pop japonesa que combinan ingenuidad y agresividad, inocencia e instinto asesino. O viceversa.

Referencias

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