Capítulo I. Teorías literarias y retos digitales

Laura Borràs Castanyer

Hoy en día parece bastante aceptado –incluso pese a las atávicas reticencias del mundo académico para atreverse a un desafío como el que nos propone el nuevo entorno– que las tecnologías de la información y la comunicación introducen cambios en la manera como se enseña, se estudia, se crea y se recibe la literatura en nuestros tiempos.

Por ello, no basta con tener los ojos bien abiertos, sino que también deberíamos tratar de modificar la manera de mirar: es necesario permitir una nueva mirada. Si somos capaces de propiciarla, entonces ganará enteros la posibilidad de producir un tipo de conocimiento que aprenda del contacto, siempre estimulante y enriquecedor, con la diferencia. Esta transformación, sin embargo, es cualquier cosa menos fácil y su éxito está condenado desde el comienzo a sortear los mil y un obstáculos que surgirán en el camino, entendiendo que existen dificultades de orden estructural, como la incapacidad de producir una verdad que funcione para cada contexto.

La revolución tecnológica en la que estamos inmersos ha alterado algunas instancias culturales centrales en nuestra civilización, como la misma noción de libro, y está desplazando otros conceptos tradicionales, como pueden ser las figuras del autor o el lector. Asimismo, distorsiona los métodos de publicación y edición establecidos, en la medida en que descentraliza el acceso a la información, desvinculándola de los reductos tradicionales en los que había permanecido: instituciones culturales o académicas como iglesias, monasterios, universidades y bibliotecas.

Ante el cambio sociocultural que Internet ha comportado, a nadie se le escapa que las consideraciones sobre la literatura en el entorno electrónico y su impacto en la textualidad acostumbran a gravitar en torno a tres ejes básicos: 1) el nuevo escenario literario de interacción; 2) el objeto de estudio en sí, el texto; y 3) el análisis del tótem tecnológico en que se ha convertido el ordenador en la cibercultura como nuevo soporte literario. Tres ejes o puntos clave que concentran la atención, respectivamente, en las relaciones entre los distintos actores de la escena literaria; a saber: escritores, lectores, críticos y académicos, cuyos roles dentro del ritual de la comunicación literaria se han visto substancialmente modificados, por un lado. Por otro, en la naturaleza compleja del texto digital –fusión de distintos sistemas de signos o lenguajes (humanos, de programación, etc.), en su pertinencia conceptual como texto literario y, finalmente, en el propio medio. Es decir, en el dispositivo tecnológico en que se fundamenta la cibercultura y los cambios que su uso conlleva.

No obstante, y pese a quien pese, (8) la larga hegemonía de la letra impresa está cediendo paso a las dinámicas transformaciones textuales generadas por las nuevas posibilidades del entorno digital. (9) La teoría de la literatura y la literatura comparada, como disciplinas renovadoras que, en opinión de teóricos como Gonzalo Navajas, han llegado a desvirtuar la visión ontológica de la historia de la literatura que clasificaba autores y textos en categorías permanentes y absolutas, nos parecen un buen escenario desde el cual abordar las problemáticas que nuestro entorno está generando.

La incursión de la tecnología digital en el mundo de la literatura y los estudios literarios cuenta ya con una nutrida tradición en países como Francia, Inglaterra, Finlandia y, claro está, Estados Unidos. Hoy en día ya existen departamentos de Media Culture por doquier y asignaturas como Teoría del hipertexto, Cibercultura, Cultura digital o Literatura digital forman parte de los planes docentes de las titulaciones de Teoría de la literatura y literatura comparada. Estamos ante un fenómeno de dimensiones académicas notables que ha sabido encontrar su espacio en los departamentos más tradicionales de literatura inglesa (es el caso de nombres tan relevantes como George Landow en Brown University o Katherine Hayles en UCLA), o bien en los más innovadores como los de Estudios Culturales.

En cualquier caso, ninguna disciplina universitaria se construye ab nihilo, sino que parte de una herencia de nociones y de métodos. En el caso de la penetración de la tecnología en el espacio literario y las transformaciones conceptuales que ello conlleva –en el contexto de la teoría del hipertexto, por ejemplo–, esta herencia es claramente la del texto como un referente cultural inamovible a partir del momento en que el objeto-libro se convierte en autoridad con los modelos de las religiones monoteístas basadas en el libro (cristianismo, judaísmo e islamismo) y, sobre todo, claro está, con la invención de la imprenta. Por ello pensamos que, en nuestro entorno universitario, el marco de la teoría de la literatura y la literatura comparada nos permite situarnos en unas buenas condiciones de partida para tratar de resolver los interrogantes que nos plantea nuestra contemporaneidad y los retos digitales que tenemos que asumir si queremos ser partícipes críticamente de ella. (10) Probablemente nos hallemos en un espacio conceptual privilegiado para hacerlo, no sólo porque desde este utillaje teórico se haya abordado ya la misma problemática que nos ocupa en otros países que van más avanzados en esta reflexión, sino porque esta disciplina ha permitido la relectura, el acercamiento al clásico desde criterios críticos actuales y éste es uno de los puntos decisivos en nuestra práctica docente en las asignaturas de literatura de nuestra universidad. (11)

1. El futuro de los estudios literarios en la textualidad electrónica

La tecnología en el entorno humanístico alimenta miedos, pero desde Hermeneia también queremos pensar que genera poderosas esperanzas. Tal vez estemos en condiciones de aprovechar esta situación para reformular algunos presupuestos que están siendo modificados en lo que ya se considera un auténtico cambio de paradigma. La aparición repentina de la textualidad electrónica en los últimos años nos brinda una magnífica oportunidad para pensar sobre las especificidades de los medios textual-impreso y textual-electrónico, que pueden iluminarse entre sí por contraste. Como han sostenido voces distintas, incluso puede ser que no se haya dado nunca un momento tan propicio y favorable en la historia como el actual para replantearse los cimientos de la literatura impresa y la literatura electrónica. Quizás no sea casualidad que últimamente hayan proliferado títulos que resumen la historia del libro, que tratan las diversas tecnologías que han modificado su forma histórica, que analizan el impacto de la imprenta, etc.

Sea como fuere, ante la inminencia del “apocalipsis” formulado por profetas irritados, los gritos de auxilio de teóricos que temen sentirse ajenos en su disciplina y perder, por lo tanto, su parcela de poder y los intentos desesperados de todos ellos para tratar de detener cuanto antes la evolución de los acontecimientos; el encuentro entre el texto y la tecnología o, si se quiere, la irrupción de la tecnología en el espacio textual no ha sido ni de lejos tan extraña, perversa e improductiva como querían hacernos creer o como a muchos les hubiera gustado que fuera. Podría aducir aquí ejemplos varios que encuentran un altavoz de excepción en la figura del mítico y galardonado Harold Bloom (12) o la obra de teóricos que, significativamente, nos muestran sus posicionamientos desde el título.

Este es el caso del elocuente libro de Eugene Goodheart, Does Literary Studies have a Future?, donde se plantea la posible supervivencia de los estudios literarios en un mundo colonizado por la cultura popular y la amenaza tecnológica. No es sobre el posible futuro de los estudios literarios de lo que quisiera tratar aquí, entre otras cosas porque estoy convencida de que mientras haya textos, mientras estemos de acuerdo en que la literatura sigue existiendo (y de ello no tengo ningún tipo de duda), los estudios literarios seguirán teniendo futuro. Todo depende, claro está, de si pensamos que los estudios literarios como entelequia, con un determinado enfoque crítico muy cerrado tengan que continuar

“Si… como nos dice el propagandista de la nueva tecnología, el ordenador, con su poder de crecimiento exponencial para dar información está donde se halla la acción educativa, puede haber poca esperanza para el estudio serio de la literatura seria en el futuro”. [La cursiva es mía.]

Eugene Goodheart (1999). Does Literary Studies have a Future? (pág. 103-104). Wisconsin: The University of Wisconsin Press.

O sea que, en el fondo, además de su crítica feroz contra la cultura popular, Goodheart imputa a los propagandistas de la nueva tecnología –que, por otra parte, ya no es tan nueva– la responsabilidad de esta posible ausencia de futuro para la crítica y la teoría literarias como el “coto” privado de caza, como sin duda las concibe. Aunque a nivel de usuario la tecnología es percibida como neutra, resulta evidente que cada nueva alfabetización lleva consigo una carga ideológica considerable. También lo es que parece necesario desarrollar posturas críticas ante esta carga. Sin embargo, de ahí a efectuar una crítica a la totalidad desde el desconocimiento, me parece una conducta tan temeraria como deshonesta.

2. Políticas de substitución

Ante la aparición de novedades siempre se suscita un debate apocalíptico sobre la continuidad futura de determinados sistemas de transmisión del conocimiento. Efectivamente, en el entorno tecnofóbico propio de los círculos humanistas, el libro se siente amenazado por las nuevas formas textuales y en un contexto de presiones aparecen rápidamente los defensores a ultranza de la supuesta “víctima en vías de desaparición”. Al mismo tiempo, también es cierto que frente a los apocalípticos han aparecido los visionarios de turno que ya hace tiempo que vienen proclamando la muerte del libro. Mi impresión es que éste todavía tiene vida para rato, lo quieran o no Bob Coover y Jane Yellowlees Douglas. (13)

La nuestra es una cultura libro-céntrica. Y se trata de un rasgo endémico que me parece tan difícil como inútil de remediar. No estamos ante una epidemia pasajera. Es necesario comprender la función social de la literatura asociada a la idea de libro dentro de un contexto determinado: el de la cultura occidental. Basta incluso con observar hasta qué punto el texto –aunque esté en formato digital– mantiene y confirma su apego a las convenciones establecidas por el medio impreso (idea de página-web, importancia del texto en los contenidos, abundancia de documentos pdf, etc.).

Con todo, es cierto que siempre que se produce algún cambio substancial aparecen las voces moralistas que afirman con un cierto tono fúnebre: ceci tuera cela! (‘¡esto matará aquello!’) ¡Menos mal que lo iba a matar! Si en el año 1997 Janet Murray afirmaba que estábamos en la época incunable de la literatura digital hoy, más de ocho años después y en nuestras latitudes, podemos afirmar que seguimos en la más tierna infancia (que es lo que significa precisamente incunabula, ‘pañales’, en latín), respecto de estas transformaciones textuales que tienen a “la literatura que pasa por la pantalla” en el punto de mira.

Con todo, es cierto que siempre que se produce algún cambio substancial aparecen las voces moralistas que afirman con un cierto tono fúnebre: ceci tuera cela! (‘¡esto matará aquello!’) ¡Menos mal que lo iba a matar! Si en el año 1997 Janet Murray afirmaba que estábamos en la época incunable de la literatura digital hoy, más de ocho años después y en nuestras latitudes, podemos afirmar que seguimos en la más tierna infancia (que es lo que significa precisamente incunabula, ‘pañales’, en latín), respecto de estas transformaciones textuales que tienen a “la literatura que pasa por la pantalla” en el punto de mira.

Esta nueva realidad literaria, de la que ya tenemos ejemplos suficientes como para poder afirmar que se aprecia con claridad la existencia de dos generaciones, (14) puede que modifique lo que ya conocemos. Puede incluso que lo transforme, lo expanda, lo deforme, lo distorsione de todas las maneras imaginables y por imaginar; pero resulta difícil pensar que pueda aniquilar lo que representa el origen de nuestra cultura. Como nos recuerda Eco, el hecho de que exista la práctica de la jam session, que cambia cada noche el destino de un tema, no nos priva, ni nos desanima del hecho de ir a las salas de concierto donde la Sonata en si bemol menor op. 35 acabará hoy por la noche de la misma manera de siempre (Eco, 2002: 20).

Los debates entre tecnófilos y tecnofóbicos no conducen a casi nada; todo lo más a perder energías. Ambos posicionamientos acostumbran a caer en el reduccionismo propio de los extremos. Pero “fílicos” y “fóbicos” están demasiado próximos al fetichismo, para algo son tecnófilos o bibliófilos y hacen uso de argumentos sectarios –tecnicistas o culturales– para defender la hegemonía de un medio sobre otro, como si no pudiera existir un término medio posible. Yo, por mi parte, no comprendo por qué cuando se hace una alabanza del libro se tiene que recurrir a la mística del olor del papel y el tacto de la página impresa, cuando a veces el papel desprende un olor que puede llegar a ser desagradable, y a menudo puedes ensuciarte bastante consultando según qué libros donde se acumula polvo y otros efectos “naturales” (eso cuando no te tienes que abrir tú mismo el libro separando los pliegos de papel que, generosamente y como señal de autenticidad –para hacer más ergódica la lectura, supongo– dejan los editores nostálgicos).

Pero tampoco comprendo que cuando se habla de los textos en pantalla se alabe la rapidez de acceso a la información y las grandes posibilidades de almacenaje: todos sabemos que la rapidez a veces depende tanto de la sofisticación y la potencia de nuestro hardware como de la voluntad de las empresas telefónicas de conectarnos con el mundo. Finalmente, hablar de almacenaje puede resultar sarcástico para quienes –desprevenidos y confiados en las posibilidades de la informática– presenciamos cómo “se nos muere” el ordenador sin haber hecho copias, no ya en otros métodos de almacenaje como puedan ser disquetes, zips o CD, sino en simple papel. Esta situación conlleva la pérdida de datos y la imposibilidad de acceso al disco duro y, por lo tanto, a nuestra memoria, a nuestra biblioteca, a nuestro trabajo y a una parte más o menos importante, según los casos, de nuestra vida.

He aquí otro argumento que suele esgrimirse al hablar de la incomodidad de los soportes digitales para el consumo textuales: hay quien siempre se felicita del gran placer de leer en la bañera y del peligro y del riesgo que supondría hacerlo con un aparato electrónico en un medio acuático. Bromas aparte, creo que deberíamos contemplar la realidad de una manera igualmente apasionada, si se quiere –porque la pasión siempre es un ingrediente interesante–, pero más neutra con respecto a posicionamientos ideológicos y, sobre todo, con mayor seriedad. Si nos gusta o no nos gusta lo que leemos, que sea por alguna razón más consistente. A estas alturas ya comprendemos de dónde, desde qué poltronas, qué prejuicios, qué carencias y qué actitudes ideológicas provienen ciertos desprecios y ciertas críticas.

En el fondo, tan ridículas me parecen unas posiciones como las otras. Y sin embargo hay algo que resulta más que evidente: cualquier reflexión sobre el estudio de la literatura y las tecnologías digitales (15) presenta un conjunto de cuestiones previas y exige la definición de líneas metodológicas a partir de las cuales estas cuestiones puedan ser abordadas. Hermeneia quiere ser el paraguas donde cobijar esta amplitud temática que se fundamenta en una estructura bidireccional que parte de la investigación para ir hacia la docencia y viceversa. Por ello, la oportunidad de hacer de profesora en una universidad virtual me ha obligado a que la reflexión resultante esté orientada también hacia la docencia y hacia los estudiantes, hacia el binomio enseñanza-aprendizaje que, en la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), es un proceso que tiene lugar en un espacio concreto de la red: un campus virtual que funciona exclusivamente por Internet, de manera asíncrona.

3. Un apunte sobre la UOC y la docencia en un entorno virtual de aprendizaje

George Landow lo ha formulado con una claridad meridiana: el mundo digital reconfigura la enseñanza, prosiguiendo el proceso iniciado primero con el invento de la escritura, y después de la imprenta, liberando al estudiante de la necesidad de estar en presencia física del profesor. (16) Pero si el entorno docente deja de ser el de las aulas para pasar a la inasible virtualidad de la pantalla, el enfoque metodológico es crucial por cuanto la calidad del producto resultante –el éxito docente– está en juego de manera particularmente peligrosa. (17) En especial si tenemos en cuenta dos elementos fundamentales: la novedad que supone impartir docencia universitaria homologada y de calidad a través de la red, por un lado y, por otro, la falta de referentes y de experiencias similares en los que poder reflejarnos y, naturalmente, de las que poder aprender. (18) Y si el fin continúa justificando los medios, podemos afirmar que nuestra tarea docente queda plenamente justificada, incluso en este médium heterogéneo y turbador. Porque, en último término, el objetivo sigue siendo enseñar. (19) La reflexión profunda que no podemos ignorar es la de plantearnos si a principios del siglo XXI el tipo de enseñanza que hay que ofrecer es la misma de siempre, se produzca en una universidad tradicional o en una universidad pionera como la UOC.

Los cambios socioculturales que Internet ha promovido nos obligan a replantearnos algunas premisas y a considerar nuevos espacios y posibilidades que hay que saber generar, de acuerdo con el signo de los tiempos. A partir de nuestra práctica docente, hemos constatado que esta mutación epistemológica comporta, a su vez, una nueva modalidad de comunicación y recepción de los conocimientos, que ya no se presentan como el registro de verdades establecidas, sino que permiten apuntar hacia una construcción colectiva del conocimiento basada en el intercambio. En este contexto, el estudiante es, en potencia, un individuo infoxicado (para usar el neologismo de Cornella que combina información con intoxicación en la gestión y digestión del alud informativo de nuestros días), que tiene a su disposición, a tan sólo un clic de distancia y desde cualquier lugar con conexión, cantidades ingentes de información. Este estudiante se sentirá estafado si cuando acude al aula, la información que el profesor le transmite es un cúmulo de referencias que puede encontrar más y mejor organizadas en cualquier base de datos y páginas de recursos de Internet. Lo que habría que esperar del profesor es que haga de guía, que proporcione instrumentos intelectuales para ser capaz de pensar con criterio. (20)

En nuestro entorno literario, estamos convencidos de que lo que hay que hacer es enseñar a leer, con toda la profundidad que seamos capaces de conferir a esta fórmula. Y nosotros hemos optado por un método hermenéutico siguiendo a Gadamer en la concepción de la hermenéutica como el arte de comprender la opinión del otro. No deja de ser ésta una formidable reflexión sobre esta actividad que denominamos lectura y que aspira a participar en el “sentido compartido”. Para Gadamer, leer a los autores del pasado es, de alguna manera, tomarlos como interlocutores, interpelarlos y dejarse interpelar por ellos. En definitiva, leer significa restablecer vínculos. (21) Leer significa dialogar, una operación demasiado castigada por el pensamiento reciente y, no obstante, de una importancia capital, que debemos saber transmitir mediante un dispositivo tecnológico al servicio de la educación que nos invita a reflexionar sobre la nueva forma de construcción del discurso del saber y sobre las modalidades específicas de su transmisión.

4. Un elemento clave en este proceso: el hipertexto

La mayor parte de los teóricos más relevantes en este ámbito coincidirían al señalar que el eje vertebrador de las nuevas formas textuales es el hipertexto, cuya complejidad y alteridad radical son las verdaderas responsables de la angustia que suscita la textualidad electrónica. Pero no es el de textualidad un concepto simple y puro en la medida que no es un mero juego de significantes divorciados de los contextos histórico, social y literario. La noción de textualidad en sí misma ya comporta –en cierto sentido– una transgresión de los límites del texto. Dicho de otra manera, la textualidad existe como una forma de intertextualidad describen el complejo proceso de la lectura y examinan, no sólo el texto por sí mismo, sino cómo el texto modela su audiencia.

Esta posición apunta hacia una línea concreta: leer no es únicamente un proceso estático, sino que el acto de lectura abre un gran abanico de posibilidades críticas. El lector es una figura primordial si tenemos en cuenta que el acto de lectura pivota sobre él, cuando menos si tenemos en cuenta que todas las ramificaciones y recovecos textuales están –al menos en teoría– a su alcance. Podría decirse que lo mismo ocurriría respecto de un lector en papel. Aparentemente es así, pero hallamos una gran diferencia: en la textualidad digital, quien debe construir el itinerario de lectura es el propio lector, mientras que en un libro –a grandes rasgos– el orden de lectura suele ser el que marca el autor. Y si la totalidad del texto es evidente para el lector en su materialidad física, en la concreción textual en el objeto libro, en el caso de la textualidad electrónica, por el contrario, la falta de corporeidad textual incide directamente en el desconocimiento de lo que uno se dispone a leer. Un lector que fundamentará su lectura en la reconstrucción, en paralelo, de un trayecto semejante al del escritor, aunque en dimensiones distintas del texto. De modo que un hipertexto, en definitiva, más que un texto –que, de serlo, es siempre virtual porque nunca será aprehendido por los lectores del mismo modo, puesto que, la implicación personal, la elección de cada uno, lo imposibilita– es más bien un proceso de lectura. Un proceso creado por el lector gracias a las posibilidades combinatorias que le pone al alcance el soporte electrónico que lo produce.

Si hay alguna imagen que permita visualizar la idea de lo que es un hipertexto, esa imagen es la de una madeja textual. En efecto, el hipertexto es un artefacto intelectualmente seductor que comporta también un reverso –en el sentido de que no nos muestra lo que esconde hasta que no hemos actuado y hemos hecho una elección. Un instrumento que puede parecer peligroso, incluso amenazante por opaco y, sin embargo, que hay que tener presente por su especial relevancia y trascendencia en esta revolución textual. Llegado este punto, quizás habría que tratar de acotar un poco más su significado.

Aunque todos coincidimos con Landow al designar grosso modo el hipertexto como el medio informático que relaciona tanto información verbal como no verbal y que permite a los lectores escoger sus propios recorridos a través de un conjunto de posibilidades, ha habido numerosos intentos de definición sobre este concepto revolucionario: el hipertexto. A continuación veremos algunas definiciones de hipertexto que se han producido en los últimos treinta y cinco años y que he recogido para contrastarlas en orden cronológico y observar así su enorme permeabilidad y capacidad de cambio: (22)

A la luz de las definiciones aportadas, aparece de manera palmaria la evidencia de su complejidad. Al mismo tiempo y por la diversidad de aproximaciones generadas en el interior de dichas definiciones, se percibe con claridad que podemos hablar de hipertexto, pero también de hipertextos. Así, el hipertexto es, al mismo tiempo:

El hipertexto de ficción, a pesar de su complejidad, puede ser comprendido a partir de una definición de un nivel muy elemental: “producto textual compuesto por unidades narrativas fragmentadas, unidades que pueden constar, naturalmente, de texto, sonido e imagen”. Esta fragmentación, sin embargo, no es ni totalmente estructurada, como en los relatos arborescentes, ni totalmente desorganizada, como en los textos donde se produce una combinatoria total. Packer y Jordan (2001: vol. XXVIII) ya habían hablado de los cinco procesos que tenían lugar simultáneamente y que pueden dar paso a un nuevo modelo de comunicación, a una nueva cultura:

Todo ello se da, con mayor o menor medida en los hipertextos de ficción. Mark Berstein, el editor de los “hipertextos serios” (que así es como se presenta Eastgate en la red) en su artículo “Patterns of Hypertext”, afirma que el problema no radica tanto en la falta de estructura y apariencia de caos desordenado del hipertexto, como en el hecho de que no tenemos palabras para definir la complejidad de su estructura. Bernstein incide, sobre todo, en las estrategias y modelos de navegación: habla del ciclo, del ciclo joyciano, de la anilla, del contorno, del contrapunto, de los mundos de espejo (mirrorworlds), de los nudos o enredos, de los filtros, montajes, la relación de vecindad, las fusiones y divisiones, los enlaces perdidos, etc. Hace un llamamiento a críticos y teóricos para que desarrollen un vocabulario hipertextual más rico que, evidentemente, puede servir para movernos en una crítica hipertextual de mayor calidad, más efectiva y más centrada en el medio. Un vocabulario compartido de estructuras hipertextuales que, sin duda, incrementaría el nivel del estudio. En una línea similar, recientemente, Susana Pajares (2000) también ha establecido, además de las características básicas de los textos electrónicos (multilinearidad y conectividad, carácter multimedia, dinámico, interactivo) siempre en un sentido restrictivo, más bien limitado, de una máquina que responde a un mando ordenado por un ser humano, la clara distinción existente entre contenido y diseño en lenguajes como HTML, SGML, XML, etc. Pero en este mismo artículo, también establece una tipología de factores interesantes y decisivos cuando nos enfrentamos a la literatura electrónica:

5. Una casuística de los nombres: historias de una denominación

¡Ah, la innata casuística del hombre! ¡Cambiar las cosas cambiándoles el nombre!

Karl Marx (citado por Friedrich Engels en Los orígenes de la familia).

A la irradiación conceptual que queda patente en la multiplicidad de definiciones que han surgido y siguen surgiendo, se añade la dispersión terminológica a la que nos enfrentamos, la mayor parte de las veces por desconocimiento. A menudo hacemos uso de conceptos por aproximación, y la consecuencia principal de esta práctica es que genera una considerable dispersión terminológica como la que actualmente sacude el ámbito de la nueva literatura (la literatura generada desde el ordenador) y que mezcla, confunde y contrapone conceptos. Ahora bien, ¿cómo llamarla? Si difícil resulta entenderla y analizarla, más lo es referirse a ella con la terminología de que disponíamos hasta ahora, cuando menos a la hora de definirla, de denominarla de algún modo. No tenemos constancia de que se haya intentado un ensayo sistemático de clasificación de la literatura en formato digital. Tampoco pretendemos hacer un estudio semasiológico (27) con detalle, porque sólo se trata de discernir el sentido de uso de estas palabras y lo cierto es que para este propósito pueden esgrimirse varios criterios de clasificación.

Una posible clasificación es la que surge del uso de determinados grados de complejidad tecnológica: del hipertexto simple (enlace de nodos de texto con imágenes y/o sonido) hasta las obras multimedias o hipermedias, que utilizan complejas estructuras de programación y computación, así como determinado tipo de software. Pero otros criterios, como el tipo de lectura que requieren a partir del comportamiento en pantalla de estas obras, o bien del tipo de lector que necesitan, las diversas latitudes existentes entre usuario, operador, interactor, gestor, jugador, etc., son, sin duda, relevantes; por no hablar del tipo de programación con que han sido creados, o bien de las herramientas o dispositivos que se precisan para poder ser “leídos”, etc.

En cualquier caso, a estas alturas, la teoría de la literatura tiene por delante el reto de identificar, ordenar y describir estas nuevas formas de textualidad electrónica, porque todavía hay que ver si se trata, en todos los casos, de literatura. Efectivamente, la reticencia de muchos a utilizar esta vieja e incierta palabra derivada del latín littera –y que surgió para referirse a algo que durante mucho tiempo fue exclusivamente oral–, ha marcado la consideración social, física y artística del mundo de los textos. Situémonos, pues, en este nuevo escenario.

Antes, sin embargo, de preguntarnos cómo deberíamos bautizar a estas nuevas formas textuales que surgen en el marco de una pantalla y a partir de procesos lingüísticos sofisticados que añaden texto al texto o que, más exactamente, traducen texto a texto y lo pasan de un lenguaje alfabético o visual a un lenguaje informático, observemos como están siendo denominadas estas nuevas creaciones:

a) Literatura/textualidad digital frente a textualidad/literatura impresa: el texto impreso es estático y el digital es dinámico.

b) Literatura/textualidad electrónica nacida de y para el espacio digital, el ordenador, es decir, que no puede ser impresa, ni leerse fuera de este medio.

c) Literatura ¿digital o electrónica? Observamos fluctuaciones de uso entre uno u otro término. Hay que decir que en el ámbito anglosajón dos denominaciones triunfan a la hora de referirse a la globalidad del fenómeno: literatura electrónica (e-literature) y literatura digital (digital literature).

La diversificación terminológica surge, en realidad, de la elección de uno de los adjetivos de un mismo origen: el electronic digital computer es un invento desarrollado por John Vincent Atanasoff y Clifford Berry en la Iowa State University entre 1937 y 1942. La máquina en cuestión incorporaba diversas innovaciones computacionales que incluían el uso de la aritmética binaria, la memoria regenerativa, el procesamiento en paralelo y la separación de memoria, así como otras funciones computacionales. En el mundo francófono, aunque también se encuentra con frecuencia el concepto e-critures, los términos utilizados mayoritariamente son literatura numérica o combinatoria (littérature numérique o combinatoire, si bien en algunos casos también se formula como littérature algorique) o bien literatura informática (littérature informatique). Dicho sea de paso, que esta cuestión es objeto, paulatinamente, de una fecunda discusión en los entornos franceses como la lista de distribución é-critures.

d) Ciberliteratura: (28) el uso de este término nos sitúa de manera amplia en el ámbito de la literatura generada por ordenadores, una propuesta literaria donde la máquina puede ser considerada como co-autora del texto. Lo cierto es que, aunque es preciso clarificar que un cibertexto no es una nueva y revolucionaria forma textual, el término se presta a confusión en la medida en que, como explica uno de los primeros teóricos que estudiaron la cuestión, (29) la cibertextualidad ha sido definida como a perspective in all texts, eso es, una perspectiva que tiene en consideración y explora la funcionalidad de todo tipo de textos, lo cual significa que la cibertextualidad no debe ser aplicada sólo a los textos digitales, sino a todas las posibilidades textuales. Lo que ocurre es que como las formas digitales permiten mucha más libertad en la funcionalidad textual, quizás sea más necesaria una teoría cibertextual en el terreno digital.

Por otra parte, no todos los textos digitales tienen por qué ser cibertextos, en la medida en que pueden ser únicamente traducciones en formato papel traducido a la pantalla, por ejemplo, el escaneado de un texto o un pdf, cuya funcionalidad es bastante más reducida. Así pues, el término cibertexto es un denominador común que engloba no sólo todas las posibles interrelaciones de lexias, (30) sino las posibles interrelaciones de máquinas generadoras de textos. En este sentido, el cibertexto engloba al hipertexto, aunque, como categoría, es mucho más amplia. Se trata de un concepto controvertido, respecto al cual circula una leyenda que queremos aclarar.

En 1999, en el marco del Digital Arts and Culture Conference de Atlanta, Markku Eskelinen protagonizó una situación que parece que ha sido tergiversada. En distintos lugares puede leerse que pronunció la tan famosa como contundente declaración de muerte del hipertexto a manos del cibertexto: “El hipertexto ha muerto. El cibertexto lo ha matado”. Sin embargo, el autor de la ya mítica proclama es Nick Monfort, (31) puesto que la publicó en una reseña del libro de Espen Aarseth sobre el cibertexto, dos años después del DAC en “The Electronic Book Review”. Lo cierto es que la versión que nos proporciona el propio Eskelinen es algo distinta. Sus palabras textuales fueron: “Entretanto, por favor, olviden la ficción hipertextual. Permaneció estática y la ficción del cibertexto la sustituyó”. (32) Lógicamente, de ellas se desprende este cambio, este reemplazo del hipertexto por el cibertexto.

Ahora bien, el tono de joven apocalíptico que le fue imputado a Eskelinen y contra el cual protestó (aunque la revista únicamente le dio la posibilidad de escribir un ensayo como compensación) (33) se ve considerablemente reducido de una versión a otra. Lo que ocurre es que este estudioso finlandés acostumbra a ser muy contundente en sus declaraciones y no tolera los errores motivados por el desconocimiento de la teoría literaria y la narratología, que él tanto domina.

De todos modos, retengamos de esta polémica surgida muy probablemente de la preponderancia del hipertexto en el terreno de la literatura electrónica hasta el punto de llegar a ser distintiva de toda literatura en este entorno, la diferencia fundamental entre hipertexto y cibertexto, que reside en el hecho de que los cibertextos no sólo tienen enlaces, sino también habilidades computacionales. Aarseth piensa que el texto que constituye un cibertexto no es sólo una cadena de significados, sino “un conjunto de fenómenos, desde poemas cortos hasta complejos programas computacionales y bases de datos”. Así pues, desde esta perspectiva, un cibertexto es una máquina. Es algo más que un texto que permite la “producción y el consumo de signos verbales”. No obstante, téngase presente la aplicación del concepto cibertexto a textos en los que las imbricaciones del medio conforman una parte integral del intercambio literario.

e) Literatura hipertextual: ésta fue una primera denominación que ha servido durante bastantes años para englobar diversas y variadas formas textuales digitales, aunque se hayan querido buscar antecedentes en papel del concepto de hipertexto y se haya hablado de proto-hipertextos. George Landow, por ejemplo, utilizó durante mucho tiempo el concepto computer hypertext para diferenciar los hipertextos electrónicos de los impresos en papel, como Rayuela o el Ulisses de Joyce. Ya había, pues, hipertextos, lo que pasa es que el medio los favorece y potencia enormemente. A partir de la noción de hipertexto, se entiende que la literatura hipertextual funciona en base a una estructura de hipertextos, es decir, a partir de la interconexión de fragmentos, en principio, textuales.

f) Hiperliteratura: término acuñado a partir de su prefijo: hyper (significa ‘superioridad’ o ‘exceso’), derivado de hipertexto. Por lo tanto, cuando se habla de hiperliteratura uno se refiere a una literatura multilineal (34) surgida de la lectura de sus lectores. Este concepto también ha permitido acuñar el de hiperteoría. Así, al igual que la teoría literaria explora el armazón y los cimientos filosóficos para la literatura, la hiperteoría se ocupa de las investigaciones especulativas sobre el hipertexto y los hipermedia.

g) Literatura ergódica: tipo de literatura que, según Espen Aarseth, espera y reclama un esfuerzo, más allá de pasar páginas, por parte del lector. Aarseth ha acuñado el término a partir de los vocablos griegos ergon y hodos que significan ‘obra’ y ‘camino’, respectivamente, y lo usa para referirse a las creaciones literarias que exigen un esfuerzo nada trivial que permita al lector atravesar el texto, penetrar en su sentido. Ello nos remite a un universo literario no exclusivamente digital, sino que también abarca la producción en papel. Sería un claro ejemplo de literatura ergódica la novela Rayuela de Cortázar.

h) Literatrónica: según Juan B. Gutiérrez, sería un buen término que serviría para referirse a la “letra que no puede existir sin el medio electrónico” (Gutiérrez, 2003).

i) Multicourse literature: término acuñado por Katherine Hayles en un intento de no incurrir ni en el parricidio de las formas literarias tradicionales o de los procedimientos computacionales que no encuentran su punto de encuentro en la literatura electrónica o digital, ni en el infanticidio de este híbrido de difícil denominación. Así pues, su propuesta –que pretende ser inclusiva y sinérgica y no exclusiva y de confrontación–, es la de utilizar el nombre ciber/literatura para referirse a la amplia categoría de textos generados a través de un sistema de computación, pero que se basan en los efectos literarios (un término que, de alguna manera y a partir de la asimilación del prefijo ciber a la cibernética y, por lo tanto, a las máquinas, y del nombre literatura, a una actividad antigua y humana) se revela como una carta de presentación ideal de los orígenes de esta nueva criatura literaria. De manera que la terminología de ciber/literatura necesitaría, para ser válida, la existencia de cuatro premisas: 1) que la tradición literaria sea uno de sus padres, 2) que los juegos de ordenador sean el otro, 3) que el link (‘enlace’) sea un componente esencial (essential feature), y 4) que la computación sea su otro componente fundamental.

j) Blended genre: otras autoras, como Marjorie Luesebrink o Carolyn Guertin, con el fin de referirse a obras en soporte tecnológico que también emplean enlaces y recursos de computación, que además tienden a la fragmentación, a la ruptura, a la combinación de diferentes tipos de discurso, mezclando géneros o subgéneros como la autobiografía, el cuaderno de viaje, la poesía, la narrativa, el pensamiento filosófico o el ensayo, usan la expresión blended genre, un término que se ve afectado por el uso del concepto de género, fuertemente marcado en el ámbito de la teoría literaria, y la utilización de la idea de mezcla, es decir, que implica diferencias que quizás no siempre lo son o cuya diferenciación no se ve exenta de polémica. En este contexto formula Hayles su propuesta: multicourse, un término que, etimológicamente, mezcla múltiples con discursos y con caminos (‘discourses’ y ‘courses’ en inglés), respectivamente. Un término, pues, cómo afirma su responsable, que “puede ser entendido como un neologismo para multiples discourses, pero que también hace alusión a la multiplicidad de caminos de lectura generados por enlaces y combinaciones computacionales”.

k) Web texts: tal como Raine Koskimaa los entiende, los web-texts podrían ser incluidos dentro de la categoría de textos digitalmente programados, es decir, un cierto tipo de cibertextos en formato digital. Con todo, su particularidad radicaría en el hecho de que son textos publicados en Internet y que aprovechan todas las ventajas de esta plataforma en la que existen, esto es, la posibilidad de enlace global e infinito a cualquier documento de la red, además de la posibilidad de publicación constante y abierta.

A menudo nos encontramos ante el hecho de que todavía no se ha solucionado el marco ontológico en el que se encuentra un determinado fenómeno y ya aparecen voluntades hiperclasificadoras que tratan de diseccionarlo y fragmentarlo en unidades más pequeñas, más concretas: las modalidades, formas o géneros. A partir de aquí entramos en la escurridiza cuestión de los géneros, si es que podemos hablar de géneros en este nuevo entorno. Es lógico que tratemos de ampararnos en los que conocemos, que, a grandes rasgos y con numerosas mistificaciones, mixtificaciones y contaminaciones varias (estando como estamos en la época del mestizaje cultural y, por qué no, también literario) son: el género narrativo de ficción (en formato largo: novela, o breve: cuento), la poesía y el drama. A partir de aquí podemos añadir, mezclar, contaminar, fragmentar y expandir los conceptos tanto como queramos. De aquí que encontremos denominaciones como:

Cin(E)Poetry (US), Click poetry, Computer poem, Cyberpoetry, Cybervisual, Diagram-poem, Digital Clip-poem, Digital poetry, Electric word, Electronic poetry or e-poetry, Holopoetry, Hypermedia poetry, Hypertextual poetry, Infopoetry, Internet poetry, Interpoetry or hypermedia interactive poetry, Intersign poetry, Network hypermedia, New media poetry, New visual poetry, Palm poetry, Permutational poem, Pixel poetry or pixel poetics, Poem-on-computer, Poetechnic or digital poetics, Text-generating software, 3D transpoetic, Videopoetry, Video text, Virtual poetry or vpoem cuya última versión es consultable en la sala de lectura de Hermeneia. (35) También Alain Vuillemin ha recogido términos para referirse a esta realidad como: poesía latente , virtual , inmaterial , digital , interactiva , informática , electrónica , mediática , pan-mediática , hipermediática , multimedia , hipermedia, o la web-arte, la web-poesía, la web-creación, la e-poesia, la clic-poesía, o la ciberpoesía. (36) Y Espen Aarseth por su parte utiliza el concepto “poegram” (Aarseth, 1997).

El breve panorama relatado nos sitúa ante un cierto galimatías lingüístico. Lo cierto, en cualquier caso, es que este tipo de textos está redefiniendo el concepto de literatura, expandiendo nuestras nociones al respecto y modificando la percepción de lo que es literario.

6. Speaking digital: características de la literatura digital

Pero algo tiene el hipertexto, el cibertexto (o cualquiera de las denominaciones que utilizamos para referirnos a las nuevas formas textuales que solamente pueden cobrar vida en el marco del ordenador) que intimida, que nos hace estar a la defensiva porque nos descoloca, nos hace estar en falso. Observemos hasta qué punto de irritación se puede llegar:

“En resumen, Robert Coover y todos los que predijeron la superación final por parte del hipertexto de las formas lineares de comunicación escrita deberían ser enviados en un cohete a la luna con provisiones limitadas de oxígeno y tang.”

J.E. Edwards (1992). “Letter”. En: The New York Times (sec. 7, pág. 27).

Para empezar, podemos constatar que la gran revolución esperada en el marco de la literatura digital todavía no se ha producido, o si se ha producido, ha sido a un nivel más silencioso, más individual, como apunta Castells en Galaxia Internet (2002: 213-214) mediante la creación de hipertextos personalizados. Dejando a un lado las grandes promesas de los tecnófilos más encendidos y los momentos de euforia inicial, y si fueramos capaces de superar esta época de un cierto recelo y escepticismo, nos acercaríamos a un estado que permitiría una reflexión más profunda sobre la materia.

Las nuevas textualidades basadas en el ordenador se han vivido y se están viviendo en nuestro ámbito como una auténtica intrusión. Como apunta Aarseth, nos enfrentamos con textualidades lineales y no lineales. Esta evolución empírica podría llegar a hacer posible un paso metodológico que fuera del enfoque filológico hacia el antropológico. Un trayecto en el cual el objeto de estudio fuera concebido más como un proceso (el texto cambiante) que un proyecto concreto (el texto estático). La textualidad no lineal suscita angustias y despierta temores. Las preguntas que debemos formularnos son las siguientes: ¿cómo puede la teoría de la literatura atacar las textualidades de la no linealidad? ¿De qué manera afectará a nuestros métodos discursivos la lógica poderosa pero sumamente primitiva del enlace? Katherine Hayles ha apuntado ya la idea del media specific criticism para designar el tipo de interrogación crítica hacia la materialidad del medio en el que se produce la obra literaria.

Se trata, pues, de mostrar el compromiso del texto con la materialidad de su medio, y ver de qué manera esta materialidad se convierte en una encrucijada donde el contenido y la forma que lo aloja ya no pueden entenderse bien si están separados el uno del otro. Cuando hayamos conseguido una mejor interacción entre ellos estaremos más cerca de lo que esta profesora de UCLA ha llamado el paso de una print-oriented perspective hacia una media perspective. Si llegamos a este punto, habremos conseguido lo que ella acuñó como technotext, es decir, un hipertexto en el que las propiedades materiales estén activamente construidas por el texto y se hagan resonantes con significados, convirtiéndose en componentes del proceso de elaboración de sentido semióticamente relevantes. O formulado a partir de los conceptos y la terminología de Aarseth, habrá que oscilar entre la textonomía, eso es, el estudio de los medios textuales, para proveer el terreno de juego de la textología, el estudio del significado textual (Aarseth, 1997: 15)

A todo ello hay que añadir el hecho de que la extrema fluidez del hipertexto nos obliga a replantearnos una de las principales preocupaciones de quien escribe: la posibilidad de ejercer un control sobre de qué manera un lector “pasa” a través de un texto. El hipertexto encarna una nueva forma de textualidad transitable, si se me permite la expresión, basada en la capacidad de penetración de un texto marcado por enlaces que abren puertas hacia nuevos horizontes de significado. En el hipertexto cualquier ilusión de control desaparece por completo: la seducción es la única arma que se puede esgrimir para empujar hacia un vagabundeo hipertextual compulsivo, pero necesario. Perdemos la noción de control porque el mismo hipertexto la desprecia. Si el saber se irradia y disemina produciendo una virtualidad infinita de conexiones intertextuales que representan las infinitas formas de configuración discursiva del sujeto (Pinto, 2002), todo en él es relevante, todo puede estar interconectado.

Imagino que la fragmentación, la multilinealidad y sus consecuencias, la más desconcertante de las cuales seguramente es la pérdida del control, son algunas de las principales causas de la incertidumbre que el hipertexto crea en nosotros. Estamos habituados a que los relatos, casi por definición, se inscriban en el tiempo, impliquen un orden, un desarrollo secuencial. La definición seguramente la heredamos de Aristóteles, quien describe en el capítulo VII de la Poética la intriga como “aquello que tiene un comienzo, una mitad y un final”. Incluso añadía: “las historias bien compuestas no han ni de empezar ni de acabar al azar”. El hipertexto, pues, significa una ruptura radical con esta tradición bien establecida (sumándose, así, los modernos a la ya famosa tradición de romper con la tradición que les precede). Conviene, no obstante, distinguir el hipertexto de ficción de los relatos arborescentes o con confluencias múltiples, que, bajo la aparente confusión de recorridos, trazan caminos lineales y explican clásicamente una o varias historias. (38) La posibilidad que permite el hipertexto electrónico de viajar a través de un ovillo textual sin “deshilar” necesariamente toda la información que contiene, “penetrándolo como una aguja para hacer punto en un ovillo de lana”, para decirlo con la imagen de Umberto Eco, (39) tiene consecuencias, como mínimo, turbadoras si pretendemos salir a la búsqueda de significado.

7. ¿Un riesgo o una oportunidad?

Muchos perciben esta realidad emergente del hipertexto su emblema como un riesgo intelectual y cultural de dimensiones apocalípticas. En este contexto nos preguntamos, ¿podemos considerarlo como una oportunidad? Es indudable que su novedad y sus propiedades libertarias son el estigma de su peligrosidad. En efecto, hay que resaltar que la crítica ha apuntado repetidamente hacia el hipertexto como la actualización de los ideales teóricos postmodernos. El hipertexto ha sido visto como una promesa de poder, libertad e independencia, pero estas supuestas cualidades no se infieren automáticamente de su uso y consulta en la red, como por arte de magia, como señala Jonathan Smith en su artículo “Teaching Victorian Literature in the Electronic Age”.

La simultaneidad de discursos críticos que pueden ser ofrecidos en un hipertexto es, sin duda, un rasgo interesante que debemos considerar. En efecto, la no existencia –cuando menos aparente– de alguien que dirija la emisión de la información puede presuponer la idea de libertad y de ausencia de un orden jerárquico. (40) Es más, para el lector, el hecho de tener que explorar, de hacerse con el discurso a partir de un conjunto de deducciones, elecciones, asociaciones, etc., transmite poderosamente la sensación de un cierto control. (41) De hecho, la simultaneidad de informaciones que un hipertexto vehicula estructuralmente sólo es presente, sólo es percibido, en potencia; ya que el lector no puede leer toda la información que ha sido enlazada según una lógica asociativa y en la que corre el riesgo de perderse a través de una lectura circular que puede llegar a ser interminable. Me interesa especialmente la relación de un texto que, simplificando mucho, podemos considerar interactivo –el hipertexto estático–, que se torna dinámico en la relación posible con el proceso, con el entorno, con el medio. Una relación que es absolutamente específica de Internet.

Este artefacto que esconde itinerarios distintos de acceso a los contenidos nos ubica en un escenario de recepción radicalmente nuevo: el advenimiento de un nuevo orden de lectura que introduce cambios estructurales en el ejercicio de esta actividad. Desjerarquizado por naturaleza, el hipertexto subvierte las nociones convencionales de cierre, de finitud textual así como las fronteras textuales, dispersa radicalmente la autoridad y lo extiende al lector en el mismo acto de lectura (Gilbert, 1997). Si la nuestra es una mirada “esclavizada”, por decirlo de algún modo, por una línea secuencial –la del orden que impone la lectura–; con la translación del texto a la pantalla la mirada recupera la libertad de la ociosidad. En un cierto sentido, esta esclavitud se desprende del sometimiento al orden del tiempo; en otras palabras, de la temporalidad como una secuencia objetivada en un soporte. Vistas así las cosas, el hipertexto permite la emancipación de la mirada para construir el espacio. La mirada, en el marco de la pantalla, actúa de manera similar a un pincel y dibuja los contornos del territorio que descubriremos con la codicia de hacernos con todo el saber que se esconda bajo los pliegos del ejercicio de papiroflexia que representa la creación de todo hipertexto.

Esta operación tan simple en apariencia, pone de relieve, no obstante, que la forma en que se lee condiciona en gran manera el contenido y la consideración de lo que se lee. Leer una historia significa hacerse preguntas, atar cabos, reflexionar, hacerse cargo de una situación e imaginar hacia dónde pueden derivar las cosas: controlar, en definitiva. Probablemente en un futuro no muy lejano tendremos que investigar si el problema de la interpretación radica en la forma de lectura que precise un texto. Por ahora, sabemos que la diferencia básica introducida por el hipertexto radica en que la relación intertextual se hace explícita y llega a interrumpir el orden lineal de lectura. Los desplazamientos entre enlaces desintegran el texto en distintos recorridos posibles y, por consiguiente, incurren en una concretización específica de los textos que componen el hipertexto, reduciendo de algún modo su propia virtualidad. Así tiene lugar el efecto mediante el cual el texto como objeto –que idealmente es capaz de ser recreado en una pluralidad de escenarios intertextuales que dependen del bagaje cultural propio de cada uno de sus distintos lectores–, queda reducido a un itinerario de asociaciones concreto que, por la materialidad de las mismas, puede parecer que anula con su presencia física otras posibilidades, cuando no incurre en un alto grado de redundancia al darse la posibilidad de retornar a enlaces por los cuales ya se ha transitado, aunque no se hiciera de acuerdo con un mismo orden.

8. Los nuevos retos digitales: cartografías del hipertexto

“‘Empieza por el principio’ –dijo el rey con gravedad– y sigue hasta llegar al final; entonces detente”.

Lewis Carroll. Alicia en el país de las maravillas.

Si la navegación como metáfora permite comparar al navegante de la red con cualquier explorador que sale a la aventura, no resultará extraño que toda una imaginería relacionada con mapas, paisajes textuales, geografías, topografías, cartografías, etc., se despliegue para tratar de hacer más soportable la situación de pérdida o, cuando menos, de desorientación. Imaginemos que nos ponemos a leer, a navegar, especialmente en un hipertexto narrativo. El problema de salir a la aventura en un hipertexto de este tipo es que, mentalmente, también salimos en busca de una historia, de unos hechos narrados y la ausencia de estructura narrativa lineal. La falta aparente de rumbo es un problema clave en este tipo de hipertextos literarios, en la medida en que el acto mismo de lectura se interpreta como narrativo, pues el círculo hermenéutico que subyace en una interpretación tiene una estructura con un hilo o camino. Un trayecto o recorrido en el que se parte de un lugar para llegar a otro, se avanza desde un principio hacia un final y estos patrones de funcionamiento están tan interiorizados por los lectores que el hecho de tener que prescindir de ellos es vivido, mayoritariamente, como una pérdida.

Nótese que usamos términos estructurales fundamentales como historia, argumento, novela y narrativa (porque la narratividad es una manera de estar en el mundo) (Katz, 1998) y posiblemente sucede que estos términos no siempre resultan adecuados para describir las textualidades no lineales. Una no linealidad, no obstante, que no debemos entender en el acto de lectura, ya que la linealidad de la lectura no se llega a perder nunca, en la medida en que el acto de lectura tiene lugar en una dimensión secuencial y mientras el instrumento a partir del cual leemos sigan siendo los ojos –y me temo que no se prevén cambios espectaculares en este terreno–, todavía no se ha demostrado que se pueda leer de forma diferente a como lo hacemos en la cultura occidental, esto es, moviendo los ojos de izquierda a derecha y de arriba abajo. Por lo tanto, me refiero a una no linealidad del argumento, de la trama, del orden discursivo.

El escenario de madurez que Katherine Hayles empieza a percibir a partir del año 1997, superada la etapa inicial muy centrada en el texto y con muy pocas potencialidades propias del medio desarrolladas, la conjunción de códigos informáticos y de lenguaje, de colaboración entre autores y programadores, quizás nos enfrenta a una constatación que todavía puede tener consecuencias más aparentemente rompedoras: a medida que se desarrollan una retórica, gramática y sintaxis específicas para el entorno digital, se transforma también lo que representa experimentar la literatura, porque quizás leer ya no sea el término adecuado.

“– Eso depende mucho de adónde quieras llegar – dijo el Gato.”

Lewis Carroll. Alicia en el país de las maravillas. Capítulo VI

¿Qué hacemos cuando leemos (a falta de consenso para un nuevo término, seguimos usando el que tenemos), cuando transitamos, cuando navegamos, cuando nos perdemos, cuando exploramos, etc. por un hipertexto de ficción? Supongo que coincidiríamos al afirmar que seguimos un camino. En este nuevo entorno, los caminos son diversos, como lo eran en la narrativa en papel, porque me niego a llamarla tradicional cuando autores como Calvino, Kafka o Joyce no deben ser considerados bajo este prisma. ¿Cuál es la diferencia? Básicamente, que la elección de un determinado itinerario de lectura nos introduce en el laberinto, en un laberinto donde caminamos a tientas, sin saber hacia dónde nos dirigimos porque el laberinto no nos deja ver qué otros caminos pueden ser transitados. Son caminos que surgen de la inmediatez, del aquí y el ahora. Desaparecidas las fronteras espacio-temporales, como lectores no sabemos por dónde hemos entrado en el espacio textual, ¿por dónde empezamos a leer? Surgen entonces las lógicas preguntas: ¿será el comienzo? ¿Será el final?

Pero, atención: no hay comienzos ni finales en algunos hipertextos de ficción y eso nos deja en una posición de fuera de juego. Nos pasa lo mismo que al lector que empieza a leer una narración impresa in media res (por una página aleatoria) a quien, a su vez, le sucede lo mismo que a un espectador que llega tarde al cine y le cuesta un cierto tiempo ubicarse, saber quién es quién y qué relaciones tienen los personajes entre sí, etc. Sin comienzos y finales nos sentimos huérfanos; narrativamente hablando, perdemos los ejes cardinales. Como ha evidenciado una estudiosa norteamericana de los finales, Jane Yellowlees Douglas, inmediatamente un montón de preguntas nos invaden: ¿están incompletas las narraciones sin final, al igual que lo estarían los sujetos sin predicado? ¿Podemos leer sin un sentido de final y, si lo hacemos, puede ese desplazamiento afectar a las razones por las cuales leemos narrativa? ¿Es el final el componente esencial de una poética de la narración, al menos para textos en papel, como apuntan críticos como Brooks, Frank Kermode o W. Benjamin? Parece innegable que para los lectores vírgenes en el campo digital (digitally-virgin) el final es la entidad que confiere cohesión y significado a las narrativas. (42)

Empiezan a ser éstas diferencias radicales respecto a una manera de narrar a la que ahora sí podemos aludir con la etiqueta de tradicional. Un hipertexto narrativo requiere que su lector empiece a tomar decisiones (físicas) sobre el texto, que sea un espectador activo, que se pregunte dónde están sus intereses y qué caminos a través del texto cree que lo satisfarán más. Preguntarse ya es desear saber algo y, por lo tanto, iniciar el movimiento que en otro lugar he teorizado (Borràs, 2003a) como una salida similar a la que efectúan los caballeros medievales que salen a la aventura, movidos por el deseo de buscar y encontrar aventuras, de adquirir experiencia, de alcanzar conocimiento. El hipertexto de ficción puede forzar a los lectores a una versión incómoda del Mastermind, en el que los lectores estamos obligados a reconstruir la intención del autor sobre la materia con el fin de comprender la lógica de los enlaces y la estructura del hipertexto por él mismo. De manera que en lugar de trabajar para disminuir la soberanía del autor en el texto y garantizar una mayor autonomía del lector, el hipertexto puede, potencialmente, forzar los lectores a la incómoda posición de verse obligados a adivinar las intenciones que se encubren bajo la configuración del texto antes de empezar incluso a enfrentarse con la problemática de la narrativa por sí misma, cuando quizás lo que quieren los lectores sólo es dejarse llevar.

¿Cómo podemos saber que estamos pasando por todo el texto? ¿Cómo podemos saber que hay historias que no quedan escondidas bajo enlaces no transitados y que, por lo tanto, no conocemos? ¿Qué ocurre con este texto sin lector? La inaccesibilidad planteada en estos términos no nos tiene que permitir argumentar una ambigüedad textual como la que podemos encontrar en un texto lineal, sino que en un hipertexto la inaccesibilidad es quizás un obstáculo de mayores dimensiones porque implica la ausencia de posibilidad. Una aporía.

9. La lectura: ¿juego, quimera o aporía?

“Esta aporía nunca ha dejado de inquietarme”.

Espen Aarseth

Aporía es una palabra griega que significa la ‘ausencia de camino’. Usada por los filósofos griegos para designar aquellos problemas que presentan una dificultad lógica insuperable, representa un estímulo en nuestro trayecto investigador hipertextual. Al fin y al cabo, nos encontramos en la misma situación en la que John Donne escribió un verso que resulta del todo pertinente para este momento en que vivimos y, todavía más, en el análisis que le toca hacer al crítico en éste nuevo y desorientador entorno: “Todo está fragmentado, se ha perdido toda la coherencia”. En Donne este verso es una afirmación contundente. A mí me gustaría poder formularlo con interrogantes, porque desde Hermeneia esperamos saber argumentar en un futuro inmediato la existencia de una coherencia de lo fragmentario, una estética de la fragmentariedad. Quizás sea ésta la mejor promesa de futuro para los estudios literarios, centrada en la teoría del hipertexto, la investigación y la enseñanza de la literatura en un futuro que, para nosotros, ya es presente.

“And new Philosophy calls all in doubt, The Element of fire is quite put out; The Sun is lost, and th’earth, and no man’s wit Can well direct him where to look for it. And freely men confess that this world’s spent, When in the Planets, and the Firmament They seek so many new; they see that this Is crumbl’d out again to his Atomies. ‘Tis all in pieces, all coherence gone All just supply, and all relation: Prince, subject, father, son, are things forgot, For every man alone thinks he hath got To be a phoenix, and that then can be None of that kind, of which he is, but he. This is the world’s condition now...”

John Donne, The First Anniversary.

Estas palabras expresan perfectamente la desesperación de los que, como el poeta, ven cambiar el mundo en el que viven, ven cómo cambia el horizonte cultural que conocían. Nos dice que la nueva filosofía ha puesto en duda todos sus referentes culturales, los referentes culturales de la tradición, del pasado. Explica que la tierra y el sol han perdido su posición en el universo y que la razón no asiste al hombre a entender este cambio y, por lo tanto, a volver a encontrar esta posición perdida. El nuevo firmamento es un firmamento de átomos, compuesto de pedazos. De modo que toda coherencia –al menos la que él poseía, la que le había sido transmitida– ha desaparecido. En este punto hace acto de presencia la imagen del Fénix, la imagen del renacimiento, el progreso, pero también de la muerte, del descalabro. Ésta es la condición del mundo, concluye Donne y nosotros podemos hacer, análogamente, uso de su reflexión para encontrar la disposición mental adecuada para hacer frente a los cambios y mutaciones de la vieja literatura y a su renacimiento y transformación en nuevas formas de vida literaria.

La pregunta que debemos formularnos es la siguiente: ¿nos hallamos ante una revolución copernicana en el terreno de la textualidad electrónica y, por ende, en la concepción de la literariedad promovida por las nuevas tecnologías? Raffaele Pinto afirma que eso es así en el terreno de la crítica literaria. ¿Por qué? Su tesis se fundamenta en la revolución electrónica de las últimas décadas y la manera con que la red comunicativa global ha reducido el tiempo y aumentado el radio de difusión de la palabra escrita. La pérdida del principio de autoridad en la relación individual del lector y el texto y el uso que éste hace personaliza radicalmente la interpretación y elimina cualquier mediación crítica especializada. Es decir: democratiza el proceso crítico e involucra directamente al lector. La crítica es, hoy en día, un derecho que el lector puede sentir como vitalmente propio. Un lector que, claro está, tiene en su alcance –gracias a la informatización de los textos–, un gran volumen de nexos intertextuales y de recorridos historio-gráficos densamente poblados (Pinto, 2002: 174-175). Un lector, no obstante, poco formado (por no decir nada), en la lectura literaria hipertextual, que es muy diferente de la lectura instrumental que se necesita para navegar y moverse por la red.

Si el papel del lector ya plantea problemas, ¿cuál es, pues, el papel del crítico? W.H. Auden se formula en su artículo “Leer”, (43) la siguiente pregunta: ¿cuál es la función del Crítico? Y él mismo responde diciendo que el crítico –y piensa en el crítico literario tradicional– es alguien que le puede ofrecer uno o más de los siguientes servicios:

Aunque Auden no se opone a que el propio crítico le transmita una opinión sobre las obras o autores que le gustan o desagradan (extremo que considera útil en la medida en que esta información puede permitir que afloren posibilidades de coincidencia o disensión respecto de obras que todavía no conoce), en ningún caso le pide consejo sobre lo que hace falta que le guste o le disguste. Y mucho menos espera que este crítico le imponga leyes de ningún tipo. Excluye, pues, la capacidad canónica o normativa. Su formulación es bastante contundente: “La responsabilidad de mis lecturas me pertenece y nadie de la tierra puede asumirla por mí”. No estamos tan lejos de lo que afirmaba Raffaele Pinto. Y si bien él se refiere a hasta qué punto nuestras pautas de comportamiento como internautas (muy exigentes en cuanto a tiempo de espera, muy intransigentes en el terreno de la publicidad –mientras que en la tele quizás se aguanta mejor–, etc.), yo querría poner énfasis sobre la cuestión de la función del crítico en este nuevo entorno de los estudios literarios en la red, en concreto respecto de las nuevas creaciones literarias, la ciberliteratura, hiperliteratura, e-literatura, literatrónica o como queramos llamarlas.

Recordemos que el marco de las reflexiones de Auden era un artículo titulado: “Leer”. No es ésta una información que podamos pasar por alto. Porque, claro está, el crítico lee. Los nuevos textos digitales y su acceso y lectura nos sitúan ante un conflicto epistemológico considerable. En algún momento podemos sentirnos como Lord Chandos, en la novela de Hoffmansthal, este joven y brillante poeta de la Inglaterra del siglo XVI al cual lo abandonan las palabras y se refugia en el silencio, cuando afirma: “las palabras nadaban a mi alrededor; se convertían en ojos que me miraban, y a los cuales yo también tenía que mirar. Las palabras giran y me marea mirar su rodamiento incesante, más allá del cual se entra en el vacío”. (44) Para la institución crítica esta molestia se ha convertido ya en una molestia ética. ¿Cómo podemos seguir siendo críticos si ya no podemos leer de la manera que sabemos hacerlo y en que lo hemos hecho hasta ahora?

Sabemos que el pensamiento científico está destinado a superar el pasado y a hacer propuestas nuevas: pero en el terreno literario eso no es necesariamente así. Es decir, que Newton supera a Ptolomeo y Einstein a Newton porque sus visiones son mutuamente exclusivas y la aparición de una teoría puede substituir/invalidar una teoría anterior. Sin embargo, no es posible decir lo mismo de Joyce con relación a Homero o de Baudelaire con respecto a Petrarca. No puede hablarse de “evolución” en literatura. Todos, en sus diferencias, forman parte del corpus general de la literariedad y en él se sustentan sin arreglo a las caducidades históricas (Navajas, 2002). La cultura científica vive de espaldas a la historia o, en el mejor de los casos, tiene una visión arqueológica de los descubrimientos del pasado. La historia de la ciencia no es una materia común o central en los departamentos de biología o cibernética porque el pasado científico no genera discursividad, son disciplinas que, básicamente, viven en el presente. En cambio, el estudio de la historia de la cultura escrita es consubstancial a ella y sirve para generarla.

De este modo, podemos recorrer numerosos precedentes de este tipo de escritura hipertextual, desde el Tristam Shandy a Rayuela, pasando por Borges o Calvino y hay que repasarlos para construir puentes provisionales que, al menos mentalmente, nos acerquen a la nueva realidad, donde ni siquiera estos ejemplos pioneros nos pueden servir de ayuda al acto de lectura, y, claro está, al de interpretación. Éste es el principal escollo: el acto de interpretación en el cual se fundamenta el ejercicio de lectura llevado a cabo por el crítico. Se trata de una cuestión capital que provoca un gran desconcierto. Y es fácil que al desconcierto le siga el miedo. Ya estamos en el contexto de Donne.

Simplificando mucho, podemos afirmar que la revolución copernicana consistió en el anuncio y difusión del sol como centro del universo y la afirmación de que la tierra gira a su alrededor, precisamente por el movimiento causado por la gravitación que éste provoca en aquélla. Además, se constata que la tierra gira diariamente sobre ella misma y es eso precisamente lo que crea una ilusión de rotación del sol en torno a la tierra. Por lo tanto, en cierta manera, se puede considerar que la revolución copernicana evidenció que el razonamiento era preferible a la observación. La nueva astronomía mostraba que las estrellas eran mutables y, por lo tanto, que Aristóteles y sus seguidores durante siglos estaban simplemente equivocados. Naturalmente, si estaban desacertados sobre este punto, también lo podían estar sobre muchos otros. ¿Quizás sobre todo? Con la consiguiente pérdida del criterio de autoridad... Así pues, la scienza nuova no fue sólo el umbral o el avistamiento de una nueva ciencia que ponía en duda cualquier precepto aristotélico, sino que –en esencia– era un desafío absoluto a todo un orden moral y teológico. La formulación hecha por Donne queda perfecta mente recogida en la interpretación de Borges en la “La esfera de Pascal”:

“El poema de Dante ha preservado la astronomía ptolemaica, que durante mil cuatrocientos años rigió la imaginación de los hombres. La tierra ocupa el centro del universo. Es una esfera inmóvil; en torno giran nueve esferas concéntricas. Las siete primeras son los cielos planetarios (cielos de la Luna, de Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter, de Saturno); la octava, el cielo de las estrellas fijas; la novena, el cielo cristalino llamado también Primer Móvil. A éste lo rodea el Empíreo, que está hecho de luz. Todo este laborioso aparato de esferas huecas, trasparentes y giratorias (algún sistema requería cincuenta y cinco), había llegado a ser una necesidad mental; De hipothesibus motuum coelestium commentariolus es el tímido título que Copérnico, negador de Aristóteles, puso al manuscrito que trasformó nuestra visión del cosmos. Para un hombre, para Giordano Bruno, la rotura de las bóvedas estelares fue una liberación. Proclamó, en la Cena de las cenizas, que el mundo es efecto infinito de una causa infinita y que la divinidad está cerca, ‘pues está dentro de nosotros más aun de lo que nosotros mismos estamos dentro de nosotros’. Buscó palabras para declarar a los hombres el espacio copernicano y en una página famosa estampó: ‘Podemos afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo está en todas partes y la circunferencia’ (De la causa, principio de uno, V).”

J.L. Borges (1951). “La esfera de Pascal”. En: Otras inquisiciones (pág. 416). Buenos Aires: Emecé.

Nicolás de Cusa (1401-1464), por su parte, en De docta ignorantia, definió la ciencia como la “ignorancia aprendida”, porque es imposible formular una descripción exacta y absoluta del universo físico en la medida en que la observación nos sitúa ante la capacidad mutable de la realidad. Exactamente esta sensación es la que hoy día podemos llegar a sentir como lectores de un poema

electrónico, por ejemplo, de un Flash poem, o todos y cada uno de los nombres que circulan, al igual que circulan las letras, o giran, se mueven, pasan o desaparecen en algunas de estas obras. Lógicamente, las potencialidades de esta nueva literatura encajan perfectamente y son vistas desde el prisma prestigioso de la novedad y la innovación en el marco de las vanguardias estéticas de comienzos del siglo XX y sus continuaciones sucesivas a lo largo del siglo. (45) Ahora bien, Steiner nos informa en Gramáticas de la creación (2002) de que el reflejo por el cual tendemos a confundir los conceptos de creatividad e invención con la textualidad, con lo legible es, en general, de las culturas occidentales como la nuestra. En este momento, pasada la oleada de novedad en el lenguaje literario digital, la sombra de la duda y del miedo se eleva con velocidad y violencia.

10. El país del miedo

El miedo forma parte de nuestras vidas. De una u otra manera, a lo largo de toda la historia de la humanidad, ha estado siempre. Miedos vinculados con el exterior, con la naturaleza, con las instituciones, con el descubrimiento radical del otro, primero. El miedo interior, la enfermedad, el dolor, la enajenación, el descubrimiento radical del yo, después. El miedo es uno, pero son diversas sus razones: la pérdida de seguridad, la amenaza, el peligro, el abismo de la desaparición, el mal y, en última instancia, la muerte.

Puede parecer extraño –y seguramente lo es– que para hablar de las textualidades electrónicas me sitúe en este umbral del miedo. Pero en el momento de escribir estas palabras, me doy cuenta de que todo lo que ocurre a mi alrededor gira en torno a este eje del miedo y de sus razones y consecuencias. Hace unos días, por ejemplo, teniendo estas palabras hilvanadas, leí en el periódico un artículo que lleva por título “La desaparición como acto de terror” y las primeras palabras de su autor, Andrés Hispano, me parecen reveladoras de toda una situación que podemos hacer nuestra: “En todas sus expresiones, la desaparición constituye un temor básico, individual y colectivo, ligado no sólo a la muerte física, sino a otras formas más sutiles de eliminación que amenazan nuestra identidad, nos excluyen del entorno, borran de la historia o, simplemente, nos enajenan”.

El artículo continúa hablando del horror que guerras, perversiones diversas, burocracias variadas y dictaduras de todo tipo han infligido en la población mundial. Pero el texto gira en torno a un eje de entre los muchos que hubieran podido escogerse: la desaparición. No he aportado estas palabras aquí para hablar de la dictadura nazi, la caza de brujas de McCarthy, las desapariciones del triángulo de las Bermudas o la represión soviética o la de las dictaduras latinoamericanas, el mobbing, los virus informáticos, las torres gemelas o la guerra y postguerra en Irak. Lo he hecho para extrapolar todas estas reflexiones a propósito del miedo y la desaparición y trasladarlas a nuestro escenario (el de la textualidad electrónica) y analizar qué está ocurriendo en esta clave: la del miedo a la desaparición –en un mundo cuya memoria está informatizada, la idea de un erase (46) generalizado aterroriza–, pero también el miedo a la supervivencia.

Sabido es que la novedad siempre genera desconcierto y vértigo. Porque la novedad nos sitúa cara a cara con lo desconocido, con lo que no tenemos interiorizado y, por consiguiente, algo que no sabemos si tendremos que incorporar. La novedad también nos estorba porque nos obliga a posicionarnos, a aprender, a contrastar las informaciones que tenemos, lo que ya hemos aprendido, a revisar dentro de lo que ya se sabe y ver si hay que actualizarlo, etc. Todo ello es sin duda muy incómodo y nos ubica de pleno en el terreno del miedo. Con todo, los antropólogos reconocen que el miedo contribuye, con mayor o menos éxito, a la supervivencia. Veremos si esta consideración antropológica puede ser extrapolable en el terreno de la literatura y sus usuarios-lectores, ya sean estos críticos, historiadores o teóricos, porque la lectura consiste en el primer tiempo de la elaboración teórica.

Y en el acto de lectura nos tenemos que centrar, porque aquí se han producido transformaciones importantes que hay que tener presentes. Decía Borges, todavía hablando de los cambios profundos que los nuevos descubrimientos científicos habían provocado en el mundo conocido y refiriéndose a las palabras de Bruno:

“Esto se escribió con exultación, en 1584, todavía en la luz del Renacimiento; setenta años después, no quedaba un reflejo de ese fervor y los hombres se sintieron perdidos en el tiempo y en el espacio. En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habrá un dónde. Nadie está en algún día, en algún lugar [...]. En el Renacimiento, la humanidad creyó haber alcanzado la edad viril, y así lo declaró por boca de Bruno, de Campanella y de Bacon. En el siglo XVII la acobardó una sensación de vejez; para justificarse, exhumó la creencia de una lenta y fatal degeneración de todas las criaturas, por obra del pecado de Adán. [.../...] El primer aniversario de la elegía Anatomy of the World, de John Donne, lamentó la vida brevísima y la estatura mínima de los hombres contemporáneos, que son como las hadas y los pigmeos; Milton, según la biografía de Johnson, temió que ya fuera imposible en la tierra el género épico; Glanvill juzgó que Adán, ‘medalla de Dios’, gozó de una visión telescópica y microscópica; Robert South famosamente escribió: ‘Un Aristóteles no fue sino los escombros de Adán, y Atenas, los rudimentos del Paraíso’. En aquel siglo desanimado, el espacio absoluto que inspiró los hexámetros de Lucrecio, el espacio absoluto que había sido una liberación para Bruno, fue un laberinto y un abismo para Pascal. Éste aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero Dios, para él, era menos real que el aborrecido universo. Deploró que no hablara el firmamento, comparó nuestra vida con la de náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad, y los puso en otras palabras: ‘La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna’. Así publica Brunschvicg el texto, pero la edición crítica de Tourneur (París, 1941), que reproduce las tachaduras y vacilaciones del manuscrito, revela que Pascal empezó a escribir effroyable: ‘Una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas’.”

Jorge Luis Borges (1951). Otras inquisiciones. En: Obras completas (Vll, pág. 14-16). Buenos Aires: Emecé.

Si se considerará que este centro perdido que describe John Donne y que Pascal califica de espantoso (effroyable) sea o no sea Internet no me preocupa ahora (tampoco se trata de ponerles una medalla como “conceptólogos” avant la lettre). Me interesa más poner de manifiesto que ya Giordano Bruno (1548-1600) en De immenso et innumerabilibus, aclaraba justo después de su encarcelamiento cuál era el principio de indifferenza della naturaleza. Es decir, que negaba la existencia de un orden providencial a la naturaleza y, por lo tanto, de la estabilidad del sistema solar que se asocia a la doctrina de movimientos circulares. Un poco como lo que haríamos nosotros de haber sido críticos en este tempo virtual de la historia literaria, Giordano Bruno se enmarcó en la convicción de que los movimientos astronómicos están obligados a ser infinitamente complejos; y además se atrevió a manifestar que la creencia en unos movimientos planetarios simples y regulares es sólo el producto ilusorio del pensamiento astrológico –que trabaja bajo la fe o la esperanza–, mientras que la naturaleza se conformará en las reglas de la geometría (sub fide velo spe geometricantis naturae). La evolución de la relatividad del movimiento a la relatividad del tiempo sólo es cuestión de años, aunque a nosotros todavía nos queda camino para recorrer si queremos aceptar que las reglas de la geometría hipertextual nos pertenecen y nos son útiles y, por lo tanto, convincentes a la hora de leer. Resulta evidente que el nuevo paradigma comporta todo un despliegue de nuevos retos pero, al mismo tiempo, también nos brinda nuevas oportunidades.

11. Oportunidades: explotar las herramientas que tenemos y convertirlas en recursos

“Un buen lector es un relector”, afirma rotundamente Nabokov. La contundencia de una afirmación como ésta no deja lugar a la duda: el espacio hipertextual en el que la lectura es fragmentada y no secuencial, la relectura se revela como la estrategia metodológica inevitable en la construcción de sentido. (47) Si nos detenemos a analizar los motivos que nos empujan a releer, pronto nos daremos cuenta de que no existe una norma clara que justifique esta particular inclinación. El primer acceso a un texto se produce, la mayoría de las veces, por inducción, o bien por azar, de manera que se trata de un acto escasamente libre; la opción de la relectura, en cambio, es un acto iluminado por la libertad (Borràs, 2001).

El hipertexto posibilita una relectura exponencial de los contenidos a los que da cabida, pero eso no es todo. En un entorno textual múltiple, sin fronteras, o con las únicas fronteras de la curiosidad y el deseo, la noción esencial es la de enlace. En este sentido, después de la experiencia acumulada en la docencia virtual de la UOC a través de herramientas hipertextuales, la conclusión a la que llegamos es que la revolución de las modalidades de producción, transmisión e interrogación de los textos puede ser entendida en la hipertextualidad como una cierta mutación epistemológica. El estudiante-lector tiene la habilidad de imponer una determinada estructura narrativa en el hipertexto, la propia, personal e intransferible. Una estructura dominada por el deseo, el auténtico motor que hace las veces de guía subliminal en la navegación a través de los contenidos que están organizados en red, a causa de los enlaces, lo cual tiene importantes implicaciones para la retórica y la estilística de la composición hipertextual. Stuart Moutlhtrop, por ejemplo, señala que la retórica hipertextual tendría que estar fundada no en la coherencia y en la orden, sino en la inestabilidad y el caos (Moutlhtrop, 1991). Con todo, no estoy segura de que estemos preparados todavía en los círculos universitarios para aceptar la contundencia de una declaración de principios como la que propone Moulthrop, tan simple en su enunciación como compleja en su asimilación y puesta en funcionamiento.

Hemos mencionado ya un número considerable de diferencias. Diferencias que tienen unas víctimas claras: la intriga, por un lado, y los personajes, por otro. La intriga, porque un lector no tiene nunca una idea nítida de cuál es la historia por la cual navega. Seguramente no ha leído todos los fragmentos, tampoco los ha leído en un orden concreto. Quizás tiene la sensación que hay varias historias o de que no hay ninguna. Este debilitamiento de la historia es el resultado, piensa Clément, del desplazamiento de la dimensión temporal del relato a la dimensión espacial del mismo. (48) Los personajes, privados de su dimensión temporal, se convierten en voces narrativas inciertas. Todo deja en el lector una considerable sensación de provisionalidad, de pérdida. Pero, ¿seguro que se produce una pérdida? O si tratamos de buscar el reverso positivo, ¿podremos tal vez encontrar cosas inesperadas, imprevisibles? Estamos en el umbral de la serendipia, si es que así podemos traducir el concepto serendipity (49) que se refiere al encuentro de lo que no se busca en el universo electrónico.

Llegado este punto, emerge un nuevo problema: ¿podemos basar la lectura que quiere conferir sentido en la casualidad, en el hallazgo, en el azar? Quizás sí, lo que pasa es que, probablemente, todavía no lo sabemos hacer. Si es así, yo también deseo felices serendipias para todo el mundo, pero es evidente que muchas nociones fundamentales desaparecen en este nuevo medio –y no estoy hablando de la especificidad del medio, del lenguaje de codificación, de la doble integración lingüística que eso supone, la cópula productiva entre código y palabra, entre creación y diseño, etc. En cualquier caso, parece evidente que en este extraño mundo de la lectura basada en el ordenador, donde los textos no tienen páginas, secuencias, duraciones tangibles ni desarrollos lineales, con unos textos que no se pueden imprimir, y si se puede, no sirve de mucho hacerlo, y donde puede no haber ya ningún sentido de clausura o de fin, el acto de lectura puede ser una tarea ardua y soberanamente desorientadora. ¿Qué estrategias interpretativas tenemos? ¿Dónde se esconde el sentido? Una estrategia interpretativa básica y de sentido común es la de pensar que el texto que tenemos delante ha sido elaborado con la intención de comunicar algo con sentido. Entonces es lógico que con el fin de hacer este mensaje coherente, se intente adivinar qué intenciones subyacen en la producción de este mensaje. Entramos de pleno, pues, en el difícil y demonizado mundo de la intención.

La pesadilla de la crítica del siglo XX fue “la intencionalidad”, la intención del autor a la hora de escribir un texto. De hecho, uno de los principales legados de la crítica del siglo XX y de la teoría de I.A. Richards en adelante ha sido la abolición de la intención de la discusión literaria. Pero la intencionalidad sigue viva para los supervivientes de las oleadas sucesivas de estructuralismo, deconstrucción y la tan proclamada “muerte del autor”. Es más, cuanto más problemático es un texto, más buscamos e indagamos cuál ha sido su intención. Para poder entender completamente el acto de lectura nos hace falta colocar la intención de su gruta subterránea y volver a ponerla en primer plano como una de las herramientas de que disponemos a la hora de enfrentarnos con el trabajo de interpretar. Si la intención podía ser relevante en el ámbito de los textos impresos, en el terreno de la literatura innovadora, experimental o de vanguardia, la intencionalidad se puede convertir en una de las más potentes herramientas hermenéuticas de que disponemos. (50)

Así pues, si partimos de dos presupuestos básicos (Eco, 1979: 96), primero, que todo texto es un edificio sintáctico, semántico y pragmático, cuya interpretación está prevista en el propio proyecto generativo, y, segundo, la creencia de que todo mensaje postula una competencia gramatical del destinatario, se trata de establecer una estrategia pragmática que nos permita actuar, en la medida de lo posible, de lectores modelo. (51) Pero para realizarnos como lectores modelo tenemos, a priori , una serie de deberes filológicos, el más importante de los cuales es el de recobrar con la mayor aproximación posible los códigos del emisor con respecto al texto. Obviamente, puede darse el caso de que se infrinjan leyes pragmáticas no menos obvias que la que acabamos de exponer, es decir, de que nuestra competencia como destinatarios no coincida con la del emisor. No obstante, aunque los textos literarios puedan apuntar hacia un lector modelo, presuponiendo abiertamente una competencia específica del público, siempre puede hallarse un lector implícito, es decir, aquel lector que recoja la llamada del texto o, para decirlo como Iser, recoja su “estructura apelativa” (Iser, 1979). Dicho en otras palabras: un lector que, alejado del contexto y, por qué no, alejado de la esencia y la complejidad del mensaje, necesariamente deba reconstruir el sentido del texto a partir del texto mismo o de la alusión a otros textos.

12. En el nombre de la literatura

En este viaje a través del mapa cibernético de la literatura o la textualidad electrónica, existen diversos puertos en los que detenerse para comprender la diversidad de experiencias que hay que considerar. Afirma Marie-Laure Ryan en su introducción a un sugerente libro titulado Cyberspace textuality (Ryan, 1999) que las nuevas formas del discurso y los nuevos géneros literarios nacidos de la tecnología digital pueden clasificarse en tres categorías, en función del rol que juegue la máquina en cada caso:

A partir de este momento, señala la editora que los géneros de la textualidad electrónica que podemos identificar son:

1) El ordenador como coautor

a) La inteligencia artificial clásica: el ordenador como un generador de outlines, (52) de argumentos, de historias. Es el caso del programa Minstrel de Scott R. Turner (UCLA), que presenta una teoría de la creatividad aplicada a la generación de pequeñas historias. Su tesis doctoral consistió en la elaboración de un programa de inteligencia artificial de 17.000 líneas de código Lisp que produce un texto resultante que, con la suspensión de un determinado grado de credibilidad ( suspension of disbelief ) podría pasar por una producción humana. Su nombre, minstrel , proviene del hecho de que genera historias de media página sobre caballeros y damas de la corte del rey Arturo como sí de un juglar se tratara.

b) La inteligencia artificial: el texto producido en un diálogo entre el usuario y la máquina. Podemos aducir como ejemplos la Eliza de Joseph Weizenbaum o la Julia de la Carnegie Mellon University. Otro bot, (53) en este caso introducido es MUD (1966).

c) La manipulación: el ordenador como post-procesador. Los textos resultantes entrarían dentro de la consideración de literatura experimental en la medida en que su generación no debe nada a la inteligencia artificial sino al azar, a la randomización, (54) a la manipulación de bases de datos digitalizadas. Ryan pone como ejemplo el poeta y músico John Cage y sus variaciones I-V, que producen un texto impreso, que él denomina mesostic generado por un programa de ordenador que él organiza jugando con la disposición especial y la tipografía.

Figura 1.1. Ejemplo de mesostic

Más que usar la escritura como un modo de comunicación en el sentido habitual de transmisión de ideas, los textos del último John Cage presentan la escritura como un modo de no comunicación. Los mesostics son piezas de lenguaje para un único instrumento, la voz humana. Son similares a los acrósticos en que el texto transcurre horizontalmente a través de una página, pero al mismo tiempo hay una palabra que se puede leer verticalmente a través de la pantalla. Cage ha puesto en mayúsculas las palabras verticales, mientras que las otras letras son minúsculas. Compone los textos de sus mesostics mediante una serie de reglas aplicadas sobre un conjunto de palabras (pool) generado mediante operaciones al azar. La escritura se muestra como una composición, más que una explicación o análisis racional (figura 1.1).

“Respecto al material de origen, estoy en una situación global. Las palabras proceden primero de aquí y después de allí. La situación no es lineal.”

John Cage. I-IV (pág. 1).

En los mesostics , Cage afirma los sones, el ritmo y el timbre del lenguaje. De manera similar a los Tender Buttons (55) de Gertrude Stein (piezas de lenguaje cambiante por permutación), las palabras resuenan con diversos significados con cada nuevo contexto y cada nuevo emplazamiento visual/aural. El método usado por Cage permite que las palabras vayan a parar a su lugar, más que forzarlas de acuerdo con unas reglas sintácticas y gramaticales predeterminadas. Cage aspira a una escritura libre, no subordinada por el orden del habla, que transmite los mensajes entre dos puntos: a y b. Para Cage no hay dirección predeterminada: las palabras vibran, afirma, el lenguaje canta.

2) El ordenador como medio de transmisión

De hecho, no hay que considerar estas opciones como nuevas formas de escritura, sino simplemente las implementaciones electrónicas de géneros ya establecidos.

a) Digitalización de textos impresos: Lanham se plantea la siguiente pregunta: ¿qué pasa cuando un texto se mueve de la página a la pantalla? Y su misma respuesta es que el texto digital se convierte en no fijo e interactivo (unfixed and interactive). Eso es parcialmente cierto, excepto en los casos de plagio a los que hemos asistido últimamente con respecto a la manipulación resultante.

b) Comunicación asíncrona en red (e-mails y listas de distribución): los usuarios no actúan en tiempo real, sino que disponen de un cierto tiempo de maniobra. Reciben la información vía mail a su ordenador personal y la procesan tranquilamente.

c) Ficción arbórea y literatura colaborativa: que también se podría dar en formato papel, pero que, con la aportación de las tecnologías digitales, recibe un impulso impensado cuando personas de todo el mundo pueden trabajar en la misma obra, pueden establecer contactos con personas con intereses similares, etc.

d) Series electrónicas tipo soap opera (56) por Internet, como The Spot, que narra la vida de cinco habitantes de California. Televisión por Internet.

3) El ordenador como teatro

Aquí el texto no puede divorciarse del medio electrónico porque explota algunas de las especificidades del soporte hardware o software (imágenes, algoritmos interactivos, bases de datos estructuradas, capacidades randomizadas) y en tiempo real, que potencialmente hace que cada visionado sea una performance única. Aquí encontramos géneros diversos como:

a) El hipertexto (57)

b) MUD (Multi Users Dungeons, de los juegos de Dungeons and Dragons), juegos de ordenador para diversos usuarios y MOO (Multe User Object Oriented), espacios de acceso colectivo, bautizados por Sherry Turkle como “una nueva forma de literatura escrita colectivamente”.

Figura 1.2. Un MOO Literario: The Hypertext Hotel

c) Interactive drama: aplicaciones de la tecnología de la realidad virtual diseñada para el entretenimiento del participante. Puede tomar el aspecto de los MOO, por ejemplo (figura 1.2).

d) Juegos de ordenador, que no son un nuevo género textual, sino un nuevo entorno para el uso del texto (igual que el resto de sistemas multimedia). Un ejemplo podría ser Myst. (58)

e) Multimedia CD-ROM.

f) Textos modulados por ordenador (máquinas poéticas, cibertextos): los cibertextos poéticos son formas de poesía que viven cómodamente en la fluidez del ambiente electrónico. De alguna manera destacan la producción dinámica del texto, haciendo de su producción un espectáculo. La experiencia del texto radica, en este caso, en la mirada sobre las palabras y el significado que emergen y se desarrollan en la pantalla, animados por invisibles códigos de programas de computación. Indra’s Net de John Cayley (figura 1.3), textos como Agrippa-The book of the Death de William Gibson, que se asoció con el artista conceptual Dennis Ashbaugh para hacer un CD-ROM que se borraba a medida que se iba leyendo. A las 24 horas de su aparición, los hackers rompieron el código y lo pusieron en la web en una forma no-auto-destructiva. Intergrams, de Rosenberg, que ha “envejecido” con los soportes y que no se puede leer sin un software determinado, ahora ya antiguo y superado.

Figura 1.3. Ejemplo de Indra’s Net, de John Cayley

13. Sobre el silencio de la literatura o la literatura exhausta

¿Será este último escenario de los ya numerosos en los que se ha situado la narrativa desde sus orígenes en la Francia del siglo XII el último de los escenarios posibles? Tenía razón John Barth cuando afirmaba en el año 1967, en su famoso y controvertido ensayo Literature of exhaustion, que la literatura había llegado al agotamiento de un cierto número de posibilidades:

“Por agotamiento, no me refiero a algo tan cansado como el sujeto de la decadencia física, moral o intelectual, sino únicamente a lo usado-agotado de determinadas formas o al agotamiento de ciertas posibilidades que, de ninguna manera, son necesariamente causa de desesperación.”

John Barth (1967). “The Literature of Exhaustion.” En: The Atlantic (1967, agosto, pág. 29-34).

No sólo el siglo XX y la modernidad y la postmodernidad literarias han representado una ruptura, una innovación en la poética de la ficción narrativa. Hay que remontarse hasta el Gógol de El Abrigo (1835), el Melville de Bartleby (1853) o el Flaubert de Bouvard et Pécuchet (1881) para captar sus primeros síntomas. La continua y anunciada muerte de la novela que es vista por los apocalípticos en estas nuevas tentativas hipertextuales de ficción puede que no sea más que un síntoma de su vitalidad. Algo debe tener que ver con la caracterización intrínseca de la novela. Y es que la novela como género ya es un género mixto, problemático, híbrido, proteiforme, en constante evolución y por eso fascinante. De todos modos, como sentenciaba Barth en The Literature of Replenishment, el ensayo que en 1979 venía a completar y, en cierta manera, corregir el de 1967, “no tenemos manera de saber si 4.500 años constituyen un periodo de senilidad, de madurez, de juventud o sólo de infancia”.

De un modo parecido al título que Howe dio al libro donde analizaba el modernismo literario (Howe, 1970), me pregunto si podríamos hablar de un cierto declive de la novedad digital. Parece que hemos entrado en una época de moderación, e incluso en algunos casos, de un cierto escepticismo. Quizás los mismos que en un momento determinado apostaron por la red sin reservas, quemando todas las naves que les ligaban con el pasado, ahora se ven más afectados por la medida del momento en que vivimos. En determinados ambientes se proyectan, incluso, visiones de balance, se hace balance de una trayectoria, se está como al final de un cierto periodo: el de la revolución digital que tenía que transformarlo absolutamente todo y de una manera radical.

En su artículo “Hypertext/Hypertype” (2003), aparecido en el monográfico número 17 de la revista Slope, Carrie McMillan ofrece una explicación de la situación que se vivió en el momento del Web boom (sobre todo los años 1999/2000), cuando Internet era conocido como la superautopista de la información y cuando parecía que los grandes negocios sólo podían tener lugar en la red. Así, se ha pasado de la consideración del enorme potencial de la web para permitir ganar dinero de manera fácil y rápida (sólo había que tener un ordenador, un módem y una línea telefónica conectada) a una sensación de que la web está como cuando uno se va de vacaciones a contracorriente, en el mes de septiembre, cuando todavía el tiempo es bueno y acompaña, pero los turistas ya se han ido a casa. Literariamente hablando, esta época de temperancia está muy marcada por el desencanto hacia el más antiguo de los modernos: el hipertexto.

Probablemente por el hecho de que se sobredimensionaron sus posibilidades revolucionarias, ahora uno se siente más decepcionado ante prácticas que tal vez no lo son tanto. Cuando se exhibe y se hace ostentación del emblema de la novedad aparecen inmediatamente los aguafiestas que nos recuerdan que “no todo es tan nuevo” y que inventar de nuevo en un acto de creatio ex nihilo absoluto es cada vez más difícil. Obsesionarse y seguir midiéndolo todo por el criterio de novedad no deja de recordarnos de dónde venimos y desde qué premisas éticas y estéticas formulamos nuestros juicios de valores. Una vez más constatamos que, a pesar de cerca de cincuenta años de formalismo, estructuralismo y postestructuralismo, seguimos siendo hijos del Romanticismo. Con todo, aunque se ha anunciado sonadamente su muerte –que no ha sido natural, sino provocada–, el hipertexto sigue siendo un referente inexcusable e insustituible en el escenario de las textualidades electrónicas.

Tal vez las más pregonadas potencialidades del hipertexto, eso es, la no linealidad y la narrativa no cronológica, no sean el punto que conviene enfatizar. Como afirma McMillan, el interés estructural del hipertexto no tiene nada dramáticamente diferente de lo que los escritores han venido haciendo a lo largo del siglo pasado. Quizás su interés radique en el hecho de que es una forma emergente de escritura que, para autores de prosa o poesía experimental, ofrece la ocasión de publicar, ser leído y discutido en foros y listas de distribución con el fin de contribuir al desarrollo y complejidad de esta escritura emergente. Una forma de escritura de múltiples realizaciones que enfrenta al lector a un problema de sobrecarga de información, de disposición de esta información, y que le incita a escoger, a rastrear, a contrastar las asociaciones dispuestas por la instancia autorial con las virtudes evocativas de su memoria y de su saber. Un mayor esfuerzo, sin duda, porque implica un cambio y, por lo tanto, requiere un cierto aprendizaje.

14. Una cuestión de arquitectura: la generación permanente de vacíos habitables

Uno de los aspectos más interesantes de la textualidad electrónica es el intento de expandir los límites del lenguaje y, por lo tanto, de desvincular el concepto textualidad del soporte material al cual está inextricablemente unido en el medio impreso. Mediante el compromiso hacia nuevas formas de significación, reivindicando la cualidad de incorpórea de esta textualidad, la literatura electrónica representa el último episodio de una queste (‘búsqueda’) poética que ya se alarga desde hace dos siglos en la historia literaria y que permite trasladar la noción de uno a otro medio. Del Romanticismo al Simbolismo, del Dadaísmo al Surrealismo, y del Modernismo a la postmodernidad, el sueño persistente de un lenguaje nuevo en un espacio artístico total ha tomado cuerpo en formas diferentes. Si las alegaciones de los teóricos del cibertexto pueden parecer hiperbólicas, en cualquier caso ni son tan utópicas ni difieren mucho de las ambiciones de sus predecesores. Ryan hace una exposición de los diversos sueños de la teoría cibertextual:

15. Conclusión: entre sueños, deseos y fantasmas

En el terreno de la literatura digital ya no nos encontramos en un momento de inicio, de celebración, de expansión de ideas y proyectos, de imaginación de diversas realizaciones posibles, de confianza en las posibilidades ilimitadas de la tecnología. Ni tampoco, es evidente, por los cambios tecnológicos que ya existen, aunque no se hayan difundido, es decir, comercializado. Estamos en un momento de impasse, de una cierta recesión quizás entre las grandes expectativas generadas y los pasos alcanzados. Las tecnologías, por su espectacularidad, prometieron un mundo mejor, más amplio, más denso, más acelerado. Este mundo ya ha llegado, ya está aquí. Cada vez menos gente puede substraerse al poder vampírico de la red, que crea dependencia. Ahora bien, continúa siendo necesario discriminar entre las tecnologías que sólo magnifican, amplifican otros medios previos y las que de verdad constituyen una verdadera innovación, las que abren perspectivas de un orden diferente de cualquier otro precedente.

En este terreno, a pesar del tiempo transcurrido, me atrevo a afirmar que más que ser homo sapiens seguimos siendo homo quaerens, es decir, que más que tener certezas, seguimos interrogándonos, pero, como decía Roland Barthes en S/Z (Barthes, 1970), el gran desafío de la literatura como trabajo literario es el de hacer del lector no sólo un consumidor, sino un productor de texto. Pensaba Barthes que la literatura estaba marcada por el divorcio imperdonable que la institución literaria mantenía entre el fabricante y el usuario del texto, su propietario y su cliente, su autor y su lector. Este lector sólo tenía la posibilidad de recibir o rechazar el texto. Así las cosas, la lectura no es más que un referendum.

Ahora los lectores estamos llamados a las urnas de estas elecciones que tendrán que hacer crecer y explotar las textualidades electrónicas que, día a día, permiten engrosar la antología electrónica de nuestra web de Hermeneia (59) o que las mantendrán en los ambientes universitarios, en el terreno de la literatura experimental, quién sabe si como la primera forma literaria de la modernidad en peligro de extinción. Por la riqueza y la diversidad cultural y para no quedarnos sin un tema de investigación que, a pesar de su dificultad intrínseca, nos apasiona, confiamos en que eso no sea así. Esperamos, poco a poco, ir desarrollando las herramientas que nos permitan ir respondiendo algunas de las preguntas que nos formulamos. Después de todo siempre es estimulante saber que no se sabe lo suficiente, que hay que saber más, que nos quedan cosas para aprender y, por lo tanto, que hay que seguir caminando. Nosotros no nos hemos ahorrado la inquietud que motivan estos interrogantes. No obstante, tenemos una ventaja. Se sabe que Aristóteles dijo: lo que todavía no se sabe, se ignora de manera tal que, ni siquiera se puede llegar a saber si se podría llegar a saber alguna vez.

De todos modos, siempre hay quien en lugar de ver sueños, que pueden convertirse en realidades a partir del deseo como motor, lo que ve en este horizonte que se proyecta delante de nuestros ojos son fantasmas. Entre la ilusión desmedida de unos y el escepticismo descreído de otros, querríamos que Hermeneia fuera un espacio donde mantener vivo el diálogo necesario para alimentar la reflexión.