Lo «psi» en la educación social. Susana Brignoni
Psicóloga clínica. Psicoanalista. Coordinadora clínica del Servicio de atención a niños y adolescentes tutelados de la Fundación Nou Barris para la Salud Mental
1. Introducción
Zygmunt Bauman (2003) ha encontrado una buena metáfora para explicar la estructura de la vida moderna actual. Nos habla de la modernidad líquida para designar sus características. Lo líquido es aquello que no se fija, lo que no conserva su forma durante mucho tiempo dado que fluye. Sin embargo, asistimos a una evidencia: el hombre no puede resignar su necesidad de fijar algunas cuestiones. Eso es lo que observamos en las prácticas que se desarrollan en ámbitos educativos, que hacen uso de lo que denominamos conceptos «psi» para intentar cernir las dificultades que allí se encuentran. Es así como vemos que diversas manifestaciones conductuales de los sujetos son nombradas mediante un diagnóstico que pertenece generalmente al campo de la salud mental. Esta clasificación responde a la idea de que habría un «desarrollo normal», que homogeneizaría a toda la infancia. Las «etapas evolutivas» son un ejemplo de cómo se organiza dicho desarrollo.
Es por eso que cuando algo no se adapta, es tomado por una desviación, como un trastorno al que se le atribuyen las siguientes causas: o bien el niño no ha madurado lo suficiente, o bien hay un déficit. Una tercera causa se suele ubicar en el campo de lo social: por ejemplo el hecho de provenir de una familia a la que se nombra como «desestructurada».
Si bien en nuestra época los puntos de orientación por medio de los cuales nos guiábamos han dejado de ser estables, lo que se solidifica son los llamados grupos monosintomáticos. Un ejemplo muy claro es el que observamos en el diagnóstico de la depresión (Horwitz, Wakefield; 2007): el estado emocional que hace sólo unas décadas era considerado como tristeza ahora según las categorías diagnósticas del DSM IV (3) se ha convertido en «depressive disorder» (Trastorno depresivo). Es interesante señalar la idea de desorden (que aparece en el inglés) ya que muestra que ella se refiere a un orden esperado.
Estos grupos diagnósticos tienen la propiedad de fragmentar las poblaciones, poniendo un nombre al malestar de las personas y otorgando una solución, que en el momento actual, articula ese nombre a la medicación correspondiente. Es decir que se hace sólido el nombre del malestar pero se ofrece un tratamiento acorde a los fluidos. Esto es un tratamiento caracterizado por lo instantáneo, lo rápido, el lapso breve.
Quiero señalar que en este tipo de tratamiento hay una evitación fundamental: se excluye la implicación del sujeto en aquello que le sucede, bajo la suposición de que ese malestar proviene de un desorden de lo biológico o de alguna alteración genética quedando el aspecto relacional relegado a un segundo plano.
2. Los ámbitos educativos y la lógica «psi»
Partimos, entonces, de la hipótesis de que lo «psi» está presente en nuestras vidas y que, en ese aspecto, los ámbitos educativos no son una excepción. Vemos que en los espacios donde están presentes niños y adolescentes, ya no hay sujetos «que no pueden estarse quietos» o «que están pensando en las musarañas». Como señala François Sauvagnat (2005), «[…] simplemente abran los ojos y los oídos cuando pasen por un lugar donde haya niños, especialmente allí donde se espera de los niños que estos se comporten de una manera calmada, ordenada y productiva. En un lugar así, los niños que tienen un trastorno deficitario de la atención se detectan habitualmente sin ninguna dificultad. Están haciendo o no haciendo alguna cosa, y el resultado es que se les reprende o se les critica más o menos así: “¿Por qué no escuchas nunca?”, “Reflexiona antes de actuar”, “Presta atención”». Lo que hay, lo que rápidamente cualquier profesional, sea maestro, profesor o educador social ve es un Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH). Este diagnóstico ya forma parte del saber popular y no sólo eso. Tiene una peculiaridad: aparece bajo el epígrafe de la «certeza genética» (Brignoni, Briole y Grifoll; 2009) que se acompaña de los resultados de la «evidencia científica». Es, hoy día, uno de los motivos de consulta en los dispositivos clínicos que aparece de manera más frecuente. Es un motivo construido a partir de la información proporcionada por terceras personas (el entorno del niño). Como señalaba, en el apartado anterior, es un diagnóstico que no incluye al sujeto como ser hablante. Más bien el sujeto observado aparece como una «variable de ajuste» (Miller, 2005) del mismo. Es una descripción, una clasificación que excluye la subjetividad y fija un modo de funcionamiento produciendo una explicación generalizada de todo lo que ocurre al niño diagnosticado: a partir de que se lo considera un TDAH todo lo que le sucede se explica por dicho trastorno. Aquél que lo padece se encuentra solo. Es un diagnóstico que libera al referente (sean los padres, los educadores, etc.) de preguntarse por aquello que puede estar causando la inquietud del sujeto en cuestión. De alguna manera el incesante movimiento del sujeto y su dificultad de atención se objetivan sin dar lugar a la palabra del implicado. Es así como lo «psi», los trastornos, se convierten en la «naturaleza» de las personas y se consideran un disfuncionamiento ya que están medidos en relación a un ideal. Se trata de un ideal de adaptación y máxima productividad, ya presente, incluso en los ámbitos escolares.
3. La crisis del lenguaje
Nombrar a un sujeto a partir del modo en que se comporta es acorde a una época caracterizada por una crisis que no sólo es económica. Se trata de una época caracterizada por una cierta «crisis de lenguaje», como señala Lacadée (2010). La pregunta que recorre distintos espacios donde circulan las personas es «¿para qué sirve hablar?» a la que sigue «¿Para qué sirve saber?». Se trata de dos preguntas claves que interrogan conjuntamente al ámbito clínico como al educativo. Son preguntas que nos ponen a trabajar. Muestran la dificultad para poner en palabras lo que a uno le sucede y a su vez la dificultad para construir una explicación, es decir un saber que permita tratar lo que no funciona. Efectivamente son preguntas que deberían interrogar a los educadores ya que es en las respuestas que puedan construir donde podrán encontrar nuevos recursos educativos. Son preguntas que no tienen respuestas universales, eso quiere decir que cada uno ha de realizar sus propios recorridos para contestarlas. Pero si bien no hay una respuesta para todos, sí podemos hacer dos afirmaciones: una es que la ignorancia no es útil y otra es que el silencio es a veces el compañero privilegiado del aislamiento.
Entonces a esta lógica «psi» que se sostiene de la idea de que sería posible vivir en una absoluta armonía a partir de soluciones homogeneizadas para el malestar, le oponemos una lógica, la del psicoanálisis, que verifica la existencia de un malestar que es estructural en las personas y para el que cada uno tendrá que ir encontrando un nombre.
En resumen hacemos un desplazamiento importante: pasamos de lo «psi» en la educación social a la inclusión de un punto de vista psicoanalítico que sirva para leer algunas cuestiones que suceden en la vida de las personas, es decir de la existencia de una conversación entre el psicoanálisis y la educación.
4. La educación y el psicoanálisis
En los ámbitos educativos los educadores se preguntan por lo que ocurre con un niño cuando no acepta hacer aquello que se le propone. A esa pregunta se puede contestar de dos maneras. Una a través de la observación y la descripción, que es lo que anteriormente señalábamos. Esta modalidad incluye al sujeto como si se tratara de un usuario, es decir alguien a quien básicamente se le suponen una serie de necesidades y sobre las que el profesional se dedica a gestionar aquello que él sabe que va a colmarlas. De hecho el concepto de «menor» para nombrar a los niños proviene de esta lógica. Un «menor» es alguien que ha de estar bajo tutela. Un niño, en cambio, si bien necesita al otro de referencia para desarrollarse es alguien a quien se le supone algunas responsabilidades, como son al menos consentir o rechazar aquello que se le oferte. Se le supone la capacidad de elección.
La otra manera es la que el psicoanálisis promueve. Ya no se trata allí de «gestión» sino de la «inclusión» del sujeto como un «ser hablante». Esto es posible si se establece una conversación entre los distintos discursos implicados: la conversación entre psicoanálisis y educación tiene un ya largo recorrido. Lo que se busca a partir de este diálogo es generar las condiciones para pasar de las «necesidades del usuario» a la «demanda del sujeto». Para que esto sea posible pensamos que hay dos momentos fundamentales en la vida de los sujetos cuando circulan por las instituciones: uno de esos momentos es lo que podemos denominar como el tiempo de la acogida y el otro es el tiempo en que los profesionales toman distancia de lo que se presenta como un «trastorno conductual» y dejan espacio para que pueda emerger la particularidad del sujeto.
Tomaré de ahora en más como ejemplo el ámbito de los niños maltratados y posteriormente tutelados para explicitar algunos de los conceptos que el psicoanálisis aporta a la práctica educativa. En este ámbito solemos encontrar una idea que homogeneiza a casi todos los niños: «Han sufrido malos tratos, entonces tienen que tener un trauma, por ende han de ir a tratamiento» (Brignoni y Esebbag, 2002). Esto que aparece como una verdad evidente, en realidad cae por su propio peso cuando nos encontramos con los niños en cuestión. Vemos en este terreno como cada niño ha inventado una respuesta particular al maltrato recibido que no siempre es del orden del trauma ni requiere de un tratamiento psicoterapéutico. Sí en cambio puede requerir de un tratamiento educativo que consista en dar espacio a otras particularidades que el sujeto trae y que tienen que ver con sus intereses.
Pondré un ejemplo tratado en las conversaciones entre educadores y psicoanalistas que trabajan conjuntamente en Centros Residenciales de Acción Educativa (CRAEs), reuniones a las que denominamos Soporte Técnico (ST).
Se trata de Alejandro, de 12 años, que recientemente es tutelado. Es un niño, según explica su tutora, muy marcado por dos formas de presentarse: o es absolutamente «hermético» o miente compulsivamente. Durante un tiempo se ha dedicado ella y el equipo a trabajar para «sacarle del hermetismo» bajo la idea de que seguramente él tenía muchas cosas guardadas y lo mejor sería que pudiera decirlas. El intento de sacar a este niño del «hermetismo» producía por momentos que se volviera más hermético o bien que les contara lo que ellos consideraban una mentira.
Al cabo de un tiempo, y a partir del encuentro entre los diversos profesionales implicados en el caso, pudieron situarse algunos datos de su historia que permitieron una nueva orientación: se vio cómo en realidad los familiares más próximos de este niño siempre habían actuado de un modo profundamente intrusivo: a nivel de sus actividades y también de su cuerpo. Se pudo verificar que ese estilo intrusivo también se dirigía a los profesionales que llevaban el caso y que estos, cuando se encontraban con la familia de Alejandro, necesitaban defenderse.
Entonces en la reunión de Soporte Técnico surge una pregunta a partir del reconocimiento de lo profundamente molesta que resultaba esta familia para los educadores mismos: ¿No será el «hermetismo» una defensa que el niño había construido frente a la intrusión? Esta pregunta se tomó entonces como una hipótesis sobre el caso que habría que verificar. A continuación se plantean que si esa hipótesis es verdad el intento que ellos hacen para «sacar del hermetismo» a Alejandro los ubica en la serie intrusiva familiar y que tal vez las mentiras sean una nueva defensa de Alejandro frente a la intrusión de los profesionales. Esto muestra que las mentiras son la insistencia que Alejandro presenta para sostener su síntoma y al mismo tiempo muestran que a pesar de ello él está dispuesto a responder a lo que ellos le piden.
Ellos piden que salga de su hermetismo y él les da un tipo de mensaje que lo preserva. Es decir que no hay mentira que no implique al Otro al que se dirige.
Estas preguntas se toman como una nueva orientación para el caso. Son la base para construir una hipótesis. ¿Cómo transformarla en una estrategia? Se decidió en primer lugar no poner el eje de la intervención en sacar al niño del hermetismo y en cambio se empezó a mirar en qué cosas él ponía interés aunque no hablara demasiado. Es decir se trataba de «respetar» su defensa. Para ello deciden apoyar estas cuestiones de interés bajo la idea de enseñarle otra versión de los cuidados: una versión que no fuera intrusiva, que no intentara saber más de lo que él mismo podía manifestar…Esta nueva hipótesis de trabajo abrió lo que se había cerrado y que se presentaba bajo la forma de las mentiras, en tanto desvió la mirada de los profesionales hacia un lugar distinto en el que estaban detenidos, fijados. El cambio de mirada de los educadores permite a Alejandro, un poco más liberado, ocuparse de otras cosas.
Vemos en el caso de Alejandro como el síntoma del hermetismo es una respuesta a lo que viene del Otro familiar cuya intrusión era muy difícil de eludir y que luego es desplazado frente al imperativo educativo: «ábrete» «suéltalo». Este imperativo surge a partir de lo que podemos calificar como una falsa creencia muy habitual en estos casos: la idea de que estos niños tienen muchas cosas guardadas y que han de soltarlo.
Sin lugar a dudas, desde la perspectiva del psicoanálisis, podemos pensar que es necesario construir un cierto nivel de narración ya que la narración es un esfuerzo por establecer orden en un universo que muchas veces parece haber perdido el sentido. Pero también sabemos que no todo relato es una narración. El hermetismo de Alejandro hace presente un silencio que hemos de tomar como un hecho de lenguaje. Somos los profesionales que lo atendemos los que estamos a cargo de restituir ese silencio como un eslabón en una cadena histórica de la que nosotros mismos somos llamados a ser testigos.
5. Acoger a un niño
En el apartado anterior señalaba la importancia de dos momentos particulares en la vida de los niños cuando trabajamos en ámbitos educativos:
El momento de la acogida: tiempo fundamental para favorecer el desplazamiento de la idea de «menor» a la idea de sujeto.
El tiempo del síntoma: es decir el tiempo para descomponer el «trastorno del comportamiento» y para permitir que emerja en su lugar el síntoma tal como lo entendemos en psicoanálisis.
1 y 2 son los momentos necesarios para abrir un lugar de enunciación, un lugar de escucha en el que podamos dar cabida a lo que el niño tenga para decir y también para detectar desde qué lugar lo dice.
Pero ¿qué es acoger a un niño? Esta es una pregunta por nuestra función que en primera instancia ha de implicar una oferta ¿De qué se trata, qué es lo que tenemos que ofrecer en el momento en que un niño entra en una institución educativa (en el ejemplo anterior se trata de una institución de tutela pero podemos pensar la acogida en sentido mas amplio, ya sea en la escuela o en cualquier otra institución que cumpla un papel tercero respecto a la familia)? Una primera idea que se puede plantear es que se trata de hacer que el mundo que se ofrece al niño encuentre una dirección más allá de uno y del niño mismo en el que la dimensión del deseo y de la palabra ocupen para todo sujeto una plaza preponderante. Para que haya un más allá de nosotros y del niño mismo lo primero que hay que poner en suspenso son las certezas sobre el niño en cuestión. El niño que se presenta como una «certeza» en los ámbitos educativos es el niño problemático, el niño que enfrenta al educador con un límite, el niño «imposible». Se trata de un niño, que generalmente, hace obstáculo al educador, lo sume en la impotencia. Allí reside la certeza ya que se le supone a ese niño una mala voluntad.
Para que los profesionales puedan favorecer esa puesta en suspenso es necesario crear dispositivos de conversación en los que puedan vaciarse las certezas y se puedan producir interrogantes. Es en el agujero dejado por los puntos suspensivos que los profesionales consentimos poner, es en los interrogantes que introducen la dimensión del enigma en lo que hasta el momento anterior dábamos por obvio y natural que el niño que llega tiene la oportunidad de encontrar un lugar. Es decir es en el proceso de desnaturalización de lo que le sucede al niño... Poner puntos suspensivos es ubicar si se quiere al niño en un lugar extranjero, en un lugar de desconocimiento, en un lugar de alteridad, es decir introducir algo del orden de la ignorancia de nuestro lado, de hecho desconocemos las leyes que lo marcan. Es decir consentimos a producir un desplazamiento: del niño «certeza» al niño «enigma».
Acogemos a un niño en un momento de su historia y nos ubicamos en posición de ignorar de qué está hecha la misma. Implica del lado del que acoge un tiempo de espera en el que se produce una falta. Cuando espero a alguien se produce una «burbuja simbólica» en la que uno se encuentra tomado por la ausencia de ese otro, de ese niño que llegará y al que tendremos que atender. Podemos por ejemplo imaginar cuáles son las necesidades que el niño tendrá pero lo que no sabemos es de qué modo va a venir a «habitar» esas necesidades. Entonces es con lo que al profesional, al otro de referencia, le falta que hacemos un lugar. Ahora lo importante es que esta falta el profesional acepta producirla en la medida en que tiene un deseo respecto al encargo con el que trabaja. Es decir que es una falta sostenida de un deseo que no es anónimo. Esta es la condición fundamental para acoger a un niño y que sitúa la acogida en tres dimensiones, como dice Danièle Lacadée-Labro (2001):
Acogida en un nivel simbólico: implica que en ese lugar debe producirse un lazo de inscripción. El niño es acogido por un sistema simbólico que lo precede y él deberá decidir si lo adopta o no lo hace. Esto lo podemos pensar a partir de la llegada de un niño al mundo y ahí es necesario distinguir que no será lo mismo para los profesionales el trabajar con niños que han adoptado ese sistema simbólico que aquellos que no lo han hecho. En el primer caso se tratará para el profesional de ofertar un sistema para el que ya hay un marco posible. En cambio en el segundo caso será un trabajo de apuesta por que algo se inscriba en un tiempo indefinido: son esos niños a los que se les enseña algo, parece que lo hubieran aprendido, y al día siguiente eso ha desaparecido. Son niños para los que el profesional tiene la idea de tener que recomenzar cada vez. Podemos plantear que el trabajo con estos niños es una especie de bricolage.
Acogida en un nivel imaginario: aquí lo que está en primer plano es el cuerpo del niño, ese cuerpo al que hay que envolver con una nueva mirada, si se quiere con una nueva piel que nuestra mirada como educadores, como psicólogos va a crear para él. Se trata también aquí de un velo. Es un velo que apunta a la constitución del cuerpo mismo y se sostiene de la idea que planteaba en un inicio: el cuerpo es algo a constituir y en esa operación el otro del sujeto tiene un lugar fundamental. Pensemos en esos niños que llegan con la marca de exhibir una fealdad radical: ¿cómo hacer para dar brillo a ese cuerpo?
Acogida al nivel de lo real: el niño es acogido por los cuidados que su cuerpo requiere pero también por las exigencias de humanización que su organismo exige para poder vivir. Al nivel de lo real hay que acoger las formas de satisfacción paradójica que el sujeto trae: es decir los síntomas que por un lado lo hacen sufrir pero de los que él también se satisface. A eso nosotros le llamamos goce y no hay verdadera acogida si no se permite la introducción de ello para luego poder tratarlo. No hay que olvidar que el goce es lo particular del sujeto y es de aquello que él se resistirá con más pasión a separarse.
Acogida simbólica, acogida imaginaria y acogida real implican un anudamiento que sitúa el hacer del profesional en un momento que para el sujeto es del orden de la separación. Mientras la ruptura implica un romper los lazos, un romper que puede ser brutal, la separación designa el trabajo psíquico que se hace a partir de la ruptura. Tenemos que pensar que siempre que un sujeto ingresa a una institución hay algo de este trabajo de separación que se pone en juego. El tiempo que ese trabajo requiere depende de la particularidad de cada niño así como las modalidades que ese trabajo adoptará: algunas imperceptibles, otras profundamente ruidosas. Lo que es importante saber es que imperceptible o ruidosa no están asociadas necesariamente a la gravedad. El tiempo de la acogida puede hacer posible ese proceso en la medida en que la falta que el profesional ofrece es el hueco para que pueda establecerse un nuevo vínculo.
De la acogida sólo agregaré que también está hecha de signos. Lo que hace signo es algo del orden del don: es lo que denota la dimensión simbólica de la acogida; la buena o mala voluntad de los que acogen, la simpatía o la indiferencia. Por ejemplo en las aulas la organización del perchero con el nombre o foto de cada niño ya indica que allí se trata de hacerle un lugar. Otro ejemplo transcurre en una casa de acogida en Bulgaria donde se ofrece a cada uno que llega una flor: este gesto instaura un espacio de don, como si fuera un espacio para los encuentros que pueden advenir. Por este gesto las palabras que se vierten al llegar un niño son extraídas de una pura función de intercambio de información, de prestaciones recíprocas, salen del espacio mercantil por la simple presencia de la flor, un objeto inútil...Es decir va más allá del vínculo del mercadeo para situarse en otro tipo de vínculo donde no todo este marcado por su valor de uso e intercambio...Es decir que a la vez que abrimos un espacio , abrimos un tiempo en donde podrá si consentimos advenir el sujeto...Entonces bien ¿Por qué hablamos de advenir o de producir el sujeto? En la misma idea de producir situamos el eje: no se trata cuando hablamos del sujeto de una entidad ya dada, no se trata de algo natural.
6. Producir el sujeto
Seguramente habrán escuchado alguna vez la frase de Lacan, aparentemente enigmática «el sujeto es efecto del significante». ¿Qué quiere esto decir? ¿Cómo explicarlo de manera que aunque sea en una primera aproximación aparezca con una cierta claridad? Diré que el sujeto como tal no nace en el momento en que nace un niño. Es más diré que en cierta medida el sujeto no es equivalente a la persona ni al individuo. Hay un nivel físico de la persona pero el sujeto no es eso, no pertenece al registro de los datos (no pertenece al registro de las estadísticas). El sujeto, como dice J-A.Miller (1998), es más bien una discontinuidad en los datos(es una chispa, algo fugaz). Cuando un niño nace tenemos un viviente, un organismo y tienen que darse una serie de operaciones para que el sujeto se produzca: lo que «hace vivir a una persona es lo que él fue para el Otro en su deseo y es por eso que ese deseo, por ejemplo de la madre , es fundamental para que el viviente pueda sujetarse al Otro».También , como señala Miller, podemos observar por ejemplo la tendencia al suicidio en niños en los que ese deseo ha estado ausente o la respuesta del Otro ha sido del orden del rechazo, lo que no es lo mismo. Ese deseo se vierte a través del lenguaje, a través del discurso que se tiene sobre él y es por eso que decimos que es efecto del significante. El niño ha de sujetarse a ese discurso, a esa charla que se tiene sobre él. Eso que se da de manera primaria cuando el niño nace debe producirse de alguna manera cuando desde distintos dispositivos lo vamos a acoger. Por ejemplo cuando un analista recibe a una persona con sus quejas es responsabilidad del analista crear un nivel propio al sujeto. Crear ese nivel supone una decisión ética que implica al analista como a la persona en cuestión. Cuando decíamos que se trataba de una discontinuidad hacíamos referencia por ejemplo a lo que se conoce como lapsus. El lapsus de alguna manera es una irrupción en el decir. Revela, como tal, un descontrol del yo sobre el sujeto. Ahora bien es una decisión situarlo como un elemento a trabajar en tanto revela algo de la posición del sujeto o bien dejarlo de lado considerándolo un error. Es decir que producir el sujeto es dar un lugar particular a las formaciones que expresan algo del orden de su malestar.
7. Acoger el síntoma
Eso quiere decir que un punto esencial de la acogida implicará acoger sus síntomas. Las formaciones que expresan el malestar del sujeto, desde el psicoanálisis son los lapsus, los actos fallidos, los sueños y los síntomas. Le damos un lugar privilegiado a los síntomas ya que los ubicamos del lado de una cierta invención que el sujeto mismo realiza para poder enfrentarse a un real que se le vuelve insoportable. De hecho ya desde el inicio del psicoanálisis el síntoma fue tomado como una solución. Les damos un lugar privilegiado en una época donde todo nos habla de trastornos, todo se sitúa en los observables del comportamiento. Cuando nos planteamos darle un lugar privilegiado estamos cuestionando la concepción que propone métodos reeducativos cuando la lectura que se hace del síntoma es que es una desviación respecto al desarrollo normal de un niño, como señalábamos al inicio. Es decir la idea de que todos los niños han de responder con iguales signos al desarrollo madurativo.
Más bien lo que intentamos es recuperar el valor de mensaje que tiene el síntoma. Esto se puede entender por ejemplo en lo que hace al incumplimiento de las normas. Allí en las instituciones siempre aparece algo del orden del conflicto: para los profesionales el incumplimiento de la norma o su transgresión aparece como un cuestionamiento a la autoridad. Pero ¿se trata realmente de eso? Solemos escuchar «se rebota cada vez que le pones un límite», «tiene intolerancia a la frustración y entonces explota ante el no», «cuando quiere si que entiende lo que le pedimos», etc. Hay la suposición de una mala voluntad que desconoce que la causa de nuestros comportamientos no siempre está al nivel de la conciencia o de la voluntad. Muchas veces los trastornos del comportamiento son una respuesta inconsciente que los niños encuentran a la norma, o a los modos en que el otro les pide o se dirige a ellos. Y también son a veces intentos de inscribirse en el Otro: podemos nombrarlos como los síntomas de la inscripción o de la no inscripción. Ejemplo de ello es el que roba enfrente de la jefatura de policía. Hay que pensar que a veces el sujeto no logra hacerse reconocer de otro modo que no sea mediante la transgresión y eso toca nuestra posición, nos interroga acerca de los modos en que lo escuchamos y que trabajamos para producir un consentimiento en él de la oferta que le hacemos. Este es un punto importante: si sostenemos la hipótesis del sujeto tenemos que considerar que el sujeto puede decir que sí o que no a la oferta que le hacemos. Ahora bien un rebote, una transgresión no necesariamente ha de colocarse del lado del no. Freud (1986), en uno de sus historiales clínicos, dice que «el niño que se comporta de manera tan indomeñable está haciendo una confesión». Es decir que ahí Freud nos da una pista: para él una mala conducta, un trastorno en realidad oculta una palabra no dicha. Pero es una palabra que muchas veces ni el propio niño se puede decir. Allí entonces es fundamental la posición del profesional: o puede continuar en el empeño de hacer cumplir la norma o bien puede convertir esa conducta en un llamado.
Convertir la conducta en un llamado implica reintroducir lo que aparece en acto en el campo del lenguaje. Pero para que haya llamado se necesita del otro que lo reciba sino esa conducta queda reducida a un puro grito, a un alarido.
Tomarla como un llamado tiene un valor fundamental: hace posible que ese goce que sacude el cuerpo del niño pueda ser nombrado como un malestar. Eso es el otro de referencia el que puede suponerlo: nombrar para el niño el hecho de que sus trastornos en el momento, por ejemplo, de la acogida responden al sufrimiento que representa para él la separación de lo familiar, implica un signo de reconocimiento que a su vez retorna sobre el profesional en forma de vínculo ya que no introduce la patologización de la conducta sino que sitúa que el trastorno, el síntoma tienen una función. Eso introduce algo más y es que el lenguaje es el medio para producir un lazo, es allí donde el niño puede encontrar su propia casa. Y que esa función no es colectivizable así como tampoco lo que está en causa en el síntoma. Eso es singular, particular de cada sujeto. Es su parte de soledad difícilmente socializable.
8. A modo de conclusión: La función educativa y los síntomas
De manera breve diré que no es una función del educador ocuparse de los síntomas de un niño: el educador no tiene como encargo el tratamiento del síntoma ni su cura. Los espacios de conversación entre psicoanalistas y educadores tienen como objetivo la delimitación. Se trata de delimitar cuáles de las manifestaciones de los sujetos con los que trabajamos son psicopatológicas y cuáles no lo son aunque lo parezcan. Esta delimitación es necesaria ya que lo que tenemos que cernir es qué de lo que aparece es educable y qué no lo es. Esto despeja y amplía el campo de intervención tanto educativa como clínica. De hecho reenvía a cada profesional a su zona de responsabilidad. Esto quiere decir que por ejemplo en el caso de un sujeto psicótico el educador no puede excusar su inacción por el hecho de la psicosis. La psicosis implica muchas veces que no es posible aplicar principios formales de educación. Pero es un campo interesante para la investigación. El educador ha de preguntarse ¿Qué es lo educable en la psicosis y cuáles son los medios para acceder a lo educativo?
Podemos partir de una idea primordial y es que todas las manifestaciones del sujeto tienen una relación con el otro. Ahora bien no siempre el otro al que se dirigen es el educador que está allí presente. Si se trata del educador presente, de la forma en que éste lo trata podemos pensar que son manifestaciones reactivas o de ajuste. El sujeto con su conducta responde al otro de referencia. Este tipo de respuestas a veces pueden tratarse dentro del ámbito educativo mismo. Ese tratamiento consiste en modificar la forma en que el educador se dirige al niño, el modo en que le pide las cosas y los tiempos en que le exige cumplirlas. También se trata de que el educador pueda revisar la oferta que hace: si esta es acorde con los intereses del sujeto, si lo enganchan o al contrario no los han tenido en cuenta.
Hay, sin embargo, otras manifestaciones que no son reactivas. Son manifestaciones que podríamos pensar como psicopatológicas, que enseñan la particularidad estructural del sujeto con el que se trabaja. Cuando estas se muestran es un acto responsable del educador mostrar su límite para tratarlas pero a su vez enseñar al sujeto un camino dónde sí podrán ser tratadas. Eso es la derivación al psicólogo o psiquiatra. Ahora bien parte del trabajo educativo consistirá en acompañar esa derivación, para que el sujeto no «quede a la deriva». Acompañar la derivación quiere decir hacer un trabajo previo para que el sujeto sepa por qué ha de consultar. Luego que la derivación se produce el educador ha de acompañar el tratamiento. ¿Cómo se acompaña? Cumpliendo una función de sostén, haciéndole saber al niño que ese espacio es importante para él, ayudándole a encontrar las palabras para hablar de su sufrimiento. E incluso si es necesario haciéndose presente en las sesiones de terapia cuando el niño se niegue a asistir. El educador debe saber que no es fácil para un niño asistir a un tratamiento y que en cierta medida el tratamiento se sostiene si el niño siente que hay otro que lo desea.
Finalmente diré que algo que es fundamental para el psicoanálisis y que nos permite dialogar con los educadores es el hecho de promocionar una forma de trabajo que prioriza el caso por caso. Esa prioridad permite como dice Lacan (1989) que nos sacudamos «la rutina de la queja», «esa vieja rutina que hace que el significado siempre tenga el mismo sentido». Es decir que el psicoanálisis hace una invitación a la educación social: invita a producir una cierta ruptura con el sentido común en pos de que afloren nuevas significaciones.
Bibliografía
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