La participación: invitación a la esperanza. Eva Bretones
Pedagoga y Educadora Social. Actualmente profesora del grado de Educación Social de la UOC
La mejor manera de evitar la tentación es dejarse abrazar por ella. Voy a ser fiel a mis principios. Aprovechando la oportunidad que se me brinda en este libro voy a intentar dar forma a algunas de las reflexiones que a lo largo de estos años he ido dibujando fruto de mi trayectoria personal y profesional. Mi propuesta es un «atrapar» el cotidiano. Un recorrido pensado pero repleto de emociones. Una historia gestada des del trabajo personal y colectivo.
Una pincelada de biografía para ubicaros. Una imagen de mi misma que difícilmente transmite la densidad de los matices, pero quizás os permita imaginarlos.
Soy hija de la inmigración de los años sesenta. Mi familia ha creído siempre que tenía posibilidades. Estudié la primaria en un centro privado religioso, por cuestiones de capital social y cultural. Todas mujeres. Para nosotras la ocupación del espacio (la ubicación del pupitre en el aula, por ejemplo) era un claro reflejo de la clase social y, cómo no, de las posibilidades personales, académicas y profesionales. En mi caso, ellas, las monjas, no veían nada claro lo de mi continuidad académica. A pesar de mis aptitudes en matemáticas, recomendaban, siempre a mi madre, que de continuar estudiando lo hiciera vía formación profesional. Mi madre también lo tenía claro, iría a la Universidad y estudiaría periodismo.
De todas mis compañeras de primaria, sólo cinco tenemos, en la actualidad, estudios universitarios.
Fui a un instituto público y compartí aula con chicos y, en plena adolescencia decidí acceder a la universidad para ser Educadora, otro mundo era posible. En el año 90 no existía la titulación de Educación Social, así que inicié mi andadura en Ciencias de la Educación. Acabé la carrera desconcertada. «Sabía» de leyes, de didáctica y de organización, «sabía» de individuos pero seguía sin respuestas. Necesitaba contexto y fui a buscarlo a la Antropología Social.
La antropología (como la danza) me enseñó a salir de las instituciones para poder mirarlas desde otros prismas (matices en el movimiento que me permiten una nueva percepción de mi misma y del entorno): desaprendí y construí un nuevo concepto de educación Un concepto de educación que incluía como marco de referencia los procesos de transmisión y adquisición cultural.
Esta mirada explica mi punto de partida: el cuestionamiento de todos aquellos planteamientos teóricos y prácticos que limitan la capacidad de participación de las personas (o de algunas de ellas) como sujetos activos en sus trayectorias personales. Planteamientos que olvidan que toda socialización es el resultado de un proceso diferenciado en función del género, de las familias, del entorno territorial, del origen cultural y de la singularidad como personas. Planteamientos que no reconocen a algunos colectivos en tanto que personas con voz propia, obviando, al tiempo que obstaculizan, su capacidad para intervenir y modificar, esto es, para poder PARTICIPAR de y en los procesos que las condicionan.
Toda mujer y todo hombre tienen capacidad de adaptación y de decisión. Las personas son parte activa en sus vidas, están condicionadas, pero no determinadas por su entorno.
Independientemente del colectivo al que pertenezcamos y del lugar que ocupemos en el mismo, todas y todos tenemos la capacidad de adaptarnos a nuestros entornos de relación. Capacidad que se explica, tal y como argumenta y especifica Spindler (1993), gracias a los continuos procesos de aprendizaje que realizamos en el seno de la propia cultura. Esta capacidad de aprendizaje, común a todos los grupos humanos, permite entender cómo un grupo de personas ha sido estructurado por su medio cultural. Ahora bien, las personas son parte activa y fundamental en sus vidas. Participan en sus escenarios de comportamiento y construyen sus identidades en proceso y con singularidad.
Este escrito recoge la voz de todas aquellas mujeres y hombres que me han acompañado a lo largo del camino, pero es, como viene siendo habitual en mí, un homenaje a las mujeres.
Y es un homenaje a las mujeres porque, directa o indirectamente, me han ayudado a entender que las dificultades de participación no son sólo consecuencia de la adscripción a determinados estratos sociales. Aprendí en el camino que las formas de diferenciación por adscripción étnica y por género también necesitaban ser incorporadas explícitamente a nuestra mirada, cómo profesionales, si nuestro objetivo es no sólo entender sino también actuar sobre los factores que inciden en la participación de los colectivos a los que acompañamos.
Ante el olvido, la distorsión, la homogeneización y el estereotipo este escrito es una invitación a la esperanza. Una invitación a ver a las mujeres y a los hombres desde lo que son, dando un valor positivo a sus estrategias y a sus relaciones.
Participación: Identidad, resiliencia e inclusión.
Una persona participa de… cuando es miembro de pleno derecho. El pleno derecho significa pertenencia. Y la pertenencia sólo es posible desde la identificación.
Miremos por un instante nuestros mundos de relación. ¿En cual de ellos os sentís reconocidos (identificados) por los miembros que lo conforman? Sólo en estos sabéis con certeza la posición que ocupáis (ubicación), sólo en ellos conocéis y os garantizáis derechos y obligaciones. Cuando no es así, la balanza se desequilibra, ¿no es cierto?
No hablamos, consecuentemente, de participación en términos de acceso o asistencia a… hablamos de participación en términos de identificación, de pertenencia y de responsabilidad frente a los procesos de enseñanza y aprendizaje.
¿Las educadoras y los educadores sociales reconocemos e incorporamos a nuestros prácticas las estrategias de participación de las que son portadores aquellas personas a las que acompañamos?, ¿las dotamos de las estrategias pertinentes para ser personas de pleno derecho en los diferentes espacios que conforman su contexto social y cultural(en el ámbito laboral, político, económico, etc.)?
Si nuestro objetivo cómo profesionales es a acompañar a personas y/o colectivos con dificultades de participación nos urge precisar en qué condiciones la posibilidad al pleno derecho tiene lugar. Para ello es imprescindible, primero, el reconocimiento de su valor en la gestación y visibilización de los procesos de cambio educativo y cultural.
Tres conceptos, identidad, resiliencia e inclusión, para aportar algunas respuestas. Conceptos que he dotado de significado gracias al trabajo personal, académico y profesional. Significados que, evidentemente, siguen abiertos y siempre en discusión.
1. La identidad como proceso
Reconocer la identidad como proceso parte de la aceptación de la capacidad de aprendizaje de toda persona.
Desde un posicionamiento cognitivista, hablo del aprendizaje como proceso y como actividad interpersonal. El aprendizaje, entendido así, tiene lugar en la interacción con aquello que nos rodea. En este sentido, cualquier aprendizaje modifica siempre el saber personal: primero, porque nunca se aprende a partir de la nada y, segundo, porque los aprendizajes siempre se realizan por la asimilación de lo nuevo por comparación con lo viejo.
Aprender, consecuentemente, significa siempre transformase (Vieira, 1999) y debería implicar la aceptación de que en cada uno de nosotros hay una yuxtaposición de identidades. La identidad como proceso, como aprendizaje, «(…) es construeix i es transforma al llarg de l’existència”. (Esquirol.2003: 33). La identidad es, consecuentemente, un proceso inacabado.
El lugar de la cultura
Si el aprendizaje tiene lugar en la interacción con aquello que nos rodea la identidad, como proceso continuo de aprendizaje, está condicionada por los procesos, los contextos y los sujetos que conforman nuestro cotidiano.
«(…) Per molt que l’entorn social no determini el sexe, sí que és aquest entorn el que determina el sentit d’aquesta pertinença.» (Maalouf, 1998: 33).
En este sentido George Spindler (1987) argumenta con claridad cómo aprendemos a ser sujetos culturales, desde los conceptos de continuidad, discontinuidad y presión del grupo, ayudándonos a entender las dinámicas y las estrategias de reproducción de los sistemas socioculturales en los que nace y vive cualquier persona. Spindler (1987) muestra las claves para entender los procesos de aprendizaje que realiza todo ser humano a lo largo de su vida.
Incorporamos nuestros mundos y a nosotros mismos en el seno de un sistema social y cultural. Crecer y desarrollarse como ser humano implica transitar por el mundo social a través de las diferentes etapas del ciclo vital. Spindler utiliza el concepto de continuidad para referirse tanto al conjunto del ciclo vital cómo para cada una de estas etapas. Entendiendo que los tránsitos de una etapa a otra son tiempos de discontinuidad para la persona. Esto es, momentos de cambio en los que se organizan nuevas interacciones, nuevas prácticas, nuevos aprendizajes.
Estos momentos de cambio pueden ser vividos por las personas tranquila y progresivamente o bien de forma brusca y taxativa. En ambos casos las consecuencias emocionales y cognitivas son significativas y de especial relevancia en la elaboración de expectativas. Son momentos en los que el individuo debe mostrar que ha aprendido los comportamientos adecuados a la nueva etapa. Son momentos de búsqueda de reconocimiento por parte del grupo, especialmente significativos en la construcción de las identidades. Y es precisamente en estos momentos de discontinuidad donde la presión del grupo es más fuerte, dado que debe garantizar que el individuo ha aprendido sus nuevas capacidades y habilidades de adaptación al entorno.
Los aprendizajes que se incorporan se asientan no sólo en la sociedad y en la cultura de la que se forma parte, sino también en el estrato económico, en la generación y en la familia en la que se ha nacido. La percepción del mundo y de uno mismo, consecuentemente, viene condicionada por los contextos en los que uno se relaciona y desde los que asume valores, actitudes y prácticas de relación. Como señala Soto (1997), las coordenadas culturales de las cuales partimos son puestas en juego en la interacción cotidiana. Su puesta en escena depende de las personas que la representan, la transmiten y la expresan:
sujetos culturales con un bagaje cultural de origen y unas expectativas sociales concretas. Las culturas desde esta perspectiva se relacionan a través de sus actores. Actores que a diario se encuentran, crecen y se piensan a si mismos y a sus mundos.
Sobre la singularidad
Que los contextos de relación condicionen el significado de nuestros aprendizajes no significa que la trayectoria vital de cualquier persona esté determinada. La identidad, como proceso inacabado, no sólo nos acerca a nuestro grupo de referencia también nos alejan del mismo
«cadascuna de les meves pertinences em vincula amb un gran nombre de persones; però com més pertinences juntes tinc en compte, més específica resulta la meva identitat (…) és justament això el que caracteritza la identitat de cadascú: que és complexe, única, insubstituïble, impossible de confondre amb cap altre”. (Maalouf.1998: 27).
En la comparación con el otro se descubren las semejanzas y las diferencias (también la creatividad). Esta distancia, que puede llegar a ser crítica en todo individuo, es la que da origen a las identidades singulares.
«(…) a construçao / reconstruçao da identidade corresponde sempre à integraçao do novo no já possuído...donde resulta nào uma adiçao mas antes una integraçao feita um pouco ao modo de cada um. Por isso é autoconstrída. Por esso mesmo é idiossincrática.» (Vieira. 1999:58).
Singular porque es el resultado de un proceso de integración que puede llegar a ser crítico por parte del sujeto.
Incorporo los procesos de integración críticos como elementos necesarios para la participación y con ella la transformación individual y social. Social en el sentido de convivencia, no exenta de conflicto, en un mismo espacio geográfico y social, entre una pluralidad de sujetos culturales que confrontan positivamente sus racionalidades y subjetividades, trabajando juntas, movilizando recursos, potencialidades y experiencias más participativas (Casa-Nova, 2002). E individual porque permite a cada persona reconocer y modificar, si así lo escoge, aquellos procesos que la condicionan por razones de género, clase y origen social y cultural.
Desde esta perspectiva la construcción de la identidad es un proceso dinámico. Responde a la forma en la que los sujetos se ven y se definen en sus semejanzas y en sus diferencias, en relación con y a diferencia de otros grupos y personas.
El concepto de identidad, consecuentemente, incorpora continuidad y homogeneidad, pero también flexibilidad y dinamismo frente a la tensión entre asimilación y resistencia. Es esta tensión la que la transforma en un proceso de continua reconstrucción por inclusión y por exclusión de las similitudes y de las diferencias.
Identificación y reconocimiento
Los procesos de integración críticos por parte del sujeto no son, sin embargo, espontáneos. «(…) Es el otro quien me construye». (Esquirol.2003:30). Para que en la comparación con el otro se descubra la diferencia es preciso que este otro me reconozca.
«(…) Las personas deben su identidad a una estructura de relación práctica consigo mismas, la cual, a su vez y desde el primer momento, depende de la ayuda mutua y de la aprobación aportadas por otras personas. Precisando más: es el proceso de identificación personal, por el que cada uno va constituyendo su identidad, el que debe ser reconocido por los demás» (Esquirol. 2003: 43).
La construcción de la identidad es un proceso permanente de identificación que precisa de reconocimiento. Sin identificación es difícil construir procesos de integración críticos.
El entendimiento del otro pasa necesaria y consecuentemente por el reconocimiento de su singularidad, esto es de su realidad, de sus actitudes, de sus valores y de sus saberes. Si en las interacciones cotidianas reducimos la singularidad de nuestro interlocutor a su grupo de pertenencia, limitamos la oportunidad de potenciar en él la inclusión de las diferencias en experiencias diversificadas. Esto es, de generar procesos identitarios críticos, individual y colectivamente. De posibilitar la participación personal y colectiva.
2. «El arte de navegar en los torrentes»
Cómo señalaba, para que los aprendizajes sean significativos y potencien procesos críticos de integración individual son necesarias la identificación y el reconocimiento. Incorporo aquí el concepto de resiliencia al análisis, esto es, «(…) el arte de navegar en los torrentes» (Cyrulnik. 2003: 213)
El concepto de resiliencia es entendido como la capacidad de toda persona para enfrentarse creativamente a las dificultades y seguir participando sosteniblemente de sus diferentes contextos de relación. Capacidad que, tal y como argumenta Cyrulnik, se desarrolla a lo largo de la vida y que precisa de la participación de un referente significativo que aporte apoyo social, significación cultural e inclusión familiar.
La resiliencia es un proceso que se inscribe en un medio y se desarrolla en una cultura. Las personas no son más o menos resilientes, es resiliente su desarrollo. Y para ello es necesario el encuentro con un referente significativo. Un referente que acompañe afectivamente y que permita reorganizar y transformar el deseo de seguir adelante. Un referente que otorgue significación a los diferentes mundos por los que toda persona transita.
«(...) Si concebimos que un hombre no puede desarrollarse más que tejiéndose con otro, entonces la actitud que mejor contribuirá a que los heridos reanuden su desarrollo será aquella que se afane por descubrir los recursos internos que impregnan al individuo, y, del mismo modo, la que analice los recursos externos que se despliegan a su alrededor» (Cyrulnik. 2003: 213).
El punto de partida es el reconocimiento afectivo y significativo. Reconocer las relaciones en las que se desarrolla toda persona para poder entender su sensibilidad a determinado tipo de acontecimientos. Sólo desde el reconocimiento es posible el acompañamiento afectivo y efectivo. Sólo desde el reconocimiento es posible la identificación y el desarrollo de procesos críticos individuales y sociales. Sólo desde el reconocimiento es posible la participación. La propia y la ajena.
La educadora y el educador social como tutores resilientes
Toda persona participa de distintos espacios de relación en los que se desarrollan procesos de enseñanza y aprendizaje. La educación es un proceso continuo y sistemático de transmisión cultural, a través del cual incorporamos nuestros mundos y a nosotros mismos, y en el que intervienen múltiples agentes cómo la familia, el grupo de iguales, etc. Nunca se aprende a partir de la nada. En la asimilación de lo nuevo por comparación con lo viejo los aprendizajes necesitan ser significativos. Esto es, partir de la realidad de las personas incorporando sus diferentes espacios de relación y aprendizaje.
Mi experiencia me ha mostrado que cuando las educadoras y los educadores acompañamos significativamente a las personas con las que trabajamos, éstas se sienten identificadas e incorporan los nuevos aprendizajes de forma tranquila y progresiva. Sintiéndose reconocidas no sólo por su entorno familiar y comunitario sino también por otros (dígase laboral, comunitario, académico, etc.). En el caso contrario, cuando los profesionales transmitimos contenidos contradictorios y/o contrapuestos a los incorporados en el grupo familiar y comunitario, los aprendizajes se tornan de difícil articulación cognitiva y emocional.
En ambos casos, como muestra Cyrulnik (2003), los contenidos aprehendidos juegan un papel relevante, no sólo en la participación social y cultural de las personas, sino también en la elaboración e interiorización de expectativas a lo largo de la vida.
Me permito en este punto una licencia: afirmar la importancia del papel de las educadoras y los educadores sociales cómo acompañantes afectivos y efectivos. Mediadores (Soto, 1996) entre comunidades con dificultades históricas de participación sociocultural. Acompañantes de mujeres y hombres en tiempos de discontinuidad (Spindler, 1987) que potencian el desarrollo de identidades resilientes (Cyrulnik, 2003).
3. Inclusión
Por último, una apuesta. Una propuesta de conceptualización que incorpora a las personas y/o colectivos con dificultades de participación.
Una perspectiva que habla de barreras y según la cual las dificultades de participación son el resultado de la aparición de algunas de éstas, en distintos planos o niveles del sistema, dificultando las posibilidades de incorporación de personas y/o colectivos.
La utilización del concepto de barreras revela un nuevo modelo social en relación a las dificultades de participación. A diferencia del modelo clínico, donde las dificultades tenían su origen en los déficits personales, familiares o culturales, esta conceptualización entiende que las barreras al aprendizaje y a la participación aparecen a través de una interacción entre la persona y sus contextos: los sujetos siempre actores, las políticas, las instituciones, las culturas minoritarias y mayoritarias, y las circunstancias sociales y económicas que afectan a la vida de las personas.
La incorporación de las personas con dificultades supone identificar y minimizar las barreras al aprendizaje y la participación y maximizar los recursos que apoyen ambos procesos. Las dificultades de participación, entendidas así, son analizadas con relación a las adaptaciones curriculares (en un sentido amplio) y abarcando todas las experiencias educativas de las personas, planificadas o no, dentro y fuera de las instituciones.
Según esta nueva perspectiva, las dificultades que manifiestan algunas personas pone en evidencia las limitaciones de la oferta socioeducativa en su conjunto, entendiendo que los cambios introducidos en beneficio de los que tienen dificultades mejoraran la participación de todas y todos los ciudadanos. El objetivo es la búsqueda de mejoras en las condiciones generales al pleno derecho de la ciudadanía, utilizando las dificultades como indicadores de la misma.
Tanto las barreras, cómo los recursos para reducirlas, se sitúan en cualquiera de los niveles y estructuras del sistema: dentro de las instituciones, en la comunidad, en las políticas locales y nacionales, cuando impiden o dificultan el acceso a los recursos y servicios y la participación en los mismos.
Las dificultades de participación entendidas así no sólo están a cualquier nivel del sistema, sino que también alcanzan a cualquier persona dentro y fuera del sistema socioeducativo. Las dificultades de participación, como elemento de normalidad entre los seres humanos, se alejan así de un supuesto indicio de déficit personal, familiar o contextual y abrazan al conjunto de miembros de la comunidad educativa (2) .
Que la comunidad educativa, en general, y los profesionales de la educación, en particular, asumamos la responsabilidad de «posibilitar», en el marco de nuestras competencias, la participación precisa, en consecuencia y cómo criterio básico, del análisis de nuestras prácticas así como del análisis de la experiencia de estas prácticas por parte de quienes la comparten. Entender lo que sucede en determinados entornos socioeducativos precisa aprehender a todos los sujetos que en ellos participan. Sólo desde este análisis es viable la comprensión de algunas de las condiciones en las que el pleno derecho tiene lugar.
Algunas respuestas…
El cómo llegar a todas las personas a las que acompañamos como profesionales está mediado por las formas que tenemos de percibir las diferencias entre ellos. Si definimos a nuestros compañeros de viaje en función de unos supuestos patrones de homogeneidad, en la búsqueda de métodos de arreglo para los no homogéneos, se obvia la oportunidad de desarrollar prácticas educativas cotidianas con todas y todos los implicados. Ahora bien, cuando se atiende y se aprehende a las personas como únicas, con sus propias experiencias, intereses y aptitudes, las instituciones sociales, sus prácticas, ante el estímulo de adaptarse a las diferencias que atiende, se transforman a diario.
Esta transformación es el resultado de una preocupación contrastable por la construcción de procesos de comunicación igualitaria entre individuos portadores de bagajes socioculturales diferentes (Gundara, 2001). Ello supone ir más allá de la simple constatación de nuestra realidad como naturalmente multicultural.
El entendimiento de nuestras sociedades como multiculturales pasa no sólo por la coexistencia de culturas diversas sino también por el reconocimiento de diferentes clases sociales y dinámicas de género que manifiestan distintas imágenes de la realidad, actitudes, valores y saberes que apuestan por una diversificación en los procesos de enseñanza y aprendizaje (Vieira, 1999). Dinámicas interculturales fruto de la convicción, como señala Vieira, de que en los espacios educativos siempre se está entre culturas: diferentes representaciones e interpretaciones de la realidad, formas de actuar, hábitos y valores, que generan diferentes estilos cognitivos y diferentes estilos de aprendizaje.
Los procesos de enseñanza y aprendizaje son entendidos, consecuentemente, como procesos de comunicación entre diferentes. Diferentes en formas de pensar, en experiencias, en conocimientos, en sexo o en estilos de aprendizaje, etc. Diferencias culturales entre grupos, pero también en el interior de los mismos.
Ahora bien, las relaciones interculturales, entendidas como procesos de comunicación entre personas portadoras de una identidad dinámica, son necesarias pero no suficientes, en el ámbito socio educativo, para el desarrollo de estrategias de comunicación entre diferentes desde un punto de vista igualitario. La buena voluntad, la tolerancia y la curiosidad demuestran no ser suficientes en la obertura al diferente. La aceptación del otro en su propia diferencia, lejos de ser una actitud espontánea, pasa por la toma de conciencia del propio etnocentrismo a la hora de mirar a los otros.
Y es esta toma de conciencia la que permite en algunos casos, tal y como documenta mi experiencia, la elaboración, por parte de algunos profesionales, de estrategias que potencian entre las personas a las que acompañan procesos identitarios críticos por aceptación de las diferencias. Procesos que implican una toma de conciencia de los procesos sociales que mueven sus acciones. Procesos que nacen de la reflexión / formación entre los profesionales. Procesos que pasan por un auto reconocimiento del profesional como actor social que traslada al resto de los miembros con los que se relaciona. Reconocimiento que es fruto de una conciencia crítica frente al diferente: hablamos de profesionales que frente a personas y/o colectivos con dificultades pueden comunicarse. Profesionales que son capaces de poner en práctica pedagogías de divergencia. Profesionales que son conscientes de la multiculturalidad presente en sus entornos de relación y sensibles a las personas con las que trabajan. Profesionales que reconstruyen estrategias a partir de las cuales poder confrontar constructivamente racionalidades y subjetividades. Un confrontar constructivo fruto de un trabajo conjunto entre todos los miembros de la comunidad que genera procesos de participación.
«(…) La consideración de que todos y cada uno de nosotros somos siempre sujetos culturales concretos y en interacción, es una consideración potencialmente transformadora. Aplicada a las relaciones socioculturales que se producen en contextos educativos tiene implicaciones muy positivas ya que permite establecer puentes entre miradas diferentes y convertirlas en mutuamente comprensibles. Pero es una consideración que nos obliga a repensarnos a nosotros mismos y requiere de un proceso de reflexión crítico sobre ideas y prácticas propias. Implica posicionarse (…) en el lugar de cualquier otro (…) implica también reconceptualizar legitimidades, reconocer criterios y, por lo tanto, restablecer elementos de equivalencia entre las personas implicadas en el encuentro educativo”. (Soto. 2006:363).
Consecuentemente, en la construcción del cambio social las dinámicas interculturales implican algo más que el reconocimiento de las diferencias. Los cambios apuntan a la necesidad no sólo de aceptar las diferencias, sino a transformarlas en el origen de una nueva dinámica generadora de posibilidades socioeducativas y socioculturales.
En este marco, la confrontación y el conflicto constructivo entre culturas en los procesos de enseñanza y aprendizaje refuerza, no sólo la construcción de identidades flexibles entre los miembros de la comunidad educativa, sino también la constatación de procesos continuos y aplicables a diversos entornos educativos que pasan por un examen crítico de lo que las instituciones, a través de sus actores, puede hacer para aumentar la participación de todas y todos sus ciudadanos. Entornos educativos que identifican y resuelven las dificultades que surgen en sus contextos de relación fomentando la participación y la cooperación. Profesionales que entienden la diferencia como recurso y que en su trabajo para garantizar la participación de todas y todos, reelaboran culturas, políticas y prácticas profesionales.
Bibliografía
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