2. Los horizontes se amplían: más gente, mayor diversidad, mayor movilidad espacial

También en otras dimensiones de la vida colectiva se han producido cambios que van en el sentido indicado: más abundancia, más diversidad, menos limitaciones. Para dibujar la imagen de estas transformaciones colectivas me referiré a aspectos diversos de la sociedad metropolitana. Comencemos por algunos especialmente relevantes: en primer lugar, la llegada de una nueva ola inmigratoria y con ella, el aumento de la población y la diversificación de culturas, procedencias, costumbres, etc. En segundo lugar, otro aspecto mucho menos conocido y consciente, pero igualmente determinante: el crecimiento de la movilidad territorial en todos los sentidos, la ampliación del espacio en que se mueven las personas, la tendencia a la homogeneización de las formas de vida en todo el territorio catalán.

Más gente y más diversa

Después de la gran ola de inmigrantes procedente de diversos ámbitos del Estado, los años ochenta del siglo XX fueron un período de estancamiento poblacional: las migraciones internas han finalizado e incluso se producen algunos regresos a zonas de origen, no tanto por parte de obreros como de funcionarios —profesorado, por ejemplo— que por cuestiones lingüísticas o por miedo a la incipiente recatalanización prefirieron alejarse de Cataluña. De modo que, al no haber inmigración y producirse un nuevo descenso de la natalidad, se estanca, en aquel período, el volumen de población y aparece una cierta preocupación por la demografía catalana, que, proyectada hacia el futuro según los parámetros del momento, parecía anticipar situaciones catastróficas. Fue, en cierto modo, un momento de calma, de asentamiento de la población existente, de desarrollo de un proyecto común y de construcción de una nueva cohesión social, sobre la base de la capacidad de las instituciones democráticas recientemente constituidas para actuar como elementos niveladores de las grandes desigualdades sociales creadas en la etapa franquista.

De 1986 a 1991, la ciudad de Barcelona pierde habitantes; la Región Metropolitana gana algunos más, de manera que en el balance poblacional de estos cinco años se observa un aumento de unos cincuenta mil habitantes. La Región Metropolitana fue la base territorial sobre la que se llevó a cabo la Encuesta Metropolitana en su última edición, el año 2006, en la que el ámbito de estudio se había ampliado también al conjunto de Cataluña. Es por lo tanto la base territorial a la que nos referimos con el nombre de sociedad metropolitana. Un ámbito que fue creciendo al pasar del área metropolitana que comprendía 27 municipios, al ámbito metropolitano actual, que comprende siete comarcas: Alt Penedès, Barcelonès, Baix Llobregat, Garraf, Maresme, Vallès Occidental y Vallès Oriental. En conjunto, se trata de 164 municipios, 3.230 Km2 y 5.012.961 habitantes, según el Padrón de 20107.

El balance poblacional de la Región Metropolitana de los últimos ochenta no fue catastrófico, pero ya no mostraba el crecimiento que había experimentado en las décadas anteriores.

Esta dinámica demográfica se mantiene durante los primeros años noventa: una notable disminución de población en Barcelona ciudad (del orden de unas 250.000 personas, entre 1975 y 1996) y oscilaciones con tendencia al crecimiento en el ámbito metropolitano. Pero de pronto, el panorama cambia: comienza la llegada de personas inmigrantes procedentes de fuera de la Unión Europea, primero, lentamente, como una lluvia fina; después a partir del año 2000, ya con la fuerza de un chorro continuo. Los primeros años de la década del 2000 muestran un crecimiento muy rápido; la ciudad de Barcelona, que en el padrón del año 2000 había quedado ligeramente por debajo del millón y medio de personas (1.496.000), vuelve a aumentar, en 2006, hasta 1.605.602; es decir, en seis años ha crecido en más de cien mil personas. Y sin embargo, la cifra sigue aún por debajo de la que ostentaba veinte años antes. Pero incluso cuando Barcelona recupere población, no es el municipio que más crece: es sobre todo la Región Metropolitana, que en 2006 tiene 4.841.365 habitantes, un 14% más que veinte años antes, y que se sitúa ya cerca de los cinco millones de habitantes8. Un crecimiento que se ha producido sobre todo a partir del año 2000 y que ha provocado dificultades para integrar, tanto material como simbólicamente, una población tan numerosa y diversa en una sociedad que hasta aquel momento mantenía una escasa diversidad y atravesaba un período de contracción de la población.

Lo que plantea la nueva inmigración no son únicamente crecientes necesidades en términos de vivienda y servicios; es mucho más. Es la introducción de un panorama humano muy diferente del que había predominado hasta aquel momento. Es cierto que ya en los años setenta se había iniciado un goteo de población llegada de tierras lejanas: la inmigración debida a causas políticas que llegó de Chile y Argentina, fundamentalmente, en los setenta y ochenta. Pero aquella inmigración, incluso cuando provocó alguna sorpresa y algún calificativo despectivo, estaba compuesta mayoritariamente por una población de alto nivel cultural que pudo integrarse en puestos de trabajo relativamente bien cualificados y acabó siendo prácticamente asimilada a la clase profesional. La inmigración de los primeros años del siglo XXI, en cambio, es totalmente diferente: por supuesto hay individuos con altos niveles educativos; pero otros, procedentes del norte de África o del África subsahariana, del Ecuador, del Perú, de centro América, de Pakistán o de China, entre otros, llegan con niveles educativos bajos, con pocos recursos y con muy escasa cualificación.

Las cifras de recién llegados han sido, durante estos años, espectaculares: el año 1991 vivían en Barcelona 38.259 personas nacidas fuera de España, y, en el total de la Región, eran 76.642. Diez años más tarde eran ya 124.926 en Barcelona y 277.421 en el conjunto. Pero la ola de inmigrantes estaba aun en sus inicios: el año 2006, eran 280.000 en Barcelona y 673.000 en la Región Metropolitana. Es decir, del orden de un 18% y de un 16%, respectivamente del total de población. Un volumen casi equivalente al de personas nacidas en España fuera de Cataluña, procedentes de la inmigración anterior, que cambió los acentos y los hábitos de pueblos y ciudades de este país, tal como la inmigración actual los está también cambiando, en este principio del siglo XXI.

La llegada inesperada de estas personas plantea un conjunto de problemas, a la vez que resuelve también algunos. En la segunda parte veremos algunos de los elementos diferenciales en relación a la población autóctona que encuentran los recién llegados, especialmente en el caso de quienes llegan con pocos medios y con poca cualificación. Mientras los que proceden de otros países de la Unión Europea, de los Estados Unidos o de otros lugares que podemos considerar que forman parte del mundo occidental, no son llamados inmigrantes, sino extranjeros y generalmente, consiguen posiciones laborales relativamente elevadas porque tienen niveles educativos altos, los procedentes de países como los nombrados más arriba pasan rápidamente a constituir una franja de población que asume las tareas más pesadas, precarias y mal pagadas, siendo también utilizada como reserva de mano de obra en relación al mercado de trabajo. Al mismo tiempo, se encuentra objetivamente en situación de competencia con los sectores de menor cualificación de la clase trabajadora, en la competencia en la búsqueda de trabajo y en la percepción de ayudas de todo tipo. Al margen de estas cuestiones, que acaban siendo de gran importancia en las tomas de posición de los diversos grupos sociales, la llegada de personas pertenecientes a culturas muy alejadas de la nuestra provoca otro efecto en Cataluña y en la Región Metropolitana: es el elemento más visible y cercano de una globalización que se desarrolla rápidamente en este comienzo de siglo. Las diferencias físicas, tan escasas entre la población autóctona, se multiplican; costumbres que siempre fueron consideradas exóticas y en cierto modo incomprensibles se practican ahora entre nosotros, a veces en la casa de al lado, entre los vecinos o en el barrio. Todo se diversifica: formas de vestir, atuendos, lenguas, religiones; se rompen así los estereotipos clásicos, los moldes consolidados que han sido, durante tanto tiempo, uniformes en la biología, en la religión, en las costumbres e incluso en las lenguas: aunque se trate de una sociedad bilingüe, las otras lenguas distintas del catalán y del castellano habían estado siempre escasamente presentes.

Así pues, ruptura de modelos tradicionales, propuestas de nuevos modelos. Con algunas contradicciones, por supuesto. En general, la llegada de personas venidas de muy lejos ha representado una apertura, ha ampliado el panorama. Si nos fijamos, por ejemplo, en los hábitos alimentarios, podemos ver que muchos de los platos o ingredientes de otras gastronomías han sido incorporados con total naturalidad a la alimentación de las personas autóctonas, desde frutos que eran desconocidos hasta especias, cereales, verduras, instrumentos de cocina, etc., que han pasado a formar parte de la cotidianidad de muchos hogares catalanes por los cuatro costados. Al mismo tiempo, la llegada de los inmigrantes ha supuesto también un cierto retorno al pasado: como veremos más adelante, se trata de personas más religiosas y más practicantes de lo que era ya la sociedad metropolitana al inicio de este siglo. Y especialmente en lo que se refiere a las relaciones entre hombres y mujeres y al comportamiento que se considera adecuado para ellas, la inmigración, o al menos una parte de ella, ha implicado la reintroducción de formas de relación que entre nosotros ya habían sido modificadas, que son percibidas como propias del pasado y no del presente. No se trata por tanto, en este sentido, de una población inmigrante que, en cierto modo, haya contribuido a la modernización, sino a un cierto peligro de retroceso. Y al mismo tiempo, su sola llegada constituye ya un paso hacia el futuro para la población metropolitana: introduce una dimensión de diversidad lingüística, cultural y religiosa que ha estado presente desde hace tiempo en muchos países de nuestro entorno y que por razones políticas y económicas no se había manifestado en España ni en Cataluña. Y que, si el mundo sigue el curso que parece marcar hoy la globalización será cada vez más pronunciada en los países llamados avanzados.

El espacio de vida se amplia

Diversidad, ampliación de horizontes. Son algunas de las tendencias que se manifiestan a partir de los últimos años ochenta entre la población que habita la Región Metropolitana, en comparación con el pasado reciente. No es la única dirección del cambio. También en relación al espacio, a su uso, a su percepción simbólica, se han producido cambios interesantes en el período que estamos analizando.

Tomando como punto de partida los datos de la Encuesta Metropolitana relativos al territorio, Nel·lo define las tendencias características de la transformación urbana del ámbito metropolitano de Barcelona en este período, tendencias que considera, por otra parte, coincidentes con las de la mayoría de grandes ciudades de la Península Ibérica y de Europa occidental:

1. Dispersión de la urbanización sobre el espacio metropolitano.

2. Extensión, que acaba integrando dentro del ámbito metropolitano un territorio cada vez más amplio,

3. Especialización: a la vez que la urbanización se dispersa y se expande, va creándose una mayor especialización funcional y socialmente en las áreas que la integran9.

Dispersión y extensión: la consecuencia más visible de estos cambios radica en la ampliación de los espacios de vida posibles. Frente a las barreras y las limitaciones anteriores, el espacio de vida se amplia.

En efecto, la imagen tradicional en relación al espacio es que todo él está disponible para la vida humana; esta manera de concebirlo, sin embargo, quedaba rápidamente recortada cuando empezábamos a pensar en los espacios inaccesibles por razones geográficas, climáticas, económicas…El espacio teóricamente disponible para las personas se reducía así a toda velocidad. No solamente por las barreras externas que dificultan el acceso a determinados espacios. Son también las distancias y las barreras sociales, los hábitos, la facilidad con la que pueden producirse los desplazamientos, etc.

Aunque se trata de un fenómeno menos estudiado que otros, hay mucha diferencia en las formas de utilizar el espacio, según el grupo social al que se pertenezca. Por ejemplo, entre hombres y mujeres: no solamente por el esquema tradicional y todavía vigente, desgraciadamente, en muchas culturas, según el cual las mujeres no pueden salir a la calle, o si salen deben ir ocultas en vestidos que las convierten prácticamente en seres invisibles, sino incluso en nuestra sociedad: por ejemplo, la manera de usar el patio escolar suele ser completamente diferente en el caso de los niños y en el de las niñas. Mientras ellos lo ocupan y lo monopolizan, ellas se mantienen en los rincones y a menudo se limitan a observar, inmóviles10. Pero la diferencia en función del género no es sino una más de las que podemos identificar. En general, todos los grupos dominantes o las personas que pertenecen a ellos, perciben el espacio como si se tratara de un escenario propio, sin barreras, sin obstáculos que puedan impedirles su uso11. En cambio, los grupos dominados suelen percibir que el espacio no les pertenece, que existen muchos lugares a los que no tienen acceso o en los que no serían bien recibidos o se sentirían incómodos. La consecuencia es obvia: los espacios de vida de la gente perteneciente a los grupos dominados suelen ser mucho más reducidos, más cercanos, más limitados que los espacios habitados por las personas que pertenecen a los grupos dominantes, que muestran una actitud mucho más segura cuando se alejan de su espacio habitual.

Pues bien, en el período que estamos analizando han caído muchas barreras simbólicas. También muchas barreras invisibles que dificultaban el acceso a los espacios. Esto no significa que todas hayan desaparecido, ni mucho menos, sino que se puede observar una tendencia creciente a la ampliación de los espacios en los que se mueve la población en su conjunto, incluso cuando podamos después detectar diferencias importantes según la posición social de cada persona.

Hay un elemento que, de manera indudable, ha contribuido a facilitar esta ampliación del espacio: la mejora de los transportes, desde los transportes públicos —construcción de muchos kilómetros de metro, red de trenes de cercanías, autobuses, etc.— hasta el incremento del parque de coches privados. En 1985 ya era muy alto el porcentaje de hogares que tenían coche: un 69% de los hogares tenían por lo menos uno; cinco años más tarde, eran ya un 72%, entre los cuales un 17% disponían de dos coches y un 3% de más de dos. El crecimiento del parque móvil privado tiene en estos años la siguiente característica: no aumenta mucho el número de hogares poseedores de coche, sino el número de coches en los hogares que ya disponen de alguno. En 2006, el porcentaje de hogares con algún coche era de 77,6%, de los cuales casi un 24% poseían dos coches y casi un 6% más de dos. Es decir, a pesar de que en los ochenta se partía ya de un equipamiento muy elevado de coches privados, se ha seguido manteniendo el crecimiento y sobre todo, se ha difundido la idea de un coche para cada persona que trabaja, idea muy ligada a la dispersión de la vivienda y al alejamiento de los lugares de trabajo.

Disponer de un medio de transporte relativamente cómodo supone ya la superación de un obstáculo real de la movilidad. Pero no lo resuelve todo: los hábitos son también importantes, tanto los que nos llevan a tejer los hilos de la vida en la proximidad como aquellos que nos han legado otras generaciones, otras épocas, en las que se vivía mayoritariamente en pueblos y ciudades pequeñas y que se mantienen aun en gran parte; y hay también nuevos hábitos que van consolidándose, que nos llevan a aventurarnos más allá de los espacios de siempre y a explorar nuevas posibilidades, pero que evolucionan más lentamente que la disposición de los vehículos y la existencia de vías férreas y carreteras.

En cualquier caso, la ampliación del espacio que las personas usan con cierta frecuencia se ha producido en casi todos los ámbitos: en los veinte años transcurridos entre 1985 y 2006, los puestos de trabajo se han alejado de los lugares de residencia de la población. De manera creciente, el puesto de trabajo se localiza en un municipio diferente al del domicilio12, de modo tal que los que se han llamado «niveles de auto-contención y autosuficiencia laborales municipales», que se refieren a los porcentajes de población ocupada que trabaja en el municipio de residencia y a los porcentajes de puestos de trabajo de un municipio ocupados por trabajadores que residen en él, respectivamente, pierden, para el conjunto de la Región Metropolitana, siete puntos porcentuales en ambos casos, en tan solo cinco años, de 1995 a 200013.

Aumenta también, en el mismo sentido, la distancia respecto de los establecimientos en los que se compran determinados artículos, como por ejemplo ropa, calzado, muebles, etc.14 Y aumenta el porcentaje de personas que dicen que compran «indistintamente» en uno u otro lugar. Esta noción de compra en lugares no fijos indica, generalmente, que el espacio ha dejado de ser un obstáculo y que, por lo tanto, se elige un determinado establecimiento en función de la calidad, el precio u otras características que no están relacionadas con la distancia a la que se halla este establecimiento.

Al mismo tiempo, se amplía también el espacio habitable. En estos años se aceleran los cambios de vivienda, de municipio de residencia y se produce un mayor alejamiento de la ciudad central. Si en el año 1985 todavía era suficiente referirse al Área Metropolitana, es decir, a una zona que comprendía veintisiete municipios incluyendo Barcelona y que se extendía por los alrededores de la ciudad, veinte años más tarde, esta zona es considerada como la primera corona, pero se ha formado ya una conurbación con una segunda corona en la que las interrelaciones son muy intensas y en el que las formas de vida son cada día más similares. Por razones políticas muy complejas, la ciudad de Barcelona no ha podido seguir ampliando su territorio desde el punto de vista administrativo. Pero la dinámica expansiva de la ciudad se ha mostrado especialmente potente en este período y en consecuencia, la ciudad real ha seguido creciendo hasta ocupar la que hoy se llama Región Metropolitana. Los espacios de residencia se han multiplicado y han aumentado sobre todo hacia el exterior de la ciudad central. De manera que, curiosamente, ha ido disminuyendo lentamente la tendencia a poseer una segunda residencia, porque mucha gente vive ya en zonas que, en cierto modo, pueden ser consideradas como menos densas y más cercanas a la naturaleza que las de la Barcelona central.

Obviamente, esta dinámica ha creado también la especialización a la que se refiere Nel·lo: nuevas jerarquías entre los municipios, entre los barrios. Se ha mantenido, en gran parte, la poderosa cintura obrera que envolvió Barcelona durante los años sesenta, setenta y ochenta, pero han crecido, entre los municipios más característicos, barrios intersticiales típicos de clase media, empresarial o profesional. Y al mismo tiempo han ido apareciendo nuevos núcleos de centralidad, de tal modo que a la tendencia a utilizar cada vez un mayor espacio como espacio propio se va contraponiendo otra, relacionada con la dinámica poblacional que ha ido instalándose en la Región Metropolitana durante estos años: los cambios en el concepto y en la importancia de la centralidad, que constituyen el segundo aspecto característico de la evolución en la forma de vivir el territorio.

Barcelona y el entorno: nuevas centralidades y pérdida de atractivo de los centros

Hay, por tanto, por una parte una tendencia a la ampliación de los espacios de vida, a la dispersión de parientes y amigos en el territorio, a la diversificación de lugares de compra o de ocio, al alejamiento de los lugares de trabajo. También a la ampliación de la elección en relación a los espacios de vacaciones, a los posibles viajes, a las visitas a países lejanos, que se incrementan, en esta etapa, para la mayoría de grupos de población y en algunos de ellos, adquieren una notable intensidad. Y al mismo tiempo, aparecen algunas tendencias que van en el sentido contrario: consolidación de núcleos urbanos antiguos y ya importantes, las que han sido llamadas «ciudades maduras», como núcleos de atracción capaces de competir con Barcelona en la oferta de comercio o de ocio; y la aparición y la consolidación de nuevos centros, a veces surgidos a partir de pueblecitos preexistentes, que han experimentado un notable crecimiento de población, otras veces como centros de nueva creación, surgidos a partir de grandes operaciones urbanísticas o de transformaciones profundas del territorio, que ha pasado de ser utilizado como tierra de cultivo a convertirse en espacio habitado, sea en forma densa, sea en forma dispersa, en tanto que nuevas urbanizaciones.

Así pues, aquello que solo podía hallarse en Barcelona se encuentra ahora en Sabadell, Terrassa, Sant Cugat, Mataró, Cornellà, l’Hospitalet, Badalona, etc. Hay una pluralidad real de centros. Ya no es necesario trasladarse a Barcelona para disfrutar de un buen concierto, una función de teatro, un restaurante de alto nivel, una tienda de lujo. Otras ciudades del entorno, otros centros, ofrecen un abanico de posibilidades de cultura, deportes, formas de ocio de todo tipo, que antes solo era posible hallar en la ciudad central y que ahora, en algunos casos, llega a invertir el sentido de la atracción y logra que sean los barceloneses los que se desplazan a las ciudades periféricas.

Quedan algunas cosas que solo pueden encontrarse en Barcelona. Barcelona, en estos años, experimenta un salto adelante considerable, ha resurgido de la espantosa tristeza y mediocridad a la que la condenó el franquismo, se ha modernizado, ha dignificado los barrios construidos de manera totalmente precaria en la etapa de la fuerte inmigración, ha recuperado el mar, la dignidad y la iniciativa. Como resultado de todo ello y de la preparación y celebración de los Juegos Olímpicos del 92, Barcelona se convierte en un centro de atracción para viajeros de todo el mundo. De modo que la competencia que, por una parte, pueden ejercer las ciudades de su entorno, queda superada por un salto en la escala jerárquica de ciudades atractivas: ya no se trata de una oferta cultural, gastronómica, comercial, de ocio, a nivel de Cataluña o de España, ni tan solo de Europa; se ha convertido en una oferta dirigida al mundo, con una capacidad de atracción que multiplica en forma impresionante el número de turistas que la visitan cada año. Éxito que, como todo, acabará creando los peligros inherentes a todas las actividades que se convierten en excesivas y amenazan con desnaturalizar la principal función de la ciudad, que teóricamente es la de ser un lugar amable y lleno de posibilidades para sus habitantes.

Esta nueva centralidad mundial de Barcelona parece haber compensado con creces el aumento de los centros prestigiosos que durante esta etapa se han desarrollado en su entorno y la visibilidad de la ciudad en el ámbito metropolitano, así como su papel de capital de Cataluña, han seguido consolidándose. Las ciudades maduras, los nuevos centros urbanos de la Región Metropolitana, no se han beneficiado en la misma medida del crecimiento del turismo, del éxito internacional de Barcelona. Pero en cambio, en términos de vida cotidiana, la función de centro de Barcelona ha disminuido, por las razones expuestas: porque ya no hace falta desplazarse a la ciudad central para obtener un determinado nivel de productos, servicios o paisajes urbanos que podían considerase especialmente interesantes y que durante muchos años fueron exclusivos de la ciudad.

Al margen de los factores concretos y evidentes de nueva especialización que ha supuesto la expansión, surge también otra manera de ver el espacio, de valorarlo simbólicamente. A medida que las jerarquías sociales han ido difuminándose, que el poder de los grupos dominantes se ha vuelto menos visible y no se exhibe ya en grandes mansiones lujosas que ocupan los espacios privilegiados de los centros urbanos, el prestigio de los centros disminuye. En la concepción urbana clásica, el centro es el espacio habitado por los ricos y poderosos, el espacio en el que se concentran al mismo tiempo los poderes, los palacios de los gobiernos, los grandes templos, los comercios de lujo, la arquitectura más vistosa; es el lugar más emblemático de un pueblo o una ciudad. Acercarse a este centro, gozar de él, es acercarse al poder, ocupar, aunque sea por un tiempo limitado, su mismo lugar, participar simbólicamente en sus ventajas. El «centro» siempre ha sido valorado y acercarse al centro, habitar los espacios considerados más valiosos, ha sido, tradicionalmente, uno de los afanes de la población, porque era también una prueba de haber alcanzado el éxito en la vida y haber conseguido una buena posición.

Y, sin embargo, esta noción de «centro» parece, en este momento, iniciar su decadencia15.Los centros reales de decisión ya no se encuentran en los palacios próximos, aunque muchas decisiones se sigan tomando en el entorno de la plaza Sant Jaume16. Las mansiones lujosas se han alejado, se han hecho invisibles, escondidas en calles periféricas o en urbanizaciones de fuera de la ciudad. Los edificios que destacan ahora son torres de cristal que van surgiendo al azar, en barrios nuevos o revalorizados, nuevos iconos de concentración de un poder financiero sin nombre ni rostro humano. Algunas partes del centro antiguo se reconstruyen, se reintegran como zonas de paseo, a veces después de muchos años de degradación y devaluación; pero la atracción de este centro como lugar de residencia solo se ejerce sobre sectores muy concretos, amantes del pintoresquismo y de un cierto perfume de marginalidad. Porque, por otra parte, los centros se han convertido en ruidosos, la circulación los ahoga, aparcar es difícil y, a partir de los años noventa, han sido invadidos por el turismo. A pesar de todo el esfuerzo del Ayuntamiento para mejorar las condiciones de vida, el centro se ha ido convirtiendo en sinónimo de dificultad, de conflicto. Especialmente cuando, a finales de los años noventa y en los primeros años del siglo XXI, la nueva ola de inmigrantes ha ocupado los viejos espacios sórdidos que todavía se mantenían en esta parte de la ciudad.

Y sin embargo, el desinterés por el centro, por los centros en general, que alcanza incluso al de la ciudad de Barcelona, no procede únicamente de los inconvenientes reales de unas infraestructuras y unas calles que se amontonan en espacios diseñados hace entre cien y dos mil años, que han quedado colapsadas por el crecimiento, o por los precios de la vivienda. Es, por una parte, el resultado de una ideología antiurbana difusa en nuestra sociedad, y por otra, el producto de un rechazo a la centralización del poder, a la jerarquía de los espacios, a la violencia profunda de una sociedad piramidal, que en cada detalle recuerda a las personas quiénes son, cuál es su lugar, a qué pertenecen, qué pueden o no pueden permitirse, qué deben o no deben hacer. Cuanto más conocida, visitada y famosa es la ciudad, más parece manifestarse un cierto rechazo por parte de muchos de sus habitantes, especialmente de los que viven fuera de ella. Ello no significa que no valoren ni se enorgullezcan del éxito conseguido, pero expresan al mismo tiempo un cierto malestar, una cierta sensación de pérdida de control sobre una ciudad más personal, más íntima. Rechazo que se traduce en una preferencia por vivir fuera, y un recelo respecto de unos espacios centrales que en cierto modo se alejan de nuevo, se tornan ajenos, después del largo esfuerzo de recuperación popular que la ciudad inició en los años ochenta.