Entre todos los hilos narrativos que podríamos utilizar para describir la evolución de este período he elegido dos que se desarrollan de forma muy paralela: el que describe el camino que transcurre entre la escasez y la abundancia y el que describe el cambio que experimenta un grupo humano cuando pasa de una situación que podemos considerar como «de necesidad» a la que podemos caracterizar como «de libertad». Se trata de dos procesos centrales que ha experimentado la sociedad metropolitana en esta etapa y que se refieren a una transformación cualitativa de una extraordinaria importancia para la vida de las personas.
Alguien objetará de inmediato que el cambio no ha sido tan claro, que a partir de los ochenta continúan existiendo la escasez y las necesidades para muchas personas y que la libertad es siempre limitada, o incluso «condicional», en cierto modo. De acuerdo. No se trata de situaciones que excluyen totalmente su contraria: nunca se produce, en la vida social, un salto que oscile de uno a otro polo sin transición. Pero lo importante son las tendencias que avanzan gradualmente y que han provocado, en pocos años, cambios y transformaciones tan profundos en la sociedad metropolitana, que a su vez generan contratendencias, dado que satisfacen aspiraciones anteriores y al mismo tiempo desvelan nuevas carencias.
De la escasez a la abundancia: hasta los años ochenta, la nota dominante en la sociedad barcelonesa fue la de la escasez. Escasez de todo tipo: económica, para empezar, una escasez extrema y durísima en la posguerra, pero también más tarde, con algunos matices, salarios muy bajos, falta de recursos públicos, el voluntarismo como única posibilidad, esfuerzo máximo de la mayoría dedicado a la supervivencia, a la obtención del mínimo indispensable, a la lucha cotidiana para conseguir seguir vivos mañana. La vida como tensión continua, sujeta a los vínculos de solidaridad entre generaciones, de modo que las edades jóvenes y adultas pudieran sostener a las edades débiles, la infancia y la vejez. La vida como esfuerzo y como obligación de asumir los mandatos, los caminos trazados desde antes de nacer.
Caminar hacia una sociedad de la abundancia, en cambio, implica entrar en otros ritmos, incluso cuando las obligaciones se mantengan: implica mejorar los ingresos, contar con un conjunto de ayudas públicas que tienden a rebajar las grandes desigualdades y a promover la igualdad de oportunidades, implica que las personas son tratadas como seres con derechos y no únicamente con deberes y que, por lo tanto, tienen el derecho a una vida digna y a que la sociedad les ayude a conseguirla.
Está claro que la abundancia no es universal, todavía, ni la igualdad y lo veremos ampliamente en la segunda parte del libro. Pero supone la existencia de una especie de red de seguridad que permite olvidar las antiguas penurias de ahorro para la vejez y poder acceder a un consumo que nunca antes estuvo al alcance de la ciudadanía.
De la necesidad a la libertad: la sociedad catalana anterior a la transición política estaba profundamente marcada por lo que podemos llamar «necesidad» en un sentido muy concreto: la capacidad de las personas para poder elegir sus formas de vida, para controlar las condiciones en que esta se desarrolla, era enormemente limitada. La mayoría de los elementos que determinaban las condiciones de vida y los hábitos personales eran como eran, prescritos por el entorno, por las instituciones políticas, la Iglesia, las normas sociales, las obligaciones laborales, la familia de origen, los vecinos, etc., y no podían ser modificadas, o tan solo escasamente y con gran esfuerzo. En este aspecto, la falta de libertad individual, la imposibilidad de elegir, aunque fuera limitadamente, la propia vida, eran muy evidentes, dado que eran los órdenes sociales los que marcaban profundamente los destinos singulares y de grupo.
La sociedad barcelonesa ha avanzado, indudablemente, en estos años, hacia una forma de libertad. De nuevo, alguien puede objetar: «¿Libertad? ¿Qué libertad? Existen todavía estos y aquellos condicionantes, y hay que trabajar, y pagar la hipoteca, y están las leyes y las represiones, y las vigilancias que se acumulan, y los miedos, y así sucesivamente.» Evidentemente no me refiero a la libertad para designar una situación en la que cada persona puede actuar estrictamente como quiere, sin condicionantes externos. Hoy esta situación es casi inimaginable, implicaría en cierto modo la desaparición de la sociedad, o por lo menos de la sociedad tal como la conocemos hasta ahora. La vida social no permite, hasta el momento, las situaciones en las que cada uno puede hacer estrictamente lo que desea, pero los condicionantes, las normas, las imposiciones, las sanciones que acompañan las transgresiones, son mucho menores que en el pasado.
Todo ello nos muestra que los cambios acontecidos son de fondo y que tienen repercusiones innegables sobre nuestra cotidianidad. Lo que aparece cuando analizamos las situaciones de los años anteriores a los ochenta del siglo XX y las comparamos con las de principios del siglo XXI es que el peso de la «necesidad», entendida como fatum, como conjunto de hechos imposibles de cambiar que tomaban la forma de datos previos a la vida individual y frente a los cuales no cabía sino la aceptación, la resignación o la desesperación, ha disminuido. Persiste un conjunto de hechos que se presentan como a priori, como situaciones que no podemos modificar: estar sujetos a la muerte, evidentemente, el más importante e independiente de la voluntad personal, estar sujetos a enfermedades graves, tener o no determinadas capacidades biológicas, hechos todos ellos dependientes de la naturaleza, pero profundamente modificados y trabajados a través de la vida social; y en el ámbito de la propia vida social, el nacer en un país o en otro, en una determinada familia, en una determinada cultura y así, sucesivamente. Como rasgo cada vez más presente, un orden mundial cada vez más fuerte y omnipresente, que repercute también de modo evidente sobre las condiciones de vida de la gente.
Muchos condicionantes externos, indudablemente. Pero la diferencia estriba en que somos menos conscientes del carácter de imposición que revisten y en que en muchos aspectos de la vida cotidiana, «podemos elegir». Aspectos que son ciertamente relevantes: no es lo mismo poder decidir cuando queremos tener hijos, y cuantos, que aceptar «los que Dios nos manda», según la fórmula clásica. No es lo mismo elegir una profesión que estar obligado a reproducir la de tu padre, por mencionar solo algunos ejemplos. O disponer del vehículo propio para viajar cuando quieres, situación muy diferente a la de tener que depender de un tren sujeto a horarios erráticos. Dimensiones de libertad no absoluta, pero innegable, que tienden a hacernos olvidar que los hechos sociales, las imposiciones de la sociedad, constituyen condiciones que no podemos modificar fácilmente.
El análisis que expondremos en la segunda parte del libro nos mostrará cómo muchas de las opciones que consideramos individuales son, realmente, derivadas de unas condiciones sociales todavía muy desigualitarias para los individuos. Es decir, redescubriremos la importancia de los grupos y las clases sociales y su potencia a la hora de configurar los destinos individuales. Pero lo que hay que tener en cuenta es que estas condiciones sociales han ido cambiando de carácter: mientras en tiempos todavía recientes, en Barcelona y en Cataluña, se presentaban como hechos visibles, como barreras casi físicas que separaban a los individuos según su clase social, hoy son mucho menos evidentes. Aparecen claramente a través del análisis, pero las personas no las perciben como límites reales a sus posibilidades o como características que han de ser asumidas en términos de identidad diferencial.
En efecto, hasta hace relativamente poco tiempo la pertenencia a una clase social era algo que podía percibirse directamente en los individuos, estaba escrita en su cara, en su manera de caminar, de moverse, de vestir, de hablar, de asistir a un tipo de escuela. Hubo una época en que las personas llevaban la clase social inscrita en el cuerpo, en la mirada, en la piel, en los dientes, en el pelo, en la actitud corporal. Entonces los señores se vestían de señores y llevaban zapatos y sombrero y los obreros se vestían de obreros y llevaban alpargatas y gorra. Eran unos tiempos antiguos, anteriores a la guerra civil, de una sociedad muy desigual, muy polarizada y al mismo tiempo, marcada por un conflicto explícito que exigía la afirmación de cada identidad de una manera muy visible.
Después de la Guerra Civil algunas cosas fueron cambiando, sobre todo en los signos externos. El conflicto político se hizo implícito y silenciado, la afirmación de los grupos sociales quedó negada por parte de las autoridades franquistas. Las desigualdades seguían siendo brutales: aun cuando en las ciudades, la mayoría de las personas ya llevaban zapatos, la diferencia de calidad y de estado de aquellos zapatos delataba a qué clase social pertenecía cada individuo. Naturalmente, también los discursos variaban, los acentos, el vocabulario, la sintaxis y la entonación. Recordemos lo que tan inteligentemente cuenta Bernard Shaw en Pigmalión, de cómo se puede convertir a una pobre vendedora de flores surgida de la calle en una gran señora, si es capaz de pronunciar the rain in Spain como si efectivamente lo fuera. Como es evidente, la diferencia de acentos por clases sociales, su tan distinta valoración y su uso para marcar distancias y exclusividades no constituyen un rasgo exclusivamente inglés; el mismo fenómeno podía haberse observado entre nosotros, si alguien se hubiera tomado la molestia de investigarlo. Y, de hecho, todavía hoy un oído atento puede distinguir aquella entonación castellana tan característica de la zona de Pedralbes2 o un habla xava, con un sustrato castellanoparlante explícito al prescindir de la s sonora o de alguna otra marca fonética específicamente catalana. Bernstein, un excelente teórico de los hábitos mentales de las diferentes clases sociales, que ha desentrañado sus códigos con una extraordinaria profundidad y riqueza de matices, fue todavía mucho más lejos y mostró las grandes diferencias en la manera de responder a los estímulos externos que presentan los individuos nacidos en la clase trabajadora o en las clases alta y media, y cómo no se trata de respuestas innatas, sino que son adquiridas a través de procesos de socialización de gran precisión. La familia, la escuela y todas las agencias socializadoras actúan como correas de transmisión de unas formas de comportamiento adecuadas a las funciones que cada grupo desarrolla en la sociedad. Las marcas de clase no son por tanto solamente externas: están impresas en la piel y en la ropa, pero también y más quizás que en ningún otro lugar, en el cerebro de cada persona3.
La sociedad de posguerra ofrecía una visión muy marcada de las clases sociales, de sus desigualdades, de sus formas de vivir, no de sus opciones políticas, posibilidad aniquilada por el franquismo. El enfrentamiento entre clases, con un conjunto de matices ya muy conocido, fue el mayor detonante de la Guerra Civil y, posteriormente, el franquismo favoreció la consolidación de una clase dominante sin posibilidades de expresión de las discrepancias. A lo largo de los casi cuarenta años que duró como régimen político, se produjeron cambios internos: el protagonismo de los sectores agrarios oligárquicos de los años cuarenta y cincuenta fue dando paso, en los sesenta, al predominio de los sectores industriales y a un comienzo de tecnificación que ya se hacía indispensable en aquel contexto europeo. Pero en cualquier caso, la formación de un proletariado industrial masivo, procedente del éxodo del campo a la ciudad, se realiza en condiciones de extrema dureza, sin infraestructuras adecuadas ni instituciones capaces de negociar las condiciones laborales. La segmentación entre lo que se ha llamado «bloque dominante» con sus luchas internas, pero de carácter muy minoritario, y la mayoría de la población, sometida a unas condiciones laborales impuestas, no negociables y extremadamente duras, ofrecía la imagen innegable de una sociedad dividida y enfrentada, aunque el enfrentamiento no se expresara en aquel momento a causa de la brutal represión ejercida durante y después de la guerra.
En los últimos años del franquismo quedaban delimitadas dos grandes clases: este bloque dominante numéricamente minoritario en el cual se producían enfrentamientos internos, pero de menor importancia, y la gran mayoría de la población trabajadora, en el campo pero también, de manera creciente y pronto predominante, en las industrias implantadas en las ciudades, con altos grados de explotación, que permitieron la acumulación de capital a pesar del retraso técnico de las empresas. Sin embargo, no eran estos los únicos grupos existentes. Entre los dos existía una clase media con cierta tendencia a la expansión, que a partir de los años sesenta, apuntaban ya hacia una diferenciación interna.
Se trataba de una clase media cuya magnitud era difícil de valorar. Tezanos, uno de los autores que ha trabajado durante muchos años sobre cuestiones de estratificación y clases sociales, expone, en un libro de 1975, las diversas evaluaciones anteriores sobre el volumen de las clases medias en España. Las diferencias numéricas muestran que no existe aun coherencia en el tipo de medidas utilizadas: mientras Murillo Ferrol da, para 1959, un porcentaje de 27% de clase media, Perpiñá las evalúa, para el mismo año, en un 45%. El Informe Foessa II, una de las fuentes de datos más exhaustiva para aquellos años, da, para 1969, la cifra de 49% de clase media4. Es evidente que estas estimaciones son muy poco fiables, porque proceden de criterios dispares que, por otra parte, no sirven para ser utilizados actualmente.
En efecto: las estimaciones de aquella época parten del criterio que la clase trabajadora incluye exclusivamente a personas que realizan trabajos manuales en régimen de asalariados. Cualquier puesto de trabajo asalariado que no implique de modo muy evidente un trabajo manual era ya considerado como propio de la clase media. Así, por ejemplo, la estimación de Murillo Ferrol, que es la que atribuye una menor dimensión a la clase media, incluye en ella a los «empleados administrativos, de dirección, oficinas y similares» y también a «los trabajadores dedicados a la venta». Refleja todavía la visión tradicional según la cual en las empresas industriales hay un dueño, clase alta, rodeado de un pequeño grupo de técnicos, administrativos y contramaestres, que son los que actúan como correa de transmisión de sus órdenes, le son fieles y tienen pequeñas ventajas económicas y de prestigio, y una gran masa de trabajadores manuales que son los ejecutores, sin ningún tipo de responsabilidad ni de decisión. Este grupo intermedio formaba una capa de la clase media, junto a otra, no asalariada, la de los empresarios sin asalariados, trabajadores autónomos, comerciantes, artesanos, campesinos propietarios medios y todo un conjunto de oficios y posiciones característicos de la «menestralía», de tanta tradición en Barcelona. Estas capas de la clase media, visibles aun hoy, pero con características muy diferentes a las de los años cincuenta del siglo XX, formaban en Barcelona un grupo relativamente reducido, especialmente en los años en que la inmigración española engrosó rápidamente una clase trabajadora volcada en el trabajo manual.
Volveremos más adelante sobre la evolución de las formas de trabajo y de las ocupaciones, que evidentemente constituyen un elemento central que rige la evolución de los grupos y clases sociales. Pero veamos por un momento otro aspecto de la cuestión: esta sociedad tan claramente segmentada, en la que cada grupo disponía de unos espacios físicos, unas formas de vida, unos recursos y unas posibilidades netamente diferenciadas, no admitía grandes cambios en las situaciones individuales. Ciertamente, por rígidas que sean las normas sociales y por cerrados al cambio que se muestren los grupos que forman la estructura de una sociedad, casi siempre queda algún resquicio para quienes tratan de cambiar su suerte, enriquecerse, adquirir poder o notoriedad, etc. La mayoría de las sociedades cuenta con alguna «frontera», un límite difícil de traspasar, que comporta peligros y riesgos a veces mortales, pero que ofrece una posibilidad de éxito a los ambiciosos o demasiado inquietos que no aceptan quedarse en la posición de nacimiento. Durante muchas etapas de la historia esta frontera ha sido territorial: han existido los territorios que se extendían a lo lejos, inexplorados o no, simbólicamente ofrecidos a la conquista, o a expediciones, o a guerras en las que se podía tentar al destino y tratar de lograr un salto adelante. Pero no es ya la situación de la Barcelona del franquismo; las migraciones hacia América o hacia Europa fueron cesando durante los años sesenta y, por el contrario, Barcelona se había convertido en tierra de promisión para una población ávida de mejoras.
Sin embargo, las fronteras no siempre son territoriales; cuando estas desaparecen, suelen abrirse otras de naturaleza distinta. Las nuevas fronteras que se fueron estableciendo estaban marcadas por lo barrios: vivir en el Ensanche o en una barraca era pertenecer a dos mundos sin conexión, con barreras tan fuertes que solo los muy intrépidos podían tratar de saltar. En la Barcelona del franquismo había dos caminos aceptables5, aunque difíciles de practicar, por los que los individuos podían tratar de salir de su grupo social de origen y progresar en la escala social. Uno estaba vinculado al trabajo por cuenta propia y a la creación de empresas. El otro, a los estudios superiores. Ambos, por lo tanto, a la adquisición de algún tipo de capital socialmente bien valorado, pero que no podía adquirirse fácilmente. Solo los individuos capaces de un gran esfuerzo —y me refiero sobre todo a los hombres, puesto que el destino social de las mujeres era todavía más limitado y estaba marcado por el género y la clase— podían aspirar a recorrerlos y habitualmente, el éxito era dudoso. Así fueron los negocios de los años cuarenta y cincuenta, de la etapa de prohibición de importaciones, creados con modestísimos medios, a los que se arriesgan algunos trabajadores, sobre todo de origen catalán; muchos quebraron y se arruinaron a comienzos de los sesenta, cuando el Plan de Estabilización impuso unas condiciones diferentes que exigían cierta solidez económica a las empresas. Son los albañiles que más tarde se convirtieron en promotores, o los inmigrantes abriendo bares o talleres; son, a partir de los años sesenta y sobre todo los setenta, los hijos e hijas de trabajadores no manuales yendo a la Universidad para conseguir un título que les permitiera ejercer como profesionales.
Pero son vías estrechas, difíciles de transitar; muchos lo intentan y pocos lo consiguen y de todos modos, seguían siendo imposibles para mucha gente. Para la mayoría de las personas, la clase social de nacimiento era la que marcaba su vida y la única posibilidad de progresar se deriva de un trabajo duro, de construir su propia vivienda, en una determinada época, de organizarse como comunidad creando algún servicio en el barrio, de las pequeñas mejoras en las condiciones laborales que fueron surgiendo lentamente. El esfuerzo por cambiar de clase aparece casi siempre como una empresa titánica, más aun, como una empresa angustiosa, porque puede significar el enfrentamiento con los hermanos, los vecinos o la comunidad a la que se pertenece y que comparte las condiciones de vida. Desclasarse implica a menudo, en el contexto de aquellos años, ser expulsado del grupo de origen, negarlo, dejarlo atrás, para adentrase en un terreno desconocido. Demasiado duro para muchos, puede aparecer incluso como una ambición excesiva que, en lugar de producir felicidad y bienestar, acaba destruyendo a los temerarios, alejándolos de la familia de origen, convirtiéndolos en desarraigados. De manera que mucha gente, especialmente la gente obrera, tiende a aceptar su clase social de origen e incluso, en algunos casos, a reivindicar algunos de sus rasgos y características más notorios como afirmación de una raíz personal a la que se vinculan los proyectos y los recuerdos. Hacer de la necesidad virtud, reza un viejo dicho. Admitir la situación existente como algo que se desea, fruto de un destino impuesto pero al mismo tiempo aceptado y asumido. Aunque casi siempre acompañado de rencor, de quejas, de una oposición casi totalmente soterrada durante los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, que empezó ya a manifestarse durante los sesenta y que, en la década de los setenta fue, sobre todo en las zonas industriales de España, y especialmente en Cataluña y en Barcelona, la fuerza fundamental para acabar con el régimen y llegar a la democracia.
Todo ello cambiará a partir de los años ochenta. Tres elementos mayores propiciaron un cambio que repercutió en las formas de vida y las mentalidades de la población metropolitana.
En primer lugar, el cambio político. La difícil y lenta consolidación de la democracia en España abre una esperanza inmensa y supone, en gran parte, la llegada a ciertas cuotas de poder, sobre todo en los gobiernos municipales y autonómicos, de una nueva generación y una nueva gente, procedente, en buena medida, de la oposición al franquismo de los años setenta. De pronto, las reglas de juego van a ser profundamente modificadas, la entrada en la administración pública va a ser posible6, el personal político se va a renovar casi totalmente y la ideología dominante, a nivel de los grandes grupos de población, va a ser progresista, tanto en el ámbito del pensamiento político como en el social y moral.
Este cambio político, que ha sido ya muy analizado y discutido y sobre el cual no voy a volver ahora, supuso a la vez un amplio abanico de otros cambios. En Barcelona y en general, en la Región Metropolitana, dominada desde el principio por el PSC desde los ayuntamientos y la Diputación, se hizo muy evidente, ya desde los años ochenta, es decir, desde los primeros ayuntamientos democráticos, la aplicación de una política de redistribución de recursos entre la población. A través de la acción municipal, los ayuntamientos fueron incluso mucho más lejos de lo que marca la ley respecto de sus competencias estrictas e hicieron frente a muchas de las necesidades largamente acumuladas en cada territorio. Esto es algo que hay que considerar detenidamente, puesto que, en una etapa en la que de manera general, en el mundo, crecían las desigualdades, en Barcelona —y en el conjunto de España, durante un largo período— predominaba la voluntad de reducirlas y de lograr la cohesión y la solidaridad, por encima de los intereses de la clase empresarial que, de todos modos, seguía siendo dominante en la mayoría de aspectos fundamentales de la sociedad, pero que en aquel momento, había cedido parte de su protagonismo. Se ha dicho ya repetidamente, pero hay que subrayarlo una vez más: la necesidad de reformas en el funcionamiento del Estado, de la administración y de toda la sociedad en conjunto era tan evidente y compartida que es posible hablar de un proyecto común de la sociedad catalana e incluso, de la sociedad española. Un proyecto que comprende a los diversos grupos sociales —algunos sin entusiasmo, por supuesto, pero pocos en una actitud de abierta disensión, en aquella etapa— que coinciden en la necesidad de un cierto tipo de cambio e incluso colaboran para llevar a cabo este conjunto de reformas.
De manera que el cambio político, que a pesar de que ha sido a menudo atribuido a un relevo de élites, surge de un movimiento de fondo de la población, aun cuando acabe resolviéndose en ajustes entre las élites es, en esta etapa, bastante fiel al impulso que lo ha generado y contribuye a reequilibrar parcialmente las grandes desigualdades, especialmente a través del uso de una parte importante de los recursos públicos para cohesionar las diferentes zonas de España, las ciudades y los pueblos e integrar en el conjunto a una gran parte de los sectores anteriormente marginales.
Hay otros aspectos en los que el cambio político tiene fuertes consecuencias sobre la estructura social: probablemente el que en mayor medida repercute sobre la vida de las personas es el cambio que experimenta la estructura productiva, tanto en lo que se refiere a las formas de trabajo como a las condiciones laborales. Hablaremos de ello en otro capítulo. Su relación con el cambio político es evidente, pero no fue solo este factor el que impulsó la evolución en los aspectos productivos: la propia dinámica de las formas productivas fue decisiva, al introducir la modernización a través del aumento de la productividad y la entrada en lo que se ha llamado «la sociedad de consumo» ya desde los años sesenta.
Y al mismo tiempo, el desarrollo del Estado del bienestar, todavía lento e insuficiente, supone, entre otras cosas, en esta etapa, el crecimiento de las posibilidades educativas y sanitarias, la normalización del sistema de pensiones, de los sistemas de prestaciones a los parados, etc. Es el tercer aspecto decisivo para comprender el cambio de la sociedad metropolitana en esta etapa; veremos algunos de sus aspectos para darnos cuenta de su amplitud.