6.- CUANDO LA ESTRATEGIA ES LA INVISIBILIDAD: PATRONES.
“Tuve miedo y me escondí” (Génesis: III, 10)
A continuación revisaremos cómo entendemos la estrategia de la invisibilidad en los que, desde la Ontología del Lenguaje, han sido llamados “los tres dominios básicos” del observador: lenguaje, emoción y cuerpo. Estos dominios son básicos e irreductibles dentro de nuestra estructura biológica, y tienden a mostrar una coherencia entre sí, es decir, aquello que se manifiesta en un dominio (aumenta o disminuye) también lo hará en los otros dos.
- En el Lenguaje: “no quiero estar aquí”, “por qué me metí en esto”, “se van a dar cuenta de lo x que soy”. Aparece el juicio de poseer alguna característica “mala”, “indeseable”; de ser carente o insuficiente de características buenas, lo que va acompañado con la expectativa de ser descubiertos en nuestras faltas y enfrentar un posible rechazo.
- En la Emoción: miedo, también pena, frustración y vergüenza. Tal vez resignación e impotencia o rabia. Arrogancia, como parte de la sombra1 que aparece solapadamente en mandatos tales como: “no puedo equivocarme”; “si no lo haces suficientemente bien, no lo hagas”, etc.
- En el Cuerpo: el corazón latiendo muy rápido, muy fuerte; la garganta apretada. Sensación de incomodidad, como si el propio cuerpo sobrara ej.: brazos muy largos. En situaciones de mayor tensión el cuerpo va achicándose, haciéndose pequeño, “invisible”. A veces también se deja de respirar. V. Oaklander relata el caso de una paciente diciendo: “incluso su respiración estaba retenida… en ese momento me di cuenta que no era la primera vez que notaba que los niños retraídos no respiran hondo” (Oaklander, V., 2004, pág. 232).
En resumen: al desvalorizarnos, y temer que los demás verán lo mismo que vemos en nosotros, surge el miedo al rechazo. Para evitarlo dejamos de estar presentes, y al hacerlo nos aislamos, sintiéndonos solos. En esa soledad encontramos un refugio y una cárcel, manteniéndonos alejados de la posibilidad de rechazo, pero también nos vamos perdiendo la posibilidad de vivir, de hacer cosas que quisiéramos hacer. Es por eso que muchas veces nos sentimos solos precisamente cuando no lo estamos, como dice la serpiente en el cuento El Principito: “Se está solo también con los hombres”.
¿Qué ganamos? Cuidarnos, evitando el rechazo de otros.
¿Qué perdemos? Estar presentes para vivir, para nosotros mismos, también para los demás y compartir. Perdemos al atrevernos a hacer cosas nuevas, en actuar espontáneamente, en ser más auténticos y libres; perdemos confianza en nosotros mismos y en otros, así como la posibilidad de relacionarnos más profundamente. Eso es lo que nos hacemos a nosotros mismos.
¿Qué hacemos con los otros? Al no estar presente, al no darles crédito cuando nos dicen cosas buenas acerca de nosotros, los rechazamos. Aquí aparece una característica que suele quedar relegada a la sombra. Y desde ese lugar no podemos ser solidarios, sino individualistas –otra sombra-. Al no estar “presentes” sólo nos cuidamos a nosotros mismos.
A modo de ejemplo, voy a ir a la experiencia personal para observar cómo estos patrones se manifiestan en una situación evaluada como rechazo: estábamos conversando 4 compañeras y en un momento una de ellas (X) y yo hablamos al mismo tiempo, entonces una tercera dice: “Que hable X, que es más interesante”, me mira y se ríe. Yo, si bien sabía que era una broma, tuve la siguiente reacción: sentía que no podía ni quería hablar, no quería mirar ni ser vista, y si hubiese podido me habría ido en ese momento, pero como no podía, me distraje. Mi cuerpo se fue haciendo pequeño, ocupando el mínimo de espacio posible, con la garganta apretada, el corazón latiendo más rápido, tratando de escuchar a los demás por sobre mis pensamientos que venían en tropel a reprocharme por haber hablado, por haber aparecido, diciéndome: “por qué se te ocurre hablar”, “estabas mejor callada”, “¿y ahora quieres llorar?, ¿no te das cuenta que fue una broma?, qué ridícula eres”. Comencé a sentir vergüenza de mí, a sentir que sobraba en ese lugar y para esas personas. Mientras todo esto ocurría logré mirarme, y me di cuenta cómo me había protegido: si era yo quien elegía “no aparecer” dolía menos, y si bien el resultado me protegía, también me ponía en un espacio de soledad que no siempre deseaba. Pero si aparecía y vivía una situación que interpretaba como rechazo, entonces dolía mucho más.
¿Qué porcentaje es cierto que no nos ven, y qué porcentaje somos nosotros mismos quienes nos ponemos en la posición de invisibilidad? No es fácil acercarse a alguien que pone tantas barreras.
Hay un poema de Pablo Neruda que describe magistralmente lo que vive quien sabe hacerse invisible. Veo en él “La invisibilidad como refugio y como cárcel”.
LA TIMIDEZ
Apenas supe, solo, que existía
y que podría ser, ir continuando,
tuve miedo de aquello, de la vida,
quise que no me vieran
que no se conociera mi existencia.
Me puse flaco, pálido y ausente,
no quise hablar para que no pudieran
reconocer mi voz, no quise ver
para que no me vieran
andando, me pegué contra el muro
como una sombra que se resbalara.
Yo me hubiera vestido
de tejas rotas, de humo,
para seguir allí, pero invisible,
estar presente en todo, pero lejos,
guardar mi propia identidad oscura
atada al ritmo de la primavera.
Un rostro de muchacha, el golpe puro
de una risa partiendo en dos el día
como en dos hemisferios de naranja,
y yo cambié de calle,
ansioso de la vida y temeroso,
cerca del agua sin beber el frío,
cerca del fuego sin besar la llama,
y me cubrió una máscara de orgullo,
y fui delgado, hostil como una lanza,
sin que escuchara nadie
-porque yo lo impedía-
mi lamento
encerrado
como la voz de un perro herido
desde el fondo de un pozo.