Contextos

¿Novela total, memoria total?

Prácticamente desde los inicios del período que siguió al gobierno militar, en algunos círculos académicos y críticos se sostuvo que el relato exhaustivo y/o convincente de los acontecimientos desarrollados a partir del golpe de Estado de 1973 permanecía como asignatura pendiente. Así lo afirmaban escritores como Fernando Jerez: “todavía no se ha escrito la gran obra sobre la dictadura” (109), o investigadores como Horst Nitschack: “Si es cierto que el público literario está aún esperando en vano la gran novela histórico-social sobre los acontecimientos políticos a partir de 1971 –es decir, sobre el gobierno de la Unidad Popular, el golpe militar y el gobierno militar seguidos por la época de la transición a partir de 1989–” (149), hasta que llegó Carlos Franz y su novela El desierto, en 2005, y el panorama crítico devino menos escéptico o pesimista en este ámbito.

No muy distinto es en 2010 el planteamiento de este problema de representatividad en Rodrigo Cánovas, al menos en el inicio de su estudio sobre el tema:

Desde el Golpe de Estado de 1973 [...] lo que ha habido es una muestra dispersa de esta experiencia, conformando estos textos un archipiélago de islas [sic] que tienden a disgregarse en el confín del mundo, con cuerpos que se deslizan en torno a un centro vacío (“Lectura de El desierto (2005), de Carlos Franz. Novela de la dictadura chilena”, 226).

No obstante, ante la evidencia aportada por el texto de Franz, el crítico saluda en los siguientes términos la aparición de esta novela y le otorga un carácter, si bien no concluyente, al menos ejemplar para el logro de una perspectiva más abarcadora que responda al deseo del campo literario de contar con un relato que narre la historia total de lo sucedido:

Leo esta novela cuyos sucesos históricos que la enmarcan ya han sucedido y siento que el mundo se rearma inscribiéndolo en un espacio posible de convergencias y divergencias de sueños y frustraciones. Ha llegado la hora de la traducción simbólica de una experiencia traumática, la que es realizada desde un impecable formato grotesco, registrando en la pantalla todos los gestos familiarmente obscenos y rebuscados que constituyen nuestra humanidad y sus instituciones. Se arma un escenario para que todos los actores e instituciones irrumpan y se enfrenten, en un cuadro valórico que establece raras y siniestras combinaciones entre el bien y el mal: madres e hijas, curacas y sacerdotes católicos, militares y civiles, animan un espectáculo regido por las tensiones entre las fuerzas de lo privado y de lo público, de lo sagrado y lo profano, de la historia (ilustrada) y el rito, de la oralidad y la escritura (Cánovas, “Lectura de El desierto...”, 227).

Basándonos en la lectura que hemos llevado a cabo de las novelas chilenas mayoritariamente escritas en Chile a partir de 1973, nos proponemos someter a examen una problemática que podemos formular en los siguientes términos: el desarrollo de la literatura en particular y del arte y la cultura en general en las últimas décadas del siglo XX ha tornado compleja la idea de concebir al género de la novela en términos semejantes a la noción vigente durante la década de 1960 y comienzos de los setenta, es decir, como aquel producto de la energía creadora acumulada durante siglo y medio de desarrollo del género en Hispanoamérica que llevó a escritores como Mario Vargas Llosa a definir la novela en los siguientes términos:

múltiple, admite diferentes y antagónicas lecturas y su naturaleza varía según el punto de vista que se elija para ordenar su caos. Objeto verbal que comunica la misma impresión de pluralidad que lo real, es, como la realidad, objetividad y subjetividad, acto y sueño, razón y maravilla. En esto consiste el ‘realismo total’, la suplantación de Dios (“Carta de batalla por Tirant lo Blanc”, 31).

La máxima aspiración de algunos de los escritores emblemáticos de la nueva narrativa hispanoamericana de la década de 1960 era la creación y/o recreación de la realidad latinoamericana mediante lo que ellos, especialmente el ya citado Vargas Llosa, denominaron novela total, cuya “misión” era dar cuenta exhaustiva de la enorme complejidad social, política, racial, cultural, etc., del subcontinente. Novelas como La región más transparente, La casa verde, Cien años de soledad, Conversación en La Catedral o la postrera La guerra del fin de mundo, estaban destinadas a reunir y resumir la múltiple y variopinta realidad latinoamericana encapsulada en un texto centrípeto y centrífugo a la vez. Centrípeto, por su capacidad de convocar las realidades narradas; centrífugo, por los signos que emitía en todas direcciones, abarcando los mundos que procuraba encarnar: la sociedad, el arte, la política, las razas, las diversas culturas coexistentes, la religión, los diferentes tiempos históricos, la ciencia, el mito, etc., en una versión propia de la sartreana littérature engagée con el hombre, con su historia y con los cambios sociales y políticos –aun cuando en la práctica esta novela fue rigurosamente intransitiva, no panfletaria. Este tipo de novela requería de un escritor flaubertiano, sacerdote y aguafiestas, un crítico atento y perspicaz respecto de las lacras de la sociedad para llevar a cabo dicho compromiso. Por ello, acaso la afirmación de los escritores e investigadores con que iniciamos esta formulación no devele sino una suerte de nostalgia por aquella época que algunos consideran como la edad de oro de la novelística hispanoamericana; o bien ese juicio y esa demanda sean la expresión de una clase de inercia literaria que no toma debidamente en consideración los desarrollos culturales de aquella posmodernidad que anunció hace ya algún tiempo la caída de los grandes relatos.

En este contexto, la novela total, proteica y omniabarcante del demiurgo o suplantador de Dios vargasllosiano, sería el gran relato de la modernidad literaria hispanoamericana. Pero el desarrollo del género a partir de la década de 1970 permite sostener que el tono mayor empleado en su momento por la novela del Boom ha adquirido otras resonancias, que se abandona la pretensión de explicar el mundo a través del género, se opta por olvidar las alegorías nacionales y prescindir de los grandes mitos para representar la historia de nuestro continente o de nuestros países a la manera como lo hicieran Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, José Donoso, Carlos Fuentes y los otros escritores de los años sesenta (cf. Liliana Trevizán, 133).

En oposición a lo que mantienen aquellos que lamentan la ausencia de un texto que narre desde una visión integral las circunstancias personales y sociales del último cuarto de siglo chileno, por nuestra parte sostenemos que el relato de los acontecimientos posteriores a 1973 se ha verificado no en una gran novela total que dé cuenta de o traduzca una imposible memoria total de la dictadura, sino a través de múltiples novelas que, de acuerdo con una concepción ya instalada de la posmodernidad y del post-Boom, plantean un descentramiento de la noción de totalidad y dan cuenta de temas, sujetos, espacios, tiempos o destinos de modo parcial, fragmentario, atomizado, desperfilado. Como afirma Donald Shaw:

[E]l posboom se asociaría con el disenso, con la multiplicidad, con la subversión de todos los grandes metadiscursos que pretenden ofrecer una explicación de la condición humana, y con el abandono de toda búsqueda de orígenes [...] mientras se quedaría satisfecho con su entorno, sin pretender llegar a la universalidad [...]. Rechazaría todo proyecto de gran envergadura, toda cosmovisión, sin sugerir una postura vital alternativa (Shaw, 367).

En otras palabras, para Shaw el posmodernismo en literatura se traduciría, entre otros variados elementos, en un rechazo a la pretensión totalizadora de la novela de los 60, aunque este concepto suponga y conlleve, paradójicamente, la noción de heterogeneidad total en el campo literario, sin presentarse ninguna tendencia dominante. Lo mismo sostiene Alfonso de Toro, para quien la posmodernidad es una consecuencia de la modernidad, una continuación o “habitualización” de ella,

una actividad de “recodificación iluminada, integrativa y pluralista”, que retoma y reconsidera un amplio paradigma, en especial de la cultura occidental [...], con la finalidad de repensar la tradición cultural y de esta forma finalmente abrir un nuevo paradigma, donde se termina con los metadiscursos totalizantes y excluyentes y se aboga por la “paralogía”, por el disenso y la cultura del debate (“Fundamentos epistemológicos de la condición contemporánea: Postmodernidad, postcolonialidad en diálogo con Latinoamérica”, 12).

La posmodernidad, continúa De Toro, supone una actividad o actitud de relectura creativa de los discursos de la tradición. En ella, los escritores proceden desde su propia subjetividad, en el sentido de no partir desde normas o categorías preestablecidas, llegándose incluso a la búsqueda de esas reglas faltantes como objetivo o materia del texto literario mismo, es decir, a la constitución de una narrativa del metadiscurso (cf. De Toro, 15).

Por otra parte, es necesario tomar en consideración que en primera instancia el concepto de posmodernidad reconoce pertenencia en el ámbito temporal, puesto que intenta establecer una marca determinada en la cronología sobre el estado de la cultura, y es por ello que su inclusión en los supuestos teóricos de este trabajo es funcional a la necesidad de sentar una plataforma-marco desde la cual se pueda examinar, por ejemplo, el problema del sentido de posibilidad y de realidad, como lo entiende Robert Musil (cf. El hombre sin atributos, I: 19-20), en la novelística del período, al poder establecer su carácter transitivo o intransitivo en relación con el acontecer político y, en esencia, humano del momento en que opera esta novelística. Sin embargo, no está dentro de los fines del trabajo que llevamos a cabo llegar a una conclusión que permita determinar si las novelas de esta época se sitúan en el paradigma moderno o posmoderno de acuerdo con tales o cuales características.

La mayoría de los relatos escritos y publicados en el país a partir de 1973, sin que esta fecha constituya un límite taxativo sino más bien discreto, corresponde a novelas cuya concepción y factura parecen transcribir una actitud de rechazo a un cierto tipo de ideología absolutista en lo filosófico, político o literario que, en diferentes versiones y con variados matices, estaba representada por la novela total de la década de 1960 en el marco del llamado Boom de la narrativa hispanoamericana. A más tardar a comienzos de la dictadura, pero en especial desde el año bisagra de 1990, la narrativa chilena del insilio experimenta un proceso de atomización en la temática y en las formas expresivas que, dadas las nuevas circunstancias, se propone el modesto objetivo de tomar a su cargo el relato del individuo y de su destino personal.

Como lo reconoce José Donoso en su ya clásico texto Historia personal del Boom, en el cual se autoasigna un espacio en una discreta y expectante segunda línea, si bien la mayor parte de la producción novelística del Boom de los 60 tuvo lugar más allá de nuestras fronteras, no cabe duda de que el intento –a veces logrado, a veces fallido– de dar cuenta de manera totalizadora de la realidad del continente hispanoamericano hubo de tener necesariamente un influjo en la escritura local, y si no sucedió así, dado que quienes pudieron o “debieron” escribir la novela chilena “total” estaban inmersos en el vértigo del proceso de cambios 1970-1973, y posteriormente abocados a la empresa de sobrevivir en sus distintas acepciones, al menos el influjo se percibe en aquellos críticos y académicos que con distinto tono reclaman y han reclamado la aparición de una novela total –dotada de una memoria total– que registre la historia privada y/o pública de la nación, un texto fundacional de una época que nos ha ocupado durante un cuarto de siglo y nos sigue ocupando con freudiana melancolía.

Por nuestra parte, sostenemos que la hipotética deuda histórica que lastraría a la narrativa post-1973 respecto de la memoria de la dictadura se ha saldado con muchas de las novelas publicadas en los últimos cuatro decenios. En este aspecto, hay que tener en cuenta que las modalidades que adoptaron los escritores para relatar su experiencia durante y después de la dictadura no obedecen, ni obviamente debieran hacerlo, a una matriz común, puesto que las experiencias individuales durante este período histórico eventualmente pudieron confluir en elementos comunes o aglutinantes, pero es indudable que las sensibilidades ante un fenómeno que se supone compartido difieren sustancialmente en virtud de visiones, ideologías, valores, praxis, historias personales y estéticas muy particulares.

El hecho concreto es que las novelas de la época que comienza en 1973 abordan de manera elíptica o directamente, por acción u omisión, lo sucedido en el período o sus consecuencias de mediano o largo plazo. Aun en aquellas que parecen ignorar y/o soslayar lo sucedido –véase El nadador o Dónde estás, Constanza–, la historia personal o colectiva actúa como marco de referencia ineluctable, ya sea por parte del escritor o bien del lector en el momento de la recepción del texto. Si la problemática consiste en tratar de enunciar literariamente el drama vivido, ignorado, conocido o intuido por los distintos miembros de la comunidad nacional durante los años del gobierno militar, entonces no se puede desconocer el hecho de que la realidad no opera necesariamente sobre cada manifestación del arte siguiendo un criterio que podemos llamar –con Hayden White– mecanicista, integrativo (cf. Metahistoria, 27), en el sentido de que a cada causa identificada por el agente respectivo, en este caso a la narrativa, se le impone per se una consecuencia.

En el caso de la literatura, el criterio mecanicista se manifestaría en que el drama individual y/o colectivo experimentado durante el período que comienza en 1973 requiere, como resultado de un imperativo de época insoslayable, una narrativa que lo fijara en la memoria y le otorgase una identidad o, por lo menos, un contorno en el cual la comunidad se pudiere reconocer, como punto de partida o de llegada para restañar y hacer cicatrizar las heridas abiertas en la conciencia, y no solo en la conciencia, de la nación.

Para relativizar o refutar la validez de la cronología establecida por Cedomil Goic en la fijación de generaciones literarias, se ha sostenido que los escritores tienen la mala ocurrencia de nacer en cualquier año; del mismo modo la literatura, la novela post-1973 en nuestro caso, a la cual se suele asignar el papel de archivo-denuncia de las lacras generadas por el gobierno militar, relata lo que se le viene en gana, sin seguir modas u obedecer a imperativos categóricos como el deber social, la tarea histórica o la responsabilidad ética. Por ello, el fenómeno de frustración de expectativas respecto a la activación militante de una memoria comprometida con la denuncia del pasado ominoso, que aparece claramente restringido a la crítica y parte de la academia, tiene más que ver con una desiderata y en particular con una visión normativa de la función del arte frente a la historia. Y adicionalmente, ello supondría que se acepta la imposición al género de la novela o al arte en general de la misión de dar cuenta de manera inmediata, sincrónica, de la historia contemporánea, sin otorgarle la oportunidad de adoptar una perspectiva enriquecida por el transcurso del tiempo.

La asignación de esa misión, el deber social, la tarea histórica o la responsabilidad ética a las cuales nos referíamos recién, son aspectos que discutía Eugenia Brito en los inicios del período de recuperación de la democracia, cuando ella se refería a nuevos lugares, a lugares a redefinir; a una exigencia planteada a los escritores como responsabilidad histórica, dado que para Brito la escritura bajo dictadura tendría ese contexto y esa demanda: dar nombre a las cosas, volver a releer el continente, buscar el lugar desde el no lugar. Esta idea refiere a lo que planteaba Carlos Fuentes sobre las cuatro funciones del movimiento de la literatura iberoamericana: nominación, voz, memoria y deseo (cf. Valiente mundo nuevo, 27-28). Para Brito, se trata de salvar la amenaza constante de aniquilación, reducto, gueto o simplemente rasgo o faceta. La escritura sería, entonces, la reconstitución de un mito y la puesta en marcha de un ritual (cf. Campos minados, 13). En esta especie de declaración de principios, carta de navegación o wishful thinking para la literatura posdictadura, en su texto de 1990 Brito sostiene que el lugar desde donde se desarrollará la escena de la escritura chilena será el lugar del “margen”, desde el cual asegurará su disidencia y garantizará la posibilidad de re-crear en el espacio los signos que desocupen el tramado urbano de la codificación impuesta por el orden represor. Desde el lugar marginal, lo que la nueva literatura trataría de hacer consistiría en recomponer un orden simbólico otro, lo que pasaría por supuesto por la transgresión a la ley vigente (cf. Brito, 16).

Visto el problema de la narrativa y la memoria desde una perspectiva ético-filosófica, si durante más de tres lustros se luchó desde las más diversas trincheras reales o virtuales por la recuperación de una libertad ausente en la mayoría de los ámbitos del quehacer ciudadano, excepto en el económico, todo indica que la actitud natural y espontánea de los escritores de la antigua o nueva generación de novelistas no respondió sino a aquella demanda por libertad creativa que había formado parte del programa de reivindicaciones y aspiraciones formulado por el campo cultural durante la dictadura. Así, en una entrevista, el escritor Carlos Franz expresa una idea que puede servir de explicación para este aspecto a la escritura de novela en esa época:

No estoy hablando sólo de los militares, sino también de la “dictadura” de las ideas de oposición que exigían una denuncia de la dictadura. Había que definirse: o eres “facho” o estás en la otra trinchera. Yo intuía que eso conducía a un maniqueísmo literario: o se hacía una literatura de denuncia o se caía en la complicidad. Esto me parecía un chantaje histórico intolerable a nuestra libertad creativa. Yo no creo que haya un proyecto literario de una generación [...]. Para nosotros, escritores, también el año 89 o 90 es un momento de liberación [...]. Sentí muy claramente un alivio estético al volver el país a la democracia: se levantaba el mandamiento histórico y entrábamos en un período de libertad creativa, en donde podíamos evitar hacernos cargo de dos cosas: la literatura de anuncio, que yo identifico con los años 70, con la creación novísima de Skármeta y el anuncio de una nueva época, y también dejar atrás la literatura de denuncia. Ni anuncio ni denuncia (en: Verónica Cortínez [ed.], 238-9).

No es extraño que Franz, antiguo discípulo del taller de José Donoso, se exprese en los términos recién anotados cuando se descubre que el maestro ya se había manifestado así en el artículo “Writers and dictators”, de Mitchel Levitas, publicado el 14 de agosto de 1988 en el New York Times Book Review:

En la mayoría de los casos, los problemas políticos y sociales parecieron haber sido inevitables para muchos escritores, quienes durante la dictadura se sintieron presionados para escribir acerca de lo que acaecía bajo la represión. Un ejemplo lo ilustra José Donoso, quien, en 1988 declaraba: “Deseo escribir sobre una tía abuela que era monja. Pero no puedo porque en estos días esto se consideraría una suerte de traición. Por eso de algún modo me las tengo que ver con los temas políticos y sociales –y mi escritura ha estado paralizada por dos años. Uno no tiene la libertad en la cabeza...” (cita y traducción –de Levitas sobre Donoso– de Bernard Schulz-Cruz, 247).

Además, según se lee posteriormente en este mismo artículo sobre las novelas escritas por Jorge Edwards bajo la dictadura, para Schulz-Cruz estas “ofrecen una visión fraccionada de la realidad, evitando el intento totalizador –situación ya abandonada en toda Latinoamérica después del ‘Boom’–, dado que no se puede dar cuenta de todo debido a la ausencia de la otra verdad, de la otra historia” (Schulz-Cruz, 248).

Por ello, en la demanda por una narrativa o un arte que recuperen en términos más o menos absolutos la memoria de la dictadura puede encontrarse larvada una suerte de censura o un mandamiento que atentarían contra la idea y la práctica de la libertad creativa. El dinamismo de la experiencia humana, el carácter proteico que conlleva la actividad cultural, la cual en el fin del siglo XX parece haberse tornado impaciente en nuestros países tercermundistas, para usar la expresión empleada por José Joaquín Brünner en Un espejo trizado, responden a tiempos eminentemente modernos, o más bien posmodernos, en los cuales no encuentran terreno fértil aquellas cosmovisiones que pretenden abarcar la totalidad.

Novela e historia

Una vía posible de entrada al problema de la representación de la memoria y del tratamiento del presente histórico reciente en la novela chilena 1973-2010 consiste en averiguar de qué modo el sujeto contemporáneo confronta el fenómeno de la historia, entendida esta como uno de los depósitos o archivos institucionalizados para el acopio de las experiencias y los hechos del pasado. La manera en que el ser humano se relaciona con la historia es materia sobre la cual reflexionó Friedrich Nietzsche en el texto “De la utilidad y de los inconvenientes de los estudios históricos para la vida”, incluido en su obra Consideraciones intempestivas. En referencia al tema que nos interesa, el filósofo distingue tres formas de entender la historia: la monumental, la anticuaria y la crítica. Estas maneras pueden iluminar el análisis de la novelística del período, pues un aspecto que interesa esclarecer en la narrativa de la época es el modo de configuración del relato en su sentido histórico-memorialístico. No podemos dejar de señalar que, desde una perspectiva global, la narrativa post-1973 no consideró como una de sus prioridades la tarea de tomar a su cargo el presente o el pasado cercano de manera ya sea anticuaria o monumentalista, y por otra parte la lectura de muchas novelas del período lleva a la conclusión de que no habría mucho que inventariar, celebrar o conmemorar respecto de una etapa de gran densidad histórica que, supuestamente, llegado el momento oportuno sería reivindicada también en el plano literario-narrativo. Por el contrario, los contenidos textuales desplegados en la novelística post-1990 en especial permiten detectar una carencia de sentido histórico en protagonistas y narradores. De lo anterior se puede inferir la existencia de un sujeto carente de historia, y en este marco la escritura en general, la de la novela chilena finisecular específicamente, ya no constituye un quehacer arqueológico que recupera y codifica los monumentos, documentos o huellas del pasado (cf. Paul Ricoeur, Tiempo y narración, III: 804 y ss.), sino que se transforma en una especie de mero ejercicio solipsista, en el sentido de que a los narradores no los motiva el posible acceso a un conocimiento de mundo más allá del propio relato. Una contribución a este ámbito de discusión es lo expresado por Michel Foucault, quien al examinar el problema del texto como eventual documento, monumento o depósito de la historia, afirma: “En nuestros días, la historia es lo que transforma los documentos en monumentos [...], la historia tiende a la arqueología, a la descripción intrínseca del monumento” (11).

En consecuencia, es pertinente interrogarse acerca de la justificación que puede esgrimir la memoria como depósito, almacén, archivo o cualquier metáfora que utilicemos cuando se trata de reconstruir discursivamente el drama individual o social de la década y media de dictadura, o bien quedar a la espera de la tarea que lleva a cabo el tiempo. Pero si la memoria no encuentra tal justificación, entonces tal vez es pertinente adoptar una actitud paranoica, y postular que la realidad de la narrativa del período responde a una especie de conspiración tácita y colectiva que Pedro Milos expresa de la siguiente manera:

Se ha querido dar vuelta pronto la página, como si la historia pudiese escribirse a punta de páginas inconclusas, relatos a medio terminar y cuentas sin saldar. No nos hemos dado el tiempo ni el coraje de la memoria. El olvido nos acecha. Nos hace creer que hemos cambiado, que ya no somos los mismos. Que podemos mirar hacia delante, sin mirarnos hacia adentro (59).

El acecho del olvido y la orfandad como mecanismo voluntario o involuntario de ajuste de cuentas con la memoria de la historia reciente pueden provocar en el sujeto contemporáneo una profunda sensación de fragilidad respecto del pasado, especialmente cuando aquel constata que se puede prescindir de esta dimensión del tiempo. Tal parece ser la verdadera cifra de la actitud de gran parte de los narradores de fin de siglo en Chile frente al pasado conflictivo, el cual aparece como puesto entre paréntesis por una novela que, según ciertos sectores de la crítica y la academia como sosteníamos anteriormente, debiera haber recuperado la conciencia histórica de la nación a través de la inmersión a fondo en la tragedia colectiva. De ahí surgen entonces las interrogantes ante esta novela: ¿lo hizo? Y si lo hizo, ¿en qué medida? ¿Quién fija la medida?

En la tentativa por responder a la incógnita acerca de la viabilidad de una novela de la dictadura que cumpla con las expectativas de los distintos actores del campo cultural, y eventualmente pesquisar la carencia o pérdida del sentido histórico en el individuo contemporáneo como posible origen metafísico del fenómeno, resultará útil focalizar adicionalmente la indagación en aspectos socio-históricos del problema y preguntarse, por ejemplo, por las razones de esta renuncia al pasado que se podrían atribuir a la novelística del período. Por cierto, la crítica sobre la amnesia o falta de voluntad arqueológica respecto del pasado en la novela se refiere al período post-1990, pues en los 17 años anteriores el silencio, la amnesia, la máscara escritural o la elipsis pudieron constituirse en estrategias de mera supervivencia en el sentido más literal de la expresión.

Así, en su volumen de ensayos Espejo retrovisor, el historiador Alfredo Jocelyn-Holt sustenta una hipótesis atingente al problema. Según él,

cada vez cobra más terreno entre nosotros una fuerza psicológica colectiva que nos es muy propia y que va más allá. De hecho, nos induce lisa y llanamente a renegar del pasado. En efecto, en Chile impera cada vez más un deseo de escaparse del pasado. El pasado nos produce vergüenza y hasta espanto (22).

Para este historiador, Chile habría sido (o sigue siendo) un terreno fértil de luchas sociales, una historia de rupturas, un país de potencialidades desperdiciadas, de decadencia sistemática, de crisis larvadas, de consensos socavados, de debilitamiento moral, en fin, de descomposición nacional. Jocelyn-Holt refiere estos rasgos al pasado, pero a medida que nos aproximamos al presente el panorama tampoco se presentaría más halagüeño, puesto que para nuestro tiempo actual él diagnostica un país polarizado, boxeril, ideológicamente intransigente, violatorio de los derechos humanos, totalitario, dictatorial. En consecuencia, y ante tanta calamidad concentrada en tan exiguo territorio,

no es raro que se produzca una feroz estampida y los chilenos corran a perderse. El pasado no enaltece y cuando alguien intenta rescatarlo se le acusa de mitificador o falsificador. El futuro en cambio ofrece un narcótico promisorio que nos apiña de nuevo y nos devuelve la paz (Jocelyn-Holt, 23).

Así entonces, y si suscribimos lo anterior podemos afirmar que, como marco epistemológico global en el que se inscribe la novela de la dictadura, la época contemporánea se ha convertido en el hábitat de un individuo que renuncia al sentido histórico como consecuencia de una herencia indeseada, inoperante y desprovista de contenido. En este contexto, es apropiado interrogarse en qué medida a la presunta renuncia al sentido histórico subyace una suerte de cristalización de la identidad que mira ya sin nostalgia, y más bien con horror, hacia el pasado. Por lo tanto, el sujeto no encuentra en las circunstancias de ese pasado de dolores y miserias descritas por Jocelyn-Holt sino una situación de pérdida radical del ser nacional, el cual se habría gestado en un devenir histórico que condujo finalmente hacia el deterioro y la caída, tanto de las utopías compartidas como de los destinos individuales. Dicho sea de paso, el panorama recién descrito aparece como un terreno fértil para el cultivo de la alegoría benjaminiana, entendida esta como vehículo expresivo de un presente de ruina.

Consideraciones generales sobre la narrativa posdictadura

Para los efectos de pesquisar las modalidades e intensidades que adopta el ejercicio de la memoria respecto del período post-1973, interesa detenerse especialmente en la narrativa posdictadura, pues ella, a diferencia de su antecesora 1973-1990 –con las debidas excepciones que ejemplifica un texto como Lumpérica, de Diamela Eltit–, refleja la historia presente y privada del individuo en un tono desperfilado, escéptico y sin mucho rastro épico. Más allá de todo voluntarismo crítico, en su ensayo La poética del tiempo: ética y estética de la narración, Jorge Peña Vial sostiene que esta novelística está compuesta por textos que comparten ciertos rasgos como la configuración de personajes que habitan mundos resquebrajados, de seres que no aciertan a encontrar un sentido ordenador ni una finalidad para sus vidas (cf., 45).

Como se sabe, la década de 1990 en Chile está marcada por el retorno al régimen democrático, con todas las implicancias culturales que conlleva este suceso. En los distintos órdenes de la cultura la comunidad nacional vivió en ese entonces un período de conmoción refrenada por las circunstancias políticas concretas del momento. En el ámbito específicamente literario, el clima de agitación se hace manifiesto en la profusa actividad editorial de esos años, si bien este fenómeno se había iniciado a fines de los 80, especialmente por iniciativa de la Editorial Planeta. La narrativa en especial parece vivir un retorno a una suerte de polifonía y un avance hacia la pluridiscursividad, ya que los signos de la época hacían “aconsejable” registrar de preferencia la escritura de temáticas que, de acuerdo con las expectativas que se habían formado a lo largo del régimen político anterior, se suponía deberían supuestamente ajustar cuentas con el tiempo transcurrido y con las experiencias traumáticas vividas. No obstante, la narrativa de la década de 1990 está más bien caracterizada por la fragmentación de la escritura, por la atomización en petites histoires de la historia como relato épico, por la disgregación de temas, intereses, claves, lenguajes, modos narrativos. La autorreflexividad de la novela, en especial respecto del proceso creador, ocupó un lugar preponderante en la temática de los escritores de entonces.

El discurso literario de los 90 carece de pretensiones de aportar sistemáticamente y desde su especificidad a la construcción de una identidad nacional que una vez más hay que repensar y reformular; es un discurso caracterizado por el descentramiento y la consecuente crítica al logocentrismo. Mediante relatos orientados de preferencia hacia el presente o el futuro, un sector importante de la narrativa de la época pone en evidencia el ascenso de la individualidad en el escenario de la vida cotidiana, aun cuando existía una certidumbre más bien voluntarista, acumulada durante los 17 años del régimen militar, de que el retorno de la democracia significaría una recuperación milagrosa e instantánea de la conciencia histórica de la nación, y de que esa recuperación se expresaría en el ámbito literario mediante un ejercicio aplicado y sostenido de la escritura como archivo para el presente y el futuro, como arqueología de la memoria y como estadio inicial de la catarsis colectiva puesta entre paréntesis durante más de tres lustros.

Pero la realidad de la novela post-90 no respondió a estas expectativas, y así los estudios, encuentros, seminarios de trabajo y otras instancias de discusión literaria e intelectual patentizaron una serie de rasgos de esta novelística que no respondían en plenitud a las expectativas ni a los pronósticos formulados a fines de los años 80 para la década siguiente. Por nombrar un ejemplo, Jorge Marcelo Vargas constata la frustración de las esperanzas en el marco del Seminario sobre la Nueva Narrativa Chilena, organizado por el suplemento Literatura y Libros del desaparecido diario La Época. Tal vez si un antecedente que permite explicar esos rasgos de la novela en lo atingente a los contenidos desplegados, se encuentra en el hecho de que el cambio de régimen político de 1973 en Chile tuvo como una de sus consecuencias inmediatas en el ámbito cultural el reemplazo de la calle y del ágora por el living de la casa y el televisor como escenarios impuestos del intercambio eventual de bienes culturales simbólicos.

De manera similar, muchos escritores de la generación del 72, aquellos nacidos entre 1935 y 1949, al menos aquellos que permanecieron en el país después del Golpe de 1973, también vivieron un proceso de repliegue hacia lo privado, en concordancia con las circunstancias objetivas en el ámbito político y cultural, y de acuerdo con la sensibilidad en hibernación de una comunidad que, a su vez, tampoco se observaba en condiciones de –o muy proclive a– llevar a cabo gestas reivindicatorias de carácter colectivo.

En este sentido, es plausible aventurar una hipótesis aplicable a la generación del 72: una vez recuperada en 1990 la democracia, y con ella la libertad de expresión y edición, surgen las preguntas: ¿y ahora qué? ¿Cómo dar cuenta de lo vivido ante la realidad del pánico de la página en blanco cuando se está, literalmente, saturado de memorias de la historia reciente? Acaso el fenómeno es traducible desde aquello que sostiene el narrador de “La otra muerte”, de Jorge Luis Borges, relato en el cual el personaje identificado como el puestero Abaroa muere por tener demasiados recuerdos (destino similar al de Ireneo Funes, ese verdadero archivo sin fondo de recuerdos, personaje de “Funes el memorioso”).

Breve panorama generacional, crítico y temático de la novela chilena post-1973

Como antecedentes que consideramos pertinentes y complementarios para el desarrollo global del presente trabajo, a continuación examinamos de manera general la mirada de que fue objeto la novela chilena a partir de la llamada generación del 87 en algunos estudios en particular, y de acuerdo con sus distintas manifestaciones cronológicas y temáticas, entre otros: Novela chilena, nuevas generaciones (1997), de Rodrigo Cánovas; Nueva narrativa chilena (1997), de Carlos Olivares (ed.); Lengua víbora (1998), de Raquel Olea; Literatura chilena de fines del siglo XX (2002), de Maximino Fernández; Novela chilena contemporánea. José Donoso y Diamela Eltit (2004), de Leonidas Morales T.; y Memorias de un nuevo siglo (2009), de Rubí Carreño.

Las ilusiones perdidas

Según Jaime Valdivieso, citado en Cánovas, la generación (entonces) emergente de 1987 de escritores nacidos entre 1950 y 1965, cuya vigencia se inicia a mediados de los años 90, pero que está obviamente ligada por cronología y herencia al Golpe de 1973, es incapaz de crear conflictos de alcance general, a diferencia de lo que sucedía con la anterior generación del 72. Esta última es la que José Promis denomina de la desacralización, y que cobra validez en un momento en que se percibe a la utopía como posible a través del ejercicio de una épica cotidiana que haría viable instalarse en el mundo para construir una sociedad mejor. Para los escritores del 72, la literatura como actividad social debía constituirse en un aporte efectivo al tema de la identidad y la cultura latinoamericanas.

En este sentido, Valdivieso habla por una parte de aquellas obras escritas en la época previa al 1973 chileno que “tenían un valor antropológico y social agregado” (cf., Cánovas 31); y por otra parte se refiere a la generación actual como “ligada a la literatura escéptica o lúdica, sin trascendencia en el orden de la cultura” (ibíd.). Respecto de otros predecesores de la generación del 87, y siguiendo el criterio generacional de José Promis (cf. La novela chilena del último siglo), Cánovas sostiene, por ejemplo, que la novela de la generación del 57 “transmite un mensaje de desesperanza” (37), y que por su parte la novela de la generación del ‘87 evidencia una condición básica de orfandad a través de “sujetos traslapados”, de “desterrados de sí mismos (como el vendedor viajero de La ciudad anterior y el nadador cuántico de El nadador, ambas novelas de Gonzalo Contreras)” (43). Para Cánovas, estos personajes “exponen su verdad en testimonios de muy diversa índole –diarios, cartas, bocetos biográficos– y en la adopción de una serie de ritos y juegos paródicos de suplantación –por ejemplo, la confección de la vida como sicodrama, el ejercicio del arte como pastiche, el simulacro” (44). Posteriormente, y en relación con esta novelística, Cánovas afirma: “Sus personajes no se sitúan en el centro del mundo (del amor, de la política, de la religión), puesto que consideran que se ha eclipsado” (45).

A nuestro entender, en el caso de escritores como Alberto Fuguet y otros coetáneos como Gonzalo Contreras, Sergio Gómez o Jaime Collyer no se produjo esa activación instantánea de la memoria o del ajuste de cuentas con el pasado inmediato, y así los estudios, encuentros, seminarios de trabajo y otras instancias de discusión intelectual hicieron evidentes una serie de rasgos que no respondían en plenitud a las expectativas ni a los pronósticos formulados a fines de los años 80 para la década siguiente. Este fenómeno se hizo nítido en un importante sector de la narrativa publicada en los años 90 por los integrantes de lo que correspondería a la generación del 87, si se sigue la periodización de Cedomil Goic (cf., Historia de la novela hispanoamericana).

Jorge Marcelo Vargas lo afirma, en el marco de aquel Seminario sobre la Nueva Narrativa Chilena organizado por el suplemento “Literatura y Libros” del diario La Época, cuando se refiere en especial a la generación del 2002 –contemporánea de la del 87–, es decir, a aquella camada de escritores nacidos entre 1965 y 1979 y que emerge en el escenario de la literatura hacia 1995, entre los cuales se menciona en Chile a Alberto Fuguet (Tinta roja, 1996), Andrea Maturana (El daño, 1997) y Andrea Costamagna (Ciudadano en retiro, 1998). Para Vargas, muchos de los escritores que publican en los 90 constituyen una generación menos comprometida con la historia y con el pasado, y este rasgo se manifestaría en los intertextos de la cultura de masas a los cuales recurren y en un desconocimiento parcial de la tradición.

En el mismo seminario que dio origen a una publicación (Nueva narrativa chilena, 1997) de las intervenciones de los escritores y críticos que citamos infra con más detalle, el escritor Carlos Franz habla de una privatización del relato nacional (cf. “Nueva narrativa, viejas picas”, 108), mientras Paulo Slachevsky especula en torno a una especie de devaluación de los sueños colectivos incubados dentro del período de vigencia de las generaciones anteriores, especialmente en torno a los años de gobierno de la Unidad Popular (cf. “Hagamos del lector nuestro prójimo”, 98). Desde una perspectiva histórica, esta época se sitúa en un momento de la literatura hispanoamericana que luego se revelaría como en las postrimerías con respecto a la vigencia de los grandes relatos que pretendían dar cuenta de la realidad de Latinoamérica de manera totalizadora, tal como lo prescribía la poética nunca formulada expresamente y de forma colectiva por la novela en los años 60.

Como sosteníamos anteriormente, muchos escritores de la generación del 72 –la que corresponde a los nacidos entre 1935 y 1949, y cuya gestación se verifica a partir de 1965 con vigencia hasta 1979 aproximadamente, de entre los cuales se puede mencionar a Poli Délano (En este lugar sagrado, 1976), Mauricio Wacquez (Frente a un hombre armado, 1981) y Fernando Jerez (Un día con su excelencia, 1986)–, al menos aquellos que permanecieron en el país después del Golpe de 1973 también vivieron un proceso de repliegue hacia lo privado, en concordancia con las circunstancias objetivas en el ámbito político y cultural. En este contexto, la tendencia progresiva hacia la atomización de la sociedad en su conjunto es consistente con un proceso similar en los relatos, los que ahora se transforman en microrrelatos, suscitándose con ello una gran dispersión temática constatable no solo entre los distintos narradores, sino incluso dentro de la producción de los escritores considerados de modo individual.

Por otra parte, es necesario destacar una característica que muchos escritores chilenos de la década de 1990 ciertamente comparten entre sí y con sus coetáneos de Hispanoamérica, como veíamos anteriormente, y que es la tendencia general a ignorar o minimizar el experimentalismo en la forma del relato más propio de las generaciones anteriores, como las del 57 o del 72. En numerosos narradores de la generación del 87 es nítida la preferencia por el retorno a la sintaxis narrativa más bien hipotáctica, causalista, la que a su vez presupone la configuración de un lector menos cómplice y de un hablante implicado más condescendiente y con conciencia de que los diversos públicos lectores del continente han acusado el impacto de la devaluación y caída de las utopías ya señalada, incluso en el ámbito literario. Excepciones destacables en esta tendencia general son los casos de Diamela Eltit (Los vigilantes, 1994) y Darío Oses (Machos tristes,1992) en el ámbito chileno.

En este sentido, muchas narraciones de los años 90 se sitúan en un espectro formal y de temáticas bastante alejadas de aquellas de novelas como Eloy o El obsceno pájaro de la noche, textos característicos de la que Promis denomina novela del escepticismo, pero también a buena distancia de cierta narrativa post-Boom, de carácter más optimista perteneciente a una de las dos corrientes principales descritas por Shaw en su texto. Respecto de estos predecesores de la generación del 87, Cánovas afirma, resumiendo las propuestas de Promis: “Frente al desencanto, la novela de la desacralización, en su primera propuesta de fines de los 60 –piénsese en las figuras de Poli Délano, Antonio Skármeta y Ariel Dorfman– propone el entusiasmo” (Cánovas, 37). Pero se trata de un optimismo obvia y rápidamente truncado por los sucesos de 1973. Por el contrario, la segunda de las corrientes de la narrativa post-Boom de los años 70 y 80 muestra una visión pesimista del futuro debido a la carencia de alternativas para superar el presente de opresión, lo cual en algunos casos –Francisco Simón Rivas, por ejemplo– lleva al relato de tipo fantástico; y en otros, al testimonio o al exorcismo, como en los casos de Skármeta y Dorfman.

La fragmentación principalmente temática de los relatos en los narradores de la generación del 87 tuvo como consecuencia grandes dificultades o confusión por parte de la crítica para establecer parámetros consensuales de denominación o caracterización de los escritores que publican en los años 90. Cabe agregar, en todo caso, que la literatura de esta nueva generación emergente aún innominada en 1989 es ya objeto de un balance avant la lettre por parte del narrador, dramaturgo y ensayista Marco Antonio de la Parra, en un artículo del suplemento “Literatura y Libros” del diario La Época, en el cual menciona a escritores en ciernes, tales como Alberto Fuguet, Gonzalo Contreras, Arturo Fontaine, Carlos Franz y otros, la mayoría de los cuales procedía del taller de José Donoso. A estos escritores que están en una etapa de escritura o reescritura de algunas de las novelas que los harían conocidos poco después, De la Parra los identifica simplemente como “una generación de novelistas” (“La novela que viene”, 1), y después de comentar sus trabajos y posibilidades agrega: “Se me olvidan varios, de edades diversas pero todos compañeros de un mismo momento [...]. No tenemos manifiesto alguno y nuestras ideas políticas difieren alegremente” (id., 2). En todo caso, desde la distancia cronológica que podemos invocar, lo que resulta claro es que cuando se examinan estas dificultades de caracterización y fijación generacional se puede concluir en que, desde el punto de vista de las distintas edades de sus respectivos integrantes, más que de una generación se trataría de un conjunto de generaciones que coinciden en la creación y en la publicación durante un breve lapso. Por lo demás, estas presuntas generaciones nunca mostraron mayor vocación o interés por elaborar postulados literarios que, de alguna manera, establecieran pertenencias o deslindes mínimos o, en el mejor de los casos, por ser considerados como una entidad homogénea, si abstraemos de la iniciativa personal de Jaime Collyer materializada en el artículo polémico “Casus belli: todo el poder para nosotros” (cf., 40). El problema de la delimitación, caracterización y denominación de las coincidencias o divergencias que se producen en las formas de concebir o escribir la literatura en un determinado período, sea el que nos ocupa u otro cualquiera, debería tomar en consideración al menos algunos de los aspectos que proponemos a continuación.

El primero de ellos apunta hacia la aplicación desprejuiciada del modelo generacional propuesto por Cedomil Goic, según el cual las distintas generaciones se relevan en períodos aproximados de 15 años. Recordemos que, en su Historia de la novela hispanoamericana, Goic ofrece un panorama sin fisuras para la sucesión de las distintas generaciones en la narrativa tanto chilena como hispanoamericana, partiendo por la llamada generación de 1792 y así sucesivamente hasta nuestros días, respetando los ya mencionados intervalos y relevos cada 15 años. La propuesta es funcional, y ha sido analizada, criticada, refutada y validada lo suficiente como para hacer innecesario ahondar en este ámbito, habiéndose constituido a estas alturas en un referente insoslayable para la discusión de las opciones de periodización de la narrativa continental.

En lo que concierne a la narrativa de los 90, y considerando el momento cultural global que se vivía en el país con el retorno a la democracia y las limitaciones y expectativas propias de una nueva etapa que se inauguraba, el hecho concreto es que el decenio se inició, como decíamos, con la publicación simultánea de numerosos relatos breves o de mayor envergadura por parte de escritores ya consagrados en el ámbito nacional e internacional: José Donoso, Jorge Edwards, por ejemplo; de otros que ya habían publicado en años anteriores, pero con una menor repercusión; y de un tercer grupo que publicaba en ese momento su ópera prima. Esta simultaneidad es la que provocó tímidos consensos, pero más que nada disensos a la hora de denominar y/o caracterizar el fenómeno de aparición masiva de novelas y cuentos en la década del 90.

Reiteremos que los narradores que publicaron en ese entonces elaboran gran diversidad de temáticas y, en la medida en que llegan a hacerlo, abordan la experiencia del pasado inmediato desde la perspectiva generacional que a cada cual corresponde según su edad y vivencias personales, puesto que al momento del quiebre institucional de 1973 algunos de ellos eran adultos –léase Jorge Edwards o José Donoso–; en tanto otros recién se empinaban por sobre la niñez, como Alberto Fuguet o Sergio Gómez, para no abundar en casos como los de Andrea Maturana o Alejandra Costamagna, nacidas en 1969 y 1970, respectivamente. En este contexto, es útil recordar la distinción formulada por Pinder, citada por Emir Rodríguez Monegal en su ensayo José E. Rodó en el novecientos, cuando aquel sostiene la necesidad de distinguir entre contemporáneos y coetáneos de acuerdo con los siguientes criterios:

Toda actualidad histórica, todo “hoy”, envuelve en rigor tres tiempos distintos, tres “hoy” diferentes, o dicho de otra manera, que el presente es rico de tres grandes dimensiones vitales, las cuales conviven alojadas en él, quieran o no, trabadas unas con otras, y por fuerza, al ser diferentes, en esencial hostilidad [...]. Todos somos contemporáneos, vivimos en el mismo tiempo y atmósfera –en el mismo mundo–, pero contribuimos a formarlo de modo diferente. Sólo se coincide con los coetáneos. Los contemporáneos no son coetáneos (Rodríguez Monegal, 18).

Por ello, en palabras del crítico uruguayo, “[C]ada generación, pues, no actúa sola sino en presencia de otras, contra otras” (ibíd.), lo cual naturalmente es también válido para la narrativa chilena en la década del 90. La idea de la simultaneidad de las generaciones ya había sido desarrollada por Ortega y Gasset, a quien Rodríguez Monegal también alude en su ensayo. Estas, las generaciones, no se suceden tan linealmente como pretendemos, sino que se solapan y empalman. Para el filósofo español, siempre hay dos generaciones actuando al mismo tiempo, con plenitud de actuación y sobre los mismos temas, pero con distinto índice de edad –y sentido, por lo tanto– (cf. Rodríguez Monegal, 19).

En consecuencia, la verdadera afinidad entre los integrantes de una generación no reside en ellos mismos, sino en el hecho de verse obligados a vivir en un mundo que tiene una forma determinada y única, sostiene el crítico uruguayo (cf., 20). Factores tales como la herencia, la fecha de nacimiento, la educación, la comunidad personal, la experiencia de la generación (el caso más cercano y pertinente nos lo sugiere el llamado Boom de los 60), el caudillaje, el lenguaje generacional y el anquilosamiento de la vieja generación, son elementos que constituirían la base para configurar ese bien cultural simbólico llamado generación literaria.

Por su parte, José Promis se refiere en términos similares al problema del establecimiento y coexistencia de grupos, tendencias, corrientes o generaciones literarias:

Pero los grupos literarios no son conjuntos de individuos que se separan del resto de sus contemporáneos por compartir una manera diferente de interpretar la realidad; sus textos, por el contrario, son manifestaciones privilegiadas de las diferentes visiones de mundo que la sociedad exhibe en cada momento de su evolución histórica, visiones que todos los individuos comparten de manera consciente o inconsciente (35).

Nueva narrativa: entre generaciones y solipsismos

Los anteriores fundamentos probablemente sirvieron de trasfondo conceptual en la polémica suscitada en el momento del encuentro-balance que tuvo lugar a mediados de la década de los 90 en el ya mencionado seminario sobre la nueva narrativa chilena, con el fin de reflexionar en torno al proceso literario en pleno desarrollo. El desfile de posiciones convergentes y antagónicas frente a la perspectiva o a la necesidad –tradición obliga– de llegar a un denominador común en torno al fenómeno editorial aún en marcha, contribuyó a formar conciencia acerca de las dificultades de ajustar la narrativa de la época a un esquema concordante y sin puntos de fuga como el de Goic, supuesto que ese era el interés de los involucrados. En dicho seminario, y en la publicación ya mencionada, las distintas voces se refirieron sucesivamente a algunos de los rasgos que nos interesan para ilustrar la existencia o inexistencia de una entidad semejante a lo que convencionalmente se entendía por generación literaria.

Así, en el marco de lo que ya hemos expresado, los diferentes críticos, profesores, editores y escritores destacaron la carencia de un acervo temático o escritural común en los escritores post-1973, es decir, se puso en relieve la diversidad de temas, la escritura pareja, competente, más o menos cosmopolita, eficiente y/o efectista de las nuevas generaciones post-72 y la procedencia de estos escritores de talleres literarios (cf. Camilo Marks, “El nombre no es lo de menos”, 18). El editor Carlos Orellana igualmente se refirió al hecho de que a comienzos de la década de 1990 se produjera la aparición de un pequeño grupo de escritores con ciertos caracteres de vanguardia que presidieron una especie de pequeño boom. Y agrega: “Pero los signos que pudieron haber configurado una nueva narrativa con características de movimiento, de conglomerado con rasgos válidos para legitimar en esfuerzo de agruparlos, se desvanecieron muy rápidamente” (“¿Nueva narrativa o narrativa chilena actual?”, 48). Hay que recordar que el seminario se llevó a cabo en 1997, es decir, cinco o seis años después de la aparición simultánea y masiva de narradores a los cuales se refiere el entonces editor de la multinacional Planeta.

En el seminario también se aludió a otras características que eventualmente compartirían estos narradores: “Decir que el rasgo de unión es la falta de unión no es más que una boutade, o fácil agudeza. Si consideramos un factor que hace a una generación, no cabe duda [de] que tienen en común el impacto histórico”, sostiene Antonio Avaria (“Nueva narrativa chilena”, 61). Y Marco Antonio de la Parra expresa un juicio personal que pretende sentenciar la existencia de la presunta generación:

La Nueva Narrativa me acompañó mucho. Mis amigos. Estábamos muy solos y no sabíamos estarlo. Hoy la soledad me encanta. Y eso es tal vez la mejor consecuencia de la famosa Nueva Narrativa. Que ya no existe. Que ahora en Chile lo que hay es un hermoso y noble montón de escritores distintos... (“Sobre la dudosa existencia de la nueva narrativa”, 170).

En suma, las posibilidades de identificación, fijación y denominación de un grupo determinado de narradores nacionales en un momento específico del desarrollo literario global aparecen mediatizadas por la actividad teórica previa que propone esquemas de clasificación y por las prácticas de recepción concretas de los consumidores de estos bienes culturales simbólicos, entre los que podemos distinguir a los agentes más directos que actúan en este proceso, tales como los editores, los críticos, la academia, los mismos escritores y los lectores.

En este contexto, sería ilustrativo –aunque sería materia de otro trabajo como el desarrollado por Kathrin Bergenthal (2000)– interrogarse acerca del grado y de la intensidad con que, en razón de su política editorial para Hispanoamérica y en especial para el Cono Sur, la Editorial Planeta contribuyó en aquella época a la formación de un campo literario –en la acepción de Bourdieu– que se superpuso a y desbordó el criterio ortodoxo de generación propuesto por Dilthey, Ortega y Gasset y otros.

Aquí es pertinente mencionar el fenómeno de subordinación o dominación estructural que se produce entre los artistas y el medio, precisamente a través del poder editorial, del mercado (cifras de ventas, etc.), de los puestos de trabajo en el periodismo y de las formas de la literatura industrial como la edición, la ilustración y otras. Del mismo modo resultaría esclarecedor para los interesados en este ámbito de la narrativa del período verificar si el (entonces aspirante a) campo del poder prescindió de o postergó la formación del campo literario. Sobre la base de la realidad específica de aquel entonces, no resultaría aventurado postular que el campo de poder en formación privilegió la constitución y consolidación de un campo político legitimable y legitimado, así como la administración de un campo económico heredado que no era del caso desmantelar o desatender, pues estas eran evidentemente las exigencias del momento.

Acaso las expectativas frustradas en relación con la recuperación de la conciencia histórica en la narrativa post-régimen militar se puedan entender en el marco de esta singular formación o reconstitución del campo literario, favorecida por una determinada política cultural pragmática y voluntarista y, simultáneamente, por la marginalización de este campo por parte de los nuevos actores del poder político, carentes en ese entonces de capital económico susceptible de emplear en el terreno literario específico y, por lo tanto, con un grado limitado de autonomía como para impulsar en lo inmediato la formación de aquel capital simbólico específico esperado y deseado durante los 17 años anteriores (cf. Bourdieu, 189).

Sobre la formación del campo literario específico en los años 90, es interesante mencionar una arista del fenómeno de coexistencia de tendencias diversas en esta década y sus implicaciones. Nos referimos a las corrientes que identifica Rodrigo Cánovas para el período, y que encuentran su correspondencia con lo que afirma Bourdieu en alusión a la formación del campo literario:

Así las cosas, el campo literario unificado tiende a organizarse en función de los principios de diferenciación independientes y jerarquizados: la oposición principal entre la producción pura, destinada a un mercado restringido a los productores, y la gran producción, orientada a la satisfacción de las expectativas del gran público, reproduce la ruptura fundadora con el orden económico, que está en la base del campo de producción restringida (186).

En el ámbito de la diferenciación en la producción a la que alude Bourdieu, resulta de gran utilidad la cartografía suministrada por Cánovas, pues según este la generación del 87 en realidad proyecta tres imágenes públicas que se ordenan siguiendo un criterio cronológico: la primera de ellas, vigente desde 1975 hasta finales de los 80, se encuentra ligada al ámbito político y a un carácter ideológico-cultural de la actividad literaria (Ramón Díaz Eterovic, Diego Muñoz, Antonio Ostornol, por ejemplo); la segunda, vigente en la primera mitad de la década de 1990, se encuentra ligada a la cultura del mercado, ofrece la visión de un país amorfo y plantea la literatura como una actividad de carácter profesional (Gonzalo Contreras, Jaime Collyer, Carlos Franz y otros); y la tercera, correspondiente a la llamada generación X, se presenta ligada estrechamente al fenómeno mediático en el marco de la sociedad de consumo, y se encontraría vigente desde la segunda mitad de los años 90 (Alberto Fuguet, Sergio Gómez, entre otros). Así constatamos que la distinción practicada por Cánovas coincide con la diferenciación en la producción literaria del período formulada teóricamente por Bourdieu.

Como anotábamos recién, frente al fenómeno editorial de la década de 1990 la crítica ha relativizado la existencia de una generación o de generaciones, de modo similar a como se puso en entredicho la existencia del llamado Boom de la narrativa hispanoamericana como movimiento literario de alguna cohesión en su concepción y práctica poética. En todo caso, no se pueden soslayar ciertos paralelismos, como por ejemplo el hecho de que la generación hispanoamericana vigente en los años 60 constate, pero no lamente, la ausencia de padres literarios, factor que habría favorecido la libertad creativa, al no verse limitados los narradores de entonces por una generación anterior asfixiante y castradora. Al respecto, se percibe cierta semejanza, mutatis mutandis, entre el diagnóstico de José Donoso sobre los escritores de su generación (cf. Historia personal del Boom) y el diagnóstico de Rodrigo Cánovas respectivamente (cf. Novela chilena, nuevas generaciones), en especial cuando este último se refiere a la orfandad que evidencian muchos de los protagonistas de las novelas de la generación del 87.

Tomemos a modo de ejemplo un texto como La ciudad anterior, concebido como una novela de atmósferas que sirven de marco para la conciencia intransitiva de un narrador ajeno a su entorno que deambula fantasmalmente por la realidad sociopolítica, sin evidenciar huellas que lo remitan a un pasado familiar. Esta y otras novelas de la generación del 87 configuran un tiempo pasado de escaso espesor y una memoria que se revela como un espacio prácticamente vacío que es inútil llenar, porque el tiempo y el escenario de la aventura corresponden al simple presente, a la microtragedia cotidiana o al metatexto literario, como sucede en buena parte de El gran mal, del mismo Gonzalo Contreras; y porque el pasado parece ser incapaz de legar alguna enseñanza al presente. De ahí la orfandad del tiempo presente que trasciende el problema de las paternidades literarias. Lo mismo se puede sostener respecto de los personajes que habitan estos u otros relatos: los agonistas de Morir en Berlín apenas comparten el rasgo burocrático de una nacionalidad con Pelayo Fernández, el protagonista de Oír su voz, de Arturo Fontaine, o con Max Borda de El nadador.

Mal de muchos...

Frente a este panorama literario chileno de los 90 es preciso recordar el hecho de que el fenómeno de dispersión en los relatos es de alcance continental, probablemente a causa de circunstancias históricas compartidas especialmente en el Cono Sur de América Latina. Así lo plantea Julio Ortega, en su ensayo “La literatura hispanoamericana a comienzos del siglo XXI”, cuando afirma que los nuevos escritores latinoamericanos practican los microrrelatos y apelan a las emociones en un escenario de desencanto y fragmentación posmodernos –como es el caso de Alberto Fuguet, Rodrigo Fresán, Iván Thais– en vez de ejercer la experimentación textual, y proponen espacios en formación en vez de los ya consagrados; o bien intentan reconstituir la identidad, “su núcleo familiar, su lugar en el lenguaje de las sanciones” (Ortega, 31). Como ejemplo de esto último, véase los héroes de tipo urbano de Gonzalo Contreras, del peruano Alonso Cueto o de la argentina Cristina Civale. El recurso a las emociones del que habla Ortega se observa incluso en un escritor a quien difícilmente se podría incluir entre los integrantes de la narrativa “prototípica” de los 90: José Donoso, en cuya novela Donde van a morir los elefantes, publicada en 1995, el profesor Gustavo Zuleta decide cambiar la ponencia que iba a leer en el simposio organizado en Washington por Carlos Fuentes en torno a la obra del apócrifo escritor ecuatoriano Marcelo Chiriboga. El trabajo “‘Lisibilité et ilisibilité’ en las novelas de Marcelo Chiriboga” se transforma a última hora en “El amor en las novelas de Marcelo Chiriboga”.

Es útil señalar que se ha asignado a Donoso cierta responsabilidad en el surgimiento de algunos de estos narradores, no en cuanto a que en el marco del taller que dirigió en la década de 1980, habría formado algún tipo de escuela o corriente a partir de sus postulados literarios o su estilo, sino en cuanto a la transmisión de su vocación total por la literatura, más o menos en la senda de un Flaubert, es decir, en la concepción de la literatura como un sacerdocio. Más explícito es, en todo caso, uno de sus discípulos más aventajados, Gonzalo Contreras, cuando en un artículo-entrevista publicado en la revista Visión, en Buenos Aires, expresa: “No soy parricida [...]. Soy un buen hijo del Pepe [se refiere a José Donoso] y ya no quiero matar más a nadie...” (Nerio Tello, 37), aludiendo así a las filiaciones literarias de su generación.

Por otra parte, Kathrin Bergenthal presenta un panorama con las posibles causas de la emergencia de esta denominada nueva narrativa o miniboom, y con las relaciones entre lo meramente literario, el factor editorial y el promocional, y en su análisis se refiere a Donoso en el aspecto señalado anteriormente (cf. “El Mini Boom de la nueva narrativa chilena”). De manera similar a la distinción que propone Jaime Valdivieso, citado por Rodrigo Cánovas, entre una tendencia central relacionada con la literatura escéptica o lúdica, sin trascendencia en el terreno cultural, y una tendencia marginal ligada a la crítica de orden social (cf. también lo expresado por Bourdieu), Bergenthal habla de dos tendencias identificables en términos de posiciones ideológicas, e incluso de estrato social, siendo una de ellas proclive hacia el cuento y la novela desde posiciones izquierdistas y/o feministas, sin acceso al gran público; mientras que la otra tendencia estaría más cercana a Donoso y a la novela, y sus integrantes pertenecerían a un estrato social más acomodado y sustentarían en lo político posiciones liberales (cf. Bergenthal, 226).

La voz de la mujer

Un sesgo diferente e igualmente enriquecedor respecto de la narrativa y literatura chilena post-1973 es el que ofrece el ensayo Lengua víbora (1998), de Raquel Olea. El texto de Olea aborda la producción literaria de mujeres durante la dictadura, tanto en la narrativa como en la poesía, producción en la cual, según la autora, se detecta “el doble gesto político-cultural de interrogar al poder del autoritarismo militar, a la vez que poner activamente en escena la diferencia sexual en la producción de textos” (11). Las escritoras objeto de su análisis serían antiedípicas, ilegítimas, sin reconocimiento de padre ni madre (cf. ibíd.), lo cual, a nuestro entender, las relaciona con las orfandades acuñadas por Cánovas (cf.Novela chilena, nuevas generaciones).

En este sentido, la negatividad consistiría, además, en la nula voluntad de estas escritoras para “ (re)fundar una genealogía materna, como forma de legitimar sucesiones o herencia escriturales” (12), es decir, se trata de un salto al vacío que no pretende establecer filiaciones sino con lo estrictamente literario. Para su análisis, Olea elige trabajar con una literatura que va más allá de la noción ortodoxa de aquella que expresa una suerte de femineidad esencialista y ahistórica (cf. 14). En consecuencia, los textos de las autoras escogidas se hacen cargo de un momento histórico de la mujer: silencio, el castigo a su voz y desprestigio de su palabra que son producto de la historia concreta de Latinoamérica (cf. Olea, 15).

Como ejemplos de la perspectiva de análisis que le interesa relevar, Olea selecciona textos narrativos de Diamela Eltit, Guadalupe Santa Cruz y Mercedes Valdivieso. En Eltit, y sobre la base del examen de Lumpérica y Por la patria, Olea detecta por un lado una obstinada (re)incidencia en construir sujetos marginales y la necesidad de mostrar “escenas culturales que ponen en juego otras hablas y cuerpos que aquellos determinados por las leyes del poder” (Lengua víbora,17), y por otro, la obra de Eltit se percibiría como un recorrido –proyecto de interrogación a los órdenes dominantes, adentrándose en los oscuros laberintos de los lenguajes y la psiquis pública y privada de lo latinoamericano. Así, la escritura de Eltit se propondría como una cifra y un develamiento de signos político-culturales (cf. 47).

Por otra parte, la escritura de Guadalupe Santa Cruz trataría acerca de “una incursión y vagabundaje por los espacios urbanos en los que sitúa la territorialización de una sujeto en viaje” (17). Para Olea, la escritura de Santa Cruz reflejaría “la voluntad de inscribir la marca enunciativa de una sujeto que traza un recorrido, que busca sus territorios” (83). Es decir, la especialista enfatiza en Santa Cruz la necesidad de acotar el territorio, de territorializar la escritura como vehículo que posibilita la recuperación de lenguajes y espacios arrebatados por la dictadura o el poder en general. Por ello, las novelas de la escritora: Salir (la balsa), 1989; Cita capital, 1992; y El contagio, 1997, serían una respuesta textual al totalitarismo del régimen militar de los últimos veinte años (cf. Lengua víbora, 83). Así, Olea concluye:

Las novelas de Guadalupe Santa Cruz se ofertan al lector como un proyecto de escritura que ambiciosamente se propone absorber significaciones múltiples en la estratificación de textos que aunque permanecen abiertos, no alcanzan a completar su decir. La lectura entonces queda obligada a hacerse cargo de un indecible (85).

En nuestra perspectiva, es justamente el carácter de textos abiertos de las novelas de Santa Cruz lo que permite la colaboración del lector en la decodificación de sentidos, y precisamente por el hecho de ser abiertos, es que “no alcanzan a completar su decir” para que así el lector asuma su “obligación”.

Asimismo, en las novelas analizadas por el estudio de Olea (La brecha, 1961; Maldita yo entre las mujeres, 1991), Mercedes Valdivieso no solo se interroga por “el lugar de lo mestizo como constitución de lo latinoamericano” (17), sino que además “recompone escrituras, técnicas narrativas y significaciones de lo femenino en los espacios de lo público y lo privado” (101-102). Del mismo modo que se detecta en Santa Cruz, en Valdivieso también se constata una voluntad de ampliar las identidades femeninas sometidas a la vigilancia por parte del orden instituido. Y entonces, esta ampliación “fisura el ordenamiento de lo sexual a las normativas sociales y religiosas” (102). A manera de resumen, sostiene Olea: “Valdivieso produce el signo que abre lo femenino tanto a la pluralidad y heterogeneidad de lo público como a la particularidad de identidades marcadas por experiencias y elecciones fundadas en deseos propios” (ibíd.).

Nueva narrativa: algunos años después

Para Maximino Fernández, el hecho de que escritores como Arturo Fontaine, Darío Oses, Gonzalo Contreras, Alberto Fuguet o Marco Antonio de la Parra procedan del taller literario de José Donoso, demostraría un interés por los predecesores, y este hecho invalida, a su juicio, lo afirmado por Jorge Vargas sobre la presunta orfandad literaria de los escritores de la generación del 87. (cf. Maximino Fernández, 43). Entre la publicación del estudio de Rodrigo Cánovas y el de Maximino Fernández transcurrieron cinco años (1997-2002), lapso en el cual expectativas y realidades respecto a la vigencia, trascendencia y validez de este grupo de escritores fueron cambiando de signo. A juicio de Fernández, el triunfalismo de los 90 había disminuido de tono, especialmente en el aspecto editorial y de ventas. Pocos lectores, pocas ventas, es el lacónico estado de situación en 2002, año de aparición de su texto, y ya entonces la crítica hablaba del fin de la llamada nueva narrativa chilena. No extraña entonces que escritores como Gonzalo Contreras se lamenten de que el criterio cuantitativo es el que juzga el éxito o el fracaso de la narrativa de la época; y para Marco Antonio de la Parra, el espejismo de un puñado de escritores y el desaliento es acaso la mejor consecuencia de la “famosa nueva narrativa” (cf. Fernández, 44-45).

Novela, mercancía y espectáculo: le mal du siècle

El estudio de Leonidas Morales Novela chilena contemporánea. José Donoso y Diamela Eltit (2004) se centra en un momento específico de la narrativa chilena de fin de siglo, representado por las figuras de estos dos escritores. Para Morales, la vanguardia en la narrativa chilena tiene un momento inaugural con María Luisa Bombal en la década de 1930 y uno de clausura con Donoso en la de 1960, haciendo la salvedad de que su análisis se refiere en particular al problema del narrador en la novela chilena contemporánea, y en este contexto alude a un proceso de fragmentación y de desintegración de narrador y sujeto en la novela chilena del siglo XX que también puede servir para apoyar la hipótesis general de este trabajo.

Para Morales, La última niebla y El obsceno pájaro de la noche constituyen sendos extremos en este proceso que, finalmente, da lugar a una fase de posvanguardia literaria en el marco de la posmodernidad en que nos encontramos. No obstante, el paso de una fase a la siguiente no significa una ruptura, sino un tránsito o pasaje entre fases representado, en la visión de Morales, por Diamela Eltit (cf. Morales, 46-47). Puesto que nuestro interés no se centra primordialmente en rupturas o continuidades dentro del desarrollo de la narrativa chilena, señalemos con Morales que “este tránsito o pasaje tiene un correlato social, político, económico, cultural: el de la globalización de la mercancía y sus discursos solidarios (articulados y enunciados sobre todo por la red de los medios masivos de comunicación, también globalizada), fenómeno que en Chile (y en América Latina) se desarrolla durante las décadas del 80 y del 90” (Morales, 47).

Justamente el fenómeno de globalización de la mercancía y de sus discursos solidarios es un factor que, con mayor énfasis, hace posible la emergencia no de una, sino de diversas tendencias o imágenes generacionales a las cuales se referían Shaw o Cánovas, y que se pueden constatar en la narrativa chilena de los 90. Es decir, y como es usual históricamente hablando, se trata de una literatura que se presenta con un grado mayor o menor de cercanía respecto del mercado, del campo del poder y de sus agentes. No obstante, el nuevo contexto cuyos inicios se remontan dos décadas tiene para Morales una consecuencia muy clara:

Pero la globalización de la mercancía, globaliza también otro fenómeno cultural [...] globaliza una estética, ahora también hegemónica y de vocación inevitablemente masiva, cuya lógica remite [...] a la lógica de la mercancía (a su intransitividad y a su valor de cambio). En su estado puro, la lógica de esta estética es la de una imagen gobernada por su propio espectáculo seductor, un espectáculo de superficie, sin ‘fondo’, sin salida a ninguna parte, [...] un espectáculo entretenido (168-169).

Esta es una idea similar a la expresada por Mario Vargas Llosa en su ensayo La civilización del espectáculo (México: Alfaguara, 2012). Como se sabe, en lo que concierne al espectáculo la lógica a que se refiere Morales halla una expresión reconocible en una de las tendencias generacionales a que aludíamos anteriormente, aquella incapaz de crear conflictos de alcance más general y asociada a lo intrascendente y lúdico. Se puede argüir, por lo tanto, que el diagnóstico de Morales sobre la globalización de una estética encuentra una confirmación en un sector de la narrativa de los 90, dado que, como sugeríamos más arriba a modo de hipótesis, esta década se iniciaba bajo los auspicios de un retorno de la polifonía y la pluridiscursividad en la escritura y de una tímida reivindicación de la memoria silenciada por el contexto de (auto)represión cultural. Al menos en el ámbito de los temas y códigos narrativos, los auspicios se cumplieron, y la globalización estética a que se refiere Morales significó, en su versión local, una pluralidad de lenguajes y de asuntos de los cuales se hizo cargo la novela de la generación que ocupó el escenario.

Narrativa del nuevo siglo

Si bien el ensayo de Rubí Carreño Memorias del nuevo siglo se centra, como lo expresa el subtítulo de su obra, en la representación de los jóvenes, los trabajadores y los artistas en la novela chilena reciente, la autora ofrece además un panorama que complementa de manera adecuada el de los autores y críticos que abordamos más arriba. Así, para la novela post-2000, Carreño distingue tres series de novelas correspondientes a las subjetividades enunciadas en el subtítulo:

a) Memorias de adultos jóvenes que revisan su infancia y juventud con el trasfondo de los últimos treinta años de la historia nacional, de las cuales son ejemplos textos como Las películas de mi vida (2003), de Alberto Fuguet; La burla del tiempo (2004), de Mauricio Electorat; Escenario de guerra (2000), de Andrea Jeftanovic; Mapocho (2002), de Nona Fernández, o bien Bonsái (2006), de Alejandro Zambra;

b) Reflexiones en torno al pasado y al presente sobre la base de memorias acerca de obreros, y con una apertura hacia el espacio silenciado del trabajo doméstico, reflexiones que se expresan respectivamente en textos tales como Santa María de las flores negras (2002), de Hernán Rivera Letelier; Mano de obra (2002), de Diamela Eltit; y Cuaderno de economía doméstica (2005), de Sonia Montecino;

c) Memorias de artistas e intelectuales, tales como: Yo yegua (2004), de Francisco Casas; Tengo miedo torero (2001), de Pedro Lemebel; El hombre que pregunta (2002), de Ramón Díaz Eterovic; Jamás el fuego nunca (2007), de Diamela Eltit; La vida privada de los árboles (2007), de Alejandro Zambra; La novela de otro (2004), de Cynthia Rimsky; y El inútil de la familia (2004), de Jorge Edwards (cf. Rubí Carreño, 14).

Para Carreño, estas series permiten establecer vínculos entre autores de edades, estilos literarios, géneros sexuales y lugares de enunciación diferentes, pero que tienen como argamasa una visión de la memoria del pasado desde el presente concreto que constituye el Chile globalizado de la primera década del siglo XXI (cf. Carreño, 14-15). En este sentido, sostiene Carreño, “durante la dictadura la narrativa buscó amparo en el nombre colectivo de ‘generación de los 80’; en la transición a la democracia, la ‘nueva narrativa’ se deseó ‘nueva’ como si de un producto exportable se tratara y, en este incipiente 2000, y como resultado ineludible, se la piensa y se piensa a sí misma globalizada” (23).

Y en cuanto al género que subyace a los textos del nuevo siglo, cualesquiera sean sus motivaciones de fondo: trauma, nostalgia, comprensión del pasado o alerta sobre el futuro, para Carreño la memoria es el macrogénero que trasuntan las diferentes escrituras de los últimos 12 años (cf. 24), no obstante que esta memoria y algunos de los debates de la posdictadura “aparecerá intervenida y colonizada por los medios de comunicación” (81), como sucede en particular con las novelas La burla del tiempo [cuyo análisis forma parte de nuestro trabajo], o Yo yegua (Carreño, ibíd.).

A modo de panorama y resumen de la perspectiva de análisis que revela el texto de Carreño, citemos lo que la autora señala en el capítulo 2.2. del ensayo respecto de los diferentes actores, ya sean ficcionales o reales, de las novelas del período analizado:

Estas subjetividades narran la historia de su derrota y de la disolución de sus colectivos. El nexo con el pasado sirve para mostrar esta degradación, pero también, para contar los moretones que dejó el golpe en los grupos y actividades que definen nuestra cotidianeidad más inmediata, es decir, las relaciones entre la familia, el trabajo y el trabajo literario. Relaciones que apelan a un colectivo erosionado por todo aquello que implicó nuestro proceso local de dictadura-modernización transición-globalización. En breve, los nombres neutrales que asume la instauración del hipercapitalismo en Chile (82).

Adicionalmente, cabe destacar el punto de vista del crítico Karl Kohut acerca del panorama de la novela chilena a inicios del siglo XXI. Para él, el rasgo más destacado de la literatura chilena de hoy es su multifacetismo: conviven en ella seis generaciones con distintas socializaciones políticas y literarias; conviven escritores que no salieron del país con los que se fueron y volvieron, y con los que permanecen lejos; finalmente conviven autores de distintos géneros que expresan experiencias diferentes de modo diverso. Dentro de esta convivencia, es sobre todo la última generación, la de los 90, la que ha suscitado y suscita polémicas y críticas, cuyo blanco es, principalmente, un olvido del pasado por parte de ellos que a sus mayores (pero no solo a estos) les parece escandaloso (cf. “Generaciones y semblanzas en la literatura chilena actual”, 27).

Como aspecto final de este capítulo que intenta otorgar un panorama de la novela chilena post-1973, conscientes de las limitaciones que impone un corpus tan vasto como el existente, y sin el ánimo de agotar las posibilidades, proponemos el ejercicio de establecer una serie de ejes temáticos a modo de carta mínima de navegación por el vasto espacio de la novela escrita a partir de 1973 mayoritariamente en Chile, siguiendo un criterio básico de carácter cronológico reconocible en un durante y un después de la dictadura, y para cada proposición temática indicamos entre paréntesis uno o dos ejemplos de novelas que consideramos representativas.

De la lectura de las novelas del período 1973-1989 se puede deducir la presencia de lo que denominaremos el discurso de la nostalgia (Jorge Edwards, Los convidados de piedra, 1978); el discurso alegórico del superyo enmascarado (José Luis Rosasco, Donde estás, Constanza, 1980); el discurso del desencanto (Marco Antonio de la Parra, El deseo de toda ciudadana, 1984; Jaime Collyer, El infiltrado, 1989); el discurso de redención y reivindicación (Antonio Ostornol, Los recodos del silencio, 1982; José Donoso, La desesperanza, 1986); el discurso de la caída y del duelo del sujeto (Diamela Eltit, Lumpérica, 1983); el discurso de la memoria elíptica (Ana María del Río, Óxido de Carmen, 1986), entre otros.

En el período 1990-2010, detectamos la emergencia de una discursividad más compleja que, sin duda, transcribe las vicisitudes de un momento cultural y político más multifacético que el experimentado en los 17 años anteriores. El marco dentro del cual operó la novela hasta ese momento estaba determinado por las estructuras bipolares que se desprendían del conflicto dictadura/democracia; (auto)censura/libertad creativa, etc., pero el advenimiento del régimen democrático, si bien morigerado por los resguardos y las cortapisas institucionales generados por la Constitución de 1980 y por la realpolitik del momento, ampliaron las posibilidades y las necesidades de la novela, en el sentido de que esta ya no se encontró frente a las disyuntivas mutuamente excluyentes que le planteaba la realidad previa a 1990. Por ello, la lectura de la novelística posterior al cambio de régimen político evidencia un proceso de complejización en las voces enunciantes y en las temáticas, tal como se ha sostenido anteriormente en este trabajo, es decir, se produce aquello que más arriba denomináramos la pluridiscursividad de la novela post-1990.

Así, en este período no solo detectamos la persistencia de ciertas voces y temáticas características del pasado inmediato, como el discurso de la nostalgia o de la caída, sino además la aparición de otras que dan cuenta del cruce histórico en el cual convergen el antiguo y el nuevo régimen político, social y cultural, cuya colisión da lugar a una zona intermedia, difusa, indeterminada, a un verdadero espacio del happening conformado por sujetos, voces y temas que se superponen, relevan y confunden, especialmente en la brevedad de los primeros cinco o siete años del período democrático también llamado de la transición. En este nuevo período, algunas voces todavía enuncian un discurso básico de la nostalgia (Radomiro Spotorno, La patrulla de Stalingrado, 1994; Darío Oses, El viaducto, 1994); pero otras además practican un ejercicio más sistemático de indagación de la utopía y del paraíso perdido, ejercicio apoyado en un tipo de discurso y de personaje consistentes con dicha indagación (Roberto Ampuero, ¿Quién mató a Cristián Kustermann?, 1993; Ramón Díaz Eterovic, Ángeles y solitarios, 1995); otras voces elaboran el discurso del trauma y de la pérdida a partir de una situación de descentramiento espacial o temporal (Leandro Urbina, Cobro revertido, 1992; Carlos Cerda, Morir en Berlín, 1993; Mauricio Electorat, La burla del tiempo, 2004; Carlos Franz, El desierto, 2005). Mientras, en otras novelas parece reencarnarse lo que José Promis denomina el acoso en una versión radical sustentada por el horror (Diamela Eltit, Los vigilantes, 1994; Carlos Cerda, Una casa vacía, 1996). Asimismo, la novela social-documental encuentra una nueva expresión a través del discurso del sujeto desafectado de la contingencia (Alberto Fuguet, Mala onda, 1991), o del sujeto seudoalegórico, escindido entre la historia pública y la privada, entre la grande y la petite histoire (Arturo Fontaine, Oír su voz, 1992). Por otra parte, aquello que Cánovas denomina novela de la orfandad adopta versiones tan disímiles como la manierista de Gonzalo Contreras (El nadador, 1995) y la ideológica de Guillermo Rodríguez (Hacia el final de la partida, 2006), novelas en las cuales el sujeto expósito habla desde una absoluta elipsis respecto del tiempo contemporáneo o bien desde una militancia nostálgica y reivindicatoria, ya sin sustento plausible en el caso de Rodríguez.

En un tema similar, pero en distintos registros, se percibe un discurso de la carencia y de la indagación emitido desde una situación de exposición generada por la ausencia de los referentes parentales. Se trata de hijas que preguntan por la familia como institución, por el padre, por la nación, y que oscilan entre Edipo y Telémaco (Andrea Maturana, El daño, 1997; Andrea Costamagna, Ciudadano en Retiro, 1998; Andrea Jeftanovic, Escenario de guerra, 2000; Nona Fernández Mapocho, 2002). Cabe, finalmente, registrar la presencia de voces que, desde una estética del simulacro, enuncian un discurso de la carencia y del vacío existenciales en la posmodernidad nacional (Darío Oses, Los rockeros celestes, 1992; Sergio Gómez, Vidas ejemplares, 1994).

Los 23 años transcurridos desde 1990 parecen haber dado mayor espesor y consistencia a aquellas voces de la novela chilena que operan desde la cercanía afectiva (en un sentido mayoritariamente dramático) o aluden en passant al período de la dictadura. Así, en el último tiempo han emergido voces que se aproximan de alguna manera a aquel subgénero de la novela que alguna vez fue conocido como total, y entre ellas destaca El desierto (2005), de Carlos Franz. En esta novela no hay ejercicios de paráfrasis, intención alegórica ni elipsis culposa o figurante de la memoria histórica, sino que ella aborda los años del régimen militar y del retorno a la democracia de manera frontal y desde una perspectiva narrativa y temática que sugiere, a primera vista, un nuevo paradigma, una nueva etapa respecto de la novela de la dictadura que puede ser también ejemplificado y complementado, más allá de los vasos comunicantes del dolor y de la tragedia, con una novela como La vida doble (2010), de Arturo Fontaine, una historia que enriquece el panorama de la novela de la dictadura con una categoría inédita, la de las víctimas/victimarias que solicitan perdón, sin la trampa del olvido.

Desde un punto de vista metodológico, estos ejes que proponemos contienen en sí nociones de alcance más general, que sería preciso descomponer para los efectos de un análisis de carácter inductivo, tales como el discurso del trauma, de la crisis existencial o institucional, de la caída o de la historia, implicando estas a su vez nociones más acotadas y analíticamente más operacionales como la de sujeto, de memoria, de voz enunciadora. Una vez examinadas y recompuestas estas nociones en un proceso de síntesis, se podría constatar la presencia parcial o total de un nuevo modelo derivado del corpus examinado, y se podría eventualmente utilizar dicho modelo para su aplicación deductiva a un corpus más amplio de novelas que el usado en este trabajo, permitiendo con ello una validación o refutación de mayores alcances sobre el modelo temático propuesto. Sin embargo, los límites que nos hemos fijado nos restringen a un corpus, esperamos, distintivo de tendencias, estrategias de representación y olvido y temáticas extrapolables a un número significativo de relatos del insilio post-1973.