I

Un problema de (des)confianza: las relaciones

entre Cataluña y la Monarquía Hispánica y la

creación de una nueva frontera

Hace ahora algunos años defendimos que un cierto sentimiento de desconfianza mutuo lastró las relaciones políticas establecidas entre la corte de los Austrias y las instituciones políticas catalanas en la segunda mitad del siglo XVII como consecuencia de los largos años de guerra necesitados para recuperar la rebelde Barcelona entre 1640 y 1652; una realidad que, de hecho, Josep Sanabre y, en especial, Fernando Sánchez Marcos fueron los primeros en sacar a la luz, este último en su estudio acerca de la trayectoria política de don Juan José de Austria en el Principado a partir de 1652.36 Recientemente, aunque sin citar estos precedentes historiográficos de forma clara, A. Simon i Tarrés también se ha hecho eco de esta cuestión de manera brillante.37 El caso es que la dificultad de la dirección de la guerra (la hubo todavía entre 1652 y 1659, y la habría en 1667-1668, 1674-1678, 1684 y 1689-1697) desde la óptica cortesana fue doble en Cataluña: había que hacer frente tanto al enemigo foráneo como al doméstico, pues el quintacolumnismo era una realidad palpable (y lo fue para casi todos los virreyes de Cataluña y la oligarquía castellano-cortesana de aquellos decenios). Como vamos a comprobar en las próximas páginas, dicho sentimiento de desconfianza, que jamás abandonó las conciencias que poblaban la corte, fue especialmente vívido en los años posteriores a la recuperación de Barcelona por las armas reales en 1652. Pero aún más problemático fue que, partir de la firma de la Paz de los Pirineos (1659), en lugar de remitir, dicho sentimiento se mantuvo incólume incorporado a una cierta forma de hacer política para Cataluña, pero sin contar apenas con los catalanes, desde la corte,38 mientras se intentaban llevar a la práctica diversos planes para mejorar la defensa de la nueva frontera que se había constituido y defenderla de las ansias expansionistas de Luis XIV. Dicha circunstancia hizo que, a su vez, los catalanes desarrollaran un sentimiento de desconfianza sobre la manera como estaban siendo defendidos por el ejército del rey, con duras acusaciones de ineficacia que fueron especialmente recurrentes en el decenio final de la centuria, durante la guerra de los Nueve Años (1689-1697).

1. Victoria con desconfianza, 1652-1659

Tras la caída de Barcelona en manos de don Juan José de Austria en octubre de 1652, en realidad la guerra contra Francia no estaba ganada ni mucho menos. Mientras aquellos días los progresos de las armas reales eran continuos —Cervera, plaza de armas francesa, se había entregado y en prenda de su fidelidad había traspasado nueve cañones y pertrechos de guerra franceses a las tropas hispanas; el marqués de Mortara dominaba toda la costa desde Barcelona y hasta Palamós, dejando guarniciones en Mataró, Blanes, Sant Feliu de Guíxols y la propia Palamós, habiéndose retirado los franceses a Rosas39—, lo cierto es que el ejército real necesitaba refuerzos de manera urgente tanto de tropas de «naciones» —se habló de dos mil napolitanos y reclutas de medio millar de lombardos, valones y alemanes, respectivamente—, como de castellanas (nuevas reclutas para completar los tercios provinciales y cuatrocientos caballos) y de procedentes de los reinos de la Corona de Aragón, a los que por entonces cabía añadir ya la propia Cataluña, quienes deberían seguir pagando sus tercios como hasta entonces. Además de renovarse las existencias de armas, pólvora y artillería, como mínimo una flota de doce galeras debía patrullar la costa catalana, tema importante este dado que, en opinión del marqués de Mortara, la rendición de Barcelona se había producido, hasta cierto punto, al carecer de esperanzas de ser socorrida por mar.40 Así, en diciembre de 1652, Mortara era consciente que solo contando el rey con un potente ejército en Cataluña podría mantener bajo control Barcelona, mientras se defendía lo mejor posible el resto del territorio, sobre todo el Ampurdán y la Cerdaña, de las correrías de las tropas francesas. El peligro era constante, pues aunque se tenían controladas Vilafranca del Conflent y Arles en el Rosellón, las escasas fuerzas presentes no bastaban dado que los franceses contaban con «[...] no pocos afectos en las demás villas y lugares [del Ampurdán] que como ven que se refuerçan los franceses no dexa de yrse descubriendo el fuego que [h]ay debaxo de la çeniça [...]».41 En una de las reuniones de la Junta de Guerra de España que trató estos informes se destacó el marqués de Aguilafuente, quien dijo tener «poca seguridad de los que una vez han sido traydores», de ahí la necesidad de remitir al Principado todos los medios de guerra que se pudiera.42

Ciertamente, las noticias no eran buenas, pues referían un reforzamiento del ejército francés del Rosellón, que podría alcanzar los diez mil infantes y tres mil caballos en primavera de 1653 (catorce mil infantes y cuatro mil caballos según Feliu de la Penya), además de las previsiones que hacían en Tolón para su armada y levas en el Languedoc. Si Francia, además, enviaba las tropas de las que había dispuesto en el norte de Italia (tras su pérdida de Casale en 1652), sin duda podría hacer guerra ofensiva en Cataluña buscando el desquite, cuando, según el punto de vista de Mortara, idéntica política deberían desarrollar ellos para evitar perder lo hasta entonces «ganado» en el Principado.43 Don Juan José de Austria, a quien en aquellos días se le confió el virreinato de Cataluña, consideraba que «[...] habiendo sido Dios servido de reduzir esto a términos tan ventajosos, nos hallamos a riesgo evidente de malograrlos porque la constitución de los ánimos de esta provincia es tal que cargará enteramente la balança a la parte que con más anticipación pudiera mover las armas».44 Porque en Cataluña, como decíamos, no solo había que contar con lo que el enemigo buenamente pudiera planear, sino también con las reacciones del paisanaje: en palabras del Consejo de Aragón, las quejas de los payeses a causa del alojamiento de las tropas reales siempre serían un asunto peligroso, «como se experimentó al principio de las de las alteraciones [1640], y quando los rumores de hallarse en las fronteras del Rosellón la gente que se va juntando allí de Francia debe poner en cuidado que con la cercanía, y el no estar tan asegurados los ánimos de los naturales como conviene, pueden ocasionar fácilmente mayores inconvenientes».45 La Junta de Guerra de España secundó totalmente a don Juan, quien defendía como operación más inmediata la recuperación de Rosas, porque con ello «se asegura el Principado y el rezelo que se puede tener de los naturales».46

Aunque en primavera de 1653 algunas localidades como Lérida o Balaguer se habían quejado por el, a su juicio, abusivo número de sus guarniciones, cuando el peligro de una ofensiva francesa se veía como algo remoto, e incluso se llegaron a trazar planes para tomar el castillo de Bellaguarda y cerrar de esa forma la entrada de los franceses hacia el Ampurdán, lo cierto es que ya en verano se desató la ofensiva gala, cuando sitiaron Castellón de Ampurias y Ripoll al mismo tiempo, con riesgo en este segundo caso, si caía dicha posición, de avanzar hacia Vic, mientras el Consejo de Aragón se lamentaba de la falta de dinero para poder fortificar mejor Palamós, Hostalric y Gerona. Al poco, los franceses tomaron localidades como Figueras, el citado Castellón de Ampurias, donde Felipe IV tenía setecientos hombres, Peralada, Torroella de Montgrí y, también, Bañolas, a apenas dos leguas de Gerona, aunque lo peor, según los gerundenses, es que las tropas del rey estaban «tallant y devastant la campanya com si fossen de exercit enemich»*1. Felipe IV, quien deseaba a toda costa tener bien guarnicionada Barcelona47 (y en segundo término Gerona, donde estaba situado el grueso de las tropas de campaña), pudo enterarse cómo en julio de 1653 el envío de una fuerza de ochocientos infantes y trescientos cincuenta efectivos de caballería, además de todos los naturales que pudieron acompañarles convocados en forma de somatén, por parte de don Juan José de Austria sirvió para salvar Berga, que estaba bloqueada, Ripoll, Camprodón y Olot, logrando impedir que el enemigo se aposentase en una zona tan fértil y, desde allá, que hubiera podido entrar en tierras de Urgel, mientras se procuraban enviar los seiscientos hombres que debía pagar la Generalitat de Cataluña a Vic. Un animado, a pesar de las penurias, don Juan José recordaba a su padre, de todas formas, que «lo que [h]a de asegurar los ánimos de Cataluña hasta que se cierren las puertas que tiene a ella la Francia es mantener un numeroso exército que aliente a los buenos y obligue y reprima a los malos». De modo que, a falta de mayor confianza, le pedía dinero y más dinero.48 De hecho, aquellos días los miembros de la Junta de Guerra de España estaban todos de acuerdo en que lo principal era asegurar Barcelona, siendo el único consejo que se le podía dar a Don Juan, por parte del conde de la Roca, que en ningún caso diera «una batalla, porque siendo tan importante cosa mantener Barcelona, aventuraríamos mucho a perderla si perdiessemos la batalla». Don Diego Sarmiento, en cambio, señaló que no solo era importante Barcelona, sino también «todas las demás plazas de Cataluña donde [h]oy en todas son superiores los naturales [...]», recelando Sarmiento «el que con facilidad se pueda V. M. veer sin ninguna en Cataluña».49

No obstante, el ataque galo sobre Gerona entre julio y septiembre de 1653, aunque días atrás se habían acercado peligrosamente a Barcelona,50 puso en jaque a las tropas de Felipe IV, y mientras don Juan reaccionaba con relativa prontitud y lograba una victoria con la retirada del grueso de las fuerzas francesas al Rosellón los días 23 y 24 de septiembre, y aseguraba la pérdida de cuatro mil infantes y dos mil efectivos de caballería franceses aquella campaña, lo cierto es que para el Consejo de Aragón continuaría habiendo problemas siempre que el enemigo no fuera totalmente expulsado del Ampurdán, además de tomar Felipe IV Rosas y fortificar, al menos, el paso de El Pertús. Y, sobre todo, habría dificultades si no llegaba más dinero de la corte. Don Juan, ya en octubre, se mostraba compungido ante la situación vivida por sus tropas, que no cobraban con regularidad desde hacía dieciséis meses y vivían sobre el terreno, cometiendo algunos excesos, situación que, por otro lado, daba alas a los afectos a Francia en una serie de localidades cercanas al Rosellón; con una caballería mal montada, sin botas ni espuelas muchos de ellos, pues iba con «alpargatas o descalza», de forma que, en aquel estado, «no parece que pueda haber imaginación que se aliente a emprender nuevos empeños». Por ejemplo, tomar Rosas, como señalaba el Consejo de Aragón. Un plan que se descartó rápidamente.51

El caso es que los ocho mil infantes y mil seiscientos efectivos de caballería que quedaban en Cataluña estaban tan mal asistidos que, en palabras del Consejo de Aragón, se estaban produciendo en el Principado grandes «excesos de los soldados que obligados de la necesidad desprecian el castigo, obran mal y se pasan al enemigo hasta los mismos oficiales». La única solución era que Felipe IV enviase cuanto antes el millón de reales que había prometidsino, pues sin dinero sería difícil «[...] caminar a la conclusión de una guerra tan embarazosa a la Monarchia de V. Magd.», aseguraba don Juan.52

Pero con lo que no se podía contar era con que Francia pusiese las cosas fáciles. Así, como ya hicieran en invierno de 1652, los franceses volvieron a invadir el Ampurdán con cinco mil infantes y dos mil caballos, una situación que, a juicio del Consejo de Aragón, situaba las necesidades del Principado por delante de las de Flandes o Milán, y recomendaba remitir allá todos los medios de guerra posibles por ser «[h]oy más necesario[s] en Cataluña para que se eviten los riesgos que se han experimentado».53 Mientras el francés recorría todo el Ampurdán, entre La Bisbal y Gerona, con su caballería, cuando daban la impresión de querer «subsistir en la provincia», don Juan reflexionaba en el sentido de señalar cómo si Francia nunca se había olvidado del frente catalán «en medio de sus mayores turbaciones internas», menos lo haría entonces, cuando se hallaban «tanto más desembarazados» de tales problemas, y sobre todo cuando, conjeturaba don Juan, contaban con «tanta disposición en la voluntad destos naturales y en la flaqueza de nuestras fuerzas»; por todo ello pedía las máximas asistencias posibles para un frente donde, por entonces, había más plazas para guarnecer que nunca y se debía cubrir un país que estaba «todo abierto y poco asegurado aun de los mismos naturales, [y] tengo por imposible que nos podamos defender de las invasiones del enemigo y por infalible que si toma un buen pie tendrá de su parte toda la provincia»; una situación muy apurada si, además, la armada gala hacia acto de presencia. Ante la pregunta, entre cínica y estúpida, de Felipe IV a su hijo con relación a lo que más urgía en Cataluña —la respuesta fue «gente, víveres, caballos y dinero», es decir de todo—, don Juan no pudo menos que añadir como, además, los refuerzos de tropas deberían concentrarse en Tarragona —la peste, aliada hasta cierto punto durante el sitio de 1651-1652, había rebrotado en la Ciudad Condal, si bien ahora afectaba a su guarnición—, desde donde se desembarcarían donde hicieran falta, mientras que desde Cervera se repartirían los caballos para las remontas necesarias y, por último, desde Tortosa se haría lo propio con el dinero. Acerca del curso de la epidemia en Barcelona, don Juan era de la opinión que se «origina más de las miserias que padecen los soldados que de mala constelación, porque se ve que hiere más en ellos que en todos los demás».54

La huida a Francia de varios oficiales catalanes —don Josep Tort, maestre de campo, y don Magí Tort, su hermano, de Berga; Jeroni y Antoni Foix, de Bagà; don Francesc Vilana, de Barcelona, y el capitán Oreras del tercio de Barcelona cuyo maestre de campo era Isidre Groch— implicados en una conjura para entregar la plaza de Gerona al enemigo era un tema preocupante, pues, como señalaba don Juan, «mientras aquí no hubiere fuerzas suficientes con que refrenar estos humores y estar siempre superiores al enemigo, bastarán los intrínsecos a que con poca ayuda de él se vuelva a perder esto». La desconfianza, por no decir la paranoia, aumentó cuando se comenzó a recelar de don Tomás de Banyuls, que gobernaba los condados del Rosellón y la Cerdaña, sospechoso de poder pactar con los franceses en cualquier momento, dado que sus tierras e intereses estaban cerca de la frontera y, por lo tanto, pudiera acabar siguiendo «a quien le pareciere más poderoso a conservárselos». El astuto plan de don Juan, aunque se le insinuó desde el Consejo de Estado, consistió en enviar un general de la artillería a gobernar la zona, quedando Banyuls, con la graduación de maestre de campo, y a quien el hijo de Felipe IV calificaba de pusilánime y persona que se «ahoga en los aprietos fácilmente», automáticamente bajo sus órdenes. Además, los consejeros de Estado sugirieron también a don Juan, quien tenía un espía vigilando los pasos de Banyuls, que lo atrajese con cualquier excusa a Barcelona y lo retuviese allá bien vigilado.55 El Consejo de Aragón estaba de acuerdo en que, a causa de la falta de recursos de guerra, los buenos vasallos catalanes recelaban de su futuro y los malos se congratulaban con la posibilidad de la vuelta de Francia. Para los consejeros, sin fuerzas militares no podía haber justicia y un ejemplo era el hecho de que en Barcelona Felipe IV solo tenía en aquellos momentos seiscientos hombres, con los que poco se podía hacer «cuando el castigo es el principal fundamento para la seguridad».56

Y en primavera de 1654 todo seguía igual (de mal). Don Juan se quejaba al rey de que «no hay estado más miserable que el de la desesperación», y esta no era de extrañar pues no había «podido acabar ninguna fortificación por falta de medios, sin gente, sin caballería, sin ningún tren de artillería, ni proveeduría, sin provisiones de trigo y cebada y con evidentes apariencias de que el país nos [h]a de ser contrario». Y es que sin dinero, escribía, poco se podía hacer pues es «[...] el alma de la guerra sin la qual nada tiene movimiento». No era de extrañar el pesimismo de don Juan, porque las noticias de la frontera eran muy poco alentadoras: además del envío de suministros desde Tolón a Rosas, y el acopio de los mismos en el Rosellón, se daba por hecho una doble invasión del Principado: por el Conflent y la Cerdaña avanzaría el conde de Noailles con cuatro mil infantes y un millar de efectivos de la caballería, y el resto de su ejército lo haría por el Ampurdán con el príncipe de Conti. Y, ante tales noticias, cuando se necesitaban cuatro mil hombres para defender Gerona, apenas si podía encerrar allí dos mil quinientos, la práctica totalidad de los que tenía en servicio fuera de la propia Barcelona, y tan solo había podido enviar de refuerzo a la montaña sesenta hombres de la guarnición de Lérida.57 Lo cierto es que ya en febrero de aquel año, don Juan había explicitado un plan para mejorar las fortificaciones de Barcelona y Montjuic58, además de Gerona, Hostalric, Palamós, Camprodón, Puigcerdà y Vilafranca del Conflent, siendo fundamental preservar bajo control hispano Gerona, puesto avanzado en la nueva frontera que se estaba creando, pues de caer en manos enemigas sería muy difícil expulsarlos de allá; pero don Juan sabía que no solo bastaba con las defensas, sino que era muy importante contar con almacenes de víveres en todas ellas por si había que encerrar las tropas en las mismas, enviando a la corte un presupuesto de 432.000 reales para la compra de granos (y su conducción a las citadas plazas en menos de dos meses).59

Francia sitió Vilafranca de Conflent en junio de 1654 con dos mil infantes y quinientos caballos, y ante la más que probable pérdida de la misma, don Juan veía muy posible que el enemigo continuase su campaña con un ataque a Puigcerdà y si la consiguiese, «como se puede temer en el estado que nos hallamos, le quedaría la puerta abierta para correr [h]asta las fronteras de Aragón». En momentos de penuria como aquellos, la única solución parecía ser escribir a dicho reino para que, con todas las tropas posibles, reforzasen Lérida, Fraga y los demás puestos de aquella frontera, mientras el reino de Valencia debería hacer lo propio en Tortosa y Flix. El Consejo de Aragón estaba de acuerdo en que toda la frontera catalana se hallaba en peligro, «porque tomada Conflent no estará segura Cerdanya, esta se comunica con Vique y Urgel, de donde es el paso a Lérida, y será fácil hasta las fronteras de Aragón y Valencia». Don Juan se decidió por atacar al francés en el Ampurdán y no esperarlo en Gerona, donde las tropas se negaban a trabajar en sus fortificaciones si no cobraban. Así, logró reunir cuatro mil trescientos infantes y mil doscientos hombres de caballería en campaña, mientras en Gerona apenas quedaban trescientos, en Barcelona cuatrocientos y en Puigcerdà mil trescientos de guarnición. Pero Vilafranca del Conflent cayó a primeros de julio. El general de la artillería, don Pedro de Valenzuela, le explicó a don Juan cómo los franceses, que, como todos temían, ya se dirigían hacia Puigcerdà con cinco mil hombres, en Vilafranca no se contentaron «con prender los naturales, desarmar y saquear los soldados, sino prender a don Juan de la Barreda y todos los oficiales, habiéndolos saqueado y maltratado, menos los que se pudieron escapar por la montaña, forçando mujeres y obligado a tomar servicio por la fuerza a los irlandeses, inhumanidades que tienen [a] este país desalentadísimo si V. A. no les favorece».60

Don Juan pensó en construir una fortificación en Castellón de Ampurias con tres medias lunas y un baluarte, pero apenas si podía enviar 10.000 reales para las obras, pues otros 120.000 deberían destinarse para los arreglos de las defensas de Gerona que, de momento, serían de tierra y fajina. En una Junta de Guerra de España, el conde de la Roca llegó a plantear la posibilidad de desmantelar las fortificaciones de Gerona si no estaban en situación de buena defensa para cuando comenzase la campaña, pues dicha contingencia era preferible antes que permitir que se perdiera y los franceses la usasen como plaza fuerte en el norte de Cataluña; pero la idea final siempre era otra: el resto de los caudales disponibles se deberían emplear con preferencia en fortificar mejor Barcelona, «[...] que con este puesto y la mar siempre al enemigo le quedará opuesta la mayor dificultad y a V. Magd. abierta la más ymportante puerta para recuperar lo perdido de aquella provincia». No obstante, en otra de tales juntas, el marqués de Mortara defendió a ultranza la mejora de las defensas de Castellón de Ampurias y de Gerona, argumentando el error de pensar en desmantelar, cuando se trataba de ocupar el país e impedir que lo hiciera el rival. Don Luis Ponce también estaba por lo mismo, sobre todo porque «en provincia tan sospechosa» era de rigor controlar tanto a los naturales —y sus cosechas— como al ejército de Francia. El marqués de Mortara se reiteraría en su opinión acerca de la importancia de fortificar Castellón de Ampurias, la única forma de estorbar al rival en sus evoluciones en el Ampurdán, impidiendo el tránsito fácil de sus convoyes de suministros (ya fuesen desde el Rosellón o de Rosas, a donde, como se ha señalado, los enviaban por mar). Don Juan resolvió un tanto la cuestión cuando escribió que solo contaba con 3.640 infantes para guardar el Ampurdán, de modo que si no le llegaban refuerzos, dejaría a tres mil de los mismos en Gerona y abandonaría la posición de Castellón de Ampurias, en cuyas defensas se seguiría trabajando de momento, mientras repartía el resto de su gente entre Hostalric y Palamós. En esta ocasión, Felipe IV alabó la decisión de su hijo de defender a ultranza Gerona.61

La situación de Puigcerdà también era dramática, con fortificaciones por acabar, sin apenas suministros y con tropas de «naciones» (irlandeses, valones y alemanes) de camino hacia la misma, pero que no acababan de llegar cuando el ejército francés se encontraba ya a legua y media de la plaza. Don Juan apenas si podía contar con el servicio de bagajes de la provincia para enviar alguna ayuda a Puigcerdà, cuando, al mismo tiempo, era consciente que las plazas fronterizas de Aragón y Valencia también estaban faltas de víveres y municiones, una situación lamentable que las ponía tanto a merced de una sorpresa del rival como «de un movimiento popular». Don Juan también clamaba por no disponer de medios suficientes como para montar mejor a sus efectivos de la caballería, cuando era este «uno de los puntos esenciales para esta guerra». Con la idea de proyectar una diversión por el Ampurdán para conseguir que Francia dejase de presionar a su vez por la Cerdaña, e incluso se retirara de su operación en Puigcerdà, don Juan solicitó a Barcelona un segundo tercio de quinientas plazas, pero también con la intención de reducir el número de sus pobladores (en edad militar) —«Considerando las conveniencias de minorar el número de este pueblo, he pedido a esta ciudad que hiciese algunas levas». El plan de don Juan consistía en desplazar toda la caballería disponible hacia Rosas, igual que la mayor parte de la infantería de las guarniciones de Gerona y Castellón de Ampurias, y lo cierto es que los franceses, quienes situaron a la vista de Puigcerdà un ejército de cuatro o cinco mil infantes y mil caballos, pero solo cinco cañones, cuando esperaban alcanzar los diez mil hombres, al poco decidieron levantar el sitio (ante la dificultad de hacer llegar artillería de batir a la zona) y regresar hacia el Rosellón. En su retirada recibieron algún daño de los naturales de la zona y la guarnición d Puigcerdà, que los persiguió y atacó su retaguardia y bagajes.62

No había terminado la campaña, ni mucho menos. Los franceses, que se habían retirado el 23 de julio de la Cerdaña, tres días más tarde ya estaban en el Ampurdán con mil quinientos caballos y casi toda su infantería (unos seis mil infantes), donde se produjeron diversos choques entre caballerías (ante Peralada y ante Verges), siendo derrotada la hispana. Una situación que sirvió a don Juan para resaltar la importancia de la misma,

pues si la nuestra fuera siquiera igual a la del enemigo no se atreviera a pasar los coles [coll] ni penetrara el país tan a su salvo, y pongo en consideración a V. Magd. que mientras no hubiere aquí 2.500 caballos efectivos, para lo cual es menester presuponer 3.000, estamos sujetos a encerrarnos en las plazas aunque nos hallemos superiores en infantería, de que se siguen las malas consecuencias que se experimentan.

Un receloso don Juan incluso estaba convencido de que podía ser atacada Tarragona si aparecía la armada gala,

porque además de tener muy flaca guarnición, está abierta la muralla por muchas partes, desechas las estacadas y la artillería en tierra, y siendo el enemigo dueño de la campaña con armada en la mar, y qué comer en el país (como es cierto lo hallará), no sería muy imposible que le penetrase a hacer una operación tan grande y tan fácil si sabe el estado de aquella plaza.63

Para don Juan, la situación creada era lamentable, pues Francia con sus tres mil quinientos caballos corría libremente toda la zona fronteriza, mientras él con apenas mil quinientos, de los cuales seiscientos quedaban en las guarniciones, hacía lo que podía, que era más bien poco, de suerte que el rival iba «talando las campañas, corriendo con la caballería que tiene mucha parte de la provincia, con sentimiento común de los buenos, y aplauso de los que olvidados de su natural obligación siguen el error de su rebeldía». En las semanas siguientes, cuando el número de sus infantes se redujo a apenas tres mil, los franceses siguieron conservando toda su caballería en el norte de Cataluña, que devastaron a conciencia, moviendo posiciones desde Olot hasta La Bisbal y la Vall d’Aro, lo que no dejaba de dar sospechas a don Juan, cuando,

según las declaraciones de unos que se han ido ajusticiando estos días, no están los humores del país en estado que deban dejar de dar mucho cuidado, no siendo difícil de creer que la suspensión del enemigo nazca de esperar el éxito de algún trato habiéndose hallado comenzado a minar por dentro la muralla de Castellón [de Ampurias] y llegando más de un aviso de que le tiene en Palamós y Hostalric, de donde pienso sacar el tercio de catalanes, para dar el mayor resguardo que se puede.64

En plena paranoia a causa de la posibilidad de una nueva sublevación en Cataluña ante la manifiesta debilidad hispana —los oficiales del ejército eran del parecer que «[...] el país está más mal humorado que nunca, con que es infalible que en viendo entrar tropas del enemigo han de tomar todos las armas contra nosotros [...]»65—, don Juan escribía a su padre señalando cómo en Barcelona apenas si tenía mil quinientos hombres de guarnición, cuando la población podía levantar hasta diez mil hombres en armas; un gravísimo problema, máxime si no podía desplazar nadie de las guarniciones de la frontera (Gerona, Hostalric o Palamós), ni tampoco de Tarragona, donde tan solo había doscientos hombres. Ahogado, pues, por aquellos «recelos internos», no obstante, ante los movimientos de Francia hacia Olot y la Plana d’en Bas (dos mil infantes con ochocientos caballos dirigidos por don Josep de Ardena, vizconde de Illa y mariscal de Francia), don Juan no tuvo más remedio que demandar la colaboración de los paisanos catalanes de las comarcas de Osona y de Urgel para que miraran de sacudirse por si mismos el yugo francés (Felipe IV mantenía apenas mil infantes y setenta caballos en Puigcerdà y poco más se podía hacer desde allí). Solo cuando el francés intentó por segunda vez sitiar Puigcerdà, moviendo incluso sus tropas del devastado Ampurdán hacia Olot (y con el riesgo de atacar Vic), don Juan comenzó paradójicamente a tranquilizarse a causa de la colaboración hallada entre el paisanaje debido a los «excesos que cometen los franceses, que son grandes», pero, por otro lado, tampoco se atrevía a pedir a la provincia un gran esfuerzo de guerra (hombres, carruajes, acémilas, vituallas...) por si no se traducía en un resultado militar óptimo, ya que la experiencia demostraba cómo, después, se quedaban todos con el «desconsuelo de no haberse logrado sus esfuerzos».66

La imparable ofensiva gala de aquel año se hizo con las plazas de Puigcerdà, Bellver y Montellà (en octubre), además de con Seo de Urgel, Berga y Camprodón, perdiéndose numerosas tropas por deserción, en especial los irlandeses de algunos tercios, pues de los mil quinientos hombres de guarnición en Puigcerdà (dos mil según Feliu de la Penya), apenas trescientos alcanzaron Gerona después de su capitulación. Don Juan, muy molesto con ellos, sacó toda la guarnición irlandesa de Ripoll, mientras su mayor problema era contar con apenas medio millar de hombres para guardar Vic, cuando necesitaba dos mil. Por otro lado, don Juan era muy consciente de la enorme dificultad militar del momento, cuando ya no se disponía de Perpiñán, Salses, Colliure o Rosas. De hecho, esas plazas, antemurales de la provincia, se perdieron a causa de unirse la «voluntad de los naturales a la yntención de los enemigos de la corona de que [h]an resultado los graves daños que han manifestado las experiencias y aunque es verdad que se ha quebrantado todo el orgullo de los paisanos con los trabajos de la guerra, es casi invencible en ellos la sospecha de que V. Magd. no [h]a de dejar, aunque disimule, de ir tomando satisfacción de las ofensas que le han hecho...». Los catalanes consideraban, a juicio de don Juan, que Felipe IV querría vengarse por todo lo ocurrido, pero ello era peligroso, pues tal «aprensión puede inducirles a nuebos precipicios», sobre todo si interpretaban la debilidad hispana como un ardid para lograr que los franceses avanzasen, devastándolo, por el territorio. Dicha sospecha se reforzaba cada vez que las tropas hispanas se retiraban cuando progresaban las del rival, y aunque era infundada, mantenía don Juan, el francés se aprovechaba de ello como un arma más de guerra. Por ello, según don Juan, se debían contrarrestar con hechos las acciones del enemigo, y por ello se puso al frente del ejército para intentar frenar el ataque sobre Puigcerdà. La fortaleza de la posición del enemigo en el país, la debilidad hispana y la alarma de los catalanes, que se rendían al primer mosquetazo, hacía que hacer la guerra fuese muy difícil en Cataluña. Una solución, reiteraba don Juan, sería conseguir tener unos cuatro mil efectivos de caballería para impedir al enemigo la facilidad con la que se movía por la provincia. En su respuesta, Felipe IV, mucho más calmado, señaló cómo los puestos perdidos eran de calidad tal que, en cuanto las armas de España fuesen superiores en campaña se recuperarían sin demasiados problemas, y para ello se habían solicitado nuevas tropas a Castilla, Italia y Flandes. Y tales nuevas debían bastar, de momento, para interlocutores como los consellers de Barcelona, lógicamente nerviosos, quienes no pudieron dejar de señalar cómo después de volver al seno de la Monarquía, siendo Felipe IV su «rei natural», no se había podido expeler del resto de la provincia a los franceses, cuyo poderoso ejército hacía meses que se alojaba en el norte del Principado.67

El relevo en sus quejas lo tomaron los diputados de Cataluña, quienes en enero de 1655 recordaban cómo los franceses habían transformado sus guarniciones de Olot, Besalú, Bañolas, Figueras, Camprodón, Seo de Urgel, Puigcerdà y San Juan de las Abadesas en «lladroneras exint dellas a captivar les persones no sols dels lochs circumuchins (sic), pero encara dels que estan a tres y quatre lleguas per traurer grans quantitats de dobles y reals de vuit com en effecte per lo rescat es forsós que paguen los paysans presoners...»*2, y reclamaban a Felipe IV el envío de todos los medios de guerra necesarios para evitar los males cometidsinos por el enemigo, al cual le estaban llegando nuevas tropas «a la frontera desta Provincia destinades per a entrar molt ab temps a continuar la guerra [...]»*3. Para terminar de arreglar las cosas, don Juan escribía en febrero y señalaba cómo los franceses no parecía que fueran a retirarse a su país, de modo que la presión se mantendría otro invierno sobre «el peligroso estado en que tenemos todas nuestras plazas, tan desguarnecidas de gente, que cualquiera de ella[s] está sujeta a que el enemigo se la lleve de abordo, porque la falta de socorros y el continuo trabajo nos ha deshecho la gente increíblemente, y la poca que ha quedado está que mueve a lástima el verla». Don Juan temía un ataque sorpresa contra Gerona, Palamós, Castellón de Ampurias o Cadaqués, pues en Gerona solo tenía quinientos hombres de guarnición y en los puestos de montaña se necesitaban unos ochocientos; a causa de dicha precariedad se vio obligado a trasladar casi toda su caballería a proteger la línea defensiva establecida entre Gerona, Palamós y Hostalric, porque si atacaban cualquier plaza, con la poca gente que había de guarnición en cada una de ellas, el riesgo de pérdida era muy alto.68

Tras acumular nuevas tropas en primavera, y hacer avanzar una flota compuesta por seis galeras, siete navíos y tres saetías hacia el golfo de Rosas, los franceses consiguieron rendir sucesivamente Cadaqués y Castellón de Ampurias y se movieron hacia La Bisbal, cuando apenas si había seiscientos hombres de guarnición en Gerona y ciento cincuenta en Hostalric. Don Juan estaba muy cansado de solicitar ayuda, pues no había recibido los dieciocho mil hombres prometidsinos por el rey —únicamente habían llegado hasta entonces poco más de setecientos, «la mayor parte violentados y fugitivos»—, tan solo la mitad del dinero solicitado y necesario y había una «total falencia en las acémilas, mulas de tiro, víveres, municiones y armas». Mientras don Juan se hallaba en Palamós intentando protegerlo, los franceses se movieron hacia Oliana, Orgañá y Solsona, que ocuparon sin lucha. Incluso los diputados catalanes se quejaban de cómo «[...] los de Solsona li hagen entregat tant vilment la ciutat»*4 a Francia, poniendo en riesgo la zona de Vic.69

Los franceses, tras devastar la zona de La Bisbal, pasaron el resto del verano en Besalú, regresando en septiembre hacia Bàscara, para, poco después, caer con su armada sobre Palamós. Dicho puerto era lo único que le quedaba a Felipe IV para defender la Marina, y si era capturado también estaría en peligro Hostalric, la única plaza que ofrecía algo de apoyo a Gerona, que, por entonces, en palabras de los diputados, era «muralla vuy per la part de França desta provincia»*5.70 Palamós resistió, pero solo en octubre, tras un combate naval frente a Barcelona, la flota francesa se retiró con la pérdida de dos unidades, mientras la flota hispana (las galeras de Nápoles y Sicilia, de hecho, y hasta veinte bajeles) del marqués de Bayona hacía lo propio hacia Cartagena. Aunque el principal revulsivo fue la toma de Berga por don Josep de Pinós con la gente que tenía el rey en Vic a finales de septiembre, y su posterior defensa en octubre —se habló de una pérdida para los franceses de mil quinientos hombres aquellos días.71 Alentado por la victoria, don Juan pidió a la alta oficialidad de su ejército que pensase en una operación acorde con las posibilidades de sus tropas de campaña en aquellos momentos (poco menos de dos mil quinientos infantes, mil setecientos caballos y trescientos o cuatrocientos naturales), quienes ofrecieron una serie de posibilidades: la toma de Cadaqués significaría volver a presionar duramente a Rosas, y si se conseguía colocar guarnición todo el invierno en Figueras, no solo se impedían las correrías del rival en aquella comarca, sino que Gerona y Palamós estarían cubiertas; la recuperación de Puigcerdà, o bien Bellver, también serían muy útiles para cerrar el camino a las guarniciones que mantenía Francia en Solsona y Seo de Urgel, que podrían caer aquel mismo invierno; con la recuperación de Solsona no solo se cerraba al enemigo un país muy fértil, sino que se conseguiría «la reputación de castigar su culpa escarmentando con el exemplo». Por otro lado, esta última operación permitía «conducir más fácilmente la artillería y los víveres valiéndose de todo género de vagaxes y carros», siendo más cómodo comprar u obtener grano a crédito en aquella zona. Por mayoría de votos se impuso la empresa de Solsona.72 Don Juan consiguió entrar en la misma el 9 de diciembre de 1655. Tres años más tarde, el virrey Mortara intentaría subtitizar la situación de la urbe, explicando entonces el duro saqueo sufrido por la plaza a manos de las tropas de don Juan, con numerosas violaciones, que incluyó la destrucción de una parte de la misma a causa de los fuegos que se ocasionaron durante el saqueo; se echaron por tierra sus torres y murallas y se la privó de sus títulos y privilegios (por orden de Felipe IV del 5 de febrero de 1656), quedando sin ayuntamiento ni gobierno, para el cual se nombraron algunos bailes, y alojándose tropas desde entonces como lugar abierto. Pero Mortara consideraba en 1658 que tales demostraciones de fuerza con Solsona deberían suavizarse porque padecían los naturales afectos al rey de la ciudad y porque la situación de Cataluña exigía más mano izquierda, es decir conducirse

con sumo cuidado y vigilancia, porque el enemigo está en campaña y tiene sus puestos, avançados y fortificados, en muchas partes desde donde puede comunicarse con los naturales, y se ve tan experimentado el daño que procede de esta comunicación que pasan sus ejércitos por todas partes sin que por los lugares de este Principado se les dé molestia ni haga impedimento ninguno, y como el ejército que V. Magd. tiene en él está siempre tan falto de asistencias, que el conservarle y el poder obrar es más por la diligencia y buena maña que por el número que tiene, cualquier novedad que se haga con Solsona ha de inquietar los ánimos de los otros lugares [...]

Por todo ello, pedía que se hiciese con Solsona un gesto de buena voluntad como sería devolverle el gobierno político y, de esta manera, ganarse la confianza de los catalanes. Solo el 6 de agosto de 1659 Felipe IV consintió en este último extremo, pero controlándose la insaculación para todos los cargos políticos, además de dejarles con la misma carga de alojamientos que ya tenían.73

Antes de abandonar el cargo de virrey a comienzos de 1656, y a requerimiento del Consejo de Aragón, don Juan dejó unas advertencias sobre el gobierno de Cataluña en las que, una vez más, la importancia de la cuestión de la confianza, o la falta de la misma, en el trato con los naturales era evidente. Para el ilegítimo de Felipe IV, este ni debía olvidar nunca que el Principado

vino á su Real Obediencia, no voluntaria, sino violentamente, en lo más fuerte de sus obstinadas resoluciones; de que es ilación necesaria que quedó con mucho humor malo en el cuerpo, por lo cual debe quien la manejare usar de gran arte, para que ni la mucha confianza deje libre las manos a las malas intenciones, ni el demasiado recelo las desconfie; porque en la bronca naturaleza de los catalanes es muy de temer este segundo escollo [...]

El Consejo de Aragón, por su parte, estuvo de acuerdo en que la justicia, base de un buen y acertado gobierno, debía ser más poderosa en Cataluña y, al mismo tiempo, para que pudiera actuar esta eran necesarias las armas, «porque al calor de ellas la justicia tenga toda aquella autoridad y resguardo que es menester para que no deje de ejercitarse en todo lo que fuere conveniente administrarla, con que los buenos se declararán más en sus afectos, y los malos con el recelo del castigo enmendarán sus yerros». Pero, como iba a ser tan habitual aquellos años, a tales recomendaciones apenas si le siguió una tímida reacción económica desde la corte, de suerte que, ya en mayo de 1656, el nuevo virrey, marqués de Olías y de Mortara, se quejaría de que las guarniciones de Cataluña tan solo disponían de una décima parte de las tropas necesarias, además de estar fallando los asientos de grano, pólvora y carruaje del ejército. Por eso no es de extrañar que Mortara no diera su visto bueno a los planes trazados por entonces para la construcción de una ciudadela en Gerona con la intención de cerrar el país a las correrías del enemigo; unos planes ambiciosos —contemplaban el derribo de cuatro conventos y doscientas casas— pero que, problemas de diseño arquitectónico aparte, no se podían llevar a cabo sin dinero. Por otro lado, los jurados de la urbe también alegaron que sin vecinos, si se derribaban tantas casas, ¿quién defendería la ciudad de los ataques de Francia? Una manera indirecta, pero contundente al mismo tiempo, de decir que Felipe IV nunca les había enviado la ayuda militar necesaria.74

Siempre acuciado por la falta de medios,75 en un momento dado el virrey Mortara se quejaba de la falta de tropas para, a renglón seguido, criticar el envío de caballería si no disponía de las prevenciones necesarias para mantenerla. La única suerte fue que Francia salió tarde a operar aquella campaña —solo pudo acumular cuatro mil infantes y dos mil ochocientos caballos a mediados de junio—, entrando poco después en el Ampurdán. Los jurados gerundenses, que hablaban de «lo enemich françes» para evitar cualquier duda, estaban muy preocupados una vez más ante la facilidad con la que las tropas galas se acercaban a su ciudad. Sus partidas se extendieron pronto hacia la Plana d’en Bas y Osona, obligando a Mortara a arreglar el camino hacia Vic76 para poder enviar artillería desde Barcelona; un Mortara que, le aseguraba al rey, no dejaba de pensar en embarazar sus designios al enemigo, «no obstante que estoy inmanejable por no tener la menor asistencia ni haber venido un real». Pero al secretario del Consejo de Guerra, Pérez Cantarero, le añadía: «[...] todo me falta, Dios me ayude que bien lo hemenester (sic), pues tanto se avandona cosa tan ymportante como este Principado, y nada más pronostica la pérdida del como el que a todas partes de España se trata de defender, no estando en ninguna parte ynmediatamente los enemigos, y la poca ynfantería que [h]ay levantada de españoles se embía a Italia».77

Los franceses, que fueron moviéndose entre Besalú, Sant Jordi y Sant Pere Pescador aquellas semanas, eran vigilados de cerca por las tropas de Mortara, que cubrieron el espacio que iba de Sant Feliu de Guíxols, puerto donde se desembarcaban las provisiones, a Gerona, y lo mismo hicieron con Palamós, con la única estrategia de impedir que el rival avanzase sus líneas «y que se esté en sus límites», pero nunca con una intención ofensiva. Los franceses, con apenas tres mil infantes y tres mil quinientos caballos, se mantuvieron toda la campaña en el Ampurdán, aunque para Mortara era suficiente, pues «se habrá conseguido el que no haya hecho nada esta campaña y no dudo se conseguirá sino le vienen mayores fuerzas [...]». Un Mortara que, por ejemplo, recurrió a la chusma de una de las galeras del duque de Tursis, a pesar de hallarse «muy enferma y flaca», para trabajar en las fortificaciones de Palamós. Las tropas de Francia permanecieron en el entorno de Rosas hasta comienzos de noviembre, cuando el mal tiempo las empujó por fin al Rosellón, mientras Mortara, quien se congratulaba de lo mucho realizado con tan escasos medios (al final de la campaña los franceses contaban con dos mil doscientos caballos y dos mil infantes por poco menos de tres mil trescientos hombres el virrey), se dedicaba aquellos últimos días de campaña a limpiar algunos nidos de miquelets como Llers, Amer y Rupit, «un puesto muy fuerte y de mucha importancia por que de allí se da calor a todos los buenos vasallos de V. Magd.».78

Un escrito anónimo hizo discurrir al Consejo de Aragón a finales de 1656 acerca de la conveniencia de no bajar la guardia en Cataluña. Insinuaba la existencia de múltiples afectos a Francia encubiertos en el Principado, una realidad que no se podía obviar, pero, al mismo tiempo, era necesario que cuando las tropas alojadas cometiesen excesos fuesen castigadas y con celeridad, pues no había materia que pudiera molestar más a los naturales que esta —no hace falta recordar los hechos de 1640—; también señalaba la conveniencia de que se recogiesen los libros, papeles e, incluso, los sermones que se imprimieron y esparcieron en los años de gobierno de Francia, «cuya lectura es de creer conmoverá los ánimos a lo malo». El autor del anónimo señalaba que dicha medida no se implantase a través de la Inquisición, porque el mucho «ruido» haría que los escondiesen mejor, como ya había ocurrido cuando se comenzó a hacer de aquella manera, sino a través de prelados y otras personas de satisfacción que lo harían mucho más disimuladamente. Por último, señalaba que los catalanes debían ser convencidos de lo mucho que gastaba en su defensa el rey para librarlos de la «tiranía de Francia, que solo venía por su interés propio por reducirlos así, llevándose los tesoros de Barcelona y los millones que fueren de Castilla». El Consejo de Aragón estuvo de acuerdo y aseguró que se le había encargado al virrey Mortara una lista de los libros, papeles, sermones, etc., que había que recoger en Cataluña.79

Para la campaña de 1657, siendo consciente Mortara que «[...] no se acuerdan de nosotros ni del estado de esta guerra teniendo la mas presente la de Badajoz [...]», habiéndose enviado buena parte de la caballería del Principado al frente extremeño, el virrey de Cataluña sabía que debía actuar adelantándose a los movimientos de Francia (que disponía de quinientos caballos y poco menos de dos mil infantes guardando sus plazas del Rosellón y las conquistadas en Cataluña, es decir Puigcerdà, Rosas, Bellver, Seo de Urgel, Ripoll y Camprodón, a principios de abril) para tener unas ciertas opciones si no de victoria sí, al menos, de contención de la presumible invasión gala.80 Así, envió al general de la caballería, don Diego Caballero, a la toma de Seo de Urgel, desde donde el enemigo podía lanzar ataques hacia Vic y, desde ella, inquietar su retaguardia mientras defendía el Ampurdán; los generales de la artillería, don Próspero Tutavila y don Juan del Castillo, deberían tomar Olot, bloqueando de esa forma un posible envío de ayuda a Seo de Urgel. El plan se completaba con la toma del castillo de Albons por don Juan Salamanques, un lugar donde se refugiaban miquelets, que hizo desmantelar «porque estas ladroneras inquietan mucho al país». Y aunque se acabó tomando Olot, Santa Pau y el castillo de Mayol, que también hizo volar, el caso es que don Diego Caballero fracasó en la toma de Seo de Urgel y Castellfollit, retirándose de la zona ante la posibilidad de la llegada de refuerzos para los sitiados.81 Hasta cierto punto, para justificar la retirada de Seo de Urgel, Mortara recurrió a un argumento seguro: no solo era un problema la falta de tropas, sino que «[...] habiendo en este Principado tantos mal afectos al Real Servicio de V. Magd. que están aguardando los franceses con los braços abiertos, será mucho de temer el que suceda una gran desgracia [...]», y demandó el retorno de la caballería que había ido a servir al frente extremeño (donde no se hacía la guerra en verano).82

Con aquel contratiempo se inició de veras la campaña, entrando los franceses con siete mil quinientos hombres, que pronto fueron nueve mil, por El Pertús a mediados de junio de 1657. Poco después se movían entre Gerona y Palamós, inquietando ambas plazas, ante el disgusto del virrey Mortara, para quien «[...] los enemigos se refuerçan más cada día y nosotros sin forma de ningún socorro para poder obrar [...]». Apenas si tenía una galera en servicio para llevar suministros hacia Sant Feliu de Guíxols y Palamós (la Junta de Guerra de España demandó cuatro para la costa catalana), mientras el intento de Francia de hacer plaza de armas en La Bisbal tenía como intención cerrar la salida al mar de Gerona. Un desesperado Mortara, sin caballería ni dinero y apenas con alguna infantería, estaba harto de recibir noticias con esperanzas de remisión de medios de guerra, «pero con ellas no se puede defender la provincia». Ante la noticia de la llegada a los franceses de otros dos mil infantes, con los que podía guarnecer su retaguardia y mantenerse en campaña con cerca de ocho mil, el virrey Mortara desplazó hacia Hostalric, designada como plaza de armas desde donde actuar, toda la gente que pudo reunir, apenas mil quinientos caballos y setecientos infantes, «procurando no permitir al enemigo obre cosa ninguna y si me llegan algunos socorros pasaré a la ofensiva sin estarme manteniendo en la defensiva [...]».83 Por otro lado, consejeros como don Fadrique Enríquez le recomendaron a Felipe IV «acudir ahora a la defensa de Cataluña [antes] que a la recuperación de Portugal», no cesando las levas de infantería y caballería, cuando los restantes consejeros le apremiaban para el envío de todos los medios disponibles al Principado porque, como señaló el marqués de los Balbases, aunque el ejército de Francia en el Rosellón no fuese tan poderoso como decía el virrey Mortara, temía que «la suma flaqueza con que se halla aquello y disgusto grande del país hará muy fuerte al enemigo con cualquier número que entre». En días posteriores, el nerviosismo fue apoderándose de los miembros de la Junta de Guerra de España, señalando el conde de la Roca el peligro de la guerra en Cataluña, cuando con el «[...] mal suceso de una provincia podrían sin batalla ni sitio perderse otras inmediatas», mientras se comenzó, tanto por su parte como por la del marqués de los Balbases, a cuestionar el uso del dinero enviado a Cataluña —el de los Balbases aseguraba quedar «sumamente lastimado del mal manejo que ve en aquella guerra en tiempo que V. Magd. se halla en tantos trabajos en materia de hacienda». Para acallar tales críticas, Mortara aseguró que, por falta de medios, se habían huido aquellos días cuatrocientos soldados de Gerona, una tercera parte de su guarnición, suplicando que el virrey de Aragón enviase ochocientos hombres a Lérida y cien a Flix (por si el rival avanzaba desde Seo de Urgel) para poder él manejarse mejor con el resto de las tropas en el Ampurdán. Ante tales noticias, se dio el visto bueno para el envío de caballería de Extremadura a Cataluña.84

Cuando las tropas francesas (dos mil ochocientos caballos y cinco mil infantes) casi alcanzaron Barcelona (donde el virrey solo tenía quinientos hombres de guarnición), situándose las de Mortara (mil quinientos caballos y setecientos infantes) entre Montcada y Badalona, un cúmulo de rumores se lanzaron al vuelo. Un papel anónimo que llegó al Consejo de Aragón señalaba que, por suerte, los franceses retrocedieron poco después hacia Blanes o Arenys, y «dicen que hacen buen trato a los paisanos y que no cesa [Josep] Margarit85 de predicar que solo viene [a] librarlos de la dura opresión de los castellanos; hazen nos tanta falta en el verano los 5.600 infantes alojados como sobra[n] en el invierno [...]». Todo eran cavilaciones sobre por qué Francia se adelantó hasta la vista de los muros de Barcelona; quizá solo buscaban «el aplauso del país para quando tengan mayores fuerzas»; otros se decantaban por señalar que su objetivo era dirigirse a Vic y tomar la Plana para luego alcanzar Mataró y Granollers, donde se alojarían, porque de esa forma impedían el envío de ayuda del virrey a Hostalric y Gerona, y controlando el centro del país podían ir donde más falta les hiciese, siempre manteniéndose a costa del Principado (los franceses, se aseguraba, no habían tocado el enorme suministro de harina que habían depositado en Rosas en toda la campaña). En dicho anónimo se aseguraba cómo reían los habitantes de Barcelona cuando se sacaba la artillería para cubrir puertas y baluartes y veían que sus cureñas no aguantarían ni diez disparos; no había tropas ni para defender bien un solo baluarte; mientras que los refugiados del Rosellón y del Ampurdán estaban hartos de pasar miseria y ver que no se adelantaba nada en su defensa, de modo que acabarían pensando que su quietud finalizaría cuando toda Cataluña fuese conquistada por Francia... Y terminaba con un lacónico: «No puedo dezir qué estado tenemos hasta que vea el designio del enemigo, pero puedo asegurar que cualquiera que sea es bien malo y peligroso».86

Quizá no había que exagerar tanto acerca de las promesas que hubiera podido hacer Josep Margarit a los catalanes, pues los cuatro mil franceses que se derramaron en la zona de Tordera y Blanes —que dio la obediencia sin luchar, para escándalo del virrey Mortara, quien aseguró cómo en su momento, «[...] quando yo la gané, sufrió que le abriese la brecha y la ganase por asalto»— iban, en palabras de los jurados de Gerona, «composant las vilas y llochs de la Marina y dita Selva» de la manera acostumbrada, haciendo hostilidades a aquellos que no deseban pagarles, mientras Mortara siguió en sus trece de que los franceses habían ido hasta la Ciudad Condal con la esperanza que un gran tumulto les abriese las puertas de la urbe —y con él la Junta de Guerra de España, para la que «[...] el arrimarse el enemigo a Barcelona dexando a la retaguardia las plazas deva ser con esperanza de hallar acogida en aquella ciudad [...]». Pero lo cierto es que la única reacción que hubo fue el compromiso tanto de la Diputación como del Consejo de Ciento de pagar nuevas tropas, que agregaron a sus tercios en servicio. Los diputados de Cataluña clamaban por una victoria sobre los franceses, pero no podían conseguirla ellos solos, pues el rey debía enviar medios de guerra. No obstante, un extrañamente sincero virrey Mortara le escribía al secretario del Consejo de Aragón, Diego de Sada, que, a su juicio, eran los alojamientos que padecía Cataluña en los últimos cinco años los causantes del «desabrimiento que se [h]a conocido en los naturales en esta entrada que ha hecho el enemigo, porque aunque en ellos no se hagan excesos, solo con lo que se le señala a los soldados es bastante a producir tales efectos porque no es la carga soportable al país cansado de tantos años de guerra [...]», y aunque pensara que los antiguos afectos por Francia sin duda jugaban su baza, lo cierto es que tampoco se podía generalizar, pues los habitantes de la Plana de Vic se defendían de los franceses con las armas en la mano a diferencia de otros: «no ha padecido menos alojamiento la Plana que el Vallés, que tan diferente se [h]an portado con el francés...». De hecho, don Gabriel de Llupià, gobernador de Cataluña, se congratuló por la toma de Castellfollit en octubre, pues de aquella forma se ensanchaba el país capaz de alojar las tropas del rey aquel invierno, y dicha circunstancia permitiría quitarles parte de la carga del alojamiento a los habitantes de la Plana de Vic por su actuación ante los franceses —«que los del llano de Vique meresen no los tengan este año que si nuestro exercito les hubiera podido dar calor perdían totalmente al enemigo V.S. lo habrá sabido por el Sr. obispo que es buen testigo de esto».87

Mientras Mortara se hallaba encerrado con toda la gente que pudo encontrar en Gerona, solo a comienzos de octubre le llegaron refuerzos de caballería desde Extremadura, pero quizá con aquella seguridad el obispo de la misma escribió al vicecanciller del Consejo de Aragón, Crespí de Valldaura, argumentando cómo la mala defensa de la frontera, tras los numerosos gastos todos los inviernos en el abusivo alojamiento de tropas, pudiera conducir a la irritación de los catalanes y a acabar en desesperación y «arrojándose a una fatal desdicha». Pues el obispo aseguraba que se había dado «grato passage» al rival en muchos lugares «por sus buenos tratamientos, al tiempo que tan ofendidos se muestran estar de los desórdenes de los cabos y soldados del ejército de V. Magd., que todo da ocasión a temer una gran desdicha, tanto más peligrosa cuanto más encubierta». El Consejo de Aragón daba un crédito total a las noticias del obispo, pues eran notorios «los recelos que se pueden tener de alguna negociación del enemigo en Cataluña y el riessgo grande de perderse [...]» a causa del malestar por los alojamientos. Con todo, lo que más preocupaba era que Francia en la campaña de aquel año estuvo pagando todos los suministros que solicitaba en los pueblos —un extremo que, como vimos, al menos en cierto momento desmintieron los jurados de Gerona—, aunque el virrey, en carta a don Diego de Sada del 23 de septiembre, achacaba el buen recibimiento que habían tenido los franceses en algunos lugares de Cataluña más «a la voluntad que estos tienen a Francia, que de otros efectos». Pero el Consejo de Aragón sabía de los excesos cometidsinos por las tropas del rey y por ello argumentó ante Felipe IV que solo con el envío de dinero para el buen mantenimiento de sus tropas se podía terminar con aquella «memoria de Francia».88

El virrey Mortara compró a su gobernador la plaza de Castellfollit (por tres mil doblas, que le debían enviar de la corte), aunque conociendo los franceses la noticia enviaron mil hombres a recuperarla al tiempo que con el resto de sus tropas le hacían frente a Mortara en las cercanías de Gerona, pero este había obtenido, al menos, que los franceses abandonaran el centro de Cataluña y volviesen a operar en el Ampurdán.89

Un desesperado Mortara, pues le pidió a Felipe IV su relevo, solo pudo abandonar la campaña el 10 de diciembre, no sin antes organizar los alojamientos de las tropas, aunque con el dolor de dejar sin remediar los puestos de la frontera y las fortificaciones, «que las más están por los suelos con las muchas aguas y esto quiere remedio muy prompto». El conde de la Roca aseguraba en enero de 1658 que veía las cosas muy mal en el Principado, sobre todo «[...] estando los ánimos de catalanes tan de parte de los franceses y las obras que les hacemos, supuesto que lo que falta de asistencias se ha de buscar en sus casas prometen seguramente no solo conformarse con los enemigos quando lleguen, sino solicitar que vengan [...]». Por ello, en marzo de 1658, cuando todavía no había llegado remedio alguno, Mortara se planteaba si los franceses dejarían pasar la oportunidad de atacar duramente por Cataluña —«[...] que aquí será la herida más sensible que nos pueden dar y la que descuadernará el que se pueda asistir a lo demás si obran de veras en este Principado».90

Tras intentar infructuosamente obtener algún dinero para mejorar las defensas de Vic en la primavera de 1658,91 Mortara compensó su fracaso tomando Camprodón el 4 de mayo tras derrotar a una fuerza de socorro de dos mil quinientos hombres (a la que hizo unas mil bajas entre muertos y heridos por doscientas cincuenta del lado hispano), pero por falta de asistencias no pudo sostener la presión invadiendo, por ejemplo, el Rosellón. Ni tampoco obtuvo dinero (30.000 reales) para mejorar las defensas de la plaza recién tomada (y las de Castellfollit), que necesitando un mínimo de quinientos hombres de guarnición solo recibió ciento treinta. Fue una gran oportunidad perdida. Don Diego Sarmiento intentó hacer ver a Felipe IV la enorme posibilidad que significaba poder enviar medios de guerra a Cataluña y cerrar los pasos de la montaña, con lo cual, si se negociaba con los catalanes el mantenimiento de aquellas tropas, a la larga la Monarquía ahorraría el tener que mantener un frente siempre abierto, y muy costoso, y, lo peor, sin grandes resultados. Hasta cierto punto, Sarmiento era optimista sobre todo porque a los catalanes «[...] no les ha ido tan bien con franceses que quisieran volver a darles entrada», los cuales, si se han retirado momentáneamente de la lucha, era debido a que no temían la reacción hispana por Cataluña, y «el no gozar de la coyuntura que nos da nuestros enemigos será desconfiar totalmente a los catalanes, que [h]oy son quienes nos aseguran aquel Principado y no nuestras fuerzas». Poco después, en junio, Sarmiento reclamó incluso el envío de refuerzos de tropas que iban destinadas para Flandes a Cataluña.92

Ante el desconsuelo de los catalanes, hubo de enviar Mortara de nuevo a alojamientos a parte de sus tropas para poder mantenerlas (dado que no llegaban los 400.000 reales prometidsinos hacía meses), de modo que ya en agosto se encontró con un ejército francés de seis mil infantes y dos mil quinientos caballos que pugnaba por hacerse con Camprodón, cuando Mortara apenas si disponía de dos mil caballos y ochocientos infantes en la Plana de Vic, pero se las ingenió con ellos para frenar un ataque galo contra San Juan de las Abadesas con mil quinientos efectivos. Consideraba Mortara que en Cataluña se podía perder mucho a causa de no haberse remitido los refuerzos necesarios cuando tocaba —en Barcelona solo tenía cuatrocientos setenta infantes y setenta caballos de guarnición, quienes no cobraban desde hacía dieciocho meses, y, lo peor, «las fortificaciones de fuera de la plaça están todas sin defensas», mientras que el fuerte de Montjuic tenía su estacada medio caída y la mitad de la artillería desmontada— de modo que entonces, con un mínimo esfuerzo francés, y contando además estos con la ayuda de los ingleses (ambos firmes aliados desde 1657), podían obtener todos sus fines en aquella frontera. No estaba de acuerdo en priorizar el frente extremeño de la guerra, ya que pensaba que el esfuerzo que hacía Portugal aquel año atacando Badajoz no podría mantenerlo el siguiente, mientras que a los franceses solo con las tropas que tenían en Flandes les bastaban para ser superiores a la Monarquía Hispánica, aunque esta les hubiera derrotado en Valenciennes en 1656, además de los catorce bajeles que tenían en Tolón, de ahí su convicción que podían atacar con mayor determinación por Cataluña.93

Mortara, quien solo recibiera 160.000 reales a finales de agosto (la Junta de Guerra de España prometía otros 100.000 para septiembre), una cantidad demasiado reducida para acudir a todos los gastos de la campaña, vio incrementado su ejército en unos mil infantes; no obstante, otras de sus luchas se centraba en impedir que los efectivos de la caballería, de los que tenía cien presos, se le huyeran para buscar su sustento en el ejército de Portugal, «[...] habiendo pasado palabra que manan en oro los soldados allá y que no [h]ay oficial reformado que llegue a aquel ejército con licencia o sin ella que no le den puesto, con que no para hombre [...]». A pesar de tales limitaciones, Mortara abandonó Barcelona el 12 de octubre y se puso de nuevo en campaña ante la concentración de tropas francesas en el Rosellón, «[...] no obstante que me falta granos y dinero y estando la gente en la miseria que se halla y continuando en las fugas». Ni siquiera una segunda victoria sobre los franceses en Camprodón94 en batalla campal, cuando les hicieron mil quinientos presos, entre ellos numerosos oficiales, mientras «la campaña y montañas están llenas de muertos y han perdido la artillería, estandartes, banderas y todo el bagaje [...]», pudo consolar a Mortara, quien por falta de dinero temía perder su caballería, «y es cierto que si se deja descaecer esta caballería sin remontarla, que es la más brava del mundo, que lo llorase bien toda España, pues es la sola defensa que tiene». El caso es que el resto de la campaña la pasó Mortara vigilando al rival, con riesgo que pudiera organizar un golpe de mano en cualquier momento, conocedor de sus dificultades económicas, que únicamente conseguían irritarlo: por ejemplo, de las quinientas plazas del tercio remitido desde Valencia, la mitad de sus hombres habían desertado por no cobrar sus pagas. Finalmente, solo en diciembre cruzaron las tropas galas al Rosellón tras un último intento, abortado por Mortara, que se hallaba entonces en Gerona, de atravesar el Ter.95

Los primeros meses de 1659 transcurrieron con las habituales quejas por parte del virrey Mortara, harto de comprobar las prevenciones francesas para la siguiente campaña, acumulando suministros y municiones en el Rosellón, mientras Felipe IV ni siquiera daba muestras de comenzar a negociar los asientos que permitirían actuar a sus tropas aquel año. En diciembre de 1658, escribía: «[...] en setenta y dos plazas y puestos que [h]ay en este Principado no [h]ay modo de poner una estaca en las fortificaciones ni remendar la menor cosa de ellas con que ya esto ha llegado a estado que si V. Magd. no manda aplicar el remedio mui promptamente no es menester más enemigo que el mismo desamparo para que acave de perderse todo [...]»; pero no parece que se produjeran grandes mejoras. Por último, a finales de abril, las tropas francesas comenzaron a aprestarse para la nueva campaña. Aunque se acordó una tregua para el frente catalán de dos meses, entre el 8 de mayo y el 8 de julio, lo cierto es que el virrey Mortara no se fiaba en absoluto, pues las huestes de Luis XIV ya alcanzaban los seis mil hombres a primeros de junio y, ciertamente, antes de expirar la tregua, invadieron una vez más el Ampurdán. Un desesperado Mortara, que apenas si disponía de la mitad de tropas que el general Santone, intentó persuadir a este para que sus hombres no actuasen más allá del río Fluviá, no en vano tenía órdenes de Felipe IV de no romper la tregua y que «cediese y no se valga de la fuerza». Sus ruegos no sirvieron de nada y las tropas de Francia, que ya se hallaban en el entorno de La Bisbal poco después, devastaron una vez más todo el Ampurdán, donde permanecieron hasta octubre, mientras se producían las negociaciones que condujeron a la paz de los Pirineos, y con un Mortara cada vez más angustiado pues sus tropas, que ya no recibían ni el pan de munición, y los caballos su cebada, se iban deshaciendo de forma imparable, sin remedio posible.96

2. La fallida construcción de una nueva frontera militar, 1659-1673

Mientras el 4 de junio de 1659 se firmaba en París el tratado preliminar de paz entre las monarquías de España y Francia, que se habían mantenido beligerantes desde 1635, lo cierto es que, como es sabido, el tratado definitivo solo se firmó el 7 de noviembre de 1659 y significó la mutilación de una parte del territorio catalán. El artículo cuarenta y nueve especificaba las plazas catalanas que debían ser devueltas: Rosas y el fuerte de la Trinidad, Cadaqués, Seo de Urgel, Tuixén, el castillo de la Bastida, Bagà, Ripoll y, ya en lo que sería la Cerdaña bajo control hispano, se retornaban Bellver, Puigcerdà, Querol y el castillo de la Cerdaña.97 Como ha demostrado Alain Ayats, las condiciones defensivas del lado francés de la nueva frontera no eran demasiado satisfactorias hacia 166798 —veremos qué ocurría en la vertiente española de la misma—, pero Francia siempre dispuso de más medios, incluida su armada, mientras que la Monarquía Hispánica se había enzarzado (desde 1657) en la recuperación de Portugal, dividiendo sus escasas fuerzas, de modo que, hasta cierto punto, permitió con dicha política que Luis XIV pudiera amenazar la nueva frontera militar, de seguridad, hispana sin tener que emplearse a fondo en ningún momento.

Los años finales del virreinato del marqués de Mortara

Mientras los franceses aún estaban sacando material bélico de las plazas que debían ceder en junio de 1660,99 ya en enero de dicho año el virrey Mortara había trazado planes para mejorar las defensas —y las guarniciones— de plazas como Rosas, Cadaqués y Palamós, además de fortificar Figueras. Se deberían levantar las maltratadas fortificaciones de Puigcerdà e invertir algún dinero en los castillos de Querol, Puigvalador y Bellver de la Cerdaña, así como pensar en mejorar también las de Seo de Urgel y Vic. En la retaguardia, y además de Barcelona, donde la guarnición mínima la fijó en mil doscientos hombres, habría que disponer de guarniciones en Hostalric, Cardona, Lérida y Flix, mientras que el material de guerra que hubiese en Tarragona y Tortosa se enviaría a la Ciudad Condal y el situado en plazas de Aragón como Fraga, Monzón o Mequinenza se enviaría a Lérida o Flix.100 En total, Mortara reclamaba un mínimo de 2.360 efectivos para vigilar las guarniciones del Principado para los cuales no se había previsto disponer de caudales competentes para su mantenimiento, situación que desde un primer momento inquietó al Consejo de Aragón al ser muy consciente de lo exhausta que estaba Cataluña tras tantos años de guerra, pues se temía una reedición de los consabidos problemas con los alojamientos de tropas.101

Y, por si fuera poco, se hicieron vehementes planes para construir una ciudadela en Barcelona. En el Consejo de Estado, consejeros como el duque de Alba o el duque de Medina de las Torres se refirieron a la necesidad inexcusable de la misma «[...] para seguridad de todo el Principado y quietud de los mismos vasallos». Pero su coste era inasumible, tanto si se levantaba en la zona de las Atarazanas (1.430.000 reales de plata) como si se alzaba en la zona del baluarte de Levante, en la parte opuesta de la urbe (2.750.000 reales de plata), y, de hecho, consejeros como don Luis de Haro, el conde de Castrillo, el marqués de Velada y el duque de Terranova reconocían «que no [h]ay medios en la Real Hazienda para la costa desta gran fábrica y los gastos que [h]a de ocasionar un exercito que pareze se haurá de mantener para asegurar el edificio de la ciudadela hasta ponerle en defensa y perficionarle», mientras que «la empressa de Portugal [...] de presente es lo que se deve anteponer».102

En junio de 1661, mientras en su ejército de Portugal Felipe IV disponía de 16.713 hombres, el virrey Mortara, quien ya había solicitado aumentar la guarnición de Barcelona hasta las dos mil doscientas plazas, se quejaba, justamente, del escaso número de hombres de los que disponía en la Ciudad Condal, cuando el monarca había decidido hacer obras de mejora en las atarazanas de la urbe a modo de «quartel cerrado y seguro» para sus tropas. No obstante, la medida se discutió en el Consejo de Ciento de Barcelona, que solo veía en tales planes una prueba evidente de la desconfianza de Madrid hacia los catalanes, cuando desde la corte querían que se aceptase que «no es por resguardo contra ella ni en ofensa suya antes por su mayor beneficio». Mortara incluso recurrió a manidos argumentos para reclamar más medios para la frontera catalana: «[...] en ningún tiempo puede ser de conveniencia el dejar aquella puerta y frontera de España tan abandonada habiendo en aquella provincia tantos malos humores [...]». Pero, una vez más, buena parte de aquellos planes quedaron en nada por falta de numerario: la Junta de Presidios de España, dependiente del Consejo de Guerra, consideraba que los de Cataluña deberían dotarse con 2.594.920 reales de plata anuales. Una cantidad que, prácticamente, nunca llegó al Principado aquellos años.103

A finales de 1661 había sido elegido como nuevo virrey de Cataluña el marqués de Castelrodrigo, quien solo juró su cargo en Lérida nada menos que el 25 de enero de 1663, una postura destinada, sin duda, a presionar todo lo posible para obtener algún dinero que invertir en las fortificaciones catalanas —se hablaba de 1.100.000 reales— antes de incorporarse a su virreinato, porque solo «llevando lo necesario se me podrá imputar culpa si no obrase todo lo que requiere el desquiciado estado en que está aquello». El caso es que Felipe IV obligó al virrey entrante a entrevistarse con el saliente, Mortara, para planificar mejor la defensa del Principado. De alguna forma, aunque se aumentó el número deseable de tropas de guarnición en Cataluña (3.690 infantes y medio millar de caballos), no se innovó en cuanto a los planes acerca de las fortificaciones, de modo que las obras de Puigcerdà, Figueras y Barcelona, por este orden, se consideraban las prioritarias.104 Los problemas se presentaron por una doble vía. Por un lado, desde el barcelonés Consejo de Ciento hubo un intento por recuperar el autogobierno perdido en 1652 aprovechando, hasta cierto punto, la firma de la paz de los Pirineos en 1659. La infructuosa embajada de Pere Montaner, que se prolongó de 1660 a 1662, desencadenó un enfrentamiento entre ciertos consejeros de Barcelona y el virrey Mortara, hasta tal punto que, en abril de 1662, el Consejo de Estado, junto con el regente del Consejo de Aragón, don Miquel Salvà i de Vallgornera, solicitaron la desinsaculación105 de los «mal afectos» con el concurso del gobernador de Cataluña, Gabriel de Llupià, y antes de la llegada del virrey Castelrodrigo. Eso sí, todos buscaban la disimulación necesaria para que, además, despachar al síndico de la Ciudad Condal en la corte no se percibiese como una afrenta más del rey a Cataluña.106 Y, por otro lado, en agosto de dicho año un suceso menor acabó generando una gran excitación en el seno del Consejo de Aragón, donde se creyó que se había producido una gran conmoción con segadores en las cercanías de Barcelona. Don Gabriel de Llupià pudo acabar por explicar con calma lo ocurrido: un sacerdote llamado Garriga, calificado de «gran gavacho en tiempo de las turbaciones», tenía una deuda por cobrar de ocho fanegas de cebada que le debía un labrador de Hospitalet. Queriendo cobrarla, fue con un portero de la corte del veguer a conseguirlo, requiriendo al labrador el pago de la citada deuda. La discusión acabó en riña, pero se pudo solventar con facilidad. Llupià acababa su misiva congratulándose que «[...] por la misericordia de Dios este Principado y ciudad está tan quieta». Graves o no, tales incidentes hacían exclamar a consejeros, como el duque de Terranova, que le constaba cómo en Barcelona se hallaban «[...] algunos sujetos de los que habían seguido el partido de Francia en tiempo de la guerra con mucha autoridad y séquito, que eran muy cortejados de muchos, lo cual era muy reparado de otros», y era esta una problemática que no se podía perder de vista y enviar cuanto antes al virreinato de Cataluña al duque de Castelrodrigo.107

Y, con todo, la desprevención de la frontera seguía siendo, probablemente, la cuestión más trascendente, aunque apenas si se actuase para solventarla. En octubre de 1662 llegó al Consejo de Aragón una carta del obispo de Urgel en la que el prelado trazaba una inmejorable descripción de la situación en que había quedado Cataluña. Aseguraba el obispo que así como los cuerpos humanos estaban sujetos a muchas enfermedades,

assí las Monarchías a mucha variedad de accidentes. En la nuestra, por haberse quedado en estas partes Francia con las llaves de Perpiñán y Salses, hemos quedado descubiertos a sus invasiones y así es preciso cubrirnos con fuertes en la frontera. Por el camino real de los ejércitos están las plazas de Rosas, Gerona, Hostalric, Barcelona y Lérida. Por la montaña se puede venir a paso llano a Puigcerdà, a esta ciudad y pasar a Aragón y a esa corte sin tener quien se lo embarace fortificación, ni más gente que setenta hombres en Bellver y otros tantos aquí; hallándose los franceses con más de cuatro mil hombres108 bien pagados de infantería y caballería en [el] Rosellón. Y cualquier plaza de esta montaña que ocupasen serían dueños en ella para bajar a Lérida y las demás de nuestra retaguardia. De aquí se sigue la necesidad de cerrar este paso de Cerdaña y aunque sea materia fuera de mi profesión, represento a V.S.I. [que] no es conveniencia fortificar a Puigcerdà, sino hacerle una muy buena ciudadela, con que será muchísimo menor el gasto de hacerla y de sustentarla, fuera de que la villa, si no es los caballeros (que son muy pocos) y algunos otros [que] son buenos vasallos de Su Magdt., el resto [son] franceses que desean la ocasión por su mal natural, viviendo aliviados y descansados y viendo a sus vecinos oprimidos y trabajados con los muchos pechos que les ha puesto Francia. La villa se podrá cercar para una invasión ordinaria y eso solo lo podrán hacer ellos, que no es creíble cuanto sienten oír tratar de la fortificación por el freno en el que les ha de tener, y más si fuese ciudadela, de quien no pueden ser superiores como lo serían de la guarnición de la villa si esta se fortificase, y en estas materias y las de su afecto hablan bien desenvueltamente.

Para el obispo, el mal estaba en que en las bolsas de los cargos de Seo de Urgel solo estaban representados los afectos a Francia, y la culpa no era de don Miquel Salvà, regente del Consejo de Aragón, «que no los conocía, y se aconsejó con muy buenos vasallos de Su Magd., pero ellos no obraron como debían, no sé porqué. Aquello necesita remedio y el mejor es enfrenarlos con una buena ciudadela». El Consejo de Aragón estuvo completamente de acuerdo en que aquellas ideas le llegasen al rey y este dotase al virrey Castelrodrigo de los medios necesarios para llevarlas a cabo, mientras que el gobernador de Cataluña debería velar para que los territorios de la nueva frontera quedasen sujetos y libres de personas poco afectas.109

El marqués de Castelrodrigo en Cataluña

Al poco de incorporarse a su cargo, un angustiado Castelrodrigo informaba que «aquí es menester gente, porque puede asegurar a V. M. que en todo el Principado de gente efectiva no havia 500 hombres». Pero mientras se trataba del envío desde Milán de un regimiento alemán de mil efectivos, con un coste de 200.000 reales, también se comisionaba a don Josep de Pinós para que levase en Cataluña un tercio de mil plazas con destino al ejército de Extremadura; una política que, todo parece indicarlo así, buscaba descargar el Principado de gente problemática y acostumbrada a la guerra, cuando había allá tan pocos soldados del rey de guarnición. El Consejo de Estado escribía a cerca de ello al virrey Castelrodrigo señalando que

[...] sin hacerle sospechoso, disponga su salida [de Pinós], pues en cualquier parte estará mejor que en Cataluña, mayormente quando se reconoce la mano que allí tiene [...] cosa peligrosa en un sujeto que nunca [se] ha inclinado al servicio de V. Magd., antes, durante la guerra, ha estado fuera del. En cuyo motivo se le podría decir también es menester que en el tiempo presente esté muy a la mira de personas tales, observando sus acciones para ocurrir a tiempo con los remedios.110

Al mismo tiempo, otros dos caballeros, don Francesc Sentmenat y don Ramón Copons, fueron denunciados por el virrey por oponerse a que la armería de Barcelona estuviese bajo control virreynal, así como por discutir el donativo voluntario que haría Barcelona para las fortificaciones del país, consiguiendo con su influencia reducir la oferta inicial de 400.000 reales a solo 250.000. El Consejo de Estado reclamó la salida de Pinós y de Copons de Cataluña, sobre todo al ser informado también de algunos pasquines que corrían por la Ciudad Condal, uno de los cuales traducido decía: «Ay desdichados catalanes que fuertemente dormís y que assí es menester estar despiertos antes que ellos traten de estarlo». El Consejo de Estado recordó la necesidad de utilizar «cosa tan sensible como es para ellos la desinseculación» para orientar por el buen camino las voluntades en el seno de las instituciones políticas catalanas en favor de los intereses de la Monarquia. Es más, el Consejo de Estado solicitó a Felipe IV la exclusiva de la competencia acerca de la cuestión de las desinsaculaciones, dejando fuera del negocio al Consejo de Aragón, ya que por diversos intereses particulares, nunca aquel había desinsaculado a ninguna persona de las que se había quejado cuando era virrey el marqués de Mortara (que entonces, como consejero de Estado, buscaba variar su suerte).111 El 15 de abril de 1663, Felipe IV resolvió conceder a su virrey la capacidad de desinsacular de las bolsas de la Diputación y del Consejo de Ciento a todas aquellas personas que estimase oportuno para asegurar el mantenimiento de la justicia y la seguridad del país. El Consejo de Aragón, menos el regente don Miquel de Salvà, consideró que no era necesario hacer novedad alguna al respecto, ya que don Juan José de Austria no había dispuesto de dicha facultad y temían que el virrey de turno (porque presuponían que, una vez concedido a uno, los demás virreyes que fuesen a servir al Principado lo solicitarían también) estuviese mal informado sobre alguna persona —«[...] suelen peligrar sus noticias en la siniestra intención o fines particulares de quien los informa»— antes de decidirse por su desinsaculación. Pero aprovechando el voto favorable del regente Salvà en este asunto, el Consejo de Estado se reafirmó en dar su consentimiento a esta medida y le respondió al Consejo de Aragón que «la suprema ley es la quietud y tranquilidad de la República, por la qual se puede apartar alguna vezes el Príncipe de las reglas del derecho común para asegurar el estado».112

El virrey Castelrodrigo aprovechó, pues, la coyuntura y no dudó en recomendar el destierro de Cataluña de algunos afectos a Francia dado el inconveniente de «conservar semejantes víboras en el seno, pues han sido pésimos, como se sabe lo son y lo serán, y hasta que poco a poco no se haya limpiado aquello y quede sin los que dogmatizan de secreto, jamás V. Magd. podrá asegurarlo del todo». La idea del virrey era enviarlos a algún lugar donde la comunicación con Francia no fuese tan fácil, como Cerdeña, que tenía la ventaja de su vecindad con África, «con la contingencia de que en los pasajes diesen en manos de corsarios, o se ahogasen en el mar».113

Fuera de las dificultades políticas, el virrey Castelrodrigo se lamentaba por el «desdichado estado en que se hallan estos presidios y guarniziones», con unas tropas que estaban desesperadas, y se preguntaba: «para qué sirbe gastar en las lebas para que se deshagan por hambre; allá todo se va en consultas y decretos, la gente con esto no come». En las guarniciones de la frontera, numerosos soldados «se han helado de pura desnudez» mientras hacían guardia en las murallas, llegando al extremo que muchos de ellos se alquilaban como trabajadores para sobrevivir; unos soldados que «habían sido gloriosos conquistadores de la Real Corona de V. Magd. deste Principado».114 En mayo de 1663, Castelrodrigo volvía a demandar la llegada de soldados alemanes para Cataluña, «[...] pues los españoles es vergonzosa cosa como se huyen y deshacen y la caballería montada de extranjeros, pues pudiendo asegurar esta plaza [Barcelona], al instante saldré en persona para dar la calor que conviene a materias de las cuales depende la seguridad de toda España».115 Se refería el virrey a las obras de fortificación de Puigcerdà116 (cinco baluartes, un hornabeque y una media luna o revellín), donde tenía quinientos hombres de guarnición y la misma cantidad de trabajadores laborando en dichas defensas gracias a los 160.000 reales recibidos —mientras esperaba otros 400.000. Pero el virrey no salía de su angustia, escribiendo al poco «que aquello está reducido al último extremo, manifestando alguna desconfianza de los naturales y refiriendo cuan falto está de soldados y los pocos que hay se desharán totalmente si no se les asiste con prontitud [...]».117

Teniendo en cuenta estas deficiencias, ¿qué valor podían tener algunos planes de mejora integral de la frontera catalana? En concreto, Castelrodrigo había remitido a la corte algunos informes confeccionados por el general de la artillería Marcos Alejandro del Borro quien, una vez más, desechaba la fortificación de Figueras y se decantaba por levantar otra de planta pentagonal en Cabanes, con la intención, siempre, de cerrar el Ampurdán a cualquier avance de Francia, así como aumentar las defensas de Puigcerdà hasta los nueve o diez baluartes. El precio de tales obras, sin contar las demás que había que atender, era de seis millones y medio de reales y, ante tamaña cantidad, no se hizo nada. Quizá más posibilidades hubiera tenido aprovechar las primeras noticias del malestar en el que vivían los roselloneses, ahora bajo el control de la monarquía francesa. En agosto de 1663 informaba oportunamente el virrey que, a través de ciertos confidentes del Rosellón, se le había asegurado

[...] la desesperación en que se hallan aquellos naturales por la opresión que padecen en el dominio francés, especialmente de la sal, y violación total de sus privilegios, con que conmovidos los ánimos hubieran pasado a emociones generales si franceses no los entretuvieran dándoles a entender que se está tratando entre los comisarios de entre ambas coronas en Guipúzcoa el canje del Rosellón con la Borgoña.

También le llegaban noticias del envío de tropas francesas del Rosellón hacia la frontera de Italia. Castelrodrigo pensaba que una buena opción era dejarles claro que no habría canje, de modo que los del Rosellón pudiesen alzarse y, de esa forma, evitar que Francia presionase más duramente por Italia. Pero en ningún caso se pensó en una intervención militar en la nueva frontera, máxime cuando Felipe IV comenzó a solicitar, ya en septiembre, a los reinos de la Corona de Aragón (y a Cerdeña) la leva de tercios de trescientos o cuatrocientos hombres para enviarlos en 1664 a luchar en la guerra contra Portugal.118

El virreinato de don Vicente Gonzaga (1664-1667)

La llegada de un nuevo virrey a Cataluña, don Vicente Gonzaga y Doria, no se tradujo en el envío de nuevos medios de guerra, antes al contrario. Ante las dificultades iniciales para encontrar dinero, el virrey Castelrodrigo había obtenido que Cataluña pagase un donativo voluntario durante tres años para mejorar su sistema defensivo (cuestión que trataremos in extenso en el punto IV). La recaudación del primer año —unos 700.000 reales— y otros 250.000 aportados por el rey deberían invertirse en las fortificaciones de Puigcerdà, Rosas, Camprodón y Castellfollit, por este orden, mientras que la aportación del donativo catalán de los restantes dos años se invertiría en las defensas de Figueras, «dejando de hacer la ciudadela que había pensado». También se había decidido derruir las deterioradas defensas de Castellón de Ampurias e invertir alguna cantidad en las de Cadaqués y Palamós. Pero en Cataluña todo el mundo era consciente de dos cosas: primero, que sin continuidad ninguna de aquellas obras se acabaría nunca; y, segundo, que contando únicamente con el dinero que aportase el donativo catalán tampoco habría suficiente para finalizar ni una sola de dichas obras, de manera que el esfuerzo económico de la Monarquía era insustituible. Hacia junio de 1664, Gonzaga aun no había recibido los 250.000 reales para fortificaciones prometidsinos por el rey para Puigcerdà, cuando el Consejo de Estado evaluaba en 820.000 reales los necesarios para finalizar las obras de aquella plaza y el resto de los presidios de Cataluña.119

Tampoco iba sobrado Gonzaga de caballería, pues ante la demanda de salida de la misma hacia Valencia, el virrey señalaba cómo entonces no quedaría compañía alguna para vigilar la frontera con Francia, «a donde hoy no hay más que dos compañías de caballos para resguardar la plaça de Puycerdán que se está fortificando, y tres que cubren la parte que mira a Rosas y al Portús, por cuya atención no se atreverá a dejar totalmente descubiertos aquellos puestos». Ni tampoco iba sobrado de dinero, por eso intentaba razonar el peligro de dejar las fortificaciones de Cataluña al cuidado de guarniciones mal asistidas, sin olvidar la discutible fidelidad de los catalanes: «[...] el peligro que hay entre los naturales cuyo desafecto es digno de toda atención. Y ya que en toda la frontera de Portugal no hay una almena que resguarde a estos reinos, no debe V. Magd. permitir que Cataluña se halle tan desprevenida y la gente que la sirve de guarnición tan necesitada».120

A comienzos de 1665, el virrey Gonzaga se quejaba que desde que servía en aquel cargo solo había recibido 772.330 reales de plata, cuando se le debían haber enviado 2.369.400 reales. El resultado era que en una plaza como Puigcerdà, en la cual llevaban invertidos 850.000 reales, aun faltaban por finalizar la mitad de las obras.121 Solo el Consejo de Aragón se mostró más beligerante en sus reivindicaciones, y reclamó la urgente necesidad de acabar la fortificación de Puigcerdà, recomponer Camprodón —con un coste de 250.000 reales— y fortificar Figueras, Cadaqués, Rosas y Palamós, ya que el rey había decidido que todas ellas conformaban el sistema defensivo de la nueva frontera catalana. «Y aunque no se han dado principio a ellas, que necesitan de años y crecidísimas cantidades de dinero, sí se deben acabar». Además, aquel verano los franceses movilizaron una flota de ocho bajeles y once galeras con dos mil soldados embarcados, además de sus dotaciones, en principio para ir contra Berbería, pero se dieron órdenes de extremar la vigilancia en toda al costa del Mediterráneo. Esta contingencia sirvió al Consejo de Aragón para insistir ante Felipe IV en el sentido que aunque se enviase en una sola partida todo el dinero necesario para acabar las obras de las fortificaciones catalanas, ya no había tiempo para arreglarlas, ni tampoco tropas suficientes para defender el territorio de una posible invasión, terrestre o marítima. El virrey Gonzaga, ante lo ridículo del número de tropas que defendían Cataluña (en septiembre de 1665 solo había 1.218 plazas efectivas y necesitaba urgentemente otras 2.187), sugirió, con el apoyo del Consejo de Aragón, que en caso de invasión francesa tendría que valerse de las milicias del Principado. Evidentemente, con esto último se buscaba la reacción de Felipe IV, que en julio aseguró a su virrey que habría dinero para las fortificaciones catalanas y al menos trescientos o cuatrocientos reclutas que se harían en tierras de Aragón, Cuenca y Guadalajara.122

En aquellos momentos, otros problemas acechaban a la Monarquía. El 17 de septiembre de 1665 fallecía Felipe IV. La reina viuda, ahora gobernadora, Mariana de Austria, confirmó en su cargo a don Vicente Gonzaga, así como a los demás ministros y oficiales, enviando un nuevo privilegio de virrey que fue inmediatamente reconocido. A tenor de lo explicado hasta ahora, la situación era muy complicada en el Principado. Entre abril y julio de 1665, el virrey Gonzaga solo había dispuesto de 329.124 reales de plata para mantener a sus tropas. Estas malvivían en sus guarniciones sin uniformes, sin apenas mantas y jergones y, desde finales de agosto, cuando el asiento de granos falló completamente, sin el pan de munición diario suministrado por el rey. Por todo ello, en una misiva apuntaba Gonzaga: «La necesidad y el frío acabará los pocos soldados que han quedado y la desprevención de las plazas convidará a los émulos de la corona». Ciertamente, no sería culpa suya si Cataluña se perdía.123

El consejo de Guerra era consciente, y así se lo hizo saber a Mariana de Austria, «que las plazas y puestos de Cataluña están expuestas totalmente al advitrio (sic) y resolución que quisieren tomar los franceses», y señalaban cómo, por ejemplo, en Puigcerdà había ochenta soldados de guarnición, cuando se necesitaban mil quinientos, mientras que en otras plazas importantes «[h]ay a treinta, a quince, a ocho y a tres soldados y todos desnudos y [h]ambrientos», cuando los franceses podían juntar en breve tiempo hasta cinco mil infantes en Colliure, Perpiñán y otros parajes.124 En tal tesitura, Gonzaga se negó a recibir caballería en Cataluña si no le llegaban las remesas correspondientes de grano, alegando, sabedor que era argumento infalible en la corte, «[...] los inconvenientes que por esta misma causa sucedieron el año de [16]40 que aun tanto más se deben [h]oy recelar cuanto la necesidad puede dar pretexto al sentimiento [...]».125

En realidad, el peligro era grave porque aprovechando la conferencia de Figueras,126 Luis XIV había enviado al Principado al marqués de Bellefonds, quien, en Gerona, reconoció dos medias lunas de cal y canto que se habían hecho para cerrar la brecha del último sitio francés (1653). Más tarde alcanzaría Perpiñán pasando por Figueras. Este viaje, «en cuanto a guiarle por Cataluña, no se qué pueda haberle llevado otro intento que el que dije al principio que es de reconocer Fraga, Lérida, Barcelona, Hostalric y Girona y espiar los ánimos de los naturales», aseguraba el virrey Gonzaga. Además, otros oficiales franceses indagaban constantemente sobre el estado defensivo de Camprodón o de Rosas.

Tanto el virrey como el consejo de Aragón reiteraron a Mariana de Austria la gravedad de la situación en la frontera, con unas plazas sin perfeccionar, carentes de tropas y desasistidas de artillería, municiones y víveres. Fortalezas como Rosas, Cadaqués y Camprodón podían caer en menos de ocho días si el enemigo realizaba un ataque relámpago, y perderlas significaba que más tarde costaría mucho su recuperación, tanto en sangre como en dinero, y, quién sabe, «quizás abenturarse el todo». Gonzaga añadía: «Esta provincia no es Flandes, ni Italia adonde quien gobierna tenga arbitrios y medios extrahordinarios, todo lo han de hacer [con] los que V. Magd. remitiese [...]».127 Por otro lado, a comienzos de marzo de 1666 habían entrado otras diez compañías de caballería y veinticuatro de infantería en el Rosellón, y aunque no eran una fuerza como para preparar una invasión, siempre era inquietante conocer el contraste de medios entre una y otra monarquía, sobre todo si se los comparaba con el estado de una plaza como Palamós, muy importante para la estrategia defensiva catalana en caso de perderse Cadaqués y Rosas. Según su gobernador, J. Villa, las defensas exteriores de la plaza estaban sin levantar, apenas si eran cimientos; la alternativa solo podría ser la presencia de una guarnición adecuada para defender la posición, que tampoco había, sobre todo si tenía toda la artillería sin montar, con apenas capacidad para realizar dos disparos antes de caer en el suelo y, lo más triste, con solo dos artilleros para servirla y, además, inútiles para el servicio. Los almacenes para los víveres, la pólvora, etc., estaban prácticamente derruidos y sin posibilidad de ser reparados. Palamós no era un caso excepcional.128

En abril llegaron nuevas noticias de la frontera, transmitidas por el maestre de campo general, Pablo de Parada, al gobernador de Cataluña, Gabriel de Llupià, nada tranquilizadoras. A la entrada de tropas de guarnición en el Rosellón, las cuales «contemporizan grandemente con el país pagando hasta el forraje y que todos publican se quitará el pecho de la sal», explicaba Parada, se añadía el hecho de que los franceses estaban proveyendo una armada en Tolón con treinta y siete navíos de guerra, doce galeras y otras naves auxiliares. Con aquel ejército y el concurso de la armada, Francia podía atacar en cualquier momento, sobre todo, pensaba Parada, si España firmaba la paz con Portugal y, posteriormente, buscaba concertar una alianza con Inglaterra. Y si eso fuese así, sería muy poco lo que se podría hacer en la frontera catalana, donde todas las defensas exteriores de las plazas estaban por acabarse, donde faltaban medios de guerra en todas partes y la población es encontraba desanimada por la falta de efectivos que la pudiesen defender. Es más, Pablo de Parada aseguraba que corrían voces que señalaban que Madrid no remitía suficientes tropas a Cataluña «por no mostrar desconfianza, quando ha sido siempre estilo el armarse el que ve que su vecino lo hace». La única solución, además de remitir mucho dinero, tropas y arreglar la artillería era meter «gente de la segura del país» en plazas como Rosas o Palamós, por ejemplo. Pero Parada era muy pesimista ya que estaba convencido que, si los franceses querían, con las tropas que tenían en la Guyena —ocho mil infantes y dos mil efectivos de caballería aprestados— «[...] con ellos se nos vendrá a Gerona y Palamós, que si están en el estado que hoy se hallan no le pueden hacer ninguna resistencia». Ciertamente, se había trabajado un tanto más en Puigcerdà, Camprodón, Castellfollit y Rosas, y quizá para san Juan estarían en mejor defensa, pero faltaban muchos más medios de guerra. Para Pablo de Parada, la situación de urgencia que se vivía reclamaba la llegada de quinientos efectivos de caballería y otros quinientos de infantería de Castilla, que la Diputación y Barcelona levasen sus tercios e, incluso, que los tercios de los reinos de Valencia y de Aragón fuesen a servir a Cataluña en lugar de Portugal, solo de aquella manera se podría defender mejor la frontera; si no se hacía así y el enemigo atacaba por Palamós, Gerona y Hostalric y caían dichas plazas, entonces harían falta «dos campañas con buenos sucesos en las Armadas de mar y tierra para echarlos fuera».129 Es decir, de nuevo el fantasma de tener a los franceses en el Principado.

Todas aquellas advertencias apenas sirvieron para nada, y un dolido virrey Gonzaga escribía en los siguientes términos al secretario don Diego de Sada: «[...] ni han dado orden de que venga aquí ninguna cavallería ni la pueden dar porque ahora lo que les duele es Extremadura, y por la misma causa tampoco me enviaron infantería con que si de Italia no me viene algún socorro de gente, esto quedará en el desamparo que hoy se halla». Por lo tanto, en carta ahora a Mariana de Austria le decía: «[...] todo lo que está a la frontera queda aventurado y a arbitrio de quien acometiere tomar empeño en la parte que estuviere menos prevenida, y no por culpa mía, que desde ahora me descargo de cuantos inconvenientes pudieren sobrevenir si el çelo indiscreto y la pasión de mirar a luz más viva de la que fuera justo me hace exceder en esta representación [...]», puesto que estaba convencido que el «antemural de España», es decir Cataluña, estaba en peligro de perderse.130

Dicha circunstancia pareció materializarse cuando un incidente muy grave ocurrió en la plaza del Rey de Barcelona el 17 de marzo de 1666.131 Iba a ser ejecutado el capitán de infantería Miquel Rius, conocido como la Anxova, acusado de un asesinato y otros delitos. Con todas las calles circundantes rebosantes de público para presenciar la ejecución, la impericia del verdugo a la hora de preparar al reo para consumarla hizo que este se alzase dada la tensión del momento. El verdugo, en acto reflejo, se abalanzó sobre Rius y ambos cayeron del catafalco al suelo. Los oficiales del rey asistieron al verdugo, mientras otros trasladaron a Rius al palacio real. Según la versión de los consellers de Barcelona, sin que mediase ningún tipo de reacción por parte del público, efectivos de infantería (dos mangas) y una tropa de caballería lo atropellaron, muriendo entre doce y catorce personas e hiriendo a otras muchas, lanzando las tropas algunos gritos de «viva España», sin tener cuidado de que entre el público había mujeres y niños. Los consellers se quejaron amargamente del trato recibido por parte de las tropas en carta a la reina del 20 de marzo. En otra del día 27 del mismo mes, los consellers pudieron dar datos más concretos: los fallecidos eran tres mujeres y un niño pequeño, pero los heridos muy graves eran otras tres o cuatro personas, siendo innumerables los lastimados por espadas e incluso arma de fuego, por no hablar de los golpeados por los caballos y por el tumulto que se originó. En carta a su agente en la corte, Joan Francesc Pujol, del 10 de abril, los consellers elevaron en otros cuatro muertos (dos mujeres, un sacerdote y un hombre pisoteado por los caballos) el número de bajas producido hasta entonces, señalando que, al final, el número de decesos sería, lamentablemente, el señalado en su primera carta. Don Vicente Gonzaga, loaban los consellers, se había portado caritativamente, preocupándose por aliviar y consolar a los heridos, además de ordenar que fuesen visitados y asistidos con dinero los necesitados. Rius fue ejecutado sin mayores incidentes al día siguiente de tan terribles hechos.

Mariana de Austria contestó en carta del 5 de abril, que fue oportunamente dada a la imprenta de J. Mathevat para una mayor difusión, lamentando «el sentimiento que os ha causado la voz de que usaron algunos de los soldados, de que pudiera ocasionarse nota en vuestra fidelidad, si yo no me hallara con la entera satisfacción, que tan justamente me teneys merezida, y es notoria a todos». La reina aseguraba que había dado órdenes al virrey Gonzaga para que hiciese rápida justicia, dando satisfacción a la población barcelonesa, mientras se ordenaba el socorro de aquellos que quedaron heridos y a los parientes cercanos de los fallecidos, transmitiendo alivio y consuelo a todos ellos. Pero algunos otros pequeños incidentes menudearon aquellos días entre los paisanos y las tropas custodiantes de las puertas de Barcelona, situación que hizo exclamar a Miquel Salvà, regente del consejo de Aragón, que, «aunque estas son materias que por sí no tienen gran cuerpo para la desconfianza de aquellos naturales, pero induce la inquietud de sus ánimos en los lugares vecinos a Barcelona la libertad con que se habla y la poca fuerza que tiene la justicia [...]».132

Después de numerosas gestiones realizadas por parte del virrey Gonzaga, este recibió en diciembre la promesa de que contaría con 256.000 reales, una cantidad ínfima si quería mantener la gente que había llegado para luchar en Cataluña (de Italia y de Castilla) si se declaraba la guerra en 1667. Además, se comenzó a tratar sobre el relevo del virreinato catalán.133 El Consejo de Aragón remitió un informe muy interesante sobre dicha cuestión. El elegido, según su parecer, debía ser un militar y político de experiencia, que conociese el Principado y fuese capaz de hacerlo contribuir para la guerra, mientras la ayuda de Madrid sería muy importante. De hecho, el Consejo de Aragón reiteró que en Cataluña no solo había un problema de falta de inversión de medios en las defensas del país, sino de tipo político, ya que en las ciudades catalanas existían

[...] disensiones y bandos entre los que han seguido los partidos de España y Francia, que como los ministros de esta han gobernado tantos años y hecho singulares beneficios a muchos naturales con facilidad puede creerse que estos, obligados, esperan el rompimiento con deseo, y como se hallan fomentados de los catalanes que se quedaron a la obediencia de Francia en el condado de Rosellón y persuadidos de que ha de ser con brevedad la guerra abierta, van encendiendo en varias partes del Principado estas discordias que han ocasionado ya muchas muertes, porque cuando llegue la ocasión con más facilidad se muevan a su devoción los ánimos de sus dependientes, y ya se experimentaron con evidencia estos efectos, porque creyendo las relaciones de los franceses, tuvieron por cierto el rompimiento luego que murió Su Magd. (que esté en gloria) y introdujeron con algunos de las montañas para juntarse en cuadrillas conmoviéndose con voces de viva Francia; pero esto se desvaneció reconociéndolo con diferentes designios; y en el estado presente no influyen menos los mal intencionados con las representaciones de nuevas ligas, que si saliesen ciertas correría gran riesgo el romperse la guerra por aquella parte.

Además, a Francia hacer la guerra por Cataluña no le representaba un gran esfuerzo, porque

La frontera está abierta, los puestos desprevenidos, franceses prácticos del país, en Rosellón y en las plazas del Lenguadoc conservan más de cinco mil infantes y mil caballos, que siendo veteranos en las levas nuevas que se pueden hacer con tanta brevedad en aquellas provincias comarcanas, y otra tanta caballería que se juntara sin mucha negociación de la frontera; y en Perpiñán se está fabricando a toda prisa todo el tren de la artillería de ajustes y carromatos, y las piezas se funden en Narbona, y en una y otra parte se trabaja en las prevenciones y provisiones necesarias para un ejército, que siendo un país tan pingüe como el de Rosellón, probablemente puede inferirse que con muy pocos días podrá el francés invadir a Cataluña con la gente necesaria para obligar a V. Magd. a grandes prevenciones para su defensa.134

Mientras se decidía el relevo del virrey Gonzaga, nuevos informes remitidos desde Puigcerdà señalaban cómo su guarnición soportaba el invierno desnuda, enferma y sin cobrar nada desde hacía meses, cuando algunos, desesperados, huían «descolgándose de las murallas». En aquellos momentos, cuando en Cataluña solo quedaban cien soldados de caballería en servicio, si los franceses tomaban Puigcerdà con sus tres mil infantes y mil caballos ponían en peligro Seo de Urgel, Lérida y Vic y sería prácticamente imposible expulsarlos de Cataluña si no se hacía un esfuerzo de guerra terrible.135

En un informe de finales de abril de 1667, el virrey Gonzaga aseguraba que en Catalunya desde el año anterior tan solo habían llegado doscientos ochenta hombres de refuerzo, cuando en las plazas más relevantes había muy pocas tropas (en Puigcerdà apenas doscientos diez hombres, en Barcelona seiscientos, en Rosas doscientos cincuenta, en Palamós ciento diez). De tales informes se desprendía que si Francia atacaba con decisión, en muy poco tiempo y sin mucho esfuerzo los franceses podrían ganar Gerona, Hostalric y, con su armada, ocupar Palamós,

puesto que fuera de tan gran padrastro a Barcelona y ¿quién dificultaría a este grueso el ganar a Vique, Berga, Ripoll y Cardona, haciéndose señor de toda la montaña dejando cortados a Camprodón y Puigcerdà?; y si se aplicasen a Puigcerdà, ¿quién la defenderá?, siendo plaza que necesita de 3.000 hombres para su resguardo y hoy no tiene más que los que he referido; sí un pueblo numeroso y poco afecto.

Y una vez más, el Consejo de Estado, cuando pedía toda la ayuda posible para defender Cataluña, lo hacía pensando no solo en los franceses, sino también en la necesidad de controlar a los propios naturales.136

La guerra de Devolución, 1667-1668

El 24 de mayo de 1667 un Real Decreto informaba de la ruptura de la paz por parte de Francia.137 Sería el primer conflicto del reinado de Carlos II. El Consejo de Guerra, reunido el día 27, creía que Luis XIV actuaba así pensando que «la violencia de las armas podrá confundir lo que la razón de las leyes no le pudiera conceder», aprovechándose de la minoría de edad de Carlos II. La guerra fue la culminación de un largo proceso en el que, por un lado, mientras las Provincias Unidas habían visto positivamente un reparto con Francia de las posesiones hispanas del norte de Europa (por ejemplo en 1653 y en 1663-1664), sin contar ya con la posibilidad de crear una república independiente, una vieja propuesta del cardenal Mazarino de 1655 y 1658, pasaron a mostrarse mucho más preocupadas cuando Luis XIV se lanzó a la conquista de todo el territorio, y especialmente cuando en enero de 1668 firmó un primer tratado secreto con Leopoldo I de Austria por el reparto de la herencia hispánica ante la posibilidad de una muerte repentina de Carlos II de España (el famoso tratado de Grémonville). La Monarquía Hispánica, que vio como las Provincias Unidas rechazaban entre 1663 y 1666 cualquier posibilidad de concertar un tratado de alianza con ella, sufrió en solitario los rigores de la guerra en 1667 y en cuatro meses perdió siete plazas importantes de los Países Bajos hispánicos, e incluso, en febrero de 1668, el Franco-Condado. La situación creada forzó a las Provincias Unidas a buscar un compromiso con Inglaterra y Suecia, y en enero de 1668 se firmó la Triple Alianza con la intención de frenar las reivindicaciones (y la expansión desmedida) francesas. Muy hábilmente, en opinión de Manuel Herrero, ante la posibilidad de recuperar las plazas perdidas en Flandes o el Franco-Condado en el tratado de paz de Aquisgrán, firmado en mayo de 1668, la Monarquía Hispánica optó por la segunda opción, puesto que la corte madrileña interpretó muy acertadamente que una Francia fuerte en el sur siempre tendría en tensión a las Provincias Unidas ante el riesgo de una conquista total del territorio hispano. De este modo, en el futuro, y no se equivocaron, sería mucho más fácil encontrar ayuda entre las potencias norteñas. Es más, para mantener las Provincias Unidas siempre pendientes de la situación de la Monarquía Hispánica en Flandes, esta dio pábulo a algunas insinuaciones hechas por Francia de intercambiar los Países Bajos hispánicos por los territorios perdidos en Cataluña. Así ocurrió en 1669 o en 1673, pero cuando en 1678, a finales de la guerra de Holanda, la Monarquía Hispánica firmó un acuerdo con Inglaterra y las Provincias Unidas acerca de la seguridad de los Estados de Flandes, toda posibilidad de intercambio de territorios se esfumó.138

Cataluña no estaba preparada para una guerra en 1667. El Consejo de Aragón reconocía que las guarniciones de las fortificaciones catalanas se encontraban «desnudas y muertas de hambre», además de sin armas ni municiones. Por otro lado, las fortificaciones necesitaban todavía de numerosas obras para estar en disposición de defensa. Esta sería la herencia recibida por el nuevo virrey de Cataluña, Gaspar Téllez Girón, duque de Osuna, quién llegó a Barcelona el 4 de agosto de 1667.139

Al estallar la guerra, los franceses pudieron adquirir ventaja gracias a sus mil caballos y cinco mil infantes en servicio, los cuales invadieron el Ampurdán ya el mes de julio con solo cuatrocientos efectivos de caballería y algunos de infantería, llevándose doce mil fanegas de grano, mientras que con otros trescientos caballos podían presionar la Cerdaña. Su gran ventaja era que con su armada —quince galeras y ocho navíos en servicio en Tolón— no solo podían desembarcar pertrechos de guerra en los puertos del Rosellón, sino que también ponían el miedo en el cuerpo en toda Cataluña al poder atacar en cualquier momento Rosas, Cadaqués y Palamós sin oposición.140

Cuando los franceses atacaron por Llívia y Puigcerdà, la reacción del duque de Osuna fue bastante rápida y remitió dos mil trescientos infantes, entre soldados y gente del país, y doscientos caballos que, una vez rechazados los franceses hacia el Conflent, tomaron hasta cincuenta y cinco lugares del valle de Querol y de la Cerdaña francesa, sobre todo cuando el virrey remitió al gobernador de Cataluña, don Gabriel de Llupià, algunos refuerzos de tropas. Todo el mundo lamentó en aquel momento el peligro de un ataque francés a Puigcerdà aunque dispusieran de tan pocos medios, porque esta cubría el país hasta Barcelona, al quedar Gerona desplazada hacia un lado, y no era plaza que pudiera aguantar ni cuatro días si no disponía de un ejército poderoso en el interior de sus muros; además, el enemigo podía tomar la Cerdaña y saquearla o quedarse alojado, atacando no solo Puigcerdà, sino también Seo de Urgel. Pero, en buena medida, era la misma actitud de desconfianza de la corte hacia los catalanes la principal ventaja de los franceses. Porque cómo considerar, sino, la postura del marqués de Mortara en el Consejo de Estado, quien recomendó no aceptar el ofrecimiento de las ciudades de Lérida (mil hombres) y Balaguer (quinientos hombres) de levantar tropas «por estar la guerra lexos de aquellos parages [y] por no augmentar gente en disciplina catalana [h]asta estar con número la cavalleria de manera que no fuessen superiores los catalanes en buena ordenanza y con cavos en forma militar a la gente de guerra [del rey]».141

De hecho, la corte tampoco aceptó el ofrecimiento de don Pau de Arenys y de Armengol de levantar un tercio de mil plazas, controlando él los nombramientos de la oficialidad, para poder actuar en la defensa de Puigcerdà, Seo de Urgel, castillo de Valencia (València d’Áneu) y Castell-Lleó, es decir dejando claro que no irían en ningún caso a luchar a Portugal. Pero, de manera muy contradictoria, en Madrid también se tenía miedo, en palabras del virrey Osuna, al «descaecimiento de los ánimos de estos naturales para defenderse por sí solos»; ahora bien, siempre que en el Principado vieran las tropas del rey, entonces «muchos serán firmes en el servicio de V. M., pero si no, muy pocos». Quizás los consejeros cortesanos confiaban más en los ochocientos milaneses que llegaron aquellas semanas. Aseguraba Osuna que «no hay parte alguna en Cataluña donde no haya afectos a Francia, en unas más que en otras, y con la seguridad de la paz se irá esto continuando sin reparo, y [h]oy se irá descubriendo con la guerra, y puedo asegurar a V. Magd. cada día más que no son los peores vasallos que tiene V. Magd. los de Rosellón y que si hubiera fuerzas se viera mejor y muy presto».142 Evidentemente, la tensión, el miedo, exacerbaban la desconfianza, pero tampoco se perdía de vista que una invasión del Rosellón, sobre todo si se podía contar el apoyo de sus habitantes, podía llegar a descargar parte de la tensión acumulada en aquella frontera.

Desde enero de 1668, el virrey Osuna escribió repetidamente a la corte describiendo una situación que no por apocalíptica era menos verdadera. Después de razonar la disposición francesa de actuar la campaña de aquel año con veinticinco mil infantes y seis mil caballos en el frente del Rosellón, una indudable exageración, Osuna tenía unos argumentos de peso cuando señalaba que solo disponía de unos mil caballos y tres mil doscientos efectivos de infantería, que carecía dinero para acabar de arreglar las armas (solo se habían enviado 20.000 reales de los 100.000 prometidsinos) y la artillería y el estado de las fortificaciones era lamentable. Puigcerdà carecía de una media luna para cubrir la puerta principal y un hornabeque, además del camino cubierto en todo el perímetro exterior de la fortificación, unas construcciones urgentes que, de contarse con ellas, servirían para desanimar un nuevo ataque por parte de los franceses, puesto que, en palabras del gobernador de Cataluña, Llupià, de perderse la plaza «[...] jamás la volveríamos a recobrar porque nosotros no podríamos subir allí artillería y el enemigo sí y sería señor de toda la montaña». En Gerona había que fortificar una elevación cercana para evitar que el enemigo se hiciera fuerte en ella; en Palamós, como en Rosas, Castellfollit y Hostalric, se había trabajado bastante, pero todavía quedaba mucho por hacer, sobre todo cuando los únicos medios de los últimos tiempos provenían del donativo voluntario de Cataluña.143

Con aquellos augurios no es de extrañar que el virrey Osuna diera por hecho que Francia atacaría aquella campaña Rosas o Gerona jugando con su armada. El caso es que, en abril de 1668, se pidió al general de las galeras, marqués del Viso, que las de España, Génova, Nápoles y Cerdeña estuvieran de servicio en Cataluña, mientras que en enero de 1669 el Consejo de Guerra propondría situar el ejército de Cataluña en doce mil plazas de infantería y tres mil quinientas de caballería, de las cuales se reclamaban un mínimo de tres mil infantes y trescientos caballos de guarnición en Barcelona. Aun así, el problema más grave era de dónde sacar unos seis mil infantes, puesto que todas las previsiones apuntaban que solo otros seis mil de ellos se obtendrían de levas en Castilla y de los servicios de tropas de los reinos de la Corona de Aragón. Por otro lado, se solicitó también la mejora de las defensas de la Ciudad Condal y de Montjuic, sobre todo la construcción de cuatro revellines para proteger las puertas de la urbe y del camino cubierto de toda la plaza, pero, como siempre, fallaría el dinero: el presupuesto mínimo era de 505.420 reales, cuando desde el Consejo de Guerra habían destinado en general para las fortificaciones catalanas solo 60.000 reales, aunque prometieron 200.000. Ante semejante política, cuando aquellas semanas el duque de Osuna hizo un recorrido por las plazas de la frontera, sus misivas reflejaron una situación inadmisible: desde Palamós decía: «yo voy acabando de reconocer estas plazas y no he visto ninguna que no necesite de un todo para estar medianamente como deben y como la necesidad lo pide». Gerona y Puigcerdà precisaban todo lo que se había pedido «porque les falta mucho, aunque se prevenga por mi parte con quanto cave en lo posible».144

A pesar de todas estas insuficiencias, el duque de Osuna intentó ocupar por sorpresa el castillo de Bellaguarda argumentando que, dada la imposibilidad de construir fortificación alguna que cerrara la entrada del rival por carecerse de «tiempo y dinero», lo mejor era apoderarse de una posición que permitiría invadir el Rosellón y «meteria en gran confussion hasta las mismas puertas de Perpiñán a todos los lugares de aquel contorno», una medida que, además, «alentaria los paisanos de Rossellón que [nos] son afectos y no [son] pocos». La operación, que se confió al gobernador de Rosas, el general de la artillería Marco Antonio Genaro, se frustró por no conseguir llegar las tropas a pie del castillo para dar el asalto cuando todavía era de noche y ganarlo por sorpresa.145

Para alivio del virrey Osuna, las paces se confirmaron a comienzos del mes de mayo de 1668 (Paz de Aix-la-Chapelle o de Aquisgrán) —mientras no se ratificarían hasta finales del mes de junio—, cuando los franceses ya disponían de seis o siete mil hombres en el Rosellón y él no había recibido todavía las tropas que se encontraban en Portugal, «donde no son de ningún servicio». No obstante, los franceses creían que del extinto frente portugués podrían llegar a Cataluña hasta ocho mil hombres y también estaban inquietos.146 Los planes de la corte pasaban para dejar un pequeño contingente de tropas vigilando el Principado —mil efectivos de caballería, que solo en 1669 subirían a mil quinientos, y cinco mil infantes, mientras Osuna solo disponía de tres mil en aquel momento—, con la oposición del virrey, que quería más refuerzos (tan solo para las guarniciones de todas las fortificaciones importantes necesitaba unos ocho mil infantes).147 No era sino el miedo a la reacción de Francia, la cual «no ha dexado de dar cuydado saver que han entrado y se mantienen tantas tropas de cavalleria en Cataluña», lo que llevaba al Consejo de Guerra a mirar de reducir las tropas estacionadas en el Principado.148

De camino a una nueva guerra, 1669-1673

Desde el otoño de 1668, el virrey Osuna envió constantemente información a la corte con respecto a los movimientos de tropas de Francia en el Rosellón, un argumento que le sirvió no solo para defender la presunción de un nuevo conflicto en cualquier momento, sino también para pedir nuevos recursos para las guarniciones catalanas, que se morían de hambre. Por ejemplo, del tercio aragonés del conde de Montoro, de mil cien plazas, faltaban setecientos soldados. En enero de 1669, el duque de Osuna, según noticias de sus confidentes en el Rosellón, estimaba que los franceses dispondrían de seis o siete mil infantes y mil ochocientos caballos muy pronto. Además hacían obras de fortificación en el castillo de Bellaguarda y aprestaban su armada en Tolón y Marsella. El Consejo de Estado estaba convencido, como decía el marqués de la Fuente, que «[...] nuestra flaqueza [...] es la misma que convida la ambición del Rey Cristianísimo» y se trataría de buscar todo el dinero posible para enviarlo a Cataluña.149 Tarea difícil, puesto que en el mes de mayo el Consejo de Guerra todavía clamaba por los 200.000 reales que, prometidsinos en enero, aun no se habían remitido a Puigcerdà, cuando su guarnición no tenía uniformes, camas y mantas para taparse y, además, estaban enfermando debido al pan de munición que recibían. La dimensión de la tragedia alcanza toda su gravedad cuando se conoce que la guarnición presente en aquellos momentos se estimaba que era una cuarta parte de la necesaria y se pedían uno o, mejor, dos tercios de españoles «que no es bien que guarden las puertas de una plaza tan fronteriza y principal las Naciones», es decir soldados no hispanos.150 En el Consejo de Guerra, don Fernando de Tejada recordó, también, la necesidad de mejorar las fortificaciones de Gerona y argumentó en el sentido que la carencia de las mismas en 1653 obligó a destinar todo un ejército para defender la plaza del ataque francés. En el fondo, todo el mundo apreciaba que sin ninguna fortificación en las fronteras del Ampurdán, evidentemente Gerona resultaba ser la primera plaza de la nueva frontera para frenar al enemigo en su camino hacia Barcelona. Y no era casualidad que, aduciendo varias razones, ni el general de la artillería, don Juan Salamanques, quisiera ir a servir de gobernador a Puigcerdà, ni el sargento general de batalla, don Fabricio Rossi, a gobernar Gerona.151

Solo en agosto de 1669 acabó el virrey Osuna la siempre difícil tarea de reformar el ejército de Cataluña, dejando, después de suprimir sesenta y siete compañías, un total de 5.952 plazas de infantería; de la caballería, después de deshacerse de veinte compañías, restarían 4.077 plazas en total. Es decir, se pagaba oficialmente el equivalente a 10.029 hombres, cuando para las operaciones de la frontera en 1667 prácticamente no se había encontrado a nadie. El Consejo de Guerra se apresuró a advertir cómo el rey solo costearía mil quinientas plazas de caballería, mientras que el número de los efectivos reales de la infantería tendrían que reducirse en una cuarta parte. De hecho, y como descubriría el nuevo virrey de Cataluña, Francisco Fernández de Córdoba, duque de Sessa y Baena, el cual llegó a su destino en diciembre de 1669, la cifra real de tropas del ejército de Cataluña era de 6.481 plazas.152 En sus primeros informes, Sessa explicaba que los oficiales habían cobrado solo tres pagas y media en treinta meses y los soldados muy poco, siendo mantenidos por los campesinos, pero muchos habían enfermado por «dormir siempre en el suelo particularmente quando están tan desnudos», sin uniformes ni comodidades mínimas en las plazas. El estado de las fortificaciones era deplorable: Barcelona tenía bastantes secciones de sus murallas sin arreglar y una de las puertas, la Puerta Nueva que daba al camino real, sin foso, sin artillería y sin más defensas. De hecho, según un informe del general de la artillería, don Pedro Esteban Calderón, en las defensas exteriores de la Ciudad Condal, de once revellines había que reparar diez; el camino cubierto tenía que ser restaurado en todo el perímetro de la urbe, así como bastantes parapetos y los terraplenes de la muralla, y en Montjuic el baluarte que miraba hacia Sans, que era de tierra, tendría que volverse a levantar, todo ello sin tener en cuenta obras menores en todas las puertas de la ciudad.153 Plazas como Rosas, Gerona o Puigcerdà necesitaban cada una de mil trescientos a mil quinientos infantes y de trescientos a cuatrocientos caballos de guarnición, de forma que, con cálculos como estos, era fácil hacerse una idea de las necesidades defensivas de una plaza de la importancia de Barcelona. En Palamós, continuaba el informe del nuevo virrey, se empezó a construir una ciudadela en tiempo de Don Juan José de Austria y hasta el virreinato de don Vicente Gonzaga se gastaron 96.000 reales, pero el duque de Osuna quiso avanzar algo más trabajando en las defensas exteriores de los muros, aunque sin perfeccionar antes el foso y el camino cubierto. De todos modos, en el caso de Palamós lo decisivo era tener el muelle en buen estado para recibir las galeras. Puigcerdà aun no estaba terminada, mientras se había invertido todo el dinero de los donativos voluntarios pagados por la provincia hasta aquel momento, y el duque de Osuna ya había manifestado que

esta plaza es tal que necesita de infinito y así es menester que los medios vengan de Madrid pues los del donativo aunque se aplicasen todos a ella no bastarían, y es más necesario cuydar de su fortificación [h]oy habiéndome mandado V. Magd. restituir los cinquenta y tres lugares de la adjacente Cerdaña que puse a la obediencia de V. Magd. los pocos días que estuvo rota la guerra, pues siendo nuestros cubrían a Puigcerdà y estando en poder de franceses es una amenaza perpetua a la plaza y más difícil el socorrerla si fuese necesario como sucedió quando la socorrí a[h]ora dos años, pues a tener entonces aquellos lugares nuestros no fuera preciso exponerse a hacerlo a fuerça de armas.

Para el duque de Sessa, en Puigcerdà había que trabajar desde aquel momento, para evitar que el frío del invierno —Sessa escribía en el mes de marzo de 1670— arruinara las obras realizadas, «y si en esta plaza no se perfeccionan las fortificaciones tendrá el mismo riesgo cada invierno». Aparte de Cadaqués, que no necesitaba de grandes trabajos y era un puerto bastante apto para numerosos barcos, Camprodón y Gerona eran las otras dos plazas importantes: en la primera se había trabajado con brío en tiempos del virrey Gonzaga y en la segunda era necesario volver a levantar una sección de muralla muy deteriorada (y caída hacía poco).154 No obstante, en un informe del maestre de campo general, Pablo de Parada, se aseguraba que las fortificaciones de Gerona (y las de Hostalric) se encontraban «por tierra». Mientras, los gobernadores de Lérida y Flix escribieron desesperados al virrey Sessa clamando por el estado de sus respectivas plazas, que carecían de hombres, de artillería y con buena parte de sus murallas destruidas.155

Un cada vez más intranquilo virrey Sessa escribía a la corte los meses de abril y mayo de 1670 convencido de que la carencia de reacción hispana a la hora de proteger mejor su nueva frontera militar daría argumentos suficientes a la ambición de Luis XIV, quien en las últimas semanas, y con la excusa de neutralizar definitivamente la revuelta de los Angelets,156 había enviado seis mil hombres al Rosellón y veintidós piezas artilleras a sus fortificaciones para romper las paces y atacar aquel verano por Cataluña. Y aunque la sangre no llegó al río, el Consejo de Guerra se lamentaba en noviembre de 1670, «con gran dolor suyo, que las plaças se hallen en estado que pueda ser dueño de ellas qualquiera que las quiera por no haver forma de defenderlas un día». Aquellos meses solo habían llegado quinientos cincuenta hombres de refuerzo y 64.000 reales para la mejora de las fortificaciones, de forma que, si Francia atacaba Cataluña, se sufriría «una desdicha muy difícil de remediar». Y es que la situación era realmente dantesca: en Lérida solo había ochenta hombres de guarnición; en Flix, su gobernador, don Francisco Angulo, escribía que las defensas estaban llenas de

brechas, caydos los parapetos y podridas las estacadas, sin puertas en una y otra parte, los almagaranes y quarteles caydos sin haber donde tener un hombre ni quatro barriles de pólvora que no estén a la ynclemencia [y] con nada de reserva, la artillería y un mortero enterrados por haberse podrido sus cajas sin tener siquiera con qué armar una cabria para sacarlas y beneficiarlas a Su Magd.;

en Camprodón había solo cuatro piezas de artillería, pero todas fuera de servicio, y, con una cierta lógica, tampoco había ningún artillero en activo; la mayoría de las armas de fuego portátiles también estaban inservibles y en las fortificaciones, que estaban en obras, dos brechas muy grandes; «todo está descubierto» decía su gobernador, don Manuel de Fonseca.157

Con solo 347.000 reales de plata llegados en diciembre de 1670, el duque de Sessa trabajó en las mejoras de las fortificaciones catalanas los siguientes meses, pero era una cantidad tan reducida que le permitió escribirle a Mariana de Austria acerca del «[...] sumo desconsuelo que me causa ver que al tiempo que franceses hacen tan grandes prevenciones y aparatos de guerra no pueda yo conseguir que se atienda al resguardo de este Principado». Evidentemente, el duque de Sessa creía poder blindar sus argumentos cuando aseguraba tener noticias diversas del Rosellón (por desertores, confidentes y patrones de varios barcos que venían de Marsella y Tolón) que señalaban los planes de Luis XIV para destinar allá entre nueve mil y doce mil soldados, además del rearme de su flota en Marsella, donde había diecisiete galeras y tres galeotas.158

Un año más tarde, en noviembre de 1671, después de la llegada de un número mínimo de refuerzos, el duque de Sessa informaba acerca de la existencia en Cataluña de 2.400 plazas de caballería y 3.697 plazas de oficiales y soldados de infantería (sin los oficiales de la primera plana y las plazas de menores de edad), pero una vez hecha la habitual reducción de la tercera parte de los mismos para poder alcanzar el número más cabal con el que se podía contar, dejando de lado plazas supuestas, enfermos e impedidos, quedaban 2.707 efectivos de la infantería, que se hallaban repartidos en veintiuna guarniciones, mientras en Barcelona se concentraba el grueso de los mismos: 1.089 infantes. Una cifra, con todo, demasiado reducida para el gusto del virrey, quien recordaba cómo «La ciudad de Barcelona tiene numeroso pueblo y mayor que antes de la peste, este está disciplinado en el manejo de las armas porque la mayoría de los oficiales [h]an conseguido los grados de maestros en sus oficios y antes por haber servido una o dos y tres campañas en el tercio que formava la Ciudad en las ocasiones de guerras». Al estar por perfeccionarse las defensas exteriores de la plaza, el duque de Sessa ya se veía invadido por un ejército de veinte mil infantes y cuatro mil caballos, además de la armada de Francia, con la convicción que si estos «[...] una vez toman Barcelona será muy difícil y a un cassi imposible el obligarles a restituir Cataluña». Incluso diseñó el ataque francés: entrando por el Ampurdán y haciendo una fortificación de urgencia de tierra y fajina en Castellón de Ampurias, dejando allá quinientos infantes y doscientos caballos, tendrían la retaguardia cubierta; Rosas, como siempre se había dicho, no era molestia por encontrarse demasiado apartada y, sobre todo, por no tener una guarnición poderosa que inquietara al contrario. Una vez tomada Gerona, que solo contaba para ser defendida con su propia población, que seguramente se entregaría para evitar males mayores, los franceses con quinientos infantes y cuatro piezas de artillería podrían dominar la urbe y tomar después sin problemas Hostalric, dejando el camino expedito a un asedio de Barcelona en el que, por no tener la Monarquía ejércitos de socorro, no haría falta ni molestarse en levantar la oportuna circunvalación.159 Con todo, lo más notable del informe del duque de Sessa era su explicación del «mal» hecho por la revuelta catalana de 1640 a los intereses de la Monarquía:

[...] aunque los más discursos sean encaminados a que franzeses no quieren la guerra de Cathaluña, antes del año de 1640 que el reyno de Franzia estava muy inferior a esta Monarquía, la guerra de Cathaluña le fazilitó las conquistas de Flandes y de Alemania y finalmente le ha puesto en la felizidad en que [h]oy se halla, pues cómo se puede creer que viniendo [h]oy los mismos franzeses que han experimentado estas ventajas dejen de valerse de este mismo medio a que les insta la poca o ninguna defensa con que se halla esta provinzia a vista de tantos aparatos como haze el rey de Franzia, y el más sospechoso de todos es el armamento de las galeras que mirado a buena luz no puede servirle sino para la guerra de Cathaluña [...].160

Como es lógico, la ruptura de la paz entre Francia y las Provincias Unidas en 1672 puso muy nerviosos a los consejeros de Carlos II, puesto que en los últimos años se habían enviado todos los medios de guerra disponibles a Flandes,161 cuando tanto las fronteras de Cataluña como las de Italia quedaban abiertas. El marqués de Montalbán se preguntó cómo «[...] en tantos años como nos han dado de tiempo los franceses no se haia puesto una plaza de aquel Principado en defensa». Casi todo el mundo estaba de acuerdo en que Francia continuaría la presión aquel año por el norte y no atacaría en Cataluña, razón de más para prevenirse con toda la caballería disponible por el Principado y el envío de las galeras e, incluso, la «Armada del Océano» a las costas catalanas. Pero la Monarquía terminó por utilizar el argumento de que Francia no atacaría aquel año para limitarse a remitir a Cataluña solo tres tercios provinciales con 928 plazas —y reclamándose las 615 que faltaban para tener su dotación completa.162

Ahora bien, desde noviembre de 1672 el Consejo de Aragón aprovecharía asimismo la escalada bélica en el norte de Europa, y su posible repercusión en la frontera del Rosellón, para reclamar disponer de un virrey con experiencia militar, pues en Cataluña «sin grandes exercitos se hace la guerra con la destreza y conocimiento de un general práctico y experimentado en ella». Aun así, el relevo del duque de Sessa por el duque de San Germán, Francisco de Tutavila, todavía se haría esperar hasta el verano del año siguiente.163

En marzo y en abril de 1673 se hicieron previsiones de guerra en el Rosellón, cuando se repararon las plazas, se almacenaron municiones y se previnieron vituallas como para alimentar unos nueve mil hombres; ante tales circunstancias, la desprevención de la frontera catalana era el único mensaje posible que desde Barcelona llegaba a Madrid, pero sin obtener ninguna reacción. Todo cambió cuando se recibió un informe del nuevo gobernador de Puigcerdà, el maestre de campo don Gaspar Manrique, quien daba por perdida la plaza en caso de ataque del enemigo por tener todas las obras principales (una tenaza, una media luna, todo el foso y el camino cubierto) por acabar. El Consejo de Guerra vio, parece que de improviso, la situación tan delicada, insinuando por qué el virrey no había informado antes del caso específico de Puigcerdà, que votó la remisión inmediata de 200.000 reales para aquellas obras, además de reclamar el envío de tropas al Principado. Por cierto que, para justificarse, el duque de Sessa aseguró que Puigcerdà solo cubría la montaña hasta Vic, un territorio muy áspero y dificultoso, cuando lo realmente problemático era la defensa del Ampurdán y el camino hacia Barcelona, «donde la llanura del país facilita cualquier designio y operación».164 No obstante, la impresión es que manifestaciones como estas no respondían a ninguna política estratégica, sino que solo estaban apoyadas en la carencia de recursos. Desde la corte, don Diego Sarmiento aseguraba que en aquella coyuntura «la maior defensa que han de tener estos reynos ha de ser el de una Armada así de navios como de galeras que son los exércitos portátiles que acuden al socorro donde es menester». Y el príncipe de Brabanzón opinaba, al hacerse eco de algunas consideraciones político-estratégicas del momento,165 que, en realidad, la defensa de las fronteras de España empezaba en el norte de Europa, y gracias a los «auxilios y fabores que recivieren de esta Corona los [H]Olandeses», puesto que una Francia en posesión de las diecisiete provincias de los Países Bajos, con toda la potencia marítima de los neerlandeses de su lado, no solo podría atacar la Península, sino que «al cavo le quitara el imperio de las Indias». Por otro lado, don Diego Sarmiento creía que «[h]ay pazes que son de maior perjuicio que la guerra como suçede en el caso presente, pues sin llegar a rompimiento estamos en peor estado que si lo hubiere». El marqués de Castelrodrigo creía necesario fijar el ejército de Cataluña en dieciséis mil infantes (de los que cuatro mil quinientos los pagarían los reinos de la Corona de Aragón) y cuatro mil caballos para poder hacer una guerra defensiva efectiva, además de recibir apoyo de la Armada que, según el almirante de Castilla, era «lo más importante en la constelación presente con que se pueda asistir a toda la Monarchia».166

3. La guerra de Holanda, 1673-1678

Una vez que el ataque conjunto de Inglaterra y Francia contra las Provincias Unidas en 1672 no consiguió su objetivo de derrotar a la potencia mercantil en una sola campaña, los movimientos de Francia en Brabante en la campaña del año siguiente demostraron a los partidarios de la guerra en la corte de Madrid que, una vez más, un acuerdo entre Luis XIV y los neerlandeses sería posible en base a un reparto de los territorios hispánicos de Flandes. Madrid comprendió que debía ponerse al frente de una coalición anti-francesa en la cual el Emperador tendría que estar presente. Y el 30 de agosto de 1673 se firmaba un tratado en el que las tres potencias más el ducado de Lorena, territorio invadido por Francia en 1670, se comprometían a luchar hasta volver a fijar las fronteras de 1659. De nuevo, las dos ramas de los Habsburgo luchaban unidas contra Francia. La entrada en la guerra de Suecia del lado francés fue contrarrestada por la de Dinamarca en el bando de los nuevos aliados. Lo más importante, con todo, fue que los neerlandeses se comprometían a ayudar a la Monarquía Hispánica no solo en Flandes, sino en cualquiera otro frente de guerra. El final del conflicto entre Inglaterra y las Provincias Unidas en febrero de 1674 pareció dar más posibilidades todavía a la coalición.167 Pero la guerra no sería fácil, como veremos. Para nadie.

El nuevo virrey de Cataluña, duque de San Germán, hizo el habitual recorrido por las plazas de la frontera durante el mes de septiembre de 1673 y constató cómo los franceses habían enviado buena parte de sus tropas del Rosellón a luchar a Flandes, dejando solo cuatro mil infantes y algunos escuadrones de caballería en la Cataluña francesa. No pudo dejar de exclamar: «ha sido una dicha el que no se haya roto la guerra este año por esta parte porque si los franceses se hubieren resuelto a ello y invadir este Principado sería imposible el poderle defender sin que peligrase mucha parte del». Incluso la noticia animó al Consejo de Estado a reclamar una acción militar más decidida por aquella frontera para ayudar a los nuevos aliados del Norte y, en especial, al Emperador, obligando en Francia a enviar de nuevo tropas al Rosellón, cuando el cardenal de Aragón, en voto particular en la sesión del Consejo, no quiso ni oír hablar del tema, sobre todo sabiendo como estaba el Ampurdán de desguarnecido.168

El duque de San Germán advirtió que las obras de las que se carecían en las plazas de referencia de la montaña (Puigcerdà, Camprodón, Castellfollit) o de la costa, como Palamós —«[...] esta plaça en que tienen puestos los ojos los franceses para poder mantener sus armadas y se les abriría el camino para cualquier empresa en Cataluña»—, costarían 862.250 reales, además de 10.000 reales mensuales para acabar las defensas exteriores de Rosas. Ante la dificultad para defender Gerona, rodeada de colinas que también habría que fortificar, la apuesta de San Germán fue solicitar la fortificación de Peralada —después de excluir otras opciones como Figueras, Castellón de Ampurias, Cabanes, Hostalnou o Vilabertran— para cerrar el Ampurdán. El problema era su coste: un millón de reales de plata. Pero sería un dinero muy bien invertido y si se lo acompañaba con una guarnición de dos mil infantes y mil caballos todo el Ampurdán quedaría protegido y plazas como Gerona, Palamós y Rosas no necesitarían disponer de las grandes guarniciones que hasta aquel momento se habían dispuesto para su defensa. Así, según el virrey San Germán, eran necesarios 2.240.180 reales de plata para la nueva política defensiva del Principado, que podrían llegar en forma de mesadas de 150.000 reales. La respuesta del Consejo de Estado, fortificar como fuera la plaza de Gerona, unas obras que se presupuestaban en cuatro millones de reales, ya anticipaba que, finalmente, no se haría nada. Por el Consejo de Guerra, las dificultades de los tiempos impedían invertir las cantidades señaladas para todas las obras, en especial Puigcerdà y Peralada, de forma que se decantaban por mejorar las defensas de Puigcerdà y solo gastar todo el dinero presupuestado para Camprodón y Palamós. La única solución, de hecho, era confiar una vez más en disponer de las suficientes tropas como para tener las guarniciones de todas las plazas en el mayor número posible de efectivos.169

A pesar de todas estas dificultades, el duque de San Germán quería

[...] hacer guerra ofensiva por aquella parte con ejército considerable [...] por hallarse franceses con poca posibilidad de acudir allí con esfuerzo, habiendo de ser más que ordinario, por la poca confianza que hacen de los naturales del Rosellón, los quales están con suma desesperación por los insoportables tributos que les han impuesto, ultrajándolos en las vidas, honras y haciendas sin poderse quejar, y generalmente claman deseando ver las armas de V. Magd. en aquellos países para salir de yugo tan pesado, y que quando no se consiguiese en Rosellón el ganar a Perpiñán, se podría ocupar algún puesto de consideración en las montañas o llano y tener más tropas sobre el país del enemigo, divirtiendo las suyas de Flandes y estado de Milán.170

San Germán puso el ejemplo de La Junquera, donde los franceses «le han quemado mucha parte de las casas saqueándolas quanto tenían y muerto y herido algunas mujeres y niños», para demostrar que su idea de fortificar Peralada era más que correcta y llevaría a los catalanes a ceder dinero y trabajo (en forma de servicio de bagajes y terrelloners) para ayudar en las obras. El Consejo de Guerra estaba de acuerdo en que la guerra ofensiva era la mejor opción siempre, pero no dejaba de ser una opinión muy fácil de decir, lo difícil era enviar al virrey San Germán los medios para llevarla a cabo. Para el Consejo de Estado, la prueba de la debilidad de Francia por el Rosellón, después de remitir Luis XIV sus mejores tropas a Flandes —lo que, por cierto, podríamos interpretar también como una muestra de su percepción del estado de las fortificaciones del sur de la nueva frontera y del ejército de Carlos II—, era el hecho de haber enviado casi todas las tropas residuales que le quedaban a la vista de la Cerdaña y del Ampurdán con ánimo de invadir los dos territorios. El Consejo de Estado le daba la razón a San Germán en cuanto a la guerra ofensiva, pero cuando decidió que se le enviaran solo 800.000 reales al virrey —que posteriormente se rebajarían a 192.000— ya había optado, de hecho, por una guerra defensiva. En el voto particular del almirante de Castilla, este defendía esta última opción, pero argumentándola al menos diciendo que la mejor política era enviar toda la ayuda económica posible al emperador y al duque de Lorena para que continuaran con las operaciones bélicas en el norte de Europa. Para el almirante, solo de aquella forma disminuiría la presión gala por Cataluña.171

Durante el invierno de 1673 a 1674 el duque de San Germán mantendría viva la opción de desarrollar la guerra ofensiva en el frente catalán ante las evidencias de una resistencia decidida de los catalanes a las invasiones francesas —se habían rechazado hasta el mes de enero de 1674 tres incursiones en el Ampurdán, y el virrey solicitó la exención de alojamientos de caballería durante veinte años para el pueblo de Maçanet de Cabrenys por su actuación—, pero también por el malestar contra Francia que, de hecho, no se había apaciguado del todo en el Rosellón desde 1663. El virrey ratificó cómo había evitado que sus tropas llevaran a cabo incursión alguna al otro lado de la frontera, recibiendo cartas de gracias de los roselloneses, descritos por San Germán cómo «[...] muy afectos y desean aplicarse a todo lo que fuere del servicio de S. Magd.». Convencido San Germán de que los naturales del Rosellón tenían «una ansia incesante de que entren allá nuestras tropas para sacudirse el yugo de su vejación y violencia con que los tratan», creía que si disponía de seis mil hombres antes de la primavera podría intentarse tomar Colliure o Vilafranca del Conflent, y con las galeras del rey incluso el Rosellón entero volvería a dar la obediencia a España.172

El duque de San Germán desarrolló planes para una doble invasión del norte de la frontera en la Semana Santa de 1674. Mientras, con el apoyo de trescientos hombres de la guarnición de Puigcerdà, una serie de habitantes del Conflent, liderados por Francesc de Llar y Pasqual, tomarían una de las puertas de Vilafranca y se harían fuertes en ella, esperando después que buena parte de la gente de las montañas les dieran auxilio y se levantaran contra los franceses, el propio San Germán lanzaría un ataque contra Ceret, aprovechando la debilidad de sus murallas, pasando las tropas por el coll del Portell. Una vez controlados Ceret y El Voló, dejando aislada la posición de Bellaguarda, que se tomaría más tarde con la ayuda de los paisanos de toda la zona, el ejército real dispondría de una puerta de entrada consolidada en el Rosellón y podrían demostrar a sus habitantes su ánimo para defenderlos de los franceses. Para San Germán, puesto que no se disponía de una armada para recorrer las costas rosellonesas impidiendo las evoluciones de los barcos de Francia y, por lo tanto, la posibilidad de evitar que plazas como Perpiñán o Colliure recibieran socorro, lo mejor era, si se disponía de un ejército de unos ocho mil infantes y tres mil caballos, asegurarse el control de las montañas de la frontera e impedir nuevos ataques de los franceses en el Ampurdán quienes, además, estarían obligados a destinar numerosas tropas a sus presidios de la Cataluña norte no solo para evitar los ataques de las tropas hispanas, sino también para defender el territorio de los mismos roselloneses —«[...] para defenderse de las armas de fuera y de los enemigos ytrinsecos (sic)», como decía el virrey. Se trataba, pues, que el rival probara el regusto que tenía desarrollar una política militar como la que los sucesivos virreyes de Cataluña se habían visto obligados a llevar a cabo desde 1652. Había que aprovechar aquel momento, siempre que desde Madrid quisieran enviar tropas —San Germán solo disponía de dos mil infantes en el Ampurdán y setecientos en la Cerdaña como efectivos de campaña, puesto que tenía hasta veinticinco lugares con guarniciones por resguardar en el país de las tropas de Francia—, porque si a Francia le daban tiempo,

[...] asegurarán las plazas y puestos de consideración, sugetarían como esclavos a los naturales, les quitarían las esperanzas de poderse ver libres de su dominio, quedarán atemorizados de que habiéndose mostrado con todas veras para volberse a la protección de su Rey no lo hayan admitido, y les será fuerza que en adelante obren con toda fineza en favor de franceses; y en caso de perderse esta ocasión se pasarán mucho siglos para encontrar con otra semejante para que el condado de Rosellón pueda volber a agregarse a esta Corona.

Pero la sorpresa de Vilafranca, prevista para el Jueves Santo, no funcionó debido a una delación, de forma que su gobernador no dejó que lo sorprendieran. Y aunque don Francesc de Llar pudo escapar con sesenta seguidores hacia Camprodón, manteniendo su promesa de que podían levantarse hasta mil hombres del entorno de Vilafranca, ya a comienzos de abril San Germán vio muy alterados sus planes.173 Por otro lado, sin la llegada de infantería poco se podía operar contra Francia, que ya había situado cinco mil hombres en el Rosellón, tres mil de ellos para salir a campaña, cuando la mayor fuerza del ejército de Cataluña, su caballería, solo podría operar en la llanura del Rosellón una vez que la infantería asegurara las montañas. No era factible una invasión con aquellas fuerzas (tres mil infantes en campaña, cuando hacía cinco meses que el virrey reclamaba ocho mil, y con unos tres mil trescientos efectivos de caballería), sobre todo al pretender los habitantes del Rosellón «que se entre con un ejército poderoso y con fuerzas tales que se puedan expugnar las plazas y después de conquistadas puedan declarar su ánimo para salir de la esclavitud de franceses», pero si apenas se trataba de una operación limitada, para comer su grano, entonces solo les importarían los «daños que trae consigo la guerra» y el efecto sería todo lo contrario de aquello que se buscaba. Además, San Germán era consciente que los franceses siempre encontrarían más gente para luchar de mejor grado en Cataluña que no por el frente flamenco, donde la guerra costaba más sangre; hacía falta, pues, aprovechar la ocasión antes de que a los franceses les llegaran más tropas.174

El Consejo de Estado, que no había confiado demasiado en las posibilidades del duque de San Germán en su invasión del Rosellón (el mes de mayo había entrado en territorio enemigo) por los pocos medios bélicos de los que podía disponer, sobre todo debido a la carencia del concurso de la armada, durante un tiempo todavía mantendría que la mejor opción era remitir todos los medios posibles al conde de Monterrey, gobernador de Flandes, y dejar el frente catalán en una situación de tranquilidad que, por lo que parecía, era aceptada por Francia. Pero las primeras noticias de la toma de Morellàs parece que animaron el Consejo al abrirse nuevas posibilidades. El marqués de Castelrodrigo, en voto particular, señaló que «en esta campaña se juega el todo y que no hay que reservar para el año que viene, debiéndose de [h]echar el resto en este», de forma que todas las fuerzas de infantería y caballería que hubiera todavía en España tendrían que enviarse inmediatamente a Cataluña, así como la armada (se había asegurado que en abril nuevos navíos asistirían al virrey en las costas catalanas; a comienzos de junio todavía no habían llegado). Pero su punto de vista rápidamente encontró oposición en el almirante de Castilla, quien expuso cómo, sin medios suficientes para los dos frentes, no era factible hacer guerra ofensiva en Cataluña, porque el resultado era el peligro de empeorar la situación de Flandes «y haríamos dos malas guerras acá y allá como ya se ve». Mientras que el cardenal de Aragón y el duque de Alburquerque, con distintas sensibilidades, coincidían en que todo el dinero gastado en la guerra por Cataluña era dinero perdido por no alcanzar nunca el nivel necesario para lograr un éxito importante en el Rosellón, cuando, según Alburquerque, «donde está lo recio y donde se pueden conseguir efectos muy sustanciales es en Flandes».175

El duque de San Germán, lejos de estas discusiones, ordenó seguidamente atacar la fortaleza de Bellaguarda, donde los franceses tenían quinientos hombres, cosa que harían sus tropas por tres puntos a la vez y durante ocho jornadas. La rendición llegó el día 4 de junio. Solo esperaba San Germán más refuerzos, si arribaba la armada hispana con ellos —el mes de julio salían de Cádiz diez navíos y se esperaban algunas unidades más así como las galeras de Italia y España—, para poder asediar Fort-les-Bains. En aquel momento el virrey disponía de cinco mil trescientos infantes, de los cuales solo tres mil eran veteranos —y esperaba otros dos mil hombres—, y unos mil ochocientos efectivos de caballería, que llegarían a dos mil trescientos cuando se incorporaran los quinientos que se esperaban inmediatamente de Toledo; el problema, muy grave, era que en cuarenta días de campaña le habían desertado unos mil doscientos infantes (españoles, italianos y de las levas catalanas) que, por cierto, algunos de los que fueron atrapados habían sido arcabuceados y más de treinta condenados a galeras. El mariscal Schomberg disponía de dos mil caballos y nueve mil infantes, de los cuales cinco mil eran veteranos, pero con refuerzos y unos dos mil hombres escogidos del somatén del Rosellón podrían llegar a once mil infantes en poco tiempo. Con dichas circunstancias, las mejores opciones eran tratar de capturar Fort-les-Bains y Vilafranca del Conflent manteniéndose en Bellaguarda, de forma que los naturales de las montañas del Rosellón tuvieran la sensación que no se los dejaba en manos de la segura represión de los franceses por haber seguido las banderas de Carlos II. Es más, si no se hacía así, los roselloneses no tendrían otra opción que ponerse por siempre más del lado de Francia para evitar los males causados por seguir a unos aliados tan poco constantes. Ello sin contar, como no ocultaba San Germán, que también había afectos a Francia en el Rosellón «como lo he experimentado» y que les seguían «de todo corazón». En cualquier caso, para el Consejo de Estado las victorias de San Germán en el Rosellón eran poca cosa a causa del enorme coste económico de toda la operación, y continuaron criticando la guerra ofensiva por el Principado.176

La reacción de Francia llegó pronto, situando los franceses el 15 de agosto veintiocho navíos —y esperando veinticuatro galeras— a la vista del golfo de Rosas, Palamós y Arenys. Además, Francia continuó incrementando sus tropas en el Rosellón llegando aquellos días a los trece mil infantes y dos mil caballos —y se esperaban inmediatamente otros seis mil infantes y mil caballos. La esperanza hispana estaba depositada en la llegada de la armada neerlandesa a las costas catalanas, con la promesa de desembarcar tres mil quinientos infantes, que se unirían a las veintitrés galeras de España e Italia. El deseo máximo del Consejo de Estado era que la armada hispano-neerlandesa atacara a la de Francia, sobre todo si esta parecía poner rumbo hacia Mesina, que en aquellos momentos ya se había levantado contra el dominio hispánico (lo hizo el 7 de julio de 1674). Al mismo tiempo, el Consejo reconocía, al menos, que el virrey San Germán había sido muy bien asistido económicamente, pero no se le habían remitido el número de tropas prometidsinas.177

Los acontecimientos de Mesina hicieron trastocar todos los planes de San Germán, que había apostado para mantenerse en activo en el Rosellón si recibía ayuda. Ante la noticia de que todos los efectivos de las armadas de Holanda y España, menos doce galeras que quedarían protegiendo las costas catalanas, tendrían que pasar a Sicilia sus expectativas cambiaron. Con solo tres mil quinientos infantes efectivos en octubre (San Germán alegaba cómo había días en que cincuenta o sesenta hombres entraban en los hospitales) y teniendo en cuenta los refuerzos que había recibido Schomberg, quien podía poner en campaña siete mil infantes y dos mil caballos, el virrey se decidió por dejar todas las posiciones ocupadas hasta entonces en el Rosellón para proteger mejor Bellaguarda, donde se hacían obras deprisa y corriendo, y el Ampurdán. Pero, una vez más, todos estos esfuerzos fueron criticados por el Consejo de Estado, en especial por el duque de Alburquerque, quien le recriminará a San Germán el error de empezar una campaña en el Rosellón sin tener todos los efectivos necesarios y confiando en un asunto como la conspiración en Vilafranca y otras localidades, de forma que a los posibles afectos del país ya se les había demostrado hasta dónde podía llegar la Monarquía Hispánica, porque la toma de Bellaguarda, ahora que se había abierto un nuevo camino por el coll del Portell, no justificaba el coste económico del esfuerzo de guerra realizado.178

La campaña acabó con recriminaciones por una y otra parte. Al ser conocedor de las críticas que desde el Consejo de Estado se le hacían, San Germán reclamó poder dejar el cargo, argumentando que no soportaba que sus famélicos hombres pensaran que sus penalidades eran producto de «codicia suya o mal gobierno», cuando no era el caso. Según un informe de la pagaduría general del ejército de Cataluña, entre el 13 de agosto de 1673 y noviembre de 1674, oficialmente San Germán recibió 5.479.723 reales de plata y había gastado otros 177.540 reales —que había prestado la ciudad de Barcelona—, es decir un total de 5.657.263 reales. Una cifra importante, dentro de los parámetros de lo que se había gastado en el Principado, pero con la que no se había podido operar en demasía, pues nunca había habido más de seis mil infantes en campaña en Cataluña. El problema era que, según el virrey, las necesidades económicas de su gente para el periodo mencionado montaban 8.681.690 reales; por lo tanto, no era culpa suya si los planes de campaña se habían trastocado. Por todo ello, el Consejo de Estado ya preveía que la guerra solo podría ser defensiva la campaña del año siguiente por el Principado —solo el duque de Osuna recordó la necesidad de recuperar el Rosellón por «mantener aquellos vassallos por su lealtad y fineza» y que a Francia se le podía hacer mucho mal por aquel frente—, sobre todo cuando San Germán alegase la necesidad de mantener el pie de ejército que había quedado de guarnición (en diciembre de 1674 eran 7.559 plazas de infantería y 3.774 de caballería).179

En los siguientes meses la reacción desde la corte hacia Cataluña sería muy tibia acerca de su defensa. Por un lado, las tiranteces entre los seguidores de don Juan José de Austria (el mismo San Germán, Castelrodrigo o el duque de Osuna) y el resto de los miembros del Consejo de Estado, todavía afectos a don Fernando de Valenzuela, marqués de Villasierra, el primer ministro de Mariana de Austria, y, por otro, la necesidad de enviar tropas a Sicilia debido a la revuelta de Mesina lo explican. En mayo de 1675 parecían confirmarse todas las advertencias de San Germán en el sentido de que Francia empezaría la campaña con veinte mil hombres y atacando Bellaguarda y Puigcerdà a la vez sin que desde Madrid se hiciese gran cosa —«y que en España (que es el corazón de la Monarquía) se llegue a este extremo» se exclamaba el virrey. El Consejo de Aragón intentó hacer reaccionar a los consejeros de Estado de Carlos II utilizando viejos argumentos: ante un ataque de Francia, «A más que habiendo tenido los franceses el gobierno de Cataluña tantos años, se puede temer no hayan quedado hechuras suyas que con cualquier sucesso favorable, y obligados de sus fuerzas, procurarían perturbar la paz y quietud de aquel Principado, que es la muralla de toda España». Noticias como aquella empujaban a los consejeros de Estado a argumentar todavía más enconadamente en favor de la guerra defensiva por el frente catalán, puesto que al esfuerzo de guerra terrible que significaba la guerra por Flandes ahora se le había sumado la cuestión de Mesina.180

Las lluvias de finales de abril y del comienzo de mayo de 1675 impidieron que los franceses, que se encontraban en El Voló, invadieran el Ampurdán antes, pero finalmente lo hicieron sin que el virrey San Germán pudiera oponerles tropas suficientes, temiendo que el enemigo se moviera «a discreción como quisiere hasta que haga empeño en sitiar alguna plaza». El Consejo de Ciento, que daba por buena la noticia de un ejército francés de catorce mil infantes y cuatro mil caballos (para el virrey eran de diez a doce mil infantes y tres mil quinientos caballos), y la Generalitat escribieron a la corte desesperados por conseguir ayuda para el Principado; los diputados, que daban por hecho el asedio de una plaza importante como Rosas, escribían a Mariana de Austria al respecto: «siendo nuestra mayor desdicha que pusiera [el enemigo] pie en Cataluña». Poner pie en Cataluña, más allá de la nueva frontera de Francia, porque el Rosellón ya lo daban por perdido. Una Cataluña agotada por muchos años de contribuciones en forma de donativos y alojamientos, además de la leva de tercios y de recluta de tropas para mantenerlos en el número de soldados apalabrados, no podía enfrentarse sola a los ejércitos de Francia: «Lo exercit enemich es numerosíssim sobra entrar-li cada dia reclutes; Cataluña no pot fer més del que fa per acudir al Real Servey de V. M. y sa conservació»*6. Solo a finales de mayo el Consejo de Aragón reclamó medios para asistir «a la defensa de tan buenos vasallos con todos los medios de gente y dinero que se pudieren juntar con la brevedad que pide el peligroso estado en que se hallan».181

Pronto sería evidente, después de un intento por sorprender Gerona a finales de mayo, que el objetivo principal de Francia aquella campaña era la recuperación de Bellaguarda.

La pérdida de Bellaguarda

El 14 de julio de 1675 el mariscal Schomberg inició el asedio de Bellaguarda. El gobernador de la misma, el maestre de campo valón G. Diemberg, disponía de poco más de mil efectivos, aunque con suministros suficientes; con todo, San Germán intentó enviar desde Rosas un contingente de trescientos cincuenta hombres que ya no pudieron romper el bloqueo de la plaza. Schomberg, que disponía de unos doce mil hombres y diez piezas de artillería (entre el 19 y el 22 de julio pudo subir a las trincheras nueve cañones, de ellos seis eran de gran calibre: treinta y seis libras de bala), lanzó cuatro ataques entre el 24 y el 26 de julio, cuando disparó 1.227 veces en un solo día a la ruina de las murallas; el mismo día 26 el gobernador ya envió algunos oficiales a San Germán quejándose de las muchas bajas sufridas (entre doscientas y trescientas), que él mismo estaba herido y que no serían capaces de parar un asalto general que se preparaba para el día 27. San Germán aseguraría a posteriori que ultimaba una acción de socorro para el último día de julio, cuando le llegó la noticia de la rendición, que se produjo la madrugada del día 27 de julio, saliendo la guarnición con dos piezas de artillería hacia Roses el día 29. El virrey dijo estar «atónito» ante una rendición como aquella, cuando se decía que la plaza debería haber resistido cuarenta días, los franceses podían haber tenido hasta dos mil bajas, y cuando sus artillerías se hallaban situadas a dos mil pasos de las murallas, además de necesitar el contrario tomar el foso de la plaza, «que aunque no es mui ancho es profundo y todo de peña».182 Dichos comentarios no convencieron al Consejo de Estado. El condestable de Castilla aseguró que en los tiempos que vivían el avance de la poliorcética permitía tomar una plaza como Bellaguarda en menos de dos semanas, sobre todo si no se recibió en la misma ninguna ayuda, puesto que solo con los paisanos del Ampurdán podía San Germán conseguir tres mil o cuatro mil hombres de socorro, «y en aquel terreno no se pueden regular como paisanos porque todos son soldados y solo para una ocasión como esta son buenos». El duque de Osuna, también muy duro con San Germán, clamaba por la falta de ayuda recibida en la plaza y recordó la más que discutible calidad de las tropas de Francia que, aunque fuera cierto que eran doce mil hombres, en Gerona, «una plaza sin fortificaziones y sin gente», habían demostrado lo que valían realmente, mientras que Osuna tampoco creía del todo que San Germán solo contara con cinco mil infantes y dos mil cien caballos efectivos, seguramente serían más, puesto que «tampoco ningún general augmenta más el número de sus tropas en las relaziones con que se halla». De alguna manera, los días de San Germán en el virreinato de Cataluña se habían acabado.183 Ya el conde de Monterrey, en carta al duque de Villahermosa, sucesor suyo en el cargo de gobernador de los Países Bajos, le explicaba, refiriéndose al asedio de Bellaguarda, cómo «unos se alegran de esto, considerando la fortaleza de esta plaza, y yo no tanto, pues no ignorándolo los franceses, debe de faltarle algo considerable en que fíen su rendición».184

Después de la pérdida de Bellaguarda, San Germán escribiría a la corte para señalar la necesidad de defender el Ampurdán, donde se avituallaba desde hacía dos meses el potente ejército francés sin oposición posible, como es lógico, de sus habitantes, recordando los antiguos planes constructivos de una nueva fortaleza en Peralada, al tiempo que se mejoraban las fortificaciones de Gerona y Palamós. Por otro lado, también era factible un ataque de Schomberg a la Cerdaña, de forma que San Germán envió refuerzos de tropas inmediatamente a Puigcerdà y Camprodón, así como a Olot, Ribes de Freser y Vic. Una misiva de los oidores eclesiástico y real (sus compañeros estaban reclutando tropas por todo el Principado) de la Generalitat no dejaba lugar a las dudas cuando señalaban cómo las armas de Francia ocupaban tierra catalana «a vista de las Reals armas de V. Magt. y que los patrimonis de las universitats y particulars se acaben sustentant en lo [h]ivern major número de cavalleria que en lo estiu ir en campaña»*7. Obligado por las circunstancias, el Consejo de Aragón comentó que al dominar Bellaguarda y el coll del Portell, ahora los franceses podían invadir el Principado

con todo el tren de artillería que hubiese menester para cualquier empresa; y habiéndose hecho este puesto tan capaz y principal tendrá las espaldas seguras para expugnar la plaza o ciudad que le pareciere, y quedará siempre contributario a ella todo el distrito del Ampurdán; pues solo se comprehende en él la de Rosas, y esta como su situación fue sola aquel puerto no sirve de defensa alguna para que por la parte de tierra pueda impedir ni entrada de víveres, ni paso, ni repaso de tropas.

Y todavía la campaña no había acabado, puesto que Francia mantenía casi intacta su caballería, mientras se decía que Schomberg esperaba cinco mil infantes de refuerzo desde Tolosa; con ellos podría atreverse a atacar Puigcerdà, recordando una vez más cómo «Si fuese a Puigcerdà y la ocupase abriría la guerra por toda la montaña que hasta Lérida no [h]ay fortificación alguna», pero también podría obtener los mismos resultados si atacaba Camprodón y Castellfollit, rompiendo las comunicaciones entre la Cerdaña y el Ampurdán; e incluso podría atacar otra vez Gerona, trayendo en aquella ocasión artillería de batir. Es más, el fantasma de un ataque a la misma Barcelona pronto estaría presente, cuando el Consejo de Aragón recordó que en 1657, al avanzar Francia posiciones hasta la Ciudad Condal dejando de un lado la plaza de Gerona, el virrey Mortara no tuvo más remedio que retroceder con sus tropas para proteger Barcelona, de forma que en 1675, estando las cosas como estaban, podía volver a ocurrir lo mismo. Por no hablar de qué ocurriría si los franceses decidían trasladar algunas unidades marítimas desde la guerra de Mesina; con ellas podrían presionar una plaza como Barcelona, donde no había suficientes hombres, ni pertrechos de guerra, ni vituallas almacenadas para aguantar un asedio, sin armas ni artillería y con «las fortificaciones antiguas muy gastadas», cuando el virrey se vería obligado a destinar a su defensa todo el ejército disponible en el Principado, dejando el resto de Cataluña al arbitrio de Francia, «porque hasta Lérida y Flix, que cubren el reyno de Aragón, no hay fortificación ninguna; que las de Tarragona y Tortosa casi están desechas, y el mayor riesgo que podría suceder es el no hallarse medios para poder formar un ejército que pudiese socorrer esta plaza». El Consejo de Aragón clamaba por el envío de ocho mil infantes que, sumados al esfuerzo de guerra de la Corona de Aragón, más la caballería disponible, podrían defender el Principado, además de solicitar el relevo del duque de San Germán.185

Mientras tanto, en el Consejo de Estado, consejeros como el duque de Alburquerque estimaban que Francia, con las tropas desplegadas en aquel momento, no era una amenaza real si no disponía de unidades de la armada, como era el caso, para ninguna plaza catalana menos Puigcerdà, que debería ser defendida con todos los medios disponibles en el Principado, de forma que todo el esfuerzo de guerra de la Monarquía tendría que concentrarse en la defensa de Flandes, Italia y, en especial, la recuperación de Mesina.186 Al condestable de Castilla no se le escapaban las consecuencias que la pérdida de Bellaguarda podía tener para la relación entre la Monarquía y los catalanes, de quienes decía que eran

una nación summamente voluntaria a yr a las ocasiones [...] y dan voluntariamente sus haciendas para que se les defienda y siempre la contribuhirán de mejor gana al que supieren la ha de llevar al mejor riesgo; que desconsuela mucho a aquellos naturales ver la omisión en sus generales y que lo que contribuyen para su defensa quede infructuoso para el servicio y estravaido (sic) a otras aplicaciones;

pero también era cierto que el mucho dinero gastado en las campañas de 1674 y 1675 en el frente catalán no había tenido ningún resultado a la altura de lo que se esperaba. Todo aquel discurso, mientras se recordaba una vez más la figura de don Juan José de Austria y la defensa de Gerona en 1653, servía en manos del condestable de Castilla para defender la posibilidad de retirar a los virreyes la prerrogativa de capitanes generales «poniendo el mando de los exércitos en quien sin tantas consideraciones pueda volver el crédito a la Nación en aquel punto y respecto que ha tenido por lo pasado». El duque de Osuna lamentaba volver a tener que hablar sobre qué posición debería fortificarse en el Ampurdán, cuando defendiendo mejor Bellaguarda la pregunta ya tenía respuesta. Por otro lado, le parecía imposible fortificar convenientemente Gerona por las numerosas colinas cercanas que deberían reforzarse al mismo tiempo, de forma que tanto dicha plaza como la misma Puigcerdà eran susceptibles de caer en manos de Francia si no disponían de las guarniciones correspondientes. La resolución real incorporó tanto la petición de averiguar las circunstancias de la rendición por parte del maestre de campo G. Diemberg, que estaba encarcelado, como también la salida del virreinato de San Germán cuando llegara el momento oportuno.187

Durante el mes de agosto, el mariscal Schomberg recibió un contingente de ochocientos hombres de refuerzo y se mantuvo en el Conflent y el Capcir hasta comienzos de septiembre, cuando el virrey San Germán pensaba que podía moverse hacia la Cerdaña (de hecho, Schomberg llegó a Llívia, donde permanecería entre el 7 y 10 de septiembre haciendo forrajear a su caballería). En Puigcerdà había dejado San Germán hasta cuatro mil hombres, de ellos mil naturales y trescientos caballos, y les envió otros trescientos caballos, pero el resto de su gente tendría que quedarse defendiendo las entradas y las fortalezas del Ampurdán y desplegada también hasta Ripoll por si Schomberg decidía a última hora una contramarcha, «porque de Conflent al Ampurdán pueden venir por el Rosellón en tres días, y nuestra gente desde allá [Cerdaña] a acá [Ampurdán] por esta parte tardaría más de seis». San Germán era consciente de que la iniciativa siempre sería del rival si él se limitaba a socorrer el lugar donde hacían más falta en aquel momento sus fuerzas, pero no pudo salir de esta perversa dinámica. Descartó asimismo una entrada en el Rosellón ahora que las fuerzas de Francia se dirigían a la Cerdaña porque solo se crearían problemas a sus habitantes. Según San Germán, había consultado aquella cuestión con «caballeros catalanes y personas de suposición», y consideraban cómo, aunque entraran las tropas reales en el Rosellón

con toda clemencia, siempre harán algún daño a los naturales de Rosellón conque quedarán aquellos [h]ostigados y los de estas fronteras del Ampurdán con el recelo de que los franceses tomarán por pretexto esta entrada para hacerles invasiones, y en todas ocasiones han dado a entender su deseo de que no se haga ningún daño a los de Rosellón para que corran con la buena correspondencia y no tengan ocasión aquellos ni pretexto de hacer mal a los destas fronteras [...]188

Oportunamente, San Germán informaría sobre cómo Schomberg se mantuvo a la vista de Puigcerdà con buena parte de sus tropas (todavía disponía de cinco mil infantes y dos mil caballos) durante todo el mes de septiembre, castigando de dicha forma a las poblaciones de la Cerdaña francesa que habían dado la obediencia a España aquella campaña, mientras evitaba, también, que la guarnición de la plaza pudiera mantenerse con facilidad, teniendo que buscar suministros mucho más lejos. Solo a mediados de octubre, con numerosos enfermos, las tropas de Schomberg se marcharían a sus alojamientos de invierno en el Languedoc y en Foix.189

San Germán, como estaba previsto, sería sustituido por Juan Antonio Pacheco Osorio Toledo, marqués de Cerralbo y de San Lorenzo.190

El marqués de Cerralbo, el príncipe de Parma y la campaña de 1676

En enero de 1676, el virrey Cerralbo comprobó las grandes dificultades que traía desarrollar su cargo sin disponer de las cantidades necesarias de dinero. Por ejemplo, solo había trescientos hombres de guarnición en Barcelona y ningún barco que pudiera defender la costa. Las tropas de infantería se redujeron al mínimo, unos dos mil quinientos hombres en febrero, para licenciar el resto de los tercios por no poder mantenerlos en el Principado. Era este un problema muy grave, puesto que

para guardar a Puigcerdà y a Gerona son menester más de 4.000 [infantes] en cada una de estas plazas sin hacer quenta de las demás, que todas están expuestas a la voluntad del enemigo por desguarnecidas y mal fortificadas, obligándome a no atreverme a pasar muestra a sus guarniciones, que es toda la infantería que hay, por parecerme menos inconveniente tolerar el engaño de algunas plazas poco efectivas que dar al enemigo esta ocasión de que averigüe más nuestra flaqueza.

No había dinero para las pagas regulares de nadie, sufriendo especialmente la caballería, y mucho menos habría dinero para los hospitales, la mayoría de los cuales tendrían que cerrar —«no me hallo con un real para reparar ni en la menor parte la lástima y vergüenza de este ynconveniente», exclamaba Cerralbo—, y el virrey insinuó que lo relevaran del cargo.191

El Consejo de Aragón, muy preocupado por las carencias defensivas del Principado, no dudó de la gravedad del momento al reunirse y en una trascendente consulta del 9 de marzo envió a Carlos II un largo informe acerca de la situación en la frontera catalana. De entrada, el Consejo tenía la convicción que aquella campaña Luis XIV había escogido el frente catalán como la diversión más importante que podía hacer para evitar que España enviara asistencias al Imperio y al resto de aliados de Alemania y a las Provincias Unidas, «como para en caso que se tratase de Pazes (reconociendo la flaqueza de las plazas de Cathaluña) entender que podrá adelantar tanto sus tropas que le quede con qué reintegrar lo que sus aliados van perdiendo». Parecía, por sus noticias, que los ocho mil infantes y la caballería que llegaron para la campaña de 1675 en el Rosellón, y que permanecieron alojados todo el invierno en el territorio, estarían prontamente aprestados para realizar una incursión en el Principado ya en el mes de abril, añadiéndose a dichas tropas otros seis mil hombres reclutados en el Languedoc, de forma que con unos catorce mil infantes y cuatro mil caballos podrían asediar cualquier plaza catalana. Toda esta información estaba contrastada por los avisos enviados desde el Rosellón por los «[...] que desean los buenos sucesos a V. Magd.».

Una vez más, se explicaría en la corte que los objetivos principales para Francia serían las plazas de Puigcerdà y de Rosas, pero «para destruir todo el distrito del Ampurdán no embarazan ninguna de estas plazas, ni tampoco para sitiar a Gerona, que es la primera ciudad de Cathaluña por aquella parte». Por otro lado, ni Gerona ni Hostalric, «que es puesto muy fuerte bien fortificado y guarnecido», no eran suficientes, como ya se había comprobado en la época del virrey Mortara, para evitar un ataque directo contra Barcelona. Y, como siempre se había señalado, un problema no menor era disponer de fortificaciones con grandes circunvalaciones pero carecer a última hora del número suficiente de tropas para guarnicionarlas correctamente; por ejemplo,

Para conservarse la plaza de Puigcerdà por ser muy dilatada y tener en sí grande población de naturales y estar apartada de la comunicación, y el centro donde asiste el general, necesita por lo menos de dos mil infantes, y con menos puede padecer alguna interpresa, por estar inmediata a los mismos lugares de franceses, y no muy segura la gente que la compone, de que mucha parte no conserve aun la memoria de haber sido vasallos de Francia.

Los mismos hombres eran necesarios para la guarnición de Rosas, pero como podía ser socorrida por mar su situación no parecía tan preocupante. La defensa de Gerona era difícil por su situación, con la necesidad de fortificar las colinas cercanas —la insistencia en tal cuestión fue constante—, tener una gran circunvalación y una planta irregular, de forma que la mejor acción defensiva posible era acumular la mayor guarnición viable, y recordaba el Consejo cómo en 1653, cuando atacó el francés, había cinco mil infantes en el interior de la ciudad y mil caballos operando fuera; no obstante, incluso con dichas fuerzas el rival abrió brechas y dio algunos asaltos y por eso los oficiales del ejército decían que Gerona servía «más para consumir gente que para defender la provincia», de forma que se reclamaba una guarnición como mínimo de tres mil hombres.

Es decir, solo para una defensa competente de Puigcerdà, Rosas y Gerona se necesitaban unos siete mil hombres, cuando Cerralbo solo disponía de dos mil quinientos en aquellos momentos, todos ellos en las dos primeras plazas; si los franceses entendían dicha circunstancia y lanzaban una ofensiva, ocuparían Gerona, dejarían allá una guarnición e irían inmediatamente contra Barcelona. Por otro lado

Del país (señor) se puede tener poca esperanza de asistencia, no porque le falte el deseo de conservarse en la Real Obediencia de V. Magd., pero con lo que ha gastado y gente que ha consumido estos años pasados están débiles sus fuerzas; que aunque la gente noble y de más consecuencia quieran hacer todo el esfuerzo posible, siempre el pueblo es perezoso en moverse, y más a vista de un poderoso ejército con que entrará Francia, quando no le vean de V. Magd. con quien poder guarecerse.

El Consejo de Aragón temía que Cataluña, en aquella tesitura, buscara mostrarse neutral dada la realidad de la carencia de medios de Madrid para defenderla. Ni los reinos de Aragón y Valencia podían hacer más de lo que ya hacían con sus tercios, que no eran suficientes para cubrir la carencia de tropas. Y, sobre todo, el Consejo de Aragón no las tenía todas consigo si, después de la derrota de la flota hispana frente a la francesa en Mesina en febrero de 1675 y de un indeciso combate de las flotas combinadas de España y las Provincias Unidas de nuevo contra la de Francia en enero de 1676 —volviendo a ser derrotados españoles y holandeses en abril y en junio de aquel año192—, Luis XIV decidiera volcar toda su fuerza por mar y tierra contra Barcelona e intentar tomarla, una circunstancia que el Rey Sol podría realizar con más facilidad que no el Rey Planeta en 1651-1652, al disponer aquél de muchas más fuerzas navales a su disposición, las cuales podían operar desde Cadaqués y Palamós en caso de tomar ambas —la primera no tenía defensas y las de la segunda no eran de gran consideración—, pero incluso podría llevar a cabo dichos planes desde Colliure.

El dictamen sobre Barcelona del Consejo de Aragón era el siguiente: disponía de murallas al estilo antiguo, pero eran «buenas por la [parte] de tierra, con unas torres que han acomodado para defenderlas algo mejor, y por algunas partes son bajas y no muy fuertes». Además, a Francia no le interesó nunca malgastar su gente en un asedio por culpa de las enfermedades, prefería perderla en asaltos que fueran efectivos:

y como Francia por su gran población nunca escasea de infantería, repara poco en aventurarla, y puede ganar en pocos días lo que costó a España catorce meses de sitio [en 1651-1652], porque Barcelona tiene irregularidad en las murallas y sin traveses, que en el sitio pasado lo suplieron los franceses con levantar unas medias lunas de tierra y fajina, y esta es defensa para entretener, pero no para librarse del ataque, pues se suele ganar con facilidad.

Por todo ello, consideraban que el miedo a un ataque directo contra Barcelona estaba más que justificado; partiendo de este presupuesto, el Consejo de Aragón se decantó por destinar la mayor guarnición posible a Puigcerdà y Rosas y mantener al alza el número de mílites que el virrey tenía en Castellfollit y Camprodón, y con el resto de la infantería y la caballería que Cerralbo se encerrara en Barcelona si consideraba que el francés disponía de fuerzas suficientese para inquietar dicha plaza, porque conservando la Ciudad Condal «se mantiene más de la mitad de Cataluña, y toda deseará sacudirse de los trabajos de la guerra, ayudando los ejércitos de V. Magd.; y últimamente todo lo restante hasta el Rosellón son olas del mar, que en faltando el ayre que los levanta, quedan en tranquilidad», teniendo la constancia de que Gerona era fácil de recuperar, pero no así Barcelona, y si se perdía otra vez los reinos de Aragón y Valencia estarían en peligro.

La verdad incontestable era que Barcelona se encontraba con menos de doscientos hombres de guarnición, treinta piezas de artillería en servicio para defender sus murallas, no había armas, pólvora, ni otras municiones prevenidas y almacenadas para poder equipar las tropas, ni a la propia población, aunque esta «es la menos segura». Tampoco había galeras de servicio que pudieran traer suministros, ni había grano para poder aguantar un asedio. De forma que recomendaron la remisión a Barcelona de toda la artillería disponible en las fortalezas del Mediterráneo, desde Cádiz a Tortosa, el acercamiento de las galeras a la costa catalana y la asistencia por parte del proveedor del grano de todas las cantidades necesarias para mantener el ejército.193

El Consejo de Estado consideró, en consulta de comienzos de marzo, sobre todo «el desconsuelo de sus naturales [de Cataluña] y el precipicio que amenaza sino vieren luego la fortuna de su defensa, siendo su mayor riesgo la desconfianza que han concebido de que esta pueda llegar en tiempo», y atendiendo al retraso con el que se hacían las nuevas levas en Castilla, era muy necesario invertir mucho más dinero en las defensas de Gerona y, en el resto de los casos, procurar que las plazas dispusieran la guarnición recomendable para su defensa. Dichas disposiciones implicaban, pues, que el envío de tropas a Cataluña debería acelerarse al máximo, al tiempo que se remitía dinero para mantener correctamente la caballería del Principado, unos dos mil efectivos a finales de marzo.194

El virrey Cerralbo, quien decía sufrir por ser él quien perdiera Cataluña, pues estaba convencido de que el ataque de Francia de aquella campaña significaría la caída de Barcelona, sobre todo cuando los franceses lanzaron un ataque sorpresa contra la guarnición de Figueras el 22 de abril, donde apresaron prácticamente al completo al tercio de Barcelona, pidió a su oficialidad que en una junta votaran acerca de la estrategia a seguir de manera colegiada; al final, el voto del general de la caballería, don Francisco de Velasco, sirvió de pauta a todos los demás: los infantes disponibles (4.650 efectivos) tendrían que repartirse entre todas las plazas susceptibles de recibir un ataque (Gerona, Rosas, Palamós, Cadaqués, Camprodón, Puigcerdà y Seo de Urgel) además de dejar ciento cincuenta en Barcelona, mientras que se destinarían unos mil caballos (de un total de mil ochocientos en servicio) como campo volante para ir a defender la posición que se encontrase más comprometidsina. La mejor política sería que el virrey estuviera desde el inicio de la campaña en Barcelona, puesto que una retirada del mismo con sus tropas a la Ciudad Condal una vez iniciada aquélla siempre causaba un mal efecto. Ahora bien, la idea de que el voto de Velasco fue aceptado por el resto de la oficialidad seguramente era un intento del virrey para demostrar una unidad entre sus mandos que en la práctica era inexistente: según el testimonio del Consejo de Aragón, este refirió al rey «la desunión de los cabos del exército, que por noticias particulares ha entendido el Consejo son grandes».195

Cuando incluso la Real Audiencia insinuó que, quizá, sería mejor que el virrey Cerralbo dejara solo trescientos caballos en la Cerdaña y concentrara el resto de sus tropas en la defensa del Ampurdán, donde operaban apenas cinco mil franceses de la vanguardia de su ejército, Cerralbo volvió a argumentar que Barcelona se encontraba con tan solo ciento cincuenta hombres de guarnición para defenderla, recordando «su grandeza de pueblo, y variedad de humores». Por lo tanto, eran dichas circunstancias y no otras las que aconsejaban que se quedara en Barcelona, «por si pudiese repararla mi asistencia de accidentes tan posibles en su naturaleza y en la voz de estar el enemigo dentro del país». Como temía que la llegada de un solo barco de Francia pudiera alterar los ánimos de los barceloneses, había conseguido que tres bergantines mallorquines vigilaran la costa, aunque Cerralbo no sabía todavía cómo los pagaría. La Real Audiencia, que fue preguntada acerca de la fidelidad de los catalanes, no veía ningún peligro en los «malos humores» de Barcelona y el Consejo de Aragón le dio la razón cuando aseguró que

lo que rezela el marqués [de Cerralbo] de la variedad de humores que dice [h]ay dentro de la ciudad de Barcelona (que es el motivo que más fuerza le haze para no salir della), entiende el consejo que estando tan asegurada la fidelidad de la nobleza y la demás gente bien intencionada y afecta al servicio de V. Magd. no [h]ay que temer en esta parte, sino esperar que en cualquier accidente obrarán todo lo que convenga a su misma defensa.

Por otro lado, no por permanecer el virrey en Barcelona quedaba esta en mejor situación defensiva, sino que si se acudía con todos los medios a defender la vanguardia y examinar in situ el virrey la marcha de la campaña se podrían tomar mejor las decisiones oportunas para defender de la manera más óptima Barcelona una vez comprobadas las fuerzas reales del enemigo. El rey aceptó este punto de vista y comunicó a Cerralbo la necesidad de que se trasladase a la frontera. Es más, el Consejo de Estado tenía muy claro que en Cataluña la única estrategia posible consistía en la defensa del territorio impidiendo que «fuésemos obligados a hazer más adentro del pays la frontera que hoy tenemos al enemigo, y las malas consequencias que de esta desgracia se podían seguir a lo restante de la Monarchia», pues por mucho dinero que se gastara en aquel momento en dicha defensa, sería siempre mucho más el necesario para recuperar el terreno perdido en el Principado. Así, según el voto del duque de Osuna, dejando en Barcelona cuatrocientos o quinientos infantes y ciento cincuenta caballos y otros doscientos caballos en Puigcerdà, sería ideal concentrar las fuerzas restantes en Bàscara para luchar contra el enemigo, como hizo el duque de San Germán, desde donde siempre podría acudir a la defensa de Gerona, quedando los paisanos menos recelosos de que el virrey y, en definitiva, la Monarquía no los defendía.196

Que Cerralbo no quería hacer la guerra en Cataluña quedó todavía más claro durante los meses de junio y julio, cuando se encerró en Gerona esperando su relevo: el príncipe de Parma. Varios testigos197 aseguran que, incluso, el ejército hispano era superior al de su rival —«de la flaqueza del francés dicen que hay poco que temer»—, pero que el virrey no había hecho nada por evitar la devastación del Ampurdán mientras que el francés había «cogido mucho dinero con que se retirará a Ruysellón y fortificará los pasos de los Pirineos», cuando los oficiales del rey no sabían hacer otra cosa que pelearse entre ellos.198

Quizá eran opiniones poco contrastadas, puesto que los franceses dispusieron aquellas semanas de unos ocho mil infantes y cuatro mil caballos, pero cuando el nuevo virrey, Alejandro Farnesio, se incorporó a la campaña —el 22 de julio llegó a Gerona— y contando solo con 400.000 reales para las tropas (de hecho, con dicha cantidad apenas si podía pagar un cuarto de sus pagas), sin pensar, pues, en gastar dinero en el tren de la artillería, el del carruaje, hospitales o fortificaciones, el caso es que demostró que algo se podía hacer: en agosto protagonizó una entrada en el Rosellón en la cual enviando al marqués de Leganés con mil caballos e infantería por el coll de la Calabaçera y él mismo avanzando por el coll del Portell tomó tres fuertes enemigos que cerraban el paso. Después atacó y venció en Morellàs unos quinientos caballos de Francia, que se refugiaron en Ceret, mientras que Leganés tomaba Montesquiu y Elna, quemándole al enemigo unos almacenes con unos treinta mil quintales de paja. Que el rival tuviera todavía ocho mil hombres en servicio hizo que Farnesio declinara un ataque contra Ceret.199 El rey hizo caso de Farnesio y escribió a finales de octubre a todos los reinos de la Corona de Aragón para solicitarles un mayor esfuerzo de guerra, con un aumento de los efectivos de sus tercios, que tendrían que estar en Cataluña a finales del mes de marzo de 1677.200

Las últimas campañas, 1677-1678

Mientras don Juan José de Austria no consiguió llegar al poder en dos intentos previos, en 1669 y en 1675, aunque en la primera oportunidad vio como el favorito de Mariana de Austria, el padre Nithard, era despachado, aquel esfuerzo tan solo serviría para favorecer el ascenso de Fernando de Valenzuela, marqués de Villasierra, quien conseguiría durante los años de la guerra de Holanda el espaldarazo de nobles destacados, y presentes en el Consejo de Estado, como el almirante de Castilla, el condestable de Castilla, el marqués de Astorga o el conde de Aguilar. Pero en enero de 1677 Valenzuela cayó en desgracia y sería sustituido como primer ministro por don Juan José; a dicho nombramiento le seguirían el de numerosos virreyes, y entre ellos Carlos II nombraría en mayo de 1677 al conde de Monterrey, Juan Domingo de Zúñiga y Fonseca, nuevo virrey de Cataluña en sustitución del príncipe de Parma.201

Alejandro Farnesio, que el 3 de mayo de 1677 ya había salido a campaña según Feliu de la Penya, desde Gerona hizo entrar sus tropas en el Rosellón para obligar a los franceses a evacuar la Cerdaña, retirándose posteriormente para cubrir el Ampurdán. Rota la campaña por el nombramiento del conde de Monterrey, la temprana derrota hispana en el barranco de Espolla, a causa de una carga precipitada del duque de Monteleón, que se saldó con cuarenta y dos oficiales muertos, entre ellos Monteleón, y casi un centenar heridos, frenó toda iniciativa del nuevo virrey. Volvió este inmediatamente a una estrategia mucho más conservadora que no la agresiva, pero efectiva, del príncipe de Parma: Monterrey ordenó que el ejército se dividiera para poder defender toda la frontera: él mismo se quedaría en Olot con la mayoría de las tropas, desde donde, en agosto, le escribía al duque de Villahermosa explicando que no podía moverse de allá por encontrarse sin víveres ni tren de carruaje, pero también «para assegurar los panes de Cerdaña que con ojos de codicia miraba el enemigo, el qual se aplica a fortificar algunos de los coles (sic) por donde es más accesible la entrada en Rosellón». Don Josep Galcerán de Pinós, quien se había destacado en la ayuda a don Juan José el enero anterior y había sido escogido maestre de campo general, iría con su gente a Ripoll. Monterrey permanecería hasta octubre en Olot, quejándose que los franceses antes de dar por acabada la campaña habían derruido todos los fortines que se habían levantado en la frontera del Rosellón, pero sin hacer nada por frenarlos.202

Toda la campaña de 1678 giraría entorno a la pérdida de Puigcerdà. Ya en el mes de abril el duque de Noailles llegó al Rosellón, donde muy rápidamente dispuso de un ejército de unos veinte mil hombres. Francia, que había tenido que abandonar finalmente Sicilia en marzo de aquel año, aunque en Flandes conquistó en febrero y en marzo Gante e Ypres, necesitaba una victoria en el frente catalán para presionar a Madrid, que todavía se negaba a considerar la paz como hacían sus aliados holandeses desde 1677, mientras Leopoldo I de Austria disponía de sesenta mil hombres para luchar en 1678 y quería continuar la guerra.203

De hecho, el catalán Ramón Trobat,204 hombre de la máxima confianza del ministro de la guerra, marqués de Louvois, en el Rosellón, le envió un informe detallando las posibilidades de una ofensiva en el Principado: si se conquistaban Palamós y Gerona podía dividirse el país en dos partes, permitiendo mantenerse allá las tropas del rey de Francia merced a las contribuciones que podrían imponerse, mientras que con la captura de Puigcerdà no solo se impediría la entrada de los hispanos en el Conflent y el Capcir, sino que, una vez más, las tropas de Francia podrían avituallarse allá y refrescarse de los calores del verano. Como no existían otras defensas en Cataluña hasta Barcelona por mar (desde Palamós) y por tierra desde Gerona como no fuese Hostalric, que no era un gran problema militar según Trobat, la toma de las dos plazas obligaría a los virreyes de Carlos II a concentrar todas las tropas en la defensa de Barcelona dejando el resto del país libre en manos de los franceses. Por otro lado, para hacer la guerra en un lugar tan montañoso como Cataluña era necesario atraerse a su población para evitar tener que movilizar grandes contingentes de tropas para mover los convoyes y razonar con ellos cuando se les pidiera cualquier servicio, explicando claramente que dicha política redundaría a la larga en un mayor alivio para todos ellos (siempre pensando en la comparación con la administración de los españoles y su política militar en Cataluña).205

El 28 de abril, el duque de Noailles, que había destacado diez mil infantes y dos mil caballos, puso asedio a la plaza de Puigcerdà dividiendo su ejército en tres cuarteles. El día 29 abrió las primeras trincheras por la parte del río Segre, donde instaló una batería de dieciséis cañones que dispararían a la cortina de los baluartes de San Pablo y San Juan, e iría acercándola al camino cubierto de la plaza hasta el 3 de mayo. El gobernador de Puigcerdà, Sancho de Miranda, contaba con mil cien infantes, doscientos caballos y quinientos paisanos divididos en seis compañías. Dicho dia, a decir de N. Feliu de la Penya, los franceses dieron tres asaltos a la plaza especialmente en la zona del baluarte de San Felipe, pero fueron rechazados perdiendo ochocientos hombres. Desde el 3 de mayo y hasta el 15 del mismo mes continuarían los franceses su bombardeo de las murallas desde la anterior batería y una segunda levantada en la parte contraria de la plaza, mientras fabricaban una mina dirigida contra el baluarte de San Pablo, que hicieron estallar la madrugada del día 15, pero con fortuna adversa puesto que la onda explosiva mató a cuatrocientos franceses; aun así, abrió una brecha como para permitir el paso a cincuenta hombres, pero el descalabro del momento impidió que aprovecharan la ocasión. Los maestres de campo don Antonio Serrano y don Carlos Sucre trajeron gente de sus tercios, pero también habitantes de Puigcerdà, incluyendo mujeres y muchachos, a trabajar para taponar la brecha, y en dos días la tuvieron cerrada con una cortadura, exponiéndose todos ellos notoriamente a los peligros que comportaba un asedio. En aquel momento, las instituciones políticas catalanas escribían desesperadamente al rey pidiendo ayuda para evitar la pérdida de Puigcerdà, «que abriga la mayor parte de Cataluña» decían los diputados de la Generalitat.206

El 21 de mayo volaron los franceses una segunda mina que se llevó toda la cortina del baluarte de San Pablo, pero todavía no se decidieron por un asalto general. Mientras, el duque de Monterrey solicitaba y obtenía ayuda militar del país en forma de tercios y compañías pagadas, además del somatén general de la zona de la montaña, subiendo hasta Vic muy lentamente, como asegura Feliu de Peña, donde pudo reunir diez mil hombres y dos mil caballos —el mismo número de efectivos que según este autor disponía Noailles; Maura Gamazo refirió en su momento la cifra de nueve mil infantes y dos mil quinientos caballos al mando de Monterrey. Pasando por Ribes de Freser, Monterrey llegó a la vista del coll de Maians, pero desde allá ordenó la retirada de su ejército. Monterrey se justificó más tarde (en carta al duque de Villahermosa), cuando alegó que no pudo enviar al marqués de Leganés al socorro de Puigcerdà por haber ocupado el contrario mientras tanto el coll de Maians, y no quiso que Leganés se arriesgara con sus dos mil caballos y tres o cuatro mil infantes a pasar por un desfiladero, sobre todo cuando, además, el gobernador de Puigcerdà ya avisaba que iba muy corto de víveres y el de Rosas de la aparición de una armada de Francia con veinticinco navíos, de forma que ordenó a las tropas que subían a la montaña desde la Marina que regresaran para proteger Rosas, Palamós y otras fortalezas. Como Noailles todavía disponía de doce mil hombres (cinco mil caballos y siete mil infantes), Monterrey decidió proteger mejor Gerona y, de hecho, volver hacia Barcelona, puesto que la armada de Francia (doce barcos y una galeota) compareció ante la Ciudad Condal, que sufrió un cañoneo de dos horas, y donde quemaría un navío hispano. Feliu de la Penya, testigo directo de los hechos, trazó un panorama bastante triste de la incompetencia hispana, aunque un tanto interesado,207 mientras Puigcerdà capitulaba el 28 de mayo y la rendición se hacía efectiva el primero de junio.208

Monterrey justificaría su actuación, mientras toda Cataluña clamaba por su indefensión, alegando la ineficacia de los artilleros de la Ciudad Condal, que no supieron disparar contra la armada de Francia (Feliu de Peña alegaría a su vez que los artilleros estaban con el ejército, que solo paisanos y algún religioso habían disparado sin mucha fortuna, además de que no todas las instalaciones defensivas de la fachada marítima estaban en condiciones óptimas), y que los barceloneses querían solo aprovechar el momento de descontento para hacerse con el control de las puertas como antes de las alteraciones de 1640 con la excusa de que no había suficientes tropas para defender las murallas, «con que voy mañosamente tratando esta materia, procurando encaminarla al mayor servicio de V. Magd. y borrando la impresión en que han entrado de desconfianza, excitado de algunos mal intencionados que hay en el Consejo de Ciento». Monterrey aseguraba estar muy preocupado por si la armada francesa volvía a presentarse, pero ahora con las veinticuatro galeras que, según se decía, aprestaban en Tolón, también por la reacción de los catalanes, quienes protestaban todas y cada una de las medidas tomadas fueran del signo que fueran:

el defenderlos es malo y también el no defenderlos [...] y como esto sucede en la mala coyuntura de la pérdida de Puigcerdà (que se rendirá mañana) y tengo noticia de lo que pasó en Barcelona sobre la de Bellaguardia, con ser de tan diferente consecuencia, confieso a V. Magd. que para quando sea notorio necesito bien de toda la asistencia divina para mitigar el primer golpe.209

La respuesta de la Ciudad Condal no podía dejarse esperar. Ante el peligro de la armada francesa, Barcelona, con solo cien infantes irlandeses y treinta caballos de guarnición y sin artilleros, como se ha dicho, fue defendida prácticamente por sus habitantes dirigidos por la nobleza. Pero, con todo,

Lo que más lastima los coraçones de los buenos vasallos de V. M. es el temor de lo que amenazan las fuerzas del enemigo o, por decirlo con más propiedad, las pocas con que nos hallamos para suspender sus progresos, pues las plazas que inmediatamente se siguen a Puigcerdan son la villa de Camprodón, Ripoll, castillo de Bagà, villa de Berga, y Seo de Urgel, todas de poca subsistencia y sin poderse socorrer porque no habiendo sido bastantes las fuerzas para Puigcerdà (cuya conservación importaba tanto), menos serán suficientes para el socorro de las referidas no siendo de tanta resistencia.

Y en el caso de Barcelona «no se hallan las fortificaciones necesarias, no hay artillería, ni municiones, ni pertrechos de guerra que se requieren, ni soldados para guarnecerla con suficiencia»; es más, todas las tropas que en aquel momento se encontraban en servicio en Cataluña eran insuficientes para poder defender el perímetro de murallas de la propia Barcelona y de Montjuic, sobre todo si no llegaban refuerzos.210 De hecho, los consejeros de Barcelona y los diputados de la Generalitat enviaron una embajada conjunta a Carlos II (el conde de Plasencia, Josep de Lanuza, sería el embajador) y clamaban contra la actuación de Monterrey en el sentido que tanto en 1674 como en 1676 se había atacado el Rosellón para reducir la presión de Francia sobre la Cerdaña, y también se supo frenar el ataque de la armada gala sobre Rosas en 1674 (más numerosa que la de 1678), pero aquel año no se había hecho nada, cuando según el gobernador de Puigcerdà, al finalizar el asedio el enemigo disponía de 7.500 hombres, aunque poco después le llegasen dos mil hombres más, unas fuerzas que no eran imbatibles, dejando Monterrey, después de la pérdida de Puigcerdà, a Bagà, Ripoll y Vic sin defensa prácticamente, y a Berga, Seo de Urgel, Manresa, Solsona y Cardona con tan solo la que pudieran hacer sus habitantes, retirando todas las tropas a Barcelona y al Ampurdán. Además, insistieron en que, también, cabía achacar los más que discretos resultados de la campaña a «la continua desunión entre los generales y cabos majors que sempre es tal entre ells que turba tota la obediencia militar e impedeix les operacions estant sempre lo exercit partit en bandos entre sí».211

También es cierto, como pasó en 1675 a raíz del esfuerzo que significó la defensa de Gerona, que el conde de Plasencia iba a Madrid, donde estuvo hasta diciembre de 1678, con órdenes de pedir el retorno al régimen de autogobierno perdido en 1652, que no se concedió,212 mientras el conde de Monterrey tendría que dejar su cargo. El Consejo de Aragón señaló al respeto cómo desde el inicio de su virreinato Monterrey tuvo poca fortuna en Cataluña debido al «mal suceso que tuvo en el barranco de Espolla» y después con la pérdida de Puigcerdà, además de su «aspereza de condición». Carlos II decidió nombrar al príncipe y duque de Bournonville como nuevo virrey de Cataluña, ocupando el cargo interinamente el marqués de Leganés hasta su llegada.213

Cuando el conde de Plasencia entregó su memorial en la corte en septiembre, todo el esfuerzo de guerra de los catalanes aquel año quedó explicitado: de entrada la pérdida de Puigcerdà significaba que Francia dominaría toda la montaña

siendo la mayor parte de Cataluña. De lo que se sigue que a un mismo tiempo se enflaquecen nuestras fuerzas y se augmentan las contrarias. Que ocupando el enemigo esta plaza (como ya la ocupa) puede emprender cualquier operación sobre las plazas mayores, aunque sea en lo más interior del Principado, porque hecho dueño de los puestos y pasos más importantes tiene siempre segura la retirada y que siendo tan difícil la recuperación de dicha plaza quando se intentase ha de ocasionar inmensos gastos nezesitándose para ello de fuerzas muy considerables.

Pero la respuesta del Consejo de Guerra a aquel cúmulo de consideraciones (y de reproches) fue muy decepcionante, en la línea de todos aquellos años, asegurando que el rey velaba por el bienestar de los catalanes como había hecho siempre e, incluso, el Consejo de Aragón sugirió al conde de Plasencia que regresara a Cataluña lo antes posible para excusar más gastos.214

El 17 de septiembre de 1678 Madrid aceptó las condiciones de paz que Francia y los neerlandeses ya habían propuesto el 17 de mayo al gobernador de Flandes, marqués de Villahermosa, y el 15 de diciembre ratificaba lo que sería la Paz de Nimega —con suspensión de armas en el frente catalán desde el 9 de octubre.215 Entre las plazas retornadas se encontraba «la villa de Puicerdan en Cataluña en el estado en que al presente se halla».216

Una vez incorporado a su destino, el duque de Bournonville informaba en enero de 1679 cómo

teniendo presente lo dispuesto en el artículo quinto en orden de la restitución de Puigcerdà para que se execute, y de todo lo demás que con motivo de la perdida de la misma plaza restituyeren franceses así con actos de jurisdicción como con asistencias de guerra, en cuyo cumplimiento he dado las órdenes convenientes, y despachado un trompeta al duque de Navallas señalándole el día 31 del corriente para que a un mismo tiempo se publique en Rosellón y este Principado, y habiéndose hecho se pasará inmediatamente a la restitución de Puigcerdà en la misma forma que V. Magd. se sirve mandarlo.217

Ciertamente, los franceses concentraron en la guerra de Mesina casi todos sus esfuerzos en cuanto al teatro de la guerra en el Mediterráneo durante los años 1674-1678, un frente en el que no obtuvieron ningún beneficio; aun así, quizá descubrieron demasiado tarde la vulnerabilidad del frente catalán, puesto que solo en la campaña de 1678, en la que contaron con nuevos refuerzos traídos precisamente de Sicilia una vez fenecida aquella aventura, un ejército francés algo más potente fue suficiente para capturar Puigcerdà. Pero, sobre todo, sería la incapacidad militar hispánica, traducida en una carencia de dinero (y por lo tanto de tropas bien pagadas, armadas y pertrechadas) y de oficiales de pericia militar contrastada y, numerosos testimonios así lo indican, mal avenidos, además de las interferencias políticas en el seno de la corte, la causa que Francia pudiera considerar el frente catalán como un teatro de guerra secundario durante mucho tiempo. Y así seguiría siendo hasta los años 1694-1697.

4. La recuperación imposible: la definitiva pérdida del Rosellón, 1679-1688

El nuevo virrey de Cataluña, duque y príncipe de Bournonville, comprobaría pronto las dificultades extremas que lo esperaban en su mandato. En su primer informe, Bournonville, además de defender la necesidad de unas guarniciones mucho más nutridas (Puigcerdà necesitaría inmediatamente dos mil hombres, Barcelona cerca de dos mil cuatrocientos), las fortificaciones de Gerona, para cubrir toda aquella parte de la nueva frontera, y Puigcerdà, «si se quiere mantener la Cerdaña y hacer allí frontera de Barcelona», eran inexcusables. En la propia Barcelona, aparte de acabar de fortificar Montjuic, se debían levantar tres fortines en el cementerio de los judíos, en las Atarazanas y en la Puerta del Mar. Pero en la zona del Ampurdán, además de algunas obras en las defensas exteriores de Rosas, Bournonville no fue el primero, como hemos ido viendo, en reconocer la necesidad de contar con otra plaza fortificada que cubriese el máximo territorio posible, dado que desde Gerona era imposible hacerlo. Sus opciones eran Peralada o Vilabertran. En la costa, Cadaqués era el mejor puerto para las galeras, pero la plaza y su castillo eran de poco provecho, de forma que habría que avanzar todo lo posible en las fortificaciones de Palamós. De manera parecida, mientras Puigcerdà no se arreglara, era muy importante que Seo de Urgel estuviera en las mejores condiciones defensivas, mejorando algunos de sus baluartes y acabando la contraescarpa (la pared en forma de talud más allá de los fosos y mirando hacia afuera) iniciada. También se podrían mejorar con poca costa Camprodón y Castellfollit, mientras que Ripoll, Berga, Bagà y Cardona tendrían que tener alguna guarnición mientras se reparaba la situación de Puigcerdà, aunque no fuera más que «para limpiar la tierra de vandoleros y salteadores de caminos». Siguiendo la política habitual, Bournonville intentó convencer a Madrid de la necesidad de pagar en Cataluña unos nueve mil hombres, con un coste teórico de 582.145 reales de plata mensuales, siendo consciente de que muchos de ellos representaban plazas supuestas para poder mantenerlos mejor, pero el Consejo de Guerra se negó a considerar siquiera dicha cifra. En diciembre de 1679 se pagaban en Cataluña, oficialmente, 6.772 plazas.218

La fracasada reconstrucción de Puigcerdà, 1679-1681

Sin duda, una de las más grandes preocupaciones del virrey Bournonville era el estado en que había quedado la fortificación de Puigcerdà. Ya el 6 de febrero de 1679 el virrey solicitó a Jerónimo Rynaldi, maestre de campo e ingeniero mayor del ejército de Cataluña, un informe sobre el estado de dicha plaza; de hecho, se conserva un dibujo de sus defensas de mano de Rynaldi donde aparece una fortificación de seis baluartes y una media luna antes de ser derruida; encima de la mesa había una propuesta para levantar cinco baluartes de nuevo y conservar el trazado de dos de los antiguos y de la media luna que no acababa de convencer a Rynaldi, quien defendía, recogiendo proposiciones suyas de años atrás, la conveniencia de perfeccionar los baluartes de San Pablo y San Juan, desbaratar la tenaza de la Nieve y en su lugar construir una torre mucho más fuerte, una segunda torre para defender un barranco cercano, así como un pequeño fortín y un baluarte y cuatro medias lunas, calculando el coste de la obra nueva y rehacer las antiguas defensas en 1.760.000 reales de plata, mientras la mejora del resto de plazas importantes (Rosas, Gerona, Palamós, Castellfollit y Camprodón) elevaba dicha cantidad a los 2.280.000 reales.219 El trabajo de Rynaldi sobre Puigcerdà estaba acompañado de un mapa de la Cerdaña, así como de una propuesta para mejorar las defensas de Seo de Urgel, una plaza sin casi defensas modernas (solo tres pequeños baluartes) en la que el ingeniero proponía construir hasta siete bastiones. Finalmente, también de la mano de Rynaldi tenemos el que seguramente es el primer esbozo bastante bien acabado de la plaza de Montlluís realizado para el rey de España, puesto que Rynaldi escribe: «Plaza de Monluy que se va fabricando de los franceses al col de la Percha».220

Cuando el virrey Bournonville analizó los informes de Rynaldi llegaría a la conclusión que, de hecho, Gerona era la plaza más importante por la parte del Ampurdán puesto que solo ella podía servir para que las tropas del rey pudieran refugiarse allá en caso de ser muy inferiores a las del rival, el cual, al dominar las entradas desde el Rosellón y Bellaguarda, siempre marcaba el ritmo de la campaña decidiendo cuando invadía el territorio; para Bournonville, en realidad Peralada o Vilabertran no solucionarían nada, puesto que no cubrían suficiente país y, además, si no se quería que los franceses las ocuparan y se aprovecharan de las obras hechas habría que acabarlas muy rápido y en las circunstancias económicas del momento era un imposible. En cambio sí estaba totalmente de acuerdo con el interés por mejorar las defensas de Palamós. En cuanto a la Cerdaña, era clave fortificar Puigcerdà, pero trabajando con «cal y canto», nada de obras con tierra y fajina o de tapias, porque la Cerdaña no era Flandes u Holanda donde podía construirse de aquella manera; por otro lado, sería obligatorio empezar las obras contando con el suficiente dinero en metálico para poder avanzar lo más rápido posible y fabricar artillería in situ para evitar la problemática de su transporte hasta la plaza.221

El Consejo de Guerra encargó otro informe al marqués de Cerralbo, capitán general de la artillería de España, quien fijó el coste de todas las obras en cuatro millones de reales pero, sobre todo, negó toda posibilidad de que los habitantes de Barcelona se hicieran con el control de las puertas de su urbe, con el acuerdo total del Consejo de Guerra; Cerralbo estuvo de acuerdo en reconstruir Puigcerdà solo cuando se tuvieran todos los medios asegurados, y con la condición de que fuese una fortificación que pudiera ser defendida por seiscientos u ochocientos hombres, puesto que en Cataluña difícilmente se podían poner más de seis mil infantes en campaña y hacía falta que las fuerzas que guardaban las plazas fueran las justas y necesarias, pero ni un solo hombre más.222

Las primeras noticias sobre el interés de Francia por construir una nueva fortificación que cerrara su porción de la Cerdaña y el Conflent, al tiempo que ponía en peligro toda la Cerdaña hispana y, más allá, superada la derruida Puigcerdà, las tierras de Lérida e, incluso, Aragón llegaron a Madrid a finales de abril de 1679. El gobernador de Puigcerdà, don Juan B. Moreno, le escribiría en este sentido al virrey Bournonville, explicándole cómo Ramón Trobat, abogado del Consejo Soberano del Rosellón, acompañado por dos ingenieros y algunos soldados reconoció el valle de Querol el 12 de abril, que los ingenieros rechazaron como emplazamiento para la nueva fortaleza por ser demasiado estrecho y dificultoso de socorrer, pero el día 13 encontraron otro lugar cerca de la ermita de Sant Vicenç, a una legua y media de Puigcerdà, donde delinearon un fuerte como el de San Narciso de Gerona, según el gobernador Moreno.223 En realidad, merced a los trabajos de Alain Ayats y Òscar Jané, sabemos que los franceses buscaban desde 1668 una localización adecuada para desarrollar sus planes de control fronterizo. Una vez derruida Puigcerdà en 1678, los franceses se decidieron finalmente por alterar de manera clara el equilibrio de fuerzas en aquella zona de la nueva frontera y desde junio de 1679 comenzaron las obras de su nueva fortificación en un lugar llamado los Vilars de Ovansa, una vez el emplazamiento obtuvo el visto bueno del gran ingeniero Vauban, aunque Ramón Trobat también insistiría en la necesidad de construir un fortín que cerrara el coll de la Perxa a los españoles.224 Todo el mundo se dio cuenta de la importancia de Montlluís, aquel nuevo hito en la frontera, y el Consejo de Aragón reclamó la fortificación urgente de Puigcerdà para defender lo mejor posible aquellos «puestos de la frontera, que [h]oy se halla tan abierta y aventurado todo el Principado y aquella parte del reino de Aragón en cualquier accidente de guerra».225 Pero la reacción de la Monarquía Hispánica sería catastróficamente lenta, puesto que en noviembre el Consejo de Estado reconocía cómo en Rosas y Puigcerdà no se había trabajado absolutamente nada (solo en Camprodón y Gerona se había avanzado un poco), porque todos los medios económicos tendrían que enviarse desde la corte y no fiarse en absoluto de cantidades prometidsinas como el dinero todavía adeudado y a recaudar en razón de los antiguos donativos para fortificaciones concedidos por Cataluña los años precedentes. Si no se hacía nada, «está abenturado todo el Principado», aseguraba el Consejo de Estado, puesto que «hallándose todas las plazas sin defensa, y particularmente Puigcerdà, es de temer cualquiera contratiempo, siendo conveniente que hoy con la paz nos afiancemos para lo que pudiere suceder».226

El 15 de julio de 1680, el Consejo de Guerra trató cartas enviadas desde el Principado no solo por el virrey, sino también por sus oficiales de artillería, pagaduría y veeduría dando a entender la situación límite en la cual se encontraba el ejército de Cataluña y sus fortificaciones, en las que, como se ha señalado, no se trabajaba apenas, pero la respuesta real fue, también, muy clara: «Estoi con entero conocimiento de lo mucho que importa y de quan preciso es asistir al Exército de Catalunya, pero la estrecheza de la Real Hacienda imposibilita el que sea con la puntualidad y en las cantidades que conviniera [...]».227

Así las cosas, por mucho que insistiera el virrey Bournonville, el caso es que no llegaba el dinero tan necesario, continuándose las fugas de soldados y la sensación de que si Francia quisiera, con un solo golpe de mano conquistaría toda la Cerdaña, con la población de la cual ya actuaban cómo si aquéllos fueran súbditos de Luis XIV, e incluso se lanzarían hacia Aragón. Es más, aquellos meses el duque de Vibonne había efectuado con sus galeras un recorrido por todas las plazas de la Marina de Cataluña y Mallorca, dando a entender que si se rompía la paz podrían atacar por Tarragona, que se encontraba en una situación lamentable, e hicieron grandes elogios del puerto de Cadaqués. También informó el virrey Bournonville del reconocimiento de la provincia efectuado por un consejero de París y un capitán de mosqueteros de la guardia del rey de Francia, acompañados por cuatro criados, a partir del mes de junio de aquel año y que se prolongó durante meses; su viaje los trajo desde la Conca de Tremp por Balaguer, Lérida, Tarragona, Barcelona, donde se alojaron un mes y medio, Vic, Gerona, Montserrat y Cardona, donde reconocieron su castillo, y Seo de Urgel. Con treinta mil hombres, y entrando por la Cerdaña, teniendo Puigcerdà derruida, los franceses podrían, por Seo de Urgel y Balaguer, tomar Lérida y dejando una guarnición allá, ir a por Barcelona, que sería bloqueada por la armada de Francia. Posteriormente, los viajeros, una vez establecido contacto con alguien en el condado de Foix que resultó ser un informante del virrey Bournonville, le explicaron su impresión de cómo era factible para Luis XIV poder conquistar Cataluña en una sola campaña. Todas las previsiones de guerra que hacían los franceses, según Bournonville, indicaban que habría guerra en marzo o en abril de 1681, cuando Ramón Trobat había ido a París a entrevistarse con el rey «fiscaleando como siempre para introducir la guerra en este pays».228 Pero noticias como estas continuarían sin producir ninguna reacción de la corte acerca de las asistencias para Cataluña.229 Lo que extraña, no obstante, es por qué el virrey no hizo nada para estorbar el viaje de los dos agentes franceses, ¿es que lo conoció demasiado tarde? ¿Le interesaba causar alarma en Madrid para comprobar si desde la corte reaccionaban?

En diciembre de 1680, los diputados de Cataluña volvieron a escribir a Carlos II recordándole su compromiso de abril de aquel año de invertir todo el dinero preciso en la reconstrucción de Puigcerdà para evitar, justamente, que en el futuro la Cerdaña se convirtiera en el nuevo Ampurdán de la montaña, permitiendo que el contrario pudiera alojar sus ejércitos durante toda la campaña como había ocurrido durante la guerra de Holanda ante la imposibilidad de defender la entrada del francés con una fortificación competente. La construcción de Montlluís, por otro lado, obligaba a tomarse aun más seriamente la situación. De hecho, ya al mes de octubre el mismo presidente del Consejo de Aragón, Pedro A. de Aragón, comentó cómo «los franceses están armados, nosotros débiles y Cataluña abierta [...]» y precisamente por eso actuaban de una manera tan agresiva en toda la frontera, de forma que hacía falta el envío de los medios destinados «con especial cuidado a la conservación y defensa de aquel Principado, y a lo menos que se provean medios para fortificar y poner en el debido resguardo a Puigcerdà». Y en enero de 1681 el Consejo de Guerra daba la razón a los catalanes, y al Consejo de Aragón, en cuanto a su preocupación acerca de las obras que hacía Francia en Montlluís, reclamando 550.000 reales para los trabajos inmediatos en Puigcerdà. La respuesta real recordó que en tiempo de nieves no podía trabajarse en la plaza de la Cerdaña como mínimo hasta el mes de marzo, y si Luis XIV atacaba aquella primavera encontraría la plaza con las obras sin concluir, de forma que era mucho más práctico invertir el dinero en mejorar las defensas de Castellfollit y Camprodón,considerar si la plaza de Seo de Urgel podía ampliarse y hacerse más fuerte, recomponer las fortificaciones de Lérida y Flix, al tiempo que se enviaban bastimentos y pertrechos de guerra a las plazas citadas y a Palamós, Gerona, Rosas y Cadaqués. En el fondo, una respuesta muy descorazonadora puesto que parecía que no se enviaba numerario alguno pues se esperaba la inminente llegada de la época de las nieves y, una vez arribada esta, la misma circunstancia servía para justificar el que no se enviara entonces cantidad alguna de dinero.230

Finalmente, entre julio y septiembre de 1681 el virrey Bournonville llevó a cabo una larga estancia en las plazas catalanas para revisar sus situaciones. Una vez más, la visita a Puigcerdà era obligatoria. Según el virrey,

En Puycerdá se ha considerado todo, y si se quiere conservar lo que nos queda de Cerdania (sic) es forzoso formar una buena plaça de Puycerdá, y aunque la fortificación vieja tenía grandes defectos en sus trabajos o flancos muy pequeños principalmente, será menester a mi parecer seguir los cimientos viejos para ganar tiempo y ahorrar gastos. Los trabajos pequeños se mejorarían después en doblandoles, quiero decir en haciendo flanco bajo y alto, y toda la plaça se mejoraría añadiendo un baluarte que faltaba y haciéndole grande, y con sus orejones y flancos altos y bajos, para tener en cada flanco alguna artillería,

además habría que abrir fosos, construir tres o cuatro medias lunas en la parte que miraba donde atacaron los franceses en su último asedio, formando también allá una contraescarpa. Eran necesarias, asimismo, algunas obras menores, como torres que vigilaran algunos riscos cercanos a la plaza. Los habitantes de la zona clamaban porque hubiera una fuerte guarnición en Puigcerdà, pero sería imposible mientras la plaza no estuviera en mejor situación defensiva, alegaba el virrey. Ahora bien, su importancia era obvia, tanto que

Aunque por tratado de conveniencia se volviese a España Perpiñán con el Rosellón, Conflente y lo que poseen franceses en Cerdania (sic), sería forçoso tener Puycerdá fortificado contra la frontera de Francia, pues nunca dejarían ellos a Montlouis o, si lo dejasen, lo arrasarían, habiendo hecho camino carretero desde el condado de Foix y de Rosellón hasta Montlouis, y teniéndolo también de Montlouis a Puigcerdà, sería dejar toda España descubierta si no se restableciese Puigcerdà.231

Pero todas aquellas noticias no obtuvieron respuesta alguna de la corte, que no envió ni los 400.000 reales que se habían prometidsino para las obras de Puigcerdà ni los 192.000 para el resto de las plazas del Principado, aunque sí se remitieron 304.000 reales para la asistencia de las tropas. Bournonville recurrió, incluso, a argumentar que en el tema de Puigcerdà «amigos y enemigos extrañan mucho que en más de tres años de paces no se haya dispuesto el fortificar o abandonar aquella plaza», cuando el mismo Consejo de Guerra también replicó que si era preciso se enviaran con total prioridad no los 400.000 reales, sino 800.000 para Puigcerdà, además de refuerzos de tropas para que trabajaran en las obras de la plaza mientras prestaban su servicio. De todos modos, en caso de que el rey aceptara por fin ponerse seriamente a reconstruir Puigcerdà, la cantidad más adecuada sería un millón de reales a pagar en tres o cuatro meses desde el mes de marzo de 1682, pues una y otra vez se recordaba que no se empezaría ninguna obra sino había un mínimo de dinero disponible. Por otro lado, además de nuevos fondos para el resto de las plazas catalanas (Cadaqués, Rosas, Camprodón y Palamós eran las primeras de la parte del Ampurdán, puesto que en Gerona se trabajaba un poco con dinero de la tierra, al igual que en Flix y Lérida; y también hacían falta medios económicos para trabajar en Seo de Urgel, Montellà y Bellver, para cubrir dentro de lo posible a Puigcerdà), Bournonville reclamaba reclutas italianos y castellanos para los tercios de estas nacionalidades, puesto que con ellos tendría que poner guarnición en las plazas de la Marina, en mayor peligro ahora que la marina de Luis XIV ya no tenía como principal objetivo Mesina.232

Por cierto que la noticia de cómo el gobernador de Montlluís, el marqués de Durban, rompió en Enveitg la acequia que llevaba el agua a Puigcerdà, «novedad que en ningún tiempo se ha intentado hasta ahora y que causaría notables daños e inconvenientes a nuestra plaza, sobre la sinrazón de perturbarles sin algún motivo la quieta posesión que de inmemorial tiempo acá han tenido en el conducto del agua», indignó al Consejo de Estado, quien no se creía que los franceses estuvieran alegando que por los tratados de paz firmados (Pirineos y Nimega) no podía volver a fortificarse Puigcerdà; en voto particular, el condestable de Castilla aconsejaba al virrey Bournonville no consentir a los franceses ninguno de sus excesos dado que «no se arriesga cosa, porque si no tenemos hoy la guerra la tendremos mañana». El marqués de Astorga afirmó por su parte que «desde que se hizo la paz se dio la mejor disposición a franceses para la guerra; que en esta estamos sin poderla ni dudar». El almirante de Castilla, incluso, solicitó al gobernador de Flandes, príncipe de Parma, que con la excusa del ataque francés a Luxemburgo «dé principio a la guerra». El duque de Osuna estaba con el condestable de Castilla en que era preciso fortificar Puigcerdà, pero con todos los medios disponibles muy asegurados, mientras que don Pedro de Aragón y don Vicente Gonzaga se decantaban por la fortificación de Seo de Urgel.233

Un nuevo conflicto en el horizonte, 1682-1683

Luis XIV, que pudo invertir según Alain Ayats 750.000 livres tournois en Montlluís entre los años 1679 y 1681 —o bien 1.275.848 de livres tournois según otra fuente entre los años 1679 y 1682234—, no solo continuó con sus planes de reconstrucción de las plazas de la Cataluña francesa, sino que mantendría una política muy agresiva en toda la frontera catalana. En enero de 1682 llegaron nuevas denuncias al Consejo de Guerra sobre los excesos del gobernador de Montlluís en la Cerdaña hispana, además de algún intento desestabilizador («algunas inteligencias») de R. Trobat en Berga, según el Consejo de Aragón. También el virrey Bournonville informaba del ritmo de preparación y concentración de tropas de Francia en el Rosellón, cuando el teniente general marqués de Chaseron, gobernador del citado territorio, y el mismo Trobat habían visitado toda la costa desde Colliure y hasta Cadaqués, «donde debajo mano han avisado a los naturales que si en caso de guerra o atacar toman las armas les quemarán todas sus casas, y que si se están quietos les harán buen partido, y que lo mismo decían que por orden de Trobat se haurá escrito a Campredon». Bournonville no podía obviar noticias como aquellas, puesto que «según las señales tenía por infalible el que se nos hará la guerra muy en breve y sin declararla, y que si nos coge tan desprevenidos y miserables como ahora se perderá aquella provincia». Por eso solicitó un ejército de doce mil infantes, seis mil de ellos para las guarniciones, y cuatro mil caballos, para los cuales necesitaría mesadas de 500.000 o 600.000 reales, por ser muy necesario responder todos las excesos cometidsinos por Francia para evitar que los catalanes pensasen que se «dilata el remedio» tan necesario, ya que a causa de ello «crece el desconsuelo y desconfianza de todo este Principado». Solicitó que Carlos II se decantara definitivamente por fortificar no Seo de Urgel, sino Montellà o bien Puigcerdà y que enviara de una vez por todas más recursos para la frontera catalana. Personalmente, Bournonville se decantaba por Puigcerdà,

porque de otra forma siempre les queda a los franceses el país abierto para poderse hacer dueños del quando les parezca si no hallan en su oposición un ejército poderoso, con el qual se podría fortificar Puigcerdà en poco tiempo si hubiéremos de entrar en guerra, y si se ha de continuar la paz es necesario que por capítulo asentado se declare que podemos fortificar dicha plaza y los demás puntos que pareziere a V. Magd. en sus dominios sin que franceses intenten embarazarlos, que siendo así se fortificará Puigcerdà con más comodidad,

y, por encima de todo, Bournonville deseaba disponer de más tropas para defender toda la provincia.235

En semanas posteriores, ante nuevas muestras de tibieza de la corte ante sus requerimientos, el virrey respondería que, si finalmente se optaba por no hacer obras en Puigcerdà, la única posibilidad era poner en mejor defensa Montellà, «para conservarnos una entrada en Cerdaña, cubrir el camino de Urgel y alojar nuestros miqueletes que asisten por allá»; si no había medios, ciertamente no se haría nada, pero Bournonville insistiría en que no podía dejarse abierto todo Urgel sin perder la zona del Segre y abandonar el resto de la montaña, poniendo en peligro Berga y Cardona. En el Consejo de Guerra que trató aquellas nuevas misivas llegadas desde Cataluña, el conde de Montijo fue el más crítico asegurando cómo la actitud de Francia en los últimos ocho o diez meses tanto en Flandes como las fronteras del País Vasco, Navarra y Cataluña solo podía hacer pensar que Luis XIV deseaba otra guerra «y que [h]allándonos con estos recelos tan anticipados, vee a este mismo tiempo que no ha sido posible ni juntar exercito ni medios para prevenir las fortificaciones que tanto conviene estén en pie».236

Mientras que en la primavera de 1682 el duque de Bournonville continuó reclamando dinero para sus hombres —480.000 reales mensuales—, lo cierto es que se hicieron planes para gastar un millón de reales en la fortificación de Puigcerdà —aunque al año siguiente se decía que las principales fortificaciones del Ampurdán (Gerona, Rosas, Cadaqués) necesitaban 2.250.000 reales y Camprodón otros 250.000—, de los cuales se esperaban obtener 330.000 de un donativo voluntario a aplicar a los eclesiásticos del Principado (a pagar hasta 1685), 96.000 reales se remitirían desde el reino de Mallorca y, finalmente, de la bula de la Santa Cruzada, Subsidio y Escusado se deberían aplicar los 160.000 reales restantes, pero el virrey Bournonville no creía que fuera empresa factible conseguir de aquella manera todo el numerario referido, sobre todo cuando también el Consejo de Guerra siempre fue partidario de no comenzar obra alguna si no se disponía de la suma destinada a acabarla con anticipación; incluso, para no perder las cantidades antes citadas, Bournonville estaba dispuesto a gastarlas en las fortificaciones de Palamós, plaza en realidad muy importante, puesto que con su pérdida el rival podía impedir el envío de ayuda a Gerona, Cadaqués y Rosas, y poner en peligro la misma Barcelona, atendiendo siempre a la potencia de la marina de guerra de Luis XIV. El Consejo de Guerra era de la opinión de que la Real Hacienda enviara de una vez por todas los 400.000 reales apalabrados para Puigcerdà hacia ya tiempo para iniciar las obras en la plaza de la Cerdaña. Con ánimo seguramente de reforzar esta última recomendación, el virrey Bournonville recordaba, en septiembre de 1682, cómo en su frontera los franceses «[...] no se descuydan de nada, antes vigilan en todo lo que se puede ofrecer, van acavando de fortificar y guarnecer toda su frontera, al tiempo que la nuestra queda desguarnecida y demorándose las fortificaciones de las plazas, y sin mejoría en cosa alguna, como si jamás se pudiese romper las pazes, y las plazas se pudiesen defender sin soldados, sin municiones y sin artillería».237

Pero en octubre, y como era de esperar, después de tratar estas cuestiones con el Consejo de Aragón y el Consejo de Guerra, para los cuales Puigcerdà necesitaba nada menos que cuatro millones de reales y no las cifras que habían circulado hasta entonces, además de una guarnición de tres mil infantes y un mínimo de doscientos cincuenta caballos, el rey tomaría la decisión de que «por a[h]ora se suspenda la fortificación de Puigzerdá hasta que se vea mejor forma de emprenderla», dejando al virrey con tan solo un pequeño margen, 224.000 reales, para las necesidades más urgentes de las fortificaciones catalanas. De todos modos, solo el marqués de Osera se mostró radicalmente en contra de la fortificación de Puigcerdà, puesto que por su disposición defensiva no solo necesitaría de un contingente de tropas muy grande de guarnición, que el ejército de Cataluña no se podía permitir, sino que los franceses podían ignorarla y continuar su campaña, del mismo modo como había hecho el marqués de Mortara en sus campañas de 1655 y 1656, cuando ganó Camprodón.238

El duque de Bournonville, que recibió órdenes para reconocer de nuevo la frontera de la Cerdaña y hacia la zona de Urgel con la intención de encontrar una alternativa para poder cerrar el país si no podía fortificarse Puigcerdà, respondió a comienzos ya de 1683 con la petición de defender mucho mejor no solo Seo de Urgel, sino también Bagà, Montellà, Aristol y el puente de Bar, además de mejorar las defensas de Camprodón. Pero en el Consejo de Estado, el condestable de Castilla se mostraría contrario a admitir nuevas guarniciones puesto que el ejército de Cataluña no podía permitirse un despliegue de estas dimensiones, dado que en aquel momento las plazas de la Marina estaban comprometidsinas por la carencia de tropas. De hecho, el condestable se conformaba con mejorar las defensas de Seo de Urgel y de Tarragona, pues esta última «se halla muy indefensa, siendo de la importancia que se sabe, y la que nos facilitó la conquista de Barcelona y de toda Cataluña». Don Pedro de Aragón reiteraba la importancia de no ceder una porción tan amplia del Principado al enemigo, sobre todo más allá de Seo de Urgel, y por eso encontraba acertado poner guarnición en uno o dos lugares de los propuestos por el virrey, recordando la necesidad de vigilar las tierras de Lérida y Tarragona como mínimo con cuatro mil caballos, una fuerza que haría difícil que Francia se lanzara a una conquista relámpago del interior del Principado, y daría también un poco de consuelo a los catalanes, según el parecer del marqués de los Balbases.239

En abril de 1683, Carlos II aceptó la fortificación de Puigcerdà solo si se utilizaba el servicio de terrelloners y bagajeros del Principado. Bournonville, absolutamente experto por entonces acerca de las capacidades reales de Cataluña para continuar contribuyendo, no veía el negocio muy claro (ni tan fácil). De entrada, se requería una cantidad importante en metálico para iniciar la compra de materiales necesarios para las obras —128.000 o 160.000 reales—, pues, como ya hemos señalado en más de una ocasión, debía prevalecer la idea de que o el trabajo se fenecía o mejor no empezar la obra, pues valía «más Puigcerdà arrasado que medio o mal fortificado». Pero, además, había otras consideraciones:

Lo más principal y dificultoso es hallar gente bastante para guarnecer a Puigcerdan y tener con qué pagarla bien, pues de otra manera es perderla en pocos días y dar motivo a lo soldados para pasarse a Francia, con que no solo para la guarnición de dicha plaza, pero para conservar la demás gente de guerra de Cataluña es menester antes de todo asegurar un asiento fixo y bastante de mesadas para su pagamento y el de la máquina de entretenidos y sobresueldos de que se va cargando cada día más la pagaduría de este exército.

Por otro lado, pedir bagajeros en Cataluña solo serviría para disculpar a los catalanes de hacer otros servicios ya apalabrados, aparte que únicamente los habitantes de las cercanías a la plaza podrían realizar un servicio como este con suficiencia, puntualidad (e interés). Bournonville parecía sincero cuando decía «yo fortificaría a Puigcerdà si fuera posible y me hallaré con el dinero y la gente necesaria a este efecto para que se pueda ejecutar bien y con prontitud sin por eso abandonar y perder lo demás de Cataluña», pero tampoco ocultaba a Carlos II que hacía falta también defender posiciones como Seo de Urgel y Balaguer, «por no dejar un puente tan principal sobre el Segre al arbitrio de franceses», mientras que tampoco había que olvidarse del estado de las plazas de la Marina —«y es extraño que más caso se haga de las plazas de la montaña que las marítimas de mucha mayor importancia contra que el enemigo [es] fuerte por mar». Incluso, por carencia de dinero, era preferible la demolición de Balaguer y concentrar todos los esfuerzos en las defensas de Lérida, para cerrar el camino hacia Aragón.240

Desde el mes de junio de 1683, la posibilidad de una ruptura de la paz inquietaba enormemente a Bournonville, que veía cómo de manera sistemática desertaban las tropas de «naciones» que servían en Cataluña por carencia de pagas —el virrey reclamaba urgentemente 240.000 reales para ellos—, cuando los franceses enviaban refuerzo tras refuerzo a mejorar las guarniciones del Rosellón y se decía que el duque de Noailles avanzaba con ocho mil hombres del Languedoc. El virrey Bournonville, que reconocía que gastar al año en tiempo de paz tres millones de reales no era una suma excesivamente grande por los numerosos gastos que había (una cantidad que no llegó nunca aquellos años), también sabía que en tiempos de guerra tendría que doblarse dicha cifra, porque de lo contrario, qué sentido tenía «empeñarse en guerra de esta manera, al paso que nos servirá de poco una armada de mar, si no tenemos un exercito de tierra, ni un puerto de mar fortificado, ni una plaza en la frontera».241

Desde septiembre de 1683, la política agresiva de Luis XIV242 en todas sus fronteras llegaba al punto de exigir a la Monarquía Hispánica la cesión de Luxemburgo sin una declaración previa de guerra. El virrey Bournonville, en las habituales noticias de Europa que remitía desde el Principado, aseguraba que «puede ser que esto no pase de amenazas si los franceses hallan estas fronteras y las de Flandes en buen estado y al contrario, que lo que no era sino para espantar o causar miedo venga a ser cosa efectiva hallando facilidad en su execución». El virrey estaba realmente preocupado por la ruptura de la paz, puesto que en Cataluña el marqués de Tamarit, proveedor de los granos, había ordenado el cese de todo el suministro más allá del mes de septiembre, por no cobrar, lógicamente, cuando no había reservas de granos en los almacenes de las plazas de la frontera ni para alimentar quinientos caballos y mil infantes; cuando «los dragones estan a pie, la caballería mal montada en caballos y gran parte a pie [...]», no había prácticamente acémilas ni mulas del tren de la artillería y de las provisiones, y «la infantería se deshace» e, incluso, si llegaban nuevas formaciones, como los tercios de Granada, también se perderían puesto que en el Principado no había ni dinero ni vituallas prevenidas para ellos, y cuando, además, ya se había endeudado en 192.000 reales para poder continuar las obras de las fortificaciones y repartir uniformes a las tropas. Mientras el Consejo de Guerra se mostró oportunamente dolido debido a la miseria de los soldados del rey en el Principado y la carencia de medios de Bournonville, el Consejo de Estado se dividió entre quienes consideraban como prioridad absoluta el perfeccionar una posición como Camprodón y aquellos que, como siempre, solo fiaban la defensa de Cataluña en mantener Gerona (y Barcelona detrás suyo).243

Ya en octubre, en otra reunión del Consejo de Estado, el almirante de Castilla sostuvo la posibilidad de que ciertamente Francia quería la guerra y, por lo tanto, sería más conveniente iniciarla la Monarquía Hispánica esperando

conseguir alguna ventaja, que solo se podía adquirir por el tiempo y por la quietud en que están franceses de no esperar nuestra resolución y conocer que los medios de una defensa, quando tenga dilación, aventaja a los enemigos no nos puede costar menos que la guerra y se puede medir por lo que necesitan las plazas de Cataluña para estar bien guarnecidas, bien proveídas y recuperado todo lo que dice Bournonville que le falta, con lo que podía costar un exercito competente al que franceses pueden poner por Rosellón, y con él se asegurasen las plazas, que sin él no lo estarán, aunque guarnecidas, dejando a la fortuna el pender algún suceso favorable.

Incluso, creía el almirante, la guerra por Milán podía iniciarse con menos esfuerzo que por Cataluña, donde sí tendrían que llegar todas las tropas posibles de las que se dispusiera en la Península. Don Pedro A. de Aragón, con un cierto tono crítico, decía que hacía cinco años que Bournonville explicaba lo mismo, pero que con las cantidades que se habían ido enviando hubiera tenido que haber bastante para hacer, como mínimo, una buena defensa del Principado, siempre que las plazas de la frontera tuvieran una buena disposición defensiva y los suficientes granos y otros medios de guerra almacenados (que era, justamente, una de las críticas de Bournonville, es decir que la situación no era esta); también pensaba que cuatro mil caballos (y los tercios de la Península) eran más que suficientes para frenar cualquier operación de Francia en Cataluña.244

Una carta inmediata del virrey Bournonville quejándose en los mismos términos de la carencia de asistencias fue contestada por el Consejo de Estado con más contundencia, puesto que se hizo mención a la experiencia de muchos de sus miembros en la guerra en Cataluña, lo cual les llevó a decir cómo, en el Principado, «defendiendo los pasos estrechos y ventajosos de aquel terreno, no se conforma [el Consejo de Estado] enteramente con tantas imposibilidades y desconsuelos como se representan», y recordaban que ya era prácticamente noviembre y aun «no se ha disparado pistola allí».245

No iba errado Bournonville cuando creía inminente la guerra, puesto que las noticias de Flandes de mediados y finales de octubre indicaban que ya se habían producido los primeros choques con los franceses.246 Ciertamente, después de tomar las tropas de Luis XIV Dixmude y Courtrai, Carlos II le declaraba la guerra el 26 de noviembre de 1683. La noticia llegaría, lógicamente, más tarde a París, donde se declaraba la guerra el 11 de diciembre, tres meses después de iniciarse las hostilidades, puesto que Luis XIV había ordenado el bombardeo de la plaza de Mons el 20 de octubre.247

La guerra de Luxemburgo, 1683-1684

Una vez rota la paz, el Consejo de Estado sí consideró importante no añadir más dilaciones a todas las medidas tratadas hasta entonces para la defensa de Cataluña, de forma que todas las prevenciones de tropas (de Aragón, de Valencia, de Granada, de Navarra), incluyendo dos mil hombres a levar en la corte con un presupuesto de 800.000 reales, tendrían que tener rápida respuesta y viajar a Cataluña antes de abril de 1684. Las previsiones del virrey Bournonville eran llegar a la primavera con 10.709 infantes (de los cuales 5.564 ya se encontraban en el Principado en diciembre de 1683 y dejando fuera del recuento a los miquelets) y 3.291 plazas de caballería para defender el Principado y, en especial, la Cerdaña, puesto que en enero de 1684 en el Consejo de Estado se había tratado sobre la inviabilidad de la fortificación de Puigcerdà (por carencia de dinero y de un ejército que defendiera las obras mientras se hacían), al menos esta era la opinión del almirante de Castilla y del marqués de los Balbases, mientras que solo el marqués de Astorga era favorable a la fortificación de la capital de la Cerdaña.248

La realidad pronto chocaría con los planes que se habían trazado desde la corte. De entrada, el marqués de Tamarit, principal proveedor del ejército de Cataluña, se negaba a enviar dinero y grano al Principado alegando la carencia de cobro en anteriores ejercicios —Bournonville, desmintiéndolo, aseguraba que había cobrado 2.560.000 reales en Sevilla—, de forma que el virrey no sabía cómo alimentar sus tropas ni si podría almacenar granos en las plazas para la campaña, justamente lo que hacía Francia aquellos días, llenando de harina y cebada sus almacenes en Perpiñán, Vilafranca del Conflent, Colliure y Elna, cuando en marzo de 1684 ya se decía que disponía de dieciséis mil hombres.249

Bournonville, que no quería salir a campaña sin refuerzos (tropas de Valencia y Andalucía, además de reclutas de alemanes y valones), envió trescientos hombres a Seo de Urgel y doscientos a Rosas de los efectivos pagados por los catalanes. También solicitó la introducción de compañías de dragones y granaderos en los ejércitos de Carlos II para ponerlos a la altura de las tropas de Luis XIV.250 Y mientras el Consejo de Guerra reconocía que el ejército de Cataluña necesitaba como mínimo 1.800.000 reales para mantenerse durante ocho meses de campaña —una cantidad demasiado reducida, de hecho—, el marqués de Bellefonds, el mariscal escogido por Luis XIV para dirigir la guerra en Cataluña, según las previsiones de Bournonville podría atacar Camprodón, Montellà o Gerona, mientras su armada actuaba ante Cadaqués y Rosas, y disponía también de órdenes para requisar una tercera parte del grano de los particulares, nobles y clero del Rosellón, una situación que contrastaba con las limitaciones que Bournonville sufría en Cataluña, según su punto de vista.251

El 2 de mayo, el mariscal Bellefonds con unos quince mil hombres invadió el Ampurdán. Intuyendo Bournonville que su objetivo era Gerona, salió de Barcelona hacia Hostalric, primero, puesto que no podía desestimar un ataque simultáneo de la armada de Luis XIV contra la Ciudad Condal, situación que lo obligaría a retroceder. Y aunque recibió refuerzos de tropas aquellos días (mil quinientos o dos mil hombres), el virrey no tenía mílites suficientes como para oponerse en campo abierto al ejército francés (según la muestra general efectuada a comienzos de mayo, Bournonville disponía de 12.962 efectivos252), y solo podía optar por la observación defensiva de sus movimientos y actuar en consecuencia. Cuando recibió noticias que Bellefonds se situaba en Bàscara, Bournonville envió refuerzos de tropas a Gerona, pero a costa de dejar algunas plazas del Pirineo sin protección, mientras fortificaba el vado del río Ter en el Pont-Major, levantando una cortadura e instalando una batería, mientras su caballería cerraba los pasos en las montañas cercanas.

Ante la evidencia del asedio de Gerona, el virrey Bournonville optó por dejar en la urbe una guarnición de tres mil cuatrocientos hombres, además de los propios gerundenses y otros paisanos del Ampurdán que entraron para defenderla, pero él viajó hacia Barcelona para asegurar también su defensa. Ante las críticas de miembros del Consejo de Guerra, como el condestable de Castilla, quien le acusó de minar la moral de los catalanes yéndose a la Ciudad Condal, lo cierto es que otros consejeros, como don Pedro Antonio de Aragón, o, sobre todo, el conde de Montijo, aplaudieron la actitud de Bournonville, que no contaba con medios para mantener a sus hombres (por ejemplo, los efectivos del tercio de Granada que acababan de llegar iban pidiendo limosna por las calles de Barcelona para poder comer). Es más, Montijo aseguró que no hacían falta más tropas, sino dar de comer a las que ya tenían en el Principado para que pudieran luchar.253

Por su parte, el mariscal Bellefonds inició el asedio de Gerona el 20 de mayo con unas fuerzas evaluadas en 13.920 hombres entre efectivos de infantería y caballería que, con sus miquelets y el somatén del Rosellón, alcanzaron las dieciséis mil plazas. Entre los días 22 y 24 dispararon entre mil quinientos y dos mil cañonazos contra la cortina situada entre los revellines de Santa Clara y del Gobernador, donde se abrieron dos brechas de, al menos, veinte pies de ancho, de subida fácil por los escombros caídos. Para protegerse del asalto, la gente de la plaza construyó una gran cortadura para cubrir todo aquel espacio donde situaron los dos mil mejores mosqueteros de la guarnición. Ante la negativa a rendirse, el mariscal Bellefonds ordenó un primer asalto el mismo anochecer del día 24 con cinco mil o seis mil hombres. La lucha fue muy dura. Un regimiento suizo tomó el revellín de Santa Clara y no dio cuartel a sus defensores; mejor suerte tuvieron los del revellín del Gobernador, a quienes un regimiento alemán dejó con vida. Desde la muralla los intentaron repeler con un nutrido fuego de mosquete y lanzamiento de cargas de pólvora, pero los rivales se resguardaron construyendo parapetos con los cadáveres de sus caídos y resistieron. La brecha principal aguantó hasta cuatro ataques, entrando en una ocasión hasta doscientos hombres, aunque fueron rechazados. Después de esto, la guarnición de la plaza retomó los dos revellines. Los franceses perdieron sus tropas más veteranas. Tuvieron unas tres mil bajas y se les tomaron nueve banderas. Del lado hispano hubo unos cien muertos y unos setecientos heridos. Numerosos alemanes del ejército francés desertaron y Bellefonds tuvo que encerrar su gente en Santa Eugenia entre el 26 y el 30 de mayo para mirar de evitar las fugas. Incluso ahorcó dos capitanes alemanes para escarmiento del resto.254

Aunque las tropas de Francia eran atacadas por los miquelets y los paisanos, quienes consiguieron hacer retroceder una columna de mil quinientos hombres que, procedente de Montlluís, iba a incorporarse al ejército de Bellefonds, vengándose así de la devastación causada en el Ampurdán, Bournonville no se atrevió a buscar una batalla campal por el cansancio de sus hombres y la escasez de infantería, puesto que después de dejar guarniciones en Gerona (mil trescientos hombres, además de los setecientos heridos del asedio), Seo de Urgel, Rosas, Palamós, Montellà y Camprodón, solo disponía de unos cinco mil hombres en campaña. La Ciudad Condal le entregó al virrey 70.000 reales, que tendrían que servir para la fortificación de Rosas, Palamós y Cadaqués, arreglando también las dos brechas de las murallas de Gerona. Bournonville lamentó aquellos días no disponer de medio millón de reales de plata, cantidad con la que Gerona podría transformarse en una magnífica fortificación que defendería perfectamente el país, pero nunca había suficientes recursos.255

En el Consejo de Guerra criticaron la carencia de acción de Bournonville, negándose a atacar a un rival que podía haber perdido unos cinco mil hombres desde que empezó la campaña. Los marqueses de los Balbases, de los Vélez y el de Brenes, así como don Melchor de Portocarrero, votaron por su destitución. Era una manera expeditiva de encontrar un culpable debido a la ausencia de reacción, pero sin querer asumir sus propios errores. Según el agente del Consejo de Ciento en la corte, don Benet de Pelegrí, en Madrid costaba mucho que los consejeros de Carlos II entendieran la necesidad urgente de remitir dinero y demás medios de guerra al Principado:

Habiendo representado a unos y otros señores ministros la necesidad que había de ellas [asistencias] y que si se ponía omisión en este cuidado sería malograr forzosamente el feliz suceso con que Dios nos había favorecido [la victoria en Gerona], pues volviendo sobre si el [e]nemigo armado de nuestra flaqueza no dejaría de intentar el despique en la parte que juzgaría más sensible a nosotros, y que no era fuerça ni estaba Dios obligado a continuar milagros.256

En cualquier caso, el momento no se aprovechó y mientras Bellefonds continuó con la devastación del Ampurdán con sus once mil hombres, el virrey Bournonville con 7.932 efectivos se limitaba a mantenerse a su vista, controlando sus movimientos, puesto que el máximo peligro era un ataque de la armada gala (en aquel momento treinta galeras y veinte navíos en servicio) contra Barcelona con un ejército francés de campaña superior a los efectivos hispanos. En Barcelona se movilizó su milicia urbana, la Coronela, pero el objetivo era, más bien, Cadaqués, que se rindió el 26 de junio ante el ataque de tres mil franceses. Bournonville poco podía hacer, puesto que tenía mil quinientos de sus hombres enfermos y muchos de los demás, dadas sus condiciones de vida, optaban por la deserción. Los diputados de Cataluña, en carta al duque de Medinaceli, hombre fuerte de la corte en aquellos momentos, lamentaban la situación siendo conscientes que si se producía la caída de Rosas y Camprodón todo el norte del país estaba perdido.257 Por otro lado, según el autor de Anales de Cataluña, Narcís Feliu de la Penya, quien, según su testimonio, acudió con el virrey a la campaña para observar el intento francés de atacar Rosas, en Barcelona cundió el rumor de un posible ataque a la Ciudad Condal con las famosas galiotes à bombes que aquel mismo año, sin ir más lejos, habían devastado Génova, pero el propio Feliu escribió que no se advertía aquel tipo de barcos en la armada del rival.258

Ante todas aquellas insinuaciones, y siendo consciente de que objetivos posibles de Bellefonds eran todavía Camprodón, Montellà o Seo de Urgel, el virrey Bournonville se defendía diciendo que las mismas instituciones que lo criticaban «claman harto contra nosotros, si todos nos apartamos tanto de esta plaza capital [Barcelona], pero en esto se experimenta la miseria de la guerra defensiva, que recibe la ley del enemigo, y no se puede acudir a todas partes a un mismo tiempo».259 El veedor general del ejército de Cataluña, Gregorio de Mella, defendió al virrey asegurando en un informe elevado al Consejo de Guerra que Bournonville solo disponía de 3.575 infantes en campaña puesto que había destinado otros 9.504 a las guarniciones de las diversas plazas de la frontera, principal razón de por qué solo había caído Cadaqués hasta entonces.260 Y después llegaron las recriminaciones del virrey: nunca le habían enviado los 300.000 reales mensuales que necesitaba, ni se habían realizado ninguna de sus previsiones sobre el abastecimiento de grano para el ejército, ni para los hospitales. El resultado, lógico, era que mientras los hombres de Bellefonds, también con numerosos enfermos, se alimentaban del ganado de la Cerdaña y del Ampurdán, «entretanto el Ejército de Vuestra Majestad [...] aun con trabajo tiene el pan solo y se halla desnudo y a pie descalzo», teniendo que utilizar su propio salario para mantener en la medida de lo posible a los soldados enfermos.261

En cualquier caso, los tratos con Francia que concluirían en la Tregua de Ratisbona de mediados de agosto de 1684, y que certificaron la pérdida del ducado de Luxemburgo, impidieron nuevas medidas militares. En el Consejo de Estado, mientras don Pedro A. de Aragón o el duque de Alba, el cual calificó a Bournonville como uno de los pocos talentos militares de la Monarquía, lo defendían, la facción que lideraba el condestable de Castilla se impuso y obtuvo el nombramiento del marqués de Leganés, hasta entonces general de la caballería en el ejército de Cataluña, como nuevo virrey del Principado.262

El virreinato del marqués de Leganés, 1685-1688

Los años del virreinato del marqués de Leganés, Diego Mesía de Guzmán-Dávila, también se caracterizarían por la carencia de medios económicos, una situación que llevaría, puesto que no se acabaría nunca con los abusos ocasionados con los alojamientos de tropas, a la conocida Revuelta de los Gorretas (o Barretinas) de los años 1687-1689 que analizaremos en el tercer capítulo del presente trabajo.

En julio de 1685, el virrey Leganés aseguraba a Carlos II que desde octubre de 1684 solo le habían remitido 230.400 reales de plata para las pagas, fortificaciones, uniformes y hospitales de Cataluña; de hecho, los hombres subsistían tan solo con el dinero destinado al grano para fabricar el pan de munición, 102.400 reales los últimos tres meses, cuando se necesitaban 480.000, una cantidad tan reducida que no era de extrañar cómo «resulta de ver morir a manos de la necesidad quatro mil hombres que apenas [h]an quedado en este exército, siendo así que son las únicas fuerzas para defensa de España». Además, el virrey aseguraba que había tomado en préstamo 320.000 reales para poder repartir uniformes a los soldados de los tercios extranjeros (irlandeses, valones y alemanes) que hacía tres años que no recibían un uniforme nuevo, recomponer las fortificaciones de Gerona y mejorar la asistencia de los enfermos de aquella plaza y de los hospitales de Rosas y Palamós. El único problema eran los once mil hombres que se decía tenía Luis XIV en el Rosellón (prácticamente, toda la infantería del año anterior).263

Las lamentaciones del virrey coincidían con un memorial del Consejo de Ciento acerca de la indefensión del Principado, donde decían lo siguiente:

Las plasas se observan totalment destituidas de pertrex de boca y guerra, y de la [de] Puigcerdà, que podría ser lo unich abrich de esta provincia, puis ab ella se resguardava tota la montanya y se preocupavan las hostilitats que de la de Montlluis podrian resultar-li, no obstant los set anys [h]i ha hagut de temps per retornar-la de que francessos la demoliren, se experimenta [a]vui ab los mate[i]xos estragos y resta porta uberta que faciliti sas invasions per a que pugan sens rezel algú encaminarse a qualsevol paratje de tot lo Principat*8.264

El virrey Leganés llevó a cabo un recorrido de veinte días por las fortificaciones de la vanguardia del país, encontrándose lo que ya se esperaba, una infantería extranjera «que es lastimosa cosa el verlos tan desnudos, enfermos y necesitados»; el tercio de Aragón, por ejemplo, que servía de guarnición todo el año en Cataluña, solo disponía de 250 hombres —cuando en septiembre de 1684 contaba con 824—, una situación insostenible, sobre todo si Francia se decidía por romper la Tregua de Ratisbona.265

Pero ni aquellas noticias ni ninguna otra tuvieron repercusión alguna en la corte, puesto que en el mes de diciembre un cada vez más desesperado Leganés se quejaba de que ninguna de sus representaciones de los últimos catorce meses había tenido una respuesta clara y contundente, cuando incluso el hospital de la Santa Cruz se negaba ya a recibir soldados enfermos por no cobrar por su curación hacía mucho tiempo. Así, cuando aseguró que ya debía 384.000 reales, el virrey Leganés solicitó formalmente su relevo.266

Aun así, alguna reacción se produjo, puesto que a comienzos de febrero de 1686 se le enviaban a Leganés cerca de 400.000 reales para asistencias de las tropas de Cataluña, quizá porque el virrey había informado que Francia disponía en Tolón y Marsella de treinta y cuatro galeras y diecinueve navíos de guerra, así como de catorce mil infantes y más de ocho mil efectivos de caballería, incluidos sus dragones, entre las fronteras de Navarra y Cataluña. Pero aquel impulso duraría poco, pues en el mes de abril un agotado Leganés amenazaba diciendo: «me retiraré luego a un lugar deste Principado [...] y estarme en el sin cuidarme de las necesidades que padecen [los militares] ni de nada deste gobierno supuesto se prosigue en tratarme del género que es notorio». Por otro lado, también escribió Barcelona a Carlos II recordándole la situación desesperada de sus tropas en el Principado, «tenint los soldats per menys perillós despeñats (sic) de la muralla de un presidi, matarse, que morir de una fam desesperada, y dels que de aquest conflicte escapan ab vida, la perden en los hospitals de V. Magt. per falta de socorros»*9; unos hospitales, recordaban, que habían recibido mil doblas de donativo de la Ciudad Condal para evitar su cierre.267

Así las cosas, al menos el virrey Leganés quizá tuvo la satisfacción de inquietar un tanto a los consejeros radicados en la corte, como cuando explicaba que ante un ataque de Francia, en Cataluña

las plazas están mal fortificadas, sin ninguna reserva [de grano] ni para cuatro días, sin artillería, ni municiones, sin soldados que las defiendan, porque los tercios provinciales no se han reclutado en dos años, los extranjeros que han tenido resolución se han huido y los que quedan no sirven de ningún provecho, la caballería en la forma que se ha dispuesto el alojamiento está peor que ha estado jamás y los más de los caballos inútiles, todas las gentes con la desesperación de tan continuadas miserias.

Leganés pensaba retirarse al monasterio de Poblet y esperar allá la resolución del rey acerca de las continuas demandas que le había hecho sin recibir respuesta. Pero el Consejo de Guerra alentó a Leganés a continuar luchando contra las muchas adversidades económicas desde Barcelona, quizá un poco sorprendidos al saber que el virrey, efectivamente, había dejado Barcelona durante algunas semanas del verano de 1686.268

En el mes de octubre, ante el riesgo de un ataque sorpresa sobre Gerona, Leganés, que había dejado de guarnición en dicha ciudad los últimos trescientos alemanes que quedaban en el ejército de Cataluña, también comentaba cómo de las demás «naciones» solo restaban otros trescientos hombres y mil ochocientos de los tercios provinciales, «tan desnudos como los otros [...] los cabos principales sin tener con qué sustentarse, todos aburridos, y el país sumamente desalentado y atónito de ver lo que en aquel ejército se ha padecido y padece». Aun así, Leganés estimaba que si había unas cinco mil plazas de infantería y caballería en total en Cataluña (según la muestra de octubre), solo tres mil ochocientas correspondían a hombres con una mínima capacidad para luchar. El rey, ante noticias como aquella, prometió el primer dinero que llegara de las Indias para Leganés, unos 640.000 reales en concreto, que, por cierto, a finales de febrero de 1687 todavía no le habían sido entregados.269

El caso es que los alojamientos practicados en Cataluña desde el verano de 1684, dado que solo los paisanos podían mantener las tropas ante la continuada penuria de dinero, como se ha explicado, además de la plaga de langostas que afectó al Principado aquellos años (1685-1687), acabó para hacer estallar la llamada Revuelta de los Gorretas. Además, las noticias procedentes de la frontera nunca eran buenas. En febrero de 1688 la Generalitat escribió a Carlos II pidiendo más tropas dado que los franceses enviaban refuerzos militares al Rosellón, y remarcaban el hecho de que no había ninguna fortificación que pudiera detener una invasión de los ejércitos de Luis XIV.270 Pero los problemas no habían hecho sino empezar.

5. La guerra de los Nueve Años y el fin de la Casa de Austria, 1689-1700

En el transcurso de la guerra de los Nueve Años, Francia se enfrentó en solitario a una coalición liderada por Inglaterra, Provincias Unidas y Austria (que habían firmado el Tratado de Viena en 1689 por el que Guillermo III reconocía una sucesión austriaca en caso de muerte de Carlos II) a la cual se añadieron otros miembros de la llamada Liga de Augsburgo, constituida el 9 de julio de 1686: la Monarquía Hispánica, Suecia y los círculos germánicos de Baviera, Franconia y el Alto Rin, mientras que otros príncipes alemanes, como Brandeburgo, reconocieron la Liga. Saboya entraría en la coalición en 1690. Cuando la guerra general se inició realmente (Francia lanzó una ofensiva sorpresa en el frente del Rin en octubre de 1688 y declaró la guerra a las Provincias Unidas a finales de noviembre), en la primavera de 1689, Francia ya estaba a la defensiva, pero al poseer ventaja estratégica al contar con Luxemburgo, Casale y Estrasburgo pudo decidir el teatro de la lucha. Los franceses no tomaron la ofensiva en los Países Bajos, siendo, además, batidos en el frente del Rin, pero sí lo hicieron en el norte de Italia y en Cataluña, donde la Monarquía Hispánica era mucho más vulnerable. El método galo consistía, sencillamente, en mantener su enorme ejército aprovisionándolo en los territorios ocupados (como ya había hecho en los Países Bajos españoles en 1683-1684), de forma que siempre era una tentación abrir nuevos teatros de operaciones, aunque se resintiera el suministro central de dinero y pertrechos.271

Como se hacía habitualmente a la llegada al cargo de un nuevo virrey, el duque de Villahermosa, Carlos de Gurrea, Aragón y Borja, haría un recorrido por las plazas de la frontera en enero y febrero de 1689, trazando un cuadro patético, con unas plazas «faltas de un todo, sin gente, la artillería toda malparada, las fortificaciones con necesidad de obras precisas y grandes». La situación de Gerona, por ejemplo, «se reduce al más miserable [estado] que se pueda ponderar respecto de faltarle un todo como lo están todas las demás de Cataluña».272 La, en esta ocasión, rápida respuesta de la corte fue «que lo principal a que se debe attenderse es la seguridad de Barcelona y que debiendo ser esta la primera mira, debe attenderse a Gerona»; tampoco estaría de más cuidarse de Hostalric (por si los franceses decidían avanzar posiciones aun dejando atrás Gerona), y, si hubiera tropas suficientes, mejorar las guarniciones de Palamós y Rosas, aunque lo ideal sería concentrar casi toda la caballería disponible en Figueras cerrando el Ampurdán. Pero el condestable de Castilla recordó que lo peor era el peligro de un ataque francés ayudado por «la mala disposición en que se hallan los ánimos de aquellos naturales [...] son razones que nos deben persuadir a que aquello está [h]oy en el mayor peligro que jamás se [h]a visto [...]», y, como se dijera en otras ocasiones acerca de la importancia —y las funciones— del ejército del rey en Cataluña: «no solo se necesita [...] para la resistencia de los franceses, sino para tener en respeto y obediencia a los naturales». El caso es que había muchos recelos en la corte —en abril, todos los consejeros de Estado creían que faltaban tropas para luchar contra Francia y contra los sediciosos al mismo tiempo— tras las protestas campesinas de 1687 y 1688 a causa de los alojamientos, mientras el Condestable parecía descartar en junio la posibilidad de «[...] que haia alguna soblevazión general de todo el país», mientras que Villahermosa señalaba en julio cómo sus espías esperaban un levantamiento en la Plana de Vic «sobre los fundamentos de los malos [h]umores del país, pero todo esto se lo he desbaratado porque estos naturales no quieren ser de Francia como se debe creer de su propio interés».273

Villahermosa presentó un plan para evitar la entrada del enemigo en el Ampurdán fortificando Peralada o Cabanes, mientras que para oponerse a Montlluís era necesario fortificar Montellà, Camprodón o Puigcerdà. Montellà quedó descartada, así como la fortificación del Ampurdán, pero se dudaba entre Camprodón o Puigcerdà. Hay que decir que todos los maestres de campo de los tercios que servían en Cataluña y el resto del alto mando, menos el general de la artillería, don Agustín de Medina, y don Juan de la Carrera Acuña, maestre de campo general, defendieron la fortificación de Puigcerdà —que necesitaba otros 320.000 reales de plata de manera urgente—, mientras que se podía demoler Camprodón para evitar que cayera en manos del enemigo. Lo que no se podía hacer, y se hizo, fue demoler Camprodón sin asegurar antes el dinero para acabar la fortificación de Puigcerdà. Al final, toda la montaña quedaría a merced del enemigo cuando cayó Seo de Urgel en 1691.274 El desconsuelo en Cataluña por todo lo acontecido fue notable, especialmente después de la caída de Camprodón el 23 de mayo, una vez declarada la guerra por Francia el 15 de abril de 1689, puesto que Luis XIV desplegó un ejército de diez mil hombres, cuando el virrey Villahermosa solo disponía en campaña de cinco mil trescientos en aquel momento. Los franceses, todavía poco preparados para ocupar la frontera catalana, retrocedieron hacia el Rosellón a partir de agosto de 1689,275 cuando el ejército hispano aumentó hasta los 11.843 efectivos, de los cuales en campaña había 5.162 infantes y 2.044 caballos, aunque el virrey Villahermosa se vio obligado a mantener sus tropas alojándolas como pudo.276 Pero si el virrey pudo salir con tantos hombres a campaña fue porque en Barcelona apenas si dejó trescientos hombres de guarnición gracias a la «fidelidad con que se muestran los comunes y vecinos desta ciudad». Es más, el propio virrey reconoció en sendas cartas del mes de mayo el desconsuelo de los catalanes debido a la falta de acción de las tropas de Carlos II en su defensa del territorio, lo que llevaba a oírse «[...] quejas [h]arto desatentas, sintiendo por su propio interés el rezelo de caer en poder de franceses».277 Las autoridades cortesanas deberían haberse fijado mucho más en detalles como el reseñado. De hecho, el propio Villahermosa no escarmentaba cuando, prácticamente en las mismas fechas, se lamentaba que ya no se podía reclamar nada a los catalanes para las tropas —«[...] hasta un poco de paja para los caballos es menester pagarla para evitar los inconvenientes que de lo contrario podrían resultar en lo malhumorado de esta gente [...] siendo cosa lastimosa que en medio de estar con la guerra acuestas haya de salir todo de las cortas asistencias que V. Magd. puede suministrar». E, incluso, no dejaba de mostrar una cierta admiración por la potencia de Francia, pues le parecía casi inconcebible cómo «franzeses tienen tanto a qué acudir en la ocurrenzia del estado presente de las cosas [...] logran el que nosotros no podamos siquiera defendernos por esta parte que es bien lamentable desgrazia».278

En septiembre, el Consejo de Ciento envió un memorial a Carlos II en el cual pidieron una política de fortificaciones comparable a la francesa, pues mientras el rival tenía muy bien defendidos todos los accesos hacia su territorio con Bellaguarda, Montlluís, Prats de Molló y Vilafranca del Conflent, la frontera catalana había perdido desde 1678 Puigcerdà, Bellver, Montellà y Camprodón, quedando todo el país a merced de la agresividad francesa hasta la altura de Gerona, la Plana de Vic, Lérida y el Vallés. Su demanda era obvia: la fortificación de la frontera catalana para defender a los vasallos de la zona «y abrir camino para entrar a invadirles»; por lo tanto, la mejor prevención era la invasión del territorio controlado por el enemigo.279 De hecho, también en septiembre el Consejo de Estado había reclamado a Villahermosa algo más de acción, por ejemplo atacando Bellaguarda, «porque sería grande desconsuelo que todo el cuidado trabajo y costa que [h]a tenido poner allí un exercitto tan lucido, [h]aya parado solo en demoler nuestra propia plaza [Camprodón], y quando el estado en que nos hallamos es de hacer a los enemigos guerra ofensiva hallándonos tan superiores, nos contentemos con ponernos sobre la defensiva solo». Pero, por supuesto, la guerra se veía muy diferente desde Madrid con relación a la frontera catalana: el virrey Villahermosa señaló la necesidad de desarrollar una iniciativa que alegrara a los abatidos catalanes, aunque todo pasaba para disponer de mil caballos y otros tantos infantes de guarnición en Puigcerdà mientras se iniciaban las obras (y todavía eran pocos puesto que en Montlluís Francia siempre se cuidó de disponer de un número superior), destacando también toda la caballería posible en el Ampurdán para evitar un ataque de los franceses en aquella zona. Pero el problema más grave por entonces era la carencia de suministros (toda la Cerdaña estaba devastada después de la campaña) y habría que llevarlos a Puigcerdà desde otras partes del Principado, cuando en su momento no le habían llegado ni los 320.000 reales que había solicitado para su fortificación.280 De hecho, en la corte ya se llegó a plantear que las soluciones podrían llegar de fuera. El almirante de Castilla avanzó en el Consejo de Estado cómo «el mayor socorro que puede tener Cataluña son las inteligencias de afuera, lo que se obrase por Flandes, por Milán y por Navarra, pues no valiéndonos de la diversión [...] no hay caudal con que mantener el peso de esta guerra».281

Pero pronto habría nuevos problemas que atender. El invierno de 1689 y la primavera de 1690 estuvieron marcados todavía por los últimos acontecimientos relacionados con la revuelta de los Gorretas (que, como ya se ha dicho, analizamos ampliamente en el capítulo tercero), situación que hizo razonar al condestable de Castilla de la siguiente forma:

no se debe considerar el refuerzo del ejército de Cataluña solo por lo que mira a lo militar, sino por asegurar al duque de los recelos en que se halla de los [h]umores en Cataluña, siendo cierto que el poner aquel ejército en la forma que conviene es el asegurar aquella provincia a todas luces, y en que conviene no perder un instante.282

Por su parte, el virrey Villahermosa tenía claro, a la altura de octubre de 1689, que en el caso de los catalanes no valían medias tintas, ni veleidades conciliadoras, «si no el que nos vean siempre vigilantes y en postura de darles la ley; assí quisiera que lo entendieran esos señores [del Consejo de Aragón] y que V. S. [el secretario Haro] me compadezca entre tanto a gran rezelo y sustos». Y en diciembre, una vez estaba en camino de domeñar el último tumulto, muy peligroso, protagonizado por el campesinado al finalizar la campaña, le aseguraba al conde de Oropesa: no «puede haber otro camino mejor para estos naturales que el de no consentirles sus malas mañas, y el de tenerles respetuosos con la fuerza y disposizión de poderlos enfrenar».283

Durante aquel terrible invierno, el Consejo de Guerra intentó encontrar una solución alternativa ante la incapacidad de la hacienda real para fortificar Puigcerdà. Don Juan de la Carrera informó positivamente sobre Bellver, un lugar defendible con cuatrocientos hombres al tener un circuito de murallas mucho menor, necesitándose para la obra unos 160.000 reales de plata —es decir, justo la mitad del dinero que pedía el virrey Villahermosa para Puigcerdà. Este criticó la propuesta con unos argumentos que, en realidad, también iban en contra de la misma Puigcerdà: la dificultad para fortificar una plaza en la montaña y remitir allá una guarnición, cuando las tropas del ejército de Cataluña estaban tan mal pagadas y peor equipadas para resistir un invierno tan crudo —una circunstancia que también traía aparejados otros inconvenientes: la miseria de las tropas producía a estas un cierto abatimiento al verse obligados a pedir limosna, «que de más de no hallarla, o con gran escasez, en estos naturales [los catalanes] les da motivo de desprecio, haciendo poco caso de los que deven ser su freno».284Una acusación un tanto injusta, habida cuenta de los muchos años en que los catalanes alojaban tropas del rey de manera inconstitucional, además del agotamiento por tantas décadas de guerra casi contínua.

El 29 de mayo de 1690 los franceses, con poco menos de quince mil hombres (doce mil ochocientos infantes y mil ochocientos caballos), entraban de nuevo en Camprodón, conquistada el año anterior y recuperada por el virrey Villahermosa. Después tomaron San Juan de las Abadesas haciendo prisionero a parte del tercio con que la Generalitat servía al rey. El frente se estaba hundiendo cuando los franceses, después de dominar la comarca de la Garrotxa, derrotaron los dos mil hombres que defendían Osona y toda la comarca de Vic dio la obediencia a Francia. En aquellos momentos, la Generalitat apoyó al virrey confirmando la necesidad urgente de tropas y dinero que no llegaban desde la corte (Villahermosa solo dispuso de unos cinco mil ochocientos hombres para la campaña, los cuales no cobraban desde hacía seis meses).285 Una situación que no puede ocultar, no obstante, que el recelo hacia los catalanes hacía que tampoco se ayudara a los naturales que deseaban defenderse, quienes se desesperaban por los excesos sin respuesta de las tropas francesas, cuando el Brazo Militar del Principado escribía a la desesperada tratando Cataluña como «antemoral Español» y hablando de los catalanes como de «fidelissimos vassalls» de Carlos II.286 Es más, ante los deseos de Villahermosa por conocer exactamente el por qué de la entrega de Vic al contrario,287 por último, una vez aceptadas las excusas presentadas por los consellers de la ciudad de Osona, Carlos II le escribió a su virrey y le aconsejó

no pasar a demostración pública ni secreta que altere este ánimo ni ponga en desconfianza, cuando ni conviene en el estado presente ni con los lugares abiertos, aunque sean populosos, no teniendo guarnición ni fuerzas como Vique para su defensa, cabe hacerles cargo a lo que la violencia y el miedo de los enemigos le[s] hace ejecutar [...]288

La suerte para Cataluña fue que Luis XIV envió tropas de su ejército del Rosellón, entre cinco mil y seis mil hombres, a luchar al frente italiano (a Saboya), de forma que en agosto buena parte de Cataluña estaba liberada. Aun así, antes de salir del Principado, el duque de Noailles mandó derrocar las defensas de San Juan de las Abadesas, así como las de Ripoll y las torres de Ribes y Pardines, con lo cual todo el territorio quedó sin defensas desde Prats de Molló hasta Vic. Solo entonces atravesó la frontera Noailles y, con ocho mil hombres, permaneció el resto de la campaña vigilando desde el Rosellón. Una prevención que no hizo falta, puesto que Carlos II también envió tropas del ejército de Cataluña a luchar al frente saboyano.289

Aprovechando la inactividad francesa, desde la corte se insinuó la posibilidad de levantar un fortín con cinco baluartes cerca de Camprodón para contrarrestar Prats de Molló, pero el virrey Villahermosa no veía muy factible esta obra. En cambio, con el apoyo de la mayoría de los «generales y cabos» del ejército de Cataluña, apostó por la fortificación de Peralada con el objetivo de cerrar un posible avance enemigo por el Ampurdán —«assí por lo que le ha de embarazar sus acostumbradas y provechosas entradas en nuestro país por esta parte por lo que podría facilitar la nuestra en el suyo [...]»—, un viejo proyecto del ingeniero del ejército de Cataluña, Ambrosio Borsano, que ahora se sumaba encantado a dicha posibilidad. Este calculaba el coste total de las obras en 1.888.128 reales de plata.290 Pero, una vez más, la terrible situación económica pondría en peligro los planes de fortificación. El Consejo de Guerra optó por la construcción de un fortín en Camprodón —160.000 reales de plata— en lugar de realizar la obra de Peralada —con un coste de 3.300.000 reales de plata según ellos. Incluso llegaron a defender, si se disponía de dicha cantidad, la fortificación de Puigcerdà. La respuesta real, que acabó con la discusión, fue la peor de todas las posibles: no se haría nada ni en Camprodón ni en Peralada.291

De hecho, el Consejo de Ciento apuntó en un nuevo memorial dirigido a Carlos II que se habían perdido dos campañas debido a la política mantenida por algunos consejeros reales en el sentido de

que no es de conveniencia que haya plaças en Cathaluña, ni en su frontera como se conserve Girona, Barcelona y las demás de la Marina, fundándose dicha opinión en que aunque el enemigo pueda señorear el país un año en que esté más poderoso, con la misma facilidad se recuperará otro año que lo sean las Reales Armas de Vuestra Majestad, y que así con menos ejército se defenderá la Provincia.292

Era, en realidad, una estrategia muy pobre para ahorrar dinero, puesto que toda ella descansaba en el hecho de poder disponer en Cataluña de un ejército suficiente (que implicaba no solo un número competente de hombres, sino que estos estuvieran bien pagados, armados, avituallados y uniformados) como para neutralizar el de Francia (y no tener, de este modo, que invertir en fortificaciones), cuando dicha circunstancia no se había producido prácticamente nunca en el transcurso de las muchas campañas vividas —o padecidas— en Cataluña. Es más, el Consejo de Ciento reclamaba un ejército de veintitrés mil hombres solo de guarniciones, cuando harían falta otros diez mil efectivos como mínimo de campaña. Unas cifras inalcanzables para la Monarquía Hispánica en el frente catalán. Y la única alternativa, lógicamente, era invertir mucho más en fortificaciones: Francia había levantado una barrera defensiva en el Rosellón fortificando Colliure, Nuestra Señora del Castillo, Bellaguarda, Banys d’Arles, Prats de Molló, Vilafranca del Conflent y Montlluís, y, al mismo tiempo, había derruido del lado catalán de la nueva frontera Puigcerdà, Montellà, Camprodón, San Juan de las Abadesas, Ripoll y las torres de Ribes y Pardines. Si conseguía tomar Seo de Urgel, como pasaría en 1691, tendría el camino franco para ir hacia Berga, Bagà y el ducado de Cardona, y dominando aquellas tierras llegaría también a Lérida, una plaza que costaría mucho recuperar una vez perdida. Y si atacaban por Camprodón, desde allá podían bajar hacia Vic, sin fortificar, e incluso poner en peligro la misma Barcelona. La Ciudad Condal ya no estaba defendida como en 1651-1652, cuando disponía de un parque artillero de trescientos cañones y una armería con capacidad para treinta mil hombres, y sus defensas se encontraban en buen estado, con las medias lunas levantadas, los fosos limpios y el camino cubierto que defendía los baluartes en buena disposición para frenar al enemigo; buena parte de la artillería se había perdido, así como las defensas exteriores de la plaza, quizá un poco por desidia de los habitantes de la Ciudad Condal, pero también por interés de la Monarquía que, muy ambiguamente, tampoco deseaba una plaza bien defendida (por si volvía a rebelarse). Los consejeros no lo dicen claramente, pero en su texto se deja entrever esta idea, cuando toda la obsesión de la Monarquía era defender a ultranza Barcelona, pero no merced a sus buenas fortificaciones y artillerías, sino concentrando allá todas las tropas disponibles: «Vea pues V. M., Señor, en esta aflicción con quanta razón acudimos al amparo de su Real Clemencia como hijo al padre, como corderillos al aprisco, porque tiene la puerta abierta para venir a tragarnos el lobo. Y considere V. M. quan errada es la máxima de que como se conserve Barcelona y la Marina a lo demás es nada».293 Y, con todo, peor era aun que la Monarquía pretendiese aprovechar que Francia mostrase interés por enviar tropas al norte de Italia para hacer lo propio con hasta mil hombres del ejército de Cataluña. Para los diputados de la Generalitat, una medida como aquella sería «para toda la Provincia una confirmación de que no se quiere acudir a su defensa, ni oyrse las vozes de los que lo solicitan, que puede ser de grave perjudicio en lo venidero, y quizás por esto lo fomentan algunos ocultamente».294

Agotando los recursos, 1691-1693

El sustituto del duque de Villahermosa sería Juan C. Pérez de Guzmán el Bueno, duque de Medina Sidonia, quien tendría que afrontar un problema grave: ahora, los franceses ya estaban en disposición de pedir grandes contribuciones a los paisanos del Ampurdán y en las veguerías de Besalú, Olot, Camprodón y San Juan de las Abadesas, cuando, además, las tropas del ejército de Cataluña hacía ocho meses que no cobraban. Conocedor de dichas circunstancias, el duque de Noailles ejerció entonces una presión aun mayor sobre el Ampurdán enviando allá cinco mil infantes y mil miquelets, obligando a Medina Sidonia a desplazar tropas a unas tierras a punto del colapso si tenían que mantener tantas tropas sobre el terreno.295

El duque de Noailles, que había tenido esperanzas de disponer de hasta veinticuatro mil hombres para la campaña de 1691 en Cataluña (unas fuerzas con las que podría intentar alguna operación incluso contra Barcelona), vio cómo el secretario de estado para la guerra, marqués de Louvois, le recortaba los medios esperados y en su invasión de Cataluña de dicho año se limitaría a la toma de Seo de Urgel.296 Los franceses dispusieron de siete u ocho mil infantes y dos mil caballos para esta maniobra (además de seis mil milicianos que cerraban la frontera del Rosellón). Medina Sidonia, quien contaba por entonces con 7.634 hombres en campaña, tenía que defender, por este orden, Barcelona, Gerona y Rosas, enviando a esta última plaza (y a Cadaqués) trescientos hombres. La rápida caída de Seo de Urgel (solo contabilizaron seis muertos y veinte heridos sus defensores según el virrey) puede explicarse por la superioridad de las fuerzas francesas, y el retraso en el envío de refuerzos por parte de Medina Sidonia, que no pasó de Berga con sus tropas.297

Mientras Noailles se movía hacia Puigcerdà y Medina Sidonia hacía lo propio de Berga hacia Ripoll, ante Rosas se concentró una armada francesa con veinticuatro galeras, doce navíos y tres balandras (según otras fuentes eran veintiséis galeras, cuatro barcos, cinco fragatas y tres galiotes à bombes, unas naves especializadas en disparar con morteros) que los días 11 y 12 de julio bombardeó Barcelona (y que, poco después, bombardearían Alicante)298 disparando unos ochocientos proyectiles. Según el virrey, murieron diez o doce personas y se arruinaron cincuenta casas (otras fuentes hablan de doscientas o trescientas casas con un daño evaluado en dos millones de reales). Una política de guerra contra la población civil que no gustó a Noailles, quien se quejó ante el mismo Louvois alegando que con acciones como aquella las posibilidades que los catalanes se levantaran contra los castellanos se evaporaban.299

El duque de Noailles inició la fortificación de Bellver, donde trabajaban trescientos hombres, mientras sus tropas tomaban el castillo de Valencia y el de Sort y derruían las fortificaciones de Seo de Urgel. De aquella manera los franceses dominaban buena parte de la frontera, unas cuarenta leguas, con quinientas villas y lugares para poder mantener sus tropas.300 A la Real Audiencia no se le escapó la novedad que aquello significaba:

Estos recelos quedan con más vehemencia fundados considerando que en la guerra presente parece que el enemigo encamina descubiertamente sus ideas a la conquista, pues en la que habían padecido desde el año 1666 [h]asta el presente no obstante sus varios acometimientos, entradas y sitios, nunca habíamos experimentado que se quedasen en Cataluña, al menos [...] donde fijar el pie en tiempo de invierno [...].301

Además, el problema era que las plazas de Lérida,302 Cardona, Berga, Palamós o Barcelona estaban muy abandonadas; tan solo se había invertido algún dinero en Castellfollit,303 poco importante, y Gerona. De hecho, a lo largo de 1691, los diputados de Cataluña escribieron en dos ocasiones al rey implorando un cambio en la estrategia defensiva del Principado, muy centrada en la defensa de Gerona, la Marina y Barcelona, pero que dejaba la montaña y el interior del territorio a merced del rival, con el peligro que desde sus posiciones en la frontera acabara para tomar Cardona, Vic y Lérida, cerrando el paso hacia Aragón (y el envío de medios de guerra desde este reino y desde la misma Castilla).304

La Generalitat aprovechó las circunstancias para enviar a la corte un embajador representante de la Corona de Aragón que explicara la situación insostenible del Principado. Y en diciembre de 1691 llegó a Madrid el marqués de Rupit. Para la Generalitat, el ejército era inoperante y los diputados empezaron a desconfiar de los políticos de la corte, cuando llegaron a pensar que muchos de ellos no deseaban, en realidad, una buena defensa de Cataluña. Toda esta problemática aparece en un extenso memorial que el 3 de diciembre enviaron al rey quejándose de la marcha de la guerra.305 Por mala suerte para ellos, aquellos días el virrey Medina Sidonia informó de una conspiración para entregar el castillo de Cardona a Francia, al tiempo que se reclutaban nuevas escuadras de antiguos seguidores de la causa de los Gorretas, llamados por los franceses barretins, para constituir nuevas escuadras de miquelets; al menos se pasaron cuarenta hombres «llevados de su mal natural» en aquella ocasión; y fueron ejecutados J. Prats y Josep Becardit, alcalde de Castelltallat, «por haver hecho juntar alguna gente para que se pasaran a Francia, y conspirado, y intervenido junto con otros cómplices en el trato de entregar el castillo de Cardona a franceses».306

Aunque, finalmente, los planes no se desarrollaron como se había previsto debido a la marcha del conflicto en otros frentes, lo cierto es que el intendente del Rosellón, Ramón Trobat, desarrolló toda una estrategia de conquista de Cataluña en septiembre de 1691. Unos designios que, como vimos, se remontaban a 1678. Este plan buscaba un dominio rápido del Principado con el objetivo claro de «drenar les rendes que ingressava la monarquia espanyola i, sobre tot, les de la Generalitat»*10, según J. Albareda. Trobat propuso la entrada en Cataluña desde el 15 de abril de 1692 por un camino que conectaba el país conquistado de la frontera con la llanura de Vic, por tierras que se habían levantado contra los españoles durante la revuelta de 1687-1689, para después, por Centelles y la Garriga, alcanzar Barcelona por el camino real. Según este plan, la toma de Gerona era secundaria puesto que, una vez dominada Barcelona, «Gironne [...] ne seaurait tenir quatre jours [...]»*11, y lo mismo pasaría con Rosas y Palamós. Trobat recomendaba como comandante del ejército al duque de Noailles por sus dotes políticas y militares, a quien se nombraría virrey una vez tomada Barcelona. Asimismo, demandaba una buena relación entre las tropas de Francia y la población catalana impidiendo que los primeros pudieran violentar lugares sagrados, además de evitarse robos, incendios y ultrajes, construyendo finalmente una ciudadela en la Ciudad Condal como alojamiento de su guarnición y para el control de la plaza.307 Una política, esta última, que asimilaba el absolutismo borbónico con el de los Austrias con relación a la importancia —y la necesidad de tenerla sometidsina— de Barcelona.

En enero de 1692, un duro memorial de la Generalitat intentaba hacer ver el enorme peligro que los franceses se hicieran fuertes en Bellver, desde donde ponían bajo su control buena parte de la Cataluña central y oriental, especialmente si

todo se conjunta contra nosotros, los vientos no dexan mover nuestra armada y llenan las velas de las del enemigo, los montes son inaccessibles a las armas de vuestra magestad y son llanos a las contrarias, las fortalezas propias han ambarazado a los generales de vuestra magestad y las demuelan, y sus ruinas dan materia al enemigo para adalentar sus dessinios, tal es el estado de nuestra frontera, amenazando la ruina de Cataluña y la major seguridad de la monarchía.

Pero el memorial adquiría tintes verdaderamente oscuros cuando se acusaba a algunos de parecer alegrarse de los males de Cataluña (a manos de Francia):

Sirve Cataluña y se les disluce el servicio, padece y no se cree, conquista la Francia y [h]áy voces en el exército que es bien haga esta campaña para castigo de Cataluña y para que eternamente quede sugeta y esclava, quando lo es ja líberamente de vuestra magestad. Años ha que toman cuerpo estas vozes y son muchos los testimonios que levantan a Cataluña, y, aunque se despreció por hablilla, puede ja el tiempo no permitir se dexen sin ponderación para que se forme el más verdadero juizio.

El memorial terminaba con la solicitud de poder realizar contra Francia una guerra ofensiva entrando en su país, única manera de evitar que Cataluña sustentase dos ejércitos durante toda la campaña, al tiempo que «sabrá el mundo que manejan armas ofensivas los exércitos espanyoles, en cuyo crédito consiguió gran parte de las vitorias». Para ello se necesitaba un ejército de tropas veteranas, bien dirigido por oficiales de contrastada calidad, que se situase en Cataluña el mes de marzo para preparar la campaña y abortar cualquier invasión temprana del rival, al tiempo que la armada debería hacer acto de presencia en sus costas para ofrecer su apoyo en las operaciones que se planeasen. Solo así se podría evitar el avance de Francia en el Principado. Los diputados acababan su escrito con un llamamiento firme a la mejora de las relaciones entre una y otra parte (además de insinuar la necesidad de que Carlos II viajase al Principado, tanto para ponerse al frente de la dirección de la guerra como para que pudiese, por fin, jurar las Constituciones):

Las voces que se han esparcido y los xismes que se han fraguado necesitan, Señor, de remedio. Sepúltanse de una vez y creamos todos que es vuestra magestad un monarcha que sin distinción nos govierna, que con paternal amor nos abraça y que con igual lealtad le servimos. Y con esto se mirarán igualmente hijos los que no pueden ser tratados como estraños. Ate vuestra magestad con fuerte vínculo las voluntades de todos, tratémonos como hermanos los que igualmente somos hijos de tan amantíssimo padre; meresca, Señor, Cataluña, como humilde suplica, la dicha de ver a vuestra magestad calentarse de los ardientes rayos del sol y, viniendo vuestra magestad a favorecerle, experimentará de más serca la benignidad del influjo y verá vuestra magestad por sus ojos que son muchas las equivocaciones que corren y igual es el zelo de Cataluña para el major servicio de vuestra magestad, cuyo mayor bien es el mirar el principal interés del Principado.308

Pero la reacción fue prácticamente nula. En 1692 continuaría, pues, la guerra contra Francia por derroteros similares, aunque el virrey Medina Sidonia pareció desear operar algo más que el año precedente; de nuevo, la escasez de tropas hizo que no quisiera arriesgar en una batalla campal y no molestó mucho a los franceses, quienes enviaron aquella campaña buena parte de sus tropas a Flandes. De hecho, como previniendo lo que podía pasar de nuevo —otro ataque de la armada francesa que, se decía, aquel año reunía treinta navíos y treinta y dos galeras—, en marzo los diputados se pusieron de acuerdo con los consejeros de Barcelona para pedir al virrey que aceptara una serie de medidas defensivas aplicables en caso de ataque del enemigo.309

Medina Sidonia procuró también, después de visitar la frontera, mejorar la línea defensiva Berga-Organyà-Tremp, gracias a poder aprovechar parte de un donativo voluntario recaudado para mejorar las defensas de esta última localidad y las de Castellciutat, para defenderse de las previsibles incursiones galas desde Bellver, mientras que los franceses hicieron invernar a sus miquelets en la Cataluña ocupada, especialmente en la Cerdaña, estacionando además a finales de febrero unos cinco mil hombres entre Ceret y Arles. Medina Sidonia reforzó la guarnición de Rosas y situó parte de su caballería entre Bàscara y Gerona.310

A comienzos de mayo, el duque de Medina Sidonia movió nueve mil hombres y doce cañones hacia Santa Llogaia, cerca de Figueras. Pero a parte de un tímido intento por entrar en el Rosellón, que el duque de Noailles abortó rápidamente merced a adelantar sus tropas, el virrey se limitó, entonces, a vigilar las evoluciones del rival; los franceses solo retrocedieron posiciones hacia el Rosellón cuando se acabaron los forrajes. El virrey debía de contar con la indefensión de Barcelona ante un ataque naval que, aunque no se produjo, era una posibilidad muy cierta que causaba angustia en la Ciudad Condal, de forma que Medina Sidonia no pudo destinar tantas tropas a atacar a los franceses y sí a poner guarnición competente en Barcelona y otras plazas como Rosas, Palamós, Gerona y Castellfollit. Era una situación lamentable, puesto que de disponer de una flota de guerra que pudiera atacar algún puerto del Rosellón, Noailles habría tenido que retroceder mucho antes. Por otro lado, la carencia de dinero impedía mejorar las defensas de Castellciutat o, todavía mejor, las de Seo de Urgel, que se encontraba a dos días y medio de marcha del condado de Foix y a cinco de Tolosa, desde donde se podrían hacer entradas en el país enemigo que obligaran a Noailles a dejar sus incursiones tanto en el Ampurdán como en la Cerdaña.311

Según el autor de Sucessos de Cataluña, en el Principado se censuró la falta de acción de aquella campaña y en Figueras se cantaron canciones criticando a los generales, que intentaron ir allí a saquearla, acto impedido por algunos notables de la zona que intercedieron ante el virrey. Estas malas relaciones redundaron en una cierta tranquilidad para el enemigo en sus entradas pidiendo contribuciones, «a lo que parecía dárseles poco a los del gobierno de Espanya según el poco remedio se daba».312

Después de una campaña tan discreta como la de 1692, con fuertes críticas por parte de las instituciones políticas catalanas, el virrey Medina Sidonia fue advertido desde el Consejo de Guerra,313 que preveía un ejército en la frontera catalana para 1693 de dieciséis mil hombres (teóricamente, en abril de 1693 ya había estacionados en Cataluña 8.967 infantes y 3.306 efectivos de caballería). Según el condestable de Castilla, nunca el ejército había estado tan bien asistido, de forma que las pérdidas sufridas por enfermedades (hubo mil doscientos enfermos en el hospital de Olot en un momento dado de la campaña de 1692) y deserciones eran fruto de su inoperancia durante la campaña. Una solución posible era presentar un mayor espíritu a la hora de acometer al enemigo, «pues los ejércitos parados no aprenden nada que en las ocasiones u perdiendo u ganando siempre se [h]abilita la milicia y se reconoce si son buenos o son inútiles». Y el duque de Osuna recordó al resto de los consejeros que la Corona de Aragón pagaba aquellos días unos dos mil quinientos hombres, pero que mantendría muchos más si se hacía guerra ofensiva en el frente catalán. También se hablaría en el Consejo de Guerra de la necesidad de demostrarles a los aliados lo mucho que se gastaba en las tropas de Cataluña, ya que de momento «[...] no han visto que por aquella parte se les haga alguna diversión [a los franceses]».314

El problema sería que Francia tenía planes muy diferentes para Cataluña en 1693.315 El duque de Noailles, nombrado mariscal de Francia, necesitaba una victoria que justificara la merced de su rey y se decidió para tomar Rosas. Con diecinueve mil hombres y cuarenta y un cañones —según el virrey con veinticinco mil hombres y veinticuatro cañones; otros testimonios hablan de veinte mil hombres, treinta y seis cañones de batir y nueve morteros—, Noailles entró por La Junquera y Cabanes, mientras que la armada de Francia, con veintidós navíos y dos balandras, incorporándose más tarde treinta y cinco galeras, se presentaba en la bahía de Rosas el 27 de mayo. Rosas estaba guarnecida con mil seiscientos hombres y solo disponía de quince cañones mal montados, cuando las tropas del virrey no alcanzaban los ocho mil hombres en campaña —7.373 exactamente—, una cifra que pareció demasiado reducida en la corte. Es significativo que apenas iniciado el asedio de Rosas, el 2 de junio, empezaran las obras de los terraplenes de las murallas de Gerona. Rosas caería después de solo ocho días de asedio, el 10 de junio. Su gobernador interino, don Gabriel Quiñones, sustituto de don Pere Rubí, herido de muerte aquellos días, argumentó la rendición señalando cómo tenía la plaza una brecha abierta en sus murallas y, sobre todo, no disponer de esperanzas de que llegara ninguna ayuda (Noailles tenía capacidad militar suficiente para bloquear toda la zona).316Aquellos días, un melancólico Medina Sidonia advertía a Carlos II que el Principado —«una joia tan preciossa, y estimable, y el único antemural de Castilla [...]»— se perdía a ojos vista por falta de medios, con el peligro que los catalanes «lleguen al último desengaño y desconfianza de que no se les defiende y conserva como lo esperaban del paternal amor», y de ahí a que comenzasen a hacer caso de las insinuaciones de Trobat y Noailles para que dejasen de apoyar al ejército real y aceptasen explícitamente la conquista solo había un paso. La opinión del obispo de Gerona, Miquel Pontic, acerca de la marcha de la campaña era aun más pesimista, quien ya veía Barcelona atacada por tierra y mar, y se preguntaba: «[...] y siendo [Barcelona] el antemural de toda la España, si se pierde, ¿qué seguridad puede tener esta?». Ante tamaña desgracia, lo único que se le ocurría era solicitar a Carlos II su presencia en el Principado, como ya hiciera Felipe IV en su momento, pues, sin duda, aquella acción obligaría a entrar en servicio a todos «sus fidelísimos y balientes españoles».317 Pero en el Consejo de Guerra, el pesimismo crítico de las cartas que llegaban con regularidad desde Cataluña, tanto de la Generalitat como del Consejo de Ciento, se malinterpretó interesadamente, y el condestable de Castilla se despachó, tras la pérdida de Rosas, asegurando que en dichas cartas él entreveía «gran malizia pues tan de antemano se dan por perdidos [los catalanes] y se consideran debajo del dominio de franzeses [...]». El duque de Osuna, en cambio, procuraba escribir dando ánimos a los consellers de Barcelona y, según el agente del Consejo de Ciento en la corte, era el único que intentaba hacer ver a Carlos II el peligro de la pérdida de Rosas y Gerona.318 De alguna manera, el auténtico espíritu de los catalanes puede quedar reflejado en unas líneas de la carta que unos desesperados cónsules de Tarragona le dirigieron a Carlos II: tras temer que el final de Rosas también fuera el suyo, sin apenas artillería ni fortificaciones competentes, aseguraban que «sería cosa lastimosa que nuestra fidelidad se viesse baxo el yugo del enemigo por no tener lo precisso para defendernos».319

Mientras el ejército de Francia se mantuvo estacionado entre Torroella de Fluvià y Sant Pere Pescador, zona desde la que Noailles podía atacar Palamós, Castellfollit o Gerona, Medina Sidonia recibió órdenes de introducir cuatro mil hombres en esta última plaza, así como de reforzar las guarniciones de Barcelona, Tarragona, Berga, Palamós y Castellfollit. En su momento, Vauban había escrito al mariscal diciéndole, después de felicitarlo por la conquista de Rosas, que «j’étois sur que vous saviez par où attaquer Girone il y avoit plus de deux ans»*12. Aun así, Noailles no se decidió aquel año por la conquista de Gerona, puesto que las muchas enfermedades sufridas por sus tropas, producto de una epidemia y del calor sofocante de aquel verano, había reducido su ejército a 17.400 hombres, de forma que se contentó con la toma de Palamós. Pero el final de la campaña de Noailles en Cataluña vino por una causa externa: un ataque del duque de Saboya a la fortaleza de Pinerolo obligó a Luis XIV a reforzar una vez más su ejército del norte de Italia en detrimento del que tenía en Cataluña. Ante dichas circunstancias, el 10 de agosto Noailles volvía hacia el Rosellón, aunque dejó una fuerte guarnición en Rosas. Medina Sidonia, que concentró todas sus tropas de campaña en Esponellà, se decidió por dar por terminada la campaña, ante las críticas del Consejo de Guerra, que quería aprovechar la ocasión recuperando, por ejemplo, Rosas.320

Con la captura de Rosas, los franceses disponían de diez plazas perfectamente fortificadas: Colliure, Bellaguarda, Banyuls, Prats de Molló, Bellver, Montlluís, Vilafranca del Conflent, Perpiñán, Rosas y Salses. Para controlar mejor las entradas en el Ampurdán construyeron dos torres nuevas en el camino de Prats de Molló y en el coll del Portell. Para hacer frente a dicha situación, los jurados de Gerona reclamaban ante el Consejo de Ciento la necesidad de fortificar Castellón de Ampurias para vigilar la guarnición de Rosas e impedir un ataque directo sobre su ciudad.321 El ejército de Cataluña solo conservaba los castillos de Cardona, Castellciutat, Berga y Castellfollit y las plazas de Palamós, Gerona y Barcelona como posiciones de vanguardia para frenar al enemigo, pero todos ellos con deficiencias como para asegurar una buena defensa. En palabras del Consejo de Ciento:

La plaza de Palamós es muy irregular y mal fortificada, y según se hace [h]oy la guerra con mediano exército y asistencia de armada no puede mantenerse dos días. Gerona es plaza de muy dilatada circunvalación y necesita de mucho trabajo para perficionar sus fortificaciones y para su guarnición y defensa casi de un ejército entero, y ninguna de estas plaças se halla con suficiente artillería, armas, municiones ni pertrechos los que serían menester para su defensa, ni reservas para el sustento de su guarnición. La ciudad de Barcelona queda en la misma desprevención [...] porque de fortificaciones exteriores apenas se ve rastro, cuando las estradas encubiertas y medias lunas que algún tiempo resguardaban sus murallas están arrasadas y se aran y siembran como los campos; los baluartes de tierra y fagina [...] están caídos y derribados porque no se ha cuidado de su conservación y los fosos casi perdidos [...].322

En definitiva, era mucho el dinero necesario para levantar un sistema defensivo competente en el Principado y muy poco el que llegaba para esta tarea, cuando los franceses se permitieron invertir algunos caudales aquel invierno en la mejora de la fortificación de Rosas, una plaza que en opinión de Noailles era «une cloaque d’ordures»*13 y en la que no se limpiaban las inmundicias desde que fue devuelta en 1659.323

Como ocurriese en otras ocasiones, especialmente en momentos de guerra abierta, las instituciones políticas catalanas intentaron una vez más aprovechar los numerosos servicios que realizaban, y los momentos de peligro pasados a causa de la ineficacia defensiva de la Corona, para reclamarle a esta algunas ventajas políticas: así, entre octubre y diciembre de 1693 no solo deseaban obtener de Carlos II —y de su Consejo de Estado— el trato efectivo de Grandes de España, y que fuese recibido como tal en la corte su embajador, sino también —y era lo más importante— «[...] la pretenció de las insaculacions com antes del any 1640 [...]»*14, es decir el autogobierno perdido a raiz de su derrota en la guerra de los Segadores. Aquellos días, la presión sobre Carlos II, como hemos ido viendo, se centró en la doble petición de que viajase a Cataluña y se pusiese al frente de su ejército y jurase las Constituciones catalanas.324 Pero obtuvieron bien poco, apenas un reconocimiento por parte del Consejo de Aragón aquel verano, y además compartido con los restantes reinos de la Corona de Aragón, acerca del enorme esfuerzo que se había realizado aquel año levantando miles de soldados.325

La batalla del Ter y el hundimiento del frente catalán

Después de la última campaña era evidente la necesidad de sustituir al virrey. En su lugar se nombró al duque de Escalona y marqués de Villena, Juan Manuel Fernández Pacheco Cabrera y Bobadilla, hasta entonces virrey de Aragón, aunque a comienzos de la guerra de los Nueve Años luchó en Cataluña como general de la caballería. Escalona-Villena solamente aceptó cuando le prometieron diez mil alemanes y mucho dinero para el frente catalán, unas promesas que no se cumplirían. Una circunstancia que, conjuntamente con su escasa sapiencia militar, arrastraría al frente catalán a una situación muy delicada. Por otro lado, en enero de 1694 Carlos II tanteó la posibilidad de pedir la paz a Francia al Consejo de Estado. El almirante de Castilla, de forma harto elocuente, no solo señaló la necesidad de no romper la coalición, única fórmula para intentar «conseguir un tratado con que nuestros aliados queden ventajosos a la Francia, pues siempre el menoscabo della es nuestro mayor interés», sino que también incidió en algún que otro detalle sobre la gran cuestión de fondo: «Dos derechos tiene la Francia para sucesión destos Reynos, uno físico y real e incontrovertible que es el de sus fuerças, el de la situación de su país, y el nuestro con tres brechas abiertas tan principales en los Pirineos y nuestra última y conocida devilidad para la defensa [...]».326 Pero la terrible derrota en el Ter en mayo de aquel año daría alas a quienes defendían la paz a ultranza.

En Cataluña, la Real Audiencia presentó un informe acerca de la situación de la frontera. Después de la demolición del castillo de Valencia y de fortificarse en Bellver y Rosas, todo apuntaba que el objetivo de Francia sería aquella campaña Gerona y, quizá, Barcelona incluso, puesto que las previsiones que hacían de artillería, bombas, otras municiones y vituallas tanto en Colliure como Rosas, su nuevo almacén en el norte del país, así lo señalaban. La única posibilidad era que el virrey, con tropas suficientes, frenara su previsible avance hacia la Ciudad Condal en un paraje oportuno para dicho efecto, puesto que no había ninguna fortificación capaz de hacerlo y la misma Barcelona se encontraba «con poquísima artillería, mal montada, con pocos artilleros buenos, los almagacenes faltos de armas y demás pertrechos de guerra, no habiendo en los de la montaña reserva de granos, donde muchas veces obliga el enemigo procurar la defensa». Así, la Real Audiencia reclamaba la llegada de nuevos efectivos al Principado y de la armada real a las costas catalanas, además del envío de reservas de grano a las plazas de la frontera y en especial a Gerona.327

El virrey Escalona-Villena sabía que debería afanarse para poder atender todos sus frentes abiertos y de entrada le reclamó a la Generalitat un préstamo de 70.000 reales para poder pagar una mensualidad a la caballería; esta aprovechó la ocasión para quejarse de que sus finanzas se hundían dado que el país, desde el río Fluvià y hasta la frontera, le contribuía al enemigo. En febrero de 1694 empezaron a ser reparadas las murallas de Barcelona (se emprendió la limpieza de los fosos y la construcción del camino cubierto y revellines para proteger mejor las puertas con un coste de 89.500 reales), que se dividieron en tres sectores en los que debían presentarse para el trabajo los eclesiásticos, la guarnición de la urbe (unos setecientos hombres, que cobrarían dieciochos dineros diarios) y los comunes de la misma, mientras que en Gerona el virrey reclamaba la construcción de una nueva sala del hospital (con un coste de unos 32.500 reales de plata). El Consejo de Aragón reclamó a Carlos II nuevos medios de guerra para Cataluña y, sobre todo, para Gerona, sin olvidar recordar que si el Principado era el «antemural de España», la ciudad del Oñar lo era, a su vez, de Cataluña.328

Aunque estuvieron llegando tropas al Principado durante toda aquella primavera, el problema era su calidad. Feliu de la Penya comentó en sus Anales cómo a estas tropas «amaestrábanles en el disparar no solo los hombres, si hasta los muchachos de Barcelona, porque era para ellos muy extraño aquel exercicio, como sacados de los cortijos y lugares de Castilla». Y en los Anals Consulars se puede leer: «[...] las reclutas de gent inútil [...] ab tot satisfet lo virrey; també vingueren molts dinés, ab que se tenia esperanza de millorar fortuna [...]»*15.329 El ejército del Rosellón, según Millot, llegó a contar con veintiséis mil hombres330 y era el más fuerte que se había visto nunca en aquel frente, cuando la armada del almirante Tourville331 dispuso, además, de cuarenta y cinco navíos. El Consejo de Estado pidió al marqués de Canales, embajador en Londres, que trabajara para el envío de una armada aliada superior a la francesa del Mediterráneo, puesto que en aquel momento (en mayo de 1694) disponía de solo treinta y seis navíos —catorce de España, catorce ingleses y ocho neerlandeses— y trece auxiliares, y se trataba de no perder la oportunidad de inquietar a los franceses tanto en Cataluña como Italia (como no se había hecho en la campaña de 1693).332

El duque de Noailles entró en el Ampurdán el 17 de mayo, haciendo su plaza de armas en La Junquera, y avanzó hacia Borrassà, Santa Llogaia y Sant Pere Pescador, mientras que el virrey Escalona-Villena, con unos 16.300 hombres, muchos de ellos reclutas como se ha señalado y otros mal armados, pasó de Foxà hacia Verges, cerca de los vados del Ter que esperaba «disputarlos caso de intentar vadearlos [el enemigo]».333 Noailles intentó forzar el paso por el vado de Verges y al desestimarlo por la presencia del ejército español y por las dificultades físicas del terreno optó por los de Ullà y Torroella de Montgrí. El error de Escalona-Villena fue intentar contener a los franceses con un ejército bastante inferior en número de hombres y en calidad, circunstancia que ya de entrada no le había permitido controlar todos los vados. Noailles ordenó el paso del Ter por el puente de Torroella y, posteriormente, forzó el paso por el vado de Ullà, derrumbando el flanco derecho de las tropas españolas. Finalmente, las tropas francesas también consiguieron ocupar el puente de Gualta, derrotaron a la caballería hispana, que retrocedió, y destruyeron los primeros tercios. Solo el maestre de campo del tercio de la Generalitat, don Josep Boneu, que también comandaba el tercio provincial de Sevilla por enfermedad de su oficial superior, ordenó formar a sus hombres y la muralla de picas y mosquetes frenó los ataques de la caballería de Francia en Ultramort, mientras el resto del ejército hispano huía a la desbandada. La batalla del Ter se prolongó siete horas desde la madrugada del 27 de mayo de 1694 y después de ella el frente catalán estuvo a punto de hundirse. Las pérdidas del ejército se estimaron entre los tres mil doscientos y los tres mil trescientos cincuenta hombres, pero lejos de los nueve mil que referían los franceses en su propaganda. A la victoria francesa le siguieron tales excesos en los pueblos vecinos, con violaciones de mujeres y saqueos de las localidades, robos y otras vejaciones en las iglesias, que los canónigos y el cabildo de Gerona aseguraban: «Queda nuestra lealtad con major motivo para su constancia, tomando por blasón el pelear por Dios, por el Rey y por la Patria».334

Después de la derrota en el Ter, el condestable de Castilla reclamó al virrey la guarnición de Barcelona, Gerona y Palamós de manera urgente, puesto que no había que ser muy sabio para averiguar los objetivos de Noailles. Y el caso es que todas las levas que entonces hacía el diputado militar Terré i Granollachs en Vic, Manresa, Vilafranca del Panadès y otras localidades se enviaron a Gerona. El 10 de junio cayó Palamós y toda su guarnición fue capturada (mil cuatrocientos prisioneros; otros testimonios hablan de tres mil defensores aprisionados) después de doce días de asedio.335La situación se tensó al límite, cuando ya en el Consejo de Guerra tanto el condestable como el conde de Montijo reclamaron de nuevo negociaciones de paz para evitar la pérdida total de Cataluña.336

El siguiente paso del duque de Noailles fue moverse hacia Gerona colocando su plaza de armas en Vilobí. Luis XIV reclamó la conquista de Barcelona aquella misma campaña, novedad que, sin duda, sacaría a la Monarquía Hispánica del conflicto, pero Noailles le hizo ver que era necesario tomar antes Gerona para poder mantener su ejército de campaña de manera más cómoda sin dejar detrás suyo una guarnición bastante importante (cuatro mil quinientos infantes y cuatrocientos caballos). Tampoco creía Noailles disponer de tropas suficientes como para atreverse con el asedio de Barcelona. En cualquier caso, la llegada en agosto de la flota aliada a aguas catalanas acabó con las discusiones acerca de la estrategia a seguir.337 Pero Noailles sí conquistó más tarde Gerona. Con partidas de hasta mil hombres, Noailles extendió su control por toda la comarca de la Selva y alcanzó Hostalric.338 Pero el terrible comportamiento de las tropas de Francia en Cataluña (con saqueos, robos y violaciones a discreción) acabaron con las mínimas posibilidades de francofilia que aun existían en el Principado, para desesperación del intendente Trobat.339 Años más tarde, el general Du Bruelh culpó al general Saint-Silvestre por permitir a «les troupes tout ce que l’avarice et l’emportement peuvent exercer de plus cruel»*16. Tampoco se le escapó al duque de Noailles las consecuencias de las maneras exhibidas por sus hombres: «[dicha actitud] avait aliené les coeurs des catalans au point que le peuple était par tout sous les armes. Les soldats n’ayant aucun respect pour les églises, les paysans n’en avaient plus pour les sauve-gardes du général et insultaient les convois et les fourages; ce qui n’était jamais arrivé»*17.340 Según el testimonio de Fèlix Domènech, después de la derrota en el Ter de las tropas del virrey, «[...] lo francés cequejaren passats de desacet llochs, no reservant iglésia, ni sagrari, que de tots los llochs que cequejaren ce n’aportaren las custòdias, y las formas per terra, y altras que ce n’aportaren, algunas desacet custòdias ce n’aportaren, y donas que violentaren»*18.341

Sin muchas alternativas, Escalona-Villena repartió sus tropas entre Gerona (poco menos de cinco mil efectivos, además de los ochocientos cincuenta hombres de su milicia urbana) y Barcelona (unos once mil hombres). El 20 de junio, el mariscal Noailles se situó ante Gerona y comenzó a batir sus murallas dos días más tarde. El día 28 ya habían instalado dieciocho cañones de batir —de hasta cuarenta libras de bala—, que podían abrir perfectamente una brecha en una parte de la muralla difícilmente defendible mediante una cortadura, lo que podría conducir a los franceses, en caso de tomar por asalto la ciudad, a saquearla. Aquel mismo día, y con la verificación del ingeniero mayor del ejército, Ambrosio Borsano, que la plaza no podía defenderse, se optó por la capitulación, que se haría efectiva el día 29 por la madrugada.342 Según algunos testimonios de la época, dos regimientos de alemanes y un tercio napolitano, así como mil españoles, se habían rendido a los franceses sin luchar, por eso Gerona no aguantó mucho. Otros testimonios atestiguan la caída de mil seiscientas balas sobre la urbe, que derruyeron un centenar de casas. También se habló de que de los once tercios que le quedaban a Escalona-Villena, solo tres mil hombres eran válidos para la guerra. Ante esta perspectiva, Escalona-Villena informó al Consejo de Estado de que si el enemigo avanzaba no se le podría cerrar el paso ni siquiera en Hostalric, de forma que proponía dejar mil infantes y ochocientos caballos en Granollers para frenar el avance francés mientras el resto del ejército se encerraba en Barcelona.343 Ahora bien, ante el ofrecimiento de la Ciudad Condal de cuidarse de sus murallas movilizando la Coronela, permitiendo así que su guarnición fuese a luchar a Gerona, el condestable de Castilla alegó que los barceloneses solo querían «quedarse en más livertad para poder tomar partido [...]».344 Fueron opiniones como esa las que envenenaron las relaciones políticas aquellos aciagos años. Aunque el auténtico culpable de aquellos recelos fue el propio Escalona-Villena, quien en carta al rey explicaba que los catalanes estaban muy aterrorizados por el poder de Francia en contraste con la debilidad hispana, situación «que debe causarnos un recelo, muy fundado, de que quieran comprar su quietud con nuestra ruina, no habiendo quien los defienda y libre de caer en manos de otro Señor». El virrey pedía una tregua y, a ser posible, demandar la paz al verse incapaz de defender Cataluña del enemigo.345 Pero, en aquella ocasión, Carlos II estuvo más atento a mostrarse agradecido con sus sufridos súbditos y realizó una doble merced, otorgándole al enviado de la Ciudad Condal el tratamiento de embajador y a los consellers de Barcelona el de Grandes de España, lo que le valió de paso un donativo de 50.000 libras (a pagar en dos plazos).346

El 18 de julio atacó Hostalric el duque de Noailles, que tomó, y obligó a Escalona-Villena a retroceder hasta Montcada. De este modo, Noailles ya se encontraba en la línea Granollers-La Roca, tan solo a cuatro leguas de Barcelona, cuando sus tropas, mal pagadas, se dedicaron al pillaje por todo el Vallès, saqueando Palautordera, Sant Esteve y Campins, con nuevas acusaciones de violación de mujeres. Mientras, mil de sus hombres, durante diez días, trabajaron intensamente en las defensas de Hostalric para mejorarlas, donde dejaron cuatro cañones de bronce, además de los cinco de hierro que encontraron. Mil quinientos hombres de Noailles guardarían la fortificación.347 Poco después, las tropas francesas descansaban entre Tordera y Blanes, cuando se comentaba que arreglaban los caminos para ir hacia Arenys y Mataró.348 Un pequeño consuelo es el que escribió el agente de la Ciudad Condal en la corte, B. Pelegrí, a los consejeros: «Si se continúa el desa[h]ogo del francés en los desórdenes y sacos que executa no dudo que en los naturales hallarán aquella correspondencia que piden sus desacatos y al cabo del año no le arriendo la ganancia porque su modo y trato más es para incitar motines que ganar voluntades». El problema es que las quejas contra los desmanes de las tropas de Carlos II no cesaron nunca.349

Un informante del marqués de Castelldosrius, embajador ante el rey de Portugal, un tal Montserrat, le comentaba cómo el virrey Escalona-Villena apenas si tenía nueve mil hombres para frenar los quince mil del duque de Noailles (o doce mil si dejaba tres mil de guarnición en Gerona), y la única solución parecía ser confiar en los catalanes: «Insta nuestro rey al duque para que se den armas a los paisanos, pero no las [h]ay; y que se forme el trozo de cavallería catalana, pero no [h]ay medios. En Madrid no se haze caso de las exorbitantes pérdidas, pero presto experimentarán los daños».350 En una relación de un tal don Fernando —¿don Fernando de Araque, veedor general?— al conde de Montijo, aquél escribía (refiriéndose al virrey):

cuando se retiró su ejército a esta ciudad del choque del río [Ter] se le ofreció el estandarte de Santa Olalla y el de la provincia y no lo quiso admitir por algunos mal intencionados, ponderándole no se podía fiar del país, razón más bárbara y venenosa contra el servicio de Su Majestad cuanto se puede ponderar. Esta desconfianza será ocasión de la pérdida de España, que unos y otros deberemos llorar mucho [...].351

Solo el 8 de agosto llegó una gran flota aliada en Barcelona compuesta por ochenta navíos de combate, veintiocho galeras y demás barcos auxiliares, ciento cuarenta unidades en total. Una fuerza como aquella obligó a los franceses durante dieciocho meses a encerrar su flota del Mediterráneo en sus puertos de Tolón y Marsella, mientras el almirante Russell discutía con las autoridades hispanas qué número de barcos quedarían de servicio en la costa hispana (finalmente lo hicieron treinta en Cádiz durante el invierno).352 Lamentablemente, no se aprovechó demasiado su presencia aquel primer año, puesto que el Consejo de Ciento defendía la oportunidad de que las galeras de España inquietaran a los franceses en Palamós, Rosas o, todavía mejor, en Colliure, obligando a Noailles a dejar de presionar en el frente catalán.353

Aun así, el marqués de Conflans —que para Mariana de Neoburgo o el almirante podría ser el sustituto de Escalona-Villena— atacó y rindió entre los días 2 y 8 de septiembre Hostalric, pero la noticia de que los franceses se movían hacia la zona después de tomar Castellfollit (donde hicieron otros novecientos prisioneros) hizo que todas las tropas del virrey retrocedieran de nuevo para proteger Barcelona. Después de aquello, los diputados enviaron un memorial muy duro al rey en el que criticaron la dirección de una campaña tan desastrosa, cuando el ejército real era más fuerte que nunca y cuando las levas —3.500 hombres— y somatenes del país también habían sido más grandes que nunca (diez mil hombres se habían convocado en forma de somatén para recuperar Hostalric), y el único resultado era media Cataluña ocupada.354

Por su parte, las poblaciones de la Plana d’en Bas y de Bianyà habían optado, del mismo modo que lo habían hecho poco antes en la Plana de Vic, por la autodefensa. El somatén del Vallès y el de Marina habían ayudado al virrey en el ataque a Hostalric. Escalona-Villena envió mil caballos y dos tercios de infantería a proteger la Plana de Vic, pues se temía que el enemigo pudiera entrar por allá o bien se moviera desde Bañolas y Ripoll hacia Berga y Castellciutat, los únicos castillos del norte de Cataluña, junto con el de Cardona, todavía en poder hispano.355

De hecho, con el control de Castellfollit, la última plaza desde la que se podía inquietar a los franceses en la montaña, porque Berga o Cardona, demasiado alejadas y con unos caminos impracticables para la artillería, no podían cumplir esta función, las tropas de Noailles ya no solo no podían vivir sobre el terreno en la Cerdaña o el Ampurdán, sino más allá de Gerona. Las finanzas de Luis XIV así lo exigían, o eso decía el secretario de Estado de la guerra, marqués de Barbezieux.356 El mariscal Noailles se vio obligado a mantener su gente con solo una tercera parte del dinero necesario en su opinión, de forma que las tropas francesas iniciaron un claro proceso de imposición de tributos, además de saqueos, confiscaciones y otros males, sobre el territorio catalán ocupado, una situación que obligó a Noailles a reconocer que buena parte del país estaba arruinado: «On a tiré de l’argent des peuples, qui sont fort gueux; on leur a pris leurs grains pour les munnitionaires, ou pour donner aux chevaux, ainsi il ne leur reste rien»*19. Sus críticas al marqués de Barbezieux, acusándolo de boicotear el envío de medios para sus tropas,357 fueron respondidas por aquél acusándolo a su vez de no saber frenar los excesos de sus soldados: «Le Roi a vu avec déplaisir que les troupes que vous commandez se sont laissées emporter á un tel libertinage qu’elles ont pillé trente-deux églises. Sa Majesté est persuadée que ce n’a pas été manque de donner vos soins pour l’empecher, et elle compte bien qu’il est fort difficile de contenir le soldat dans un pays aussi abondant que la Catalogne».*20 358

Así, Cataluña se vio obligada a mantener dos ejércitos aquel invierno (y hasta el final de la guerra en 1697), puesto que, para escándalo de algunos, las tropas de Carlos II en el frente catalán sumaban al final de la terrible camzpaña un número similar al del comienzo: 16.072 hombres —en la muestra general de finales de noviembre eran 15.859 hombres. Ante noticias como esta, no es de extrañar que el sustituto del virrey Escalona-Villena, el marqués de Gaztañaga, Francisco Antonio de Agurto, quisiera hacer una reforma de las tropas que conformaban el ejército de Cataluña. Es más, el almirante de Castilla, en el Consejo de Estado, expondría que se había enviado mucho dinero a Cataluña aquella campaña «pero que la poca puntualidad de las remesas puede haber sido causa de lo mal socorrido que se halla el ejército». Un dinero que, según Gaztañaga, no existía cuando él llegó a su cargo, ingresando en las arcas de la pagaduría del ejército de Cataluña poco más de medio millón de reales en los primeros meses de 1695.359

El marqués de Gaztañaga en Cataluña, 1695-1696

Como ocurriera un año atrás, en enero de 1695, con la noticia de que Luis XIV trataba con el rey de Marruecos un ataque de este a los presidios hispanos del Norte de África, el ambiente era menos eufórico, el marqués de Villafranca aconsejó que se pidiese la paz, pues, argumentaba, «las guerras no se mantienen con el deseo, sino con gente y dinero y así los deseos e ideas sobran cuando la gente y el dinero falta». El conde de Monterrey apuntó que incluso la paz debía gestionarse pronto si se deseaba tenerla como convenía a los intereses hispanos. El agente de Barcelona en la corte, don Benet de Pelegrí, reconocía que en Madrid «[...] todo anda rebuelto y no se atiende sino a intereses particulares, sin mirar lo próxima que esta la campaña [...]».360

El virrey Gaztañaga continuó insistiendo aquellas semanas en las necesidades de Cataluña, mientras en la corte compartían el problema de suministrar estos medios con el mantenimiento de la armada aliada durante su invernada en Cádiz. El marqués de Villafranca recordaba que había que anteponer a cualquier otra cosa la defensa de Barcelona: «Los enemigos solo con su armada pueden tomarla, por lo que poco que se puede recelar sufrirán los naturales las hostilidades que le harán por mar, si viesen retiradas las fuerzas de los aliados, pues no se puede dudar que lo intentarán al punto que las vieren retirar». El duque de Montalto, en cambio, insistió en el peligro de la pérdida de Lérida, con lo cual se abría el camino hacia Aragón, quedando aislada, sin poder hacer nada para impedirlo, Barcelona.361

En invierno de 1694-1695 y primavera de 1695 los catalanes comenzaron a defenderse de los franceses por sí mismos, como se explica en el segundo capítulo de este trabajo, y lo cierto es que si en mayo de 1695 arribó la armada aliada con ciento treinta naves y refuerzos de tropas imperiales y bávaras (dos mil trescientos hombres), comandadas por el primo de la reina, Georg de Hesse-Darmstadt,362 y de Italia (un tercio con mil cien plazas, pero con seiscientos enfermos), apenas si se operó con ellos, ni siquiera para intentar recuperar seriamente Palamós, plaza que se asedió tímidamente entre el 20 y el 24 de agosto con la ayuda de cuatro mil doscientos hombres de la flota aliada. Después de aquel fiasco, el malestar con el virrey por parte de las instituciones políticas catalanas será máximo.363 Este se defendería gracias a sus reiterados ataques contra Hesse-Darmstadt, con quien, al poco de su llegada, se había enemistado, alegando que el asedio se había levantado no solo por el reembarque de las tropas aliadas, sino también «por haber parecido al Señor Príncipe de Asia-Armestat (sic) que se perdía todo el país y los reinos de España si se continuaba el sitio [...]».364 El enfrentamiento entre ambos continuaría durante los primeros meses de 1696.365 El enviado de Baviera en la corte madrileña, Baumgarten, en carta al Elector, nos proporciona una pista sobre lo que ocurría: «Gastañaga está muy desprestigiado en Cataluña, pero lo más probable es que la demora en socorrerle obedezca al propósito de facilitar el ascenso al virreinato del Príncipe de Hassia (sic)».366 Y, por otro lado, Gaztañaga escribía a Carlos II en septiembre de 1695 para señalarle cómo otros altos oficiales del ejército también tenían problemas con Hesse-Darmstadt, desde el maestre de campo general, don Juan de la Carrera, o el general de la artillería, don Juan de Acuña. De hecho, ya en el momento de su llegada, se enemistó Hesse-Darmstadt con casi todo el mundo cuando exigió el tratamiento de alteza real y el grado de teniente general del ejército, es decir que solo quería aceptar recibir órdenes del propio capitán general del Principado.367 El embajador imperial, Lobkowitz, en carta al secretario del rey (secretario del despacho), don Juan Larrea, cerró la cuestión explicándole que Leopoldo I había «entendido con sumo disgusto suyo la poca inteligencia que [h]a habido entre los generales de Su Majestad y el Señor Príncipe de Armestat, especialmente sobre levantar el sitio de Palamós, en que no pudo haber incurrido sino por buen celo o dejándose llevar de siniestras sugestiones que no faltarían con la mala unión de los cabos y naturales del país [...]». Aun así, Leopoldo I le ordenó que cooperara y atendiera a sus superiores hispanos en la siguiente campaña.368

La única estrategia posible en aquellos momentos, además de intentar encauzar estos desencuentros, era defender a ultranza Barcelona e intentar mejorar las defensas de Hostalric, mientras no se podía obviar la delicada situación de plazas como Castellciutat, Cardona o Berga, que cubrían tierras que ahora conformaban la nueva frontera.369 Ya en enero de 1695 empezaron a realizarse trabajos defensivos en Barcelona, pero como informaba el Consejo de Ciento, «se empeçó un baluarte que ha quedado no más que un montón de tierra tan alto como la muralla, que solo puede servir de escala para el enemigo, y todos los demás baluartes [están] sin perficionarse, el foso lleno y casi cegado, la estrada encubierta que se está trabajando sin poder ser concluida para la campaña [...]».370 En realidad, en septiembre de 1694, el virrey Escalona-Villena informó del inicio de las obras de mejora de la fortificación de Montjuic merced a un residuo del último donativo de la Ciudad Condal de cincuenta mil libras.371 El principal problema era la carencia crónica de medios: según las cuentas del pagador general del ejército de Cataluña, J. Gachapay, entre febrero de 1694 y febrero de 1697 tan solo se destinaron 273.307 reales de plata a gastos de fortificaciones de un total de 17.071.578 reales remitidos a la pagaduría —un 1,6% de la cantidad total. Las obras que tendrían que realizarse en Hostalric se evaluaban en tres millones de reales de plata y de un año y medio de duración, sobreentendiéndose la imposibilidad de traerlas a buen puerto. Por eso, finalmente se optó por arreglar las murallas antiguas y el castillo con un coste total de solo 32.000 reales.372

Tampoco era un problema menor la falta de sintonía entre los catalanes y los hombres del rey en el Principado. Si en agosto de 1695 el Consejo de Guerra instaba a Gaztañaga a que «procure mantener y cultibar la venebolencia de aquellos naturales porque es gran ventaja y socorro tenerlos como los tenemos [h]oy tan de nuestra parte», pocas semanas más tarde los diputados le solicitaban al maestre de campo de su tercio, don Joan de Marimón, noticias acerca de la marcha de la campaña, «porque venint la noticia per lo aqueducto de V. M. la tindrem per verdadera que altrament nos [s]ería dubtosa»*21. Nadie parecía fiarse de nadie, y el caso es que el virrey Gaztañaga, como otros antes que él, recurrió a una hipotética malevolencia de los catalanes como subterfugio para encubrir otras debilidades e incapacidades, así lo refería, al menos, Benet de Pelegrí a los diputados: aseguraba este que, en la corte, Gaztañaga para

[...] encubrir su omisión y poca aplicación para el logro de esta campaña ha dado por disculpa el no estar bien recibido en el affecto de los catalanes, que esto le ha hecho suspender mucho sus operaciones, que es la general de todos los capitanes generales, pero este se vale della con astucia dañosa y sin razón, quando los comunes en sus justas representaciones no le han tildado ninguna de sus acciones, y es conocida fatalidad a vista de la lealtad y buen zelo con que se ha obrado.

También conocemos por una carta de los consellers de Barcelona a su agente en la corte que gracias a un informante suyo del Consejo de Aragón, su presidente, el duque de Montalto, no había hecho todo lo que debía en apoyo del Principado por no gustarle la misiva que el 31 de julio le remitieron los consellers a Carlos II, donde criticaban una vez más la falta de acometividad del ejército real, compuesto por unos quince mil hombres sin contar los miquelets, aquella campaña. Una carta que obligó, en el Consejo de Guerra, al condestable a opinar acerca de la necesidad de no arriesgar el ejército como en la batalla del Ter, pero si llegaban más refuerzos, sobre todo de caballería, ciertamente Gaztañaga debería intentar mostrarse más activo.373

La campaña de 1696 empezó muy mal, con la noticia de la partida de la flota aliada (de sesenta y cinco unidades) comandada por el almirante Rooke hacia las costas de Inglaterra y Flandes, con la excusa, que realmente no era tal, de un reavivamiento de la causa jacobita en contra de los intereses de Guillermo III de Inglaterra (el depuesto rey Jacobo II se encontraba aquellos días en Calais y, lógicamente, todavía contaba con el apoyo de Luis XIV).374 El Consejo de Estado se encontraba muy nervioso aquellas jornadas, con un condestable de Castilla muy crítico con la salida de la flota inglesa, señalando cómo «toda esta máquina, que ha costado tantos trabajos y tantos medios, la podemos considerar muy próxima [a] su última ruhina, y vendremos a quedar solos (si esto sucede) sin tener algún arrimo», puesto que con su actitud los ingleses (y los neerlandeses) estaban dejando el «Mediterráneo en poder de franceses, con las mayores fuerzas que jamás se han visto». Desde aquel momento tenían que buscar los medios donde fuera preciso para el ejército y la armada, procurando frenar los designios de Francia, «porque lo que no hiciéremos nosotros no tendremos otra liga que nos defienda tantos años como esta nos ha defendido». También el cardenal Portocarrero reconocía la llegada de un momento difícil debido a «hallarnos destituidos de las armas navales que tanto nos han defendido estas campañas pasadas». El conde de Aguilar y Frigiliana y el marqués de Mancera eran partidarios de buscar la paz, si era posible con el apoyo del emperador, porque el peligro real era perderlo todo; es más, Aguilar alegaba que el propio emperador tenía una guerra abierta en Hungría (hasta 1699) y no podría prestar tanta ayuda, mientras que, recordaba, en 1694, contando con toda el apoyo de la Liga, el frente catalán había estado a punto de hundirse después de la batalla del Ter, y reclamaba «que se hagan los últimos esfuerzos como viene votado [por el condestable y Portocarrero], porque sin ellos [los aliados] no se puede hacer paz decente». El duque de Montalto reconocía por su parte que en aquellos momentos de peligro el «remedio consiste en las fuerzas propias, pues sin ellas estamos perdidos en la guerra y en la paz», una paz que la Monarquía no podía conseguir por sí misma, en solitario, cuando él ya se había mostrado partidario de una paz particular en 1695, cuando era factible, porque en aquel momento ya no lo era.375

Como el conflicto no podía frenarse por entonces, el Consejo de Guerra procuró encontrar otros siete mil hombres en Castilla —el condestable aseguraba que hacía mucho tiempo que no se levaba gente en Madrid, donde «[...]hay mucha vagamunda y muchos ladrones, pues esto sirve para purgar la corte»— para enviarlos a Cataluña (se habló de hacer una leva de un soldado por cada setenta y cinco vecinos), mientras Gaztañaga enviaba a Hesse-Darmstadt a proteger la línea defensiva de Hostalric, donde situó siete tercios y los tres regimientos (dos imperiales y uno de bávaro) que comandaba el príncipe alemán, así como toda la caballería disponible. Aun así, los diputados deseaban recuperar Gerona a toda costa y situar allá la defensa avanzada de Barcelona, al tiempo que se podría liberar toda «la comarca del Ampurdán que suspiran y ploran baix del sever jugo de França»*22.376 Los consejeros de Barcelona advirtieron a Carlos II que las fortificaciones de su urbe no estaban en disposición de defender la plaza, cuando su conquista era «lo unich medi de conseguir una bona y avantatjosa pau per los francesos»*23, y cuando, además, las plazas del interior como Cardona, Berga, Castellciutat, Lérida, además de Flix y Tarragona, se encontraban todas ellas muy mal acondicionadas y sin medios defensivos apropiados.377 También se refirió aquellos días la posibilidad de que si Francia no conseguía la tregua en el frente saboyano y la campaña le iba mal en Flandes y en el Rin, su opción sería la demolición de Gerona y retirarse hacia el Rosellón, puesto que «aquel país [el norte de Cataluña] le cuesta mucho de guardar».378

Vendôme, quien empezó la campaña de 1696 con veintiún mil hombres (dieciséis mil infantes y cinco mil caballos) o bien con dieciséis mil hombres (doce mil infantes y cuatro mil caballos),379 el 1 de junio derrotó con seis mil infantes y caballería un avance de tropas (mil seiscientos hombres), comandadas por el mismo Hesse-Darmstadt entre Hostalric y Maçanet, con posteriores acusaciones mutuas entre este último y el virrey Gaztañaga de negligencia. De hecho, había dos problemas graves: por un lado, Gaztañaga había sido ya sustituido en su cargo por don Francisco Fernández de Velasco, gobernador de Cádiz hasta aquel momento, a quien no habían querido enviar a Cataluña antes, puesto que en la corte aspiraban a conseguir algo más que los 600.000 reales de plata con los cuales fue enviado al final; dicha circunstancia hizo, como nadie desconocía la situación de Gaztañaga, que este todavía tuviera menos autoridad, mientras la oficialidad del ejército de Cataluña se encontraba dividida en dos bandos. Además, las instituciones políticas catalanas, cada vez más nerviosas, criticaban todas las medidas militares de Gaztañaga y lo tildaban de inoperante, mientras enaltecían las del príncipe de Hesse-Darmstadt sin la menor muestra de crítica hacia sus actuaciones, seguramente demasiado arriesgadas. Y, en segundo término, Gaztañaga, sin dinero y, como decíamos, sin autoridad debido a la errática política cortesana, tenía órdenes estrictas de frenar al rival en el cordón defensivo de Hostalric y no arriesgar en ningún caso su ejército hasta la incorporación de Velasco. Así, Vendôme pudo destruir toda la Marina (los franceses atacaron Calella, Pineda, Malgrat, Palafolls, Blanes y Tordera) sin ninguna acción por parte de las tropas del virrey.380 Más bien, hubo acusaciones de inacción por parte del virrey en funciones Gaztañaga, quien habría supuestamente dado órdenes a los miquelets y paisanos para «retirarse de aquells puestos lo dia antes de transitar-los part de les tropes enemigues, lo que ha causat admiració gran a tots los naturals per conciderar ab quanta facilitat se podrien obviar estas operaciones»*24. Los consellers de Barcelona, que ofrecieron una vez más formar la milicia urbana, alababan por entonces claramente al príncipe de Hesse-Darmstadt, al que presentaban como el único alto oficial preocupado por la defensa del Principado. El Consejo de Guerra desestimó la formación de la Coronela —y también la información de que el duque de Vendôme solo tenía diez o doce mil hombres— pero, avisado además por el veedor general del ejército de Cataluña, don Juan de Alva, del encono suscitado entre los dos bandos en que se había dividido la alta oficialidad del ejército y conocedor del delirio que comenzaba a suscitar el príncipe alemán en Cataluña, el condestable consiguió el envío urgente al Principado de su hijo natural, don Francisco Fernández de Velasco, aunque no se hubiese podido reunir dinero suficiente para Cataluña.381 El condestable se planteó si el nerviosismo de los catalanes se debía a un miedo real por la marcha de la campaña o a su natural crítico con todos los gobiernos, «Que en la verdad los catalanes querrían que corriesen arroyos de sangre de españoles y franceses sin poner ellos nada de su casa», y también le reprochó al obispo de Gerona, Miquel Pontic, abrumado por los excesos de los franceses, la idea de solicitar la formación del Somatén General de Cataluña sacando, como era tradicional, la bandera de santa Eulalia, «que es lo que ha precedido siempre a todas las sublevaciones de Cathaluña [...]». No obstante, el duque de Mancera hizo ver a todos los demás consejeros que las cartas de Cataluña eran respetuosas, como siempre, y el obispo de Gerona solo estaba impresionado por los males de la guerra y su deseo de ayudar a su gente.382

Pero la opinión de Mancera no se impuso, en realidad, ni mucho menos. En el Consejo de Aragón se trató a comienzos de julio toda una serie de cartas de las instituciones catalanas, destacando cómo la Generalitat había comunicado al virrey en funciones Gaztañaga los «ahogos y recelos con que se hallaba el Principado y ofrecerle todas las fuerzas que este podía juntar para su conservación devajo del suave y Real Dominio de V. Magd.», pero el error de Gaztañaga fue enseñarles a los diputados y al Consejo de Ciento las órdenes secretas que había recibido sobre no arriesgar las tropas bajo ningún concepto, a pesar de las presiones de los anteriores, quienes no dudaron en escribir a numerosas personalidades, incluyendo oficiales del ejército, explicando sus temores. Pero atendiendo a la situación de la campaña, el Consejo de Aragón señaló la oportunidad de que «se omita por a[h]ora» cualquier reprimenda. El Consejo de Estado estaría de acuerdo en este punto, mientras recomendaría al nuevo virrey, Francisco de Velasco, que indagase quiénes habían sido los principales promotores de las protestas y se les castigase.383 Y, ciertamente, en noviembre de aquel año, los consellers de Barcelona informaban a su agente en la corte cómo los consejeros segundo, cuarto, quinto y sexto habían sido desinsaculados y, por lo tanto, no podían optar por los cargos para los que habían sido propuestos, pidiéndole que informase al presidente del Consejo de Aragón sobre el desconsuelo que tal medida había causado en la Ciudad Condal (tras el sufrimiento padecido aquella campaña y los muchos esfuerzos para la defensa realizados). Todas estas lamentaciones fueron suprimidas, finalmente, de la carta que se le envió al agente. Por otro lado, el oidor militar, don Francesc Junyent i de Vergós, fue asimismo desinsaculado en diciembre de 1696.384

El virrey Velasco y el sitio de Barcelona de 1697

El 17 de julio de 1696 juró su cargo don Francisco de Velasco, quien mantendría la mayoría de las tropas, siguiendo órdenes de Madrid, defendiendo el cordón de Hostalric, mientras enviaría puntualmente algunos contingentes de sus efectivos (caballería, dragones y miquelets) a auxiliar a los naturales y ayudarlos en su defensa frente a las correrías de las tropas de Vendôme, que dio por finalizada la campaña en octubre, mientras dejó toda su infantería menos dos batallones invernando en las tierras ocupadas, especialmente en Gerona y el Ampurdán; los dos batallones citados y tres escuadrones de caballería vigilarían la Cerdaña, mientras que el resto de la caballería gala iría a alojarse entre el Rosellón y Narbona. Velasco, por su parte, no pudo dejar su caballería cerca de Hostalric porque en ocho leguas todo el país había sufrido mucho aquellos meses.385

La situación internacional varió significativamente con el tratado de Vigevano (7 de octubre 1696) que, después de firmada la paz entre Francia y Saboya, marcaría la aceptación de la neutralidad por parte de la Monarquía Hispánica y del Imperio en el frente del norte de Italia, y permitiría a Luis XIV disponer de otros treinta mil hombres para los demás frentes abiertos.386 Ahora, eran el duque de Baviera (gobernador de los Países Bajos hispanos) y el mismo Leopoldo I los más interesados en que no se firmara una tregua parecida en el frente catalán para evitar que toda la fuerza militar de Francia cayera sobre los frentes flamenco y del Rin. Mientras, los anglo-neerlandeses, que ya contaban con que Francia podría incluso mantenerse en Luxemburgo y en Estrasburgo, empezaron conversaciones de paz con Luis XIV con la mediación sueca en Ryswick en febrero de 1697. Aquellos días, el duque de Montalto, en carta al obispo de Solsona, comentaba la salida de la guerra de Saboya y la difícil situación de la Monarquía en las discusiones de paz, dejando traslucir el desengaño que algunos consejeros de Carlos II, significativamente borbónicos en los años posteriores, sintieron entonces por los aliados del Norte: «Iramos viendo ahora el paradero que tienen los tratados de la Paz universal en que considero por lo que nos toca muy cortas ventajas porque nuestros aliados atenderán a las suyas y no más, quando nosotros nos hemos aniquilado por ellos».387 Era una manera de expresar su enojo por el mantenimiento de la guerra (como quería el partido austracista a ultranza) y de dar su apoyo a la opción bávara, ya que en octubre de 1696 Carlos II había firmado un testamento en el que declaraba heredero universal a José Fernando, hijo primogénito de Maximiliano II de Baviera.

El virrey Velasco era de la opinión de que no habría guerra en Cataluña, solo una demostración de fuerza ante la Ciudad Condal para alcanzar a la paz, pero el caso es que desde diciembre de 1696 ordenó la mejora de las fortificaciones de Barcelona. Hizo limpiar los fosos, levantó los revellines y los caminos cubiertos, así como una estacada, y también mejoró todo lo que pudo las defensas de Montjuic. La Ciudad Condal se comprometió, incluso, a pagar la construcción de un nuevo baluarte (delineado por el virrey Gaztañaga en 1695) para mejorar las defensas de la puerta de Tallers, pero con la obligación por parte del rey de mantener las tropas de Luis XIV lo más alejadas posible de la capital catalana. Destinaron 128.000 reales a dichas obras —mientras en 1696 habían gastado otros 220.000 en tales menesteres.388 Pero hacía falta mucho más dinero para mantener las tropas del ejército de Cataluña. El propio Consejo de Estado se planteó si hacer una quinta en ambas Castillas o si permitir reducir dicho servicio a dinero, dada la falta del mismo para mantener las tropas del ejército de Cataluña. El Consejo se dividió; el duque de Montalto, desplazado del poder, se limitó a señalar que Cataluña no se salvaba ni con una medida ni con otra —lo cual era bastante cierto por otra parte—, ello sin contar lo desprotegidos que estaban otros territorios como Milán o Flandes; la armada existía «solo en el nombre». Para el almirante lo menos negativo era obtener dinero para mantener mejor los veteranos que quedaban en Cataluña. El rey dispuso que cada ciudad castellana hiciese lo que creyese más oportuno —con lo cual se podría haber ahorrado la reunión del Consejo de Estado. La mayoría de las urbes eligieron hacer el servicio en dinero, menos seis, entre ellas Murcia por la gran cantidad de vagabundos que había en sus calles —según el informe enviado por dicha ciudad. Todavía en junio de 1697, el duque de Montalto se reafirmó en la necesidad de pedir la paz, pues no veía otra solución.389

Con todo, se siguió intentando movilizar ayuda para Cataluña. Se insistió de nuevo ante el enviado en Portugal, marqués de Castelldosrius, para indagar si los portugueses podían ceder tropas, mientras Velasco explicaba la necesidad de la presencia de la armada aliada en las costas catalanas: «[...] si esto se consiguiese en sazón oportuna, mudarían infinito de semblante las cosas de esta guerra, y que no sería tan desigual nuestro partido, y como asegurásemos a Barcelona de las invasiones del enemigo por la mar, no serían tan grandes los recelos».390

Otro problema continuaría siendo la falta de conexión entre el virrey de turno y Hesse-Darmstadt. Ya en febrero de 1697, el secretario del rey, don Juan Larrea, comentaba una carta del virrey Velasco con el almirante de Castilla y decía:

el ejército de Cataluña está concebido en chismes y desuniones, criado en ellas, y que temo mucho que tenga enmienda tan antigua y continuada enfermedad; nada de lo que dice don Francisco Velasco en cuanto a lo que los catalanes desearán influir en el príncipe me parece que se puede dudar conociendo la inestabilidad y ligereza de sus juicios y intenciones; que en el ejército tendrán muchos compañeros a estos mismos fines no lo dudo, como que de estos antecedentes resultarán pluralidad de perjuicios al buen servicio del rey y manejo del ejército.391

En cualquier caso, en abril de 1697 Hesse-Darmstadt solicitó a Velasco un plan de acción defensivo contando que ambos ejércitos disponían en aquel momento de unos catorce mil hombres, mientras se preveía que Francia llegaría a tener 22.000 o 23.000. Por eso, el príncipe alemán reclamó situar la línea defensiva en Gerona para, como mínimo, ir consumiendo los forrajes de toda la zona mientras mejoraban el cordón defensivo de Hostalric y se construían algunas defensas en Maçanet; con una medida como aquella no solo se preservaba sobre todo Barcelona, «cuya conservación debe ser la principal mira de la campaña», sino también la entrada en el Vallès. Si los franceses alcanzaban Granollers, argumentaba Hesse-Darmstadt, después podían girar hacia Vic, el Lluçanès, Berga, Cardona, Solsona y Manresa, y una vez dominado dicho territorio podrían cortar los suministros de Barcelona. Pedía el príncipe que la batalla se le diera a Vendôme no en Barcelona, sino en Hostalric, puesto que «es cierto principio asentado y evidente que un ejército en batalla detrás de un cordón, bien fortificado, aunque menos fuerte la tercera parte que el del enemigo, no puede ser rompido».392 Un testimonio, el del maestre de campo Antonio de Lima, que estaba de guarnición en Cardona, aseguraba que había voces en el Principado en el sentido de que «[...] estamos en inteligencia con los enemigos» para intentar firmar unas treguas (o neutralidad) en el frente catalán como se había hecho en Milán, pero el maestre de campo Lima señalaba también cómo en Milán el francés no había ganado nada, mientras que en Cataluña «nos tienen tomadas muchas plazas [y] no cabe tregua [...]», pero también creía que todavía el duque de Vendôme no disponía de suficientes tropas como para ganar una plaza como Barcelona.393

El virrey Velasco decidió dejar en Barcelona una fuerte guarnición —trece mil hombres, incluyendo la milicia urbana— bajo el mando del conde de la Corzana, maestre de campo general, y él, con el resto del Ejército —ocho mil infantes, dos mil quinientos de caballería— se quedó fuera de la ciudad para intentar coger a los franceses entre dos fuegos cuando empezaran el asedio al tiempo que, desde Martorell, donde fijaría su plaza de armas, podía vigilar el interior del país y evitar que los franceses atacaran Vic, Lérida o Cardona. El duque de Vendôme dispuso al inicio del asedio de veinticuatro mil hombres (dieciocho mil infantes y seis mil de caballería)394 que, más adelante, pudieron alcanzar los treinta y dos mil efectivos, y una armada con catorce navíos (o bien nueve navíos de guerra y una fragata), treinta galeras, tres galiotes à bombes y ochenta embarcaciones auxiliares. Su artillería estaba compuesta por cincuenta y seis cañones y dieciocho morteros (o bien, según otro testimonio, de treinta y cuatro piezas de veinticuatro libras de bala, doce piezas de dieciséis libras de bala, treinta y tres morteros y veinte mil bombas). El día 12 de junio los franceses iniciaron el asedio, mientras que hasta el 15 no empezaron a excavar las trincheras en dirección a las murallas de Barcelona y el bombardeo con su armada.395

La mayor polémica acerca de la defensa de Barcelona fue, precisamente, la ausencia de dicha defensa por parte del virrey Velasco según sus enemigos. El príncipe de Hesse-Darmstadt pedía más acción a Velasco desde las cercanías de Barcelona porque sabía que las tropas catalanas desertaban y pasaba el momento de hacer una acción conjunta contra los franceses. El diputado militar, don Josep de Meca, que acompañaba al virrey en su cuartel general en Molins de Rei, confirmó a sus compañeros que las tropas levadas en el Principado, que inicialmente eran más de seis mil hombres, habían bajado mucho por las deserciones. En realidad, don Josep de Meca se indispuso con el resto de los diputados cuando defendió la política militar del virrey, que pasaba más por intentar rodear al enemigo y no plantear una batalla campal a causa de la diferencia de fuerzas, favorable a los franceses. Desde entonces empezó una guerra de cifras cuando los diputados escribieron al rey explicando el esfuerzo enorme que supuso la recluta de 6.016 hombres, sin ningún efecto militar debido a la falta de iniciativa del virrey Velasco. Este se defendió diciendo que solo le constaban 1.939 plazas de levas del Principado, un «esfuerzo» con el que no se podía hacer gran cosa. Lo cierto es que se hicieron salidas desde Barcelona para atacar al enemigo, alguna muy mal planeada, y desde fuera de la Ciudad Condal muy poca cosa. Pero Barcelona se defendió bien y gastó mucho dinero en dificultar al máximo su caída en manos de las tropas de Luis XIV, aunque todo el mundo era consciente que, cuando se perdiera Barcelona, Carlos II pediría la paz.396 De hecho, el virrey Velasco, a finales del mes de mayo, ya había apuntado acerca de la necesidad de mejorar las defensas de Lérida (lo que indicaría que daba por segura la pérdida de Barcelona), mientras que el Consejo de Guerra lo veía como un imposible, porque para ellos todas las opciones se acababan con la defensa de Barcelona trayendo todas las tropas veteranas posibles. Solo el conde de Montijo insinuó que la única posibilidad de defensa era que el rey pagase a la gente que Cataluña pudiera aportar en forma de somatén, pues no creía que fuese factible llevar tropas veteranas a defender Barcelona.397

Los franceses, que batían la muralla de Barcelona entre el Portal Nuevo y el Portal del Ángel, colocaron entre los días 30 de junio y 3 de julio hasta treinta cañones en varias baterías disparando contra el baluarte del Portal Nuevo, mientras que en la zona del baluarte de Santa Clara tres cañones y dos morteros disparaban a la ruina de la urbe. Aquellos días se afirmó que habían caído sobre Barcelona entre siete mil y ocho mil balas y las pérdidas humanas subían a mil soldados muertos y seiscientos heridos, además de una docena de civiles también fallecidos. Como mínimo, los franceses habrían tenido entre dos mil y tres mil bajas, y otras dos mil quinientas después de los varios ataques efectuados entre los días 5 y 6 de julio. Entretanto, el virrey había conseguido que entrasen en Barcelona unos dos mil quinientos hombres de refuerzo, y el 3 de julio se acabó de construir una cortadura que cubría toda la parte de la muralla atacada por los franceses con capacidad para ocho mil hombres y veinte cañones que tuvo un coste muy alto: 1.200.000 reales.398 Por un rendido, carabinero francés, se supo que los franceses sufrían más de lo esperado en aquel asedio y temían la llegada de la armada aliada. El prisionero elevó a treinta y dos mil o treinta y tres mil hombres el número de tropas al inicio del asedio, habiendo perdido en aquellos días ocho mil efectivos entre bajas, huidos y enfermos.399

El Consejo de Estado trató de enviar todo el dinero preciso para Barcelona, pero el marqués de los Balbases recordó que el gobernador de Hacienda, conde de Adanero, había insistido en que no había qué enviar al Principado y el duque de Montalto replicó que todos aquellos años apenas si se sacó una parte de lo que se necesitaba en realidad, «pues solamente Cataluña ha sido con gran trabajo medianamente asistida, Flandes en nada, Milán poco, Armada ninguna y las fronteras desprobehidas y desiertas».400 Pero, por ejemplo, don Luis del Hoyo, del Consejo de Guerra, señaló que Barcelona debería defenderse palmo a palmo, pues ya se habían producidos sitios igual o más terribles que el de Barcelona saldados con el fracaso del atacante, mientras que el marqués de Villafranca, del Consejo de Estado, se reafirmaba en la necesidad de enviar toda la ayuda posible para evitar que las instituciones políticas catalanas pudieran decir que no se hizo todo lo posible por defender Barcelona.401

Entre los días 6 y 10 de julio, los atacantes tomaron la contraescarpa de la sección de muralla que atacaban y desde el 11 de julio empezaron a batir esta. El día 13 las baterías del rival hicieron caer gran parte del baluarte de San Pedro y las murallas colindantes, llegando los franceses también hasta el foso del baluarte del Portal Nuevo. Y entre los días 14 y 16 los franceses volaron una mina en el baluarte de San Pedro, pero la obra cayó a plomo sin destruirse más que de un lado. Sí se derrocó, en cambio, una parte de la muralla matando doscientos franceses. Sin embargo, las últimas acciones, además de un refuerzo de dos mil hombres, le dieron nuevos ánimos a Vendôme para continuar la lucha. Este ordenó levantar una galería de tres hombres de frente de anchura picando la pared del baluarte del Portal Nuevo, pero desde la muralla la inutilizaron, mientras Vendôme mandaba levantar defensas de tierra y fajina para defender su flanco por aquel lado por si era atacado por fuerzas situadas fuera de Barcelona.402

Aunque el día 20 de julio, según una muestra general, había siete mil soldados defendiendo Barcelona, además de la caballería y la milicia de la Coronela (como mínimo cuatro mil hombres), lo cierto es que las instituciones políticas catalanas cada vez estaban más convencidas de que los consejeros de Carlos II no querían mantenerse más tiempo en la guerra y buscaban una salida para la misma, que pasaba por la rendición de Barcelona. También es cierto que el obispo de Solsona le escribía a Carlos II desde Viena informándole de cómo en la capital imperial se opinaba que las potencias marítimas veían en la toma de Barcelona un medio para conseguir la paz general. Y no es menos cierto que cuando Vendôme le preguntó a Luis XIV si la armada aliada aparecería en aguas de Barcelona, el Rey Sol, quien ya negociaba en Ryswick el reconocimiento de Guillermo III como rey legítimo de Inglaterra, le contestó que no.403

Entre los días 22 y 26 de julio se luchó duramente por el control del baluarte de San Pedro y el día 27 acabaron de instalar los franceses una batería en el Portal Nuevo para batir todavía más duramente la brecha que habían conseguido en las murallas y la cortadura levantada más allá de aquellas. Cuando, según P. Comines, algunos oficiales como el príncipe de Hesse-Darmstadt, el conde de Rosa, el marqués de Aytona y el marqués de la Florida estaban en contra de la entrega y capitulación de la plaza al alegar una pérdida para los franceses de una tercera parte de sus tropas y el cansancio de las restantes, desde la corte el Consejo de Estado daba por perdida la plaza (desde una reunión del 23 de julio) siendo necesaria la capitulación para salvar la población del asalto y la guarnición para cubrir el resto de Cataluña, pues todavía quedaban dos meses de campaña si no se firmaba la paz en aquel momento.404

El 28 de julio abrieron los franceses una trinchera entre los dos baluartes que habían tomado, colocando otra batería en el baluarte de San Pedro. El 29 volaron los de la plaza una contramina en el baluarte de San Pedro destruyendo una media luna y muriendo más de trescientos franceses. Muy posiblemente era una invención del príncipe de Hesse-Darmstadt la noticia que aseguraba cómo este había recibido informes de un confidente en el campamento del duque de Vendôme en el sentido de que los franceses habían perdido catorce mil hombres hasta aquel día y solo les quedaban otros diecisiete mil, deseando su comandante dar otro asalto y retirarse si no se rendía la plaza, puesto que aquella misma jornada el conde de la Corzana quería votar si se rendía o no la Ciudad Condal.405

Mientras los siguientes días los franceses continuaron arreglando la brecha abierta para dar un asalto final a la plaza, y el virrey Velasco, en un último informe antes de su destitución a favor del conde de la Corzana como virrey interino, certificaba la imposibilidad de resistir, el Consejo de Estado insistía, los días 7 y 8 de agosto, en la necesidad de la capitulación con el argumento de la defensa de los habitantes de la metrópoli catalana. Solo el marqués de Mancera vio la contradicción entre los deseos de los habitantes «de sacrificarse antes a la muerte que a la entrega de la plaza, y, por otra, la lentitud con que hasta ahora parece se dan los pasos convenientes a la disposición de esta materia [...]», pues Velasco había dado orden ya el día 17 de julio de responder a cualquier llamamiento a la capitulación que ofreciera Vendôme.406

Dado que el día 5 de agosto se produjo un nuevo llamamiento a la capitulación, el conde de la Corzana se escudó en un informe del ingeniero José Chafrion407 para señalar la necesidad de aceptarla. Chafrion dio fe de cómo los franceses tenían en los baluartes de San Pedro y en el del Portal Nuevo suficiente espacio para introducir allá hasta quinientos hombres y en el foso y en la brecha espacio para otros ochocientos, con una apertura en la muralla capaz para dejar entrar dos escuadrones de frente. También habían fabricado una mina en el baluarte de San Pedro capaz para cuatro fogones, que podía derribar toda la muralla con una subida fácil para el atacante, y otra mina en el baluarte del Portal Nuevo muy profunda.408 Y el día 8 se firmó la capitulación. El asedio de Barcelona acabó oficialmente el 11 de agosto cuando se firmaron los pactos de entrega y el 15 salió la guarnición (seis mil infantes y mil quinientos caballos) con todos los honores militares. Se dijo que los franceses tuvieron quince mil bajas entre muertos, heridos y desertores y de la guarnición hubo cuatro mil quinientos muertos y ochocientos heridos (ocho mil dice una fuente francesa que, cómo no, aseguraba que «La perte des assiegeans a été beaucoup moindre»409), además de bastantes desperfectos materiales en la ciudad.410 Según Feliu de Peña, de la urbe salieron 9.128 infantes y 1.837 caballos, una cifra a todas luces falsa y con la que querría demostrar que Barcelona habría podido defenderse todavía, obviamente.411 La polémica estuvo servida, puesto que autores como P. Comines desde siempre criticarían las maniobras de la corte para entregar la plaza buscando únicamente la paz con Francia (y restar crédito en la posible resistencia que todavía pudiera hacer el emperador Leopoldo I):

[...] el descuido de una plaza, antemoral de tantos reynos; amenazada tan de antemano de un terrible asedio, desprevenida de todos militares aprestos, y géneros comestibles[...] la bizarría de la guarnición no puddo ser mayor, y sobre plaza alguna no se peleó con más valor y garbo; pero tampoco en defensa alguna se obró con menos regularidad. Las salidas por cortas mal dispuestas, no sostenidas ni mandadas por algún general, como se debía; solo sirvieron de perder tropas, pero no de retardar o deshazer los trabajos opuestos, ni de clavar la artillería enemiga.412

El 8 de agosto había sido destituido el virrey Velasco, demasiado tarde, y en su lugar fue propuesto el conde de la Corzana como virrey —aunque no juró el cargo— y como gobernador de las armas el príncipe de Hesse-Darmstadt. Pero después de firmar el tratado de Ryswick el 20 de septiembre, en el que Luis XIV se había comprometidsino a devolver todos los territorios conquistados en esta última guerra en el frente catalán, la Generalitat y el Consejo de Ciento se negaron a reconocer al conde de la Corzana como virrey de Cataluña.413 Era su forma de protestar por la, a su entender, deficiente defensa de Barcelona, una opinión que chocaría con el afán por parte de los oficiales del rey por preservar las escasas tropas aun a su servicio. Ello sin contar las, al menos para la condesa von Berlepsch, escasas dotes militares de las que disponía don Francisco Velasco.414 Es decir, en los momentos finales de la batalla por Barcelona pesó más el deseo de mantener todas las tropas que se pudiera en el Principado para intentar no ceder demasiado terreno a los franceses, y así cabe entender las acciones emprendidas a partir del mes de agosto, cuando las fuerzas del ejército de Cataluña se dividieron en dos grupos: el conde de la Corzana partió hacia Igualada y Hesse-Darmstadt hacia Vic y Berga. La intención era defender el territorio entre el Camp de Tarragona y la Plana de Vic de las tropelías del enemigo, mientras se aseguraba que pudiera contribuir al mantenimiento de las maltrechas fuerzas de Carlos II antes de que se firmase la paz. Una paz que la Generalitat reclamaba cuanto antes: para ellos era el único expediente que podía salvar al resto del Principado de los atropellos de los franceses —«Y el consistorio no alcanza que pueda ser otro [el expediente] que el de una pas o tregua logradas con velosidad». Pronto escribió Corzana demandando dinero para cubrir los gastos ocasionados por los numerosos heridos y la necesidad de dar una paga para evitar las deserciones.415 La mejor prueba es que cuando se produjo la noticia del ajuste de las paces generales, el 20 de septiembre, Vendôme escribió al conde de la Corzana explicándole que se retiraría con sus tropas más allá del río Llobregat para ir sacando las guarniciones de las plazas ocupadas. El de la Corzana se dispuso a participar la noticia a todas las ciudades cercanas, al tiempo que comenzaba a enviar sus huestes a sus alojamientos.416

Quien sí juró el cargo de virrey —y las Constituciones de Cataluña— fue el general francés duque de Vendôme con la asistencia del intendente del Rosellón, R. Trobat, quien, días después todavía daba órdenes como el derribo de las defensas de Bellver, Gerona y Rosas, que se añadirían a las demoliciones previas de Palamós, Castellfollit, Hostalric, Camprodón, Seo de Urgel, Ripoll, Pineda o Calella.417

Hesse-Darmstadt virrey de Cataluña

Los franceses evacuaron el Principado en enero de 1698 y solo entonces, el 8 de febrero, juró como virrey de Cataluña el landgrave de Hesse-Darmstadt —un golpe de efecto del partido austracista de la corte— con el pleno apoyo de los catalanes, quienes, una vez más, mantuvieron esperanzas de recuperar el autogobierno perdido en 1652.418 Desde entonces, Georg de Hesse-Darmstadt intentó hacer todo lo posible para contentar las instituciones políticas catalanas y ganarlas para la causa austracista, es decir que en caso de muerte del rey Carlos II, su herencia íntegra se concediese a un hijo del emperador Leopoldo I (descartando tanto la herencia francesa, como la bávara en la persona del primogénito del duque Maximiliano II, José Fernando). En julio de 1698, un hábil Hesse-Darmstadt recomendó al rey que los diputados recibieran el privilegio de la cobertura en su presencia, tal y como habían obtenido los consejeros de Barcelona en 1690 (después de su actuación en los momentos finales de la revuelta de los Gorretas).419

Tras la caída de Barcelona, el virrey Hesse-Darmstadt hubo de volcarse en la mejora defensiva del territorio; una de sus primeras medidas consistió en el envío de un informe en el que solicitaba la remodelación de las defensas del Principado con la construcción de una plaza entre Cabanes y Peralada, cerca de Figueras; una vez más, se recurrió a una vieja idea para cerrar el Ampurdán. También debería mantenerse Bellver mientras se reedificaban Puigcerdà, Camprodón y Castellfollit, y sin olvidar la rehabilitación defensiva de Rosas y Gerona, para terminar con la recomendación de levantar una gran plaza en Hostalric, como siempre había defendido desde la campaña de 1695, para asegurar mejor Barcelona. La propia Generalitat, en un memorial a Carlos II del primero de agosto de 1699, le recordaba cómo todas las plazas de la frontera estaban o derruidas o en un estado deplorable, de manera que en caso de un nuevo conflicto, Francia podría ocupar

todo el país sin hallar resistencia, hasta ponerse delante de Barcelona, que sin remedio havía de sucumbir a sus violencias quando por la parte que dos años ha fue atacada queda con las mismas ruynas, cahydos los baluartes y quitadas las defenzas, las murallas y torres fracassadas y derribadas en mucha parte a tan copioso dilubio de balas, bombas, ornillos y otros fuegos, sin hallarse ahún bien reparada la dilatada brecha dispuesta para el assalto, el recelo y la contingencia del qual obligó a la capitulación.

Así mismo, el virrey informó de la urgente necesidad de disponer en el Principado de un ejército de 19.995 infantes, 2.000 dragones y 3.840 plazas de caballería, además de oficiales de estado mayor, artilleros y minadores; un total de 26.335 efectivos, nada menos.420

Aunque la pobreza era muy severa en el Principado, agotado por las guerras pasadas y con una gran cantidad de tropas en alojamiento, de hecho sería el virrey Hesse-Darmstadt quién apostase por mantener un ejército lo más competente posible en Cataluña, intentando buscar en Madrid dinero para pagarlo,421 pues estaría convencido que ante la pérdida de la herencia hispana Luis XIV no dudaría en iniciar un nuevo conflicto. Este no desmovilizó totalmente sus ejércitos después del fin de la guerra en 1697 y disponía de tropas en las fronteras de Navarra, el Rosellón y Saboya. Hesse-Darmstadt aseguraba en julio de 1698 que unos treinta mil infantes franceses estaban de servicio en el Rosellón.422 En cambio, la Monarquía Hispánica estaba absolutamente agotada. Mientras toda una nómina de historiadores, empezando por Robert Stradling y continuando por Enrique Martínez Ruiz, Davide Maffi o Christopher Storrs,423 han podido defender el sostenimiento de la Monarquía Hispánica en el concierto europeo como una potencia importante, manteniendo sus posiciones tanto en los Países Bajos como en el norte de Italia y la misma Cataluña a finales del siglo XVII, lo cierto es que hay bastantes evidencias de lo contrario. De hecho, la nueva orientación francófila de buena parte de la oligarquía castellana —muy pocos títulos importantes eran todavía claramente favorables al emperador hacia 1699: el almirante, el conde de Oropesa y el conde de Aguilar,424 que tenían el apoyo de la reina, quienes, además, estaban enfrentados al marqués de Leganés, quien se apoyaba en el embajador imperial, Harrach— a raíz de la situación política creada debido a la cuestión de la herencia de Carlos II es la mejor prueba.425 Pero hay otras. Por ejemplo, diez unidades de la marina de guerra de Luis XIV se cuidaron de la llegada de la flota de Indias a Cádiz en verano de 1698, amenazada por los piratas berberiscos.426 Y es que, a finales del siglo XVII, al mismo tiempo que la marina de guerra inglesa desplazaba 196.000 toneladas y la francesa 195.000, la de la Monarquía Hispánica solo alcanzaba las 20.000.427 Y nadie ha podido nunca sostener un imperio colonial sin una marina de guerra.

Otra problemática era el alojamiento de las tropas en una Cataluña agotada. Por un lado, después del final del conflicto, la mayor parte de la caballería se alojó en la parte occidental de Cataluña, especialmente en el sur de Lérida y en las comarcas de Tarragona. Solo dos escuadrones de caballería y un tercio de dragones estuvieron estacionados en Osona, en el Ampurdán y en la zona de Gerona desde febrero de 1698, puesto que el país estaba muy destruido por la última guerra;428 pero el alojamiento duraría desde entonces todo el año, y las contribuciones que pagaba el Principado eran muy crecidas todavía en 1699, mientras el autor anónimo de los Anales consulares alegaba que dicha situación se producía «por que de la Cort no veníen assisténcies al virrey per ser est tan apasionat per los catalans, y estos suportaban la càrrega per lo gran amor al Rey y al Príncep de Armestadt ab que se aniquilà molt Cathaluña y la ciutat així mateix».429 El caso es que, desde julio de 1698, el Consejo de Estado demandaría una salida de caballería de Cataluña para alivio de los paisanos, manifestando en su voto el cardenal Córdoba, del partido austracista, que se hacía «atendiendo a lo que ha servido y padecido [Cataluña] durante una guerra tan larga y atroz».430 En agosto de 1699, en un memorial dirigido a Carlos II, la Generalitat aseguraba que en Cataluña se estaban alojando ininterrumpidamente desde el final de la última guerra sesenta y siete compañías de caballería (unos tres mil efectivos), sin contar dos regimientos que estaban de guarnición en diversas plazas, así como otros tres mil infantes y veinte escuadras de miquelets (unos quinientos hombres). En septiembre de 1699 se confirmó que los mil hombres de caballería que saldrían de Cataluña irían a alojarse a Valencia y Aragón, pero en verano de 1700 todavía no lo habían hecho. Incluso en diciembre de 1700 se llegó a rumorear que dos regimientos de caballería irían a reforzar las tropas del Principado. Solo una vez fuese destituido Hesse-Darmstadt, en enero de 1701, se produjeron cambios: en abril salieron mil cien efectivos de caballería y dos mil infantes para ir de guarnición a Mahón y Mallorca. Más tarde saldría un tercio de cuatrocientos hombres hacia Castilla. Aquellos años, las tropas del ejército de Cataluña, según F. Castellví, alcanzaban los once mil efectivos (ocho mil infantes y tres mil hombres de caballería), de los cuales tres mil eran alemanes, mil bávaros y ochocientos flamencos. Entre las tropas hispanas destacaban los 3.184 hombres de los seis tercios provinciales de Castilla.431

En julio de 1700, el Consejo de Estado trató acerca de la necesidad de disponer en Cataluña de nueve mil infantes —doce mil en tiempos de guerra— y cuatro mil caballos en tiempos de paz, pero solo el conde de Montijo sugirió que, quizá, era más importante disponer de los cinco mil o seis mil doblones necesarios para la reparación de los baluartes y murallas de Barcelona, tan maltratados después del asedio de 1697, antes que pensar en reclutar gente para el ejército de Cataluña. También se decidió en noviembre de 1700 mover nuevas tropas de caballería, otros mil caballos, hacia el Principado; el problema es que ya no se disponía ni de los 145.290 reales de sus pagas, ni de los 105.190 reales que se le debían al proveedor de la paja.432 En cualquier caso, la medida fue protestada por la Generalitat alegando lo exhausta que estaba Cataluña después de nueve años de guerra (y cuando Hesse-Darmstadt ya no era virrey).433 Nadie se imaginaba que el drama de la guerra volvería muy pronto y no abandonaría aquel escenario, aquel teatro de Marte, hasta 1714.

 

1

Don Juan José de Austria, hijo bastardo de Felipe IV,

recuperó Barcelona en 1652 y fue virrey de Cataluña entre 1653 y 1656. BNE.

2

Francisco de Orozco y Ribera, marqués de Olías y Mortara,

virrey de Cataluña (1656-1663), defendió esta de los últimos ataques

de Francia, pero no pudo recuperar el Rosellón. BNE.

 

3

Luis Méndez de Haro, marqués del Carpio, valido de Felipe IV,

y el cardenal Julio Mazarino, primer ministro de Luis XIV,

firmaron la Paz de los Pirineos por la que la Monarquía Hispánica

perdió el Rosellón y parte de la Cerdaña, además de otros territorios

en los Países Bajos.

4

El duque de Osuna, Gaspar Téllez Girón, fue virrey de Cataluña entre 1667

y 1669 y defendió la frontera catalana con un cierto éxito, si bien acabó

enemistado con los catalanes.

 

6

Retrato de Federico Schomberg, mariscal de Francia en 1675. Sirvió en

Portugal, Cataluña y Flandes a Luis XIV pero, dada su condición de

protestante, acabó sus días en 1690 sirviendo a Guillermo III de Inglaterra.

7

Plano de Bellaguarda. Situada en una prominencia, desde 1659 era la

primera plaza que defendía la entrada en el Rosellón desde Figueras.

La Monarquía Hispánica la capturó en 1674 y la perdió al año siguiente

 

8

Plano francés del sitio de Puigcerdà (1678). Capital de la Cerdaña,

la Monarquía Hispánica vio demoler los muros de Puigcerdà cuando le

fue devuelta tras la Paz de Nimega de aquel mismo año y nunca pudo

reconstruirla del todo. BN.

9

La firma de la Paz de Nimega (1678) entre Francia y España (pintura

de Henri Gascard, Museum het Valkhof, Nijmegen). Por dicha paz

la Monarquía Hispánica se vio obligada a entregar nuevos territorios

a Francia, entre ellos el Franco Condado.

 

10

Alejandro II de Bournonville, príncipe y duque de Bournonville,

virrey de Cataluña entre 1678 y 1684, intentó mejorar las fortificaciones

de la frontera catalana y defendió con éxito Gerona en 1684.

5

Bernardino Gigault, marqués de Bellefonds, mariscal de Francia

en 1667. Luchó en la guerra de Holanda (1672-1678) y en el frente

catalán en 1684, donde fracasó ante Gerona.

 

11

Plano de la fortificación de Montlluis (en francés Mont-Louis).

El gran ingeniero galo Vauban terminó de perfilar su trazado y

construyó esta fortaleza destinada a impedir una invasión española

desde la Cerdaña.

12

Plano de Camprodón del ingeniero militar de origen milanés Ambrosio

Borsano (1629-1708). Camprodón fue la primera plaza catalana capturada

por Francia en la guerra de los Nueve Años (1689-1697).

 

13

Plano de Seo de Urgel de A. Borsano. Este trabajó intensamente en el

diseño de las mejoras arquitectónicas de numerosas plazas catalanas,

pero la falta de recursos impidió en la mayoría de los casos su realización.

14

Mapa francés que recoge el sitio de Rosas de 1693. Rosas, fortaleza

ordenada construir por Carlos I, fue tomada por los franceses en apenas

ocho días, una situación que condenó a los catalanes.

 

15

Mapa francés que recoge el sitio de Palamós de 1694. Palamós era un puerto

importante, una vez perdido el Rosellón y Rosas en 1693, por ser el único

situado al norte de Barcelona.

16

Mapa alemán que representa el sitio de Gerona de 1694, una prueba del interés

que suscitaba la suerte del frente catalán en otras zonas de Europa.

 

17a

Anne-Jules, II duque de Noailles y conde de Ayen. Mariscal de Francia, entre

1689 y 1694 dirigió la lucha en el frente catalán.

17

Francisco Antonio de Agurto, marqués de Gaztañaga, virrey de Cataluña entre

1694-1696, fue un personaje controvertido desde sus años de gobierno en Flandes.

Apoyó momentáneamente a las fuerzas auxiliares catalanas, pero pronto se enemistó

con el principe Hesse-Darmstad.

 

18

Plano de Hostalric de A. Borsano. Hostalric era la última posición defendible

antes de alcanzar Barcelona transitando por el camino real. En 1695-1696 se decidió

frenar allí a los franceses, pero sin éxito.

19

Retrato de Louis Joseph Bourbon-Vendôme, duque de Vendôme, príncipe de Francia.

Desde 1695 sustituyó a Noailles en el frente catalán, donde tomó Barcelona en 1697.

Durante la Guerra de Sucesión volvió al frente hispano venciendo en Brihuega-Villaviciosa (1710).

 

20

Retrato de Jorge de Hesse-Darmstadt, virrey de Cataluña entre 1698 y 1701. Hesse-Darmstadt

dinamizó el descontento catalán contra los Borbones, estuvo presente en la toma de Gibraltar

en 1704 y perdió la vida en el transcurso de la conquista de Barcelona en 1705.