Introducción

Cataluña y las guerras dinásticas

El 16 de marzo de 1715, apenas transcurridos seis meses de la caída de Barcelona el 11 de septiembre de 1714, el brigadier Pedro Rubio le escribía desde la Ciudad Condal a don Manuel Fernández Durán, ministro de Felipe V, explicándole, entre irritado e histérico, cómo

los naturales de esta Ciudad y todo el Principado son yncapazes de amar las órdenes del rey ni a sus tropas (por algunas centurias) por haber perdido su libertad por su bárbara acción, combendría muy mucho el que Su Magd. mandase demoler todos los baluartes desta plaza, dejando solo el rezinto de la muralla, formandoles una ciudadela en el baluarte de Levante y otra zerrando las atarazanas, pues de este modo la ciudad quedará sujetta y con pocas tropas será dominada.

Es más, Rubio aconsejaba una ambiciosa política de erradicación del Principado de la mayoría de sus hombres en edad militar; en concreto, solicitaba que de cada veguería catalana saliesen

seis mil u ocho mil y estos conduzirlos a los regimientos se hallan en Zeuta, Andaluzía, Extremadura, Castilla y Galicia, pues cien hombres o ciento cincuenta en cada batallón no son capaces de ninguna infamia y se logra el dividir esta canalla y la tranquilidad del Principado, pues de otra manera no hay duda de que se volverá a encender el fuego, porque aunque se les ha mandado entregar las armas, solo han denunciado las que no valen nada y como los maestros armeros que [h]ay en el país son muchos y estos todos los días (con pretextos) no dejan de trabajar, en brebe re[em]plazarán las armas que [h]an entregado, y así a estos se debían dividir en los reynos como a los pícaros.

Todo su histerismo se debía a la, de hecho, más que remota posibilidad de que un mal suceso en la conquista de Mallorca alcanzase todavía cierto eco en un Principado rebelde por naturaleza, por ello se reafirmaba en la necesidad de no alzar la mano sobre la represión de los catalanes, pues «[...] si Barcelona se fortifica y se volviese a perder según lo que se experimenta a[h]ora, que no era capaz la España de ganarla (o todos quedarían sacrificados), y respecto de ser esta ciudad el obgeto de todos los catalanes, hallándose sin defensas, por leyes y tributos que el rey les ponga, jamás repudiarán a nada».1

En realidad, la turbación del brigadier Rubio era muy semejante a la padecida por don Juan José de Austria en junio de 1653, menos de un año después de la recuperación de Barcelona por las armas de Felipe IV en octubre de 1652 (tras de doce años de guerra). Don Juan José, a la sazón virrey de Cataluña, todavía temía un levantamiento de los catalanes, quienes, sin duda alentados debido a la presencia de nuevos ejércitos franceses en el Principado, podrían alzarse «contra las armas de V. Magd. y en favor de las de Francia, y dándose las manos con ellas se pierda en un punto lo que ha costado de ganar tantos años». Y aunque la ciudad de Barcelona y la Diputación del General (o Generalitat) escribiesen demostrando «sumisión y celo exterior», lo cierto era que en el seno de la urbe, aseguraba don Juan José, había muchas personas «de quien se puede desconfiar y temer que en llegando la ocasión se han de declarar como lo hicieron en la pasada [1640] por la corona de Francia, porque se hallan dentro de Barcelona todos los ministros catalanes que nombró el rey de Francia y otros capitanes y cabos que sirvieron a sus banderas [...]».2 Curiosamente, Pedro Rubio también se quejaría sesenta y dos años más tarde cómo

Los que siguieron el partido contrario biendo que infinitas cabezas de los que lo soblevaron este país se pasean por Barcelona y otras ciudades y que a estos no se les ha dejado el andar juntos, entrar y salir en las antesalas de generales y muchos comer en las mesas, y que a los que siguieron el partido del rey no [h]an tenido [h]asta [ah]ora la menor excepción así en las contribuciones como en los alojamientos, blasonan y les alienta para desvergonzadamente decir mirad lo que habéis ganado con buestro partido, y secretamente sembrar la ponzoña y beneno.3

Y, por lo tanto, no era factible aplicar la piedad real con los catalanes. Así, a diferencia de lo ocurrido durante el reinado de Felipe IV, cuando, como sabemos, se hicieron planes para construir una ciudadela en Barcelona, si bien nunca llegó a edificarse en tiempos de los Austrias,4 Felipe V sí llevó a cabo dicha tarea. Sin duda, la desconfianza hacia un pueblo tan hostil y levantisco había calado muy hondo, y la terrible guerra de Sucesión fue su mayor evidencia. Lógicamente, desde la óptica de la mayoría de los catalanes, las cosas se desarrollaron de una forma muy distinta. Una de las intenciones de este libro es, pues, conocer cómo se percibió la guerra (contra los Borbones, ya estuviesen estos reinando en París o bien en Madrid y París a la vez) desde el Principado a partir de 1652. Y, al mismo tiempo, entender mejor la gestación de lo que podríamos llamar el «problema de Cataluña» desde el punto de vista —y los intereses— de la Corona (estuviese esta bajo el control de la dinastía de los Austrias o los Borbones). O, desde la óptica cortesana, entender mejor cómo se contempló el hecho de que si Cataluña jugó un cierto papel a favor de Francia y en contra de los intereses de la Monarquía Hispánica de los Austrias en el transcurso de la guerra de los Treinta Años, en 1705 lo jugaba a favor de Inglaterra (y las Provincias Unidas) y Austria en contra de la dinastía de los Borbones.

Cataluña fue un gran campo de batalla en el que lucharon los ejércitos de las monarquías francesa e hispánica durante largos decenios. En fecha tan señalada como 1700, los catalanes lo sabían muy bien:

Es constante que esta provincia, en los nueve años passados [la guerra de 1689-1697] y muy antes, ha sido el theatro de donde se ha representado la guerra. Y por consiguiente, teniendo el enemigo dentro de casa, había echo experimentar y padecer sus rigores y conflictos, lo que no ha sucedido a muchos de los dominios de vuestra magestad. Y aunque estos hayan contribuido con gloriosa emulación en esta dependencia, por lo que en ella quando menos se interessava lo restante de la monarquía de vuestra magestad, pero no puede negarse que ha sido Catalunya la que más ha padecido y esmerado en el realse de su innata fidelidad, no perdonando a vidas y haciendas y a todo quanto se juzgó conveniente para mantenerse en el dulce, suave y amabilíssimo dominio de vuestra magestad.5

Los sucesivos conflictos librados en el principado catalán en la segunda mitad del siglo XVII y a comienzos del siglo XVIII estuvieron muy influenciados, lógicamente, por la llamada «Revolución Militar Moderna» o, todavía mejor, por todo un conjunto de mejoras tecnológicas y arquitectónicas, de «reformas» tácticas, pero también por el desarrollo en definitiva de la burocracia y del aparato del Estado aplicado a la guerra,6 que arribaron a los ejércitos europeos entre mediados del siglo XIV y finales del siglo XVII.

En primer lugar, los cambios en las formas de hacer la guerra de los europeos habían llevado a que los gastos y los recursos militares se empleasen de manera mucho más decidida en la defensa que en la ofensiva: construir y mantener operativas las fortificaciones era más caro que poner en campaña un ejército y además había que artillarlas y guarnecerlas. La necesidad de defender las propias fortificaciones y de asediar las del enemigo al mismo tiempo explica el aumento del número de hombres —y de armas y municiones— necesarios para afrontar las campañas. El resultado eran unos ejércitos cada vez más numerosos ante la necesidad de mantener grandes guarniciones y un número mediano, pero fijo, de hombres en campaña; los gastos en logística se dispararon. Las guerras fueron eternizándose y, lo que es peor, se volvieron poco resolutivas, porque ahora ya no bastaba con derrotar al rival en una gran batalla campal, sino que también había que tomar sus plazas fortificadas al estilo moderno. Y los asedios de este tipo de plazas se podían prolongar numerosos meses, destruyendo en algunos casos al ejército sitiador. Algunas guerras de la época, como la hispano-neerlandesa de los Ochenta Años, estuvieron muy marcadas por los asedios; otras, como la guerra de los Treinta Años, más bien por las batallas campales; y todavía otras, como la guerra de los Nueve Años o la guerra de Sucesión de España, unas campañas por los asedios y otras por las batallas (tanto terrestres como marítimas). No hay una regla fija al respecto como ha pretendido demostrar Geoffrey Parker cuando señaló que los oficiales dirigían más asedios que batallas en sus carreras. Hay, en realidad, ejemplos de todo tipo. En todo caso, el aumento en el volumen de tropas de los ejércitos, que es un hecho indiscutible —John Hale refiere la existencia de ejércitos de campaña de unos 25.000 hombres entre 1476 y 1528, que pasan a 65.000 hacia la década de 1570 y consiguen llegar a los 100.000 en la década de 1630—, más que a cambios tácticos y a la evolución tecnológica en el armamento, habría que atribuirlo a las capacidades burocráticas y económicas desarrolladas por los diferentes estados para hacer la guerra siguiendo sus intereses particulares. Lo cual no quiere decir, por cierto, que no se hubieran producido cambios en las tácticas empleadas por los europeos en sus guerras a lo largo de aquellos decenios.7

Todos estos cambios y progresos necesitaron del dinero en unos niveles como hasta entonces no se habían conocido, pero también de hombres perfectamente entrenados, de tropas permanentes, comandados por oficiales que, definitivamente, hubieran hecho de la guerra su oficio.8 Las guerras se hacen con hombres y dinero o, mejor, con sangre y dinero que, en el fondo, se obtienen merced a dos tipos de impuestos diferentes. Pero, no obstante, los estados de la Época Moderna necesitaron un cierto tiempo para ajustar las nuevas estructuras burocráticas aplicadas al negocio de la guerra. Una de las características principales de los ejércitos de la Época Moderna, sobre todo en los siglos XVI y XVII, fue su falta de regularidad. Es decir, o dicho con otras palabras, el fenómeno que mejor caracterizó las formaciones militares de aquellas centurias sería su extraordinaria carencia de orden en todos los sentidos: irregularidad en el cobro de las pagas, falta de disciplina, inexistencia del uso del uniforme hasta muy avanzado el siglo XVII, escasa o nula homogeneidad en el armamento empleado hasta, también, las décadas finales del Seiscientos; pero, y es lo más significativo, tampoco existió regularidad a la hora de obtener las tropas que conformarían los nuevos ejércitos en número suficiente, una vez que se acabó poco a poco con los ejércitos privados de la nobleza, situación típica de la Edad Media. Eso sí, siempre habrá quien se adapte mejor a las novedades. Así, el éxito de los ejércitos de las Provincias Unidas desde finales del siglo XVI cabría achacarlo, más que, insistimos, a ciertos cambios tácticos,9 a la organización permanente de sus tropas, sin que todavía fuese decisivo su carácter «nacional» (las ciento treinta y dos compañías del ejército neerlandés en 1603 se desglosaban en cuarenta y tres inglesas, treinta y dos francesas, veinte escocesas, once valonas, nueve alemanas y tan solo diecisiete neerlandesas), en su instrucción regular y en un efectivo sistema de pagas. Solo un estado con unas finanzas sólidas, es decir que pudiese pagar con regularidad a sus tropas, se las podía permitir sin que un fenómeno como la deserción (o la enfermedad debido a la falta de asistencias y pagas) acabase con ellas. Es decir, la clave está, como no podía ser de otra forma, en el dinero, en la forma de encontrarlo para emplearlo en la guerra. La Monarquía Hispánica tenía los recursos de sus territorios europeos y, sobre todo, los ingresos americanos10 —que, por cierto, se hunden en el transcurso del siglo XVII, entre otras razones, por aumentar el coste de la defensa de las Indias—, pero gastó por encima de sus posibilidades reales, de forma que no siempre pagó a sus banqueros de forma adecuada y por dicho motivo acabó por pagar intereses muy elevados. Francia también gastó mucho, pero pudo hacerlo durante un tiempo gracias a su boyante demografía (parafraseando el título del famoso libro de Pierre Goubert, Luis XIV dispuso de veinte millones de franceses); sin embargo, y como es conocido, a la muerte del Rey Sol, en 1715, Francia estaba agotada. Las Provincias Unidas, en cambio, consiguieron gracias a su extraordinario comercio pagar con regularidad sus empréstitos, de forma que estos no les faltaron y pudieron obtenerlos a un interés aceptable. Este sistema, que dependía de la seriedad y eficacia del estado (y su sistema político representativo), fue exportado a Inglaterra a finales del siglo XVII con la Gloriosa Revolución de 1688 y la llegada al trono inglés de Guillermo III. El banco de Inglaterra se fundó entonces, en 1694, para poder costear la guerra contra Francia entre 1689-1697 (un conflicto que, por cierto, les supuso un gasto de cuarenta y nueve millones de libras; la guerra de Sucesión española les costaría noventa y cuatro millones, cantidades astronómicas que pudieron recaudarse en buena medida gracias a que se habían solicitado mediante mecanismos con legitimidad parlamentaria11). En definitiva, ante ejércitos y dispendios cada vez mayores, los estrategas no serían los únicos que ganasen los conflictos, sino que lo serían también quienes asegurasen los medios para hacer la guerra.12

En Cataluña, la «Revolución Militar Moderna» llegó pronto con la construcción —o reconstrucción— de fortalezas al estilo moderno, siguiendo los principios de la llamada Trace italienne, en Salses (1495), Barcelona (1526), Tarragona (1527), Colliure (1534), Puigcerdà (1539), Perpiñán (1541) y en Rosas a partir de 1543, pero lo cierto es que durante las guerras del siglo XVII, y como comprobaremos, muchas de las obras realizadas en la primera mitad del siglo XVI eran ya obsoletas o, sencillamente, necesitaban importantes reparaciones, sobre todo debido al desgaste sufrido durante la guerra de 1639 a 1652. El adelanto tecnológico que significó el uso de las armas de fuego portátiles y la artillería estuvo presente de forma temprana en Cataluña, pero esta careció de una cultura bélica de estilo moderno y, sobre todo, de las estructuras militares avanzadas y necesarias como para hacer frente al tipo de guerra que podía efectuar la Monarquía Hispánica a partir de 1640. La mejor prueba es la aparición desde dicha fecha de algunos tratados militares escritos en catalán (los de Domènec Moradell de 1640; el de Francesc Barra de 1642 y el de Francesc Doms de 164313) y también la constatación de cómo se produjo entonces el primer intento por mantener una fuerza permanente de combatientes catalanes: el famoso batallón de unos cinco mil quinientos efectivos que lucharían junto a las tropas francesas. Manel Güell asegura que la demografía de la Cataluña de mediados del siglo XVII estaba en disposición de situar en el campo de batalla unos doce mil efectivos, cifra que no se logró nunca, y que habría permitido poner las cosas muy difíciles a Felipe IV para recuperar de forma efectiva el Principado, pero que también se acerca peligrosamente a los dieciséis mil hombres que pidió el conde-duque de Olivares a los catalanes para su frustrada Unión de Armas.14

Desde 1639 y, específicamente en el caso de este libro, desde 1652, una vez recuperada Barcelona por las armas de Felipe IV, se enfrentaron en tierras catalanas —ese «[...] nuevo theatro de Marte Cataluña» que decía Josep Doms15— los ejércitos de la Monarquía Hispánica y de Francia. Durante los siglos XVI y XVII, los monarcas de la Casa de Austria dispusieron de sistemas alternativos para llenar sus tercios de tropas. Por un lado, se trataba de mantener estas formaciones, columna vertebral del ejército hispánico en Europa, con voluntarios de muchas nacionalidades reclutados en sus comienzos directamente por los hombres del rey, pero, poco a poco, dicha función iría recayendo también en particulares —asentistas de tropas— cuando el volumen de voluntarios empezó a reducirse de manera significativa en los últimos decenios del siglo XVI.16 Ya en la época de Felipe II se habló de la necesidad de contar con las milicias locales como ejército de reserva no solo para garantizar la defensa de la península Ibérica —desde las costas del Mediterráneo de los ataques de los corsarios norteafricanos y de los turcos, pasando por un punto clave como era Cádiz, o los puertos norteños, como La Coruña, posibles objetivos de las armadas de Inglaterra y de las Provincias Unidas—, sino también como una fórmula para asegurarse tener siempre tropas para cubrir las bajas habidas en los denominados tercios provinciales, formaciones claves en las guerras que se libraron en la propia Península, especialmente desde la década de 1640.17

Y es que desde el estallido de la guerra contra Francia en 1635, de golpe los reinos de las coronas de Castilla y, sobre todo, de Aragón empezaron a vivir una situación progresiva de guerra en sus propios hogares que solo acabaría con el final del conflicto sucesorio hispano en 1714-1715. Los problemas para conseguir tropas por parte de la Monarquía Hispánica se intentaron solucionar con la creación y puesta a punto, como decíamos, de los denominados tercios provinciales entre 1637 y 1663, consolidados en las últimas acciones de la guerra de Restauración de Portugal (1640-1668). Por un lado, el servicio de milicias en Castilla empezó a ser sustituido por una prestación en dinero —«composición»— desde 1646, de forma que hacia 1669 esta realidad se había transformado en un nuevo impuesto que, por cierto, los castellanos preferían pagar antes que servir en el ejército. Con el dinero obtenido, la Monarquía continuaría contratando regimientos en el exterior, pero también firmando contratos con asentistas de tropas en sus reinos ibéricos.18

Sistemáticamente, no solo los reinos castellanos,19 sino también los de la corona de Aragón, o Navarra,20 iniciaron la concesión rutinaria de servicios de tropas a los monarcas de la casa de Austria y que dichas tropas lucharan fuera de sus fronteras, circunstancia que iba directamente en contra de sus fueros.21 Todas estas tropas, así como las que eran reclutadas más allá de la Península,22 formaban parte del ejército del rey, eran tropas regulares. Ahora bien, las necesidades de la guerra, especialmente en el caso del frente catalán desde 1652, aunque con precedentes en el siglo XVI, obligaron a la Monarquía Hispánica a no desaprovechar otras formas de movilización tradicionales como el somatén, los miquelets o las milicias urbanas autodefensivas. Más que de tropas irregulares, habría que referirse a fuerzas auxiliares.23 Pero los ejércitos del monarca hispano, mientras aun obtuvieron algunas victorias en la segunda mitad del siglo XVII, habían entrado en una franca decadencia tanto a nivel logístico y material, por falta de recursos económicos adecuados,24 como a nivel puramente militar a causa de la baja calidad media de sus mandos. Las guerras libradas en Cataluña durante los años finales del reinado de Felipe IV y el de Carlos II serían un terrible testimonio de lo señalado.

Por su parte, una de las principales tareas que afrontó Francia en los años del reinado de Luis XIV, iniciado en 1643, fue la remodelación de su ejército. Contó para esta importante tarea con dos ministros, los Le Tellier, padre e hijo; Le Tellier padre ocuparía el llamado Departamento de la Guerra entre 1643 y 1663; su hijo, el marqués de Louvois,25 desarrollaría idéntica tarea entre 1666 y 1691. Le Tellier consiguió crear un auténtico «ministerio» de la guerra para asegurar el control real, absolutista, de la administración de la misma. El rey, pues, acabó convirtiéndose en un gran empresario militar que controlaría el ejército mientras controlase el cuerpo de oficiales, los cuales ascenderían en el escalafón gracias a la antigüedad en el servicio y por sus méritos (desde 1675). El rey supervisaba a través de Le Tellier la leva de regimientos por parte de particulares (nobles) mediante una ordenanza, mientras que en el caso de las tropas extranjeras se firmaba una capitulación especificando las cláusulas de su contrato. En campaña, la autoridad estaba en manos de los mandos militares, lógicamente, pero en todo lo demás (reclutamiento, logística, financiación) mandarían los burócratas (intendentes)26 bajo la supervisión del ministro de la guerra que es quien despachaba con el rey.27

Desde estos presupuestos, es decir de la voluntad política del rey por la expansión ofensiva (al menos de 1661 a 1688), aunque reconvertida en defensa agresiva (desde 1688 y hasta 1714),28 se entiende mejor cómo Francia pasó de disponer de unos 125.000 hombres en las guerras contra la Monarquía Hispánica de 1635-1659 a ejércitos de 135.000 durante la guerra de Devolución (1667-1668), 250.000-275.000 durante la guerra de Holanda (1672-1678), e, incluso, 350.000-375.000 en el periodo 1689-1713, y ello sin añadir los efectivos de la marina de guerra. Estas tropas empezaron a estar regularmente uniformadas, armadas, proveídas y pagadas gracias al esfuerzo burocrático aludido, procurando que el material de guerra se fabricara en Francia para no depender de las importaciones.29

Otro aspecto fundamental de esta política fue la extraordinaria labor constructiva de defensas abaluartadas realizada especialmente por el ingeniero militar Vauban entre 1670 y 1692, cuando cerca de trescientas plazas fuertes fueron construidas, revisadas y/o modificadas para hacer de Francia un territorio impenetrable para el enemigo, sobre todo en su frontera norteña, que protegía París con una doble línea de defensas (el denominado pré carré), al mismo tiempo que desde estas posiciones defensivas se podía atacar con ventaja el territorio del rival. Una buena muestra de dicha situación sería la nueva frontera militar levantada en el Rosellón-Cerdaña.30 Francia gastó de 1682 a 1691 ocho millones y medio de libras tournois al año de media en fortificaciones, y de 1692 a 1707 tres millones anuales. Teniendo en cuenta sus implicaciones económicas, armamento, avituallamiento, consumición de municiones, forrajes, etcétera, el ejército en todas sus dimensiones fue la primera actividad económica de Francia a finales del siglo XVII.31

El problema, como también lo fue para la Monarquía Hispánica, es que Luis XIV no financió sus guerras merced a créditos a bajo interés y a largo plazo gracias al pago de dichos intereses con regularidad, como hicieron neerlandeses e ingleses, sino que el peso recayó sobre la población, que acabó exhausta, y sobre créditos caros y a corto plazo. También sus tropas vivían de las composiciones impuestas al territorio enemigo ocupado. Cataluña lo sufriría. Como el coste de la guerra era abrumador, finalmente el monarca permitió que coroneles y capitanes pagaran para conseguir el nombramiento oportuno y mandar sus regimientos y compañías, a los cuales tendrían que mantener cuando fallaba los suministros, las pagas, etc., a cambio de futuras ventajas tanto de sueldo como de cargos y dignidades. Tal circunstancia nos señala las limitaciones, en realidad, del absolutismo galo, el cual no vivió un desarrollo de las estructuras burocrático-estatales al mismo nivel que la expansión de sus ejércitos.32

A nivel táctico, el ejército francés de Luis XIV mantuvo la tendencia impuesta durante la guerra de los Treinta Años y las formaciones de infantería irían desplegándose en el campo de batalla pasando de seis líneas de fondo a comienzos del periodo a cuatro e, incluso, tres en fondo a finales del mismo. Los piqueros, que en 1661 eran una tercera parte de los batallones de la infantería, solo eran ya una quinta parte del total a finales del periodo. Entre 1699 y 1703 los franceses remplazaron totalmente los mosquetes y las picas por el fusil complementado con la bayoneta, aumentando el número de regimientos de dragones (infantería montada a caballo) y granaderos, mientras que la caballería pasó a tener sus batallones armados con sables y carabinas. El orden de batalla se mantuvo: la infantería en el centro, la caballería en las alas y la artillería repartida en el ancho del frente. Para organizar mejor el mantenimiento de sus ejércitos en campaña, Luis XIV utilizaría sus numerosas fortificaciones, que también servían como almacenes, líneas de comunicación protegidas, centros de recursos a resguardo de los ataques del enemigo, hospitales, etc. En cualquier caso, un ejército más modernizado en la práctica que el hispánico, quien, por carencia de dinero, si bien conocía las principales novedades tácticas y tecnológicas, no en vano se enfrentaba a ellas en el día a día de la guerra, apenas si las pudo aplicar hasta la guerra de Sucesión.33

La guerra de los Segadores34 y la guerra de Sucesión de España35 en su frente catalán han sido siempre los dos momentos capitales de la historia de la guerra en la Época Moderna en Cataluña (y de la propia Historia de Cataluña durante dichas centurias), pero el largo periodo que iría de 1652 y hasta 1700, además de los años intermedios de la guerra de Sucesión, entre 1707 y 1712, apenas si han interesado del mismo modo. Este libro es un intento, pues, de establecer las principales líneas en cuanto al conocimiento de los aspectos esenciales de la guerra vividos por la sociedad catalana, y por extensión de la española, en un periodo clave de su historia. Así, hemos tratado acerca de la necesidad de establecer una nueva frontera militar en Cataluña, especialmente a raíz de la firma de la Paz de los Pirineos (1659), y cómo la acción militar de Francia en dicha frontera fue destruyendo sistemáticamente los planes hispanos de mejora arquitectónica, que nunca dispusieron de los caudales necesarios. El esfuerzo militar de la Monarquía Hispánica en Cataluña, el coste humano y económico de la guerra, su financiación, se ha contrastado con el realizado por los catalanes no solo contribuyendo con tropas, la contribución de sangre, sino también con dinero por la vía de los donativos voluntarios para las fortificaciones y para el mantenimiento de las tropas reales en el Principado, es decir la cuestión de los alojamientos. Aunque, como comprobaremos, el principal lastre para la buena defensa de Cataluña fue, en realidad, la falta de sintonía política entre Madrid y el Principado. Un problema de (des)confianza que aun pagamos. Por último, y a modo de epílogo, reflexionamos acerca de la guerra de Sucesión desde la óptica del frente catalán planteando el, a nuestro juicio, progresivo desencanto acerca de la misma por parte de un sector importante de la sociedad catalana.

El vaciado sistemático de los fondos correspondientes a las series Guerra y Marina (más conocida como Guerra Antigua) y Estado de los años 1652 a 1700, además del fondo Contaduría Mayor de Cuentas, del Archivo General de Simancas, junto con la serie de Estado de 1705 a 1714 del Archivo Histórico Nacional y la serie Consejo de Aragón del Archivo de la Corona de Aragón, también de 1652 a 1700, nos ha permitido adentrarnos en los puntos de vista de la Monarquía, tanto en la época de los Austrias como en la del primer Borbón, acerca de la guerra y cómo debería practicarse esta en el frente catalán. Toda esta información ha sido contrastada con los fondos generados por las principales instituciones políticas catalanas (Generalitat, Consejo de Ciento de la Ciudad Condal) depositados en el Archivo de la Corona de Aragón y en el Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona, llegando hasta el nivel local (significativamente, hemos tratado los casos de Manresa, Valls, Vic y Tortosa) para considerar cómo se aplicaban —y cómo afectaban— todas las decisiones tomadas por las altas instancias, además de un uso, esperemos que esmerado, de la bibliografía disponible. El resultado debería ser, producto del análisis de este caudal informativo, una narración todo lo objetiva que nos ha sido posible acerca de las lógicas militares vividas en la Cataluña de la segunda mitad del siglo XVII y comienzos del XVIII y sus repercusiones políticas, además de sociales y económicas. El lector juzgará.

Desde 2005, sistemáticamente hemos llevado a cabo una labor intensa en los archivos mencionados, una tarea muy difícil de efectuar sin el concurso de los profesionales del sector a los que agradecemos sus desvelos. A unos más que a otros. Por otro lado, nuestro trabajo habría sido imposible sin el apoyo económico recibido a lo largo de los años. En concreto, querría dar las gracias al profesor Antoni Simon i Tarrés y a todos los/las compañeros/as que han participado en los siguientes proyectos de investigación de los que me he beneficiado: Identidades nacionales y construcciones políticas en los orígenes del estado moderno español (BHA 2003-03944) e Inventario, estudio y divulgación de la documentación privada en la Cataluña moderna (HUM 2007-60697) del Ministerio de Educación, y Manuscrits. Grupo de investigación de historia moderna. Identidades, cultura y pensamiento político en el proceso de construcción nacional catalán (SGR 2005-00960 y SGR 2009-0808) de la Generalitat de Cataluña. Asimismo, estamos disfrutado en la actualidad de la ayuda que como investigador principal nos fue concedida en 2011 por el Ministerio de Ciencia e Innovación: Fronteras, guerra e identidades. La formación de identidades y contraidentidades en la Cataluña moderna y la creación de una nueva frontera (HAR 2011-24426). Muchas gracias.

Quisiera dar las gracias también a mi editor y demás responsables, y al equipo técnico en su totalidad, de Editorial EDAF por la excelente acogida que ha tenido mi libro entre ellos.

Y, como siempre, un recuerdo especial para Maria Ribas Prats, quien sigue consiguiendo día a día que todo sea más fácil.