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“El sufrimiento es necesario hasta que te das cuenta de que es innecesario”.
(Eckhart Tolle)
El crecimiento personal es paradójico porque el ser humano también lo es. Somos debilidad y fortaleza, somos resignación y anhelo, somos muerte y vida, somos un “yo” y algo infinitamente más que el yo…
Precisamente por eso, debido a esa misma paradoja, el crecimiento personal requiere del concurso armonioso de la psicología y de la espiritualidad, ya que se trata de un trabajo, simultáneo, de integración y trascendencia del yo: necesitamos sanear y unificar el yo para poder reconocer que nuestra identidad no se circunscribe a él, sino que lo trasciende por completo.
Es muy difícil que un yo desestructurado pueda ser trascendido1. Toda la energía se necesita para tratar de apuntalarlo o sostenerlo. En este sentido, cabe decir que un yo psicológicamente frágil, al percibirse vulnerable, tenderá a protegerse por medio de variados mecanismos de defensa, en una búsqueda desesperada de supervivencia, con el menor malestar posible.
Por otro lado, sin embargo, un yo instalado en compensaciones o gratificaciones que le permiten disfrutar de un bienestar sensible tiene igualmente muy difícil el proceso de crecimiento, aunque sea por motivos distintos. Como le gustaba repetir al maestro Ajahn Chah, “las personas que son felices no desarrollan la sabiduría. Están dormidas”2. En este caso, el yo se ha estancado en su propio fortalecimiento, guarecido en su caparazón narcisista, girando sobre sí mismo y recurriendo a los mecanismos de la identificación y de la apropiación, a través de los cuales consigue una cierta sensación de consistencia.
Esa sensación es falsa, por el hecho mismo de que el yo es cualquier cosa menos consistente, por más que apele incluso a la religión buscando perpetuarse. Con todo, no es infrecuente que la persona llegue a establecerse en el autoengaño y la ignorancia, perdida en actividades o en la búsqueda de sensaciones que la hagan sentirse viva.
Sin embargo, parece que hay algo que puede ignorarse, olvidarse, ocultarse, pero no suprimirse: me refiero al Anhelo profundo que, como dinamismo interno, habita al ser humano, provocando sensaciones, a veces de insatisfacción, a veces de fuerza.
Se trata de un anhelo que empuja hacia un crecimiento que no conoce final. En condiciones adecuadas, la persona se ve interiormente dinamizada en un camino de superación. Pero cuando desoye reiteradamente esa voz, es probable que experimente una sensación de insatisfacción, que puede alcanzar el vacío y el sinsentido existencial.
El ser humano se encuentra, por tanto, tironeado entre las exigencias narcisistas del yo y el dinamismo de un anhelo que no puede negar. Las reacciones concretas serán tantas como las personas. Pero no cabe duda de que con facilidad –como diría Mafalda– podemos ceder a lo urgente olvidando lo importante. Y es ahí cuando recurrimos, consciente o inconscientemente, a toda una batería de recursos –mecanismos compensatorios– que nos permiten apagar la voz del anhelo e instalarnos definitivamente en el reino del yo.
¿Definitivamente? Da la impresión de que, para evitar que así sea, el anhelo toma la forma de crisis y, con esta aliada, busca reconducirnos al camino del despertar.
Porque, en realidad, este es el “gran aprendizaje” que tenemos que hacer en la vida: reconocernos en quienes somos. Ello requiere pasar del yo a Eso que lo observa, y que no puede ser observado (por lo que tampoco puede ser nombrado con propiedad).
Para dar ese paso, la Vida no cejará en su empeño, y nos irá brindando todo lo que podamos necesitar para lograrlo. Esto significa que todo lo que la vida nos depare, haremos bien en verlo como una oportunidad para aprender (crecer), aprovechándolo como tal.
Cuando adoptamos esta perspectiva, apoyados en la motivación que constituye el propio anhelo –llegar a ser y conocer quienes realmente somos–, todo se ve modificado. Y nos disponemos a acoger todo lo que nos ocurra como un regalo que tiene algo que enseñarnos.
No se trata de “justificar” todo, ni de buscar un “motivo oculto” detrás de cualquier acontecimiento. Un accidente puede ser solo un accidente, y una enfermedad, el resultado de una predisposición genética. Las lecturas “en clave kármica” terminan siendo, con frecuencia, culpabilizadoras. Nuestros antepasados consideraban la enfermedad y la desgracia como castigo de los dioses debido a algún pecado. En ciertos círculos de la Nueva Era, se suelen leer como consecuencia de lo que la persona ha vivido, mientras que en ámbitos psicológicos se atribuyen a conflictos psíquicos no resueltos. Dando por descontada la unidad de la persona, en la que lo somático, lo psíquico y lo espiritual repercuten mutuamente entre sí, me parece, sin embargo, que lecturas de tipo “determinista” están fuera de lugar, por “reduccionistas”: parece claro que los acontecimientos, por simples que parezcan, suelen tener un origen multifactorial. No obstante, lo que siempre queda en pie es la actitud con la que afrontar lo que ocurra. Una vez que ha sucedido –la enfermedad, el accidente, el conflicto…, la crisis–, ¿qué hacer? Y aquí es donde ocupa un lugar fundamental la actitud. Más adelante, nos detendremos en las posibles trampas que pueden acecharnos. Por ahora, quiero únicamente subrayar que la sabiduría nos invita a recibir todo lo que nos acontezca, como una oportunidad, un “huésped” que, más allá de sus apariencias, nos trae un regalo.
Es esta una actitud que nos hace vivir en novedad permanente y en gratitud. Se destierra finalmente la queja –y el devastador victimismo– y, como dijera Rumi, recibimos todo como un “huésped honorable”. Porque, para quien ha adoptado esta actitud, lo que viene, conviene.
Quiero transcribir el poema completo de Rumi, junto con otro, igualmente sabio, de Antonio Colinas que, despertando “ecos” en nuestro interior, pueden ayudarnos a moldear una actitud adecuada ante lo que nos ocurra.
“El ser humano es una casa de huéspedes.
Cada mañana un nuevo recién llegado.
Una alegría, una tristeza, una maldad,
que viene como un visitante inesperado.
¡Dales la bienvenida y recibe a todos!
Aun si son un coro de penurias que vacían tu casa violentamente.
Trata a cada huésped honorablemente,
él puede estar creándote el espacio para una nueva delicia.
El pensamiento oscuro, la vergüenza, la malicia,
recíbelos en la puerta sonriendo
e invítalos a entrar.
Agradece a quien quiera que venga,
porque cada uno ha sido enviado
como un guía del más allá”.
♦ ♦ ♦
LA VISITA DEL MAL3
Hoy hemos recibido la visita del mal,
pero hemos decidido acogerlo
como a huésped fecundo.
Llegó el mal de repente, como cepo o veneno,
y le hemos abierto
de par en par la puerta de la casa.
Como siempre, el mal
viene ciego, desnudo, sin razón,
y aunque perros y gatos han salido huyendo,
conservamos la calma plenamente
y lo hemos conducido hasta el jardín.
Allí, el dulce día, el sol tan fuerte,
abrasaban las llagas y pesares,
resecaban la sangre en las heridas,
borraban el espeso hedor del aire.
Nos ha llegado el mal como un cuchillo airado
en sótanos de sombra,
mas casa y corazón están abiertos.
Una vez más tuvimos que poner
amor donde el amor no se encontraba.
Y no hay mordaza, dardo, aguja, hiel
que no pueda fundir la hoguera musical
que, de monte a monte, hoy propaga el otoño.
He entrado unos momentos en la casa
para sacarle el pan y la bebida
al huésped iracundo.
Quise alegrarle el corazón, poner
un poco de calor en su cara de hielo.
Con sosegada paz volví al jardín
para abrazar el mal, pero no pude,
pues lo encontré caído y moribundo
de luz y de silencio entre la hierba.
Hoy hemos recibido la visita del mal,
mas pronto hemos tenido que enterrarlo
debajo del naranjo y de su aroma,
donde zumban las abejas.
A solas nos tuvimos que beber
el vino que sacamos para el huésped,
el dulce vino del más hondo olvido.
Como tendremos ocasión de ver, esto no es resignación ni fatalismo, sino todo lo contrario: confianza en la sabiduría de la Vida, a la que nos entregamos. Es solo entonces, al rendirte a lo que es, cuando se te regala la comprensión y la fuerza.
Pero la rendición no se suele conseguir a la primera. Antes de rendirnos, protestamos, nos rebelamos, nos rebotamos… Con frecuencia, son los “golpes” reiterados los que nos van “ablandando”; y es la impotencia experimentada en la crisis la que nos lleva a “entregarnos” a lo que es.
Pero rendición no significa dimisión: harás todo lo que tengas que hacer; tampoco significa “justificar” nada. Rendición es aceptación de lo que en este momento es –de ahí llegará la acción adecuada–, reconociendo que la Vida es infinitamente más sabia que tu pequeña mente.
Por el contrario, lo opuesto a la rendición, la resistencia solo crea rigidez y sufrimiento. Cuando te rindes a lo que es, vienes al presente y creas un amplio espacio interior, que es lucidez, libertad, paz inalterable y ecuanimidad.
La inteligencia espiritual ha sabido esto desde siempre, aunque luego algunas lecturas religiosas lo hayan deformado. Me refiero a la idea de la providencia –no entendida ya de un modo mágico, sino transpersonal–, tal como se plasma por ejemplo en las palabras de Pablo: “Todas las cosas ocurren para bien de los que aman a Dios” (Rom 8,28). (Más allá de los límites de la religión, la expresión “los que aman a Dios” hay que entenderla refiriéndose a quienes están dispuestos a desidentificarse de su yo, a quienes viven desde el Anhelo profundo, a quienes aman la Verdad de Lo que es).
Decía que, cuando no le queda otro camino, el anhelo (la vida) se disfraza de crisis, buscando sacarnos de la provisionalidad en la que nos habíamos instalado como si fuera nuestra meta definitiva.
En efecto, si algo tienen en común todas las crisis –cualquiera que sea el aspecto afectado– es el hecho de que el yo se ve debilitado. Es él quien realmente se siente cuestionado y revuelto cuando tiene un contratiempo en sus bienes, en su salud, en sus afectos, en sus proyectos, en su imagen…
Al entrar en crisis, caen las “certezas” anteriores, se hace presente un oleaje emocional más o menos intenso… y se producen reacciones que, en un primer momento, serán un reflejo de la historia psicológica del sujeto. Poco a poco, si la persona no huye, se empieza a percibir la extrema fragilidad y vulnerabilidad del propio yo.
Se trata de un momento crucial, que puede decidir el futuro de quien se halla en esa situación. Si la ve como “oportunidad” y pone los medios adecuados, saldrá de ella fortalecido y, lo que es más importante, con una consciencia más clara de su propia identidad.
Al debilitar el yo, la crisis nos permite ver su inconsistencia. Se trata de aprovechar ahora ese impacto, para tomar distancia de él, y aprender a descansar en la nueva identidad que se empieza a percibir.
En el momento mismo en que descubro que no soy la mente, empiezo a ser dueño de ella. Y a partir de ahí, bastará un toque de atención para no reducirme nunca más a ella ni a sus contenidos (pensamientos, sentimientos, emociones, reacciones…). Si hasta ese momento era la mente la que gobernaba mi vida, sin ni siquiera darme cuenta, a partir de los mensajes y hábitos con los que había crecido, ahora he descubierto y experimentado mi libertad frente a ella, desde la emergencia de la nueva identidad que se me ha regalado: Eso que la observa.
Indudablemente, la inercia mental sigue siendo fuerte. Por eso habrá que poner todo el cuidado en no perder ya esa distancia con respecto a ella, o lo que es lo mismo, aprender a anclarse en la nueva Identidad descubierta, que tiene color de Misterio y sabor de ecuanimidad. Porque, si bien es cierto que no se puede pensar –es infinitamente más grande que el pensamiento–, no lo es menos que se puede vivir y permanecer en ella, en ese no-saber plenamente sabio.
Una vez experimentado, se trata ahora de un ejercicio constante de adiestramiento para no dejarse encerrar de nuevo en la identidad egoica…, sino salir de ella en cuanto detectamos el encierro. El objetivo que buscamos no es “sentirnos bien”, sino permanecer en contacto con quienes realmente somos. Todo lo demás se nos irá dando…
Para la persona que permanece anclada en su verdadera identidad –tendremos ocasión de volver sobre ello a lo largo de todas estas páginas–, todo está bien. Permanece ecuánime e inalterable en toda circunstancia, no por un esfuerzo especial, sino porque se halla en un “territorio” donde no cabe la alteración.
Desde ese “lugar”, se descubren dos cosas: que uno solo puede vivirse como “cauce” a través del cual todo fluye –ya no existe un yo protagónico–, y que esa identidad es “compartida” (no-dual): nadie ni nada quedan fuera de ella.
Quien ve esto, ha salido del sueño mental, ha dejado de lado las obsesiones del yo; ha despertado.
Pero, para llegar aquí, normalmente el yo ha tenido que “debilitarse”, verse frágil y vulnerable. Porque el paso de un nivel de consciencia al otro –del mental al transpersonal– es una “muerte”. De nuevo la paradoja: no podemos nacer a quienes somos sin “morir” a lo que creíamos ser.
Como nadie quiere la propia muerte –ni siquiera, o mucho menos, el yo–, es comprensible que aparezcan numerosas y poderosas resistencias, algunas de ellas muy rebuscadas: son estratagemas del yo para no desaparecer.
Por eso, en esta etapa, se necesita mucha lucidez y fuerte motivación. Para empezar, es importante no olvidar que se trata de una muerte, la muerte de la identificación con aquello que creíamos ser: no hay ascesis mayor. Cuando el yo grita por sus “derechos” –sobre todo cuando, en medio de la crisis, se siente devaluado, despreciado, utilizado…–, es necesario saber “acompañarlo”, con amor compasivo, en ese proceso de muerte: el hecho mismo de favorecer un sentimiento amoroso hacia él hará que la capacidad de amar se despliegue en nosotros. Desde esa actitud amorosa, hay que comprender sus gritos, pero sabiendo que no contienen la verdad; con mucho respeto, pero con firmeza: ese yo que grita y exige… necesita y merece mi cuidado, pero… no soy yo.
Ser conscientes de ello nos permitirá mostrarnos pacientes con el proceso y con nosotros mismos, aceptar mejor las dificultades y resistencias que conlleva, y asumir el dolor y la desesperación que toda muerte implica.
Ese es el significado del coránico “morir antes de morir”: dejar todo aquello (material o inmaterial) a lo que estás apegado. El desapego siempre cuesta y duele; puede llevar aparejadas, inicialmente, sensaciones de pérdida, tristeza, apatía…, que serán más o menos intensas según haya sido la historia psicológica de la persona, fundamentalmente sus primeras experiencias afectivas. Es bueno saberlo y aceptar el “duelo” que el desapego suponga.
En ese desapego –en realidad, siempre que el yo se ve amenazado en lo que cree que es bueno para él: cuando se ve frustrado en lo que posee, en lo que ama, en aquello a lo que, quizás sin ser consciente, estaba aferrado–, aparecerán sensaciones desagradables, cuando no angustiantes y amargas…
Pues bien, desde el propio yo no hay salida definitiva. Se podrá trabajar en la reeducación, en el ajuste de sus propias “creencias irracionales”, como propone la escuela cognitivo-conductual… Pero la liberación únicamente se produce cuando es posible la desidentificación del propio yo. Al deshacerse esa identificación –ha “caído” el yo, queda Consciencia–, la persona puede decir: ahí está la sensación desagradable, no la niego ni la reprimo, pero yo no soy ella, la puedo observar y no me afecta en quien realmente soy.
Dicho de otro modo: la muerte del yo solo es posible cuando y porque la persona ya se ha desidentificado de él, es decir, vive en la nueva identidad que lo trasciende. Morimos a lo menos porque hemos experimentado lo más. Ocurrió algo similar –como proceso– cuando, en nuestra infancia, abandonamos la “identidad corporal” porque había emergido la “identidad mental”.
No se trata, por tanto –y una vez más–, de voluntarismo, sino de comprensión, es decir de sabiduría, que nos ha hecho descubrir y reconocernos en nuestra identidad profunda. Desde ella, el yo –la mente, como antes el cuerpo– es visto como un “objeto” que tenemos, pero que no somos. Y la propia muerte es trascendida, porque –en línea con el hadid islámico: “muere antes de morir”–, el que muere antes de morir, cuando le llegue la muerte, ya no morirá.
Como resultado de este proceso, aprendemos también algo que para el yo era imposible asumir: el problema no está en la situación (muchas veces no es a ella a la que tengo que modificar, aunque es evidente que, en otros casos, se impondrá el compromiso por hacerlo), sino en la identificación con mi yo.
El yo se resiste a aceptar que su malestar no sea por culpa de los otros, del mismo modo que rechaza que todo lo que le crispa esté en sí mismo (como su sombra) antes que en los demás4. Cuando se siente mal, necesita alguien a quien culpar. ¡Es tan fácil y tan gratificante para el yo caer en el victimismo, “imaginando” circunstancias en torno a lo sucedido…!
Un victimismo que se expresa en la forma de: “¿por qué me han hecho esto a mí?”. La pregunta –¿por qué?– es la misma que repetíamos en la infancia cada vez que nos atenazaba un sufrimiento emocional que no entendíamos: ¿por qué?, ¿por qué?… En aquel entonces nos quedamos sin respuesta, por lo que la pregunta siguió viva… hasta hoy.
Pero la insistencia en el “a mí” es obra del ego, al que alimenta y fortalece, aunque en realidad termina conduciendo al abismo del hundimiento. Frente a esa importancia que el ego se atribuye (¡a mí!), sería bueno aplicar la “regla número seis”. Wayne Dyer lo cuenta de este modo:
“Dos primeros ministros están en una habitación discutiendo problemas de Estado. De repente irrumpe un hombre, casi apoplético de furia, y se pone a gritar, a dar patadas y puñetazos en la mesa. El primer ministro del país anfitrión le dice: «Peter, haz el favor de recordar la regla número seis», con lo cual Peter recobra la calma, pide disculpas y se retira. Los políticos reanudan la conversación, pero tras veinte minutos los vuelven a interrumpir, en esta ocasión una mujer histérica, con los pelos de punta, que no para de gesticular. El primer ministro le dice: «Por favor, Marie; recuerda la regla número seis». Vuelve a reinar la calma y la mujer se retira, pidiendo excusas con una inclinación de cabeza. La tercera vez que se repite la escena, el primer ministro que está de visita en el país le plantea lo siguiente a su colega: «Amigo mío, he visto muchas cosas en mi vida, pero nada tan extraordinario como esto. ¿Le importaría compartir conmigo el secreto de la regla número seis?». «Muy sencillo», contesta el primer ministro del país anfitrión. «La regla número seis es: ‘No seas idiota; no te tomes tan en serio’». «Ah, una regla excelente», dice el otro político. «¿Y puedo preguntarle cuáles son las demás reglas?». «No existen»”5.
La puesta en práctica de esta regla requiere, simultáneamente, cortar cualquier funcionamiento imaginario, venir aquí y ahora y observar al ego en acción, tomando distancia de él… hasta que uno pueda alegrarse de verlo disminuir, porque eso es señal de que estamos aprendiendo la lección y que estamos creciendo en nuestra verdadera identidad. Esta no solo no se ve afectada por lo que le ocurre al ego, sino que se fortalece gracias a ello: los problemas del ego nos ofrecen una oportunidad valiosa para ejercitarnos en la “gimnasia” de desidentificarnos de él y, como consecuencia, crecer en la consciencia de quienes somos realmente.
Pero –otra vez la paradoja– facilitaremos la “disminución” del yo y nuestra consiguiente desidentificación, ejercitando un sentimiento de amabilidad afectuosa y de compasión hacia él, particularmente en los inicios de todo este proceso. De otro modo, es probable que el yo herido tienda a invadir y contaminar toda nuestra realidad. Por el contrario, ejercitar la compasión hacia el yo que sufre y acogerlo con ternura, nos aportará calma, lucidez y capacidad para trascenderlo (sin rechazarlo)6.
Quizás se refería a esto el maestro Karlfried Dürckheim cuando afirmaba que “solo en la medida en que el ser humano se expone a sí mismo una y otra vez a la aniquilación puede surgir dentro de él lo que es indestructible. En esto consiste la dignidad de atreverse”7. Porque parece ser cierto que, como repetía Ram Dass, “nunca estamos más cerca de la luz que cuando la oscuridad es más espesa”.
Indudablemente, cuando el yo se debilita, contamos con una estupenda oportunidad para trascenderlo, reconociendo nuestra identidad más profunda. Pero todavía necesitamos seguir centrando nuestra atención en la crisis, porque el yo se debilita precisamente cuando caen sus “seguridades”: la salud, el dinero, el amor…
1 . “Tienes que ser alguien antes de que puedas ser nadie” (Jack Engler): cit. en B. RODRÍGUEZ BARA – A. FERNÁNDEZ LIRIA, Terapia narrativa basada en atención plena para la depresión, Desclée De Brouwer, Bilbao 2012, p. 59.
2 . AJAHN CHAH, Todo llega, todo pasa. Enseñanzas sobre la cesación del sufrimiento, Oniro, Barcelona 2006, p. 91.
3 . A. COLINAS, Libro de la mansedumbre, Tusquets, Barcelona 1997, pp. 19-20.
4 . Sobre el tema de la sombra y el mecanismo de la proyección, E. MARTÍNEZ LOZANO, Nuestra cara oculta. Integración de la sombra y unificación personal, Narcea, Madrid 32012.
5 . W. DYER, El poder de la intención, Debolsillo, Barcelona 2009, p. 224.
6 . En este punto, me gustaría hacer una doble aclaración. Por una parte, el error o la ignorancia básica no consiste en afirmar el yo (una realidad objetivamente buena y positiva), sino en identificarnos y reducirnos a él; por otra, el término “compasión”, empleado aquí, no tiene nada que ver con el victimismo, sino que significa la capacidad de poner amor donde hay dolor. Volveré sobre esto más adelante.
7 . Citado en J. KORNFIELD, Obstáculos y vicisitudes en la práctica espiritual, en S. y C. GROF (eds.), El poder curativo de las crisis, Kairós, Barcelona 1993, p. 171.