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El apego y el cambio |
[...] el papel del terapeuta es análogo al de una madre que ofrece a su hijo una base segura desde la que podrá explorar el mundo.
John Bowlby (1988, p. 140)
En el mundo según Bowlby, el centro de nuestra vida, de la cuna a la tumba, está en los íntimos apegos. Aunque son sobre todo los primeros vínculos los que determinan nuestra actitud hacia tales apegos, también somos maleables. Si nuestros primeros vínculos han sido problemáticos, las relaciones posteriores pueden ofrecernos otra oportunidad, y quizá el potencial de amar, sentir y reflexionar con la libertad que surge de un apego seguro. La psicoterapia aporta, idealmente, ese vínculo curativo.
La teoría del apego no dice exactamente qué debemos hacer, como terapeutas, para propiciar que los pacientes superen los límites impuestos por su historia personal. Pero las investigaciones en curso, inspiradas por las ideas iniciales de Bowlby, tienen un enorme valor clínico y nos muestran cada vez con mayor claridad el desarrollo del yo en un contexto relacional.
Con el fin de aprovechar la fuerza de esta investigación, he identificado tres hallazgos que parecen tener consecuencias profundas y fértiles para la psicoterapia: primero, que los vínculos de apego establecidos por las dos partes son el contexto clave para el desarrollo; segundo, que la experiencia preverbal constituye el núcleo del yo en desarrollo; y tercero, que la postura del yo respecto de la experiencia predice mejor la seguridad del apego que los propios hechos de la historia personal.
Para extraer las consecuencias clínicas de tales conclusiones básicas recurro, por supuesto, a la bibliografía del apego. Pero también voy más allá, y no sólo echo mano de la teoría intersubjetiva y relacional sino también de la neurociencia afectiva –lo que Allan Schore (2004) denomina «la neurobiología del apego»–, la ciencia cognitiva, los estudios sobre el trauma y las exploraciones de la conciencia. En el presente capítulo se analizan los tres hallazgos esenciales relacionados con la centralidad de los vínculos de apego, la experiencia verbal y la función reflexiva en lo tocante al desarrollo. Y se sintetizan las conclusiones clínicas en un modelo de psicoterapia que conlleva la transformación del yo a través del vínculo. Mi objetivo es trasmitir el enfoque terapéutico emocional –la filosofía clínica basada en el análisis de las investigaciones, la teoría y la experiencia personal– que subyace a los diversos métodos que sigo para ayudar a mis pacientes.
Como explicaré más adelante, el modelo psicoterapéutico propuesto, concebido como transformación a través del vínculo, describe una trayectoria paralela al desarrollo de la historia de la teoría del apego en sí. Bowlby (1969/1982) partió del reconocimiento de que el apego es un imperativo biológico que tiene sus orígenes en la necesidad evolutiva: el vínculo de apego con el cuidador o los cuidadores es de vital importancia para la supervivencia y el desarrollo físico y emocional del bebé. Dada la necesidad de apego, el bebé debe adaptarse al cuidador y excluir defensivamente cualquier conducta que amenace el vínculo de apego. Las investigaciones de Mary Ainsworth (Ainsworth, Blehar, Waters y Wall, 1978) pusieron de manifiesto que lo que determina la seguridad o inseguridad del bebé –y su actitud ante sus propios sentimientos– es la calidad de la comunicación no verbal en el vínculo de apego. Los trabajos de Mary Main (Main, Kaplan y Cassidy, 1985) arrojaron luz sobre la manera en la que esas interacciones no verbales tempranas, de origen biológico, se registran en el bebé como representaciones mentales y normas para procesar la información e influyen, a su vez, en el grado de libertad con el que después el niño, el adolescente y el adulto es capaz de pensar, sentir, recordar y actuar. Por último, Main (1991) y Peter Fonagy (Fonagy, Steele y Steele, 1991a) recalcaron la importancia fundamental de la postura del yo en relación con su propia experiencia. Demostraron que la seguridad del apego, la resiliencia y la capacidad de infundir seguridad en los hijos guardan relación con la aptitud del individuo para adoptar una postura reflexiva ante la experiencia. Así, desde Bowlby hasta Ainsworth, Main y Fonagy, el proceso narrativo de la teoría del apego se ha centrado en los vínculos íntimos, el ámbito no verbal y la relación del yo con la experiencia.
Estos tres temas organizan el modelo de la terapia como transformación mediante el vínculo. Según dicho modelo, el vínculo de apego del paciente con el terapeuta es fundacional y primario. Ofrece una base segura que facilita la exploración, el desarrollo y el cambio. Tal sensación de seguridad surge de la eficacia del terapeuta para contribuir a que el paciente tolere, module y comunique sentimientos difíciles. En virtud de la seguridad generada por esas interacciones reguladoras del afecto, el vínculo terapéutico puede ofrecer un contexto para acceder a experiencias negadas o disociadas dentro del paciente que no han sido –y que quizá no pueden ser– puestas en palabras. El vínculo es también un contexto dentro del cual el terapeuta y el paciente, habiendo hecho sitio para esas experiencias, pueden intentar interpretarlas. El acceso a los sentimientos, pensamientos e impulsos disociados y no verbalizados, el intento de expresarlos y reflexionar sobre ellos, fortalece la «competencia narrativa» del paciente (Holmes, 1996) y contribuye a orientar en una dirección más reflexiva su actitud ante la experiencia. En términos generales, el proceso relacional/emocional/reflexivo que está en el núcleo de toda terapia centrada en el apego facilita la integración de la experiencia negada y fomenta en el paciente un sentido del yo más coherente y seguro.
Vínculos transformadores
Así como el vínculo inicial de apego permitía el desarrollo del niño, es en última instancia el nuevo vínculo de apego con el terapeuta el que propicia el cambio en el paciente. Parafraseando a Bowlby (1988), ese vínculo ofrece una base segura para que el paciente se arriesgue a sentir lo que supuestamente no debe sentir y a saber lo que supuestamente no debe saber. En ese punto el papel del terapeuta consiste en contribuir a que el paciente desmonte los modelos de apego del pasado y construya otros nuevos para el presente. Como hemos visto, los modelos adoptados en nuestros primeros vínculos se reflejan después no sólo en nuestra manera de relacionarnos con los demás sino en nuestros hábitos a la hora de sentir y pensar. De la misma manera, el vínculo del paciente con el terapeuta tiene el potencial de generar nuevos modelos de regulación afectiva y de pensamiento, así como de apego. Dicho de otro modo, el vínculo terapéutico es un crisol del desarrollo, dentro del cual puede transformarse de manera radical el vínculo del paciente con su propia realidad interna y externa.
Lo sabido impensado
Dadas las raíces prelingüísticas de los modelos iniciales de apego del paciente, y las negaciones y disociaciones que exigen dichos modelos, el terapeuta debe sintonizar con las expresiones no verbales de la experiencia para las que el paciente todavía carece de palabras. Es decir, el terapeuta tiene que encontrar la manera de conectar con lo que Christopher Bollas (1987) ha denominado lo «sabido impensado» del paciente. Para comprender el subtexto inexpresado (o impensable) de la conversación terapéutica se requiere lo que varios escritores (Bateson, 1979; Bion, 1959) han denominado «visión binocular» del clínico, que atiende tanto a la subjetividad del paciente como a la del terapeuta. Tal razonamiento se basa en el supuesto de que el paciente que no puede (o no quiere) expresar su propia experiencia disociada o negada la evoca en los demás, la representa con los demás o la corporiza. La consecuencia clínica es que el terapeuta debe prestar especial atención a su propia experiencia subjetiva, a las representaciones de la transferencia y contratransferencia creadas por el paciente y el terapeuta, y al lenguaje no verbal de la emoción y el cuerpo, porque todas ésas son rutas para alcanzar y finalmente integrar lo que el paciente ha tenido que negar o rechazar.
La postura hacia la experiencia: representación, reflexión y atención
Junto con el énfasis en la centralidad de la experiencia relacional y no verbal, el estudio del apego pone de relieve la importancia de la función reflexiva y de la metacognición. En términos más generales, ese estudio revela el impacto decisivo de la postura del yo ante su propia experiencia.
El apego seguro se asocia claramente con una actitud reflexiva ante la experiencia. En la descripción de Main (1991), dicha postura se fundamenta en la capacidad metacognitiva de reconocer la «naturaleza meramente representativa» de nuestros propios sentimientos y creencias (p. 128). Desde tal perspectiva podemos distanciarnos de la «realidad» inmediata de la experiencia y reaccionar en función de los estados mentales subyacentes; en la terminología de Fonagy, podemos «mentalizar». Si disponemos de una mayor libertad para mentalizar, es menos probable que nos veamos ineludiblemente atrapados por los reflejos emocionales establecidos en el transcurso de nuestros primeros vínculos. Como han revelado las investigaciones basadas en la Entrevista de Apego Adulto de Main, la postura reflexiva difiere totalmente de la que adoptan los individuos inseguros que tienden a minimizar y a negar el impacto (en el estado de ánimo negador) o a sentirse abrumados por él (en el estado anímico preocupado). Por lo general, cuanto más podamos movilizar la postura reflexiva, más resilientes seremos y menos nos costará infundir seguridad en nuestros hijos.
Del mismo modo, para infundir seguridad en los pacientes debemos cultivar personalmente esa capacidad de reflexionar con profundidad psicológica. Y, por supuesto, debemos alimentarla en quienes recurren a nosotros en busca de ayuda. En nuestra labor terapéutica, el afán de fomentar o desinhibir las aptitudes mentalizadoras de nuestros pacientes forma parte esencial de la ayuda que prestamos. Al posibilitar que los pacientes mentalicen, fortalecemos su capacidad de regular sus afectos, de integrar experiencias que han sido disociadas y de tener un sentido más sólido y coherente del yo.
Más allá de la capacidad de adoptar una postura reflexiva ante la experiencia interna y externa, a mi modo de ver existe el potencial de asumir una actitud más «profunda» y, en algunos aspectos, más cercana de nuestro centro subjetivo. Me refiero a la postura que conlleva una atención deliberadamente acrítica de la experiencia en el momento presente: es decir, una postura de «atención plena» (Germer, Siegel y Fulton, 2005; Kabat-Zinn, 2005). Aunque la atención plena no forma parte del vocabulario del apego, ese constructo de la psicología budista parece una consecuencia natural de la teoría y la investigación del apego. Según me comentó Phillip Shaver, coeditor del Handbook of attachment, mientras preparaba una presentación científica para el Dalai Lama, tuvo ocasión de leer casi una docena de libros sobre budismo. Para su sorpresa, descubrió que la psicología implícita en esa doctrina no sólo es coherente con la psicología de la teoría del apego sino que en muchos sentidos es prácticamente idéntica (Shaver, comunicación personal, 2005).
Para aclarar qué significa una actitud de atención plena, imaginemos cuatro anillos concéntricos, donde cada uno representa un elemento que contribuye a la experiencia de ser un «yo atento» a cada instante.
El anillo exterior representa la realidad externa. El mundo de la realidad externa incluye no sólo los acontecimientos que nos ocurren y las situaciones que creamos entre todos sino algo quizá más importante: las personas con las que nos relacionamos.
Avanzando hacia dentro hay un segundo anillo que simboliza el mundo relacional, esto es, los modelos mentales de la experiencia anterior que nos liberan de la necesidad de reinventar la rueda a cada momento. Esos modelos nos orientan, dan forma a nuestras interpretaciones del pasado y el presente y definen nuestras expectativas de futuro.
Dentro el segundo anillo hay un tercero que representa esa parte capaz de adoptar una actitud reflexiva ante la experiencia: en dos palabras, el «yo reflexivo». Aquí se entiende que nuestras representaciones, incluidos los modelos operativos internos, tamizan o filtran nuestra experiencia de la realidad exterior. No equiparamos el mundo subjetivo de las representaciones al mundo objetivo de la realidad externa ni negamos el impacto de la realidad externa en nuestra experiencia subjetiva. Con esa postura podemos reflexionar, consciente e inconscientemente, sobre el significado de nuestra experiencia en vez de limitarnos a interpretarla en un sentido literal. De ese modo adquirimos un importante grado de libertad interior.
La teorías del apego sólo se ocupan explícitamente de los elementos representados por esos primeros tres anillos: la realidad externa, el mundo representacional y el yo reflexivo. Considero, sin embargo, que el proceso narrativo de la teoría del apego describe una trayectoria que apunta como una flecha hacia un cuarto anillo dentro de los otros tres. El cuarto anillo representa lo que denomino el yo atento.
En términos un tanto crípticos, este yo es la respuesta a la pregunta: ¿Quién (o qué) reflexiona sobre la experiencia? Porque si una postura reflexiva supone una metacognición –pensar sobre el pensar–, lo natural es preguntarse quién es el que piensa los pensamientos sobre el pensar. El lector puede intentar, como hice yo, cerrar los ojos y hacerse esa pregunta. Mi respuesta (fruto de la experiencia) a la pregunta me sorprendió. Fue: «nadie». Al entroncar con un principio fundamental de la psicología budista, esta escurridiza idea refleja la paradoja de que el yo atento puede ser a la vez un yo seguro y una ausencia total de yo (personal), sólo conciencia (véase Goldstein y Kornfield, 1987; Kornfield, 1993; Engler, 2003).
Jeremy Holmes (1996), en sus elocuentes estudios sobre el apego, se topa con la misma paradoja cuando reconoce que toma prestado del budismo el término desapego para describir una «posición equidistante» que incluye la conciencia tanto de la amplitud como de la profundidad de la experiencia del yo, y del hecho de que el yo es «en última instancia una ficción» (p. 30).
Otra perspectiva sobre este asunto de la atención plena: así como la postura reflexiva ante la experiencia conlleva metacognición, una postura atenta supone metaconciencia: es decir, conciencia de la conciencia. Dicho de otro modo, el yo que reflexiona sobre la experiencia presta atención al contenido de la experiencia, mientras que el yo atento presta atención al proceso de la experimentación. Dicha atención plena ilumina el proceso mediante el cual se construye la experiencia (Engler, 2003).
Fonagy alude a la investigación y destaca el potencial clínico de la meditación de atención plena como complemento de la psicoterapia. Señala que «lo que podríamos denominar “mentalización” mejora con la práctica de la meditación» (Allen y Fonagy, 2002, p. 35). El planteamiento de Fonagy es sin duda correcto, pero la atención plena abarca mucho más que la meditación formal. Y la meditación no sustenta únicamente la mentalización.
El ejercicio regular de la consciencia plena presenta los mismos beneficios –autorregulación corporal y afectiva, comunicación en sintonía con los demás, perspicacia, empatía y otros efectos similares– que se asocian con las historias infantiles de apego seguro según las investigaciones desarrolladas hasta el momento (Siegel, 2005, 2006). Aunque tales efectos paralelos pueden obedecer a otras causas, sostengo que surgen del hecho de que tanto la atención plena como el apego seguro son susceptibles de generar –aunque por caminos muy diferentes– el mismo recurso psicológico inestimable: una base segura interiorizada.
Los vínculos de apego seguro en la infancia y la psicoterapia contribuyen a desarrollar esa presencia interna tranquilizadora porque nos ofrecen experiencias en las que se nos reconoce, se nos comprende y se nos cuida, experiencias que después podemos interiorizar. La práctica de la atención plena tiene el potencial de desarrollar una presencia interna asimismo tranquilizadora al ofrecernos experiencias (fugaces o continuas) del ser sin yo o universal que no es otra cosa que la conciencia. Tales experiencias suelen caracterizarse por profundas sensaciones de seguridad, aceptación y conexión, tanto con los demás como con uno mismo (Linda Graham, comunicación personal, 2006).
En el ámbito terapéutico, nuestra capacidad de alcanzar la atención plena puede ser un factor fundamental para ayudar a los pacientes. En primer lugar, y éste es posiblemente el aspecto más importante, una actitud atenta potencia la experiencia de estar firmemente instalado en el momento presente. El psicoanalista británico Wilfrid Bion (1970) capta ese estado de presencia abierta tan bien como cualquier filósofo budista cuando ensalza las ventajas de abordar al paciente «sin memoria, deseo o entendimiento» (pp. 51-52). Así, arraigados en el aquí y el ahora –antes que en el pasado recordado, en el futuro deseado o en las abstracciones teóricas–, somos menos proclives al desdén o a la preocupación. Una postura de atención plena nos permite estar mucho más presentes, abiertos y dispuestos a responder –como un padre solícito– a las necesidades del momento, a medida que surgen en nuestra interacción con el paciente. En segundo lugar, una postura atenta y centrada en el presente potencia la experiencia de estar dentro del cuerpo y sentirlo. La consiguiente adaptación a nuestras propias respuestas somáticas amplifica las señales que nos permiten sintonizar con las expresiones no verbales del estado interno del paciente. De esa manera, la atención plena tiene el potencial de afinar la empatía, así como la capacidad de conectar con la experiencia tácita y quizá disociada del paciente. En tercer lugar, la atención plena (como un estado de ánimo seguro con respecto al apego) fomenta una actitud de aceptación, una receptividad y una apertura no defensivas ante la experiencia tal como es, lo que puede ayudarnos a crear un espacio para toda la gama de sentimientos, pensamientos y deseos del paciente. De ese modo, la atención plena por parte del terapeuta puede propiciar un vínculo con el paciente de forma que se potencie el proceso de integración.
Tal integración puede ser no sólo un objetivo primario de la psicoterapia sino (como ya hemos indicado) una consecuencia tanto del apego seguro como de la práctica de la atención plena. La actitud de atención plena del terapeuta, uno de los elementos que confieren al vínculo terapéutico un carácter transformador, puede tener un efecto «contagioso» y suscitar en el paciente una experiencia de atención plena, al igual que las manifestaciones de la actitud reflexiva del terapeuta despiertan en el paciente una capacidad mentalizadora. Además, con algunos pacientes puede ser de utilidad para el terapeuta alentar la práctica formal de la meditación.
Confío en haber explicado con claridad que, desde la perspectiva de la investigación y la teoría del apego, el poder curativo de la psicoterapia proviene ante todo de la interacción terapéutica. El nuevo vínculo de apego que establece el paciente con el terapeuta puede funcionar como un crisol del desarrollo. En los próximos capítulos exploraré más a fondo los tres temas clave –el vínculo, la dimensión no verbal y la actitud del yo ante la experiencia– que orientan mi trabajo con cada paciente. Los capítulos de la primera parte, que resumen la historia de la investigación y la teoría del apego, constituyen el fundamento conceptual del libro. En la segunda parte se describe el efecto de los vínculos de apego en el yo en desarrollo. La tercera parte tiende los primeros puentes entre la teoría del apego y la práctica de la psicoterapia. En la cuarta parte se explican las consecuencias clínicas de la identificación del modelo o los modelos de apego que predominan en el paciente. En la quinta parte se describe en detalle la naturaleza de la labor terapéutica en el ámbito no verbal y se abordan los modos en que intentamos cultivar y suscitar en nuestros pacientes una actitud más reflexiva y atenta con respecto a la experiencia.