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Los fundamentos de la teoría del apego

Aunque se suele atribuir a Bowlby la paternidad de la teoría del apego, hay autores como Inge Bretherton (1995) que afirman que la teoría es obra de dos progenitores, pues la madre es Mary Ainsworth. Si bien se dice que Ainsworth comentó en más de una ocasión que «Bowlby hace la teoría» (Karen, 1994, p. 434), creo que infravaloraba su propia relevancia. Cuando le pregunté al hijo de Bowlby cómo calificaba su padre el papel de Ainsworth, sir Richard Bowlby respondió que, desde la perspectiva de su padre,

constituían un dúo dinámico. No era posible determinar quién hacía la teoría, de la misma manera que no se puede decir que este tramo forme parte de las escaleras y el de arriba no. La relación entre ambos fue una larga conversación. Sin Ainsworth mi padre habría sido una sombra [...] [...] [aunque] sin mi padre Ainsworth no habría sido nada. (R. Bowlby, comunicación personal, 2004).

John bowlby: proximidad, protección y separación

La principal aportación de Bowlby consistió en reconocer la necesidad evolutiva de apego en el niño con respecto a su cuidador, una necesidad de carácter biológico. Bowlby comprendía que el carácter primario del apego como sistema de motivación está arraigado en la necesidad absoluta del bebé de mantener la proximidad física al cuidador, no sólo para obtener seguridad emocional sino para lograr su supervivencia. En los entornos naturales a los que tuvieron que adaptarse nuestros ancestros humanos, una serie de depredadores y otras amenazas mortales hicieron sumamente improbable que un niño pequeño separado de las figuras protectoras pudiera sobrevivir varios minutos, y ya no digamos horas (Main, Hesse y Kaplan, 2005). Así pues, la evolución «diseñó» lo que Bowlby denominaba sistema conductual del apego con el fin de incrementar la probabilidad de supervivencia y el éxito reproductivo. Como tal, el sistema de apego es un componente de la programación genética humana tan importante como la alimentación y el apareamiento (Bowlby, 1969/1982).

Este conjunto de respuestas innatas e instintivas ante la amenaza y la inseguridad se manifiesta en tres tipos de conducta:

1. Búsqueda, seguimiento y mantenimiento de la proximidad a una figura de apego protectora –o a una escogida entre una pequeña jerarquía de figuras de apego–, que por lo general, aunque no siempre, es un familiar. Aunque podría parecer que cualquiera de las personas con las que el niño mas se relaciona (la madre, el padre u otro cuidador) tendría que ocupar la cúspide de la jerarquía de apego, este lugar predilecto suele reservarse para la madre, independientemente del grado de relación que mantenga su hijo con ella.1 Llorar, agarrarse, llamar a la(s) figura(s) de apego o reptar hasta ella(s) son actos que forman parte del repertorio biológicamente integrado para establecer la seguridad de la proximidad.

2. Uso de la figura de apego como «base segura» (en el sentido de la frase de Ainsworth) desde la que es posible explorar las circunstancias y experiencias no familiares (Ainsworth, 1963). Como ilustración del fenómeno de la base segura, pensemos en las conocidas observaciones de Margaret Mahler sobre los niños y bebés que se alejan por poco tiempo de la madre para volver a ella al cabo de unos instantes con el fin de «reabastecerse de combustible» antes de reanudar la exploración (Mahler, Pine y Bergman, 1975). Lo que Bowlby denominó sistema conductual exploratorio se relaciona íntimamente con el sistema de apego. Cuando el niño tiene a su alcance una figura de apego como base segura que le aporta protección y apoyo en caso necesario, suele sentirse libre para explorar. En cambio, cuando la figura de apego está temporalmente ausente, la exploración cesa de forma abrupta.

3. Búsqueda de una figura de apego como «refugio» en situaciones de peligro y momentos de alarma. En común con otros primates que habitan en el suelo pero a diferencia de muchas otras especies, los seres humanos que se ven amenazados no buscan la seguridad en un lugar (como una madriguera o guarida) sino en la compañía de una persona considerada como «más fuerte y/o más sabia» (Bowlby, 1988, p. 121). Las amenazas internas y externas para la supervivencia del niño, «los indicios naturales de peligro» (p. ej., la oscuridad, los ruidos fuertes y los entornos desconocidos), así como la separación actual o inminente de la madre, pueden suscitar la búsqueda de la proximidad, el signo distintivo de la conducta de apego.

Si bien la proximidad física era el «objetivo» del apego cuando Bowlby empezó a desarrollar su teoría, desde entonces se ha elaborado y refinado esta idea. Bowlby empezó a percatarse de que la proximidad física, un aspecto en sí crucial, es también un símbolo de la reconfortante disponibilidad del cuidador. Desde esta perspectiva, la finalidad de la conducta de apego no es sólo la protección del peligro presente sino la tranquilidad asociada a la continua disponibilidad del cuidador. Y dado que el cuidador podría estar al mismo tiempo físicamente accesible y ausente en el plano emocional, Bowlby definió la «disponibilidad» de la figura de apego como una cuestión no sólo de accesibilidad sino también de receptividad emocional.

A esta concepción más amplia añadió la dimensión específicamente interna del apego, al afirmar que el factor crucial era la valoración que hacía el niño acerca de la disponibilidad del cuidador, una valoración que en el presente dependía en gran medida de la experiencia que hubiera tenido el niño en cuanto a la disponibilidad del cuidador en el pasado (Bowlby, 1973). En la misma línea, Sroufe y Waters (1977a) sostienen que el objetivo primordial del sistema de apego no es la regulación de la distancia sino la «seguridad sentida», un estado subjetivo que no depende sólo de la conducta del cuidador sino también de la experiencia interna del niño, en la que se incluyen su propio estado de ánimo, su condición física, sus imaginaciones, etc.

Téngase en cuenta que, aunque Bowlby se centró inicialmente en la conducta de los niños pequeños, llegó a considerar que las manifestaciones de la necesidad biológica de apego son significativas a lo largo de toda la vida. Esta creencia se ve corroborada con los datos estadísticos y la experiencia cotidiana. Los datos actuariales demuestran que los individuos que viven en pareja y/o tienen amigos íntimos viven más tiempo que aquellos que están aislados, al igual que los datos de la experiencia casi universal confirman que en momentos de amenaza –pensemos en el 11-S de 2001– tendemos la mano a las personas de nuestro entorno más cercano. Cuanto más extrema es la amenaza, más fuerte es el deseo de conexión, a menudo a través de la proximidad del contacto corporal. Esa cercanía física, esencial para la supervivencia del niño pequeño, se puede sentir como una necesidad emocional en los años posteriores de la infancia y en la edad adulta.

A lo largo de la vida tendemos a observar las circunstancias físicas y emocionales –la accesibilidad y la receptividad– de aquellas personas por las que sentimos un mayor vínculo de apego. Así pues, sobre todo cuando a la seguridad sentida se añade la proximidad como el objetivo establecido, el apego debe entenderse como una necesidad humana continua, no como una dependencia infantil que superamos al crecer. En palabras de Bowlby (1980):

Los apegos íntimos a otros seres humanos son el núcleo en torno al que gira la vida de una persona, no sólo en la primera infancia sino durante la adolescencia, los años de madurez y la vejez (p. 442).

Ahora bien, ¿qué es lo que posibilita los apegos seguros en la primera infancia y a lo largo de la vida? Bowlby estaba profundamente descontento con las explicaciones psicoanalíticas de su época, como las de Melanie Klein, que situaba los orígenes del desarrollo sano y patológico exclusivamente en las fantasías del niño, más que en la realidad de sus relaciones formativas. Menos de un año antes de su muerte, ocurrida en 1989, Bowlby expresó su propia visión de este asunto en una entrevista con Robert Karen (1994):

Yo sostuve que los acontecimientos de la vida real, el modo en que los padres tratan al hijo, es de importancia fundamental en la determinación del desarrollo, mientras que Melanie Klein no les atribuía ninguna importancia. [...] La idea de que las relaciones internas reflejan las relaciones externas brillaba por su ausencia en su pensamiento (p. 46).

Bowlby había contado con la supervisión de Klein durante su formación analítica. En aquella etapa, cuando trabajaba cinco días por semana con un niño atormentado por la ansiedad, a Bowlby le desalentó saber que Klein le prohibía entrevistarse con la ansiosa madre del joven paciente. Su desánimo dio paso al horror cuando, tres meses después de que empezar a trabajar en ese caso, la madre fue hospitalizada con una depresión severa y la única reacción de Klein fue la irritación porque ahora no había nadie que pudiera llevar al niño a la terapia:

El hecho de que aquella pobre señora hubiera sufrido una crisis nerviosa carecía de interés clínico para ella. [...] [P]ara ser sincero, esto me horrorizó. Y a partir de entonces mi misión en la vida ha sido demostrar que las experiencias de la vida real tienen un efecto muy importante en el desarrollo (p. 46).

La importancia que concede Bowlby a la realidad de cómo nos tratan las personas que más nos importan surgió sólo en parte como reacción contra los dogmas psicoanalíticos de la época. Quizás lo más importante fue su contacto con niños in extremis, sobre todo niños cuya relación con su madre se había visto afectada por la privación, la separación o la pérdida. A finales de la década de 1930, cuando trabajaba como psiquiatra en el Child Guidance Center de Londres, Bowlby trató y estudió a niños delincuentes durante casi tres años; detalló el impacto catastrófico de las separaciones prolongadas en la primera infancia en «Forty-four juvenile thieves: their characters and home-life» (1944). A raíz de ese trabajo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) encargó a Bowlby en 1949 la elaboración de un texto monográfico sobre el estado emocional de los niños que quedaron sin hogar tras la Segunda Guerra Mundial (Bowlby, 1951). Por último, como vicedirector del departamento infantil de la Tavistock Clinic, Bowlby presenció la devastación psíquica que se producía cuando los niños se separaban de sus padres a causa de una hospitalización o un ingreso prolongados.

La realidad factual de la separación y la pérdida tenían un efecto innegablemente desastroso en los niños delincuentes, sin hogar y hospitalizados a los que tuvo ocasión de observar. Bowlby (1969/1982) descubrió que este impacto se manifestaba en una secuencia de respuestas que reflejaban la lucha del niño por hacer frente a esa dolorosa realidad. La reacción inicial ante la separación traumática era la protesta, seguida de la desesperación, que, a su vez, daba lugar al desapego.

Aunque los estudios de Bowlby sobre la separación y la pérdida tuvieron una profunda influencia en su enfoque teórico sobre el desarrollo humano, también es cierto que este tipo de trauma se convirtió en el núcleo principal de sus investigaciones en gran parte porque fue posible documentarlo empíricamente e investigarlo con métodos científicos (Bowlby, 1986; Bretherton, 1991). En cambio, en su monografía de la OMS sobre los niños que sufrieron las devastadoras secuelas de la guerra, Bowlby había aludido a los efectos mucho más difíciles de investigar, aunque igualmente corrosivos, de una crianza crónicamente inadecuada. En el mismo informe, conjeturaba que para facilitar el desarrollo sano «el bebé y el niño debían experimentar una relación cálida, íntima y continúa con su madre (o un sustituto permanente de la madre) en la que ambos encontrasen satisfacción y disfrute» (Bowlby, 1951, p. 13). El núcleo crucial es el siguiente: Bowlby sabía que, en mayor medida que el trauma de la separación y la pérdida, lo que conformaba el desarrollo psicológico era la continua interacción cotidiana de los niños con sus padres, y sin embargo carecía de los instrumentos empíricos para estudiarla. A su debido momento, estas interacciones ordinarias pero tan difíciles de investigar serían el objeto de interés de la colega de Bowlby, Mary Ainsworth.

Mary Ainsworth: apego, comunicación y la «extraña situación»

Ainsworth, investigadora y psicóloga del desarrollo de la Universidad de Toronto, era también una brillante especialista en diagnosis que llegó a escribir un libro en colaboración con el experto de la época en el test de Rorschach, Bruno Klopfer. Cuando se casó en 1950, Ainsworth se trasladó junto con su marido a Londres, donde a finales de aquel mismo año respondió a una oferta laboral anunciada por Bowlby en el Times, donde se solicitaba un investigador para estudiar el efecto psicológico de la separación de la madre en la primera infancia. Así comenzó un proceso colaborativo de influencia mutua que duró casi 40 años, etapa en la que Ainsworth acometió la tarea inicial de probar empíricamente las hipótesis de Bowlby. Las investigaciones de Ainsworth –primero en Uganda y después en Baltimore– transformaron la investigación y la teoría del apego.

Aunque sus estudios claramente confirmaron muchas ideas de Bowlby, Ainsworth hizo también otras aportaciones independientes que resultaron ser fundamentales para la evolución del concepto de apego. Tal vez lo más importante es su descubrimiento de que el impulso innato y biológico del sistema de apego es maleable y de que las diferencias cualitativas en la conducta de apego de los individuos dependen de la conducta diferencial de los cuidadores (Grossman, 1995). Este descubrimiento condujo a la clasificación de los estilos de apego en la infancia y en la edad adulta, una de las aportaciones esenciales de la teoría del apego a la psicoterapia.

Ainsworth identificó también, de un modo preliminar, los tipos de interacción progenitor-hijo que producen con mayor probabilidad un apego seguro, así como las variedades del apego inseguro. La clave de la seguridad o la inseguridad, según observó, radicaba en los patrones de comunicación entre el niño y el cuidador.

Además, Ainsworth fue la artífice del concepto de «base segura» y desempeñó un papel esencial en la extensión del apego más allá del foco exclusivo en la proximidad, con el fin de incluir también la influencia de las expectativas del niño respecto del cuidador, expectativas que se plasman en los mapas o representaciones mentales que Bowlby denominó «modelos funcionales internos». Por último, está la aportación que lleva su nombre y que acabó siendo sinónimo del estudio del apego: la «Situación Extraña» de Ainsworth. Este procedimiento de laboratorio para estudiar las relaciones niño-progenitor, ideado y aplicado por primera vez en Baltimore en 1964, desencadenó una serie de investigaciones que han erigido la teoría del apego en el paradigma dominante de la psicología del desarrollo contemporánea.

Ainsworth en Uganda

La trayectoria investigadora que culminó en la Situación Extraña se inició 10 años antes, cuando Ainsworth volvió a trasladarse con su marido, esta vez a Uganda. Al igual que Bowlby, con quien había investigado durante tres años y medio el efecto de la separación traumática, Ainsworth se había convencido de que el estudio del «desarrollo fallido» era inadecuado como fundamento para comprender el desarrollo normal del apego (Marvin y Britner, 1999). Por lo tanto, poco después de establecerse en Kampala, puso en marcha el primer estudio naturalista y longitudinal de los niños en su interacción con la madre. Ainsworth observó durante nueve meses a 26 familias con niños todavía no destetados. En visitas a cada familia durante dos horas cada dos semanas, recopiló datos que dieron respuesta a algunas preguntas fundamentales sobre la ontogenia del apego: ¿Qué caracteriza la «gestación» del vínculo de apego y qué indica su «nacimiento»? ¿Qué favorece el apego seguro y qué lo dificulta?

Los datos (Ainsworth, 1967) indicaban que el apego se desarrolla en diversas fases en las que la falta inicial de diferenciación de la madre respecto de otras personas desde la perspectiva del niño da paso a una clara preferencia por ella, lo que cristaliza en un vínculo poderoso entre los meses seis y nueve. La cristalización del apego se reflejaba (entre otras conductas) en la huida hacia la madre cuando el niño se hallaba en un estado de angustia o alarma, el uso de la madre como base segura para la exploración y la aproximación activa a la madre tras el reencuentro. La documentación de la trayectoria de desarrollo infantil en el estudio de Ainsworth ofrecía un fundamento empírico para la teoría de Bowlby. Con todo, lo que más le intrigaba eran las diferencias entre los niños (más que los rasgos en común).

Si bien la mayoría de los niños mostraba un apego inequívoco, una minoría no buscaba el alivio en la madre ni tampoco exploraba, y una minoría aún más pequeña no mostraba ningún indicio de apego. Ainsworth conjeturó que estas variaciones inesperadas reflejaban diferencias en el tipo de cuidados que habían recibido los niños. Aunque los niños que recibían el mayor grado de cariño y atención solían ser los más seguros, había excepciones sorprendentes que indujeron a Ainsworth a creer que lo importante no era la cantidad de cariño, sino la calidad. A partir de las entrevistas con las madres, concluyó que la sensibilidad materna ante las señales del niño era de una importancia fundamental. Pero también observó una correlación positiva entre la seguridad del apego infantil y el placer de la madre al amamantar al niño (Bretherton, 1995; Marvin y Britner, 1999). Este último hallazgo respaldaba la hipótesis inicial de Bowlby (1951) de que el desarrollo sano depende del disfrute de ambas partes en el vínculo de apego. Si bien Ainsworth fue incapaz de especificar qué tipos de conducta materna conducían al desarrollo del apego seguro y cuáles no, su identificación del vínculo probable entre la perceptividad materna y el apego apuntaba hacia lo que descubriría ocho años después en Baltimore cuando repitió, de forma mucho más precisa, el estudio desarrollado en Uganda.

La «Situación Extraña»

En 1963, Ainsworth recabó la colaboración de 26 madres embarazadas en un estudio sobre el primer desarrollo. Desde el momento en que nacía el bebé, se documentaba meticulosamente su interacción con la madre durante un año. Durante 18 visitas de cuatro horas a cada familia, Ainsworth y su equipo recopilaron datos que demostraron un solapamiento casi perfecto entre las conductas de apego documentadas en Baltimore y las observadas inicialmente en Uganda. La correlación intercultural respaldaba la tesis de Bowlby de que el apego era una necesidad instintiva universal. No obstante, Ainsworth tomo también conciencia de una asombrosa e intrigante diferencia entre los dos grupos: Así como los niños ugandeses mostraban una conducta evidente de base segura en el hogar, no sucedía lo mismo en el grupo de Baltimore.

Para Ainsworth, el fenómeno de la base segura era esencial, pues su presencia denotaba la seguridad implícita en una capacidad equilibrada de exploración y apego. En Uganda, la exploración infantil se desarrollaba en presencia de la figura de apego, y sólo se interrumpía abruptamente ante la inquietud suscitada por el alejamiento de la madre. En Baltimore, por el contrario, la exploración continuaba independientemente de que la figura de apego estuviera o no presente.2 Para contribuir a determinar si la conducta de base segura tenía una motivación genética, como había postulado Bowlby, Ainsworth ideó (junto con Barbara Wittig) un procedimiento inicialmente controvertido que eludía el problema de la familiaridad al presentar a los niños de Baltimore en una «situación extraña» (Ainsworth, Blehar, Waters y Wall, 1978).

En este ensayo de laboratorio estructurado, de unos 20 minutos de duración, se situó a las madres y los niños –ahora de 12 meses de edad– en una habitación agradable llena de juguetes. Lo que siguió fue una serie de episodios de tres minutos entre los que se incluían las oportunidades del niño de explorar, en presencia de la madre, dos separaciones de la madre, dos reencuentros y la exposición del niño a un desconocido (que era siempre un observador preparado). La expectativa era que la inquietante combinación de un entorno desconocido, la separación y una persona extraña desencadenase las manifestaciones biológicas predecibles del sistema conductual del apego. Ainsworth predijo que, al utilizar a la madre como base segura, los niños que se habían mostrado seguros en el hogar jugarían en presencia de la madre, experimentarían angustia ante la separación y volverían a tranquilizarse lo suficiente tras el reencuentro como para proseguir la exploración lúdica. Ainsworth también esperaba que los niños que habían mostrado inseguridad en el hogar se disgustarían notablemente en los episodios de separación. Sin embargo, la conducta de la Situación Extraña en algunos niños sorprendió por completo a Ainsworth.

La mayoría de los bebés de Baltimore –que eran los considerados «seguros» según las observaciones desarrolladas durante un año en el hogar– respondieron tal como se predecía, mostrando una capacidad flexible de explorar libremente y de reconfortarse mediante el vínculo. Lo que Ainsworth no había previsto y lo que le desconcertó en un primer momento fue la minoría sustancial de niños que sacrificaban el vínculo en favor de la exploración. Como estos niños no sólo exploraron durante todo el procedimiento sino que rehuyeron el reencuentro con la madre, se los describió como «elusivos». En cambio, una pequeña minoría de niños renunció por completo a la exploración en favor del vínculo. Como no sólo se mostraron constantemente preocupados por la localización de su madre sino enfadados o pasivamente desconsolados tras el reencuentro, se denominó a estos niños «ambivalentes» (o, alternativamente, «resistentes»).

Sin lugar a dudas, la mayor aportación de Ainsworth a la teoría del apego fue su detección de tres patrones de apego distintos durante el experimento de la Situación Extraña, cada uno de ellos asociado con un modelo diferente de interacción madre-hijo en el hogar. Dado que tanto las clasificaciones infantiles como los estilos de interacción a los que se asocian son profundamente relevantes para la labor clínica, es importante resumirlos en detalle.

Las clasificaciones del apego en la infancia

El apego seguro

Los bebés seguros acceden al impulso de explorar cuando se sienten a salvo y buscan consuelo en el vínculo cuando perciben alguna amenaza. Ainsworth había concluido que las reacciones infantiles ante el reencuentro, más que la separación, eran lo que revelaba la seguridad del apego o la inseguridad. Los niños seguros –por mucho que les angustiara la separación– se tranquilizaban de inmediato al reanudar el contacto con la madre y enseguida volvían a jugar.

Este tipo de flexibilidad y resiliencia se interpretaba como fruto de la interacción con una madre sensible que era receptiva a las señales y las comunicaciones del bebé. Por lo general, las madres de los niños seguros se apresuraban a cogerlos cuando lloraban y los abrazaban con ternura y cariño, pero sólo durante el tiempo en que el niño lo deseaba. Estas mismas madres conciliaban su propio ritmo con el de los bebés, en lugar de imponerles su programa. De un modo que era en apariencia «suficientemente bueno» (en la expresión de Winnicott), la conducta de estas madres tendía a reflejar la sensibilidad antes que la falta de sintonía, la aceptación antes que el rechazo, la colaboración antes que el control y la disponibilidad emocional antes que la lejanía (Ainsworth et al., 1978).

El apego elusivo

Los bebés elusivos pueden parecer displicentes, dado que el procedimiento de la Situación Extraña los expone a un entorno intrínsecamente alarmante. En su incesante exploración y su indiferencia ante el regreso o la marcha de la madre, la falta aparente de angustia puede interpretarse erróneamente como tranquilidad. En realidad, el pulso cardíaco durante los episodios de separación es tan elevado como el de los niños visiblemente angustiados y, por otro lado, el aumento del nivel de cortisol (la principal hormona del estrés) con anterioridad y posterioridad al procedimiento es significativamente mayor que el de los niños seguros (Sroufe y Waters, 1977b; Spangler y Grossmann, 1993).

Ainsworth llegó a postular que la aparente indiferencia del bebé elusivo, así como la ausencia casi total de conducta de apego, reflejaba una acomodación defensiva similar al desapego observado por Bowlby en los niños de dos y tres años que habían sufrido una prolongada separación de sus padres. Era como si éstos bebés elusivos, al igual que los niños mayores traumatizados por la separación y la pérdida, hubieran concluido que su apertura al confort y el cuidado era inútil y, por lo tanto, hubieran renunciado a ella.

De forma tal vez previsible, Ainsworth descubrió que las madres de los bebés calificados como elusivos habían rechazado activamente los intentos de conexión (Ainsworth et al., 1978). Otros investigadores observarían posteriormente que este tipo de madres se retraía cuando los niños se mostraban tristes (Grossmann y Grossmann, 1991). La inhibición de la expresión emocional, la aversión al contacto físico y la brusquedad eran signos distintivos de la maternidad que producía niños elusivos, niños que permanecían fláccidos cuando los cogían, en lugar de acurrucarse o agarrarse (Main y Weston, 1982).

Apego ambivalente

Ainsworth identificó en su investigación dos tipos de niños ambivalentes: los que se enfadaban y los que se mostraban pasivos. Unos y otros estaban demasiado preocupados con la localización de la madre como para explorar libremente el entorno y reaccionaban ante la separación con una angustia abrumadora, hasta tal punto que fue necesario interrumpir con frecuencia tales episodios. Tras el reencuentro, los niños descritos como enfadados oscilaban entre la apertura activa al contacto con la madre y las expresiones de rechazo, que se manifestaban en grados diversos, desde la elusión del abrazo de la madre hasta la rabieta extrema. En cambio, los niños clasificados como pasivos sólo parecían susceptibles de manifestar tenues conatos de consuelo, a veces implícitos, como si estuvieran tan superados por la impotencia y el sufrimiento que no fueran capaces de acercarse directamente a la madre. Por desgracia, el reencuentro no atenuaba la angustia de los niños ambivalentes ni ponía fin a su ansiedad por la localización de su madre. Era como si, incluso en su presencia, buscaran a una madre que no estaba.

Ainsworth observó que los bebés ambivalentes eran hijos de madres que, en el mejor de los casos, sólo estaban disponibles en forma imprevisible y ocasional. Y aunque en estas madres nunca rechazaban a los niños verbal o físicamente (a diferencia de las madres de los bebés elusivos), su receptividad ante las señales de los pequeños era asimismo insensible.3 Por último, las madres de los bebés ambivalentes, de forma sutil o más explícita, obstaculizaban la autonomía del hijo, lo que acaso explicaba la inhibición exploratoria que caracterizaba a estos bebés (Ainsworth et al., 1978).

La clave radica en la comunicación

Al diferenciar entre la seguridad y las variedades de inseguridad, Ainsworth descubrió que en el vínculo de apego lo primordial era la calidad de la comunicación entre el niño y el cuidador.

En las díadas seguras, el niño expresaba claramente su necesidad de consuelo tras la separación, su alivio al tranquilizarse en el reencuentro y su consiguiente disposición a reanudar el juego. La madre interpretaba con precisión las pistas no verbales del niño (su aproximación con los brazos levantados entre lágrimas, la adaptación a su cuerpo cuando la madre lo cogía en brazos, su eventual inquietud) y reaccionaba en consecuencia (cogiéndolo en brazos, abrazándolo con ternura y dejándolo jugar). Esta secuencia reflejaba un tipo de comunicación empática que se ha caracterizado como colaborativa y contingente: Una de las partes emite señales mientras que la otra responde con una conducta que dice: «Comprendo lo que sientes y atiendo tus necesidades».

En las díadas inseguras, la comunicación tenía un cariz muy diferente. Tras la separación, los niños elusivos no lograban expresar la intensa angustia que se revelaba indirectamente a través de la aceleración del pulso cardíaco y el aumento de los niveles de cortisol. Asimismo, después del reencuentro, no lograban expresar su necesidad de alivio. En suma, los niños elusivos inhibían casi toda la comunicación susceptible de entablar un vínculo. No expresaban ningún deseo de proximidad y parecían ajenos a cualquier insinuación afectiva que mostrara su madre.

Ocurría casi una situación inversa en los niños ambivalentes, que en apariencia amplificaban las expresiones de apego. Casi desde el principio del procedimiento de Ainsworth, estos niños transmitían una inquietante preocupación por la disponibilidad de su madre. Su angustia tras la desaparición era sumamente aguda y el alivio tras el reencuentro era casi insignificante. La comunicación de las necesidades de apego persistía de forma amplificada en los niños ambivalentes, independientemente de las atenciones de la madre (Ainsworth, 1969; Main, 1990, 1995; Slade, 1999).

Ainsworth llegó a entender los diversos patrones de comunicación de la Situación Extraña como reflejos de la necesidad infantil de cultivar el mejor apego posible con los padres que presentaban una resistencia y una vulnerabilidad especialmente agudas. «¡Sólo construir el puente!», escribió Forster, pero para construir ese puente –para desarrollar el vínculo de apego– los niños deben adaptarse al carácter de sus cuidadores. Se ha observado que en casa las madres de los niños seguros son sensibles y receptivas, con una conducta sorprendentemente variable en función de la del bebé, un descubrimiento que Mary Main interpretaría como prueba de la «temprana sintonía» que se establece entre ambos (Main, 1995, p. 417). Así pues, era coherente que los niños seguros comunicaran sus sentimientos y necesidades directamente, como si asumieran que tal comunicación evocaba una respuesta acorde.

Las madres de los niños elusivos rechazaban en el hogar la conducta de apego. Se mostraban poco accesibles en el plano emocional e incómodas con el contacto físico, y tendían a retraerse cuando los niños estaban tristes. No era infrecuente que los niños reaccionasen con ira ante el rechazo de la madre. Por lo tanto, para estos niños elusivos, inhibir la comunicación de las necesidades de apego era un principio adaptativo, para evitar el rechazo materno y el enfado que amenazaba con alejar a la madre cuando se frustraban las necesidades del niño.

Las madres de los niños ambivalentes no eran siempre receptivas a sus señales y mostraban una disponibilidad emocional imprevisible. Esta imprevisibilidad parecía consecuencia de los estados anímicos de la madre, que le impedían sintonizar adecuadamente con el niño (Siegel, 1999). Ante la imprevisible receptividad de la madre, para los niños ambivalentes era adaptativo comunicar sus necesidades de apego de una manera persistente e inequívoca, como si la insistencia les garantizara la continuidad de la atención materna.

El apego desorganizado

Las investigaciones de Ainsworth –y, sin lugar a dudas, su fortaleza como persona y docente– atrajeron a numerosos alumnos de talento extraordinario que decidieron colaborar con ella, entre los que se cuentan Inge Bretherton, Jude Cassidy, Alicia Lieberman, Everett Waters y, sobre todo, Mary Main. En el capítulo 3 revisaremos las aportaciones de Main a la investigación y la teoría del apego. Por el momento nos limitaremos a decir que son monumentales. En el contexto de la presente revisión de las tres categorías de apego «organizado», lo crucial es el descubrimiento que hizo Main, casi 20 años después del estudio pionero de Ainsworth, de un patrón que anteriormente había pasado desapercibido: el apego desorganizado/desorientado.

Main y su exalumna Judith Solomon, mientras revisaban meticulosamente 200 cintas de vídeo de niños cuya conducta de Situación Extraña no encajaba con las clasificaciones tradicionales, observaron que el 90% de estos niños manifestaba reacciones inexplicables, contradictorias o extrañas en presencia del progenitor. Por ejemplo, tras el reencuentro, retrocedían hacia la madre, se quedaban inmóviles, se tiraban al suelo o aparentemente se asumían en un estado de aturdimiento similar al trance. Al ver a la madre, un niño se tapó la boca con la mano, gesto que Darwin observó en los primates e interpretó como un grito ahogado (Hesse, 1999). El apego desorganizado pasó inadvertido durante mucho tiempo probablemente porque este tipo de conductas (que no suelen durar más de 10 o 30 segundos) tan sólo salpicaba, por así decirlo, el flujo de la conducta infantil de la Situación Extraña en su conjunto (Main y Solomon, 1990). Por el mismo motivo, cada niño clasificado como desorganizado recibía también una clasificación alternativa que describía su conducta general en la Situación Extraña como segura, elusiva o ambivalente.

Main ha conjeturado que el apego desorganizado se produce cuando la figura de apego se percibe no sólo como el refugio seguro sino como la fuente de peligro, es decir, cuando el niño –preprogramado para recurrir a los padres en los momentos de alarma– se encuentra dividido entre los impulsos contradictorios de aproximación y elusión. Es una postura insostenible que no ofrece ninguna escapatoria al niño en lo que respecta a la dependencia de los padres. Así pues, no es extraño que la consecuencia de una «paradoja biológica» tan terrible sea la desorganización y/o la desorientación.

Por ejemplo, en un estudio desarrollado con niños maltratados por sus padres, se clasificó al 82% como desorganizado, frente al 18% del grupo de control (Carlson et al., 1989). Además, el porcentaje de niños desorganizados era también desproporcionado en las muestras de alto riesgo donde se incluían familias oprimidas por factores estresantes como la pobreza, la enfermedad psiquiátrica o el consumo abusivo de sustancias, entre otros. Sin embargo, sorprendentemente, la desorganización se daba también en niños que no eran maltratados ni se inscribían en las muestras de alto riesgo.

Para intentar comprender esta observación, Main conjeturó que la desorganización infantil es consecuencia no sólo de las interacciones con los padres cuya ira o cuyo maltrato resultan manifiestamente aterradores, sino de aquellas otras en las que el niño percibe el temor de los padres. En concreto, la desorganización puede producirse cuando el miedo de los padres surge como respuesta ante el niño y cuando el padre o la madre reacciona con retraimiento físico o con un estado como de trance. En suma, Main sugiere que el apego desorganizado puede surgir de la interacción del niño con los padres que resultan aterradores o que están asustados o disociados. En contraste con las estrategias organizadas de los niños seguros, elusivos y ambivalentes, se interpreta el apego desorganizado como la ruptura de una estrategia por parte de un niño que experimenta «miedo sin solución» (Main y Hesse, 1992).

Efectos a largo plazo de los patrones de apego infantil

A raíz de la célebre investigación de Ainsworth (que se ha repetido en numerosas ocasiones), un sinfín de estudios ha puesto de manifiesto que los patrones de apego en la infancia tienen efectos a largo plazo. Se han asociado las historias de apego seguro, elusivo, ambivalente y desorganizado a diversos tipos de evolución en la infancia, la adolescencia y la edad adulta.

Los niños que tienen un historial de apego seguro presentan un grado mucho mayor de autoestima, salud emocional, resiliencia del ego, afecto positivo, capacidad de iniciativa, competencia social y concentración en el juego que los niños inseguros. En el ámbito escolar, los niños seguros reciben de los profesores un trato cordial, acorde con su edad, mientras que los elusivos (que suelen parecer huraños, arrogantes o conflictivos) suelen suscitar reacciones airadas y controladoras, y los ambivalentes (percibidos generalmente como pegajosos e inmaduros) son consentidos o mimados en exceso. Se ha observado que los niños elusivos suelen victimizar a los demás, mientras que los ambivalentes son victimizados; en cambio, los niños seguros no son ni víctimas ni victimizadores (Sroufe, 1983; Elicker, Englund y Sroufe, 1992; Weinfeld, Sroufe, Egeland y Carlson, 1999).

Por lo que respecta al desarrollo posterior, el apego seguro confiere mayor resiliencia a quienes han disfrutado de ese vínculo en las primeras etapas de la vida. En cambio, el apego desorganizado en la primera infancia es un factor de riesgo de psicopatología muy significativo en las etapas posteriores. Los pacientes límite, por ejemplo, suelen tener un historial de apego desorganizado (Dozier, Chase, Stoval y Albus, 1999; Schore, 2002; Fonagy et al., 2002). Las estrategias organizadas de apego inseguro son también un factor de riesgo, pero mucho menos grave. El apego elusivo se ha asociado a los problemas obsesivos, narcisistas y esquizoides, mientras que el apego ambivalente se ha relacionado con las dificultades histéricas o histriónicas (Schore, 2002; Slade, 1999).

La cuestión de cómo interpretar tales observaciones continúa abierta. El impacto de los primeros vínculos puede perdurar porque las pautas iniciales de conducta, comunicación y regulación del afecto se mantienen y refuerzan a través del vínculo continuo del niño con los mismos padres que contribuyeron a modelar tales tendencias. Por otro lado, parece también probable que los patrones de apego que Ainsworth codificó a través de la Situación Extraña se interioricen como modelos estructurados en la mente.

Dicho de otro modo, lo que empezó como una interacción de origen biológico puede registrar representaciones psicológicas y mentales que continúan modelando la conducta y la experiencia subjetiva a lo largo de la vida, al margen de que las figuras de apego estén o no presentes. Así como Ainsworth estudió la conducta de apego en la primera infancia, fue su alumna más aventajada, Mary Main, quien investigó la manera en que se codifican en la mente y se preservan como influencias en las relaciones futuras –con uno mismo y con los demás– las tempranas experiencias de apego durante el resto de la infancia y la edad adulta.

1. Según Bowlby, el hecho de que los niños pequeños busquen preferentemente la proximidad de su madre proviene de que el apego es ante todo una función de la disponibilidad. Curiosamente, Mary Main, citando a este respecto ciertos estudios desarrollados en Suecia, señala que incluso cuando la madre trabaja fuera de casa y el padre es de facto la principal figura parental, el niño sigue prefiriendo a la madre. Main sugiere que este «asombroso descubrimiento» puede explicarse por la experiencia prenatal (como la exposición intrauterina del bebé a la voz de la madre y una inmediata predilección por ella), experiencia que más o menos asegura que será ella la principal figura de apego ya antes de que el niño salga del vientre materno (Main, 1999).

2. Ainsworth intentó explicar esta diferencia mediante la observación de que los bebés estadounidenses –en contraste con los ugandeses– estaban demasiado habituados a las entradas y salidas de la madre. No obstante, era reacia a creer que la conducta de base segura –teóricamente un universal biológico– estuviera totalmente ausente en los niños de Baltimore, a pesar de que no se advertía en el entorno familiar.

3. Mostraron ineptitud en el manejo de los bebés en el 41% de los episodios observados por Ainsworth en los que cogieron a los pequeños, y sólo fueron «tiernas y atentas» en el 2% de los episodios, en marcado contraste con las madres de los niños seguros, que fueron tiernas y atentas el 53% del tiempo y sólo ineptas en muy raras ocasiones (Ainsworth et al., citado en Main, 1995).