Moisés tomó la Tienda y la plantó fuera, a distancia del campamento, y la llamó “Tienda del Encuentro”. El que tenía que consultar al Señor, salía fuera del campamento y se dirigía a la Tienda del Encuentro. El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo.
[…] Respondió el Señor: –yo voy a hacer un pacto. En presencia de tu pueblo haré maravillas como no se han hecho en ningún país ni nación.
[…] Cuando Moisés salía en dirección a la Tienda, todo el pueblo se levantaba y esperaba a la entrada de sus tiendas, […] y se arrodillaba cada uno a la entrada de su tienda en actitud de adoración.
[…] Mientras, Josué, hijo de Nun, su joven ayudante, no se apartaba de la Tienda.
Del libro del Éxodo.
I
Después de despedir a la gente, subió al monte
a solas para orar;
al atardecer estaba solo allí.
Mt 4, 23.
El libro del Éxodo nos describe el encuentro de Dios con su pueblo. A lo largo de su historia, llena de vicisitudes, Israel va descubriendo su condición de pueblo amado por Dios. Uno de los símbolos de este amor es el Arca de la Alianza; lo divino y lo humano se funden en el Arca.
Cuenta el libro del Éxodo que los israelitas construyeron una tienda para custodiar el Arca: la Tienda del Encuentro. Ningún otro nombre habría sido más oportuno; en lo profundo de la Tienda, Israel vive la experiencia del encuentro con el Dios-amor que se hace presente en su historia, que le conduce y le guía a través de los desiertos y los peligros de su existencia.
La Tienda del Encuentro era el lugar sagrado por excelencia: el lugar de la oración. Los hombres podían sentarse allí a los pies del Señor y contemplar el Misterio de un Dios que es su aliado. Contemplar el Arca de la Alianza era contemplar la unión de lo divino y lo humano. En la contemplación profunda del Misterio, los israelitas descubrían su condición de hijos de Dios.
Tal vez estamos demasiado acostumbrados a escuchar que somos hijos de Dios y que participamos de Su misma naturaleza porque somos imagen y semejanza Suya. Pero Israel se sienta ante el Misterio y lo contempla, lo experimenta y deja que le conmueva hasta lo más profundo de su ser.
Todos nosotros estamos llamados a la contemplación de este Misterio en la Tienda del Encuentro. Con otras palabras, cada ser humano está invitado a descubrir su verdadera identidad mediante la contemplación de lo infinito en lo más profundo de su corazón.
II
Casa de Jacob, ven, caminemos a la Luz del Señor.
Is 2, 5.
En la intimidad de la Tienda del Encuentro sucede una de las experiencias más sublimes en el caminar humano: la contemplación de nuestra condición de hijos de Dios. Una vez más, el lenguaje del Señor nos conduce a una paradoja: ¿es posible que un ser de barro, un ser débil y limitado por naturaleza, contenga toda la infinita dicha de la plenitud en su interior? ¿Puede caber el infinito en la pequeñez de un corazón de barro?
Moratiel expresaba esta paradoja con una imagen de una conmovedora belleza: el ser humano es tan pequeño como una diminuta gota de rocío; pero en una diminuta gota de rocío cabe el sol. En la pequeñez de una gota de rocío cabe la inabarcable grandiosidad del sol, todo su brillo, toda su luz y todo su esplendor. Del mismo modo, en la pequeñez de nuestro ser de barro nos late la presencia de lo infinito, la presencia de un Dios que nos sobrepasa de modo inconmensurable. Cuando vivimos este encuentro, toda nuestra vida florece en presencia de Dios.
Ningún concepto nos hace falta en ese momento, porque el lenguaje de la Tienda del Encuentro es el propio de la desnudez: el lenguaje del amor. La voz de Dios susurra en nuestro interior como un silbo suave, como una melodía leve. Entonces podemos maravillarnos al contemplar que el amor de Dios se manifiesta en nuestra identidad limitada y humana; que en lo más pequeño se esconde lo infinito.
III
De madrugada, cuando todavía estaba
muy oscuro, se levantó,
salió y fue a un lugar solitario
y allí se puso a hacer oración.
Mc 1, 35.
El Silencio nos ofrece un camino para adentrarnos en lo profundo de la Tienda del Encuentro, como Moisés. Allí podemos pisar descalzos ese terreno sagrado y conversar con el Señor como un amigo conversa con otro amigo. Entonces nos basta con dejar que el milagro suceda y que nuestra vida experimente su más profunda revolución: nuestra conversión como hijos de Dios, transformados en Jesús por el amor.
Como dice la Escritura, Moisés no permanecía en la Tienda del Encuentro. Entraba en ella para encontrarse con el Señor, pero después salía para reanudar la vida diaria, los trabajos y las responsabilidades cotidianas.
El mismo Jesús, como narran los Evangelios, acudía cotidianamente a la oración en la soledad y la quietud del Silencio, pero siempre volvía al encuentro con los hombres para continuar su camino. Incluso en la experiencia sublime del Monte Tabor, cuando sus discípulos le pidieron permanecer allí, Jesús reemprende de nuevo la marcha.
Esta es también la experiencia del Silencio: entramos cada día a presencia del Señor, a ese terreno sagrado que es la Tienda del Encuentro, pero después regresamos transformados al encuentro con la vida.
La experiencia del encuentro, por tanto, no se agota en sí misma, sino que nos invita a regresar a la vida con las manos llenas de amor, porque esa es la única ley del Evangelio. Así, mediante la práctica cotidiana del Silencio, el cristiano puede adentrarse en lo profundo del alma para vivir el encuentro con el Señor y dejar que este encuentro le transforme. De este modo va arraigando más y más en nosotros el proceso de conversión diaria al Evangelio de Jesús.
IV
Entonces el Señor Dios modeló al hombre
con arcilla del suelo,
sopló en su nariz aliento de vida,
y el hombre se convirtió en un ser vivo.
Gen 2, 7.
La primera pregunta que podemos hacernos es ésta: ¿Qué puede aportar el Silencio a los cristianos? ¿Acaso la invitación responde a algo más que a una moda, a un gusto pasajero por formas de oración inspiradas por lo oriental?
El Silencio nos orienta hacia nuestro mundo interior. En la experiencia del Silencio, de modo gradual, vamos dejando que nuestros ruidos, nuestras ideas, categorías y expectativas vayan serenándose. Porque para entrar en la Tienda del Encuentro según el Silencio nos propone, todos esos ropajes deben quedar en la puerta. Sólo la desnudez alumbra el Encuentro. Sólo desde la desnudez podemos contemplar el Misterio.
Todo el producto de nuestro mundo intelectual y de nuestra afectividad queda depositado en el pórtico de la Tienda del Encuentro. Descalzos y desnudos, nos vamos dejando guiar por el aliento de lo divino: la ruah del Padre.
La pedagogía más frecuente del Silencio invita a que la persona siga el curso de su respiración para adentrarse en lo hondo de su ser.1 Una firme atención en la respiración tiene la virtud de serenarnos y centrarnos cada vez más en nuestra dimensión profunda. A medida que nuestra atención reposa en el movimiento del aire que llena y vacía nuestros pulmones, el propio ritmo de la respiración se relaja, y nuestras prisas empiezan a ceder.
En la medida en que permanecemos atentos a la respiración, nuestras dimensiones más periféricas van también calmándose. De esa manera vamos avanzando hacia lo más profundo de nuestro ser.
Cuenta el libro del Génesis en el relato de la creación que Dios modeló al ser humano de arcilla del suelo, y cuando terminó de modelarlo, exhaló sobre él Su propio aliento, comunicándole la vida. En la pedagogía del Génesis encontramos también el eco de nuestra doble naturaleza: somos criaturas de barro, seres débiles y limitados. Pero sobre nuestra pequeñez de criaturas de barro, Dios exhala la ruah, Su propio aliento, el espíritu del Señor; una vez más, lo divino y lo humano se unen en nosotros. Una vez más, en la pequeñez de la gota de rocío brilla el sol.
Lo propio del Silencio es permanecer atentos al fluir natural de la respiración. Para nosotros puede tener también este otro significado: el aliento de Dios nos habita, nos respira, nos mantiene en la vida. Dejarnos guiar por la respiración, por la ruah del Padre, tiene la virtud de ir serenando nuestra alma y de conducirnos de modo suave hacia lo más profundo de nuestra interioridad.
Cuando el ser humano experimenta en su interior la ruah del Padre, se produce un descubrimiento deslumbrante: en la oración no estamos contemplando a Alguien ajeno o extraño a nosotros, sino nuestra propia identidad profunda, el misterio humano en toda su amplitud. El misterio de un ser modelado en barro pero con el aliento de lo divino, con la ruah del Padre animando su vida. Se trata de la experiencia única de percibir nuestra verdadera identidad, a un tiempo divina y humana.
Lo dicho anteriormente no significa que el camino del Silencio sea fácil. La inercia de nuestra dimensión intelectual es tan fuerte que con frecuencia nos sacará de la atención a nuestra respiración. Pero si persistimos, si día a día dejamos que la belleza del Silencio nos convoque a seguir profundizando, iremos haciendo camino.
Ningún camino que valga la pena se hace sin esfuerzo, pero necesitamos un Norte, un destino. Si el Norte de nuestra vida es encontrarnos con Jesús de Nazaret, con el Dios encarnado en la intimidad de nuestra alma, la respiración nos irá conduciendo hacia el Señor. Día a día, paso a paso, ella será como una aliada, como nuestra guía hacia la morada interior del Padre. Desde la fidelidad por el Señor, desde nuestra alianza con Él, podemos ir avanzando en el seguimiento de sus huellas hacia lo más profundo de nuestra interioridad.
Como adelantábamos antes, la respiración no sólo va serenando nuestro cuerpo y nos va poniendo en contacto con el aliento del Señor. Además de todo esto, una firme atención en la respiración permite que nuestro mundo intelectual vaya entrando en reposo. A menudo nos dirigimos a Dios cargados de palabras y expectativas, como si supiéramos de antemano qué tiene que decir el Señor en nuestra vida. Pero la voz del Señor es como la luz del sol: siempre es nueva. Jamás podremos encasillar la voz del Padre; su palabra siempre tiene un mensaje nuevo para nosotros. Sólo desde el vacío y la desnudez es posible acoger lo que es nuevo, igual que cuando conversamos con un amigo. Nadie puede escuchar a su amigo si va cargado de palabras, si no le da al otro la oportunidad de que se exprese. La escucha requiere Silencio, y sólo desde el Silencio podemos oír la voz del Señor.
V
Le dirás esto: Yahvé, el Dios de los hebreos,
me ha mandado decirte que dejes salir a su pueblo,
para que le rinda culto en el desierto.
Ex 7, 16.
A través de la práctica del Silencio, nuestros pensamientos, nuestras categorías mentales, anhelos, expectativas y deseos van entrando en reposo. Se ha dicho que lo propio de la mente es segregar pensamientos, del mismo modo que el mar segrega olas. Pero, en lo profundo del Silencio, nuestra dimensión intelectual se va calmando. En la medida en que nuestra atención va reposando más y más en nuestra respiración, la mente va encontrando también la paz.
El Silencio es el requisito para el encuentro con el Señor en lo profundo. Si acudimos al encuentro con Él agitados y ruidosos, jamás podremos escuchar su voz. Como dice la Escritura, la voz del Señor se parece a un susurro o a una brisa leve. Necesitamos del Silencio para encontrarnos con el Señor. Vacíos de categorías, de pensamientos y de nuestras ideas sobre Dios o sobre su Palabra para nosotros, podemos experimentar el encuentro.
Todos los ropajes deben haber caído a la entrada de la Tienda del Encuentro. A pie descalzo, desnudos, podemos situarnos en presencia del Señor y disponernos, como Samuel, a escuchar su voz: aquí estoy, Señor. ¿Qué quieres de mí?
El vacío interior es también un motivo de dicha y descanso para el ser humano, tan habituado a correr, tan inquieto y agitado. En lo profundo de la experiencia del Silencio todos nuestros trabajos cesan y podemos, por fin, descansar y sosegarnos en la contemplación del desierto interior. Las dunas, el color dorado de la arena, el cielo azul, el sol brillante y fuerte… Todo nuestro ser entra en descanso: nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestras emociones, todas las dimensiones de nuestra vida pueden por fin serenarse y descansar.
Y desde ahí, desde la quietud del desierto, podemos encontrarnos con el Señor en lo profundo. Allí nuestro corazón puede aprestarse a escuchar su voz, la música callada. Como dice el libro de Oseas, yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y le hablaré al corazón. Y ella me responderá allí como en los días de su juventud.
Decíamos que la experiencia del Silencio nos va vaciando de esquemas, expectativas y ruidos. Nos va desnudando, va descalzando nuestros pies para poder entrar vacíos a presencia del Señor. Así podemos honrar con nuestro Silencio la intimidad sagrada de la Tienda del Encuentro. La experiencia del Silencio, a través de la guía de la respiración, nos conduce hasta el Señor.
En opinión de algunos autores es conveniente, en el momento de comenzar nuestro rato diario de Silencio, hacer explícita nuestra fe. Podemos sentarnos en actitud de Silencio sabiendo que nos ponemos en presencia de nuestro Señor, y que caminamos hacia un encuentro con Él en la intimidad del alma.
En el Silencio, el cristiano puede contemplar el misterio del Dios que se encarna en cada uno de nosotros. De este modo, desde la expresión de nuestra fe, podemos abandonarnos a la ruah, a la respiración, e ir adentrándonos en la espesura. Podemos dejar que todo se serene hasta alcanzar nuestro desierto interior.
En el Silencio, en la quietud del desierto, vivido desde nuestra fe en el Dios encarnado, puede alumbrarse la belleza del encuentro. Por eso los místicos se han referido a la experiencia de la oración profunda con la imagen de dos amantes.
En la contemplación del desierto todo nos habla de Dios, de un Dios que habita en nosotros. Todo en el Silencio nos trae el eco de lo infinito. Como San Juan de la Cruz, podemos sentir en ese paisaje interior el paso del Señor:
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura
y yéndolos mirando,
con sólo su figura,
prendidos los dejó de su hermosura.
Sobran las palabras para ilustrar esta experiencia, porque lo más sublime suena a simpleza cuando se expresa con palabras. Pero lo cierto es que podemos vivir toda la plenitud y la dicha del encuentro con el Señor en lo hondo del alma.
Este encuentro es como el abrazo con un Dios que no está fuera de nosotros, que no nos ha dejado a nuestra suerte. Como dijo Jesús, Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos. Y en lo profundo de la oración, Jesús cumple su promesa. En la intimidad de la tienda del Encuentro, Jesús permanece con nosotros, en nosotros, vivo en el corazón de cada ser humano, Dios encarnado.
VI
María tomó una libra de perfume de nardo puro,
muy costoso, ungió con él los pies a Jesús
y se los enjugó con los cabellos.
La casa se llenó del olor del perfume.
Jn 12, 3.
La vivencia del Silencio nos invita a experimentar el arrullo, el recogimiento, el abrazo íntimo del Señor. Toda la calidez del hogar, toda la serenidad y la calma de la vuelta a casa nos esperan en ese encuentro con el Señor. Ahí está nuestra humanidad recogida, acogida y abrazada por el Padre.
Dice el Evangelio que, estando Jesús en casa de Lázaro, una mujer lo ungió con perfume, y toda la casa quedó impregnada de aroma a nardo. El Señor exhala su aroma en lo profundo de nuestro encuentro con Él. Por eso dice San Agustín: exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti. Si podemos sentarnos a los pies del Maestro, serenamente, en la quietud de la oración, tal vez el Señor nos regale la gracia de su presencia. Entonces nuestra vida puede quedar también impregnada de aroma a nardo y experimentar una auténtica revolución interior.
San Pablo parece maravillarse en sus cartas de a quién están anunciando: necedad para los gentiles, escándalo para los judíos. Anunciamos a Cristo y a Cristo crucificado. También nosotros podemos maravillarnos ante el encuentro y quedarnos sin palabras. Maravillarnos ante un Dios que se encarna en nuestro corazón todos los días hasta el fin de los tiempos.
Como dice el evangelio apócrifo de Tomás, el que busca, que siga buscando hasta encontrar; y cuando encuentre, se sorprenderá. Quedamos sin palabras, admirados en la presencia del Padre, en el encuentro con el manantial, con la roca de nuestra existencia, con una existencia que nace de Dios y a Dios retorna. Una existencia y una presencia íntimamente escrita en cada átomo de la creación, en cada célula viva, en cada estrella y en cada grano de arena.
La contemplación profunda del misterio en la Tienda del Encuentro es una de las experiencias cumbres, fundantes del ser humano. Busquemos, como cristianos, la presencia de Jesús en lo más hondo de nuestra alma. Dejemos que su presencia impregne nuestra vida con su aroma a nardo y la transforme en el amor.
VII
Os doy un mandamiento nuevo:
que os améis unos a otros como yo os he amado.
Jn 13, 34.
La experiencia del Silencio nos abre a la dimensión profunda de nuestro ser, a esa inmensidad donde nos habita el Señor. En las honduras de la Tienda del Encuentro podemos vivir la infinita gracia del encuentro con el Dios encarnado. Sólo eso es el Silencio. Lo que haya de suceder después no debe inquietarnos. Lo nuestro es sentarnos frente a la inmensidad del desierto y contemplarlo. Con esto basta.
La contemplación de la infinitud del desierto nos habla de trascendencia. Nos habla de plenitud, de lo inconmensurable, de lo que nos sobrepasa de forma inexpresable. Nos habla de Jesús de Nazaret.
Lo nuestro es contemplar el desierto; nada más necesitamos. Contemplar la bastedad, la infinitud, la lejanía inabarcable de nuestro paisaje interior. El eco de las montañas, el rumor del viento, los azules del cielo, todo vibra en nuestro interior. Nos basta con contemplar esto. Nada más tenemos que esperar; esta sola experiencia es la que nos ofrece el Silencio. Es como ponernos a los pies del Señor, sentarnos en su presencia y dejar que su aroma inunde la Tienda del Encuentro.
La contemplación del desierto va impregnando nuestra alma de aroma a nardo. Se percibe la presencia de lo sagrado, que nos habla con un lenguaje nuevo, un lenguaje enteramente original. El Señor no se dirige a nosotros apelando a nuestras categorías intelectuales, ni siquiera a nuestras emociones. Todo esto quedó depositado a la entrada de la Tienda del Encuentro. El Misterio se muestra ante nosotros con un lenguaje aún más hondo: el lenguaje del amor.
Toda nuestra morada queda impregnada de este aroma. Toda nuestra persona, nuestro tiempo en presencia del Misterio, todo nuestro ser, nuestro cuerpo, todas nuestras dimensiones experimentan la presencia de lo divino. Y el amor va embriagando nuestra existencia, la va colmando de una dicha nueva, original. El Señor se abre paso hasta nosotros y abraza la inmensidad del desierto con su presencia. Toda la bastedad, toda la lejanía de nuestra morada interior queda colmada de amor, porque amor es lo que contemplamos.
VIII
Me mostró un río de agua viva,
brillante como cristal, que brotaba de Dios.
Ap 22, 1.
Dice Jesús a la samaritana que quien bebe del agua que Él le ofrece ya nunca más volverá a tener sed. Jamás volveremos a tener sed de codicias, aspiraciones o reconocimiento. Ya sólo la presencia del Altísimo podrá colmarnos de dicha. Frente a esto, todos los bienes y todas las dignidades palidecen. Como dice San Pablo, todo lo tengo en pérdida. Nada puede ser cambiado por la alegría infinita del encuentro con el Misterio.
El alma que ha bebido el agua que Jesús le ofrece siempre la buscará. La sed de Cristo, del Dios encarnado en el hondón del alma, pasa a ser nuestro Norte, la Estrella Polar que guía nuestro camino. Podemos entender así las palabras de Pedro: ¿a dónde podremos ir, Señor? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna. Quien ha gustado las palabras de vida eterna de Jesús sólo en Él podrá descansar.
El lenguaje del amor nos colma de alegría porque, en el fondo de nuestra identidad humana, somos expresión del amor de Dios. Toda nuestra naturaleza está marcada por nuestra filiación, nuestra estirpe divina. Somos descendientes del amor y es en el amor en donde reconocemos íntimamente nuestra naturaleza.
En la liturgia cristiana decimos: en Dios vivimos, nos movemos y existimos. Con otras palabras, en el amor vivimos, nos movemos y existimos. Nuestro código genético está marcado por el amor y sólo en el amor reconocemos nuestra identidad.
La experiencia del Silencio puede conducirnos al desierto, a lo profundo. El Silencio tiene la virtud de ir vaciándonos de ruidos, de pensamientos, expectativas y emociones. El Silencio, por tanto, nos capacita para vivir el encuentro porque nos desnuda para abrazar la inmensidad del desierto. Sólo una mente silenciosa puede escuchar el lenguaje del amor, porque su voz es tan suave que pasa inadvertida para una mente demasiado ocupada.
IX
Después del terremoto vino un fuego;
pero el Señor no estaba en el fuego.
Después del fuego se oyó una brisa tenue;
al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto.
1 Re 19, 12.
Como dice el libro de Oseas, la llevaré al desierto y allí hablaré a su corazón. El susurro con el que el Señor habla a nuestros oídos, el lenguaje del amor, despierta en nosotros el mismo amor. El encuentro con el Señor en lo profundo abre las acequias por las que puede fluir el amor a todas las dimensiones de nuestra vida. Por eso, con toda razón, se dice que la experiencia del Silencio es profundamente terapéutica. La contemplación de nuestro vacío interior trae luz a las dimensiones más ocultas de nuestro ser. Todo puede ser sanado en el Silencio, porque el abrazo del Señor alcanza los rincones últimos de nuestra vida.
Se diría que el Silencio es como sentarse en una colina, en un promontorio de nuestro desierto, y desde ahí contemplar la infinitud sin palabras. Contemplar el misterio y amarlo es el sello del alma seducida por el Silencio, la que ha escuchado el susurro de Dios en el desierto y su promesa de seducirnos. Y el alma puede responder, podemos responder como en los días de nuestra juventud. Como en los días de la inocencia, de la plenitud, de la dicha incondicional, del amor por la vida.
Nuestra respuesta al misterio sucede en el Silencio de la contemplación. Sentados frente al infinito, podemos amar el misterio. Podemos dejar que la voz del Señor, que suena en nuestros oídos como un susurro leve, conmueva nuestros cimientos. Nuestra vida experimenta una auténtica revolución, y nuestra única respuesta, desde el asombro y la dicha, no puede ser otra que dejarnos seducir, dejar que el amor vaya limpiando nuestras acequias e irrigando todos los rincones de nuestra existencia. Nada se necrosa ni se infarta en presencia del Dios de la vida, igual que nada en el desierto es ajeno al brillo del sol.
El Silencio nos ofrece el camino del desierto, de la contemplación en la desnudez y la intimidad de la Tienda del Encuentro. En lo profundo de la experiencia, amar el misterio es la única respuesta posible para un alma llena de asombro. Amar el misterio es amar a Dios y a la vida, a la existencia toda, renovada ahora bajo la mirada del Señor.
X
Tú en mí y Yo en ti formamos
una sola e indivisible persona.
De una homilía antigua
Sobre el Grande y Santo Sábado.
Una antigua homilía recogida en la liturgia de las horas del sábado Santo narra cómo Jesús resucitado rescata de la fosa a Adán y Eva. Mientras rescata a Adán le dice: levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en Mí y Yo en ti formamos una sola e indivisible persona.
Esta puede ser también nuestra experiencia en lo profundo del Silencio. En lo más hondo de nuestro ser, sentados sobre las dunas en el Silencio del desierto, abandonados a la dicha de la contemplación, el Señor puede llegar a nuestras vidas. Lo sagrado del desierto alumbra la presencia de Jesús. Su presencia todo lo impregna: los valles, el viento, las nubes… Entonces estaremos dispuestos para que Él nos tome de la mano y nos alce, porque tú en Mí y Yo en ti formamos una sola e indivisible persona.
¿Quién podría desentrañar de sí mismo la presencia de Jesús? Como dice San Pablo, nada nos separará del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Nada puede alejar de nosotros la presencia de Jesús. Él mismo nos dice que está con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos, habitando en lo más profundo de nuestra alma. Cuando la desnudez del Silencio nos desvela la presencia, Jesús se manifiesta en nuestro corazón. Entonces puede tomarnos de la mano y alzarnos, y hacernos entender que somos uno con Él.
La experiencia de la unidad ha sido descrita en muchas ocasiones por quienes nos han precedido en el camino de la contemplación. Santa Teresa decía que era como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo que toda la luz fuese una.
En lo más profundo, junto al manantial último de nuestra existencia, no hay diferencia entre Dios y nosotros. Hemos abrazado nuestra identidad profunda, la presencia íntima y esencial de Dios en nuestra vida. Nada puede despojarnos de nuestra identidad, de nuestra estirpe divina. Esa es nuestra condición, la fuente que mana en nuestra alma desde el principio de los tiempos.
Contemplar esa unidad es entender el secreto último de la existencia humana, la verdad de nuestra identidad: el misterio de nuestra condición de hijos de Dios.
Nosotros somos la Tienda del Encuentro. En el hondón del alma, en lo profundo de nuestra identidad, Dios se encarna en nosotros a cada instante.
Muchas veces me he preguntado si somos conscientes de ello, porque esto significa que su presencia da vida a nuestra vida. Significa que, en esa dimensión última de la existencia, Dios lleva nuestro nombre.
La persona que ha podido contemplar ese misterio último de la existencia experimenta un cambio radical. ¿Qué sentido tienen, a la luz de esa Presencia, nuestros pequeños intereses egoístas, nuestras pequeñas codicias materiales, nuestra sed de honores y reconocimientos? Todo palidece ante la belleza del misterio. Nada resiste ante el amor de Dios que, como dice la Escritura, ha sido derramado por la fe en nuestros corazones. El amor de Dios, lo más esencial y genuino del Señor, ha sido derramado en nuestros corazones.
XI
He aquí que Tú estabas dentro de mí y yo fuera,
y por fuera te buscaba.
Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera.
Brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera.
Exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por Ti.
Gusté de Ti y siento hambre y sed.
Me tocaste y me abrasé en Tu paz.
Oración Tarde te amé, San Agustín de Hipona.
En la quietud del Silencio podemos ver que nosotros somos la Tienda del Encuentro. Por eso, con toda justicia, el alma del Salmo 27 pide que el Señor la lleve a lo profundo de su tienda. Llévame a lo más hondo de mi interior, donde Tú y yo formamos una sola e indivisible persona. Llévame, Señor, a lo profundo. A la fuente.
En un pasaje del Principito de Saint-Exupéry, un comerciante le ofrece una píldora que evita tener sed y que ahorra a quien la toma el tiempo dedicado a beber: cincuenta y tres minutos semanales. Pero el Principito responde: si yo tuviera cincuenta y tres minutos de más, andaría despacito hacia una fuente.
También nosotros; si tenemos un rato cada día, un espacio para ponernos en presencia del Señor, estaremos caminando despacito hasta la fuente que brota en lo más profundo de nuestro interior. La fuente donde nos mana la presencia de Dios y de la que nace nuestra vida. Toda nuestra existencia sería inconcebible desconectados de Dios. Él anima nuestra vida, nos sostiene en la existencia.
El camino del Silencio consiste en dejar que la fuente interior nos empape. En lo más hondo de la experiencia bebemos el agua que Jesús ofreció a la samaritana: si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le habrías pedido y Él te habría dado agua viva. […] Todo el que bebe de esta agua tendrá sed de nuevo, pero el que beba del agua que Yo le daré, no tendrá sed nunca más. […] Dijo la mujer: Señor, dame de esa agua.
Con ella, también nosotros podemos pedir al Señor: danos de beber. Empapa nuestra vida con el agua de tu fuente, el agua que mana en el fondo último de nuestra existencia, en esa dimensión oculta en la que nacemos de Ti a cada instante.
La sed del Padre nos pone en camino, como al hijo pródigo. Él recuperó la nostalgia de lo divino cuando se quedó vacío, cuando lo perdió todo. Así nosotros, cuando nos quedamos sin nada, cuando nos despojamos de todo en la oración hasta quedarnos desnudos, avizoramos un encuentro con el Dios que habita en nuestro corazón.
El Silencio nos ofrece un camino para dirigirnos a las honduras de la Tienda del Encuentro, a la casa que el Padre ha puesto en nosotros. Como dice Jesús, en la casa de mi Padre hay muchas moradas. Hay una morada para cada uno de nosotros.
XII
Nada te turbe, nada te espante,
todo se pasa, Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza;
quien a Dios tiene nada le falta:
sólo Dios basta.
Santa Teresa de Jesús.
Nada de lo descrito sucede fácilmente y sin constancia. La experiencia del Silencio nos pide ser disciplinados y poner en la búsqueda de Jesús todo nuestro empeño. Decíamos que ningún camino que valga la pena se recorre sin esfuerzo. Pero, felizmente, el esfuerzo que nos pide Jesús en la oración es un yugo leve y una carga suave. Quien ha atisbado el perfume de esta búsqueda, el aroma a nardo de casa de Lázaro, buscará una y otra vez el encuentro con el Señor.
No obstante, siempre aparecerán momentos en los que las prisas, la pereza o las dudas pongan en cuestión nuestra constancia. En esos momentos es cuando debemos permanecer fieles al Señor en el camino del Silencio. Es entonces cuando nuestra vida tiene que dar una respuesta ya que esos son los momentos que marcan la diferencia. Santa Teresa solía advertir así a sus hermanas: no desmaye nadie de los que han comenzado a tener oración. Si no la deja, crea que [el Señor] le sacará a puerto de luz.
El camino del Silencio se recorre sin prisas; es un caminar sereno, gradual, no apresurado. Por eso pide de nosotros constancia y paciencia; dicho de otro modo, si estamos dispuestos a recorrer el camino del Silencio, él nos enseñará el arte de la paciencia.
Ser paciente significa no caminar movidos por ninguna expectativa de logro o adquisición. Todo lo que haya de venir vendrá a su debido tiempo, ya que todo es providencia. De alguna manera, la paciencia va volviendo nuestra mirada cada vez más limpia, desinteresada y humilde.
1 . Insistiremos sobre ello cuando expongamos la metodología de la oración de Silencio en el anexo situado al final del libro.