3
Cuando el sol comenzó su descenso definitivo, unas largas sombras empezaron a deslizarse sobre Londres, en donde las calles, una tras otra, se encontraban de nuevo sin electricidad. La gente se estaba parapetando en sus casas, preparándose para otra noche de miedo, hambre y frío. Pero los londinenses no sabían si se estaban defendiendo de las bandas ilegales que campaban a sus anchas sin policía ni ejército que las detuvieran o de algo más siniestro, si había que creer los rumores que circulaban por todas partes.
En algunos barrios, los residentes se habían organizado en milicias locales, utilizando vehículos para cerrar las calles y esgrimiendo rastrillos, herramientas de jardinería y hasta cacerolas para rechazar a cualquiera que tratara de entrar en sus zonas sin una buena razón.
Pero al oeste de Londres había un bastión de aparente normalidad. El centro comercial de Westfield, el más grande de Gran Bretaña, seguía conectado por lo que fuera a una red eléctrica activa, y la luz que se derramaba a través de sus escaparates resultaba irresistible para aquellos que se sentían demasiado aterrorizados para quedarse en casa.
A nadie se le había ocurrido apagar el sistema de sonido y la música ambiental seguía sonando de fondo mientras, a intervalos regulares, la suave y poco natural voz de un locutor transmitía un anuncio pregrabado sobre las siguientes promociones, desfasadas desde hacía mucho tiempo. El acceso a las tiendas en sí estaba vedado a macha martillo por las persianas de seguridad, bien afianzadas de lado a lado. Algunas seguían teniendo artículos en el escaparate, aunque las demás habían sido desalojadas, y sus existencias retiradas, en espera de que las circunstancias volvieran a la normalidad.
A lo largo de los pasillos del centro comercial, la gente, en sacos de dormir o envueltas en mantas, se acomodaban para pasar la noche. Era una reminiscencia de las escenas de la Segunda Guerra Mundial, cuando los andenes del metro habían sido utilizados como refugios antiaéreos. Quizás hubiera electricidad para mantener las luces encendidas, pero la calefacción era otro cantar, y en el interior del edificio hacía un frío glacial. Se habían encendido una sucesión de pequeñas hogueras que eran alimentadas con envases vacíos o cualquier otra cosa que se pudiera encontrar para mantenerlas ardiendo, mientras unas caras con la expresión ausente miraban fijamente sus raquíticas llamas.
Cautivas de su miseria, ninguna de aquellas personas prestó demasiada atención cuando una mujer pasó por su lado. Alta y elegante, avanzaba sinuosamente entre los desordenados grupos de personas haciendo chasquear los tacones de aguja sobre el suelo encerado. Si le hubieran prestado alguna atención, habrían reparado en su caro abrigo de pieles con el cuello levantado, y en que dos hombres con unas capuchas que les ocultaban el rostro eran como dos sombras gemelas mientras la seguían en silencio.
Un niño, de no más de seis años, se fue directamente hacia ella y se plantó insolentemente en su camino.
—Eh, señora rica, ¿tiene algo para comer? —preguntó el pequeño.
La mujer, Hermione, se lo quedó mirando desde las alturas con indisimulado asco.
—¿Qué dices? —soltó.
—Decía que si tiene algo para comer —repitió el niño, esta vez golpeándose impacientemente en la boca con un dedo sucio, como si le estuviera hablando a alguien demasiado estúpido para entenderle.
Los ojos bordeados en negro de Hermione resplandecieron de ira, y los músculos de su rostro fino como una navaja se tensaron tanto que parecía más una escultura que un ser humano.
—Sí… —gruñó ella—, ¡a ti!
Pero cuando terminó de hablar, una avalancha de saliva lechosa le resbaló sobre el labio negro.
Sin apartar la mirada de ella, el niño inclinó la cabeza e hizo un ruido asqueroso, como si estuviera vomitando, tras lo cual se alejó pavoneándose. Sabía que estaba todavía lo bastante cerca para que le oyera, cuando añadió:
—Viejo feto malayo.
Hermione se llevó la mano a la boca rápidamente, no para limpiarla, sino para asegurarse de que el carnoso tubo que se sacudía como una serpiente dentro de sus mejillas no estuviera a punto de aparecer. Se volvió hacia uno de los Limitadores que la seguían.
—No sé qué les pasa a los niños hoy en día, no muestran ningún respeto —dijo—. Toma nota de que quiero darle personalmente una lección a ese pequeño mocoso, ¿de acuerdo? Tengo una larva con su nombre escrito encima.
El soldado styx asintió levemente con la cabeza para mostrar que había entendido.
Cuando Hermione captó la alegre melodía que salía de los altavoces del centro comercial, ladeó la cabeza.
—¿No es eso «La chica de Ipanema»? —preguntó. La canción era tan animada y ofrecía un contraste tan acusado con la escena de desesperación iluminada con fluorescentes que la rodeaba que fue incapaz de reprimir una risotada cuando empezó a dirigirse al emplazamiento de venta al por menor situado en el extremo más alejado del centro comercial, y en cuyo exterior la esperaban otra pareja de Limitadores. En cuanto éstos la vieron, levantaron la persiana para que pudiera entrar. Hermione recorrió a grandes zancadas la parte delantera de la tienda vacía y entró directamente en el almacén de la parte posterior.
Rebecca Dos estaba sentada encima de unos cajones de embalaje, muy pegadita al capitán Franz. En cuanto la chica se dio cuenta de que entraba alguien, se apartó rápidamente de él.
Hermione se detuvo en la puerta, sacudiendo la cabeza con desaprobación.
Cuando el capitán Franz se levantó, la expresión ausente de sus ojos evidenció bien a las claras las muchas sesiones recibidas de Luz Oscura. Con el abrigo largo de piel negra de un Limitador styx que le habían proporcionado y su impresionante pelo rubio, Hermione habría sido la primera en admitir que era sumamente guapo. Pero el problema estribaba en que casualmente era humano.
—Nos marchamos. Vamos —dijo. Cruzó el almacén directamente hasta una puerta situada en la parte de atrás y la aporreó. La puerta se abrió inmediatamente y, acompañada de Rebecca Dos, su capitán y los dos Limitadores que la seguían detrás, salió hecha una furia a la oscuridad.
El único ruido que se oía era el golpeteo de los tacones de Hermione sobre la acera mientras los guiaba a considerable velocidad por una sucesión de calles. No habían llegado todavía a su destino cuando le hizo un gesto a Rebecca Dos para que se pusiera a su lado.
—¿Acabo de pillarte haciéndole arrumacos a ese neogermano? Acaso no le estabas cogiendo de la mano, ¿eh? —preguntó.
—Esto… sí, se la estaba cogiendo —admitió Rebecca Dos dócilmente.
Hermione estaba sacudiendo la cabeza de nuevo mientras avanzaba briosamente por la calle a oscuras.
—Ni siquiera tienes catorce años. ¿Crees que…?
Rebecca Dos intentó interrumpirla, pero Hermione no estaba por la labor de oír nada.
—No, escúchame —dijo—. Sé que vas a decirme que eres una styx y que por consiguiente tu edad en años humanos es irrelevante. Y mírate ahora —posó sus ojos en Rebecca Dos, que estaba a su lado—, eres una mujer muy joven. Pero a fin de cuentas, él no es uno de nosotros, es un humano. Y por si fuera poco todo eso, su pobre cerebrito humano ha sido manipulado tantas veces que se ha convertido en un zombi.
—Todo eso ya lo sé —replicó Rebecca Dos.
Hermione esperó a que la chica continuara, y cuando no lo hizo, prosiguió ella.
—Sólo quiero cuidar de ti. Viajamos en el mismo barco, lo sabes. Y aunque todavía no tengamos confirmación, ambas sabemos que hemos perdido a nuestras hermanas, a nuestras gemelas. En nuestro fuero interno, las dos lo sabemos. Podemos sentir ese vacío dentro de nosotras como si nos faltara algo, ese dolor por la separación.
Llegaron a la iglesia victoriana y un Limitador se adelantó corriendo para abrirles la gran puerta de roble. Dentro, se habían colocado unas esferas luminiscentes a lo largo de las paredes, y había muchos más Limitadores. Uno de ellos tenía a un hombre que yacía en el suelo acurrucado junto a sus pies.
—¿Quién es ése? —preguntó Hermione.
—El párroco. Estaba escondido en la sacristía cuando llegamos —respondió el Limitador—. Ha estado tratando de mantener a la gente alejada de esta iglesia.
—Qué buen cristiano está hecho —se burló Hermione, mirando socarronamente al hombre—. ¿Y está inconsciente?
—No, no lo está. —El Limitador le dio una patada al hombre. Éste soltó un tímido gritito y se encogió aún más, y entonces empezó a mascullar una retahíla de oraciones.
—Ah, excelente. Siento el impulso. —Hermione se libró del abrigo de piel. Se abrió de un tirón el cuello de su camiseta carmesí para liberar sus patas de insecto de donde le brotaban en la parte superior de la columna vertebral. Siguió dándole consejos a Rebecca Dos mientras levantaba un pie y le propinaba una estocada con el tacón de aguja al aterrorizado sujeto—. Lo único que te digo es que todo lo que creas que sientes por él… —lanzó una mirada al capitán Franz, que estaba parado completamente inmóvil detrás de Rebecca— no es normal. Discúlpame un instante.
El párroco seguía balbuciendo sus oraciones y estaba demasiado petrificado para oponer resistencia cuando Hermione cayó sobre él. Ella le agarró por el pelo y le hizo volver la cabeza de un tirón.
—Es joven —dijo—. Y qué agradable es tener a uno consciente, aunque sumiso para variar.
Levantó la vista hacia Rebecca Dos y le lanzó una mirada de complicidad.
—Esto es para lo único que sirven estos sacos de carne humanos. —Centró de nuevo la atención en el párroco y el ovipositor se balanceó fuera de su boca buscando al hombre. Fue entonces cuando éste empezó a ofrecer una débil resistencia, aunque enseguida fue abortada cuando las patas insectoides de Hermione le agarraron con fuerza por las sienes.
Lo último que dijo el párroco fue: «Dios se apiade de mí» cuando el tubo se introdujo en su boca y el saco de los huevos descendió con dificultad hasta lo más profundo. Cuando todo terminó, el hombre rodó simplemente sobre su costado y se volvió a hacer un ovillo. El acto reflejo provocado por la obstrucción del esófago le provocó arcadas y toses mientras Hermione se levantaba.
—Ah, menudo peso te quitas de encima —dijo, volviendo a meterse la trompa de los huevos en la boca. Suspiró y se volvió hacia Rebecca mientras los jugos le corrían por la barbilla—. Lo que pasa es que tu comportamiento está mal visto. Algunos lo considerarían dañino, incluso enfermizo. Y en este momento te aseguro que no tardará en llegar el día en que tengas que olvidarte de ese enamoramiento infantil.
Había tristeza en los ojos de Rebecca Dos cuando asintió con la cabeza.
—No es una elección difícil. Nos esperan momentos inolvidables —continuó Hermione. Se inclinó sobre Rebeca Dos y bajó la voz con aire conspirador—. Sé cómo es eso. Yo también tuve mi temporada con el Pagano en la Superficie, y una puede acabar pensando cosas disparatadas, hecha un lío. Existe la tentación de hacerse nativa… y también de experimentarlo. Pero tú eres una styx, y es ahí donde residen tus lealtades. No con ningún mequetrefe bonito que dejarás atrás muy rápidamente. No, pronto te olvidarás de él.
»Ahora —proclamó Hermione mientras avanzaba a zancadas por el pasillo. Subió los escalones hasta el altar, y allí giró en redondo como si fuera a dirigirse a una feligresía inexistente—. ¿Dónde están mis hijos?, porque quiero que arrasen ese centro comercial como una plaga de langostas. Demostraremos a esos sacos de carne que no hay ningún sitio seguro para ellos.
Allí, en el altar, desplegó sus patas de insecto cuan largas eran, las juntó y las agitó ruidosamente, haciéndolas vibrar cada vez más deprisa, hasta que el sonido se convirtió en un zumbido continuo. Al mismo tiempo, echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y emitió una llamada que ningún humano podía oír.
Súbitamente, por todos los lados de la iglesia las ventanas explotaron hacia dentro, y los fragmentos de los vitrales llovieron sobre los Limitadores.
Los Armagi entraron a raudales por todos los lados, bajaron sobre los respaldos de los bancos y se reunieron en el pasillo. Unas bestias semitransparentes, como hechas de hielo líquido, cuyas alas de plumas punzantes relucían bajo la luz de las esferas.
Hermione dio por concluida su llamada y bajó la cabeza.
—Ah, hijos míos —dijo—. Mis hijos han acudido a mi lado.
Con la escolta permanente de una pareja de Limitadores styx, Danforth estaba haciendo sus rondas por la planta, mirando por encima de los hombros de los operadores sentados delante de sus pantallas.
Un indicador rojo empezó a parpadear encima de una de las mesas y la operadora levantó mecánicamente la mano en el aire. Danforth se dirigió hacia ella inmediatamente. La operadora había localizado algo en un barrido de radiofrecuencia y reclamaba su atención haciéndole señas. Cuando Danforth examinó la pantalla, repitió: «Interesante» varias veces, aunque se distrajo al oír un sonido que venía de varias mesas más allá. Se volvió a tiempo de ver al operador, un hombre de unos cuarenta años, arrancarse los auriculares y empezar a levantarse.
—¿Quién le ha dicho que puede abandonar su puesto? —le espetó Danforth, pero el hombre no respondió. Durante un momento se tambaleó sobre sus pies, y en sus ojos apareció una expresión ausente antes de caer redondo de espaldas, llevándose por delante la silla.
Chasqueando la lengua con furia, Danforth se dirigió a examinar al hombre. Al no advertir indicios de que respirara, le palpó el cuello en busca del pulso.
—Está muerto —declaró sin ninguna emoción mientras cogía al hombre por la barbilla para girarle la cabeza—. ¿Supongo que a ninguno de vosotros le apetece hacerle una reanimación cardiovascular? —preguntó, echándole una media mirada a los guardias Limitadores, que pululaban por detrás él.
»No, ya me parecía que no —se contestó a sí mismo cuando no le respondieron. Danforth escudriñó la cara del difunto, que tenía unos oscuros cardenales debajo de los ojos y estaba cubierto de una pátina de sudor—. Paro cardíaco debido al agotamiento extremo y la deshidratación, me aventuraría a diagnosticar —dijo, mientras les señalaba a los Limitadores los labios azulados del hombre—. Sacadlo de aquí, ¿os importa?
Tras incorporarse, se frotó las manos con asco, como para quitarse el sudor del muerto de ellas.
—¿Qué es esto? —preguntó el viejo styx cuando apareció detrás de los dos Limitadores.
Danforth echó un vistazo a la mesa del difunto, a la foto de dos niños pequeños que jugaban en las aguas tornasoladas de algún mar tropical. Evidentemente eran sus hijos.
—Estas personas no son más que humanos —dijo Danforth sin apasionamiento—. Les hemos puenteado sus pequeños y simples cerebros con la Luz Oscura y han ejecutado sus tareas a satisfacción, pero los estamos obligando a sobrepasar su resistencia física.
—Por necesidad. Necesitamos resultados —dijo el viejo styx, pero sin hostilidad. Muy a su pesar respetaba a Danforth, que les estaba ayudando en campos de la tecnología que habrían estado fuera del alcance de los styx sin su experiencia.
Y su actual ubicación, justo al sur de Londres, en una subestación de comunicaciones del gobierno desde donde se podía controlar el tráfico electrónico, se estaba revelando como una auténtica bendición para los styx mientras seguían atacando los objetivos claves. Desde luego, la mayoría de las formas de comunicación, como las líneas terrestres, los teléfonos móviles, cualquier transmisión televisiva o radiofónica e Internet, hacía mucho que habían sido liquidadas. Pero las comunicaciones más especializadas utilizadas por el ejército o la conexión vía satélite no podían ser detenidas ni bloqueadas, y ahí es donde entraba Danforth.
Él no era otro autómata de la Luz Oscura que hacía sólo lo que le ordenaran; su experiencia significaba que los styx podían mantenerse un paso por delante de la limitada resistencia militar con la que se encontraban de tanto en tanto.
Danforth estaba demostrando ser valioso, lo que era una suerte para él, pues de lo contrario habrían prescindido de él hacía muchas semanas.
Y también les había indicado a los styx qué instalaciones de vigilancia por radar debían ser destruidas o mantenidas operativas, de manera que cualquier interferencia de la comunidad internacional pudiera ser detectada prematuramente y atajada. No había duda de que los styx no deseaban que un grupo operativo internacional les aguara la fiesta mientras desmantelaban sistemáticamente el país.
—Bien, contamos entonces con unos recursos limitados —dijo Danforth, echando una vistazo rápido a las caras silenciosas y demacradas iluminadas por las pantallas—. Muchos de estos operadores no durarán mucho más allá de un día o dos sin descanso y una alimentación adecuada.
El viejo styx asintió con la cabeza.
—Entonces deje que los importantes se tomen un descanso. El resto, los que realicen tareas menos cualificadas, pueden seguir trabajando hasta que se caigan.
—Muy bien —consintió Danforth, aunque el viejo styx acababa de sentenciar a muerte a la mayoría de los humanos presentes en la sala—. Y quiero enseñarle algo. —Condujo al viejo styx de nuevo a la pantalla donde se había detectado una señal. Tras apartar de un empujón a la mujer que había estado delante del monitor, se inclinó sobre el teclado y escribió algo rápidamente en él. Una lista de números se desplazó por la pantalla—. Puede que no sea nada, pero alguien está utilizando intermitentemente un equipo analógico en este lugar. —Cuando pulsó una tecla, apareció un mapa con un círculo parpadeante—. La señal se origina aquí. —Danforth envió las coordenadas a la impresora, y cuando salió la hoja, la arrancó para entregársela al viejo styx—. Vale la pena enviar una patrulla a investigar, ¿no le parece?
—Sí, enviaré una inmediatamente —confirmó el viejo styx.
Danforth levantó la vista hacia él.
—Y está muy cerca de donde le aconsejé que deberíamos estar en este preciso momento. Es en una de las principales rutas de alimentación para la Oficina Central de Comunicaciones del Gobierno de Cheltenham. —Entonces señaló a todos los operadores de la sala con un movimiento circular de la mano—. Por supuesto, desde aquí podemos detectar y fijar las transmisiones, pero el equipamiento que tienen en esa instalación (en la Rosquilla, como la llaman) no tiene parangón. Lo sé porque diseñé una parte del equipo cuando se estaba construyendo el lugar. Y con ese equipo a su disposición, pueden interceptar las señales (incluso en el tráfico por satélite) y escuchar a escondidas todo lo que les plazca. Incluso las transmisiones encriptadas.
—Sí, se ha tomado nota de su recomendación —respondió el viejo styx—. De todas formas, eso es algo a lo que tendremos que enfrentarnos tarde o temprano, y resulta irritante que no hayamos podido entrar ahí antes y poner a nuestro servicio esa instalación. Las medidas de seguridad para detectar a las mulas de la Luz Oscura son considerables, y el perímetro militar formidable.
—Bueno, ¿es eso un sí? ¿Vamos a lanzar un ataque?
—Sí, muy pronto. —El viejo styx tomó aire. Aunque su voz no dejaba entrever ninguna emoción, entrecerró los ojos lo mínimo—. Ese lugar siempre ha sido el primero de su lista, Danforth. ¿Hay algún motivo oculto para su sugerencia?
Danforth sonrió, aunque fue una sonrisa maliciosa.
—Años atrás, ofrecí voluntariamente mis estimables servicios, y ni siquiera se dignaron concederme una entrevista. De no ser por mí, buena parte de esas instalaciones no existirían hoy día. Se tienen bien merecido un castigo.
—Pues brilla como un cometa de venganza —dijo el viejo styx, citando a Enrique VI de Shakespeare.
—¡Augurio de la caída de nuestros enemigos! —se animó Danforth, añadiendo el siguiente verso.
Al reconocer un espíritu afín, ambos hombres se miraron mutuamente durante un instante, antes de que el viejo styx hablara.
—Comprendo a un hombre con esa motivación. —Se dio la vuelta hacia los dos Limitadores—. Se os ordenó que retirarais el cuerpo. ¿Por qué no lo habéis hecho todavía? —Giró sobre sus talones y se alejó.
Danforth se quedó con uno de sus escoltas Limitadores mientras el otro se encargaba del operador muerto. Reprimiendo un bostezo, hizo una última ronda por la planta y empezó a dirigirse al despacho sin ventanas que era su hogar desde hacía un mes. Aunque nunca dormía durante mucho tiempo, echaba una cabezadita ocasional siempre que podía. Sin encender la luz y todavía completamente vestido, se dirigió al catre de campaña y se tumbó, mientras que el Limitador se quedaba en el pasillo, donde se apostó.
Danforth bostezó mientras se daba la vuelta de costado. El Limitador que estaba fuera de la habitación no tenía manera de ver lo que estaba haciendo cuando se puso la mano en la boca e hizo girar uno de sus molares. La corona hueca se desprendió con un chasquido insignificante.
Hubo un tiempo, cuando le destinaban al extranjero para asesorar a los servicios de inteligencia de otros países sobre sus sistemas de vigilancia electrónica, en que siempre existía el riesgo de que pudiera ser secuestrado y torturado para sacarle lo que sabía. Entonces el molar hueco había contenido suficiente cianuro para matarle en segundos.
Pero si Danforth superaba en algún talento a los demas, era en la capacidad para coger un equipo electrónico y miniaturizarlo. Y eso era exactamente lo que había hecho para encajar una radio de tecnología punta dentro del diente.
—Sabía que debía haberle vendido la patente a Sony —masculló mientras activaba la diminuta radio con una presión de la uña.
No necesitaba ver el dispositivo, que manejaba valiéndose sólo del tacto. Tras teclear el mensaje en morse, el dispositivo empezó a grabarlo. Era un mensaje breve, y cuando estuvo listo, Danforth apretó un número predeterminado de veces y fue enviado a una frecuencia que, no por casualidad, estaba en un punto ciego para el equipo de detección del final del pasillo.
En cualquier caso, la transmisión había durado sólo la fracción de una fracción de segundo —o, como decían los militares, un «eructo»—, porque el mensaje estaba enormemente comprimido. Aunque uno de los operadores de la sala principal hubiera captado casualmente la transmisión en su pantalla, muy probablemente lo habría achacado a un fallo del escáner.
Cuando se hubo colocado la muela en su sitio de nuevo, la ligera sonrisa en sus labios se fue desvaneciendo a medida que se fue entregando al sueño.
—Esto… no puedes hacer eso —dijo Chester.
—¿Hacer qué? —Stephanie estaba sentada a la mesa al lado de la ventana, inclinada sobre un tablero de ajedrez.
Chester se levantó del sofá colocado junto a la chimenea y se le acercó.
—Los peones sólo se mueven en diagonal cuando van a comerse algo —explicó, echando un vistazo a las distintas piezas que ella había colocado aleatoriamente para practicar—. Eso debe habértelo dicho ya tu abuelo.
—Sí, pero ¿no son débiles por eso? —Stephanie le dio la vuelta al pequeño peón con una de sus brillantes uñas rojas—. Los peleones son aburridos y casi tan inútiles como los estúpidos caballos y torres.
—Peones —le corrigió Chester con amabilidad—. Se llaman peones. —Poco a poco había ido saliendo de su caparazón después del trauma de ver morir a sus padres en el Complejo. Pero había sido un proceso lento, y al principio, hasta un ruido inesperado, como un portazo o un grito, le superaba y podía hacerle llorar. Lo único que Chester había deseado era esconderse bajo las mantas de uno de los diminutos dormitorios del piso de arriba de la casa de campo, y dormir y seguir durmiendo, porque era la única manera que tenía de escapar de su angustia.
El problema era que cuando finalmente se despertaba, sólo transcurrían unos pocos segundos apacibles antes de que recordara lo que estaba haciendo allí. Entonces los terribles recuerdos volvían de sopetón, y el dolor le hacía compañía de nuevo. Era más de lo que podía soportar, como si le estuviera devorando por dentro hasta que lo único que quedaba era la pérdida y la aflicción y una parálisis invalidante.
Tras dos semanas de soportar esto, Chester había dormido todo lo que podía, así que se tumbaba en la cama y se quedaba mirando fijamente los rincones de la habitación. Y aún se sentía más perdido y solo cuando el viento aullaba desde el mar y sacudía ruidosamente las tejas del tejado haciendo que pareciera el tamborileo de una procesión lejana. Su mente no dejaba de reproducir una y otra vez el fatídico día de la muerte de sus padres, mientras analizaba y revivía cada acontecimiento insignificante que había conducido al momento de la explosión, modificándolos ligeramente cuando imaginaba qué podría haber hecho él para evitar sus muertes.
«Nunca jamás debería haberla abandonado.» Si tan sólo se hubiera quedado con su madre en la cocina. ¿Por qué la había dejado sola para ir con Drake? Debería haberse pegado a ella, no haberla perdido de vista. «¡No! ¡Papá! ¡Alto!» Chester podría haber impedido que su padre descendiera por la galería de acceso para ir a buscar a su madre, haciéndole un placaje de rugby si hubiera sido necesario. Si lo hubiera hecho, lo más probable es que su padre siguiera vivo, y quizá también su madre. Su versión de aquel día se iba haciendo cada vez más fantasiosa, hasta llegar al momento en que se enfrentaba a Danforth en la galería y vaciaba un cargador entero en el traidor con el Sten corcoveando en sus manos.
«¡Toma, apestoso bastardo!», gruñía entre dientes, saliendo de su ensoñación empapado en sudor y con los puños apretados por el odio que sentía por el hombre que había masacrado a sus padres. Jamás había deseado tanto dañar y matar a alguien, puede que incluso más que a las gemelas Rebecca y a los mismísimos styx. Aunque, cuando pensaba en ello, Martha no estaba lejos de los primeros puestos de su lista de odiados por lo que le había hecho pasar a él.
Y aunque necesitara desesperadamente bajar, quizá porque estuviera sediento y deseara beber un poco de agua, permanecía donde estaba sin importarle lo incómodo que estuviera. De todas formas, el Viejo Wilkie se mantenía en vela toda la noche sentado en un sillón al lado de la puerta principal, armado con su escopeta por si los styx decidían aparecer por sorpresa. Deprimido como estaba, a Chester no le hacía mucha gracia que sus sesos acabaran esparcidos por las paredes de la casa por chocar accidentalmente con el hombre. Sería considerablemente molesto.
Entonces, y para su sorpresa, se encontró empezando a anhelar la compañía humana, aunque a distancia. Descubrió que estar cerca de Stephanie y el Viejo Wilkie le hacía sentirse un poco mejor, aunque fingiera estar enfrascado en la lectura de su libro y así tener una excusa para no hablar con ninguno de los dos.
Esa falta de comunicación con Stephanie y el Viejo Wilkie dificultaba considerablemente la vida en el confinamiento de la reducida casa de campo, donde vivían absolutamente apartados del mundo exterior. Habían tenido la comida de Navidad más infeliz que Chester hubiera podido imaginar, sentados en silencio la mayor parte del tiempo en torno a la comida que el Viejo Wilkie tanto se había esforzado en preparar. Lo cual sólo consiguió que Chester se acordara de las navidades pasadas con sus padres. Incapaz de controlar sus emociones, había pretextado un falso dolor de cabeza para levantarse de la mesa, incluso antes de que el Viejo Wilkie hubiera sacado el pudín de Navidad.
—Pues peones, qué mas da —dijo entonces Stephanie sacudiendo la cabeza, y entonces agarró con fuerza la reina del tablero para admirarla—. El asunto está en estas tías, porque se pueden mover en todas las direcciones y todos los escaques que quieras. Y son más poderosas que todos los demás, incluidos los estirados vejestorios de los reyes, que sólo son buenos para huir y retrasarte en el juego. Qué narices, ¿por qué no pueden ser todo reinas? El juego sería mucho mejor.
—Pero entonces no sería ajedrez —razonó Chester. Empezó a bostezar, pero transformó el bostezo en un sonido nasal, como si estuviera considerando seriamente la sugerencia de la chica, porque no quería disgustarla. No podía soportar la idea de disgustar a nadie; seguía sintiéndose tan desecho y mustio por dentro que rehuía cualquier cosa desagradable. Y observar a Stephanie intentando aprender a jugar al ajedrez le había hecho comprender cuánto echaba de menos a Will, su inveterado rival en aquellas lides—. No puedes pretender cambiar completamente el juego, aunque hay otras maneras de jugarlo —añadió.
Stephanie se cruzó de brazos y puso cara de pocos amigos, aunque Chester se dio cuenta de que era una expresión fingida.
—Tal vez deberías probar a jugar según mis normas —dijo ella, echando un vistazo al chico desde debajo de su melena roja, que le caía suelta delante de la cara. Aquélla era una novedad sorprendente porque normalmente cuidaba muchísimo su aspecto, aunque ese día era uno de los que ella denominaba «días nefastos».
Había comunicado a su abuelo y a Chester que como sólo estaban ellos tres en la casita de campo, no se iba a tomar ninguna molestia en lavarse el pelo cada mañana. También era un «lío», había dicho, porque acarrear el agua caliente desde la estufa térmica Aga hasta la planta de arriba era fatigoso, y bajo ningún concepto estaba dispuesta a darse un baño helado. Además —había seguido diciéndoles—, y dado que estaban en un lugar perdido y no había ninguna probabilidad de que nadie fuera a hacerles una visita, ¿qué sentido tenía?
Chester no tenía muy claro si sentirse halagado porque se sintiera tan cómoda en su compañía, o molestarse porque no se tomara ninguna molestia por él.
Stephanie devolvió las piezas a ambos extremos del tablero, pero sin colocarlas en sus posiciones habituales.
—Bueno, como ahora vamos a jugar a «mi» juego, hagamos como si todas fueran reinas. Excepto, claro está, estos dos aburridos reyes. —Levantó la vista hacia Chester—. ¿Preparado para recibir una paliza, pollito?
—Bien —empezó a decir él, volviendo la vista hacia el libro que había dejado abierto en el sillón. No quería participar de aquello, pero no se le ocurrió una excusa con tan poca antelación.
—Mueve un pelón, y sal al encuentro de tu destino —le desafió Stephanie, señalando la silla que tenía enfrente—. ¿Sabes?, tu cara tiene mejor aspecto —dijo cuando él se mostró remiso a hacer lo que se le pedía—. Mis hidratantes están funcionando realmente.
—Sí, te lo tengo que agradecer —replicó Chester, tocándose la frente donde estaban cicatrizando las pequeñas costras. Su eccema le había salido por toda la cara y las manos con una virulencia inusitada. El Viejo Wilkie había sugerido que muy probablemente el desencadenante hubiera sido todo lo que había padecido, aunque en su fuero interno Chester prefería atribuirlo a la humedad de la casa de campo—. Ahora ya no parezco tanto un fenómeno de circo —comentó, con incomodidad.
Stephanie sonrió.
—Tú nunca…
Se interrumpió cuando la puerta de la cocina se abrió y el Viejo Wilkie entró con alguien que parecía ser un soldado y que le seguía de cerca. El hombre llevaba una casaca cortavientos del SAS con la capucha levantada, que se la retiró en ese momento.
—¡Parry! —prorrumpió Chester al reconocer la cara de barba gris y rasgos marcados, y se precipitó hacia él—. ¡No tenía ni idea de que estuvieras aquí!
—Hola, chaval, ¿cómo te va? —le saludó Parry cariñosamente, cogiendo la mano de Chester entre las suyas—. Lamento haberte dejado aquí fuera tanto tiempo.
—Pensábamos que te habías olvidado de nosotros —terció Stephanie.
Parry la saludó con una rápida sonrisa y se volvió de nuevo a Chester.
—Vine en cuanto tuve ocasión. Las cosas han estado un poco caóticas, por decirlo de una manera suave. —Mientras el hombre hablaba, el muchacho reparó en su boina beige y no se le pasó por alto la daga alada del distintivo—. Sí —continuó—, he estado echando una mano en el Regimiento. Pero, dime, ¿cómo estás?, que eso es lo que importa.
—Supongo que mejor.
—Ayyyy, debo tener una pinta asquerosa —masculló Stephanie mientras se arreglaba el pelo, lanzando rápidas miradas hacia la puerta por donde había entrado Parry no fuera a ser que estuviera a punto de entrar alguien más.
—¿Has tenido noticias de alguien? ¿De Will o de Elliott? ¿O de Drake? —preguntó Chester—. ¿Han vuelto?
Parry había sacado su teléfono vía satélite, y empezó a pasárselo de una mano a otra.
—No, pero es demasiado pronto todavía para perder las esperanzas respecto a ellos. ¿Quién sabe dónde se meterían cuando llegaron allí abajo? Quizá terminaron el trabajo, pero encontraron resistencia en el camino de vuelta —respondió Parry con mesura, aunque a Chester no se le escapó la ligera preocupación reflejada en su rostro antes de que Stephanie se entrometiera.
—Pero ¿cómo llegaste aquí, Parry? —preguntó la chica—. No te oímos llegar.
—En helicóptero —respondió él—. En estos días es casi la única manera de desplazarse.
—Entonces, ¿tenemos el visto bueno ya? ¿Podemos volver a casa? —preguntó rápidamente Stephanie.
No quedó ninguna duda de la preocupación de Parry cuando su ceño se pobló de uves. Sus ojos localizaron la radio colocada en el alféizar.
—¿Qué sabéis exactamente de lo que está sucediendo en el resto del país?
—En realidad, nada —dijo Stephanie, girándose también para echar un vistazo a la radio—. Sólo tenemos esa antigualla. Podemos sintonizar un puñado de emisoras, pero la señal es tan débil que siempre se está como perdiendo. Ni siquiera puedo encontrar algo de música decen…
—Eso se debe a que el objetivo de los styx sigue siendo el control de la difusión de las noticias —le interrumpió Parry—, e interfieren las frecuencias para que no haya ninguna comunicación.
Cuando tomó aire, Chester aprovechó la oportunidad para hablar.
—Así que la cosa está fea, ¿no es así?
Parry se rió entre dientes sin ganas.
—Fea ni siquiera empieza a describirla. Nadie confía en nadie, sobre todo porque la gente está asustada y tiene mucha hambre. Las importaciones se han detenido, así que hay escasez de alimentos, y en cualquier caso la infraestructura de transporte está inmovilizada.
Meneó la cabeza.
—Hay disturbios y saqueos por todo el país, porque los agentes que quedan de la fuerza policial prácticamente se han dado por vencidos. La gente se esconde en sus casas, pueblos armados levantan fortificaciones como si fueran pequeños feudos y bandas de paramilitares descargan su frustración sobre la minoría más cercana a la que pueden echarle el guante. Es como si el país hubiera sido arrojado de nuevo a la Edad Media.
—Pero ¿qué es lo que está haciendo el gobierno al respecto? —preguntó Stephanie.
—El gobierno no tiene ni la menor idea de cómo arreglar las cosas —respondió Parry—. Y no sirve de nada acudir a nadie en busca de ayuda en Europa. A todos les aterroriza que esto se vaya a extender más allá de nuestras fronteras, así que sencillamente nos ignoran.
—Entonces, nuestro ataque al almacén no sirvió de mucho para detener a los styx —comentó Chester.
—Por desgracia, no —admitió Parry—. Cuando las gemelas Rebecca salieron pitando, una de las dos permaneció en la Superficie con una mujer styx, mientras que la otra creemos que descendió al mundo interior. Así que, desgraciadamente, todo lo que Eddie avisó que ocurriría se está haciendo realidad.
Por mucho que Chester deseara mantenerse al margen de todo lo que estaba pasando, no pudo evitar hacer la pregunta inevitable.
—¿Estás hablando de la Fase? —preguntó.
—La retrasamos con nuestro ataque al almacén, pero el único efecto que tuvo eso fue que aumentara su intensidad, puede que para convertirse en algo aún peor. Aquí, en la Superficie, nos estamos enfrentando ahora a algo más que unos meros Limitadores y humanos sometidos a la Luz Oscura. Ahora también intervienen los Armagi.
—¿Qué aspecto tienen? —terció Stephanie.
—Parecen Limitadores, hasta que se transforman, y entonces no se parecen a nada que hayas visto jamás. Son unas máquinas de matar sumamente efectivas, con independencia del entorno en el que actúen. Lo sé porque los he visto en acción. —De pronto, Parry pareció muy cansado—. Y en cuanto a la manera exacta de enfrentarnos a ellos, tengo que admitir que en este momento no tenemos ninguna respuesta.
Stephanie abrió la boca para hablar de nuevo, pero Parry la interrumpió.
—No sé cuánto tiempo estaremos a salvo aquí, aunque es posible que los Armagi hayan detectado mi helicóptero mientras venía. Y también, la última información que hemos recibido es que los styx han ocupado una serie de instalaciones de radar claves.
—¿No estamos seguros aquí? —masculló Chester.
—Así es, así que quiero que recojáis todas vuestras cosas. Os largaréis de aquí conmigo cuando me vaya.
—¿De verdad nos vamos a ir? —preguntó Stephanie, esforzándose al máximo en ocultar su regocijo.
—Sí, pero no inmediatamente. Chester, primero necesito que me acompañes a un sitio. Y procura abrigarte bien —dijo Parry, dirigiéndose ya hacia la puerta.
—¿Vamos a salir? —inquirió el chico sin ningún entusiasmo y echando un vistazo por la ventana hacia la oscuridad creciente—. ¿De verdad tengo que ir?
—Sí, te necesito conmigo —contestó Parry. Por su tono, Chester supo que entre sus alternativas no estaba el negarse, no obstante su nula disposición a implicarse de nuevo—. Vamos a reunirnos con uno de mis contactos. Y no lleves ninguna arma contigo; es mejor que no vayas armado —añadió, antes de golpear una vez el suelo con su bastón de paseo y luego darse la vuelta hacia la puerta de entrada.
Chester siguió el consejo de Parry y se puso un jersey grueso y su chaquetón más abrigado. Cuando salió de la casa de campo, el hombre estaba hablando por un teléfono vía satélite, aunque uno diferente al que había llevado dentro. Parry levantó una mano para indicar que tenía que terminar la conversación, y entonces se alejó un poco para que el chico no pudiera oír lo que estaba diciendo. Cuando el viento helado le mordió por dentro, Chester empezó a encolerizarse; por mucho que respetara a Parry, él había terminado con todo aquello. Ya estaba haciendo acopio de valor para decírselo y así poder volver dentro, a su preciosa cama caliente, cuando el hombre terminó inopinadamente la llamada.
—Hemos de apresurarnos —dijo, y echó a andar resueltamente por el campo cubierto de tojos en dirección al mar. Con un gruñido, Chester le siguió. Parry fue apretando el paso sin apenas utilizar su bastón a medida que se fueron aproximando al acantilado. Y parecía estar muy familiarizado con el estado del terreno cuando siguió caminando por el borde de la escarpa hasta llegar a un sendero que llevaba abajo. El viento les azotó entonces con toda su fuerza, y Chester avanzó con dificultad mientras sorteaba los escalones tallados en la roca. Una gruesa soga colgaba bordeando el camino, pero aun así seguía siendo una labor descomunal, ya que la única iluminación del camino provenía de la débil luz de la linterna de Parry. Entonces llegaron al final.
—Mantén los brazos a los costados y abre las manos —le indicó Parry a Chester, levantando la voz para que se le oyera por encima del rugido del viento—. Y no hagas ningún movimiento brusco. No tienes ningún motivo en absoluto para alarmarte por lo que está punto de suceder.
—¿Alarmarme? Pero ¿qué es lo que está a punto de suceder? Y de todas formas, ¿por qué tengo que estar aquí? —preguntó Chester, incapaz de disimular su beligerancia en la voz. En realidad no había dado su consentimiento para nada de aquello, y ahora estaba en una playa azotada por el viento en plena oscuridad. No estaba dispuesto a dejarse embrollar en otro de los planes de Parry. El último había acabado con todo el mundo sin aire en el Complejo, después de que el loco de Danforth lo hubiera volado en pedazos y asesinado a sus padres.
—Mira, colega, siento traerte a la fuerza después de todo lo que has pasado —se disculpó Parry, dándole un apretón en el brazo a través del chaquetón de lona—. Pero esto es importante, y tú eres importante.
Tiró de él ligeramente para que le siguiera cuando empezó a bajar la cuesta de la playa. Mientras sus pies hacían crujir los guijarros, Chester se esforzó en ver si había alguien allí, entrecerrando los ojos para protegerse del rocío del mar. Pero no vio un alma en toda la playa azotada por la marea, que desaparecía en la turbia oscuridad a ambos lados de él.
Parry se paró en seco en cuanto hubieron recorrido como la mitad de la distancia que les separaba del mar, y se enganchó la linterna en la cazadora.
—Ahora ponte las manos en la cabeza. Lentamente —le dijo a Chester—. Y relájate. No te va a pasar nada.
El chico siguió a regañadientes el ejemplo de Parry, por una parte muy nervioso, y por otra sumamente resentido por aquella intromisión en su vida. En su duelo.
—Distintivo de llamada Delta Eco —anunció de pronto Parry en voz alta, y luego repitió las palabras aún más alto para que pudieran oírse por encima del sonido del viento y el estrépito de las olas.
Desde algún sitio cercano llegó una respuesta penetrante y concisa.
—Yanqui Alfa.
De pronto unas sombras cobraron vida alrededor de ellos.
Chester alcanzó a ver a unos hombres vestidos de negro y armados hasta los dientes antes de que le sujetaran los brazos y se los retorcieran a la espalda. Notó que le rodeaban las muñecas con una cuerda y se las unían con fuerza antes de que una capucha le bajara por la cabeza.
La situación era tan evocadora del trato brutal que había recibido en la Colonia cuando fue condenado al Destierro que empezó a forcejar con sus raptores, retorciendo el cuerpo para librarse de ellos.
Alguien le susurró al oído:
—Tranquilo, hijo, o te dejamos grogui de un castañazo. —El acento era norteamericano, y ni por un instante Chester dudó que el hombre haría lo que había dicho. Aflojó los músculos del cuerpo, cerró los ojos bajo la capucha y dejó que lo condujeran por la playa y luego le metieran en una especie de barca o lancha neumática. Las olas sacudían la embarcación por todas partes cuando un fueraborda se puso en marcha con un zumbido sordo, tras lo cual Chester notó el movimiento de avance. Estaba en marcha.
Cinco minutos más tarde, la embarcación golpeó con algo, y dos hombres lo levantaron cogiéndole por las axilas hasta que sus pies encontraron una superficie firme. Mientras era arrastrado un corto trecho por ella, se dijo que debía de estar en un barco, pero entonces los dos hombres le hicieron detenerse.
—Quitadles las capuchas y desatadlos —atronó otra voz con acento norteamericano.
Cuando tuvo libres las manos y le arrancaron la capucha de la cabeza, Chester parpadeó intentando distinguir dónde estaba. Una difusa luz roja se filtraba a través del rocío del mar. Parecía provenir de algún sitio en lo alto.
—Los brazos en cruz, colega —le ordenó a Chester un tipo que tenía a su lado, y él obedeció de inmediato.
Los hombres le cachearon concienzudamente, palpándole los brazos y las piernas e incluso diciéndole que levantara ambos pies para poder examinar las suelas de sus botas. Entonces sacaron una especie de escáner, que iba emitiendo un sonido agudo a medida que se lo pasaban por el cuerpo, concentrándose especialmente en su estómago. No muy lejos de donde se encontraba vio que a Parry le estaban aplicando el mismo tratamiento.
—Controles realizados. Está limpio —gritó uno de los hombres que Chester tenía al lado.
—Éste igual —informó uno de los escoltas de Parry.
—Hacia la escalera —le dijeron al chico mientras le conducían en dirección a la luz.
Fuera lo que fuese donde se encontraba, cabeceaba en el mar como algo de tamaño considerable. No era un barco; de eso estaba seguro. Las olas más grandes bañaban de lado a lado su cubierta, y la única estructura que pudo adivinar vagamente cuando se acercó a ella medía alrededor de unos doce metros de altura.
Bajo el resplandor de la iluminación rojiza divisó unas grandes letras blancas escritas en la torre que surgió imponente de la brumosa oscuridad delante de él.
USS Herald, leyó Chester. Entonces cayó en la cuenta.
—¿Un submarino? —preguntó incrédulo, cuando empezó a subir los peldaños metálicos por el costado de la torre cónica—. ¿Estamos en un submarino norteamericano?
—Sí, amigo mío, eres huésped de uno de los más sofisticados e impresionantes submarinos nucleares de la clase A de Estados Unidos —dijo detrás de él una voz arisca, arrastrando las palabras.
—No hay mucho movimiento esta noche, ¿verdad? —preguntó Eddie.
—No. Ni dentro ni fuera —respondió el hombre de la mira telescópica sin levantar la vista.
Se habían establecido varios puestos de observación en los edificios que rodeaban la periferia de la Oficina Central de Comunicaciones del Gobierno, la instalación estatal frecuentemente denominada la «Rosquilla» debido a la estructura circular que tanto recordaba a una rosquilla y en ese momento Eddie estaba inspeccionándolos todos. Aquél en concreto había sido establecido en el ático de una casa abandonada en la que se había eliminado parte del tejado a fin de conseguir una vista despejada de la instalación oficial, situada a varios cientos de metros de distancia y una de las pocas que los styx no se habían molestado todavía en inutilizar. Y aquel puesto de observación tenía las característica de todos los demás: integrado por uno de los ex Limitadores de Eddie y un miembro de la Vieja Guardia, entre los dos llevaban a cabo la vigilancia las veinticuatro horas del día.
Después de acercarse a la abertura hecha en el tejado, Eddie escudriñó las luces de la Rosquilla. Aunque Londres parecía estar recibiendo el peso de los ataques de los styx, sospechaba que no era más que cuestión de tiempo el que hicieran algo respecto de la Oficina Central de Comunicaciones del Gobierno, ya que seguía operativa. La amenaza, cuando llegara, provendría del exterior y no del personal de la propia instalación, porque desde el instante en que los primeros informes de Parry alertaron de que la Luz Oscura afectaba a miembros del ejército, el director de la Oficina Central de Comunicaciones del Gobierno había tomado la precaución de activar las medidas de clausura del centro. Parry y el director se conocían desde hacía décadas, así que el último no había tenido ninguna duda de que se trataba de algo que debía tomarse en serio. Dobló el personal en todos los puntos de acceso a la Rosquilla, estableció un perímetro militar extra alrededor de las instalaciones y, lo que era crucial, había puesto en marcha la utilización de los Purgadores en todo el personal entrante antes de que la mayoría de los demás emplazamientos sensibles hubieran hecho lo propio.
Y ahora, mientras el miembro de la Vieja Guardia inspeccionaba la carretera de acceso con sus binoculares, con una taza de humeante sopa de su termo al alcance de la mano, Eddie le miró insistentemente por última vez.
El Limitador, sentado en un rincón del ático, salió de su estado como de trance al oír la voz de Eddie.
—Voy a inspeccionar el siguiente puesto —dijo, echándole un vistazo a su reloj antes de dirigirse a las escaleras que bajaban desde el ático.
Cuando su pie encontró el primer escalón, le dio pena que aquellos dos hombres formaran parte de una cacería que les costaría la vida. Su emplazamiento había sido entregado en bandeja a los styx, y ambos iban a ser sacrificados para mantener las apariencias, aunque la cara de Eddie —tan inexpresiva como siempre— no reveló nada.
—Gracias a los dos —dijo cuando empezó a desaparecer de la vista.