4

 

—Ha sido magnánimo con nosotros, señor secretario.

—Peter, le he pedido que me llame Christopher —respondió el secretario de Defensa Hendricks.

Peter Marks, sentado junto a su codirectora, Soraya Moore, manifestó su conformidad.

—Tengo ideas para la resucitada Treadstone —continuó Hendricks—, pero antes de explicárselas quiero oír la opinión de ustedes dos. ¿Cómo ven la continuidad de Treadstone?

Los tres se encontraban en la sala de estar de la casa que Hendricks tenía en Georgetown, donde celebraban una reunión para planificar la estrategia. La familia de Hendricks, aunque pertenecía a la clase superior de la sociedad de Washington, carecía sin embargo de dinero, lo que significaba que a pesar de su sangre azul él poseía una clara ética de trabajo propia de un obrero. Era un hombre que se esforzaba, algunos incluso podrían decir que demasiado.

Era alto y delgado, de porte militar. De hecho, había servido brevemente en Corea, había resultado herido en cumplimiento del deber y había sido debidamente condecorado por el mismísimo presidente antes de regresar al sector público. Hasta hacía un año, había sido asesor de seguridad nacional.

Ahora que por fin estaba en un lugar privilegiado, estaba decidido a poner en marcha diversas iniciativas que llevaba años planeando. La primera (y, sinceramente, la más importante) era convertir la resucitada Treadstone en su organización propia, libre de las ataduras de la Central de Inteligencia (CI), la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) y el Congreso.

Hendricks no tenía ningún deseo de saltarse la ley. Sin embargo, había observado que, de vez en cuando, era necesario que un grupo de personas (pequeño, unido, intensamente leales entre sí y a Estados Unidos) funcionara en áreas imposibles de observar y controlar. Ahora, con el país atacado por diversas facciones extremistas tanto extranjeras como nacionales, había llegado ese momento.

Con ese fin, Hendricks había contratado a Soraya Moore y Peter Marks. Ella había sido jefa del grupo de operaciones clandestinas de la CI, Tifón, hasta que fue despedida sin contemplaciones por M. Errol Danziger, el monomaníaco nuevo jefe de la CI, y Peter Marks había sido íntimo de los antiguos jefes de la CI. Se conocían bien, tenían temperamentos complementarios, y eran lo suficientemente listos para pensar sin ataduras, lo que, en opinión de Hendricks, era lo que hacía falta en esta nueva guerra fragmentada de mil grupos en la que se encontraban. Lo mejor de todo era que Soraya Moore era musulmana, medio egipcia, con un enorme caudal de conocimiento, especialización y experiencia de primera mano en Oriente Medio y más allá. Los dos eran, en resumen, los opuestos absolutos a los escleróticos generales y políticos de carrera que ensuciaban la comunidad de inteligencia norteamericana como cagadas de pájaro.

Marks y Moore estaban sentados frente a él en un sofá de cuero, gemelo del sofá donde él se sentaba. Su secretaria, Jolene, estaba de pie detrás, con un auricular Bluetooth que la conectaba a su móvil. La luz del sol se filtraba entre las gruesas cortinas. A través de la rendija de ventana visible podían verse las sombras del destacamento de la Guardia Nacional del secretario. En la mesita baja entre ellos quedaban los restos del desayuno. Cleo, la preciosa perra bóxer de Hendricks, estaba sentada inmóvil contra su pierna, la boca levemente abierta, la cabeza levemente ladeada, mirando a los dos invitados de su amo como si sintiera curiosidad por su largo silencio.

Soraya y Marks intercambiaron una rápida mirada, entonces ella se aclaró la garganta. Sus grandes ojos azules y su nariz prominente eran los elementos centrales de un atrevido rostro árabe de color canela. Era dueña de un aire dominante que a Hendricks le parecía impresionante. Sin embargo, lo que más le gustaba era que no era femenina, ni débilmente masculina como muchas mujeres en una estructura dominada por los varones. Era genuina, lo cual resultaba refrescante además de curiosamente reconfortante. Por tanto, Hendricks sopesaba sus palabras cuidadosamente y también las de Marks.

—Peter y yo queremos seguir un soplo que nos llegó esta mañana temprano —dijo por fin.

—¿Qué clase de soplo?

—Discúlpeme, señor secretario —intervino Jolene, inclinándose hacia delante—. Tengo a Brad Finlay en línea.

Hendricks volvió la cabeza.

—Jolene, ¿qué le he dicho de interrumpir esta reunión?

La secretaria dio un involuntario paso atrás.

—Lo siento, señor, pero teniendo en cuenta que es jefe de Seguridad Nacional, asumí que usted…

—Nunca, nunca asuma nada —replicó él—. Vaya a la cocina. Sabe cómo manejar a Findlay.

—Sí, señor.

Con las mejillas ardiendo, Jolene se retiró rápidamente de la habitación.

Marks y Soraya intercambiaron de nuevo una mirada.

Ella se aclaró la garganta.

—Es difícil decirlo.

—No es lo que podríamos llamar un soplo normal —comentó Marks.

Hendricks frunció el ceño.

—¿Y eso significa...? —Se había olvidado por completo de Jolene, de la llamada y de su airada reacción.

—No se originó en ninguno de los sospechosos habituales: mulás insatisfechos, capos del opio, las mafias rusas, albanas o chinas. —Soraya se levantó y caminó por la habitación, tocando una escultura de bronce aquí, la esquina de una foto enmarcada allá. Cleo la miró con sus grandes ojos líquidos.

La mujer se detuvo bruscamente y, tras darse la vuelta, miró a Hendricks.

—Todos ellos son viejos conocidos. Este soplo vino de lo desconocido…

El secretario frunció aún más el ceño.

—No comprendo. El terrorismo…

—No es terrorismo —dijo Soraya—. Al menos no como lo hemos definido hasta ahora. Se trata de un individuo que contactó conmigo.

—¿Por qué quiso cambiar de bando? ¿Cuál es su motivación?

—Eso está todavía por determinar.

—Bueno, sea quien sea su informador, tráigalo para una sesión de interrogatorio —ordenó Hendricks—. No me gustan los misterios.

—Eso sería el protocolo que deberíamos seguir, naturalmente —terció Marks—, pero por desgracia, está muerto.

—¿Asesinado?

—Atropello con fuga —aclaró Marks.

—El tema es que no lo sabemos —Soraya agarró el respaldo de un sillón tapizado—. Queremos ir a París e investigar.

—Olvídenlo. Tienen asuntos más importantes que atender. Además, quién sabe si podíamos fiarnos de ese hombre.

—Me dio información preliminar de un grupo conocido como Severus Domna.

—Nunca he oído hablar de ellos, y además el nombre parece falso —observó Hendricks—. Creo que ese contacto estaba jugando con ustedes.

Soraya se mantuvo firme.

—No comparto esa opinión.

Hendricks se levantó y se acercó a una de las ventanas. La primera vez que vio a Soraya Moore, se preguntó si era lesbiana. Había algo en ella: un equilibrio, una franqueza, una disposición a aceptar las complejidades de la gente que un montón de mujeres heterosexuales simplemente no podían conseguir. Entonces investigó a fondo y descubrió que su amante era Amun Chalthoum, jefe de Al Mokhabarat, el servicio secreto egipcio. De hecho, había llamado a Chalthoum y tuvo una interesante charla de veinte minutos con él. Danziger había utilizado la relación de Moore con Chalthoum como excusa para despedirla de Tifón. Era una de las principales estupideces perpetradas por M. Errol Danziger desde que llegó a la CI. Los valiosos contactos y operativos encubiertos de Tifón sólo eran fieles a ella. En el momento en que Hendricks la nombró codirectora de Treadstone, todos habían vuelto con ella. Así que ahora sabía lo especial que era.

—Muy bien —dijo—. Investíguelo. —Se volvió hacia ellos—. Pero, Peter, lo quiero aquí. Treadstone está todavía en pañales y quiero que sea una agencia con la capacidad de controlar y limpiar la porquería de nuestra comunidad de inteligencia tras el Once de Septiembre. Ahora hay doscientos sesenta y tres órganos de inteligencia creados u organizados desde 2001, y siguen apareciendo más. Y eso sin contar los cientos de firmas privadas de inteligencia que hemos tenido a bien contratar, algunas tan fuera de nuestro control que operan aquí en Estados Unidos igual que lo hacen en las zonas de guerra del mundo. ¿Se da cuenta de que en este momento hay ochocientos cincuenta mil americanos con grado top-secret? Son demasiados. —Sacudió con énfasis la cabeza—. En modo alguno voy a permitir que mis dos directores estén en misión al mismo tiempo.

Marks dio un paso hacia él.

—Pero…

—Peter. —Hendricks sonrió—. Soraya tiene experiencia de campo, así que se encargará de esta misión. Es simple lógica.

Cuando los dos empezaron a retirarse, comentó:

—Ah, por cierto, he podido conseguir que los servidores de Treadstone accedan a todas las bases de datos de los servicios clandestinos.

Después de que se marcharan, Hendricks pensó en Samaritano. Deliberadamente le había ocultado su existencia a Peter, sabiendo que en el momento en que se enterara querría implicarse en la seguridad de Indigo Ridge. A pesar de la clara advertencia del presidente, Hendricks quería tener a Peter en Treadstone, que era ahora su niño mimado, un deseo largamente albergado al que no iba a renunciar, ni siquiera por Samaritano. Estaba corriendo un riesgo, eso lo sabía bien. Si algunos de los otros presentes en la reunión del Despacho Oval, especialmente el general Marshall, sospechaba que retenía personal clave para su propio uso se vería en una situación insostenible.

Pero bueno, pensó, ¿qué es la vida sin riesgo?

Volvió a la ventana. Sus rosas parecían embarradas y abandonadas. Miró impaciente el reloj. ¿Dónde estaba aquel maldito especialista en rosas que había contratado?

La casa, alejada del centro de la ciudad, era silenciosa. Normalmente, era algo que le gustaba porque le ayudaba a pensar. Pero esta mañana era diferente. Se había despertado con la acuciante sensación de que había pasado algo por alto. Ya se había casado y divorciado dos veces cuando conoció, se casó y luego enterró a su amada Amanda. Tenía un hijo de su segunda esposa, ahora marine en labores de inteligencia militar, destacado en Afganistán. Tendría que estar preocupado por él, pero la verdad era que rara vez pensaba en él. Había tenido poco que ver con su educación; para ser sinceros, podía haber sido el hijo de otro. Sin Amanda, no tenía ataduras, ningún sentido de familia, sólo un lugar. Como los europeos, valoraba la propiedad por encima del dinero. ¿Y por qué era así?, se preguntó. ¿Qué le sucedía? En los restaurantes, en los actos oficiales o en el teatro, se encontraba a colegas con sus esposas, a veces con sus hijos crecidos. Él siempre estaba solo, aunque de vez en cuando tenía una mujer u otra del brazo: viudas desesperadas por seguir siendo parte del escenario social de Washington. No significaban nada para él, esas mujeres de cierta edad, con sus rostros tensos y sin poros, los pechos subidos hasta sus barbillas cuidadosamente esculpidas, con sus largos vestidos hechos para impresionar. A menudo llevaban guantes para ocultar las manchas que la edad iba dejando en sus manos.

El brusco sonido del timbre lo sacó de sus cavilaciones. Al abrir la puerta principal se encontró ante una mujer de treinta y tantos años, el pelo apartado de su rostro en forma de corazón por una coleta. Llevaba gafas redondas de montura de acero, un mono de trabajo sobre una camisa de cuadros masculina, botas verde rana y un sombrero de tela para protegerse del sol.

Se presentó como Maggie Penrod y le entregó sus credenciales como había hecho con los guardaespaldas que patrullaban la propiedad. Hendricks las estudió. Educada en la Sorbona y el Trinity de Oxford. Su padre (fallecido) fue trabajador social, su madre sueca (también fallecida) fue profesora de lengua en el distrito escolar de Bethesda. No había nada memorable en ella, excepto, cuando se inclinó hacia delante para recoger su carné de identidad, su olor, que tenía un aroma definido. ¿Qué era?, se preguntó Hendricks. Lo olfateó de la manera menos llamativa posible. Ah, sí. Canela y algo ligeramente amargo, almendra tostada, tal vez.

Mientras la conducía al rosal de triste aspecto, le preguntó:

—¿Qué hace una licenciada en arte…?

—¿En un lugar como éste?

Ella se echó a reír, un sonido suave y delicado que de algún modo sacudió algo en él, largamente oculto.

—La historia del arte fue una elección de carrera totalmente irreal. Además, no se me da bien el mundo académico: demasiadas mentiras e intrigas.

Tenía un leve acento, sin duda producto de su madre sueca, pensó Hendricks.

Se detuvo ante el rosal con las manos en las caderas.

—Y me gusta ser mi propia jefa. No tengo que dar cuentas a nadie.

Al escuchar con más atención, Hendricks fue consciente de que su acento suavizaba sus palabras, prestándoles una sensualidad inconfundible.

Ella se arrodilló, sus fuertes y suaves dedos apartaron las flores muertas que tenían los filos tensos, ondulados y marrones. La sangre le corrió por la piel, pero las espinas no parecían importarle.

—Las rosas están contraídas y las hojas se marchitan. —Se levantó y se volvió hacia él—. Para empezar, las ha regado demasiado. Hay que rociarlas una vez por semana. No se preocupe, sólo usaré elementos orgánicos. —Le sonrió, las mejillas encendidas por la luz del sol—. Tardaré un par de semanas, pero creo que podré sacarlas de cuidados intensivos.

Hendricks hizo un gesto con los brazos.

—Lo que necesite.

La luz del sol resbalaba por sus antebrazos como aceite, iluminando diminutos vellos dorados que parecían agitarse ante la mirada de él. Hendricks sintió el aliento caliente en la garganta.

Y entonces, sin ser consciente de cómo pronunció las palabras, preguntó:

—¿Le apetece entrar a tomar una copa?

Ella le sonrió dulcemente, el sol en los ojos.

—Hoy no.

—No lo creo —dijo Bourne—. Sencillamente, no es posible.

—Cualquier cosa es posible —respondió Essai—. Todo es posible.

—No —insistió él firmemente—. No lo es.

El árabe sonrió enigmático.

—Señor Bourne, está usted ahora en los dominios de Severus Domna. Por favor, créame.

Bourne contempló la hoguera. Había llegado la noche y, con ella, un jabalí que los hombres de Corellos habían atrapado, desollado y puesto a asar. El rico olor de su grasa al derretirse inundaba el campamento. Essai y él estaban cerca del fuego, conversando.

Un poco más allá, Corellos charlaba animadamente con su lugarteniente.

—Victorias insignificantes —comentó Essai, mirándolo.

Bourne lo miró, inquisitivo.

—Ya ve cómo es. Sabe que no puedo comer cerdo y sin embargo eso es lo que ofrece para cenar. Si le pregunta, dirá que es un premio para sus hombres.

—Volvamos a Boris Karpov.

La enigmática sonrisa regresó.

—Benjamin El-Arian, nuestro enemigo, es un maestro de ajedrez. Piensa con muchos movimientos de antelación. Planeó la posibilidad de que usted tuviera éxito impidiendo que Domna se hiciera con el oro de Salomón. —Volvió la cabeza, la luz de la hoguera chispeaba en sus ojos—. Ha oído hablar de Viktor Cherkesov, ¿no?

—Hasta hace varios meses, era el jefe del FSB-2. Se marchó en circunstancias misteriosas y Boris ocupó su puesto. Me lo contó el propio Boris. Limpiar el FSB-2 era un largo sueño para él.

—Un buen hombre su amigo Boris. ¿Le informó por casualidad por qué Cherkesov renunció a su poderoso trono?

—Circunstancias misteriosas —repitió Bourne.

—No tan misteriosas para mí. Benjamin El-Arian contactó con Cherkesov a través del intermediario adecuado y le hizo una oferta que no pudo rechazar.

Los músculos de Bourne se tensaron.

—¿Cherkesov ahora forma parte de Domna?

Essai asintió.

—Y ahora veo por su expresión que ha deducido el resto. Cherkesov le ofreció un trato a su amigo Boris: el FSB-2 a cambio de favores futuros.

—Y el primero es matarme.

Essai vio que Corellos, tras haber terminado de dar órdenes, venía hacia ellos. Se inclinó hacia delante y, bajando la voz, manifestó con cierta premura:

—Ya ve lo listo que es Benjamin El-Arian. Severus Domna no es un grupo corriente. Ahora ya sabe a qué nos enfrentamos.

Mientras Corellos acercaba una silla de campamento, Bourne observó:

—Aún no me han aclarado por qué vine aquí en primer lugar.

Corellos lo miró con ojos de acero inoxidable. Sobre él crecía un árbol con la corteza pelada como tiras de piel desollada. El aire titilaba y bailaba con los mosquitos.

—Necesito garantías —exigió Bourne. Estaba claro que se dirigía tanto a Essai como al capo de la droga.

Este último soltó una risa sorda y mostró los dientes como un villano en una película de Tarantino.

—La hermana de mi socio muerto es una paranoica. No pretendo hacerle ningún daño, le doy mi palabra.

—El negocio era suyo y de Gustavo —señaló Bourne—. Ahora es sólo suyo.

—Eso es lo que ella le ha dicho.

—No quiere dinero manchado de sangre obtenido con el narcotráfico.

Corellos gesticuló con las manos.

—Entonces, ¿por qué quería él que se hiciera cargo?

—Por motivos familiares. Pero ella no es como él.

—No la conoce usted.

Bourne guardó silencio. Había algo en el capo de la droga que provocaba una animosidad instintiva, como ver a un escorpión o una viuda negra. La criatura podía no resultar amenazadora en el momento, pero ¿y en el futuro? Bourne lo estudió. Era el opuesto absoluto de Gustavo Moreno, a quien había conocido hacía muchos años. Pese a todo lo demás que pudiera haber sido, Moreno era un caballero: es decir, podías confiar en él cuando daba su palabra. Bourne no tenía esa sensación con Corellos. Berengaria hacía bien en temerlo.

Durante este momento de pausa, Corellos se acomodó en su silla, de modo que ésta crujió como los huesos de un anciano.

—Bien. ¿Qué es lo que quiere esa puta?

—Berengaria sólo quiere que la dejen en paz.

Corellos echó atrás la cabeza y soltó una carcajada. Bourne pudo ver la gruesa marca roja de cuando había empezado a estrangularlo.

—Bueno. De acuerdo, pasemos al siguiente paso. ¿Cuánto quiere?

—Ya se lo he dicho —contestó Bourne tranquilamente—. Nada.

—No trate de engañarme. Venga, dígalo.

Una fina brisa sacudió los enjambres de mosquitos. El bosque estaba repleto de sonidos de insectos, ranas de zarzal y pequeños mamíferos nocturnos. Bourne sólo quería una cosa: enterrar su puño en la cara de Corellos. Ahora que lo había conocido, sospechaba que Moreno había dejado su mitad del negocio a su hermana para fastidiar a su socio. No podían haberse llevado bien a nivel personal.

—Puede que usted crea a esa puta —dijo Corellos—, pero ello no significa que yo tenga que hacer lo mismo.

—Sólo déjela en paz y esto se terminará.

El capo sacudió la cabeza.

—Ella tiene todos mis contactos.

—Aquí tiene el contenido del disco duro de su ordenador.

Bourne le tendió el texto impreso que Berengaria le había dado antes de salir de Phuket.

Corellos abrió la carpeta y pasó su grueso y calloso índice por la lista.

—Está todo. —Alzó la cabeza y se encogió de hombros—. Esto es una copia. —La agitó en el aire—. No significa nada.

Bourne le tendió el disco duro del portátil de Berengaria.

El capo se lo quedó mirando un instante.

—No me joda. —Riendo, asintió—. Hecho.

—Si va tras ella… —Bourne dejó que la amenaza implícita flotara en el aire húmedo.

Corellos se detuvo durante medio segundo. Entonces abrió mucho los brazos.

—Si voy tras esa puta, entonces venga a por mí.