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Una semana más tarde

 

—Nos están dejando en ridículo.

El presidente de Estados Unidos paseó la mirada por el Despacho Oval, fijando los ojos en los hombres que permanecían casi en posición de firmes. En el exterior, la tarde era soleada y luminosa, pero aquí dentro la tensión de la sala era tan opresiva como si la propia tormenta interna del presidente se hubiera desencadenado.

—¿Cómo se produjo esta lamentable situación?

—Los chinos nos llevan años de delantera —respondió Christopher Hendricks, el recién nombrado secretario de Defensa—. Han empezado a construir reactores nucleares para no tener que depender del petróleo y el carbón, y ahora resulta que poseen el noventa y seis por ciento de la producción de tierras raras del mundo.

—Tierras raras —tronó el presidente—. ¿Qué demonios son las tierras raras?

El general Marshall, el jefe de Estado Mayor del Pentágono, descargó su peso de un pie a otro, claramente incómodo.

—Son minerales que…

—Con el debido respeto, general —intervino Hendricks—. Las tierras raras son elementos.

Mike Holmes, el asesor de seguridad nacional, se volvió hacia Hendricks.

—¿Qué diferencia hay y a quién demonios le importa?

—Cada uno de los óxidos de tierras raras presenta propiedades únicas —contestó Hendricks—. Las tierras raras son esenciales para un puñado de nuevas tecnologías, entre las que se incluyen coches eléctricos, teléfonos móviles, turbinas eólicas generadoras de energía, láseres, superconductores, imanes de alta tecnología, y, lo más importante de todo, para muchos presentes en esta sala, especialmente usted, general, armamento militar en todas las áreas cruciales para nuestra seguridad: electrónica, óptica y magnetismo. Como, por ejemplo, el avión no tripulado Predator o cualquiera de nuestras municiones de alta precisión de nueva generación, los objetivos láser, y las redes de comunicación por satélite. Todos dependen de las tierras raras que importamos de China.

—Bueno, ¿y por qué demonios no supimos todo esto antes? —masculló Holmes.

El presidente cogió un puñado de hojas de papel de su escritorio, y las alzó como si fueran ropa tendida.

—Aquí tenemos la Prueba A. Seis informes fechados en los últimos veintitrés meses, enviados por Chris a su personal, general, donde expone esos mismos argumentos que ha expuesto aquí. —El presidente le dio la vuelta a uno de los informes y leyó en voz alta—. «¿Es consciente alguien en el Pentágono que son necesarias dos toneladas de óxidos de tierras raras para fabricar un molino eólico nuevo, y que los molinos que usamos son importados de China?» —Miró inquisitivamente al general Marshall.

—Nunca los he visto —comentó Marshall, envarado—. No tengo conocimiento alguno.

—Bien, al menos alguien de su personal sí que lo tiene —interrumpió el presidente—, lo que significa que, como mínimo, general, sus líneas de comunicación están jodidas. —El presidente casi nunca usaba lenguaje obsceno, y ahora se produjo un silencio asombrado—. En el peor de los casos —continuó—, nos encontramos ante una negligencia flagrante.

—¿Negligencia flagrante? —Marshall parpadeó—. No comprendo.

El presidente suspiró.

—Infórmele, Chris.

—Hace cinco días, los chinos redujeron su cuota de exportación de tierras raras en un setenta por ciento. Están haciendo acopio de tierras raras para su propio uso, tal como yo predije que harían en mi segundo informe al Pentágono hace trece meses.

—Como no se emprendió ninguna acción —observó el presidente—, ahora estamos jodidos a base de bien.

—Los misiles crucero Tomahawk, el proyectil guiado de artillería de largo alcance y precisión Excalibur, la bomba inteligente GBU-Veintiocho destructora de búnkeres —Hendricks fue enumerando las diversas armas con los dedos—, fibras ópticas, tecnología de visión nocturna, el detector de agentes químicos multiusos integrado conocido por DAQMI que se emplea para detectar venenos químicos, los cristales Saint-Goban para la detección ampliada de radiación, los transductores de sonar y radar… —ladeó la cabeza—. ¿Continúo?

El general lo fulminó con la mirada, pero juiciosamente se guardó para sí sus venenosos pensamientos.

—Bien. —Los dedos del presidente tamborilearon sobre el escritorio—. ¿Cómo salimos de este lío? —No esperó una respuesta. Tras pulsar un botón de su intercomunicador, ordenó—: Háganlo pasar.

Un momento después un hombre pequeño, grueso y calvo entró en el Despacho Oval. Si se sentía intimidado por todo el poder de la sala, no dio muestras de ello. En cambio, hizo una leve inclinación con la cabeza, como hace la gente cuando se dirige a un monarca europeo.

—Señor presidente, Christopher.

El presidente sonrió.

—Éste, caballeros, es Roy FitzWilliams. Está a cargo de Indigo Ridge. Aparte de Chris, ¿alguno de ustedes ha oído hablar de Indigo Ridge? Creo que no. —Asintió—. Fitz, cuando quiera.

—Muy bien, señor. —La cabeza de FitzWilliams subía y bajaba como la de un muñeco cabezón—. En 1978 Unocal compró Indigo Ridge, una zona de California con el mayor depósito de tierras raras fuera de China. El gigante del petróleo quería explotar los depósitos de elementos, pero entre una cosa y otra nunca llegaron a hacerlo. En 2005 una compañía china hizo una oferta por Unocal, que el Congreso impidió por problemas de seguridad. —Se aclaró la garganta—. Al Congreso le preocupaba que el refinamiento del petróleo cayera en manos chinas: nunca había oído hablar de Indigo Ridge ni, ya puestos, de las tierras raras.

—Así que —señaló el presidente—, simplemente por la gracia de Dios, conservamos el control de Indigo Ridge.

—Lo cual nos trae al presente —observó Fitz—. Gracias a los esfuerzos de usted, señor presidente, y del señor Hendricks, hemos formado una compañía, llamada NeoDyme. Hace falta tanto dinero que las acciones de NeoDyme empezarán a cotizarse mañana en Bolsa. Lanzaremos una oferta pública de venta. Parte de lo que les he dicho es, naturalmente, de dominio público. El interés por las tierras raras se ha avivado con el anuncio chino. También hemos empezado a hacer circular la historia de NeoDyme, informando de la operación pública de venta a analistas clave, así que esperamos que recomienden los títulos de NeoDyme a sus clientes.

»NeoDyme no sólo empezará a explotar Indigo Ridge, cosa que debería haberse hecho hace décadas, sino que también garantizará la futura seguridad del país. —Sacó una tarjeta—. Hasta ahora, hemos identificado trece elementos de tierras raras en la propiedad de Indigo Ridge, incluyendo las vitales tierras raras pesadas. ¿Debo enumerarlas?

Alzó la cabeza.

—Ah, no, tal vez no. —Se aclaró de nuevo la garganta—. Esta misma semana nuestros geólogos nos han transmitido noticias aún mejores. Las últimas perforaciones de prueba indican la presencia de varias de las llamadas tierras raras verdes, un hallazgo de enorme importancia para el futuro, porque ni siquiera las minas chinas contienen estos metales.

El presidente agitó los hombros, como hacía cuando llegaba al tema crucial de los asuntos a tratar.

—En resumen, caballeros, NeoDyme va a convertirse en la compañía más importante de América, y posiblemente (y les aseguro que no se trata de una exageración), del mundo entero. —Su penetrante mirada se posó en todos los presentes en la sala, uno a uno—. No hace falta decir que la seguridad de Indigo Ridge es de máxima prioridad para nosotros ahora y en el futuro inmediato.

Se volvió hacia Hendricks.

—Por tanto, a partir de este día voy a crear un equipo de trabajo ultrasecreto, cuyo nombre en clave es Samaritano, que será dirigido por Christopher. Él será el enlace con todos ustedes, extrayendo recursos de sus dominios según lo crea adecuado. Ustedes cooperarán con él en todos los sentidos.

El presidente se levantó.

—Quiero que esto quede muy claro, caballeros. Como está en juego la seguridad de América, su mismo futuro, no podemos permitirnos ni un solo error, ni un fallo de comunicación, ni un solo balón perdido. —Sus ojos se clavaron en los del general Marshall—. Tendré tolerancia cero hacia las guerras interdepartamentales, la deslealtad o los celos entre agencias. Todo el que retenga información o no ceda personal a Samaritano será severamente castigado. Considérense advertidos. Ahora pueden crecer y multiplicarse.

Boris Illych Karpov le rompió el brazo a uno de los hombres y le clavó el codo en el ojo al segundo. La sangre manó y las cabezas cayeron. El hedor a sudor y miedo animal brotaba densamente de los dos prisioneros. Estaban atados a sillas de metal clavadas al duro suelo de hormigón. Entre ellos había un sumidero, ominoso en su circunferencia.

—Repetid vuestras historias —ordenó Karpov—. Ahora.

Como jefe recién nombrado del FSB-2, el brazo armado de la policía secreta rusa creado por Viktor Cherkesov a partir de un escuadrón antinarcóticos y para rivalizar con el FSB, el heredero del KGB, Karpov estaba limpiando la casa. Era algo que ansiaba hacer desde hacía muchos años. Ahora, gracias a un trato hecho en la más estricta confidencialidad, Cherkesov le había dado la oportunidad.

Inclinándose hacia delante, Karpov abofeteó a los dos prisioneros. El procedimiento normal era aislar a los sospechosos para encontrar discrepancias en sus respuestas, pero esto era diferente. Él ya sabía las respuestas; Cherkesov le había dicho todo lo que necesitaba saber no sólo sobre las manzanas podridas del FSB-2 (aquellos que estaban a sueldo de ciertas familias grupperovka o los oligarcas comerciales que quedaban después del colapso del Kremlin de los últimos años), sino también sobre los agentes que intentarían socavar la autoridad de Karpov.

Ninguno de los hombres habló, así que Karpov se levantó y salió de la celda. Se quedó solo en el subsótano del edificio de ladrillos amarillos situado justo frente a la plaza Lubyanka, donde la agencia rival FSB seguía teniendo su cuartel general, algo que ocurría desde los tiempos en que era supervisado por el aterrador Lavrentiy Beria.

Karpov sacó un cigarrillo y lo encendió. Apoyado en una pared fría y húmeda, fumó, una figura silenciosa y solitaria, sumida en sus pensamientos de cómo redirigir las energías del FSB-2, cómo podía convertirlo en una fuerza que encontrara el favor permanente del presidente Imov.

Cuando empezó a quemarse los dedos, dejó caer la colilla, la aplastó con el tacón y entró en la celda vecina, donde aguardaba un agente corrupto del FSB-2, roto. Karpov lo puso en pie y lo arrastró hasta la celda de los otros dos prisioneros. El ruido hizo que éstos alzaran la cabeza y miraran al nuevo preso.

Sin decir palabra, Karpov desenfundó su Makarov y le disparó en la nuca al hombre que sujetaba. La potencia de fuego era tan grande que la bala atravesó el cerebro y salió por la frente con un chorro de sangre y sesos que manchó a los dos hombres atados a las sillas. El cadáver se desplomó hacia delante, hasta quedar tendido entre ambos.

Karpov dio una orden y aparecieron dos guardias. Uno llevaba una gran bolsa reforzada de plástico negro, el otro una sierra que, a una señal del jefe del FSB-2, puso en marcha. Una vaharada de aceitoso humo azul surgió de la máquina, y entonces los dos hombres se pusieron a trabajar con el cadáver, decapitándolo y desmembrándolo. Los dos prisioneros eran incapaces de apartar la mirada de aquella horrible visión. Cuando los hombres de Karpov terminaron, recogieron los pedazos y los metieron en la bolsa. Luego se marcharon.

—No respondió a las preguntas. —Karpov miró intensamente a un agente primero, después al otro—. Su destino es vuestro destino, con toda certeza, a menos que… —Permitió que su voz se apagara como el humo que brota de un fuego que apenas está empezando.

—¿A menos que qué? —preguntó Anton, uno de los prisioneros.

—¡Cierra la puta boca! —exclamó Georgy, el otro prisionero.

—A menos que aceptes lo inevitable. —Karpov estaba de pie delante de ellos, pero se dirigía a Anton—. Esta agencia va a cambiar… contigo o sin ti. Considéralo así. Se te ha concedido una oportunidad especial para ser parte de mi círculo interno, para ofrecerme tu fe y tu lealtad. A cambio, vivirás y, muy posiblemente, prosperarás. Pero sólo si me eres fiel a mí y sólo a mí. Si vacilas aunque sea un momento, tu familia no sabrá nunca lo que ha sido de ti. Ni siquiera tendrán un cadáver que enterrar, que consuele a tus seres queridos, nada, de hecho, que marque tu estancia en esta tierra.

—Le juro lealtad absoluta, general Karpov, puede confiar totalmente en mí.

Georgy escupió.

—¡Traidor! ¡Te despedazaré miembro por miembro!

Karpov ignoró el estallido.

—Palabras, Anton Fedarovich —dijo.

—¿Qué debo hacer, entonces?

El jefe del FSB-2 se encogió de hombros.

—Si tengo que decírtelo, no tiene sentido, ¿no?

Anton pareció pensárselo un momento.

—Desáteme, entonces.

—Si te desato, ¿entonces qué?

—Entonces iremos al grano.

—¿Inmediatamente?

—Sin duda.

Karpov asintió y, tras colocarse detrás de los dos hombres, desató las muñecas y tobillos de Anton. El prisionero se levantó. Tuvo cuidado de no frotarse las muñecas despellejadas. Extendió la mano derecha. Karpov lo miró fijamente a los ojos, luego, después de un momento, le tendió su Makarov por la culata.

—¡Dispárale! —gritó Georgy—. ¡Dispárale a él de una vez, no a mí, idiota!

Anton cogió la pistola y le disparó dos veces a Georgy en la cara.

Karpov lo miró sin expresión.

—¿Y ahora cómo nos deshacemos del cuerpo?

Lo preguntó como si fuera un examen oral, un examen final, la culminación, o tal vez el primer paso de un adoctrinamiento.

Anton meditó su respuesta, ya que era un hombre reflexivo.

—La sierra era para el otro. Este hombre… este hombre no se merece nada, menos que nada. —Contempló el sumidero, que parecía las fauces de una bestia monstruosa—. Me pregunto… —dijo—. ¿Tiene algún ácido fuerte?

Cuarenta minutos más tarde, bajo un perfecto cielo azul y la brillante luz del sol, Karpov, camino de informar de sus avances al presidente Imov, recibió un brevísimo mensaje de texto. «FRONTERA

—Ramenskoye —le indicó a su conductor, refiriéndose al principal aeropuerto militar de Moscú, donde un avión, repostado y con la tripulación completa, estaba siempre a su disposición. El conductor dio un giro de ciento ochenta grados en cuanto el tráfico se lo permitió y pisó el acelerador.

En el momento en que presentó sus credenciales al agente de inmigración militar en Ramenskoye, un hombre tan delgado que al principio Karpov lo confundió con un adolescente salió de las sombras. Llevaba un sencillo traje oscuro, una corbata mala, y zapatos gastados y sucios. No había ni un gramo de grasa en él; era como si sus músculos se fundieran en una ágil máquina. Era como si hubiera refinado su cuerpo para utilizarlo como arma.

—General Karpov. —No ofreció la mano ni ninguna forma de saludo—. Me llamo Zachek. —No ofreció tampoco ningún nombre de pila ni patronímico.

—¿Qué? —preguntó Karpov—. ¿Como Paladin?

El rostro afilado como un cuchillo de Zachek permaneció imperturbable.

—¿Quién es Paladin? —Le quitó al soldado el pasaporte de Karpov—. Por favor, venga conmigo, general.

Se dio media vuelta y echó a andar. Como tenía sus credenciales, Boris Karpov se vio obligado a seguirlo, rebulléndose en su interior. Zachek lo guió por un pasillo mal iluminado que olía a coles hervidas y ácido carbólico, atravesaron una puerta sin indicativos, y llegaron a una pequeña sala de interrogatorios que carecía de ventanas. Contenía una mesa atornillada al suelo y dos sillas azules plegables de plástico. Fuera de lugar, había un hermoso samovar de latón sobre la mesa, junto con dos vasos, cucharas y un pequeño cuenco de latón con cubos de azúcar blanca y morena.

—Por favor, tome asiento —dijo Zachek—. Siéntase como en casa.

Karpov lo ignoró.

—Soy el jefe del FSB-2.

—Soy consciente de quién es usted, general.

—¿Quién demonios es usted?

Zachek sacó una agenda del bolsillo de su chaqueta y la abrió. Karpov se vio obligado a acercarse varios pasos para poder leerla. «SLUZHBA VNESHNEY RAZVEDKI», leyó al revés. Este hombre era jefe de la directiva de la contrainsurgencia del SVR, el equivalente de la Federación Rusa de la Agencia Central de Inteligencia norteamericana. Estrictamente hablando, el FSB y el FSB-2 estaban limitados a asuntos domésticos, aunque Cherkesov había expandido el mandato de su agencia a ultramar sin generar ninguna represalia. ¿De eso trataba esta entrevista, del FSB-2 pisando territorio del SVR? Karpov lamentó ahora no haber tratado el tema con Cherkesov antes de venir aquí.

Mostró un atisbo de sonrisa.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Más bien es lo que yo o, más exactamente, el SVR puede hacer por usted.

—Lo dudo mucho.

Karpov estaba lo suficientemente cerca como para poder arrebatarle las credenciales a Zachek y éste estuvo a punto de retirarlas, pero acabó agitándolas como una bandera de guerra en el campo de batalla. En su mente, le pareció oír el sonido de sables.

Zachek tendió el pasaporte de Karpov, y los dos hombres intercambiaron prisioneros.

—Tengo que coger un avión —dijo el jefe del FSB-2 cuando guardó su pasaporte.

—El piloto tiene instrucciones de esperar a que haya terminado esta entrevista. —Zachek se acercó al samovar—. ¿Té?

—Creo que no.

Zachek, que empezaba a llenar un vaso, se volvió hacia él.

—Un error, sin duda, general. Aquí tenemos el mejor té negro Russian Caravan. Lo que hace tan especial esta mezcla concreta de oolong, keemun y lapsang souchong es que fue transportado desde sus diversas plantaciones de origen a través de Mongolia y Siberia, como se hacía en el siglo dieciocho cuando las caravanas de camellos lo traían de China, India y Ceilán.

Cogió el vaso lleno con las yemas de los dedos y se lo llevó a la nariz para inhalar profundamente.

—El clima frío y seco permite que el té absorba la cantidad justa de humedad cuando se posa cada noche en las estepas cubiertas de nieve.

Bebió, hizo una pausa, y volvió a beber. Entonces miró a Karpov.

—¿Está seguro?

—Bastante seguro.

—Como desee, general. —Karpov suspiró mientras soltaba el vaso—. Ha llamado nuestra atención…

¿Nuestra?

—La atención del SVR. ¿Lo prefiere así? —Zachek agitó los dedos—. En cualquier caso, ha llamado usted la atención del SVR.

—¿De qué manera?

Zachek se llevó las manos a la espalda. Parecía un cadete en un patio de armas.

—¿Sabe, general? Lo envidio.

Karpov decidió dejarle hablar sin interrumpirlo. Quería que esta misteriosa entrevista se terminara lo antes posible,

—Es usted de la vieja escuela, fue ascendiendo a base de duro esfuerzo, luchó por cada ascenso, dejando atrás los cadáveres de los que eran más débiles. —Señaló su propio pecho—. Yo, por otro lado, lo tuve comparativamente más fácil. Se me ocurre que podría aprender mucho de un hombre como usted.

Esperó a que Karpov respondiera, pero como sólo le contestó el silencio, continuó.

—¿Qué le parecería, general, ser mi mentor?

—Es usted como todos los jóvenes tecnócratas que juegan con videojuegos y creen que son un sustituto de la experiencia sobre el terreno.

—Tengo cosas más importantes que hacer que jugar con videojuegos.

—Sirven para familiarizarse con lo que supone la competencia. —Boris Illych Karpov agitó una mano—. Ahora vaya al grano. No tengo todo el día.

Zachek asintió, pensativo.

—Simplemente queremos asegurarnos de que el acuerdo que teníamos con su predecesor continuará con usted.

—¿Qué acuerdo?

—Oh, cielos, ¿quiere decir que Cherkesov voló del nido sin informarlo?

—No tengo ningún conocimiento de ningún trato —replicó Karpov—. Si ha hecho sus deberes, sabrá que no hago tratos.

Había acabado aquí. Se encaminó hacia la puerta.

—Yo pensaba —comentó Zachek tranquilamente— que en este caso haría una excepción.

Karpov contó hasta tres y entonces se dio media vuelta.

—¿Sabe? Hablar con usted es agotador.

—Mis disculpas —dijo su interlocutor, aunque su expresión no indicaba que se sintiera arrepentido por nada—. El trato, general. Implica dinero, una cifra mensual que podemos acordar fácilmente, e inteligencia. Queremos saber lo que ustedes saben.

—Eso no es un trato. Es extorsión.

—Podemos discutir el término todo el día, general, pero como usted mismo ha dicho, tiene que coger un avión. —La voz de Zachek se endureció—. Hacemos este trato, como hicimos con su predecesor, y usted y sus colegas son libres para recorrer el mundo, más allá del alcance de los estatutos del FSB-2.

—Viktor Cherkesov creó nuestros estatutos. —Karpov giró el pomo de la puerta.

—Créame cuando le digo que podemos hacer que su vida sea un infierno, general.

El jefe del FSB-2 abrió la puerta y salió.

Había unos mil kilómetros desde Ramenskoye hasta el aeropuerto Uralsk en la zona occidental de Kazajistán, una extensión de tierra llana y fea, yerma, marrón, reseca.

Viktor Delyagovich Cherkesov le estaba esperando, apoyado contra un polvoriento vehículo militar, fumando un cigarrillo negro turco. Era un hombre alto de pelo largo y ondulado, canoso en las sienes. Sus ojos eran oscuros como el café e inescrutables; había visto demasiadas atrocidades, había dado demasiadas órdenes, había participado él mismo en demasiados crímenes.

Karpov se acercó a él con pulso acelerado. Parte de su trato con este diablo era que a cambio de las llaves del FSB-2, de vez en cuando, le haría favores. De qué tipo, no se había molestado en preguntarlo: Cherkesov no se lo habría dicho. Pero ahora se había producido la primera convocatoria y Karpov sabía que había llegado la hora de pagar su obligación hacia el antiguo jefe del FSB-2. Negarle su petición no era una opción.

Cherkesov le ofreció un cigarrillo y él lo aceptó, inclinándose hacia delante para captar la llama del encendedor. Despreciaba la dureza del tabaco turco, pero no iba a rechazarle nada a su antiguo jefe.

—Tiene buen aspecto —empezó a decir Cherkesov—. Arruinar la vida de los demás le sienta bien.

Karpov mostró una sonrisa triste.

—Y a usted su nueva vida también le sienta bien.

—El poder me resulta altamente beneficioso. —Cherkesov arrojó su cigarrillo y la colilla encendida brilló contra el asfalto barato—. Nos resulta beneficioso a ambos.

—¿Dónde ha estado desde que nos dejó?

Cherkesov sonrió.

—En Múnich. En ninguna parte.

—Múnich es ninguna parte —afirmó Karpov—. Espero no volver a ver esa ciudad nunca más.

Cherkesov sacó otro cigarrillo y lo encendió.

—Le conozco, Boris Illych. Hay algo que le pesa en la mente.

—El SVR —dijo Karpov. Había estado rebulléndose todo el vuelo—. Quiero hablar con usted del trato que hizo con ellos.

Cherkesov parpadeó.

—¿Qué trato?

Y entonces todo encajó. Zachek se había tirado un farol, esperando aprovecharse del hecho de que Karpov llevaba menos de un mes en su nuevo trabajo. Le contó a su antiguo jefe la repugnante entrevista en Ramenskoye, sin dejar ningún detalle fuera, desde el momento en que Zachek se le acercó en Inmigración hasta su última frase cuando él salió por la puerta de la habitación sin ventanas.

Mientras lo escuchaba, Cherkesov se chupó pensativo el interior de la mejilla.

—Me gustaría decir que me sorprende —comentó por fin—. Pero no es así.

—¿Conoce a ese Zachek? Hay algo pretencioso en él.

—Todos los perdedores son pretenciosos. Zachek cumple órdenes de Beria. Beria es el hombre de quien tiene que tener cuidado.

Konstantin L. Beria era el actual jefe del SVR y, como su notorio antepasado, se había ganado una reputación de violencia, paranoia y engaños malévolos. Konstantin era tan temido y despreciado como lo había sido Lavrentiy Pavlovich Beria.

—Beria temía acercarse a mí —observó Cherkesov—. Envió a Zachek a sondear si podía usted traicionarme.

—A la mierda con Beria.

Cherkesov entornó los ojos.

—Cuidado, amigo mío. No es un hombre a quien se pueda tomar a la ligera.

—Consejo anotado.

Cherkesov asintió, cortante.

—Si las relaciones se deterioran, contacte conmigo. —Abrió su encendedor y lo cerró. El chasquido parecía el de un insecto moviéndose a través de un campo de hierba—. Ahora al asunto en cuestión. Tengo una misión para usted.

Karpov lo observó, buscando alguna señal de lo que estaba a punto de decir. No encontró ninguna. Cherkesov era así, su rostro tan cerrado como la cámara blindada de un banco. En la pista esperaban, tensos y vigilantes, los jets del ejército. De vez en cuando aparecía un mecánico, pero nadie se acercaba a los dos rusos.

Cherkesov se quitó una hebra de tabaco del labio, la aplastó hasta convertirla en polvo.

—Necesito que asesine a alguien.

Karpov dejó escapar un suspiro que no había sido consciente de haber contenido. ¿Eso era todo? Sintió una oleada de alivio, asintiendo.

—Deme los detalles y se hará.

—Inmediatamente.

Karpov volvió a asentir.

—Por supuesto. Inmediatamente. —Le dio una calada a su cigarrillo, guiñando un ojo para protegerlo del humo—. Doy por hecho que tiene una foto de la víctima.

Cherkesov, sonriendo, sacó una instantánea del bolsillo de su chaqueta y se la entregó. Observó, curioso y ávido, mientras la sangre desaparecía del rostro de Karpov.

Luego lo miró a los ojos con una sonrisa de inteligencia.

—No tiene ninguna elección. Absolutamente ninguna. —Ladeó la cabeza—. ¿Qué? ¿Es demasiado alto el precio de su éxito?

Karpov trató de hablar, pero sintió como si su antiguo jefe lo estuviera estrangulando.

La sonrisa de Cherkesov se amplió.

—No, ya sabía yo que no.