Capítulo
1
Ética, ética profesional
y universidad
I. ÉTICA PROFESIONAL Y UNIVERSIDAD
El libro que estamos introduciendo forma parte
de una colección de textos universitarios de ética. Cada manual de
cada titulación universitaria tendrá que reflexionar sobre lo que
significa la ética en la respectiva especialidad académica y
profesional. En este volumen nos plantearemos los temas comunes a
toda ética profesional. Esta introducción pretende abordar cómo
puede esto encajar en la vida universitaria, saliendo al paso de
algunos malentendidos. El primero de estos malentendidos radica en
la confusión acerca de lo que se entiende por ética y de la
capacidad de tratar de temas éticos en términos racionales. Enseñar
ética profesional en la universidad no consiste, ni nadie pretende
que consista, en esparcir moralina sobre las prácticas y usos
profesionales. El reto que plantea la enseñanza de una ética
profesional en la universidad es ofrecer una verdadera ética
reflexiva y crítica sobre el saber y el quehacer profesional, una
ética que intente orientar las conductas profesionales pero
entroncando con el pensamiento ético actual e intentando establecer
un diálogo interdisciplinar con los saberes especializados en los
que se basa el ejercicio de cada profesión.
Esta propuesta no acaba de encajar con la
forma de estar concebida y estructurada la vida universitaria
actual. Son pocos, pero todavía hay algunos que prefieren concebir
la universidad como lugar en el que se cultiva el saber por el
saber, prescindiendo del uso que de ese saber puedan hacer después
los profesionales. Ya saben que la realidad no responde a este
ideal, pero al menos no desean renunciar al ideal. La universidad,
dirán, no está para enseñar ética, sino para investigar y
transmitir conocimientos científicos. Enseñar ética, enseñar a ser
honrado, a ser “bueno” –si es que tal cosa se puede enseñar– es
algo para lo que la universidad no está capacitada ni
legitimada.
A lo anterior viene a añadirse que a los
profesores universitarios (y entre éstos se cuentan algunos de los
mejores profesores) les gusta enseñar como si sus alumnos fuesen
todos a convertirse a su vez en profesores universitarios. Plantean
los programas como un campo abierto de cuestiones de lo que se sabe
ya y de lo que se trataría todavía de averiguar. Sin embargo, la
mayor parte de los alumnos vienen a la universidad con la intención
de prepararse para ejercer una profesión; el apoyo económico e
institucional que reciben las universidades por parte de los
poderes públicos y de otras instancias sociales tiene también que
ver con esto. La universidad es hoy en gran medida una escuela de
formación profesional en aquellos oficios que se supone que
requieren preparación académica y título universitario. Si no se
acepta explícitamente esta dimensión, se está cayendo en una
ficción acerca de lo que es la enseñanza universitaria. Para
quienes hagan suya esta ficción, denunciada por Ortega hace ya
bastantes decenios (ver recuadro al final del capítulo), la
asignatura de ética o no existirá o tendrá una posición marginal y
vergonzante en la vida académica. De todos modos su presencia en el
currículum académico de una titulación universitaria ofrece la
oportunidad de explicitar el horizonte práctico (profesional) que
tiene dicha titulación para la inmensa mayoría de los alumnos que
la cursan.
Prevalecen hoy en la universidad tendencias
menos cientificistas y más pragmáticas que no ponen reparos en
ampliar los objetivos de la enseñanza universitaria de forma que
entre ellos figure también la capacitación práctica para el
ejercicio profesional. No sólo las Escuelas de Ingeniería, también
las titulaciones más clásicas como Derecho y, por supuesto,
Medicina se ocupan de preparar para la práctica profesional. En
todas las titulaciones se han introducido las prácticas, entiéndase
bajo dicha denominación lo que se entienda en cada caso. Todo eso
lleva o apunta a un horizonte práctico, a veces exclusivamente
pragmático. Desde esta perspectiva la ética trataría de ampliar ese
horizonte hasta incluir y poner en el lugar que les corresponde los
fines éticos universalizables del vivir humano. Queda por ver si lo
puede hacer en términos puramente exhortativos o puede contar con
recursos intelectuales que le permitan hacerlo articulando un saber
racional y crítico. La concepción de ciencia de la que venimos, y
en la que todavía muchos permanecen anclados, no hace plausible, de
salida, el intento.
El positivismo está de capa caída en el ámbito
teórico, pero sigue su paseo triunfal en el ámbito práctico. A
falta de una alternativa sólida en la que cada docente y cada
investigador pueda pisar con cierta seguridad, muchos se refugian
en los conocimientos y métodos específicos del propio saber. Hoy
casi nadie es positivista por convicción, pero hay muchos que lo
son por comodidad, por inercia, por no saber hacer otra cosa
distinta de lo que han aprendido a hacer, de lo que se viene
haciendo, por no complicarse la vida o por no caer en el
diletantismo. La secuela de esto lleva a la fragmentación y
aislamiento de los diferentes campos y métodos del saber. Eso que
también Ortega llamaba la “barbarie del especialismo”, que todos
denunciamos, pero que es bien difícil superar sobre todo en
términos institucionales.
Esta situación de aislamiento entre las
disciplinas se está empezando a desbloquear, (sobre todo en la
investigación, algo menos en la docencia); pero estos procesos
quedan más o menos dejados al arbitrio o humor cambiante de los
equipos de especialistas, a las afinidades personales,
metodológicas o ideológicas; otras veces quedan a merced de las
sinergias inducidas por los que financian las investigaciones en
razón de los retos relevantes que se plantean desde la sociedad y
que rara vez pueden ser solucionados desde una única
disciplina.
¿Cuál puede ser el lugar de la ética en esta
Torre de Babel de los saberes y métodos cada vez más fragmentados y
necesitados de interrelación? Dar una respuesta exige combinar la
labor epistemológica acerca de la unidad y pluralidad de los
saberes y métodos con una reflexión ética capaz de situar a cada
saber en su sitio a la hora de entrar en relación con él. En el
mundo de las especializaciones y de la división social del trabajo
profesionalizado, sólo es intelectualmente honesta y socialmente
creíble la reflexión ética que no huye de la complejidad. A su vez
la legitimidad intelectual y social de cada parcela del saber y del
actuar humano sólo se obtiene sacando a luz los supuestos
epistemológicos de cada saber científico y las implicaciones
sociales que su ejercicio práctico tiene en el entorno
social.
Tanto el discurso ético como la práctica de la
ética rompen, o al menos cuestionan y relativizan, el aislamiento
de las especialidades para integrarlas en una perspectiva de
conjunto al servicio de determinados fines de la vida humana. Para
hacer esto la ética tiene que establecer un diálogo
interdisciplinar capaz de combinar el respeto de los métodos y
campos específicos con la integración de cada campo y de cada
método en un conjunto significativo para alguna faceta del vivir
humano. En el mundo de las especializaciones científicas la ética
tiene necesariamente que establecer un diálogo interdisciplinar que
afecta a todas las disciplinas sin quedar acotado por ninguna de
ellas. Desde planteamientos positivistas no hay lugar para nada que
no sea el método científico y la actividad científica. La ética
queda relegada, para esos planteamientos, a la subjetividad de cada
cual.
Esto que acabamos de enunciar, tomado en
serio, lleva a revisar y replantear el modelo de ciencia que se
practica, el modelo de ética que se propone y el mismo modelo de
universidad en que la ciencia y la ética puedan entrar en diálogo
sin tergiversar lo que es cada una de ellas y la forma apropiada de
relacionarse la una con la otra en la vida académica. Si se quiere
hacer ética en el ámbito universitario hay que aprender a tratar
los temas universitariamente, hay que aprender a ejercer el
razonamiento práctico, a justificar o a deslegitimar actuaciones y
planteamientos en términos de racionalidad práctica. La ética, como
saber de integración, puede proporcionar un horizonte de
integración de los saberes y especialidades y contribuir a que la
universidad no degenere en lo que algunos
comienzan a llamar “multiversidad”
(HORTAL, 2001a).
La ética de las profesiones puede favorecer el
establecimiento de cauces de diálogo con los profesionales que se
están formando en la universidad. Es un reto filosofar con los
futuros expertos en un mundo desmoralizado. La ética, pensada,
debatida y vivida en la universidad puede hacer una relevante
contribución a la regeneración intelectual y moral de la vida
universitaria; esa sería la mejor contribución que cabe hacer desde
la universidad en orden a levantar la moral de la sociedad. Está
claro que para ello no basta con que haya una asignatura de ética
en los planes de estudio; tendría que establecerse un diálogo
interdisciplinar para poder ofrecer un horizonte de integración
dinámica y práctica de los saberes particulares (HORTAL, 2001a,
45-52).
En los últimos años la ética de la
correspondiente profesión forma parte de algunas titulaciones de
muchas universidades y centros universitarios. No es banal que los
alumnos que cursan esa asignatura aprendan algo acerca de la
responsabilidad ética y social de la profesión que van a ejercer y
para la que se están preparando; al menos que puedan adquirir
cierta información, sensibilidad y vocabulario sobre el tema. Pero
se necesita, además de enseñar ética, hablar de problemas éticos y
hablar de la dimensión ética de los problemas; más aún, es
necesario dar un sentido ético a todo lo que se hace en la
universidad y hablar de ello en términos éticos; a eso pueden y
deben contribuir no sólo ni principalmente quienes enseñan ética,
sino también quienes enseñan otras materias distintas de la ética y
quienes participan en la vida universitaria o la gestionan.
No es poco que la perspectiva profesional
configure lo que se hace y lo que se enseña en la universidad y que
se hable de ello en términos éticos. Eso aleja de la peligrosa
ficción de que en la universidad todo se hace exclusivamente por
buscar el saber por el saber, la ciencia por la ciencia. No es que
eso no exista o no sea una de las metas que legítimamente se pueden
y deben perseguir y fomentar. Es que eso, en el mejor de los casos,
no lo es todo. Algunos historiadores y sociólogos de las
profesiones señalan que uno de los impulsos más fuertes que lleva
consigo la profesionalización es el que tiende a ofrecer los
servicios profesionales en términos de prestaciones ritualizadas
con independencia de que los resultados sean satisfactorios o no.
La apelación al saber por el saber puede ser una forma de pretender
hacer independientes a los profesionales de la docencia y la
investigación de cualquier control social que pregunte por los
resultados que producen y las funciones que desempeñan.
El lenguaje de la ética puede ser el lenguaje
común para hablar de lo que se hace y se debe hacer en la
universidad. A todos nos compete la ética, aun cuando no todos
seamos expertos en los tecnicismos del discurso ético. A falta de
este lenguaje imperan usos y costumbres de la arbitrariedad
burocrática, de las costumbres y usos consolidados (o
petrificados), de la anarquía que es en ocasiones la jungla
universitaria. La ausencia del discurso ético está convirtiendo los
debates universitarios que tienen lugar más allá de cada
especialidad en un lenguaje poco crítico y en un espectáculo poco
edificante para la sociedad en general y para quienes se están
formando en ella muy en particular.
Naturalmente esto plantea a su vez exigencias
a la ética que se quiere hacer presente en el discurso
universitario. La ética que aquí se propone no puede consistir en
un discurso intimista que intenta salvar la propia buena
conciencia; se trata de un discurso público acerca de en qué
consista ser un buen profesional, cuáles son los límites y derechos
que hay que respetar, los compromisos que hay que asumir y los
deberes que hay que cumplir. La ética se articula como discurso
racional intersubjetivo en el que todos podemos encontrarnos y
reconocernos y en el que es posible darle a cada cosa, a cada
faceta, su peso específico y su puesto en el conjunto del quehacer
universitario y profesional. Ya hemos insistido en que se trata de
una ética necesariamente interdisciplinar que sepa hablar el
lenguaje especializado (al menos que lo entienda) y el lenguaje
filosófico propio de la ética.
A la hora de buscar profesores, se plantea
siempre el dilema entre que sean profesionales o especialistas
formados en la propia especialidad quienes planteen los termas
éticos o que sean filósofos, conocedores del lenguaje y los
planteamientos de la ética filosófica, quienes ofrezcan sus
reflexiones básicas y las apliquen a los temas de cada profesión.
Cada alternativa tiene sus razones y sus ventajas, a la vez que sus
límites y desventajas. Lo que hay que decir es que cualquiera de
las dos opciones que se adopten deberá asumir una apuesta clara por
el “bilingüismo”: hablar el propio lenguaje (por ejemplo, el
filosófico) y al menos entender el otro (el de la profesión
específica y las ciencias y técnicas que incluye). La ética
profesional no es un tercer lenguaje entre el lenguaje de la
profesión (es decir el lenguaje de las ciencias y técnicas en las
que se basan las habilidades y capacidades profesionales) y el
lenguaje de la filosofía (moral). El lenguaje de la ética
profesional es ciertamente lenguaje ético, filosófico, y si no lo
es no estará a la altura académica exigible en el ámbito
universitario, no responderá a los baremos de racionalidad y
sentido crítico con que se trabajan los temas de filosofía moral en
la filosofía académica. Pero ese lenguaje no se ejerce en el vacío,
sino en contextos estructurados por otros modos de hacer, en
actividades configuradas por lenguajes especializados que –también
ellos– pretenden responder a los baremos de racionalidad, método y
especialización con los que se viene trabajando en la profesión y
en la Facultad que prepara para ella.
El filósofo que quiera adentrarse en los temas
de la ética profesional no podrá fiarse de sus intuiciones en temas
y terrenos muy sofisticados intelectual y profesionalmente. No hace
falta que sea un experto, un profesional, un especialista, pero al
menos tendrá que hacerse una idea precisa de lo que está en juego.
Y para eso necesita conocer, al menos comprender, un lenguaje que
no es el suyo. Este difícil bilingüismo es el mayor obstáculo para
la consolidación de la ética profesional como asignatura
universitaria. Mientras se la piense como una disciplina más en la
que hay unos expertos encargados de ella, pudiéndose desentederse
completamente de ella quienes no se dedican a cultivar “esa
especialidad”, por dejar supuestamente intactas todas las demás
disciplinas y especialidades, la ética profesional no podrá formar
parte de una formación intelectual de los futuros profesionales.
Será un cuerpo extraño, un añadido más o menos irrelevante. Pero
eso significará también que lo que se enseña en las disciplinas
propias que configuran la profesión estará falto de una dimensión
crítica acerca de los valores –porque algunos habrá– que
estructuran la profesión y los saberes en los que la profesión se
basa.
Por eso es importante que la ética profesional
no sea sólo una asignatura que estudien los alumnos que se preparan
para ser futuros profesionales. También los profesores de las
diferentes disciplinas tienen que implicarse en el debate ético
dentro y fuera del aula, no para convertir su disciplina en una
asignatura de ética, sino para hacer ver que ella tiene una
dimensión práctica de la que el profesor que la enseña y el
profesional que la aplica son responsables. El intercambio de
profesores que comparten clase (invitar al profesor de ética a la
clase de una materia específica; invitar al profesor de una
especialidad, por ejemplo derecho fiscal, a una clase de ética) y
la implicación compartida en debates interdisciplinares sobre temas
de relevancia y responsabilidad social son ocasiones importantes
para ejercer el “bilingüismo” y superar la “multiversidad”.
Algunos hablan de la universidad actual como
de una multitud de departamentos unidos tan sólo por el mismo
sistema de calefacción. La ética profesional es mejor candidato que
los tubos de calefacción para unir la
multiversidad en que está degenerando la
universidad. Para ello no basta con la ética que
se explica en una sola asignatura, hace falta también que se
impliquen las demás.
Plantear las asignaturas y los planes de
estudio en función de la capacitación profesional que se pretende
ofrecer, constituye ya un contrapeso a la fragmentación del
especialismo, al aislamiento y desconexión de las especialidades, a
ese positivismo por inercia que sigue instalado en el modo
cotidiano de funcionar la vida universitaria. Al abordar la
contribución que una determinada asignatura puede ofrecer a la
capacitación y responsabilización de los futuros profesionales ya
se está aludiendo no sólo a la dimensión teórica de lo que se dice
en dicha asignatura, sino también la dimensión práctica de lo que
en ella y con ella se hace. No basta con que cada profesor se
responsabilice de lo que dice en clase al exponer los temas de su
especialidad, tiene además que responsabilizarse de lo que hace
cuando ejerce de universitario, dentro y fuera del aula. Si llega a
poder dar razón en términos éticos de lo que está haciendo o
pretendiendo hacer estará en condiciones de hablar no sólo en
términos pragmáticos sino también en términos de una racionalidad
práctica que juzga con prudencia cómo pueden lograrse los fines
propuestos, y cómo estos fines pueden prestar una mejor
contribución a mejorar la vida de las personas y de la
sociedad.
Esta perspectiva, naturalmente, desborda lo
que cualquier profesor de ética, él solo, puede llevar a cabo. Es
tarea de todos de la misma manera que sólo con la colaboración de
todos es posible construir una sociedad justa y libre. Pero es
tarea urgente redefinir el modelo de racionalidad, integrar los
saberes para que no vayan cada cual a la deriva, generar un
lenguaje y modos racionales, no puramente burocráticos o
tecnocráticos de argumentar en los temas universitarios que
permitan que la universidad pueda ofrecer a la sociedad modelos de
integración de las diferencias y también profesionales entrenados
en esa forma de actuar y argumentar. La ética no es, no puede ser,
un feudo más en el concierto de los saberes, ciencias y
disciplinas. Ofrece un lenguaje y un horizonte de integración de
los diferentes saberes y oficios, unos tubos de calefacción por los
que el calor se reparte y se evita la congelación de la vida bajo
los fríos una realidad convertida en fragmentos (HORTAL,
2001a).
II. ÉTICA Y PROFESIONES
El cuidado de la salud requiere médicos, las
viviendas dignas y los entornos urbanos acogedores requieren,
además de una buena política de urbanismo, arquitectos y
constructores; la educación requiere educadores, la universidad
requiere profesores (investigadores, docentes y gestores) y las
instalaciones de agua o calefacción instaladores y fontaneros. No
es lo único, pero una buena sociedad –justa, libre, próspera–
requiere buenos profesionales y profesionales buenos.
En el plano individual ocurre otro tanto: para
ser buena persona no basta con ser buen padre, buena madre o buen
hijo; buen vecino, buen amigo o buen ciudadano; hace falta además
ser un buen trabajador y cuando el trabajo que se realiza está
profesionalizado se requiere además ser un buen profesional
(competente) y un profesional bueno (ético). No termina de ser
persona ética aquella que en todo fuese intachable menos a la hora
de desempeñar sus responsabilidades profesionales en la medida en
que las tenga.
Hablar hoy de profesiones y de ética
profesional puede resultar problemático, tanto si se mira el asunto
de lo que son las profesiones como del tipo de ética que se suele
hacer y proponer. Apenas existen ya las que en otros tiempos se
llamaban “profesiones liberales”. La mayoría de los profesionales
suelen ser hoy trabajadores por cuenta ajena; desempeñan sus tareas
en empresas, instituciones y organismos en los que se les asigna lo
que tienen que hacer. Son técnicos que prestan sus servicios
integrándose en el marco de una distribución de funciones que les
viene dada y de la que no se pueden salir sin poner en peligro la
continuidad en su puesto de trabajo. Desde esta perspectiva el
discurso sobre las profesiones como fenómeno específico y sobre la
responsabilidad del profesional parece alimentar un sueño del que
convendría irse despertando.
No cabe duda de que el ejercicio y la
responsabilidad profesional no son en la actualidad un modelo de la
creatividad espontánea, libre de interferencias ajenas; –¿qué
actividad lo ha sido nunca?–. Existen múltiples y crecientes
mediatizaciones de la actividad profesional; a ellas dedicaremos el
Capítulo 3 de este libro. Pero las mediatizaciones no
anulan la responsabilidad de los profesionales; y cuando ello
llegase a ocurrir, no sería éticamente aceptable que ocurriera.
Pues bien, en la medida en que exista un cierto margen para la
responsabilidad del profesional –y ese margen existe– es pertinente
reflexionar sobre ella y es oportuno animar a su ejercicio.
Con todo, si nos alejamos por una parte del
ensueño de lo que en otro tiempo fueron “las profesiones
liberales”, y tomamos distancia también del fatalismo y la “mala
fe” (Sartre) que considera que nada se puede hacer cuando no se
puede hacer todo lo que uno quiere sin interferencias
mediatizadoras, la situación es más ambigua de lo que a primera
vista aparece. A la vez que se recorta la autonomía del ejercicio
profesional, se amplía el campo de las actividades
profesionalizadas. Cada vez son más las ocupaciones laborales que
reclaman para sí el status de profesión. Cualquier trabajo
está hoy más profesionalizado que antes y el poder profesional
parece que aumenta y se consolida (aunque también tiende a
difuminarse en el anonimato) no sólo en el nivel del hacer sino en
el de las legitimaciones acerca de lo que se hace, de lo que es
bueno que se haga, y por qué se hace de ésta y no de aquélla
manera. Los complejos problemas que tiene planteados nuestra
sociedad difícilmente podrán encontrar solución sin la aportación
profesionalizada de científicos, juristas, médicos, ingenieros,
trabajadores sociales, psicólogos, arquitectos, etc.
En nuestro mundo la profesionalidad suele
justificarse más por lo que tiene de especialización cognoscitiva o
activa que por lo que tiene de compromiso ético con un modo de
hacer encomendado a un gremio o colectivo profesional. Hoy el
profesional se legitima como experto, como alguien que sabe lo que
otros no saben, alguien capaz de hacer lo que otros no son capaces
de hacer, siendo así que necesitan que alguien lo haga por ellos y
para ellos. Pero la competencia profesional no basta. El
profesional, para serlo del todo, necesita asumir los compromisos
que comparte con sus colegas de profesión, los compromisos de
tratar de proporcionar competente y responsablemente las
prestaciones y servicios específicos con arreglo a los baremos de
excelencia que en cada contexto se espera de cada tipo de servicio
profesional. El profesional ejerce su oficio en relación con
quienes acuden a él, necesita de su confianza; de la confianza en
su buen hacer personal y también del colectivo o gremio al que
pertenece. Hay cosas que cabe esperar de un buen profesional y que
sin embargo no procede esperar de cualquier buena persona que no
tiene la condición de profesional.
La ética a la vez que supone una garantía en
la prestación de los servicios profesionales contribuye
decisivamente a la consolidación de una profesión. Los
profesionales no lo son sólo por ser expertos capacitados, sino
también por estar comprometidos en la prestación de determinados
servicios específicos. La ética del profesional individual y del
colectivo profesional es la mayor y más fiable fuente de
reconocimiento y estima social de las personas en general y de los
profesionales en particular. Con el monopolio de un determinado
servicio profesional y la autorregulación ética del colectivo que
lo detenta culmina el proceso de profesionalización. Las
profesiones necesitan no sólo de institucionalización, sino también
de legitimaciones y las legitimaciones de una u otra forma harán
referencia a los fines del vivir humano. La ética es algo así como
el “control de calidad” o la “denominación de origen” aplicadas
ahora no a un determinado producto, sino a los servicios
profesionales.
El otro capítulo de reservas frente a la ética
profesional, sobre todo si se trata de hacer de ella una disciplina
universitaria y no sólo una reclamación social, procede del tipo de
discurso ético que prevalece en la modernidad. La ética de la
modernidad, tanto en su versión deontológica de inspiración
kantiana como en la versión utilitarista, apuesta por un
universalismo igualitario que se lleva mal con las diferencias
estamentales y los particularismos éticos que suelen reivindicar
las profesiones (GEWIRTH, 1986).
Ser un profesional competente y responsable no
consiste exclusivamente en ser el individuo racional y libre
–descontextualizado– a que nos tiene acostumbrado el universalismo
ético cuando habla de autonomía. El profesional es un ser humano
que ha pasado por una socialización en la que ha adquirido, se
supone, no sólo habilidades, sino también modos de hacer, sentido
de pertenencia a un colectivo profesional y a una tradición
centrada en la mejor prestación individualizada de un determinado
tipo de servicio, y el sentido de lo que es ser un buen
profesional, cuáles son sus obligaciones profesionales, el modo de
interpretarlas en el presente desde una tradición, de una historia
–escrita o no– del ejercicio profesional, de sus mejores logros y
de sus desviaciones o malas prácticas.
La ética de las profesiones constituye una
forma de resistencia a la homogeneización de los agentes morales.
Los profesionales no son sólo seres capaces de experimentar,
calcular y maximizar el placer y minimizar el dolor, ni son meros
fines en sí; son profesionales competentes o incompetentes,
responsables o irresponsables, eficientes o ineficientes, etc.;
otros somos beneficiarios o víctimas de sus servicios profesionales
que responden o deben responder a baremos de excelencia de los que
el colectivo profesional es el primero aunque no el único
responsable e interesado en mantener. Les va en ello el buen hacer
y el aprecio profesional y humano de sus clientes y de toda la
sociedad. No todos somos igualmente responsables de todo; hay
deberes que tiene el profesional y que no tiene el que no lo es; la
ética de las profesiones tiene algo de ética estamental en la que
existe una cierta correlación entre la posición privilegiada del
profesional y los deberes que le impone su estamento (“nobleza
obliga”).
El mundo de las profesiones, desde el punto de
vista ético, se aproxima más a los temas y las sensibilidades del
comunitarismo, presta atención al contexto, a la tradición viva del
ejercicio profesional, a una ética de bienes (el buen profesional y
las malas prácticas profesionales) enraizadas en una cultura moral
(“eticidad”) y personal (virtudes que a las destrezas
añaden la excelencia) e institucional (“mores”). En la
medida en que el ethos profesional específico adquiere más
relieve, en esa misma medida se hace más problemática una ética
universal válida para todos en todos los contextos.
Frente a las utopías de la máxima felicidad
del mayor número (utilitarismo) o frente a la comunidad ideal de
diálogo sin imposiciones (éticas del discurso) cabe poner aquí el
sueño utópico de un mundo en el que cada colectivo profesional
promoviese competente y responsablemente el bien a cuyo servicio
está o pretende estar cada profesión y cada ocupación: ¡Qué bien se
viviría en un mundo en el que los profesores enseñasen, los
investigadores investigasen y los estudiantes estudiasen, los
trabajadores trabajasen, los funcionarios funcionasen, los médicos
curasen, los jueces administrasen justicia, los gobernantes
gobernasen, los ciudadanos fuesen cívicos, etc.!
Las dos dificultades señaladas hacen que sea
necesario y oportuno situar la ética profesional en el marco de una
ética del conjunto de la vida y de la sociedad. Por otra parte la
reflexión sobre las responsabilidades profesionales puede a su vez
contribuir a que los planteamientos éticos del universalismo
abstracto se aproximen a temas que obligan a contextualizar y
concretar.
III. ¿QUÉ ÉTICA SE PRESUPONE?
Por lo que llevamos dicho puede haber quedado
claro –al menos para algunos– qué planteamiento de la ética
proponemos o presuponemos.
Ante todo proponemos una ética
filosófica capaz de iluminar racionalmente y de argumentar en
términos racionales los temas éticos. No se trata de una ética
confesional teológica, ni menos aún de una apuesta ciega por los
valores compartidos por el correspondiente colectivo profesional.
Todo lo que desde ahí pueda aportarse para iluminar los temas es
bienvenido, pero tiene que ser posible argumentar sobre ello
abriéndose también al asentimiento o discrepancia racional con los
otros, con quienes no parten de los mismos supuestos ni tienen los
mismos intereses.
Dentro de las tres grandes corrientes de la
ética actual aquí nos vamos a mover en la línea de una ética de
bienes de inspiración aristotélica. No hacemos ascos a los
elementos comunitaristas y menos aún a los elementos experienciales
y contextuales de estos planteamientos; pero tampoco quisiéramos
encastillarnos en el particularismo de un comunitarismo refractario
a las complejidades y ventajas de la modernidad. Sin compartir el
universalismo alegre de las éticas deontológicas, y menos aún el
criterio homogeneizador de toda diferencia bajo el cálculo de las
consecuencias para la mayor felicidad del mayor número, sí nos
parecen irrenunciables los temas de la dignidad y la universalidad,
por eso mismo queremos preguntar por sus condiciones contextuales,
sociales y culturales para alcanzarla y no sólo postularlas por
encima y al margen de los contextos.
También nos aleja de las éticas dominantes en
la modernidad el que intentemos tomar cierta distancia del
idealismo y racionalismo que es inherente a ellas y que hunde sus
raíces en la primacía incuestionable de la pregunta epistemológica
y la búsqueda de la certeza a cualquier precio, incluso al alto
precio de perder realidad y practicabilidad. Con Aristóteles
reivindicamos que no es bueno exigir el mismo tipo y grado de
precisión a todos los razonamientos, muy en especial a los
razonamientos prácticos y antropológicos acerca de las cuestiones
“que pueden ser de otra manera”. Hubo un tiempo en que las
pretensiones racionalistas del conocimiento teórico se intentaban
aplicar a la vida moral y política “more geometrico”. Hoy
se mantiene esa asimilación e implícita subordinación precisamente
en razón de que el mismo conocimiento teórico y las mismas empresas
científicas se conciben como guiadas por una racionalidad práctica,
de fines.
La ética que aquí proponemos es una ética
realista, (ver HORTAL, 1996a, 71-79); eso significa que
reconoce la primacía a la vida moral sobre la moral pensada en el
sentido de que la ética tiene en la moral vivida su punto de
partida inevitable, su acompañante ineludible y su marco de
incidencia irremediable. Por eso más vale que quien filosofa sobre
la vida moral cuente con ello, cuente con la cultura moral en la
que vive inserto, no se conforme con enunciar ideales y principios,
sino tome en consideración los factores que obstaculizan o
favorecen la realización de una vida moral a través de actuaciones
realizables en los contextos en los que hay que llevarlas a cabo.
Como decía Aristóteles no reflexionamos para averiguar teóricamente
qué es la virtud, sino para hacernos virtuosos.
Es obvio que la ética profesional, tanto la
que aquí nos proponemos esbozar en términos generales, como
cualquiera de sus modalidades específicas, pertenece a lo que viene
llamándose ética aplicada (CORTINA, 1993; HORTAL, 1999).
En cierto sentido toda ética es aplicada, aunque no lo tenga que
ser de forma inmediata y sin tener en cuenta las condiciones
específicas de aplicación. No pensamos que las éticas sectoriales o
específicas de determinados ámbitos lo sean por mera derivación o
deducción de la ética general o fundamental. Hay una circularidad
hermenéutica (ver CORTINA, 1993, 161-177) de la ética que
continuamente interpreta las situaciones y decisiones puntuales y
las peculiaridades de los diferentes ámbitos y sectores y la unidad
de una única ética con principios universales de aplicación
generalizada. La ética de las profesiones ocupa una zona intermedia
en la que se intenta mediar para un ámbito profesional concreto
entre los principios generales y las situaciones y decisiones
puntuales.
Hoy la ética, cualquier ética, tiene que ser
interdisciplinar, no sólo porque esté abierta al diálogo
con cualquier otra disciplina, sino porque necesita integrar
conocimientos específicos (técnicos o científicos) que ella no
cultiva, pero que no puede ignorar, y a la vez está en condiciones
de cuestionar lo que los diferentes saberes, ciencias y técnicas
hacen o dejan de hacer, contribuyen o dejan de contribuir a la
realización de una vida humana plena, vivida en justicia y
libertad. Si esto vale para toda ética, es todavía más patente para
la ética de aquellas profesiones que aplican conocimientos
científicos.
Por último el planteamiento que nos
proponemos ofrecer es ético y no mera ni principalmente
deontológico. En ocasiones se emplean las expresiones “ética
profesional” y “deontología profesional” poco menos que como
sinónimas. Aquí las distinguimos. La ética profesional –y de ella
nos ocupamos fundamentalmente– se plantea la profesión en términos
de conciencia y de bienes: qué es ser un buen profesional, en qué
consiste hacer bien el ejercicio profesional, razonando, abriendo
posibilidades optativas… También hablaremos de deberes y normas
sancionadas por el colectivo o Colegio profesional pero como algo
derivado y menos básico, aunque importante.
LECTURAS
COMPLEMENTARIAS
CAMACHO, I.,
ETXEBERRIA, X y FERNÁNDEZ, J.L. (1999), “Una experiencia formativa
para profesores”, Revista de Fomento Social 54 (1999)
121-140.
CORTINA, A. y CONILL,
J. (2000), 10 palabras clave en ética de las profesiones,
EDV, Estella (Navarra), 2000. “Presentación: El sentido de las
profesiones”, págs. 13-28.
HORTAL, A. (1994),
La ética profesional en el contexto universitario,
Publicaciones de la Universidad Pontificia Comillas, Madrid,
1994.
“Hay, pues, que
sacudir bien de ciencia el árbol de las profesiones, a fin de que
quede de ella lo estrictamente necesario, y pueda atenderse a las
profesiones mismas cuya enseñanza se halla hoy completamente
silvestre. En este punto todo está por iniciar. Una ingeniosa
racionalización pedagógica permitiría enseñar mucho más eficaz y
redondeadamente las profesiones en menos tiempo y con mucho menos
esfuerzo”.
“Si resumimos el
sentido de las relaciones entre profesión y ciencia nos encontramos
con algunas ideas claras. Por ejemplo, la Medicina no es ciencia.
Es precisamente una profesión, una actividad práctica. Como tal,
significa un punto de vista distinto del de la ciencia. Se propone
curar; de la ciencia toma lo que le interesa para curar o mantener
la salud en la especie humana. A este fin echa mano de cuanto
parezca a propósito: entra en la ciencia y toma de sus resultados
cuanto considera eficaz, pero deja el resto. Deja de la ciencia
sobre todo lo que es más característico: la fruición por lo
problemático. Bastaría esto para diferenciar radicalmente la
Medicina de la ciencia. Esta consiste en un “prurito” de plantear
problemas. Cuanto más sea esto, más puramente cumple su misión.
Pera la medicina está ahí para aprontar soluciones. Si son
científicas, mejor. Pero no es necesario que lo sean. Pueden
proceder de una experiencia milenaria que la ciencia aún no ha
explicado ni siquiera consagrado.
En los últimos
cincuenta años la Medicina se ha dejado arrollar por la ciencia e,
infiel a su misión, no ha sabido afirmar debidamente su punto de
vista profesional”.
J. ORTEGA Y GASSET,
Misión de la Universidad y otros ensayos sobre educación y
pedagogía. Alianza. Madrid 1982, págs. 59 y 61s