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Porque quiero que seas independiente
Un viejo chiste habla de cierto hombre que padece encopresis, es decir, incontinencia de las heces. Un amigo le insta para que vaya a la consulta de algún psicólogo. En un primer momento asiste a un psicoanalista, y cuando su amigo le pregunta por su problema, le responde con serenidad: “Sigo igual, pero ahora ya sé por qué”. Después acude a una terapia conductista. “¿Qué tal te ha ido?”, le pregunta el mismo amigo, y él responde con satisfacción: “Continúo igual, pero ahora llevo calzoncillos plastificados”. Por fin, se lee un montón de libros de autoayuda y se convierte en un hombre feliz. “Veo que por fin tu problema se ha solucionado”, le comenta su amigo. “Sí”, responde él satisfecho, “sigo como antes, pero ahora ya no me importa”.
En este chiste aparecen reflejadas las actitudes de tres tipos de padres diferentes: los que buscan el porqué, los motivos, la razón de las situaciones conflictivas de sus hijos, pero no les ponen remedio; los que colocan parches sin llegar nunca a la raíz de la cuestión; y los que ni siquiera advierten que están ante un problema.
Huelga decir que ninguna de estas tres actitudes soluciona nada: a los primeros padres les falta eficiencia; a los segundos, consistencia; a los últimos, capacidad de valoración del problema.
La falta de eficiencia se manifiesta en la incapacidad de tomar decisiones realistas y operativas: el tema parece muy complicado y no se hace nada.
La falta de consistencia provoca que se ensayen soluciones sin llegar al núcleo del conflicto: hacer lo que sea para poca cosa más que salvar las apariencias.
La incapacidad de valoración lleva a no formular bien el problema, a no ser capaces ni siquiera de advertirlo: no pasa nada, da igual, todo se solucionará con el tiempo.
No hay que ser un lince para percatarse de que estas tres actitudes dejan a los hijos a la deriva; por eso, hace falta una cuarta forma de actuar que sea realmente eficaz: unos padres que sepan formular los problemas y que los afronten con eficiencia y consistencia a la vez, que vayan al fondo de la cuestión pero también que sepan subir a la superficie.
Los padres realistas y eficaces llevan a cabo las tres funciones: advertir la situación conflictiva, indagar sus causas y buscar soluciones. Si el hombre del chiste fuera un niño y hubiera sido atendido por unos padres realistas, probablemente le hubiera respondido a su amigo: “He aprendido a controlarme”.
El primer esfuerzo educativo debe recaer sobre los hábitos básicos encaminados a consolidar en nuestros hijos la autonomía y el autocontrol. Con nuestra ayuda, deben interiorizar formas de actuar que les hagan independientes. Los hijos nos necesitan para llegar a no necesitarnos.
Los hábitos alimenticios de los hijos suelen ser una de las mayores preocupaciones de los padres en general y de las madres en particular. Un hijo mal comedor puede desequilibrar la armonía familiar y convertir las horas de las comidas en un auténtico calvario para todos. El momento transcurre por diferentes etapas: desde los halagos y las promesas de regalos imposibles hasta el cachete desesperado, pasando por el regateo cada vez menos exigente, los gritos infructuosos, las amenazas que no se cumplirán y la retirada impotente con cargo de conciencia. En fin, un mal trago no sólo para el hijo, sino, sobre todo, para los padres.
El niño que aprieta los labios y se niega a comer está comenzando a imponer su voluntad de forma tiránica. Descartadas posibles alteraciones fisiológicas, intolerancias o problemas digestivos, debemos asumir que estamos ante un tema educativo. Comer o no comer ya no es una cuestión meramente alimenticia, sino algo mucho más importante (sí, ¡más importante!), que tiene que ver con la formación de nuestros hijos.
Muchas veces, la trona es el trono desde donde el pequeño tirano decide no comer y montar una pelotera de cuidado convirtiéndose en el centro de todos los que están a su alrededor, incluso de vecinos, amigos o parientes, a los que se les explica que el niño “no me come nada”. Aunque sea objeto de broncas, castigos o malas caras, sabe que de esa forma llama la atención y que, por un rato, estamos por él, sólo por él.
Un hijo que aprovecha la hora de las comidas para reclamar protagonismo actúa instintivamente con fría racionalidad: conoce perfectamente las debilidades de sus padres y que, en el fondo, están dispuestos a cualquier cosa porque su hijo coma algo. La primera vez que apretó los labios, obtuvo como recompensa un aumento de la atención materna a la vez que se libraba de un puré que no era de su agrado. La segunda, y las sucesivas, fueron reforzando la respuesta deseada hasta que se convirtió en un hecho infalible: “si no como, me hacen caso”.
Como en muchas otras situaciones, los conflictos en la mesa son consecuencia de la falta de criterio, de determinación y constancia por parte de los padres. Comienzan haciendo pequeñas concesiones, incapaces de soportar la más mínima frustración de sus hijos, y acaban peleándose con ellos para que abran la boca.
De esa forma se van asentando los primeros caprichos, que van conformando un menú rico en manías pero pobre en valor nutritivo, se cede a la poco recomendable pastelería industrial, a los helados, las galletas y los sucedáneos empaquetados, que engordan pero no alimentan. Muchos niños obesos han sido y son malos comedores, niños que no han aprendido a comer. Tal vez, en la adolescencia, esa deficiencia les pase factura en forma de diversos complejos o les cubra la sombra de la anorexia.
Para el ser humano, comer no es un acto meramente biológico, ni sólo gastronómico, sino sobre todo es un acto social. Así como somos los únicos animales que cocinamos, también somos los únicos que tenemos que aprender a comer.
Los niños nacen con el reflejo de succión, pero tienen que aprender a comer; tienen que adquirir un hábito, que, como todos los hábitos, requiere constancia, paciencia y firmeza por parte de los mayores.
Para facilitar las cosas es bueno el orden en las comidas y la protocolización de la hora de comer. Al niño le ayuda mucho que convirtamos el sentarnos a la mesa en un ritual, con su ceremonial incluido: poner la mesa, servir de una determinada manera, conversar, retirar los platos… De esa forma va aprendiendo a comer y va interiorizando poco a poco un hábito social muy importante. Si lo hacemos bien, todo será “comer y cantar”.
El tema de la alimentación de nuestros hijos es tan importante que no lo podemos improvisar ni hacer lo que nos parezca. Hemos de seguir siempre las pautas del pediatra respecto a su alimentación: cantidades, texturas, introducción de nuevos alimentos... Si vamos por libre en este tema podemos acabar tomando medidas desesperadas, como esa madre que acabó comprando un biberón de terneros para alimentar a su hijo de seis años.
Una de las fases más delicadas suele ser la introducción de un alimento nuevo. Ante todo no debemos desanimarnos. Probablemente su primera reacción sea de rechazo, no tanto porque no le guste, sino simplemente porque es nuevo. Acostumbrarse a un sabor diferente siempre cuesta, por eso hemos de ser constantes sin llegar a forzar la situación, de lo contrario podemos conseguir que odie las lentejas, las verduras o el pescado. Debemos tener en cuenta que una comida demasiado caliente o demasiado fría puede ser razón suficiente para que la rechace sin que nosotros seamos conscientes de ello. Siempre que le presentemos un nuevo plato debemos elogiar su sabor y sus cualidades nutritivas: “es muy bueno para la vista”, “lo comen los deportistas porque tiene mucha fibra”, etc.
Ayuda mucho convertir la hora de la comida en un encuentro familiar y en algo divertido. En muchas familias eso sólo es posible una vez al día, por lo que resulta decisivo cuidar ese momento. Podemos establecer un ritual en el que todos se sientan involucrados. Una forma es colaborar es poner la mesa, empezando por cosas elementales que no presenten ningún riesgo, como colocar las servilletas. También se puede enriquecer ese momento provocando una conversación entretenida, por ejemplo, contando cada uno lo más divertido que le ha pasado durante la mañana o durante el día. En una comida distraída, lo que se come pasa a un segundo plano.
En cuanto sea posible, deberíamos ponerle a la mesa con los adultos. Es el único modo de que aprenda: irá observando y nosotros podremos corregirle. A veces, por comodidad, damos a los niños de comer aparte, para que “nos dejen comer tranquilos”. Entonces, para ellos, la comida se convierte en una cuestión de adultos de la que se sienten ajenos.
Otro error suele ser preparar un menú para los adultos y otro diferente para los niños. Debemos procurar que coman de todo, aunque sea poco, y ofrecerles platos diferentes con entusiasmo: “¡Hoy tenemos lentejas, el plato preferido de papá!”. El comedor de nuestra casa debe tener más de escuela que de restaurante a la carta.
En muchos hogares la hora de la comida suele ser un tanto caótica: prisas, desorden, discusiones… Hemos de darle la vuelta a la situación y hacer de la comida un momento relajado. Los nervios, las prisas, la tensión y el ajetreo no son los mejores ingredientes. En el caso de comensales recién incorporados, sería conveniente ponerles ropa usada con el fin de no tener que preocuparnos porque se manchen. Intentaremos prepararlo todo para no tener que levantarnos durante el tiempo que dure la comida.
Por supuesto, hemos de tener como criterio básico comer con la tele apagada. Si la comida ha de ser un acontecimiento familiar, la tele, la radio o el equipo de música sobran. Puede que se coma a gusto, pero no se come bien. Utilizar los dibujos animados como pretexto para meterle el potito de frutas o hacerle el avión para que se trague la verdura, son estrategias con demasiados efectos secundarios: el niño no aprende a comer.
Ahora bien, si hemos apagado la tele, no debemos sustituirla montando nosotros “numeritos” que superan la ficción. Procuremos no perder nunca la calma. El niño debe saber que tiene que acabar su plato y que no valen chantajes ni compensaciones. Pasado un tiempo prudencial, se levantan los manteles y se deja lo que no ha comido para la próxima comida, no como castigo, sino como una consecuencia lógica, sin enfados ni broncas. Para llevar este criterio a cabo se ha de tener muy claro que lo hacemos por su bien, porque le queremos, y ser firmes. En nuestra sociedad, difícilmente encontraremos niños desnutridos; sin embargo, caprichosos los hay por todas partes.
Los niños no son tontos y escuchan y entienden lo que decimos. Saben siempre cuándo hablamos de ellos y en qué sentido. Por eso, debemos evitar comentar delante de ellos que no ha comido, que ha dejado la sopa, o que no hay quien le haga acabarse el pescado. Es una forma de hacerle notar que nos tiene preocupados, lo cual reforzará más su actitud.
Si los niños escuchan y entienden lo que decimos, mejor todavía interpretan el ejemplo que les damos. Si nosotros no comemos de todo, si nos tomamos la libertad, porque ya somos adultos, de seleccionar los platos o hacer excepciones, de comer entre horas o darnos demasiados caprichos, no tendremos la fuerza moral para exigir a nuestros hijos.
Un niño mal comedor es un niño que come mal, no que no come en absoluto. Seguramente, sin darnos cuenta, se las arregla, por ejemplo, para comer algo entre horas o nosotros mismos se lo facilitamos. Nos da tanta pena que no haya comido a mediodía que sin querer se nos escapa una galleta, un helado, una bolsa de patatas fritas, un poco de chocolate… Hemos de pensar que todo lo que estamos planteando se puede venir a pique si pica algo, por poco que sea, entre comidas. Ojo con las golosinas: por contener azúcar enseguida dan sensación de saciedad. Lo mismo ocurre si bebe mucho antes de comer, algo que suele ocurrir si ha hecho ejercicio recientemente.
En muchos casos, optar por el comedor escolar puede ser una solución (aunque no siempre), porque se acostumbra a comer con otros niños a los que imita y está sometido a una disciplina que no hay en casa. El problema puede quedar solucionado a medias (que, en el fondo, no es ninguna solución), si no tomamos medidas también en casa. Puede ocurrir que coma muy bien fuera, pero no con su familia.
Si a pesar de haber llevado a cabo todas estas sugerencias, persisten los problemas en la comida, habría que indagar posibles problemas de otra índole que puedan estar detrás. Puede que el mal comer sea sólo un síntoma de otros conflictos, como los celos, la falta de atención o el miedo. Un caso significativo fue el del niño de seis años que, de buenas a primeras, se negó en redondo a comer. Tras hablar con él, descubrimos que había visto en la tele a una persona morir ahogada mientras comía.
Por último, tengamos en cuenta que enseñar a comer implica también educar en las buenas maneras, en la urbanidad en la mesa: cómo utilizar los cubiertos, cómo sentarse, cómo colocar los brazos, cómo servir… Comer bien no es sólo una formalidad, pero la forma de hacerlo tiene su importancia.
Situaciones a evitarAna: “Otra vez se ha metido debajo de la mesa cuando he servido la comida. He vuelto a darle lo único que le gusta: patatas fritas. Ya aprenderá a comer cuando sea mayor”. José Antonio: “A la hora de la comida me convierto en un payaso. Ya no sé qué inventar. Ponemos todos los juguetes entre los platos, juego con él, le cuento historias, vemos vídeos, todo con tal de que coma”. Isaac: “Cada día nos da la comida. Acabamos todos enfadados. Hoy se lo he dicho: como castigo te quedarás en el comedor del colegio”. Mari Luz: “Tiene cinco años y se alimenta a base de biberones. No puedo hacerle comer otra cosa. Pero yo la veo sana. Me siento incapaz de decírselo al pediatra”. |
Nos pasamos un tercio de nuestra vida durmiendo. Dormir es tan necesario como comer y beber. Si no descansamos lo suficiente, si no recuperamos las fuerzas, simplemente, vivimos peor.
Es una consecuencia lógica. La calidad de nuestra vida cuando estamos despiertos depende de cómo y cuánto durmamos. Generalmente una mala noche hace que tengamos un mal día. Del mismo modo, la calidad de nuestro sueño depende de lo que hagamos en los tiempos de vigilia. Un cansancio excesivo, el estrés, las preocupaciones, el consumo de bebidas estimulantes, pueden producir alteraciones del sueño. Cuidar el dormir puede ser el inicio de una vida saludable.
Conforme vamos teniendo más años necesitamos menos horas de sueño: mientras un recién nacido se pasa 16 ó 18 horas en la cuna, un persona adulta suele dormir entre 6 y 8. Lógicamente, en las etapas de crecimiento, en la infancia y la adolescencia, el tiempo y la calidad del descanso tienen una importancia capital. Así como un niño mal alimentado puede tener problemas en su desarrollo físico y psíquico, un niño mal dormido está cansado, suele ser menos participativo socialmente y más irritable.
Velar por el sueño de los hijos es un deber de los padres. ¿Qué padre, qué madre, no ha pasado sueño por sus hijos? ¿Qué padre, qué madre, no se ha quedado alguna noche sin dormir? Y es que en la tarea de educar a nuestros hijos no nos podemos dormir, debemos estar bien despiertos.
La preocupación, en fin, no debe ser tanto “no sé qué hacer para que nos deje dormir”, sino “qué tengo que hacer para que duerma”. Indudablemente, una cosa lleva a la otra, aunque aquí el orden de los factores sí que altera el producto. En la educación de nuestros hijos debemos buscar su propio bien, por lo tanto el “quedarnos tranquilos” no debe ser un objetivo, sino, en todo caso, una consecuencia.
Si realmente le damos importancia al descanso, debemos procurar las condiciones que requiere. El ámbito adecuado para dormir es la noche, y el ambiente propicio, el silencio. Pero vivimos en una sociedad ruidosa que incita a trasnochar: lo divertido es lo estrepitoso que se vive por la noche. En esas condiciones no es fácil que nuestros hijos tengan felices sueños.
Para muchos padres la hora de dormir puede convertirse en una auténtica pesadilla. La forma de evitarlo es enseñar a nuestros hijos a dormir, ayudándoles a adquirir un hábito determinado. Una vez más el esfuerzo corre de nuestro lado, porque tendremos que llevar a cabo algunas acciones concretas.
A los bebés y a los niños en general les viene muy bien que ritualicemos sus acciones. En el caso de ir a dormir, debemos crear un ritual determinado. Es muy bueno que el bebé identifique una serie de actos con el ir a dormir: baño, cena, cuna, luz apagada, canción, cuento… Esas prácticas deben ser siempre las mismas, de esa manera la mente del pequeño las asocia con el sueño. Tanto es así, que si, por cualquier motivo, las cambiamos, seguramente que ese día le cueste más dormirse.
Por el mismo motivo, hemos de mantener horarios fijos para acostarse y levantarse. Tan importante es la hora de ir a la cama, como la hora de despertarse. Dejarle estar en la cama hasta tarde los fines de semana porque no tiene que ir al cole, no es positivo; lo que podemos conseguir es que por la noche no tenga sueño, que se acueste más tarde y que inicie la semana con el sueño cambiado. Hay que tener en cuenta que dormir mucho no es sinónimo de dormir bien.
También debemos gestionar bien la hora de la siesta. Dependiendo de la edad, habremos de ritualizarla y controlarla. Una siesta excesivamente larga o fuera del horario normal puede distorsionar el descanso nocturno. Deberemos ir reduciéndolas poco a poco. Una buena siesta no tiene que ser sinónimo de larga, sino de adecuada y bien aprovechada para cumplir su función: restablecer al niño.
Al acostar al niño, hemos de evitar quedarnos hasta que se duerma, de lo contrario, cuando se despierte por la noche, nos buscará, y, al comprobar nuestra ausencia, llorará. Si, en cambio, se ha acostumbrado a dormirse solo, no se asustará si no estamos cuando se despierte. A muchos niños les suele ir bien dormir con un osito de peluche u otro “compañero”: siempre que se despierte estará a su lado.
Para ir avanzando en autonomía es recomendable pasar a la habitación independiente lo antes posible. El niño debe aprender que dormir es una acción que puede hacer por sí solo sin necesidad de sus padres. Dependiendo de las condiciones del hogar, se pueden usar aparatos de escucha.
Seguramente, al principio, utilizará mil pretextos para que acudamos a su lado; es normal, está aprendiendo a dormir solo. En todo caso, nos compete comprobar si son sólo excusas que utiliza para llamar nuestra atención o si realmente hay un motivo. Si es por miedo, quizá habrá que dejar un punto de luz como referencia; si es porque tiene sed, tener a su alcance el biberón o un vaso de agua; si se despierta porque tiene pipí, enseñarle a ir al baño…
Huelga decir que hemos de tener en cuenta las condiciones ambientales de la habitación: ruidos, ventilación, temperatura…, así como: la cama, la ropa, el pijama… A veces, un mayor confort previene el insomnio.
Quizá lo que más nos cuesta a los padres es mantener en todo momento con firmeza las decisiones que hemos tomado; sin embargo, en ello nos jugamos el éxito de nuestras acciones educativas. Esto implica, como en muchas otras cuestiones, exigirnos primero a nosotros mismos. Si, por ejemplo, de tanto en tanto nos saltamos el horario porque nos viene mejor, cada vez nos resultará más difícil que se cumpla. Debemos pensar que cuanto mayores sean nuestros hijos, más difícil será que adquieran hábitos.
Si el niño llora, siempre hay que atenderle, es de sentido común, pero conviene que vayamos alargando el intervalo de entrada en su habitación. El llanto es su única forma de expresión y no siempre es indicativo de una situación peligrosa, a veces, simplemente lo utiliza para llamar la atención o para indicar que se ha despertado, por eso, si esperamos un tiempo prudencial, probablemente volverá a dormirse. Debemos evitar cogerlo en brazos y que nos note excesivamente preocupados. Ante todo, hemos de procurar calmarlo y, para ello, hemos de estar calmados nosotros.
A muchos niños les da miedo la oscuridad, es algo muy normal, por eso es bueno familiarizarle con ella mediante juegos durante el día a oscuras, con los ojos vendados, etc. No debemos encender la luz cuando nos llame, porque entonces asociará la luz a la seguridad de estar con mamá o papá. Podemos entrar a oscuras y atenderle.
En la adquisición de este hábito no tenemos por qué descartar la posibilidad de ir a dormir fuera, en casa de un amiguito o de un familiar. Esa experiencia le puede venir bien para adquirir mayor independencia. Sin que se convierta en una costumbre, se pueden aprovechar algunas ocasiones determinadas para que tenga la oportunidad de dormir fuera de casa.
Las pesadillas son normales entre los tres y los seis años, y suelen durar hasta los nueve. Se producen durante el último tercio de la noche y tienen un contenido amenazante para el niño. Se pueden potenciar con los contenidos televisivos, los juegos o las conversaciones, vividos durante el día. A parte de evitar estas experiencias, debemos atenderle y calmarle, hablándole sin encender la luz. Si es necesario, registraremos con él la habitación para comprobar que no hay nada. Nunca hablarle al día siguiente sobre la pesadilla que ha sufrido, sino potenciarle indirectamente que no tiene que tener miedo, que es muy valiente…
Los terrores nocturnos se producen entre los tres y los cuatro años, aunque pueden llegar hasta los seis. Se experimentan a primeras horas de la noche y producen mucha angustia, lloros, gritos, sudoración… Si son muy fuertes, hay que ver la causa, porque muchas veces son efecto y consecuencia de un estado de estrés o ansiedad. Las pautas a seguir son las mismas que con las pesadillas.
A una cierta edad, cuando ya pueden saltar de su cama, muchos niños acostumbran a irse a la cama de los papás cuando surgen “problemas” en la suya. Lo mejor que podemos hacer en ese momento es no permitirles venir a nuestra cama. Si lo hacemos, no les ayudamos a superar la situación. Los motivos para abandonar el lecho son muchos: miedo, celos, búsqueda de cariño… Siempre, sin enfadarnos, deberemos acompañarles a su cuarto las veces que haga falta. Si nos llaman, hemos de acudir, nunca decirles que vengan.
Así conseguiremos que tengan felices sueños.
Situaciones a evitarSantiago: “He dormido fatal. Otra vez el niño ha venido a nuestra cama y yo me he ido a la suya”. Pepe: “Esto de contar tantos cuentos seguidos acabará conmigo. Mi hija siempre quiere uno más y acabo dormido en la alfombra antes que ella”. Antonia: “Desde que nació no he dormido una noche seguida. Me llama a cualquier hora: tengo sed, quiero hacer pipí, tengo calor, se me ha caído el chupete…”. Bea: “No sé cómo solucionar los horarios del fin de semana. Como se levanta tan tarde, por la noche no hay quien le haga ir a dormir. El lunes no la puedo despertar”. |
En cierto modo, nuestras adicciones comienzan con el chupete. Nada más nacer vamos adquiriendo apego hacia los diferentes objetos que nos han puesto delante, como la cuna, el sonajero o el osito de peluche; o que nos han metido en la boca, como el chupete o el biberón. Sentimos apego por las primeras papillas, por nuestros juguetes y por nuestra madre. En la gran mayoría de los casos, no llegan a ser adicciones ya que al poco tiempo desaparecen, quizá porque nos vamos apegando a otras cosas o porque vamos creciendo en autonomía y autocontrol.
Los seres humanos nacemos prematuramente. Eso significa que no nos podemos valer por nosotros mismos hasta pasado cierto tiempo después del nacimiento, un tiempo en el que necesitamos la ayuda de otros seres humanos, sobre todo de nuestros padres, para sobrevivir.
Esta indefensión postnatal tan prolongada nos hace depender de los demás y ser animales de carencias. Esas carencias constitutivas de nuestra propia naturaleza las vamos corrigiendo a base de pequeños apegos de los que debemos ir despegándonos para poder sustituirlos por crecimiento interior. Se puede decir que el ser humano nace necesitado, vacío y que debe ir llenándose desde dentro, por eso, los padres utilizan diversos apegos –además del cuidado y el afecto– como estímulos para el desarrollo personal de los hijos.
El chupete es un elemento esencial en la fase evolutiva del niño de 0 a 2 años. En esa etapa, el órgano con el que contacta con el mundo es fundamentalmente la boca, por eso continuamente constatamos que todo se lleva a la boca y que le gusta chupar cosas. El chupete le tranquiliza porque le tiene ocupada la fuente fundamental de estímulos externos. Pero también nos tranquiliza a los padres, que vemos con qué facilidad calla, se sosiega o se duerme cuando le ponemos el chupete. Pero este período pasa y el niño tiene que deshacerse de ese amigo casi inseparable. A veces el proceso se desarrolla de forma normal y el niño se olvida del chupete como se irá olvidando de otras muchas cosas, pero otras supone un auténtico drama tanto para él como para sus padres. Podemos facilitar las cosas si tenemos en cuenta estos consejos.
Hay padres que el mismo día que su hijo cumple los dos años hacen desaparecer todos los chupetes. Cada niño tiene su ritmo y su forma de ser que nos irán diciendo cómo y cuándo es más conveniente que actuemos. Tampoco podemos caer en el extremo contrario y postergar indefinidamente las medidas a tomar.
Para amortiguar el trauma debemos procurar que ese paso que va a dar no coincida con otro trance como quitarle los pañales, comenzar la guardería o pasarle a la cama. Mejor si lo hacemos en un momento de calma.
Como orientación nos puede servir este calendario: a partir del año y medio podemos comenzar el proceso, al principio se lo dejaremos sólo para dormir y se lo quitaremos una vez se haya dormido; entre los dos años y los dos años y medio deberemos conseguir que se olvide definitivamente del chupete.
Si a partir de los dos años y medio sigue con el chupete, quizá deberíamos analizar las causas: miedos, timidez, inseguridad, inadaptación, ansiedad, enfermedades frecuentes, mal hábito… Cuando nos lo pida durante el día, debemos considerar la razón por que lo hace: si es por aburrimiento, podemos jugar con él; si es por miedo, podemos hablarle; si es por ansiedad o inseguridad, lo podemos abrazar…
La mejor manera de ayudarle a dejar el chupete es convencerle de que el chupete es cosa de pequeños. Por eso, hemos de decirle frecuentemente que ya es mayor, que los mayores no llevan chupete, que se parece más a papá o a mamá… y darle privilegios de mayor.
Debemos cuidar mucho de no ridiculizarlo imitándolo o diciéndole cosas como “eres un pequeñajo”. Estaremos generando una mayor ansiedad.
Para conseguir que sea él o ella quien se desprenda del chupete, haremos que lo tire a la basura, que se lo dé a los Reyes Magos…
Hemos de ser conscientes, sin embargo, de que necesitará unos días de adaptación. Al principio llorará, pero no debemos ceder, sino tomar algunas medidas como: sustituirlo por un juguete o un peluche para dormir, conseguir un ambiente relajado a la hora de ir a la cama a base de cuentos, caricias…
En este trance, tenemos que darle mucho afecto. El apego que tiene al chupete lo ha de sustituir de alguna forma. A parte de un hábito, se trata también de una cuestión con un fuerte peso afectivo.
En estas edades resulta una herramienta muy eficaz la elaboración de un Cuadro de Control de Conducta (C3). Se trata de elaborar una gráfica de diferentes maneras en la que llevemos a cabo el registro de los logros conseguidos. A lo largo de su educación lo iremos adaptando a la edad y a la situación educativa. En este caso, se puede dibujar una papelera y chupetes de papel que se van pegando cada día que consigue pasar sin él; cuando se llena la papelera se celebra viendo su película preferida o yendo a un lugar especial.
Aunque en algunos casos resulte difícil, siempre se puede cortar con el chupete. El problema es que muchos niños se chupan el dedo (ya desde el vientre materno) y el dedo no lo podemos cortar. Podemos esconder el chupete, pero el dedo siempre lo tendrá a mano. Además, éste plantea algunos problemas que no tiene aquel, como la deformación del paladar (puede producir paladar ojival), de las encías o de la disposición dentaria. ¿Qué hacer?
En primer lugar, no hemos de tomar medidas excesivamente drásticas como vendar el dedo o poner un guante. En general, seguiremos las pautas que ya hemos indicado.
Si el chuparse el dedo va acompañado de otras conductas, como acariciar una manta, por ejemplo, se puede eliminar una (la manta) para conseguir la otra.
A la hora de ir a la cama, podemos acostumbrarle a dormir con algo en las manos. Si las utiliza para agarrar será más difícil que le quede el dedo libre. Al realizar otras actividades pasivas, como ver la tele, actuaremos de la misma manera.
En el caso de que sea ya un poco mayor, podemos hacer que tome conciencia de la situación. Le podemos hacer una foto para que se vea o ponerle delante del espejo. Algunos niños de edades más avanzadas se dan cuenta y nos dejan que les untemos el dedo con productos farmacéuticos específicos, también cabe la posibilidad de acudir al ortodoncista para colocarle un aparato adecuado para estos casos.
Si persiste el hábito, acudiremos a un especialista. Probablemente el chuparse el dedo enmascara algún problema.
Situaciones a evitarMaría: “No sé qué haría sin el chupete. Es la única manera de que no llore las veinticuatro horas del día”. José: “Es la décima vez que intentamos quitarle el chupete. Nos damos por vencidos”. Manuel: “He encontrado la solución: he llenado la cuna de chupetes, cuando se despierta siempre tiene uno a mano”. Juana: “El mismo día que llegó su hermanito, le quitamos el chupete, así lo habíamos decidido”. |
Otra de las etapas que debe superar el niño y también sus padres es el destierro de los pañales. Dejar los pañales quizá sea, junto con aprender a andar, los dos saltos más importantes en el camino de la independencia.
Nuestra tarea como padres consiste en controlarles para que vayan adquiriendo autocontrol y así llegar a ser autónomos. Una de las fases de este proceso por la que tienen que pasar todos los niños, y todos los padres, es por la de decir adiós a los pañales. Pero no es una despedida fácil: aunque el setenta por ciento de los niños de cuatro años controlan el pipí nocturno, queda todavía un diez por ciento sin conseguirlo a los cinco años, un tres por ciento a los doce y un uno por ciento en la adolescencia. La incontinencia es más frecuente en niños que en niñas.
Conviene saber que, según la mayoría de los pediatras, la edad ideal para quitar los pañales es entre los veintidós y los treinta meses, sin embargo, eso no es suficiente; hay muchas cosas más a tener en cuenta.
Si la paciencia es imprescindible para educar, en esta etapa la necesitaremos más si cabe. No podemos cortar por lo sano y retirar los pañales de la noche a la mañana, pero tampoco debemos postergarlo indefinidamente. Cada vez que perdamos la paciencia retrocederemos al punto inicial, no habremos avanzado nada y habremos perdido tiempo.
Para ello, deberemos tenerlo todo bien planeado: aprovechar la época más oportuna y estar coordinados con la guardería o el centro educativo. Una vez hemos empezado el proceso no podemos echar marcha atrás: en este tema el retroceso es fatal.
No sólo nos tenemos que concienciar nosotros del proceso que vamos a iniciar, sino también concienciarle a él o a ella. Para ello podemos comprar juntos el orinal o el reductor para el inodoro, podemos explicarle que los mayores ya no usan pañales o enseñarle cómo el resto de la familia utiliza el lavabo.
Hagamos que se siente en el orinal o en el sanitario y que se acostumbre a estar en él un ratito, pero no demasiado tiempo. Al principio cada hora y media, después ir alargando cada tres o cuatro horas.
Si le cuesta hacer pipí, procuraremos que esté relajado (puede llevar un juguete en las manos) o estimularle abriendo el grifo, por ejemplo. Mostremos gran alegría cuando lo consiga, es un refuerzo positivo.
Nunca debemos castigarle si se lo hace encima. Hemos de tener en cuenta que lo normal es que ocurran accidentes, como es imposible que aprenda a andar sin caerse. En caso de que se produzca un percance, no exageremos ni una actitud de repulsa ni de lástima, no se lo hagamos limpiar, sino limpiarlo nosotros aunque con cierta indiferencia o frialdad. Evitaremos así que lo utilice para reclamar nuestra atención.
Durante el proceso es conveniente usar ropa fácil de quitar y calzado de goma que se pueda lavar cómodamente.
Un ejercicio que viene muy bien consiste en enseñarle a cortar voluntariamente el pipí. Se puede hacer como un juego: “ahora para y cuento hasta cinco”. De esa manera se fortalecen los músculos y aprende a controlar los esfínteres.
Con un C3 podemos establecer un control de las veces que va al lavabo. Podemos dibujar un inodoro o un orinal e ir pegando dentro un círculo adhesivo cada vez que lo haga bien, cuando haya completado el dibujo, felicitarle.
Cuando ya hayamos conseguido el control diurno, empezaremos a quitar el pañal durante las siestas, después, durante la noche. Debemos estar dispuestos a cambiar sábanas. Conviene colocar un protector de colchón.
Hemos de tener en cuenta que es más difícil que controle por la noche: son muchas horas y está durmiendo. Debemos aumentar la dosis de paciencia.
Podemos hacer que durante el día beba mucha agua para aumentar la capacidad de la vejiga, pero hemos de evitar que lo haga en exceso dos horas antes de acostarse.
Opcionalmente nos levantaremos cuando lleve dos horas durmiendo para ponerle a hacer pipí.
Puede ocurrir que el proceso no salga bien a pesar de haber puesto todos los medios. Quizá, entonces, podemos plantearnos un caso de enuresis.
La enuresis, o incontinencia urinaria, puede ser primaria o secundaria. Cuando el niño no controla el pipí, pero nunca lo ha controlado, la enuresis es primaria y la causa suele ser de tipo orgánico. Cuando, tras un periodo de control de seis meses como mínimo, el niño vuelve a mojar la cama, estamos ante una enuresis secundaria, en este caso hay que buscar una causa de tipo psicológico, como celos, ansiedad, miedo… En caso de que la situación persista cabe plantear un estudio urológico y neurológico.
Existen sistemas de control, llamados Pipí-Stop, para niños algo mayores. Funcionan con un detector de humedad que hace sonar una alarma ante la primera señal, el ruido hace que el niño se despierte. Es un método que en algunos casos puede resultar muy efectivo.
Ante un trastorno enurético, nunca debemos hacer bromas y siempre motivaremos en positivo. Si es mayor, podemos hacer que se limpie y que cambie las sábanas de la cama.
Situaciones a evitarOfelia: “Me desesperé tanto que ayer cuando se hizo cacas en el pañal se lo restregué por la cara. No sabes cómo me arrepiento”. Marta: “Le hemos acostumbrado a recibir un regalo cada vez que hace pipí en el orinal. Ahora le tenemos a todas horas intentándolo”. Roser: “Ya se lo he dicho: eres el único de la clase que aún llevas pañal, no sé cómo no te da vergüenza”. María Jesús: “Estoy harta de lavar ropa. Voy a volver a ponerle el pañal”. |
El orden es el hábito fundamental en los primeros años y el más útil el resto de la vida. Nos hace más eficaces, nos ayuda a ganar tiempo, a ser puntuales y a aumentar el rendimiento, nos da tranquilidad y confianza, nos facilita poder conducirnos por lo importante antes que por lo urgente y a usar correctamente las cosas, nos evita contratiempos y nos dispone mejor ante lo imprevisible.
El hábito del orden se empieza a ejercer en cosas externas, como dejar cada cosa en su sitio, cumplir los horarios, mantener la higiene personal…; sin embargo, lo decisivo es que se transforma en orden interior. Un niño que sabe mantener ordenada su habitación, seguro que tiene una mente bien organizada; en cambio, el que se muestra desordenado tendrá serias dificultades para presentar un trabajo estructurado. A la hora, por ejemplo, de guardar los juguetes, el niño ordenado sigue un criterio lógico –por clase, por tamaños, etc.–, en ese sentido, a parte del orden, está trabajando la abstracción.
Como todo hábito, el orden se encuentra en el término medio entre dos extremos: el desordenado caótico y el maniático del orden. Ambos lo pasan mal: el primero porque se pierde en su propio desbarajuste y el segundo porque nunca alcanza la quietud. El primero peca de demasiada espontaneidad; mientras que el segundo, de una artificiosidad inhumana.
Para ser ordenado no hay que renunciar a la espontaneidad ni caer en lo artificial; no se trata de serlo en todos los aspectos ni siempre, sino de tener, podríamos decir, una disposición a la armonía. El ordenado sigue casi instintivamente unas normas lógicas que le facilitan lograr sus objetivos con mayor facilidad, menor esfuerzo y menos tiempo.
El maniático busca el orden por el orden, sin darse cuenta de que es un medio, no un fin. Sin embargo, el orden no hace otra cosa que establecer cadenas o procesos de acción que nos ayudan a conseguir los objetivos propuestos.
El orden no ocupa lugar, quizá por eso en una habitación (y en una cabeza) ordenada caben más cosas.
En educación, tenemos que tener en cuenta que el orden se pone, no se impone. Poner orden en la vida de nuestros hijos consiste fundamentalmente en hacer de ellos personas ordenadas, en que adquieran un hábito que tiene muchísimas ventajas educativas. Pero como hábito que es no podemos imponerlo, no podemos exigirles con malas caras o amenazas que sean ordenados; a lo sumo conseguiremos que las cosas estén ordenadas, no que ellos lo sean.
A partir del primer año, el niño está preparado para comenzar a interiorizar el hábito realizando pequeñas tareas como tirar el pañal a la basura, la ropa sucia al cesto, el envoltorio del caramelo a la papelera… Es el momento vital ideal para empezar.
Muchas de las cosas que aprenden nuestros hijos las aprenden jugando. Por eso jugar con ellos, desde muy pequeños, a ordenar sus cosas, será una manera divertida de que adquieran el hábito. No debemos hacerlo como una imposición, sino como algo natural que forma parte del juego. Se acaba de jugar cuando se han recogido los juguetes.
No podemos exigir el orden si no facilitamos las mínimas condiciones físicas, por ejemplo, disponer en su habitación del suficiente espacio, cajas y cajones a su alcance, tener un lugar para cada cosa y que él o ella lo sepa… De nada sirve tener las condiciones si no las organizamos bien: no podemos “elegir” para guardar un juguete que usa continuamente una estantería alta: le estaremos poniendo muy difícil que pueda recogerlo.
Nuestro ejemplo será decisivo en la adquisición de este hábito tan importante. No se trata tanto de que nosotros seamos ordenados –aunque parezca una contradicción, una persona desordenada también puede educar en el orden–, sino de que nos esforcemos por serlo. Educa más que nos vean que nos cuesta ser ordenados, pero que luchamos por conseguirlo.
Evitemos usar expresiones del tipo: “eres una desordenada”, “siempre lo dejas todo sin recoger”, “eres un desorganizado”… Al revés, mejor decirle cosas como: “Con lo ordenada que tú eres, me extraña que hayas dejado sin recoger los juguetes”. Le ayudaremos a formarse un autoconcepto positivo y aspirará a ser de esa manera.
Para ayudarle a interiorizar el orden, debemos procurar ser ordenados siempre, sin excepciones, en todos los ámbitos y en todo momento: en las comidas, en la hora de acostarse y levantarse, en los ratos de juego, en el baño, los paseos… La interiorización requiere tiempo y repetición de actos.
Muchas veces acabamos haciendo nosotros lo que deberían hacer nuestros hijos. El principio básico sería: no ordenar nosotros lo que puedan ordenar ellos. Debemos conseguir que lo hagan por sí mismos. Cuesta más, pero es mucho más educativo. Los padres “maniáticos del orden” tienden a hacerlo ellos porque no pueden ver las cosas fuera de su sitio; sin embargo, aunque logren tener la casa ordenada, no hacen que sus hijos lo sean.
Pero, ¿por qué deben estar las cosas en su sitio?, ¿por qué hay que ser ordenados? Ya hemos hablado de las ventajas de este hábito; no obstante, a un hijo, a una hija, hay que explicarle, adaptándonos a su edad, por qué las cosas deben estar ordenadas: evitamos que se pierdan, que se pueden pisar y romper, además todo está más limpio y se está más a gusto, facilita encontrarlas después, ganamos tiempo a la larga…
El tiempo es una de las claves en educación y lo es más a la hora de adquirir un hábito. Debemos intentar estructurar su tiempo: eso le facilitará mucho las cosas. El niño debe saber qué tiene que hacer en cada momento. Para ello, podemos establecer unas rutinas que le ayuden a vivir el orden; por ejemplo, mediante un horario semanal adaptado a sus circunstancias o una cadencia a la hora de realizar actividades diversas: preparo/realizo/recojo. A partir de los ocho años podemos acostumbrarle a utilizar la agenda escolar: le ayuda a organizarse y a establecer compromisos consigo mismo. Poner por escrito lo que se tiene que hacer ayuda a hacerlo.
Como también ayuda la elaboración de un C3. En él llevaremos el registro de los logros conseguidos. Dependiendo de la edad, podemos ir anotando con puntos positivos las veces que ha dejado las cosas ordenadas (nunca pondremos puntos negativos en caso contrario); al final de la semana, revisaremos y valoraremos su conducta.
Para conseguir un hábito debemos evitar los extremos y, por consiguiente, la tentación de caer en el perfeccionismo. Hemos de comprender que son niños y que debemos exigirles como a tales. Las primeras veces que aderece la cama o doble una camiseta no podemos pretender que lo haga a la perfección. Estamos nosotros para enseñarle y ayudarle: “lo has hecho muy bien, pero, mira, tienes que…”.
Causa y a la vez efecto del desorden es la impuntualidad. Causa, porque su falta desata la cascada del desbarajuste; y efecto, porque un desordenado tendrá que llegar tarde a un sitio para poder ser puntual en otro. Inculcar la puntualidad en nuestros hijos es invertir tiempo en ganar tiempo.
Situaciones a evitarEmilia: “Ya le digo a mi hijo: eres un desastre, un desordenado y un desorganizado. A ver si reacciona”. Asun: “Como siempre, al final, acabo ordenando yo su habitación. No puedo ver las cosas fuera de sitio. Si tengo que esperar a que lo hagan ellos…”. Álvaro: “Mi mujer se preocupa demasiado. Los niños son niños y tienen que desmontarlo todo. Ya lo ordenarán los mayores”. Elena: “Es normal que mis hijos sean desordenados porque nosotros también lo somos”. |
Uno de los mayores enemigos de la educación es la prisa. Querer que nuestros hijos sean los primeros en hablar, en andar, en montar en bici, en aprender a leer y a escribir, en saberse las tablas de multiplicar… suele ser la aspiración de casi todos los padres. Así que cuando la naturaleza impone un ritmo más lento que el que nosotros esperamos nos angustiamos y comenzamos a ponernos nerviosos: “¿Cuándo hablará bien?”, “¿Por qué no anda todavía?”, “¡Ya debería saber montar en bici!”, “¡Aún no lee bien!”, “A su edad y tiene una letra muy infantil”, “¡Qué podemos hacer para que se aprenda las tablas de una vez!”... Estos padres se agobian y agobian a sus hijos sin una razón científicamente sostenible, sino únicamente porque no cumplen sus expectativas.
La maduración física, intelectual y afectiva de nuestros hijos no es una carrera contrarreloj, sino un proceso con una cadencia propia que a veces puede parecer incluso caprichosa. La estadística establece los márgenes de la normalidad, que suelen ser mucho más amplios de lo que nos imaginamos; sin embargo, nosotros nos fijamos más en el corredor de la calle de al lado o en el que va marcando los mejores tiempos.
Cuando nos preocupa su lentitud y consultamos con un especialista, el pediatra o el pedagogo, nos solemos encontrar –salvo algunas excepciones, claro está– con que nuestro hijo se encuentra entre los límites de lo normal. Sin embargo, el dato no nos tranquiliza porque no nos conformamos con lo normal, sino que queremos que bata un récord, no importa en qué modalidad.
La trayectoria hacia la madurez es una carrera de fondo. De poco sirve una salida explosiva, porque lo importante es llegar al final. Ser el primero en llegar a los controles intermedios sólo sirve para engrosar el orgullo de los padres; lo que cuenta de verdad es llegar bien, sobre todo, a la línea de meta.
Si la prisa es el enemigo de la educación, la paciencia es su gran aliado, ya lo hemos dicho. La necesitamos en todo momento y circunstancia: con el hijo lento, pero también con el que va muy deprisa; con el que le cuesta y con el que va sobrado; con el que tiene problemas y con el que todo parece tan fácil; con el que siempre llega primero y con el que siempre llega el último. Como decía el cirujano francés, Guillaume Dupuytren, “no hemos de apresurarnos, porque no tenemos tiempo que perder”.
De pronto un niño dice su primera palabra. Entonces, todos: padres, hermanos, abuelos, amigos, nos alegramos porque ha dado su primer paso en el largo camino de la socialización.
Pero ese primer paso no ha surgido de la nada, sino que ha estado impulsado por unos elementos prelingüísticos de gran importancia, como son el llanto y la risa, los gestos con la boca o los primeros balbuceos y canturreos. Sin embargo, que un niño comience de buenas a primeras a hablar nos sigue pareciendo un milagro.
En muy poco tiempo su cerebro se llena de palabras, de complicadas estructuras gramaticales que a una edad temprana maneja con sorprendente facilidad. A veces, la profusión lingüística de nuestros hijos llega a aturdirnos, como cuando están en esa época del “porqué”, que lo preguntan todo y nosotros tenemos que responderles. En muchos momentos, precisaremos de una paciencia casi infinita, porque de ningún modo podemos darles esquinazo: los niños necesitan ejercitar ese nuevo instrumento que han adquirido.
Hay que tener en cuenta que la adquisición del lenguaje está muy unida al afecto y no podemos pretender que hablen como cuentan que hizo Miguel Ángel con su David, quien tras haber acabado la imponente escultura le espetó: “¡Habla!”. David no dijo nada, sino que permaneció, y permanece aún hoy, mudo como una estatua.
Contando con todo esto, para facilitar que a nuestros hijos se le suelte la lengua y lo haga correctamente, deberemos revisar los órganos implicados en el habla, como la lengua, el paladar, la disposición dentaria o las cuerdas vocales; descartar problemas de audición o del sistema nervioso; tener en cuenta posibles deficiencias intelectuales o afectivas que pueden provocar bloqueo, ansiedad, rechazo…
Un buen entrenamiento consiste en realizar desde muy pequeños ejercicios previos de los órganos implicados: succionar, chupar, masticar, soplar, mover la lengua…
La mejor manera de enseñarle a hablar a un niño es hablarle mucho desde que nace, siempre de forma clara, mirándole a la cara y acompañándonos de gestos para que nos entienda mejor.
Debemos diferenciar entre comprensión y expresión. Si falla la primera, tendrá dificultades con la segunda. Aunque no se exprese bien, primero tendremos que asegurarnos de que lo entiende todo: cómo reacciona ante lo que le decimos, si hace lo que le ordenamos, si atiende…
No debemos olvidar pronunciar siempre el nombre de los objetos que utilizamos. Por ejemplo, a la vez que le vestimos le podemos ir diciendo: “ahora te voy a poner el pantalón, ahora los zapatos”, vocalizando bien y repitiendo, sin usar diminutivos.
Crear un ambiente dialogante en casa puede ser la mejor forma de desatar su lengua. Si somos una familia que se cuenta cosas, ellos querrán también participar.
La música clásica y las canciones infantiles son dos buenos aliados para formar su oído y su sentido del ritmo, ambos cruciales a la hora de hablar. No dejemos de aprovechar esos medios que tenemos tan a mano.
Desde que un niño nace hasta los seis o siete años su cerebro tiene una especial plasticidad para la adquisición del lenguaje, por lo que es bueno que incentivemos el aprendizaje también de otros idiomas. Lo que nos puede resultar muy difícil a los adultos, para ellos es algo natural que no requiere mayor esfuerzo.
Pero si las cosas no llevan el ritmo que esperamos, no hemos de mostrar excesiva preocupación porque lo único que conseguiremos será transmitirle ansiedad. En todo caso, debemos asegurarnos de que está dentro de la normalidad.
Cuando el aprendizaje del habla no se desarrolla según los parámetros normales, si observamos un retraso, alguna dificultad importante o un mutismo exagerado, debemos acudir a un especialista para que nos dé unas pautas más concretas. Ante cualquier duda, debemos consultar con el pediatra: él nos dirá si todo es normal o, en su defecto, nos derivará a un logopeda.
Un niño o una niña que habla mal pueden hacer mucha gracia. Esa “lengua de trapo” resulta divertida, pero, a la larga, puede convertirse en un freno. Si habla mal, mejor ignorar lo que dice, lógicamente, sin dejar de atenderle. Intentemos no utilizar expresiones infantiles como “guauguau” (perro), “tete” (chupete), “tate” (chocolate), “burrún” (coche), “chichi” (carne)…
Los monosílabos son los grandes aliados de la pereza y uno de los grandes obstáculos en el desarrollo del habla. Hagamos lo posible para que no nos tenga que responder con un “sí” o un “no”. Una forma de conseguirlo consiste en apremiarle a que se expresen utilizando preguntas abiertas. Mejor que preguntarle si quiere fruta para merendar, es preferible decirle: “¿qué quieres hoy para merendar?”. Del mismo modo, si nos responde con gestos, debemos hacer como que no le entendemos para forzar que nos hable.
Para incentivar su locuacidad debemos evitar los juegos solitarios. Es mejor que juegue con otros niños o niñas. Por eso, la guardería suele ser el lugar donde más se sueltan. De todas formas, cuando juegue en solitario, es bueno que le observemos, generalmente se habla porque no sabe todavía pensar en silencio. Un niño que se habla solo está manifestando la existencia de un lenguaje interior.
Si tiene dificultades para pronunciar un sonido determinado es conveniente elaborar un listado de las palabras que lo contengan y repetirlas varias veces, de ese modo reeducaremos su buena dicción.
En ningún caso debemos corregirle repitiendo la palabra que ha dicho mal, sino pronunciándola nosotros correctamente. Si le decimos: “No se dice ‘pitota’, sino pelota”, le estaremos reforzando lo que no tiene que hacer. Es mejor decirle: “Sí, ten la pelota”, remarcando la palabra.
Existen muchas formas de estimular el lenguaje, como contarle cuentos, poner películas para que las vea repetidas veces, enseñarle canciones, utilizar libros infantiles para que nos cuente la historia que ve ilustrada, hacerle describir objetos y situaciones, animarle a que nos cuente cosas…
Situaciones a evitarPaco: “Tiene una lengua de trapo que nos hace mucha gracia, tanto que todos de la familia hablamos como ella. Es muy divertido”. Jon: “¡Qué mal carácter tiene! Cuando le digo que no habla bien se enfada conmigo y ya no quiere hablar más”. José Ramón: “Habla hasta por los codos. No hace más que preguntarlo todo. Continuamente le tenemos que mandar callar”. Lorenzo: “Mi hijo sólo habla con gestos pero todos le entendemos”. |