LA PENA Y EL OLVIDO
«¡La señorita Albertine se ha marchado!». ¡Cuánto más lejos psicológicamente llega el sufrimiento que la propia psicología! Un instante antes, mientras me analizaba, había yo creído que aquella separación sin volver a vernos era precisamente lo que deseaba y, al comparar la mediocridad de los placeres que me brindaba Albertine con la riqueza de los deseos que me privaba de realizar, me había creído sutil y había concluido que no quería verla más, que había dejado de amarla, pero aquellas palabras —«La señorita Albertine se ha marchado»— acababan de provocar a mi corazón tal sufrimiento, que tenía la sensación de no poder resistirlo más. Así, lo que había yo creído que no era nada para mí, era, sencillamente, mi vida entera. ¡Qué poco nos conocemos! Tenía que hacer cesar de inmediato mi sufrimiento; con ternura para conmigo mismo, como mi madre para con mi abuela agonizante, y con esa misma buena voluntad con la que nos negamos a dejar sufrir a quienes amamos, yo me decía: «Ten un segundo de paciencia, te encontraremos un remedio, estáte tranquilo, no te dejaremos sufrir así». A esa clase de ideas recurrió mi instinto de conservación para poner los primeros calmantes en mi herida abierta: «Nada de eso tiene la menor importancia, porque voy a hacerla regresar en seguida. Voy a ver cómo, pero, de todos modos, esta noche estará aquí. Por consiguiente, no vale la pena que me preocupe». «Nada de eso tiene la menor importancia»: no me había yo contentado con decírmelo, había intentado dar esa impresión a Françoise, al no dejar translucir mi sufrimiento delante de ella, porque, incluso en el momento en que lo sentía con tamaña intensidad, no olvidaba que debía hacer parecer feliz, correspondido, mi amor sobre todo ante Françoise, quien, como no apreciaba a Albertine, siempre había dudado de su sinceridad. Sí, hacía un rato, antes de la llegada de Françoise, yo había creído que había dejado de amar a Albertine, había creído que no dejaba nada de lado; había creído conocer, como analista riguroso, el fondo de mi corazón, pero, por grande que sea nuestra inteligencia, no puede columbrar los elementos que lo componen y que siguen resultando insospechados, mientras un fenómeno apto para aislarlos no les haya hecho experimentar un comienzo de solidificación desde el estado volátil en el que se mantienen la mayor parte del tiempo. Me había equivocado al creer que veía claro en mi corazón, pero ese conocimiento, que no me habían brindado las percepciones más finas de la inteligencia, acababa de aportármelo —duro, patente, extraño, como una sal cristalizada— la brusca reacción del dolor. Estaba tan acostumbrado a tener a Albertine a mi lado y de repente veía una nueva faceta de la costumbre. Hasta entonces la había considerado sobre todo un poder aniquilador que suprime la originalidad y hasta la conciencia de las percepciones; ahora la veía como una divinidad temible, tan arraigada en nosotros, con su insignificante rostro tan incrustado en nuestro corazón, que, si se desprende, si se aparta de nosotros, esa deidad que apenas distinguíamos nos inflige sufrimientos más terribles que ninguna otra y entonces resulta tan cruel como la muerte.
Lo más urgente era leer la carta de Albertine, ya que quería pensar en los medios que necesitaría para hacerla regresar. Tenía la sensación de disponer de ellos, porque, como el futuro es lo que sólo existe todavía en nuestro pensamiento, nos parece aún modificable por la intervención in extremis de nuestra voluntad, pero al mismo tiempo recordaba haber visto actuar sobre él otras fuerzas distintas de la mía y contra las cuales —aunque hubiera dispuesto de más tiempo— nada habría podido. ¿De qué sirve que no haya sonado aún la hora, si nada podemos influir en lo que ocurrirá? Cuando Albertine estaba en casa, yo estaba totalmente decidido a conservar la iniciativa de nuestra separación y después ella se había marchado. Abrí la carta de Albertine. Era de este tenor:
Amigo mío, perdóname por no haberme atrevido a decirte de viva voz las palabras que te transmito a continuación, pero es que soy tan cobarde, he sido siempre tan poca cosa ante ti, que ni siquiera forzándome he tenido valor para hacerlo. Esto es lo que debería haberte dicho: «La vida entre nosotros se ha vuelto imposible; por lo demás, ya viste, con tu salida de tono de la otra noche, que algo había cambiado en nuestras relaciones. Lo que se podría haber arreglado aquella noche resultaría irreparable al cabo de unos días. Así, pues, ya que hemos tenido la suerte de reconciliarnos, vale más que nos separemos como buenos amigos». Por eso, querido mío, te envío esta nota y te ruego que tengas la bondad de perdonarme, si te causo un poco de pena, pensando en la —inmensa— que sentiré yo. Grandísimo amigo mío, no quiero llegar a ser enemiga tuya, ya me resultará bastante duro volverme poco a poco —y muy pronto— indiferente para ti. Por eso, como mi decisión es irrevocable, antes de encargar a Françoise que te entregue esta carta, le habré pedido mis maletas. Adiós, te dejo lo mejor de mí misma. Albertine.
«Todo eso nada significa», me dije yo, «es mejor incluso de lo que pensaba, pues, como no dice nada de eso en serio, lo ha escrito, evidentemente, tan sólo para asestar un gran golpe, para meterme miedo, para que no vuelva a estar insoportable con ella. Hay que procurar con la mayor urgencia que Albertine haya vuelto esta noche. Resulta triste pensar que los Bontemps son personas indecentes que se valen de su sobrina para sacarme dinero, pero, ¿qué importa? Aunque, para que Albertine esté aquí esta noche, haya de dar la mitad de mi fortuna a la Sra. Bontemps, nos quedará bastante a Albertine y a mí para vivir agradablemente». Y, al mismo tiempo, calculaba si tendría tiempo de ir aquella mañana a encargar el yate y el Rolls-Royce que ella deseaba, sin pensar ya siquiera —pues habían desaparecido todas mis vacilaciones— en que me había parecido poco sensato regalárselos. «Aunque la adhesión de la Sra. Bontemps no baste, si Albertine no quiere obedecer a su tía y pone como condición de su regreso la de disfrutar en adelante de plena independencia, pues bien, por mucha pena que me cause, se la concederé; saldrá sola, cuando guste; hemos de saber aceptar sacrificios, por dolorosos que sean, por lo que más apreciamos y que para mí —pese a lo que creía esta mañana, conforme a mis exactos y absurdos razonamientos— es que Albertine viva aquí». Por lo demás, ¿puedo decir que permitirle esa libertad me habría resultado totalmente doloroso? Mentiría. Con frecuencia había tenido ya la sensación de que el sufrimiento de dejarla libre para portarse mal lejos de mí tal vez fuera menor aún que la clase de tristeza que a veces sentía al notar que se aburría conmigo, en mi casa. Seguramente en el preciso momento en que me pidiera permiso para irse a alguna parte, dejarle hacerlo, pensando en que habría orgías organizadas, me habría resultado atroz, pero la idea de decirle: «Toma nuestro barco o el tren, márchate un mes a tal país, que yo no conozco y donde no sabré nada de lo que hagas», me había gustado con frecuencia, porque, en comparación, lejos de mí me preferiría y se alegraría al regresar. «Por lo demás, ella misma lo desea, seguro; en modo alguno exige esa libertad, a la que, por lo demás, lograría obtener con facilidad —al ofrecerle todos los días placeres nuevos— alguna limitación día tras día. No, lo que Albertine quería era que yo dejara de estar insoportable con ella y sobre todo que me decidiese —como en tiempos Odette con Swann— a casarme con ella. Una vez casados, dejará de interesarle su independencia; nos quedaremos los dos aquí, ¡tan felices!». Seguramente era renunciar a Venecia, pero, ¡qué pálidas, indiferentes, muertas, se vuelven las ciudades más deseadas, como Venecia —y con mayor razón las señoras de su casa, como la duquesa de Guermantes, y las distracciones, como el teatro—, cuando estamos ligados a otro corazón por un vínculo tan doloroso, que nos impide alejarnos de él! Por lo demás, Albertine tiene toda la razón respecto del matrimonio. A mamá misma todos aquellos retrasos le parecían ridículos. Casarme con ella es lo que debería haber hecho desde hace mucho, es lo que habré de hacer, eso es lo que la ha movido a escribir esa carta, ninguna de cuyas palabras está dicha en serio; para lograrlo, ha renunciado durante unas horas a lo que tanto —como yo— debe de desear hacer: volver aquí. Sí, eso es lo que quería, ése era su propósito, me decía mi entendimiento compasivo, pero yo tenía la sensación de que, al decírmelo, mi inteligencia seguía abrigando la misma hipótesis que había adoptado desde el principio. Ahora bien, yo advertía perfectamente que la otra hipótesis era la que no había dejado nunca de verificarse. Seguramente esa segunda hipótesis nunca habría sido lo bastante audaz para formular expresamente la posibilidad de que Albertine estuviera vinculada con la Srta. Vinteuil y su amiga y, sin embargo, cuando me había visto sumergido por la invasión de aquella terrible noticia, en el momento en que entrábamos en la estación de Incarville, había sido la que había resultado verificada. Ésta nunca había entrañado la posibilidad de que Albertine me abandonara por sí sola, de aquel modo, sin avisarme y sin darme tiempo para impedírselo, pero, aun así, si, después del nuevo e inmenso salto que la vida acababa de hacerme dar, la realidad que se me imponía me resultaba tan nueva como aquella ante la cual nos colocan el descubrimiento de un físico, las investigaciones de un juez de instrucción o los hallazgos de un historiador sobre los intríngulis de un crimen o revolución, dicha realidad superaba las poco consistentes previsiones de mi segunda hipótesis, pero, aun así, las cumplía. Ésta no era la de la inteligencia y el pánico que yo había sentido la noche en que Albertine no me había besado, la noche en que había yo oído el ruido de la ventana, no era consecuencia de un razonamiento, pero la de que la inteligencia no es el instrumento más sutil, más potente, más apropiado para aprehender la verdad —y más adelante la veremos corroborada, como muchos episodios han podido indicarlo ya— es simplemente una razón más para comenzar por la inteligencia y no por un intuitivismo del inconsciente, por una fe inconmovible en los presentimientos. La vida es la que —poco a poco, caso por caso— nos permite advertir que lo más importante para nuestro corazón o para nuestro juicio no lo descubrimos mediante el razonamiento, sino mediante otras facultades y entonces es la propia inteligencia la que, al darse cuenta de su superioridad, abdica mediante el razonamiento ante ellas y acepta volverse su colaboradora y su sierva. Es la fe experimental. Me parecía haber conocido ya la desgracia imprevista ante la que me encontraba (como la amistad de Albertine con las dos lesbianas) por haberla leído en tantos signos en los que —pese a las afirmaciones contrarias de mi razón, que se basaban en las afirmaciones de la propia Albertine— había notado el cansancio, el horror, que ella sentía al vivir así, como una esclava, ¡signos trazados como con tinta invisible —al contrario de las tristes y sometidas pupilas de Albertine— en sus mejillas bruscamente encendidas con un rubor inexplicable, en el ruido de la ventana, bruscamente abierta! Seguramente no me había yo atrevido a interpretarlos hasta sus últimas consecuencias y concebir expresamente la idea de su súbita marcha. Sólo había pensado, con un alma equilibrada por la presencia de Albertine, en una marcha dispuesta por mí en una fecha indeterminada, es decir, situada en un tiempo inexistente; así, pues, había tenido sólo la ilusión de pensar en una marcha, como cuando la gente se imagina que no teme la muerte, cuando piensa en ella estando con buena salud y, en realidad, no hace otra cosa que introducir una idea puramente negativa en una buena salud que la proximidad de la muerte alteraría precisamente. Por lo demás, aunque se me hubiera ocurrido mil veces y con la mayor claridad y nitidez del mundo la idea de la marcha de Albertine deseada por ella misma, no habría sospechado mejor lo que sería para mí —es decir, en realidad— aquella marcha, algo original, atroz, desconocido, un dolor enteramente nuevo. Podría haber pensado en dicha marcha, si la hubiera previsto, sin cesar, durante años, sin que esos pensamientos, puestos unos junto a otros, hubiesen tenido la menor relación no sólo de intensidad, sino también de semejanza, con el inimaginable infierno cuyo velo me había alzado Françoise al decirme: «La señorita Albertine se ha marchado». Para figurarse una situación desconocida, la imaginación toma elementos conocidos y, por esa razón, no lo logra, pero la sensibilidad, incluso la más física, recibe —como la estela del rayo— la firma original y durante mucho tiempo indeleble del acontecimiento nuevo. Y yo apenas me atrevía a decirme que, si hubiera previsto aquella marcha, tal vez habría sido incapaz de imaginármela en su horror, ¡y —aun anunciándomela Albertine y yo amenazándola, suplicándole— de impedirla! ¡Qué lejano me resultaba ahora el deseo de Venecia! Como en tiempos, en Combray, el de conocer a la Sra. de Guermantes, cuando llegaba la hora en que ya sólo me interesaba una cosa: que mi madre viniese a mi habitación. Y todas las inquietudes sentidas desde mi infancia eran las que, a la llamada de la nueva angustia, habían acudido, efectivamente, a reforzarla, a amalgamarse con ella en una masa homogénea que me asfixiaba.
Cierto es que nos habíamos prometido evitar ese golpe físico en el corazón que asesta semejante alejamiento —y que, en virtud de la terrible capacidad de retención que tiene el cuerpo, hace del dolor algo contemporáneo a todas las épocas de nuestra vida en las que hemos sufrido—, ese golpe en el corazón sobre el que tal vez elucubre un poco —en vista de lo poco que nos preocupamos por el dolor de los demás— la mujer que desea dar a la pena su máxima intensidad —ya sea porque, al limitarse a esbozar una falsa marcha, sólo quiera pedir condiciones mejores o porque, al marcharse para siempre (¡para siempre!), desee asestar un golpe ora para vengarse ora para seguir siendo amada ora (con vistas a la calidad del recuerdo que dejará) para romper violentamente esa red de hastíos, de indiferencias, que había notado tejerse—, y nos habíamos dicho que nos separaríamos como amigos, pero, al final, esa clase de separación resulta muy poco frecuente, la verdad, pues, de ser amigos, no la habría, y, además, la mujer con la que nos mostramos más indiferentes advierte, de todos modos, vagamente que, al cansarnos de ella, en virtud de una misma costumbre, nos hemos apegado cada vez más a ella y piensa que uno de los elementos esenciales para separarse como amigos es marcharse avisando al otro. Ahora bien, teme que, al avisar, lo impida. Todas las mujeres tienen la sensación de que, cuanto mayor es su poder sobre un hombre, sólo disponen de un medio para marcharse, que es el de huir. Fugitiva por ser reina: así es. Cierto es que hay un intervalo inaudito entre el hastío que inspiraba hace un instante y ese deseo impetuoso —porque se ha marchado— de volver a verla, pero para explicarlo hay —además de las ofrecidas a lo largo de esta obra y otras que se verán más adelante— ciertas razones. En primer lugar, la marcha ocurre con frecuencia en el momento en que la indiferencia —real o supuesta— es mayor, en el punto extremo de la oscilación del péndulo. La mujer piensa: «No, esto no puede seguir así», precisamente porque el hombre no cesa de hablar de abandonarla o de pensarlo y es ella la que lo abandona. Entonces, al volver el péndulo a su otro punto extremo, el intervalo es mayor. En un segundo vuelve a ese punto; una vez más, aparte de todas las razones ofrecidas, ¡resulta tan natural! El corazón palpita y, por lo demás, la mujer que se ha marchado ya no es la misma que estaba ahí. A su vida junto a nosotros, demasiado conocida, se suman de repente aquellas vidas con las que inevitablemente va a mezclarse y precisamente para hacerlo nos ha dejado. De modo, que esa nueva riqueza de la vida de la mujer que se ha marchado tiene un efecto retrospectivo en la mujer que estaba junto a nosotros y tal vez estaba premeditando su marcha. A la serie de fenómenos psicológicos que podemos deducir y que forman parte de su vida con nosotros, de nuestro hastío demasiado pronunciado con ella, de nuestros celos también (razón por la cual los hombres a los que varias mujeres han abandonado lo han vivido casi siempre de la misma manera por su carácter y por reacciones siempre idénticas y previsibles: cada cual tiene su forma propia de ser traicionado, como la de constiparse), a esa serie no demasiado misteriosa para nosotros correspondía seguramente una serie de fenómenos que hemos pasado por alto. Desde hacía algún tiempo debía de mantener relaciones por escrito o verbales, mediante mensajeros, con determinado hombre o mujer, esperar determinada señal que tal vez hayamos dado nosotros mismos sin saberlo, al decirle: «Ayer vino a verme el Sr. X», si habían acordado que, la víspera del día en que debería reunirse con él, el Sr. X vendría a vernos. ¡Cuántas hipótesis posibles! Sólo posibles. Yo reconstruía tan bien la verdad, pero sólo como posibilidad, que, por haber abierto un día por error una carta para una de mis amantes, escrita en un estilo acordado y que rezaba así: Sigo esperando la señal para ir a casa del marqués de Saint-Loup, avisa mañana por teléfono, reconstituí algo así como una fuga proyectada; el nombre del marqués de Saint-Loup figuraba sólo para significar otra cosa, pues mi amante no lo conocía, pero me había oído hablar de él y, por lo demás, la firma era como un apodo, totalmente inteligible. Ahora bien, la carta no iba dirigida a mi amante, sino a una persona de la casa que tenía un nombre diferente, pero que habían leído mal. La carta no estaba escrita con signos convenidos, sino en mal francés, porque era de una americana, amiga, efectivamente, de Saint-Loup, como me contó éste, y el extraño modo como formaba ciertas letras había dado el aspecto de un apodo a un nombre totalmente real, pero extranjero. Así, pues, aquel día yo me había equivocado de medio a medio en mis sospechas, pero el armazón intelectual que en mí había vinculado aquellos hechos, falsos todos, era, a su vez, la forma tan justa, tan inflexible, de la verdad, que, cuando, tres meses después, una amante (que entonces pensaba pasar toda su vida conmigo), me abandonó, fue de forma absolutamente idéntica a la que yo había imaginado la primera vez. Llegó una carta con las mismas particularidades que yo había atribuido erróneamente a la primera, pero aquella vez con el sentido de la señal, y así Albertine había premeditado desde hacía mucho su fuga. Aquella desgracia era la mayor de toda mi vida y, pese a todo, el sufrimiento que me causaba tal vez resultara superado aún más por la curiosidad sobre sus causas: a quién habría deseado o reencontrado Albertine. Pero los orígenes de esos grandes acontecimientos son como las fuentes de los ríos: ya podemos recorrer la superficie de la Tierra, que no las encontramos. No he dicho (porque entonces me pareció simple amaneramiento y malhumor, lo que llamábamos, refiriéndonos a Françoise, «estar de morros») que, desde el día en que había dejado de besarme, había tenido cara de funeral, muy rígida, envarada, con voz triste para las cosas más sencillas y lentitud de movimientos y no había vuelto a sonreír nunca más. No puedo decir que ninguno de esos hechos demostrara una connivencia con el exterior. Françoise no dejó de contarme más adelante que, al entrar en su habitación la antevíspera de su marcha, no había encontrado a nadie en ella, con las cortinas echadas, pero por el olor del aire y el ruido había notado que la ventana estaba abierta y, en efecto, había encontrado a Albertine en el balcón. Ahora bien, no veo con quién habría podido comunicar desde allí y, por lo demás, seguramente las cortinas estaban echadas delante de la ventana abierta, porque sabía que yo temía las corrientes de aire y, aunque las cortinas no me protegían demasiado contra ellas, habrían impedido a Françoise ver desde el pasillo que los postigos estaban abiertos tan temprano. No, no veo nada, sólo un detallito como prueba de que la víspera ya sabía que iba a marcharse. En efecto, la víspera cogió de mi habitación, sin que yo lo notara, una gran cantidad de papel y tela, con los cuales pasó toda la noche embalando sus innumerables batas y saltos de cama para marcharse por la mañana. Eso fue lo único. No puedo atribuir importancia a que aquella noche me devolviese casi a la fuerza mil francos que me debía, cosa que nada tenía de especial, pues era extraordinariamente escrupulosa con los asuntos de dinero.
Sí, cogió el papel de embalar la víspera, pero, ¡ya antes sabía que se marcharía! Pues lo que le hizo adoptar aquella expresión apesadumbrada no fue la pena que la hizo marcharse, sino la resolución que había adoptado de irse, de renunciar a la vida con la que había soñado: apesadumbrada, casi solemnemente fría conmigo, salvo la última noche, en que, tras haberse quedado en mi cuarto hasta más tarde de lo que deseaba, cosa que me extrañó en ella, quien siempre deseaba prolongar esos momentos, me dijo desde la puerta: «Adiós, cariño; adiós, cariño». Pero en el momento no me fijé. Françoise me contó que, la mañana siguiente, cuando le dijo que se marchaba (pero, por lo demás, también es explicable por el cansancio, pues no se había desvestido y había pasado toda la noche embalando, salvo las cosas que debía pedir a Françoise y que no estaban en su habitación ni en su cuarto de aseo), seguía tan triste, mucho más rígida, mucho más envarada, que los días anteriores, que cuando le dijo: «Adiós, Françoise», ésta creyó que se iba a desplomar. Cuando nos enteramos de cosas así, comprendemos que la mujer que nos gustaba ya tanto menos que todas las que encontramos tan fácilmente en los más simples paseos, para con quien sentíamos rencor por sacrificarlas por ella, es, al contrario, la que ahora preferiríamos mil veces. Es que ya no se plantea la disyuntiva entre cierto placer —que, por el uso y tal vez por la mediocridad del objeto, ha llegado a ser casi nulo— y otros, tentadores, arrebatadores, sino entre éstos y algo mucho más fuerte que ellos: la piedad por el dolor.
Al prometerme a mí mismo que Albertine estaría aquella misma noche en casa, me había apresurado al máximo a vendar con una creencia nueva el desgarramiento de aquella con la que había vivido hasta entonces, pero, por rápidamente que hubiera actuado mi instinto de conservación, me había quedado —cuando Françoise me lo había contado— un segundo sin socorro y de nada me servía ya saber que Albertine estaría en casa aquella noche, el dolor que había yo sentido durante el instante en que no me había comunicado a mí mismo ese regreso (el instante que había seguido a estas palabras: «La señorita Albertine ha pedido sus maletas, la señorita Albertine se ha marchado») renacía por sí solo en mí, semejante a lo que había sido, es decir, como si yo hubiera ignorado aún el próximo regreso de Albertine. Por lo demás, tenía que volver, pero por sí misma. Conforme a todas las hipótesis, parecer haber encargado una gestión, rogarle que volviera, habría sido contraproducente. Cierto es que yo ya no tenía fuerzas para renunciar a ella, como en el caso de Gilberte. Más aún que volver a ver a Albertine, lo que yo quería era poner fin a la angustia física que mi corazón, más débil que en el pasado, ya no podía soportar. Después, a fuerza de habituarme a no querer, ya se tratara del trabajo o de otra cosa, me había vuelto más cobarde, pero sobre todo aquella angustia era incomparablemente más fuerte por muchas razones, la más importante de las cuales tal vez no fuese la de que nunca había saboreado placer sensual alguno con la Sra. de Guermantes ni con Gilberte, sino la de que, al no verlas todos los días, a todas horas, al no tener esa posibilidad y, por consiguiente, esa necesidad, mi amor por ellas carecía de la inmensa fuerza de la costumbre. En vista de que mi corazón, privado de voluntad e incapaz de soportar de buen grado el sufrimiento, sólo encontraba una solución —el regreso a toda costa de Albertine— posible, tal vez la solución opuesta (la renuncia voluntaria, la resignación progresiva) me habría parecido propia de una novela, inverosímil en la vida, de no haber optado yo mismo en tiempos por ella en el caso de Gilberte. Así, pues, yo sabía que esa otra solución podía ser aceptada también y por un mismo hombre, pues había yo seguido siendo casi el mismo. Sólo, que el tiempo había desempeñado su función, el tiempo que me había envejecido, el tiempo también que había colocado a Albertine perpetuamente a mi lado, cuando llevábamos nuestra vida en común, pero al menos lo que me quedaba, sin renunciar a ella, de lo que había sentido por Gilberte era el orgullo de no querer ser para Albertine un juguete repelente pidiéndole que volviese: yo quería que lo hiciera sin que pareciese yo desearlo. Me levanté para no perder tiempo, pero el sufrimiento me detuvo: era la primera vez que me levantaba desde que se había marchado Albertine. Sin embargo, tenía que vestirme rápidamente para ir a informarme en su portería.
El sufrimiento, prolongación de una conmoción moral impuesta, aspira a cambiar de forma; esperamos volatilizarlo haciendo proyectos, pidiendo informaciones; queremos que pase por sus innumerables metamorfosis, cosa que requiere menos valor que conservarlo intacto; esa cama en la que nos acostamos con nuestro dolor parece demasiado estrecha, dura, fría. Conque me puse en pie; me movía por el cuarto con una prudencia infinita, me colocaba de tal forma, que no viera la silla de Albertine, la pianola en cuyos pedales apoyaba ella sus chinelas doradas, ni uno solo de los objetos que había usado, todos los cuales parecían querer darme —en el lenguaje particular que les habían enseñado mis recuerdos— una traducción, una versión diferente —anunciarme por segunda vez la noticia— de su marcha, pero, sin mirarlos, los veía; las fuerzas me abandonaron, caí sentado en uno de esos sillones de raso azul cuyo centelleo una hora antes —en el claroscuro de la habitación anestesiada por un rayo de luz— me había hecho concebir sueños apasionadamente acariciados entonces y tan lejos de mí ahora. Nunca me había sentado en él —¡ay!— antes de aquel minuto, salvo cuando Albertine estaba allí. Por eso, no pude quedarme y me levanté y así, a cada instante, había alguno de los innumerables y humildes yoes de que estamos compuestos que ignoraba aún la marcha de Albertine y al que debía notificársela; debía anunciar —cosa que resultaba más cruel que si hubieran sido extraños y no hubiesen tomado mi sensibilidad para sufrir— la desgracia recién ocurrida a todos esos seres, a todos esos yoes que no lo sabían aún; era necesario que cada uno de ellos oyese, a su —y por primera— vez, estas palabras: «Albertine ha pedido sus maletas» —aquellas maletas en forma de ataúd que yo había visto cargar en Balbec junto a las de mi madre—, «Albertine se ha marchado». A cada uno de ellos debía yo comunicar mi pena, la pena que en modo alguno es una conclusión pesimista libremente obtenida de un conjunto de circunstancias funestas, sino la reviviscencia intermitente e involuntaria de una impresión concreta, procedente del exterior, y que no hemos elegido. A algunos de esos yoes no los había yo vuelto a ver desde hacía bastante tiempo: por ejemplo (no me había acordado de que era el día en que venía el peluquero), el yo que era yo cuando estaban cortándome el pelo. Había yo olvidado aquel yo y su llegada me hizo estallar en sollozos, como, en un entierro, la de un viejo servidor jubilado que conoció a la que acaba de morir. Después recordé de repente que, desde hacía ocho días, había sentido a ratos pánicos que no me había confesado a mí mismo. Sin embargo, en esos momentos los rechazaba diciéndome: «Sería ocioso, verdad, pensar en la hipótesis de que se marche bruscamente. Es absurda. Si sometiera dicha hipótesis a un hombre sensato e inteligente (y lo haría para tranquilizarme, si los celos no me impidiesen hacer confidencias), me respondería así: “Pero está usted loco. Es imposible”.». Y, en efecto, aquellos últimos días no habíamos tenido ninguna discusión. «Quien se marcha lo hace por un motivo. Lo dice. Te da derecho a responder. No se marcha así como así. No, es una niñería. Es la única hipótesis absurda». Y, sin embargo, todos los días, al volver a verla por la mañana cuando llamaba yo al timbre, había yo lanzado un inmenso suspiro de alivio y, cuando Françoise me había entregado la carta de Albertine, había estado seguro al instante de que se trataba de aquello que no podía ser, de aquella marcha en cierto modo advertida varios días antes, pese a las razones lógicas para estar tranquilo. Me lo había dicho a mí mismo casi con satisfacción por mi perspicacia dentro de mi desesperación, como un asesino que conoce la imposibilidad de ser descubierto, pero tiene miedo y de pronto ve el nombre de su víctima escrito a la cabecera de un expediente en la mesa del juez de instrucción que lo ha citado. Toda mi esperanza radicaba en que Albertine hubiera partido para Turena, a casa de su tía, donde, a fin de cuentas, estaba lo bastante vigilada y no podría hacer gran cosa hasta que yo volviese a traerla a mi casa. Mi peor miedo había sido el de que se hubiera quedado en París o hubiese partido para Amsterdam o Montjouvain, es decir, que se hubiera escapado para dedicarse a alguna intriga cuyos preliminares me hubiesen pasado inadvertidos, pero, en realidad, al citarme París, Amsterdam, Montjouvain, es decir, varios lugares, yo pensaba en simples lugares posibles; por eso, cuando el portero de Albertine respondió que se había marchado a Turena, aquella residencia que creía yo desear me pareció la más atroz de todas, porque era real, y por primera vez me imaginaba, torturado por la certidumbre del presente y la incertidumbre del futuro, a Albertine iniciando una vida que había deseado completamente ajena a mí, tal vez para mucho tiempo, tal vez para siempre, y en la que realizaría aquel anhelo incógnito que en tiempos me había trastornado tan a menudo, pese a que tenía la dicha de poseer, de acariciar, su exterior, aquel dulce rostro impenetrable y cautivo. Aquel anhelo incógnito constituía el fondo de mi amor.
Delante de la puerta de Albertine, me encontré con una niña pobre que me miraba con ojos muy abiertos y parecía tan buena, que le pregunté si quería venir a mi casa, como lo habría hecho a un perro de mirada fiel. Se le alegró la cara. En casa, la mecí un rato en mis rodillas, pero su presencia, al hacerme sentir demasiado la ausencia de Albertine, no tardó en resultarme insoportable y le rogué que se marchara, tras haberle entregado un billete de quinientos francos y, sin embargo, poco después, la idea de tener a alguna otra niña cerca de mí, pero no estar nunca solo sin el socorro de una presencia inocente, fue el único sueño que me permitió soportar la idea de que tal vez Albertine pasara algún tiempo sin regresar. En el caso de la propia Albertine, apenas existía en mí salvo en forma de su nombre, que, exceptuados algunos respiros al despertar, venía a inscribirse en mi cerebro y no cesaba de hacerlo. Si hubiera pensado en voz alta, lo habría repetido sin cesar y mi verborrea habría sido tan monótona, tan limitada, como si me hubiera convertido en pájaro, en un pájaro igual al de la fábula cuyo canto repetía sin fin el nombre de aquella a quien, siendo hombre, había amado. Lo pensamos y, como lo callamos, parece que lo escribamos dentro de nosotros, que deje su huella en el cerebro y éste deba acabar —como una pared en la que alguien se haya divertido emborronándola— enteramente cubierto por el nombre mil veces reescrito de aquella a quien amamos. Lo reescribimos todo el tiempo en el pensamiento, mientras somos felices, y más aún, cuando somos desgraciados, y al repetir ese nombre que no nos da sino lo que ya sabemos, sentimos renacer, incesante, la necesidad, pero a la larga nos cansa. En el placer carnal ni siquiera pensaba en aquel momento; ni siquiera veía ante mi pensamiento la imagen de aquella Albertine, pese a ser la causa de semejante conmoción en mi ser, no columbraba su cuerpo y, si hubiera querido aislar la idea vinculada —pues nunca deja de haber alguna— con mi sufrimiento, habría sido, alternativamente, la duda sobre las disposiciones con las que se había marchado, con la intención de regresar o no, por una parte, y, por otra, los medios para volver a traerla. Tal vez haya un símbolo y una verdad en el ínfimo lugar que ocupa en nuestra ansiedad aquella por quien la sentimos. Es que, en efecto, su propia persona tiene poco que ver, lo que tiene que ver casi totalmente es el proceso de emociones, angustias, que semejantes azares nos hicieron sentir en tiempos a propósito de ella y que la costumbre ha unido a ella. Lo que lo demuestra perfectamente es —más aún que el aburrimiento que sentimos en la felicidad— hasta qué punto ver o no ver a esa misma persona, ser estimado o no por ella, tenerla o no a nuestra disposición, nos parecerá algo indiferente, cuando ya sólo tengamos que plantearnos el problema —tan ocioso, que incluso dejaremos de hacerlo— en relación con la persona misma, por haber quedado olvidado el proceso de emociones y angustias, al menos en relación con ella, pues puede haberse desarrollado de nuevo, pero transferido a otra. Antes de eso, cuando aún estaba vinculada con ella, creíamos que nuestra felicidad dependía de su persona: dependía sólo del fin de nuestra ansiedad. Así, pues, nuestro inconsciente era más lúcido que nosotros mismos en aquel momento, al empequeñecer hasta tal punto la figura de la persona amada, a quien tal vez hubiéramos olvidado incluso, a quien podíamos conocer mal y considerar mediocre, en el espantoso drama en el que de volver a encontrarla —para no esperarla más— podría depender hasta nuestra propia vida: proporciones minúsculas de la figura de la mujer, efecto lógico y necesario de la forma como se desarrolla el amor, alegoría clara de su naturaleza subjetiva.
La intención con la que Albertine se había marchado era semejante seguramente a la de los pueblos que preparan la labor de su diplomacia mediante una demostración de su ejército. Debía de haberse marchado tan sólo para obtener de mí mejores condiciones, más libertad, más lujo. En ese caso, si hubiese yo tenido fuerzas para esperar —esperar el momento en que, al ver que no obtenía nada, habría vuelto por sí sola—, quien habría vencido —de nosotros dos— habría sido yo, pero, si bien en las cartas, en la guerra, en las que lo único que importa es ganar, se pueden resistir los faroles, muy distintas son las condiciones que crean el amor y los celos, por no hablar del sufrimiento. Si para esperar, para «durar», dejaba yo a Albertine permanecer lejos de mí varios días, varias semanas tal vez, arruinaría el que había sido mi objetivo durante más de un año: no dejarla libre ni una sola hora. Si le dejaba tiempo, facilidad para engañarme todo lo que quisiera, todas mis precauciones resultarían inútiles, y, si al final se rendía, yo ya no podría olvidar nunca más el tiempo en que ella habría estado sola y, aun venciendo al final, el vencido en el pasado —es decir, irreparablemente— habría sido yo.
En cuanto a los medios para volver a traer a Albertine, tenían tantas más posibilidades de dar resultado cuanto más verosímil pareciera la hipótesis de que se hubiese marchado tan sólo con la esperanza de volver a ser solicitada con mejores condiciones y seguramente, para quienes no creían en la sinceridad de Albertine —sin lugar a dudas para Françoise, por ejemplo—, esa hipótesis lo era, pero para mi entendimiento, al que la explicación única de ciertos malos humores, de ciertas actitudes, había parecido, antes de que yo supiera algo, el proyecto concebido por ella de una marcha definitiva, resultaba difícil creer que, en vista de que se había producido su marcha, se tratase de una simple simulación. Digo para mi entendimiento, no para mí. La hipótesis de la simulación me resultaba tanto más necesaria cuanto que era más improbable y ganaba en fuerza lo que perdía en verosimilitud. Cuando nos vemos al borde del abismo y parece que Dios nos ha abandonado, ya no vacilamos en esperar de él un milagro. Reconozco que en toda aquella situación yo fui el más apático —aunque el más dolorido también— de los policías, pero su huida no me había devuelto las cualidades que la costumbre de hacerla vigilar por otros me había quitado. Sólo pensaba en una cosa: en encargar a otro aquella búsqueda. Aquel otro fue Saint-Loup, quien accedió. La ansiedad de tantos días, transferida a otro, me dio alegría y me estremecí, seguro del éxito y con las manos secas de pronto, como en el pasado, sin ese sudor con el que Françoise me había mojado al decirme: «La señorita Albertine se ha marchado». Como se recordará, cuando decidí vivir con Albertine e incluso casarme con ella, fue para retenerla, saber lo que hacía, impedirle reanudar sus hábitos con la Srta. Vinteuil. Había sido consecuencia del desgarramiento atroz de su revelación en Balbec, cuando ella me había dicho como la cosa más natural —y que, pese a tratarse de la mayor pena que había sentido hasta entonces en mi vida, fingí con éxito considerar de lo más natural— lo que ni en mis peores suposiciones habría tenido la audacia de imaginar jamás. (Resulta asombrosa la poca imaginación de los celos, que pasan el tiempo haciendo suposiciones falsas, cuando de lo que se trata es de descubrir la verdad.) Ahora bien, aquel amor, nacido sobre todo de la necesidad de impedir a Albertine comportarse mal, había conservado posteriormente la huella de su origen. Estar con ella apenas me importaba, a poco que pudiera impedir a la «fugitiva» ir aquí o allá. Para lograrlo, había recurrido yo a los ojos, a la compañía, de quienes iban con ella y, con sólo que por la noche me hicieran un pequeño relato muy tranquilizador, mis inquietudes se esfumaban, convertidas en buen humor.
Como me había comunicado a mí mismo la afirmación de que, independientemente de lo que debiera yo hacer, Albertine estaría de regreso en casa aquella misma noche, había suspendido el dolor que Françoise me había causado al decirme que Albertine se había marchado (porque entonces mi persona, cogida desprevenida, había creído por un instante que aquella marcha era definitiva), pero, después de una interrupción —cuando, con un impulso de su vida independiente, el sufrimiento inicial volvía espontáneamente a mí—, seguía siendo tan atroz, por ser anterior a la promesa consoladora que me había hecho a mí mismo de volver a traer a Albertine aquella misma noche. Mi sufrimiento ignoraba la frase que la habría calmado. Para aplicar los medios con los que obtener ese regreso, una vez más estaba condenado a fingir —no porque semejante actitud me hubiera dado nunca buen resultado precisamente, sino porque siempre, desde que amaba a Albertine, la había adoptado— que no la amaba, que no sufría por su marcha, condenado a seguir mintiéndole. Podía ser tanto más enérgico con los medios para hacerla volver cuanto que personalmente parecería haber renunciado a ella. Me proponía escribir a Albertine una carta de despedida, en la que consideraría definitiva su marcha, mientras que enviaría a Saint-Loup a ejercer sobre la Sra. Bontemps —y como si yo no lo supiera— la presión más brutal para que Albertine volviese cuanto antes. Seguramente había yo experimentado con Gilberte el peligro de las cartas con una indiferencia primero fingida y que acaba volviéndose verdadera y aquella experiencia debería haberme impedido escribir a Albertine misivas del mismo carácter que las dirigidas a Gilberte, pero lo que llamamos experiencia no es sino la revelación ante nuestros propios ojos de un rasgo de nuestro carácter, que, naturalmente, reaparece y lo hace con tanta mayor fuerza cuanto que ya nos lo hemos revelado a nosotros mismos una vez, por lo que el impulso espontáneo que nos había guiado en la primera ocasión resulta reforzado por todas las sugerencias del recuerdo. El plagio humano del que resulta más difícil escapar, para los individuos (e incluso para los pueblos que perseveran en sus faltas y van agravándolas), es el de uno mismo.
Yo había mandado llamar al instante a Saint-Loup, quien, como sabía yo, estaba en París; acudió corriendo, rápido y eficaz como lo era en tiempos en Doncières, y accedió a partir en seguida para Turena. Le propuse el plan siguiente: debía apearse en Châtellerault, preguntar por la casa de la Sra. Bontemps y esperar a que Albertine hubiera salido, pues habría podido reconocerlo. «Pero entonces, ¿la muchacha de la que hablas me conoce?», me preguntó. Le respondí que no lo creía. El proyecto de aquella gestión me embargó con una alegría infinita. Sin embargo, resultaba absolutamente contradictoria con lo que yo me había prometido al comienzo: arreglármelas para no parecer que había mandado a buscar a Albertine e iba a parecerlo inevitablemente, pero presentaba —respecto de lo que «habría sido oportuno»— la inestimable ventaja de permitirme pensar en que alguien enviado por mí iba a ver a Albertine, a volver a traerla seguramente, y, si al principio hubiera yo sabido ver con claridad en mi corazón, habría podido prever que aquella solución oculta en la sombra y que me parecía deplorable sería la que prevalecería sobre las soluciones basadas en la paciencia, por las que estaba decidido a inclinarme por falta de voluntad. Como Saint-Loup parecía ya un poco extrañado de que una muchacha hubiese vivido en mi casa todo un invierno sin que yo le hubiera dicho nada al respecto y como, por otra parte, me había vuelto a hablar con frecuencia de la joven de Balbec y yo no le había respondido: «Pero, ¡si vive aquí!», podría haberse sentido ofendido por mi falta de confianza. Es cierto que tal vez la Sra. Bontemps le hablaría de Balbec, pero yo estaba demasiado impaciente por su partida, por su llegada, para querer —y para poder— pensar en las posibles consecuencias de ese viaje. En cuanto a la posibilidad de que reconociera a Albertine (a quien, por lo demás, había procurado sistemáticamente no mirar, cuando había coincidido con ella en Doncières), ésta había cambiado y engordado tanto —lo decía todo el mundo—, que no era probable. Me preguntó si tenía yo un retrato de Albertine. Primero respondí que no, para que no tuviera la posibilidad de reconocer —gracias a mi fotografía, tomada por la época de Balbec— a Albertine, pese a que sólo la había vislumbrado en el vagón, pero después pensé que en la última estaría tan diferente de la Albertine de Balbec como lo estaba ahora la Albertine viva y que no la reconocería ni en la fotografía ni en la realidad. Mientras se la buscaba, él me pasaba la mano por la frente con cariño, para consolarme. Yo me sentía emocionado por la pena que le causaba el dolor que adivinaba en mí. Para empezar, aunque se hubiera separado de Rachel, lo que había sentido entonces no estaba aún tan lejano para que no experimentara una simpatía, una piedad, particular por esa clase de sufrimientos, así como nos sentimos más cercanos a alguien que tiene la misma enfermedad que nosotros. Además, me tenía tanto afecto, que le resultaba insoportable pensar en mis sufrimientos. Por eso, la que me los causaba le inspiraba una mezcla de rencor y admiración. Se imaginaba que yo era un ser tan superior, que, para que estuviese sometido a otra persona, ésta debía de ser absolutamente extraordinaria. A mí me parecía que le gustaría la fotografía de Albertine, pero, como, de todos modos, no suponía que le causaría la impresión de Helena a los viejos troyanos, mientras la buscaba, le decía con modestia: «Mira, no te hagas ilusiones; para empezar, la foto es mala y, además, ella no es nada del otro mundo, no es una belleza, es sobre todo muy buena persona». «Sí, sí, debe de ser maravillosa», dijo con un entusiasmo ingenuo y sincero, mientras intentaba imaginarse a la persona que podía infundirme una desesperación y una inquietud semejantes. «No le perdono que te haga sufrir, pero también era de suponer que un artista hasta el tuétano como tú, que en todo aprecia la belleza con tal adoración, estuviera predestinado a sufrir más que otro, cuando la viese en una mujer». Por fin acababa yo de encontrar la fotografía. «Seguro que es maravillosa», seguía diciendo Robert, quien no me había visto alargarle la fotografía. De repente, la vio y la sostuvo un momento en las manos. Su cara expresaba una estupefacción rayana en la estupidez. «¿Ésta es la muchacha a la que amas?», acabó diciendo con un tono de asombro que atenuaba por miedo a contrariarme. No hizo ningún comentario, había adoptado la expresión razonable, prudente, un poco desdeñosa por fuerza, que inspira un enfermo, aunque hasta entonces haya sido un hombre notable y amigo nuestro, pero que ha dejado de serlo totalmente, pues, presa de la locura furiosa, nos habla de un ser celestial que se le ha aparecido y al que sigue viendo en el lugar en que nosotros, hombres sanos, sólo vemos una furcia. En seguida comprendí el asombro de Robert, el mismo que había sentido yo al ver a su amante, con la única diferencia de que había reconocido en ella a una mujer a la que ya conocía, mientras que él creía no haber visto nunca a Albertine, pero seguramente la diferencia entre lo que uno y otro veíamos en una misma persona era igualmente grande. Lejos quedaba la época en que yo había empezado añadiendo en Balbec a las sensaciones visuales —cuando miraba a Albertine— otras de sabor, olor y tacto. Más adelante, se habían sumado a ellas sensaciones más profundas, más dulces, más indefinibles y después sensaciones dolorosas. En una palabra, Albertine era —como una piedra en torno a la cual ha nevado— el centro generador de una inmensa construcción que pasaba por el plano de mi corazón. Robert, a quien resultaba invisible toda esa estratificación de sensaciones, sólo captaba un residuo que ésta me impedía precisamente advertir a mí. Lo que de Albertine había desconcertado a Robert, cuando había visto la fotografía, no había sido el pasmo de los ancianos troyanos al ver pasar a Helena y decir:
Nuestro mal no vale una sola de sus miradas,
sino el inverso exactamente y que hace decir: «Pero, ¡cómo! ¡Por ésa se ha preocupado tanto, ha padecido tanta pena, ha hecho tantas locuras!». Hemos de reconocer que esa clase de reacción a la vista de la persona que ha causado los sufrimientos, ha trastornado la vida —a veces ha causado la muerte— de alguien a quien queremos se da con una frecuencia infinitamente mayor que la de los ancianos troyanos y, en resumidas cuentas, habitual. No se debe sólo a que el amor es individual ni a que, cuando no lo sentimos, nos resulta natural considerarlo evitable y filosofar sobre la locura de los demás. No, es que, cuando ha llegado hasta el extremo de causar tantos males, la construcción de las sensaciones interpuestas entre el rostro de la mujer y los ojos del amante y el enorme huevo doloroso que lo envuelve y lo oculta tanto como una capa de nieve a una fuente han llegado ya lo bastante lejos para que el punto en que se detienen las miradas del amante, el punto en que encuentra su placer y sus sufrimientos, quede tan lejos de aquel desde el que los demás lo ven como lo está el sol verdadero del lugar en que su luz condensada nos hace verlo en el cielo. Y, además, durante ese tiempo, bajo la crisálida de dolores y ternuras que vuelve invisibles para el amante las peores metamorfosis del ser amado, el rostro ha tenido tiempo de envejecer y cambiar. De modo, que, si bien el rostro que el amante vio la primera vez está muy lejos del que ve desde que ama y sufre, igualmente lejos está —en sentido inverso— del que puede ver ahora el espectador indiferente. (¿Qué habría ocurrido, si, en lugar de la fotografía de quien era una joven, hubiese visto Robert la de una amante anciana?) Y ni siquiera necesitamos ver por primera vez a la que ha causado tantos estragos para sentir ese asombro. En muchos casos la conocíamos, como mi tío abuelo a Odette. Entonces la diferencia de punto de vista se extiende no sólo al aspecto físico, sino también al carácter, a la importancia individual. Hay muchas posibilidades de que la mujer que hace sufrir a quien la ama haya sido siempre muy buena con alguien a quien resultaba indiferente —así como Odette, tan cruel con Swann, había sido la solícita «señora de rosa» de mi tío abuelo— o de que la persona todas cuyas decisiones pondera de antemano —con tanto miedo como la de una divinidad— quien la ama parezca alguien sin importancia, demasiado deseosa de hacer todo lo que le ordenen, a quien no la ama, como la amante de Saint-Loup a mí, quien sólo veía en ella aquella «Rachel cuando del Señor» que tantas veces me habían ofrecido. Recordaba yo mi estupefacción, la primera vez que la vi con Saint-Loup, al pensar en la tortura que sería no saber lo que semejante mujer había hecho determinada noche, lo que podía haber dicho en voz baja a alguien, por qué había tenido deseos de ruptura. Ahora bien, yo tenía la sensación de que todo aquel pasado —pero de Albertine— hacia el que se dirigían todas las fibras de mi corazón, de mi vida, con un sufrimiento vibrátil y torpe, debía de parecer tan insignificante a Saint-Loup como tal vez llegaría a serlo para mí un día, de que tal vez yo pasaría poco a poco —respecto de la insignificancia o la gravedad del pasado de Albertine— del estado de ánimo que tenía en aquel momento al de Saint-Loup, pues no me hacía ilusiones sobre lo que éste pudiera pensar, sobre lo que cualquier otra persona distinta del amante puede pensar, y no me afectaba demasiado. Dejemos a las mujeres guapas para los hombres sin imaginación. Recordaba aquella trágica explicación de tantas vidas que es un retrato genial y sin parecido con el modelo, como el de Odette pintado por Elstir, retrato no tanto de una amante cuanto del amor deformador. Sólo le faltaba ser a la vez —como tantos retratos— de un gran pintor y de un amante (y aún decían que Elstir lo había sido de Odette). Toda la vida de un amante, cuyas locuras nadie entiende, toda la vida de un Swann, demuestran esa diferencia, pero, si el amante es, además, un pintor como Elstir y entonces se pronuncia la palabra del enigma, tenemos por fin ante nosotros esos labios que el vulgo nunca ha visto en esa mujer, esa nariz que nadie le ha notado, ese garbo insospechado. El retrato dice: «Esto es lo que he amado, lo que me ha hecho sufrir, lo que he visto sin cesar». Mediante una gimnasia inversa, yo, quien había intentado añadir con el pensamiento a Rachel todo lo que Saint-Loup le había atribuido por su cuenta, procuraba eliminar mi aportación cardíaca y mental a la composición de Albertine e imaginármela tal como debía parecer a Saint-Loup, como Rachel a mí. Esas diferencias, aun cuando las viéramos nosotros mismos, ¿qué importancia añadirían? Y, cuando en tiempos, en Balbec, Albertine me esperaba bajo las arcadas de Incarville y montaba en mi coche, no sólo no había engordado, sino que, además, gracias a un exceso de ejercicio había adelgazado demasiado; delgada, afeada por un sombrero horrible que sólo dejaba ver una puntita de nariz fea y, por los lados, unas mejillas blancas como gusanos, yo reconocía muy poco de ella, aunque lo suficiente para que, al montar en mi coche, supiese que era ella y que había sido puntual a la cita y no se había ido a otra parte y con eso bastaba. Lo que amamos está demasiado en el pretérito, consiste demasiado en el tiempo perdido juntos para que necesitemos a toda la mujer; simplemente queremos estar seguros de que es ella, no equivocarnos de identidad, mucho más importante que la belleza para quienes aman; las mejillas pueden hundirse y el cuerpo adelgazar, pero incluso para quien antes ha estado más orgulloso, a juicio de los demás, de su dominio sobre una belleza, esos morritos, esa señal en la que se resume la personalidad permanente de una mujer, ese extracto algebraico, esa constante, basta para que un hombre esperado en la más alta sociedad y que gusta de frecuentarla no pueda disponer de una sola de sus veladas, porque pasa el tiempo peinando y despeinando, hasta la hora de dormir, a la mujer que ama o simplemente permaneciendo a su lado para estar con ella o para que ella esté con él o simplemente para que no esté con otros.
«¿Estás seguro», me dijo Robert, «de que puedo regalar así como así a esa mujer treinta mil francos para el comité electoral de su marido? ¿Tan indecente es esa mujer? Si no te equivocas, tres mil francos bastarían». «No, por favor, no economices por algo que tanto me importa. Debes decir lo siguiente, en lo que, por lo demás, hay una parte de verdad: “Mi amigo había pedido esos treinta mil francos a un pariente para el comité del tío de su novia. Se los habían entregado por tratarse de su prometida precisamente y me pidió que se los trajera a usted para que Albertine no se enterara y ahora resulta que ésta lo abandona. Ya no sabe qué hacer. Está obligado a devolver los treinta mil francos, si no se casa con Albertine y, si lo hace, sería necesario, al menos para guardar las apariencias, que volviera inmediatamente, porque, si continuara la fuga, causaría muy mala impresión”. ¿Te parece inventado a propósito?». «¡Qué va!», me respondió Saint-Loup con su bondad y su discreción y porque, además, sabía que con frecuencia las circunstancias son más extrañas de lo que creemos. Al fin y al cabo, no era imposible que en aquella historia de los treinta mil francos hubiese, como yo le decía, una gran parte de verdad. Era posible, pero no cierto, y precisamente esa parte de verdad era una mentira, como en todas las conversaciones en las que un amigo desea sinceramente ayudar a otro, desesperado por amor, pero Robert y yo no mentíamos. El amigo que aconseja, apoya y consuela puede compadecer la angustia del otro, sin sentirla y cuanto mejor se comporta con él, más le miente y el otro le confiesa la ayuda que necesita, pero, precisamente para recibir ayuda, tal vez calle muchas cosas y, de todos modos, el feliz es el que se toma la molestia, hace un viaje, cumple una misión, pero no padece el sufrimiento interior. En aquel momento yo era el que Robert había sido en Doncières, cuando había creído que Rachel lo había abandonado. «En fin, como quieras; si recibo una afrenta, la acepto de antemano por ti y, además, aunque me parezca un poco extraño, ese trato tan poco disimulado, sé perfectamente que en nuestro mundo hay duquesas, e incluso de las más beatas, que por treinta mil francos harían cosas más difíciles que decir a su sobrina que no se quede en Turena. El caso es que me alegro doblemente de hacerte este favor, ya que es necesario para que aceptes verme. Si me caso», añadió, «¿no nos veremos más? ¿No considerarás mi casa un poco la tuya también?...». Se interrumpió de repente, por haber pensado —supuse yo— que, si yo me casaba, Albertine no podría ser para su mujer una amiga íntima y recordé lo que los Cambremer me habían dicho de su probable matrimonio con la hija del príncipe de Guermantes.
Tras consultar el horario, vio que no podría partir hasta la noche. Françoise me preguntó: «¿Hay que sacar del despacho la cama de la Srta. Albertine?». «Al contrario», le contesté, «hay que hacerla». Yo esperaba que volviera de un día para otro y no quería que Françoise supusiese siquiera que se podía poner en duda. Era necesario que la partida de Albertine pareciese algo convenido entre nosotros, que en modo alguno significaba que me quisiera menos, pero Françoise me miró con expresión —si no de incredulidad— al menos de duda. También ella tenía sus dos hipótesis. Las aletas de la nariz se le dilataban, se olía una riña, debía de haberla sentido desde hacía mucho y, si no estaba del todo segura, tal vez fuera sólo porque, como yo, no se atrevía a creer del todo lo que la habría complacido demasiado. Ahora el peso del asunto ya no recaía sobre mi agotada cabeza, sino sobre Saint-Loup. Me sentía alborozado, porque había adoptado una decisión, porque pensaba: «He respondido con la misma moneda».
Apenas debía de haber montado en el tren Saint-Loup, cuando me crucé en mi antesala con Bloch, a quien no había oído llamar, por lo que me vi obligado a recibirlo un instante. Hacía poco, me había encontrado con él, un día en que me acompañaba Albertine (a quien él conocía de Balbec) y ésta estaba de mal humor. «He cenado con el Sr. Bontemps», me dijo, «y, como tengo cierta influencia sobre él, le he dicho que me había entristecido que su sobrina no fuera más amable contigo, que debería pedírselo». La cólera me ahogaba: esos ruegos y lamentos destruían todo el efecto de la gestión de Saint-Loup y me ponían directamente en entredicho ante Albertine, a quien parecía yo implorar. Para colmo de males, Françoise, que se había quedado en la antesala, estaba oyéndolo todo. Hice todos los reproches posibles a Bloch, diciéndole que en modo alguno le había hecho yo semejante encargo y que, por lo demás, no estaba en lo cierto. A partir de aquel momento, Bloch no cesó de sonreír, menos —creo yo— de alegría que de embarazo por haberme contrariado. Manifestaba su asombro riendo por haber despertado semejante cólera. Tal vez lo dijese para quitar importancia ante mí a su indiscreta gestión, tal vez porque era de carácter cobarde y vivía, alegre y perezosamente, entre mentiras, como las medusas a flor de agua, tal vez porque, aun cuando hubiese sido otra clase de hombre, los otros, al no poder situarse nunca en el mismo punto de vista que nosotros, no comprenden la importancia del daño que pueden hacernos sus palabras pronunciadas al azar. Acababa de acompañarlo hasta la puerta, al no encontrar remedio alguno para lo que había hecho, cuando volvió a sonar el timbre y Françoise me entregó una citación de la comisaría. Los padres de la niña a la que había llevado yo durante una hora a mi casa habían querido poner una denuncia contra mí por rapto de una menor. Hay momentos en la vida en que nace como una hermosura de la multiplicidad de los problemas que nos asedian, entrecruzados como motivos wagnerianos, y también de la idea, que surge entonces, de que los acontecimientos no están situados en el conjunto de reflejos mostrados en el pobre espejito que lleva ante sí la inteligencia y que ésta llama futuro, que están fuera y surgen tan bruscamente como alguien que acude a comprobar un delito flagrante. Por sí solo, un acontecimiento se modifica, ya sea porque el fracaso nos lo magnifique o la satisfacción lo reduzca, pero raras veces ocurre solo. Los sentimientos suscitados por cada uno de ellos se contraponen y el miedo es en cierta medida —como yo lo experimenté, al acudir a la comisaría— un revulsivo al menos momentáneo y bastante activo de las tristezas sentimentales. Me encontré en la comisaría con los padres, que me insultaron y me dijeron: «Nosotros no pasamos por ahí», me devolvieron los quinientos francos, que yo no quería aceptar, y el comisario, quien, al proponerse como ejemplo inimitable la facilidad de los presidentes de audiencias para las «réplicas», tomaba una palabra de cada frase que yo decía para confeccionar una respuesta ingeniosa y abrumadora. En mi inocencia ni siquiera se pensó, pues fue la única hipótesis que nadie quiso admitir ni por un momento. No obstante, dadas las dificultades para formular una acusación, me libré del apuro recibiendo sólo la bronca, extraordinariamente violenta, mientras estuvieron presentes los padres, pero, en cuanto se hubieron marchado, el comisario, al que gustaban las niñas, cambió de tono y me reprendió como un compadre: «La próxima vez, tiene usted que ser más hábil. ¡Qué caramba! Ésas no son formas de dedicarse al asunto: así, tan bruscamente, sale mal. Por lo demás, encontrará a puñados niñas mejores que ésa y mucho más baratas. Era una suma absurdamente exagerada». Como noté claramente que, si intentaba explicarle la verdad, no entendería, aproveché, sin decir palabra, el permiso que me dio para retirarme. Hasta que volví a casa, todos los transeúntes me parecieron inspectores encargados de espiar mis actos y gestos, pero ese leitmotiv, como el de la cólera contra Bloch, se esfumó y cedió el sitio exclusivamente al de la partida de Albertine. Ahora bien, éste volvía a manifestarse, pero de forma casi gozosa desde que Saint-Loup se había marchado. Desde que se había encargado de ir a ver a la Sra. Bontemps, mis sufrimientos se habían dispersado. Yo creía que era por haber actuado, lo creía de buena fe, pues nunca se sabe lo que se oculta en nuestra alma. En el fondo, lo que me hacía feliz no era haber descargado mis indecisiones en Saint-Loup, como yo creía. Por lo demás, no me equivocaba del todo; lo específico para remediar un acontecimiento desgraciado (las tres cuartas partes de los acontecimientos lo son) es una decisión, pues su efecto es el de interrumpir, mediante un trastocamiento repentino de nuestros pensamientos, la corriente de los que proceden del acontecimiento pasado y prolongan la vibración, el de quebrantarla mediante otra inversa de pensamientos contrarios, procedentes del exterior, del futuro, pero esos pensamientos nuevos nos resultan sobre todo satisfactorios (y así era en el caso de los que me asediaban en aquel momento) cuando desde el fondo de dicho futuro lo que nos aportan es una esperanza. Lo que en el fondo me hacía tan feliz era la certidumbre secreta de que, como la misión de Saint-Loup no podía fracasar, Albertine había de regresar por fuerza. Lo comprendí, pues, al no haber recibido ya el primer día respuesta de Saint-Loup, empecé a sufrir otra vez. Así, pues, mi decisión, mi concesión a él de plenos poderes, no eran la causa de mi alegría, que, de lo contrario, se habría prolongado, sino la idea de que «el éxito es seguro», que había concebido cuando decía «sea lo que Dios quiera», y la —despertada por su tardanza— de que podía ocurrir, en efecto, algo diferente del éxito me resultaba tan odiosa, que perdí la alegría. Nuestra previsión, nuestra esperanza de acontecimientos felices, es la que, en realidad, nos embarga con una alegría que atribuimos a otras causas y, si dejamos de estar tan seguros de que lo que deseamos se realizará, cesa y nos hace recaer en la pena. Siempre es esa invisible creencia la que sostiene el edificio de nuestro mundo sensible y, privado de ella, éste se tambalea. Como hemos visto, constituye para nosotros el valor o la nulidad de las personas, la embriaguez o el fastidio al verlas. Constituye también la posibilidad de soportar una pena que nos parece mediocre simplemente porque estamos convencidos de que se le va a poner fin o una brusca intensificación hasta que una presencia valga tanto —y a veces más— que nuestra propia vida. Por lo demás, una cosa acabó de devolverme al corazón, tan agudo como había sido en el primer minuto y había dejado —he de reconocerlo— de serlo. Fue la relectura de una frase en la carta de Albertine. Por mucho que amemos a las personas, el sufrimiento por perderlas —cuando con el aislamiento ya sólo nos encontramos ante aquella a quien nuestra mente da, en cierta medida, la forma que quiere— es soportable y diferente de aquel —menos humano, menos nuestro, tan imprevisto y extraño como un accidente en el mundo moral y en la zona del corazón— cuya causa son menos directamente las personas mismas que la forma de enterarnos de que no volveríamos a verlas. Yo podía pensar en Albertine, llorando dulcemente, aceptando no poder verla aquella noche como la anterior, pero releer mi decisión es irrevocable era otra cosa, era como tomar un medicamento peligroso, que me hubiese provocado un ataque cardíaco del que podía no sobrevivir. En las cosas, en los acontecimientos, en las cartas de ruptura, hay un peligro particular que amplifica y desnaturaliza el dolor mismo que las personas pueden causarnos, pero ese sufrimiento duró poco. Pese a todo, estaba yo tan seguro del éxito y la habilidad de Saint-Loup, el regreso de Albertine me pareció algo tan inexorable, que me pregunté si había tenido razón en desearlo. Sin embargo, me alegraba. Por desgracia para mí, que creía concluido el asunto de la comisaría, Françoise vino a anunciarme la llegada de un inspector para informarse de si tenía yo la costumbre de traer niñas a mi casa, que el portero, creyendo que se refería a Albertine, había respondido que sí y que, desde aquel momento, la casa parecía vigilada. Así, pues, iba a resultarme para siempre imposible mandar venir a una niña para que me consolara de mis penas, sin arriesgarme a la vergüenza de que apareciera un inspector delante de ella y me tomara por un malhechor, y al instante comprendí hasta qué punto vivimos —más de lo que creemos— para ciertos sueños, pues aquella imposibilidad de acunar nunca más a una niña me pareció privar la vida de todo valor, pero, además, comprendí hasta qué punto es lógico que las personas rechacen fácilmente la fortuna y se arriesguen a morir, cuando nos imaginamos que el interés y el miedo a la muerte son los móviles del mundo. Es que, si hubiera pensado que incluso una niña desconocida pudiese hacerse —por la llegada de un policía— una idea vergonzosa de mí, ¡cuánto más habría preferido matarme! No había siquiera comparación posible entre los dos sufrimientos. Ahora bien, en la vida las personas nunca piensan que aquellos a quienes ofrecen dinero o amenazan de muerte pueden tener una amante o incluso un amigo simplemente cuya estima les importa, aun cuando no les importe la suya propia, pero de repente —en virtud de una confusión en la que no caí (en efecto, no pensé que Albertine, por ser mayor de edad, podía vivir en mi casa e incluso ser mi amante)— me pareció que el rapto de menores podía aplicarse también a Albertine. Entonces la vida me pareció cerrada por todos lados y, al pensar en que no había vivido castamente con ella, advertí —en el castigo que se me infligía por haber acunado a una niña desconocida— la relación casi siempre existente en los castigos humanos, por la cual casi nunca se da una condena justa ni un error judicial, sino algo así como una armonía entre la idea falsa que se hace el juez de un acto inocente y los actos culpables que no ha tenido en cuenta, pero entonces, al pensar en que el regreso de Albertine podía entrañar para mí una condena infamante, que me degradaría ante ella y tal vez le causara a ella un perjuicio que no me perdonaría, dejé de desear su regreso, que me espantó. Me habría gustado telegrafiarle que no regresara y al instante me embargó el deseo apasionado de que volviera y cubrió todo lo demás. Es que, tras haber pensado por un instante en la posibilidad de decirle que no volviese y vivir sin ella, de repente me sentí, al contrario, dispuesto a sacrificar todos los viajes, todos los placeres, todos los trabajos, ¡para que Albertine volviera! ¡Ah! ¡Hasta qué punto mi amor a Albertine, cuyo destino había creído poder prever conforme al que había sentido por Gilberte, se había desarrollado en perfecto contraste con éste! ¡Cuán imposible me resultaba seguir sin verla! Y, para cada acto, incluso el más insignificante, pero que antes estaba inmerso en la atmósfera feliz que era la presencia de Albertine, debía todas las veces —con nuevo esfuerzo, con el mismo dolor— volver a empezar el aprendizaje de la separación. Además, la competencia de las otras formas de la vida rechazaba hasta la sombra ese nuevo dolor y durante aquellos días, los primeros de la primavera, tuve incluso —en espera de que Saint-Loup pudiese ver a la Sra. Bontemps e imaginando Venecia y hermosas mujeres desconocidas— algunos momentos de calma agradable. En cuanto lo advertí, sentí en mí un terror pánico. Aquella calma que acababa de disfrutar era la primera aparición de esa gran fuerza intermitente que iba a luchar en mí contra el dolor, contra el amor, y acabaría venciendo. Lo que acababa de sentir por adelantado, junto con su presagio, era por un instante sólo lo que más adelante sería en mí un estado permanente, una vida en la que ya no podría sufrir por Albertine, en la que habría dejado de amarla, y mi amor, que acababa de reconocer al único enemigo —el olvido— que podía vencerlo, se echó a temblar, como un león que en la jaula en la que lo han encerrado ha advertido de pronto la serpiente pitón que lo devorará.
No dejaba de pensar en Albertine y, al entrar, Françoise nunca me decía con la suficiente rapidez: «No hay cartas», para abreviar mi angustia, pero de vez en cuando conseguía —haciendo pasar tal o cual corriente de ideas a través de mi pena— renovar, airear un poco, la viciada atmósfera de mi corazón. Ahora bien, por la noche, si lograba conciliar el sueño, era como si el recuerdo de Albertine hubiese sido el medicamento que me había procurado el sueño y cuya influencia, al cesar, me despertaría. Mientras dormía, pensaba todo el tiempo en Albertine. Era un sueño suyo especial que me ofrecía ella y en el que, por lo demás, ya no habría sido libre —como durante la víspera— para pensar en otra cosa. El sueño, su recuerdo, eran las dos substancias mezcladas que nos hacen tomar a la vez para dormir. Por lo demás, una vez despierto, mi sufrimiento, en lugar de disminuir, iba en aumento todos los días. No es que el olvido no llevara a cabo su labor, pero ahí mismo favorecía la idealización de la imagen añorada y con ello la asimilación de mi sufrimiento inicial a otros sufrimientos análogos, que lo reforzaban. Aun así, aquella imagen era soportable, pero, si de repente pensaba en su habitación, en que la cama seguía vacía, en su piano, en su automóvil, perdía todas las fuerzas, cerraba los ojos, inclinaba la cabeza sobre el hombro izquierdo, como quienes van a desmayarse. El ruido de las puertas me hacía casi tanto daño, porque no era ella quien las abría.
Cuando podría haber habido un telegrama de Saint-Loup, no me atrevía a preguntar: «¿Hay un telegrama?». Llegó por fin, pero lo retrasó todo, al decirme: «ESAS SEÑORAS SE HAN MARCHADO Y VAN A ESTAR FUERA TRES DÍAS». Seguramente, si había yo soportado los cuatro días durante los cuales ella había faltado, era porque pensaba: «Es sólo cuestión de tiempo, antes del fin de la semana estará aquí». Pero ese motivo no impedía que para mi corazón, para mi cuerpo, el acto por realizar era el mismo: vivir sin ella, volver a casa sin encontrarla en ella, pasar por delante de su cuarto —para abrirlo aún no tenía yo valor— sabiendo que no estaba en él, acostarme sin haberle dado las buenas noches, cosas que mi corazón había debido hacer en su terrible integridad y como si no fuera a volver a ver a Albertine. Ahora bien, que lo hubiese realizado ya cuatro veces demostraba que ahora era capaz de seguir haciéndolo (podría decirme: «Nunca volverá», y, aun así, vivir como ya lo había hecho durante cuatro días) y tal vez pronto dejara de necesitar la razón que me ayudaba a seguir viviendo así —el próximo regreso de Albertine— como un herido que ha recuperado la costumbre de caminar y puede prescindir de las muletas. Desde luego, por la noche, al regresar a casa, volvía a encontrar —y me dejaban sin respiración, me asfixiaban con el vacío de la soledad— los recuerdos, yuxtapuestos en una serie interminable, de todas las noches en que Albertine me esperaba, pero ya volvía a encontrarme con el recuerdo de la víspera, de la antevíspera y de las dos noches anteriores, es decir, el recuerdo de las cuatro noches transcurridas desde la partida de Albertine, durante las cuales había estado sin ella, solo, y, sin embargo, había vivido, cuatro noches ya que formaban una porción de recuerdos muy inferior a la otra, pero que tal vez fuese a consolidar cada día que pasara. No diré nada de la carta de declaración que recibí en aquel momento de una sobrina de la Sra. de Guermantes, que tenía fama de ser la muchacha más guapa de París, ni de la gestión que hizo conmigo el duque de Guermantes de parte de los padres resignados —por la felicidad de su hija— a la desigualdad del partido, a semejante mal casamiento. Incidentes así, que podrían ser sensibles para el amor propio, son demasiado dolorosos, cuando amamos. Nos gustaría —pero no tendríamos semejante indelicadeza— darlos a conocer a quien abriga sobre nosotros un juicio menos favorable, que, por lo demás, no cambiaría, si se enterara de que podemos ser objeto de otro totalmente distinto. Lo que me escribía la sobrina del duque no habría podido hacer otra cosa que impacientar a Albertine.
Desde el momento en que me despertaba y volvía a sentir mi pena en el punto en que me encontraba antes de quedarme dormido, como un libro cerrado por un instante y que no me abandonaría hasta la noche, todas las sensaciones —ya procediesen de fuera o de dentro— tenían que ver con un pensamiento relativo a Albertine. Llamaban al timbre: «¡Será una carta de ella, ella misma tal vez!». Si me sentía bien, no demasiado desgraciado, ya no sentía celos, ya no tenía agravios contra ella, me habría gustado volver a verla al instante, besarla, pasar alegremente toda mi vida con ella. Telegrafiarle «VEN EN SEGUIDA» me parecía haber pasado a ser ahora de lo más sencillo, como si mi nuevo humor hubiera cambiado no sólo mis disposiciones, sino también las cosas exteriores a mí, las hubiese vuelto más fáciles. Si estaba de talante melancólico, renacían todas mis cóleras contra ella, ya no deseaba besarla, sentía la imposibilidad de ser feliz jamás gracias a ella, ya sólo quería hacerle daño e impedirle pertenecer a otros, pero de esos dos talantes opuestos el resultado era idéntico: debía volver lo antes posible. Y, sin embargo, por grande que fuera la alegría que pudiese darme en el momento su regreso, tenía la sensación de que no tardarían en presentarse las mismas dificultades y de que la búsqueda de la felicidad en la satisfacción del deseo moral era algo tan ingenuo como la empresa de alcanzar el horizonte caminando hacia delante. Cuanto más avanza el deseo, más se aleja la posesión verdadera: de modo, que, si se puede encontrar la felicidad o al menos la ausencia de sufrimientos, no es la satisfacción, sino la reducción progresiva, la extinción final del deseo, lo que se debe buscar. Intentamos ver lo que amamos, pero deberíamos procurar no verlo, porque sólo el olvido acaba trayendo la extinción del deseo, y me imagino que, si un escritor formulara verdades de ese tipo, dedicaría el libro en que figurarían a una mujer a quien le gustaría aproximarse, así, diciéndole: «Este libro es el tuyo». Y así, al decir verdades en su libro, mentiría en su dedicatoria, pues le interesaría que el libro fuera de esa mujer como de él la piedra preciosa procedente de ella y que sólo le sería cara mientras la amase. Los vínculos entre una persona y nosotros sólo existen en nuestro pensamiento. La memoria, al debilitarse, los afloja y, pese a la ilusión por la que nos gustaría vernos engañados y con la que —por amor, por amistad, por cortesía, por respeto humano— engañamos a los otros, existimos solos. El hombre es el ser que no puede salir de sí mismo, que sólo conoce a los demás en sí mismo y, al decir lo contrario, miente y, si hubiera sido posible hacerlo, si me hubiesen privado de esa necesidad de ella, de ese amor de ella, habría yo sentido tal miedo, que me convencía a mí mismo de que era precioso para mi vida. Poder oír pronunciar sin embeleso ni sufrimiento los nombres de las estaciones por las que pasaba el tren para ir a Turena me habría parecido una disminución de mí mismo (en el fondo, simplemente porque así habría demostrado que Albertine habría llegado a resultarme indiferente). Estaba bien —pensaba yo— que, al preguntarme sin cesar lo que podía estar haciendo, pensando, queriendo ella a cada instante, si pensaba venir, si lo haría, yo mantuviera abierta aquella puerta de comunicación que el amor había abierto en mí y sintiese la vida de otra sumergir, mediante esclusas abiertas, el depósito que no habría deseado quedarse de nuevo estancado. Al prolongarse el silencio de Saint-Loup, una ansiedad secundaria —la espera de un telegrama, de una llamada por teléfono de mi amigo— no tardó en ocultar la primera: la inquietud del resultado, saber si volvería Albertine. Espiar todos los sonidos en espera del telegrama me resultaba tan intolerable, que la llegada de éste, lo único en lo que yo pensaba ya, fuera cual fuese su tenor, pondría —me parecía— fin a mis sufrimientos, pero, cuando por fin lo recibí y me enteré de que Robert había estado con la Sra. Bontemps, pero, pese a todas sus precauciones, había sido visto por Albertine, con lo que se había ido todo al traste, estallé de furia y desesperación, pues eso era lo que yo había querido evitar ante todo. Al enterarse de él Albertine, el viaje de Saint-Loup hacía parecer que yo la necesitaba, lo que había de impedirle por fuerza volver y cuyo horror era, por lo demás, lo único que había yo conservado del orgullo que distinguía a mi amor en la época de Gilberte, ya desaparecido. Yo maldecía a Robert y después pensé que, si aquel medio había fracasado, recurriría a otro. Puesto que el hombre puede actuar sobre el mundo exterior, ¿cómo no iba a lograr yo —recurriendo a la astucia, la inteligencia, el interés, el afecto— suprimir aquella atrocidad: la ausencia de Albertine? Creemos que cambiaremos las cosas que nos rodean conforme a nuestro deseo, porque, aparte de eso, no vemos solución favorable alguna. No pensamos en la que se produce con la mayor frecuencia y que también es favorable: no logramos cambiar las cosas conforme a nuestro deseo, pero poco a poco éste cambia. La situación que esperábamos cambiar, porque nos resultaba insoportable, se nos vuelve indiferente. No hemos podido superar el obstáculo, como deseábamos absolutamente, pero la vida nos ha hecho rodearlo, sobrepasarlo y apenas si podemos entonces —al volver la vista al lejano pasado— distinguirlo, de tan imperceptible como ha quedado. En el piso de encima del nuestro oí tonadas de Manon interpretadas por una vecina. Yo aplicaba su letra, que conocía, a Albertine y a mí y me sentía embargado de un sentimiento tan profundo, que me eché a llorar. Eran éstas:
Ay, el pájaro que huye de lo que considera esclavitud,
De noche vuelve, la mayoría de las veces, con vuelo
/ desesperado a llamar a la vidriera,
y la muerte de Manon:
¡Manon, respóndeme! — Único amor de mi alma,
¡Hasta hoy no he comprendido la bondad de tu corazón!
Puesto que Manon volvía con Des Grieux, me parecía que yo era para Albertine el único amor de su vida. Por desgracia, es probable que, si ella hubiera oído en aquel momento la misma tonada, no habría sido —¡ay!— a mí a quien habría querido bajo el nombre de Des Grieux y, si simplemente se le hubiese ocurrido esa idea, mi recuerdo le habría impedido enternecerse al escuchar aquella música, pese a que correspondía muy bien —si bien estaba mejor escrita y era más fina— al estilo de la que le gustaba.
Por mi parte, no tuve el valor de abandonarme a la dulzura de pensar que Albertine me llamaba «único amor de mi alma» y había reconocido haberse equivocado sobre lo que «había considerado esclavitud». Yo sabía que no podemos leer una novela sin atribuir a la protagonista los rasgos de aquella a quien amamos, pero, por feliz que sea el final del libro, nuestro amor no ha dado un paso más y, cuando lo hemos cerrado, aquella a la que amamos y que por fin ha venido hasta nosotros en la novela ha dejado de querernos en la vida. Telegrafié, furioso, a Saint-Loup para que volviera cuanto antes a París, para que al menos no pareciese ejercer una insistencia agravante en una gestión que tanto me habría gustado ocultar, pero, antes incluso de que hubiera vuelto, como le había yo indicado, fue la propia Albertine quien me envió este telegrama:
«AMIGO MÍO, HAS ENVIADO A TU AMIGO SAINT-LOUP A VER A MI TÍA, COSA INSENSATA. MI QUERIDO AMIGO, SI ME NECESITABAS, ¿POR QUÉ NO ME ESCRIBISTE DIRECTAMENTE? HABRÍA TENIDO MUCHO GUSTO EN VOLVER. NO VUELVAS A HACER ESAS GESTIONES ABSURDAS». «¡Habría tenido mucho gusto en volver!». Así, pues, si decía eso, era porque lamentaba haberse marchado y sólo buscaba un pretexto para volver. Por tanto, bastaba con hacer lo que me decía, escribirle que la necesitaba y volvería. Por tanto, iba a volver a verla, a ella, la Albertine de Balbec (pues desde su marcha había vuelto a serlo para mí: como una concha a la que ya no prestamos atención, cuando la tenemos siempre sobre la cómoda, y, una vez que nos hemos separado de ella para regalarla o por haberla perdido, pensamos en ella, cosa que habíamos dejado de hacer, me recordaba toda la gozosa belleza de las montañas azules del mar). Y no era sólo ella la que se había vuelto un ser de la imaginación, es decir, deseable, sino que, además, la vida con ella se había vuelto imaginaria, es decir, libre de todas las dificultades, por lo que yo me decía: «¡Qué felices vamos a ser!». Pero, puesto que tenía la seguridad de su regreso, no debía dar la impresión de apresuramiento, sino, al contrario, borrar el mal efecto causado por la gestión de Saint-Loup, a quien siempre podría yo desautorizar diciendo que había actuado por iniciativa propia, porque siempre había sido partidario de aquel matrimonio.
Sin embargo, releía su carta y me sentía, de todos modos, decepcionado de lo poco que de una persona hay en una carta. Desde luego, los caracteres trazados expresan nuestro pensamiento, cosa que hacen también nuestras facciones; siempre nos encontramos ante un pensamiento, pero, de todos modos, éste no se nos presenta en la persona hasta después de haberse difundido en esa corola del rostro abierta como una ninfea, lo que, de todos modos, la modifica mucho, y tal vez una de las causas de nuestras perpetuas decepciones amorosas sean esas perpetuas desviaciones en virtud de las cuales, al esperar a la persona ideal a la que amamos, cada cita nos presenta a una persona que encarna ya tan poco de nuestro sueño y, además, cuando reclamamos algo a esa persona, recibimos de ella una carta en la que queda muy poco de ella, así como en las letras del álgebra ya no queda la determinación de las cifras de la aritmética, que ya no cuentan con las cualidades de los frutos o las flores sumados, y, sin embargo, el amor, verse amado, sus cartas, tal vez sean, de todos modos, plasmaciones —por insatisfactorio que sea pasar de uno a otro— de la misma realidad, ya que la carta sólo nos parece insuficiente al leerla, pero sudamos sangre y pasión, mientras no llega, y basta para calmar nuestra angustia, ya que no para saciar con sus pequeños signos negros nuestro deseo, en vista de que en ella no hay, de todos modos, sino la equivalencia de una palabra, de una sonrisa, de un beso, no esas cosas mismas.
Contesté a Albertine:
Amiga mía, precisamente iba a escribirte y te agradezco que me hayas dicho que, si te hubiera necesitado, habrías acudido corriendo; está bien por tu parte que comprendas de forma tan elevada la abnegación para con un antiguo amigo y mi estima por ti ha de aumentar por fuerza con ello, pero no, no te lo había pedido y no te lo pediré; volver a vernos, al menos de aquí a mucho tiempo, tal vez no te resultara doloroso, muchacha insensible. Para mí, a quien a veces consideraste tan indiferente, lo sería mucho. La vida nos ha separado. Tú has adoptado una decisión que yo considero muy acertada y lo has hecho en el momento deseado, con un presentimiento maravilloso, pues partiste el día siguiente a aquel en que acababa yo de recibir el asentimiento de mi madre para pedir tu mano. Te lo habría dicho al despertarme, cuando recibí su carta (¡al mismo tiempo que la tuya!). Tal vez hubieras temido apesadumbrarme al marcharte justo entonces y tal vez habríamos unido nuestras vidas mediante lo que habría sido para nosotros —¿quién sabe?— la desdicha. Si hubiera debido ser así, que Dios te bendiga por tu sensatez. Perderíamos todos sus frutos al volver a vernos. No es que no sería una tentación para mí, pero no es un gran mérito por mi parte resistirla. Ya sabes lo inconstante que soy y lo rápidamente que olvido. De modo, que no soy digno de compasión precisamente. Tú me lo has dicho muchas veces: soy sobre todo un hombre de hábitos. Los que estoy empezando a adquirir sin ti no están aún muy arraigados. Evidentemente, en este momento los que tenía contigo y que tu partida ha trastocado siguen siendo los más fuertes. No lo serán durante mucho tiempo más. Precisamente por eso, había pensado en aprovechar estos últimos días —en los que vernos no será aún para mí lo que será dentro de dos semanas, antes tal vez (perdóname la franqueza): un trastorno— para zanjar contigo, antes del olvido final, pequeñas cuestiones materiales en las que habrías podido prestar, como buena y encantadora amiga, un servicio a quien durante cinco minutos se creyó tu prometido. Como yo no dudaba de la aprobación de mi madre, como, por otra parte, deseaba que tuviéramos cada uno de nosotros toda esa libertad que tú me habías ofrecido demasiado amable y abundantemente en un sacrificio que se podía admitir para una vida en común de unas semanas, pero que tan odioso habría resultado para ti como para mí, en vista de que íbamos a pasar nuestra vida juntos (casi me apena al escribirte pensar que estuvo a punto de suceder, que por unos segundos no haya sido así), había pensado en organizar nuestra existencia de la forma más independiente posible y, para empezar, quería que tú tuvieras ese yate en el que habrías podido viajar, mientras yo, demasiado enfermo, te habría esperado en el puerto: había escrito a Elstir para pedirle consejo, porque su gusto te complace, y en tierra me habría gustado que tuvieras tu automóvil propio, tuyo y sólo tuyo, en el que saldrías, viajarías, cuando gustaras. El yate estaba ya casi listo, se llama, conforme a tu deseo expresado en Balbec, El Cisne, y, al recordar que tú preferías más que ninguna otra la marca Rolls, había encargado uno. Ahora bien, como no vamos a volver a vernos nunca más, como no espero poder lograr que aceptes el barco ni el coche (a mí no me servirían para nada), había pensado —puesto que los había encargado a un intermediario, pero a tu nombre— que tal vez podrías librarme de ese yate y ese coche inútiles anulando el encargo, pero, para eso como para muchas otras cosas, tendríamos que haber hablado. Ahora bien, creo que, mientras exista la posibilidad de que vuelva a amarte, que no durará demasiado, sería una locura vernos, por un barco de vela y un Rolls-Royce, y poner en juego la felicidad de tu vida, en vista de que, según tú, consiste en vivir lejos de mí. No, prefiero conservar el Rolls e incluso el yate y, como no los utilizaré y podrían quedarse para siempre en el puerto, desarmado —uno— y —el otro— en el garaje, mandaré grabar en el yate (Dios mío, no me atrevo a poner un título inexacto y cometer una herejía que te escandalizaría) estos versos de Mallarmé, que te gustaban:
Un cigne d’autrefois se souvient que c’est lui
Magnifique, mais qui sans espoir se délivre
Pour n’avoir pas chanté la region où vivre,
Quand du stérile hiver a resplendi l’ennui.[1]
Como recordarás, es el poema que comienza así: «Le vierge, le vivace et le bel aujourd’hui».[2] Hoy ya no es —¡ay!— ni virgen ni hermoso, pero quienes, como yo, saben que muy pronto harán de él un «mañana» soportable no son soportables precisamente. En cuanto al Rolls, tal vez habría merecido estos otros versos del mismo poeta, que, según decías, no podías entender:
Dis si je ne suis pas joyeux
Tonnerre et rubis aux moyeux
De voir en l’air que ce feu troue
Avec des royaumes épars
Comme mourir pourpre la roue
Du seul vespéral de mes chars.[3]
Adiós para siempre, mi querida Albertine, y gracias de nuevo por el hermoso paseo que dimos juntos la víspera de nuestra separación. Conservo muy buen recuerdo de él.
P.S. - No respondo a lo que me dices sobre los supuestos ofrecimientos que Saint-Loup (quien, por lo demás, no creo que esté en Turena) ha hecho a tu tía. Es algo como de Sherlock Holmes. ¿Quién te has creído que soy yo?
Seguramente, así como en otro tiempo había yo dicho a Albertine: «No te quiero», para que me quisiera; «cuando no veo a las personas, me olvido de ellas», para que nos viésemos muy a menudo; «he decidido dejarte», para prevenir cualquier idea de separación, ahora —como deseaba absolutamente que volviera al cabo de ocho días— le decía: «Adiós para siempre»; como quería volver a verla, le decía: «Me parecería peligroso volver a verte»; como vivir separado de ella me parecía peor que la muerte, le escribía: «Tienes razón, seríamos desgraciados juntos». Debería haber previsto la posibilidad de que el efecto de aquella carta fingida —al escribirla para no parecer interesado en ella (el único orgullo que quedaba de mi antiguo amor a Gilberte en mi amor a Albertine) y también por el placer de decir ciertas cosas que sólo podían emocionarme a mí y no a ella— fuera —¡ay!— el de recibir una respuesta negativa, es decir, que consagrara lo que yo decía, la probabilidad incluso de que así fuera, pues, aunque Albertine hubiese sido menos inteligente de lo que era, no habría dudado un instante de la falsedad de mis palabras. En efecto, sin detenerse a pensar en las intenciones que enunciaba yo en aquella carta, el simple hecho de que la hubiera escrito, aun cuando no hubiese sido posterior a la gestión de Saint-Loup, bastaba para demostrarle que deseaba su regreso y aconsejarle que me dejara enredarme en el anzuelo cada vez más. Además, tras prever la posibilidad de una respuesta negativa, no debería haber dejado de suponer que esa respuesta me devolvería bruscamente —y con su más extrema vivacidad— mi amor a Albertine y —también antes de enviar mi carta— debería haberme preguntado si, en caso de que Albertine respondiera en el mismo tono y no quisiese volver, podría dominar mi dolor lo suficiente para forzarme a permanecer en silencio y no telegrafiarle: «VUELVE», y no enviarle algún otro emisario, cosa que, después de haberle escrito que no volveríamos a vernos, equivalía a mostrarle con la máxima evidencia que yo no podía prescindir de ella y cuyo resultado sería el de que se negara aún más enérgicamente, el de que, al no poder soportar más mi angustia, yo fuera a su casa y tal vez —¿quién sabe?— no fuese recibido. Y seguramente habría sido —después de tres enormes torpezas— la peor de todas, tras la cual ya sólo me quedaría matarme delante de su casa, pero la desastrosa construcción del universo psicopatológico hace que el acto torpe, el acto que deberíamos evitar por encima de todo, sea precisamente el que más nos calma, el que, al abrirnos —hasta que sepamos su resultado— nuevas perspectivas de esperanza, nos libera momentáneamente del intolerable dolor que la negativa ha engendrado en nosotros, por lo que, cuando el dolor es demasiado fuerte, nos apresuramos a caer en la torpeza consistente en escribir, en encargar a alguien que transmita nuestros ruegos, en ir a ver a aquella a quien amamos, en demostrar que no podemos vivir sin ella.
Pero yo no preví nada de eso. El resultado de aquella carta me parecía que sería, al contrario, el de hacer regresar a Albertine de inmediato. Por eso, al pensar en ese resultado, había sentido una gran dulzura al escribirla, pero al mismo tiempo no había cesado de llorar al hacerlo: primero, de forma bastante parecida al día en que había yo interpretado la falsa separación, porque esas palabras, al representarme la idea que me expresaban, aunque tendieran a un objetivo contrario (pronunciadas mendazmente para no confesar, por orgullo, que amaba), llevaban consigo su tristeza, pero también porque tenía la sensación de que algo de verdad había en aquella idea.
Como el resultado de aquella carta me parecía seguro, lamenté haberla enviado, pues, al representarme el regreso, en resumidas cuentas, tan fácil de Albertine, todas las razones que hacían de nuestro matrimonio algo malo para mí volvieron bruscamente con toda su fuerza. Yo esperaba que ella se negaría a volver. Cavilaba que mi libertad, todo el futuro de mi vida, dependían de su negativa, que había hecho una locura al escribirle, que debería haberme quedado con mi carta —ya echada, ¡ay!—, cuando Françoise, al entregarme también el periódico que acababa de subir, me la trajo, por no saber con cuántos sellos debía franquearla, pero al instante cambié de opinión; deseaba que Albertine no volviera, pero quería que esa decisión procediese de ella para poner fin a mi ansiedad y sentí el deseo de devolver la carta a Françoise. Abrí el periódico: anunciaba la muerte de la Berma. Entonces recordé las dos formas diferentes como había visto Fedra y ahora fue con una tercera como pensé en la escena de la declaración. Lo que yo me había recitado con tanta frecuencia a mí mismo y había oído en el teatro era —me parecía a mí— el enunciado de las leyes que debía experimentar en mi vida. Hay en nuestra alma cosas que no sabemos hasta qué punto nos interesan o, si nos interesan, es porque aplazamos día tras día, por miedo a fracasar o a sufrir, la posibilidad de poseerlas. Eso es lo que me había sucedido con Gilberte, cuando había creído renunciar a ella. Si, antes del momento en que estamos totalmente desapegados de esas cosas, muy posterior a aquel en que creemos estarlo, la muchacha a la que amamos se promete, por ejemplo, con otro, nos volvemos locos, no podemos soportar más la vida, que nos parecía tan melancólicamente tranquila, o, si la cosa está en nuestro poder, creemos que nos resulta una carga, que con gusto nos desharíamos de ella: eso es lo que me había ocurrido en el caso de Albertine. Pero, si nos vemos privados por su partida de la persona que nos resulta indiferente, ya no podemos vivir. Ahora bien, ¿acaso no reunía el «argumento» de Fedra los dos casos? Hipólito quiere partir. Fedra, que hasta entonces ha procurado ofrecerse a su enemistad, por escrúpulos —dice ella o, mejor dicho, la hace decirlo el poeta—, porque no ve adónde llegaría y no se siente amada, ya no puede más. Acude a confesarle su amor y ésa es la escena que yo me había recitado con tanta frecuencia:
Dicen que una pronta marcha os aleja de nosotros.
Seguramente ese motivo para la partida de Hipólito es accesorio —podemos pensar— en comparación con el de la muerte de Teseo e igualmente, cuando, unos versos más abajo, Fedra aparenta por un instante haber sido mal entendida:
Habré perdido todo cuidado por mi gloria,
podemos creer que es porque Hipólito ha rechazado su declaración:
Señora, ¿olvidáis que
Teseo es mi padre y vuestro esposo?
Pero, aunque no hubiera expresado esa indignación, Fedra, ante la felicidad alcanzada, habría podido tener la misma sensación de que valía poca cosa, pero, en cuanto ve que no se ha alcanzado, que Hipólito cree haber entendido mal y se disculpa, entonces quiere, como yo al acabar de devolver la carta a Françoise, que la negativa proceda de él, quiere llevar hasta sus últimas consecuencias su suerte:
¡Ah, cruel! Me has entendido demasiado bien.
Y tampoco faltan en esa escena las duras palabras dirigidas por Swann a Odette o las mías a Albertine y que substituyen el amor anterior por otro nuevo, compuesto de piedad, enternecimiento y necesidad de efusión y que no hace sino variar el primero:
Tú me odiabas más y yo no te amaba menos.
Tus desdichas te atribuían nuevos encantos.
La prueba de que la preocupación por su gloria no es lo que más interesa a Fedra es que, si no se hubiera enterado en ese momento de que Hipólito ama a Aricia, habría perdonado a Hipólito y habría desoído los consejos de Enone: hasta tal punto son los celos, que en el amor equivalen a la pérdida de toda felicidad, más sensibles que la pérdida de la reputación. Entonces es cuando deja a Enone calumniar (que no es sino el nombre de la peor faceta de sí misma) a Hipólito sin encargarse de la misión de defenderlo y envía, así, a quien no quiere saber nada con ella a un destino cuyas calamidades en modo alguno la consuelan, por lo demás, puesto que su muerte voluntaria sigue poco después a la de Hipólito. Así al menos —reduciendo el papel de todos los escrúpulos «jansenistas», como habría dicho Bergotte, que Racine atribuyó a Fedra para hacerla parecer menos culpable— es como se me presentaba esa escena: algo así como una profecía de los episodios amorosos de mi propia existencia. Por lo demás, aquellas reflexiones en nada habían cambiado mi determinación y entregué mi carta a Françoise para que la echara por fin al correo con el fin de hacer ante Albertine ese intento que me parecía indispensable desde que me había enterado de que no se había materializado. Y seguramente nos equivocamos al creer que la realización de nuestro deseo es poca cosa, ya que, en cuanto creemos que puede no serlo, volvemos a experimentarlo y hasta estar del todo seguros de no verlo frustrado no consideramos que no valiera la pena perseguirlo y, sin embargo, también tenemos razón, pues, si bien esa realización y la felicidad parecen pequeñas sólo por la certidumbre, no por ello dejan de ser algo inestable de lo que sólo pueden resultar penas y éstas serán tanto más intensas cuanto más completamente se haya cumplido el deseo, tanto más imposibles de soportar cuanto más se haya prolongado —contra la ley de la naturaleza— la felicidad, cuanto más haya recibido la consagración de la costumbre. También en otro sentido las dos tendencias —la que me hacía empeñarme en que mi carta saliera y, cuando creía que así había sido, lamentarlo— entrañan, tanto una como la otra, su verdad. En el caso de la primera, es más que comprensible que corramos en pos de nuestra felicidad —o nuestra desdicha— y que al mismo tiempo deseemos situar ante nosotros, mediante esa acción nueva que va a empezar a desarrollar sus consecuencias, una espera que no nos abandone a la desesperación absoluta: en una palabra, que intentemos hacer pasar por otras formas, que nos resultarán —así lo imaginamos— menos crueles, el mal que padecemos, pero la otra tendencia no es menos importante, pues, por deberse al convencimiento del éxito de nuestra empresa, es pura y simplemente el comienzo anticipado de la desilusión que no tardaríamos en experimentar ante la satisfacción del deseo, la pena de haber retenido para nosotros, a expensas de los demás, excluidos de ella, esa forma de felicidad. Yo había entregado la carta a Françoise, al tiempo que le decía que se apresurara a echarla al correo. En cuanto hubo salido mi carta, volví a concebir el regreso de Albertine como algo inminente. No dejaba de infundir a mi pensamiento imágenes atractivas que con su dulzura neutralizaban un poco los peligros que atribuía yo a su regreso. La dulzura, perdida desde hacía tanto tiempo, de tenerla junto a mí me embriagaba.
Pasa el tiempo y poco a poco todo lo que nos decíamos como mentira se vuelve verdad, lo había yo experimentado demasiado con Gilberte; la indiferencia que yo había fingido, cuando no cesaba de sollozar, había acabado realizándose; poco a poco, la vida, como decía yo a Gilberte con una fórmula mendaz y que retrospectivamente había resultado verdadera, nos había separado. Yo me lo recordaba, me decía: «Si Albertine deja pasar algunos meses, mis mentiras llegarán a ser verdad y, ahora que lo más duro ha pasado, ¿no sería de desear que dejara pasar esos meses? Si vuelve, renunciaré a la vida verdadera que aún no estoy —cierto es— en condiciones de saborear, pero que progresivamente podrá empezar a presentar para mí encantos, mientras el recuerdo de Albertine vaya debilitándose». No digo que el olvido no comenzara a hacer su labor, pero uno de los efectos del olvido —al hacer que muchos de los aspectos enojosos de Albertine, de las horas aburridas que pasaba con ella, hubieran dejado de presentarse a mi memoria, hubiesen dejado, por tanto, de ser motivos de desear que no estuviera ya allí, como lo deseaba cuando aún estaba— era precisamente el de darme una idea somera, embellecida, de todo el amor que había sentido por otras. De esa forma particular, el olvido, pese a contribuir a habituarme a la separación, me hacía desear más —al mostrarme a Albertine más dulce, más bella— su regreso.
Desde que se había marchado, muchas veces —cuando me parecía que no se podía notar que yo había llorado— llamaba a Françoise y le decía: «Habría que ver si la señorita Albertine ha olvidado algo. Acuérdese de arreglar su habitación para que esté lista cuando regrese». O simplemente: «Precisamente el otro día la señorita Albertine me decía; hombre, mire, justo la víspera de su marcha...». Quería yo reducir en Françoise el detestable placer que le causaba la marcha de Albertine dándole a entender que sería por poco tiempo; también quería mostrar a Françoise que no temía hablar de ello, mostrarlo —como hacen ciertos generales que llaman a los retrocesos forzosos retirada estratégica y conforme a un plan preparado— como deseado, como un episodio cuyo significado verdadero ocultaba yo momentáneamente y en modo alguno como el fin de mi amistad con Albertine. Al nombrarla sin cesar, quería hacer entrar por fin, como un poco de aire, algo de ella en aquella habitación en la que su marcha había hecho el vacío y en la que ya no se podía respirar. Después intentamos reducir las proporciones de nuestro dolor haciéndolo entrar en el lenguaje hablado entre el encargo de un traje y el de una cena.
Al preparar la habitación de Albertine, Françoise, curiosa como era, abrió el cajón de una mesita de madera de rosa, en la que mi amiga guardaba los objetos íntimos que se quitaba para dormir. «Oh, señor. La señorita Albertine ha olvidado sus sortijas, se han quedado en el cajón». Mi primer impulso fue el de decir: «Hay que enviárselas», pero así parecía no ser seguro que fuera a volver. «Muy bien», respondí tras un instante de silencio, «para el poco tiempo que va a estar ausente, no vale la pena. Démelas y ya veré». Françoise me las entregó con cierta desconfianza. Detestaba a Albertine, pero, atribuyéndome sus propias actitudes, se imaginaba que no se me podía confiar una carta escrita por mi amiga sin temor a que la abriera. Tomé las sortijas. «Procure el señor no perderlas», dijo Françoise, «¡son preciosas, la verdad! No sé quién se las regalaría, si el señor u otro, pero, ¡de lo que no me cabe duda es de que se trata de alguien rico y con buen gusto!». «No he sido yo», respondí a Françoise, «y, por lo demás, no proceden las dos de la misma persona: una se la regaló su tía y la otra la compró ella». «¡Que no son de la misma persona!», exclamó Françoise. «El señor bromea. Son iguales, salvo el rubí añadido a una de ellas, incluso tienen la misma águila las dos, las mismas iniciales en el interior». No sé si Françoise notaba el daño que me hacía, pero empezó a esbozar una sonrisa, que ya no desapareció de sus labios. «¿Cómo que la misma águila? Está usted loca. En la que no tiene rubí hay un águila, en efecto, pero lo cincelado en la otra es como una cabeza de hombre». «¿Una cabeza de hombre? ¿Dónde ha visto eso el señor? Incluso con mis lentes tan sólo, he visto en seguida que era una de las alas del águila; coja el señor su lupa y verá la otra ala al otro lado, la cabeza y el pico en el medio. Se ve cada una de las plumas. ¡Ah, es un trabajo precioso!». El ansioso deseo de saber si Albertine me había mentido me hizo olvidar que debería haber conservado alguna dignidad delante de Françoise y denegarle el maligno placer que le daba —si no de torturarme— al menos de perjudicar a mi amiga. Yo jadeaba, mientras Françoise iba a buscar mi lupa, la cogí, pedí a Françoise que me mostrara el águila en la sortija del rubí, no le costó hacerme reconocer las alas, estilizadas del mismo modo que en la otra sortija, el relieve de cada una de las plumas, la cabeza. Me indicó también inscripciones semejantes, a las que se sumaban —cierto es— otras en la sortija del rubí, y dentro de las dos la inicial de Albertine. «Pero me extraña que el señor haya necesitado todo eso para ver que se trataba de la misma sortija», me dijo Françoise. «Aun sin mirarlas de cerca, se nota perfectamente la misma factura, la misma forma de trabajar el oro. Nada más verlas, habría yo jurado que tienen la misma procedencia. Se reconoce como los guisos de una buena cocinera». Y, en efecto, a su curiosidad de sirviente avivada por el odio y habituada a advertir detalles con una precisión espantosa, se había sumado, para ayudarla en aquella pericia, el gusto que tenía, el mismo gusto, en efecto, que mostraba en la cocina y que tal vez avivara, como había notado yo al partir para Balbec en su forma de vestirse, su coquetería de mujer que ha sido hermosa, que ha mirado las joyas y el vestuario de otros. Si me hubiera equivocado de caja de medicamento y, en lugar de tomar unos sellos de veronal un día en que sentía que había bebido demasiadas tazas de té, hubiese tomado otros tantos sellos de cafeína, mi corazón no habría latido tan violentamente. Pedí a Françoise que saliera del cuarto. Me habría gustado ver a Albertine inmediatamente. Al horror de su mentira, a los celos del desconocido, se sumaba el dolor por que se hubiera dejado ofrecer, así, regalos. Yo le hacía más, cierto es, pero una mujer a la que mantenemos no nos parece una mantenida, mientras no sabemos que lo es por otros, y, sin embargo, como yo no había cesado de gastar para ella tanto dinero, la había aceptado, pese a esa bajeza moral, que yo había mantenido en ella y tal vez la hubiera aumentado y creado tal vez. Además, como tenemos el don de inventar cuentos —como, cuando nos morimos de hambre, llegamos a convencernos de que un desconocido va a dejarnos una fortuna de cien millones— para acunar nuestro dolor, imaginé a Albertine en mis brazos, mientras me explicaba en dos palabras que por el parecido de la fabricación había comprado la otra sortija y había sido ella quien había encargado que pusieran sus iniciales, pero esa explicación seguía siendo frágil, aún no había tenido tiempo de hundir en mi ser sus raíces benéficas y no se podía calmar mi dolor tan deprisa y pensé que tantos hombres que hablan a los demás de la bondad de su amante sufren torturas semejantes. Así mienten a los demás y a sí mismos. No mienten del todo; pasan con esa mujer horas en verdad dulces, pero, ¡piénsese en todas las horas desconocidas —tras esa bondad que tienen con ellos delante de sus amigos y que les permite glorificarse y tras la que tienen a solas con sus amantes y que les permite bendecirlos— en las que el amante ha sufrido, ha dudado, ha hecho por doquier investigaciones inútiles para averiguar la verdad! A semejantes sufrimientos va unida la dulzura del amor, del encantamiento con las palabras más insignificantes de una mujer, que como tales reconocemos, pero las perfumamos con su olor. En aquel momento, yo ya no podía deleitarme respirando con el recuerdo de Albertine. Abrumado, con las dos sortijas en la mano, miraba aquella águila despiadada, cuyo pico me atenazaba el corazón, cuyas alas con plumas en relieve se habían llevado la confianza que seguía profesando a mi amiga y bajo cuyas garras mi afligido pensamiento no podía escapar ni un instante a las preguntas formuladas sin cesar sobre aquel desconocido cuyo nombre simbolizaba seguramente aquella águila sin dejarme leerlo y al que seguramente había amado en otro tiempo y seguramente ella había vuelto a ver no hacía mucho, pues el día, tan dulce, tan familiar, del paseo juntos por el Bois, había sido el primero en que había visto yo la segunda sortija, aquella en la que el águila parecía hundir el pico en la capa de sangre clara del rubí.
Por lo demás, si bien, de la mañana a la noche, no cesaba yo de sufrir por la marcha de Albertine, no por ello pensaba sólo en ella. Por una parte, como su encanto había ido extendiéndose poco a poco a objetos que acababan estando muy alejados, pero no por ello estaban menos electrizados por la misma emoción que me infundía ella, si algo me hacía pensar en Incarville o en los Verdurin o en un nuevo papel para Léa, me asaltaba una corriente de sufrimiento. Por otra parte, lo que yo mismo llamaba pensar en Albertine era pensar en la forma de hacerla volver, de reunirme con ella, de saber lo que hacía. De modo, que, si, durante aquellas horas de incesante martirio, un gráfico hubiera podido representar las imágenes que acompañaban mi sufrimiento, se habrían visto las de la estación de Orsay, de los billetes de banco ofrecidos a la Sra. Bontemps, de Saint-Loup inclinado sobre el pupitre de una oficina de telégrafos, en el que rellenaba una fórmula de telegrama para mí, pero nunca la de Albertine. Así como en todo el transcurso de nuestra vida nuestro egoísmo ve todo el tiempo ante sí los objetivos preciosos para nuestro yo, pero nunca mira ese yo mismo que no cesa de contemplarlos, así también el deseo que dirige nuestros actos desciende hacia ellos, pero no remonta hasta sí mismo, ya sea porque, por ser demasiado utilitario, se precipite a la acción y desdeñe el conocimiento, porque busquemos el futuro para corregir las decepciones del presente o porque la pereza mental lo incite a deslizarse por la cómoda pendiente de la imaginación, en lugar de remontar la abrupta pendiente de la introspección. En realidad, en esas horas de crisis en las que nos jugaríamos toda nuestra vida, a medida que la persona de la que ésta depende revela mejor la inmensidad del lugar que ocupa para nosotros, al no dejar nada en el mundo que no resulte trastocado por ella, su imagen decrece proporcionalmente hasta dejar de resultar perceptible. En todas las cosas encontramos el efecto de su presencia por la emoción que sentimos; a ella misma, la causa, no la encontramos en parte alguna. Durante aquellos días estuve tan incapacitado para imaginarme a Albertine, que casi habría podido creer que no la amaba, como mi madre —en los momentos de desesperación en que no podía imaginarse nunca a mi abuela (salvo una vez en el encuentro fortuito de un sueño cuyo valor advirtió hasta tal punto, pese a estar dormida, que se esforzó, con las fuerzas que le quedaban en el sueño, por hacerlo durar)— habría podido acusarse —y así lo hacía, en efecto— de no añorar a su madre, cuya muerte la mataba, pero cuyas facciones eludían su recuerdo.
¿Por qué había yo de creer que no gustaban las mujeres a Albertine? Porque había dicho, sobre todo en los últimos tiempos, que no le gustaban, pero, ¿acaso no descansaba nuestra vida en una mentira perpetua? Nunca, ni una sola vez, me había dicho: «¿Por qué no puedo salir libremente? ¿Por qué preguntas a otros por lo que hago?». Pero era, en efecto, una vida demasiado singular para que no me lo hubiese preguntado, si no hubiera entendido por qué. ¿Y acaso no era comprensible que a mi silencio sobre las causas de su enclaustramiento correspondiese por su parte un mismo y constante silencio sobre sus perpetuos deseos, sus innumerables recuerdos, sus innumerables deseos y esperanzas? Françoise parecía saber que yo mentía cuando aludía al próximo regreso de Albertine y su creencia parecía basada en un poco más que en esa verdad que solía guiar a nuestra sirviente: la de que no gusta a los señores verse humillados delante de sus servidores, por lo que de la realidad sólo les dan a conocer lo que no se aleja demasiado de una ficción lisonjera, apropiada para mantener el respeto. Aquella vez, la creencia de Françoise parecía basada en otra cosa, como si ella misma hubiera despertado y mantenido la desconfianza en el corazón de Albertine, que hubiese excitado al máximo su cólera, en una palabra, la hubiera llevado hasta el extremo en que hubiese podido predecir como inevitable su marcha. Si era cierto, mi versión de una marcha momentánea, conocida y aprobada por mí, había de inspirar por fuerza incredulidad a Françoise, pero la idea que tenía del carácter interesado de Albertine, la exageración con la que, con su odio, magnificaba el «provecho» que Albertine obtenía supuestamente de mí, podían dar al traste con su certidumbre. Por eso, cuando yo aludía delante de ella —como a una cosa totalmente natural— al próximo regreso de Albertine, Françoise me miraba a la cara (del mismo modo que, cuando el jefe de comedor, para molestarla, le leía, cambiando las palabras, una noticia política —por ejemplo, el próximo cierre de las iglesias y la deportación de los curas— que ella se negaba a creer, Françoise, incluso desde el extremo de la cocina y sin poder leer, miraba instintiva y ávidamente el periódico), como si hubiera podido ver si estaba escrito de verdad, si no estaría yo inventándomelo.
Pero, cuando Françoise vio que, después de haber escrito una carta larga, ponía la dirección de la Sra. Bontemps, aumentó su espanto, hasta entonces tan vago, de que Albertine volviera. Cuando una mañana hubo de entregarme con el correo una carta en cuyo sobre había reconocido la escritura de Albertine, a aquel espanto se sumó una auténtica consternación. Se preguntaba si la marcha de Albertine no habría sido una simple comedia, suposición que la afligía doblemente, como si asegurara definitivamente para el futuro la vida de Albertine en la casa y como si constituyese para mí —es decir, como señor de Françoise que era— y para ella misma la humillación de haber sido engañado por Albertine. Por impaciente que estuviese yo por leer la carta de ésta, no pude por menos de contemplar por un instante los ojos de Françoise, de los que habían desaparecido todas las esperanzas, al inducir de aquel presagio la inminencia del regreso de Albertine, así como un aficionado a los deportes de invierno concluye con alegría que el frío está próximo, al ver la marcha de las golondrinas. Por fin, Françoise se marchó y, cuando me hube asegurado de que había vuelto a cerrar la puerta, abrí sin hacer ruido, para no parecer ansioso, la carta, que decía así:
Amigo mío, gracias por todas las cosas agradables que me dices, estoy a tus órdenes para anular el encargo del Rolls, si crees que puedo hacerlo y así lo creo yo. Basta con que me escribas el nombre de tu concesionario. Tú te dejarías engatusar por esa gente, que a lo único que aspira es a vender, ¿y qué harías con un auto, tú, que no sales nunca? Me ha emocionado mucho que hayas conservado un buen recuerdo de nuestro último paseo. Puedes estar seguro de que, por mi parte, no olvidaré aquel paseo dos veces crepuscular (puesto que se acercaba la noche e íbamos a separarnos) y que sólo se borrará de mi alma con la noche cerrada.
Comprendí perfectamente que esta última era una simple frase y que Albertine no habría podido conservar hasta su muerte un recuerdo tan dulce de aquel paseo, que, desde luego, ella no había disfrutado en modo alguno, puesto que estaba impaciente por abandonarme, pero también admiré lo dotada que estaba la ciclista, la golfista, de Balbec, quien, antes de conocerme, sólo había leído Esther, y cuán acertado había estado yo al considerar que en mi casa se había enriquecido con nuevas cualidades que la hacían diferente y más completa. Y así la frase que yo le había dicho, sin creerla y tan sólo para que considerara beneficioso verme y superar el aburrimiento que podía causarle, en Balbec: «Creo que mi amistad te será preciosa, que soy precisamente la persona que podría aportarte lo que te falta» —en una fotografía le había yo escrito esta dedicatoria: Con la certeza de ser providencial— que había dicho había resultado ser cierta también, como, en resumidas cuentas, cuando le había dicho que no quería verla por miedo a enamorarme de ella. Lo había dicho porque sabía, al contrario, que con la frecuentación constante mi amor se apagaba y la separación lo exaltaba, pero, en realidad, la frecuentación constante había engendrado una necesidad de ella infinitamente más fuerte que el amor de los primeros tiempos en Balbec.
Pero, en resumidas cuentas, la carta de Albertine no adelantaba nada la situación. Sólo me hablaba de escribir al concesionario. Había que salir de aquella situación, precipitar los acontecimientos y se me ocurrió la idea siguiente. Mandé llevar inmediatamente una carta a Andrée, en la que le decía que Albertine estaba en casa de su tía y me sentía muy solo, que, si venía a instalarse en mi casa unos días, me daría un placer inmenso y, como no quería andarme con secretos, le rogaba que se lo avisara a Albertine y al mismo tiempo escribí a Albertine, como si no hubiera recibido aún su carta:
Amiga mía, perdóname lo que entenderás perfectamente: detesto tanto los secretos, que he querido que tanto ella como yo te avisáramos. Tras haberte tenido tan agradablemente en mi casa, me he habituado a no estar solo. Puesto que hemos decidido que tú no volvieras, he pensado que la persona que mejor te substituiría, porque gracias a ella el cambio sería mínimo, la que me recordaría más a ti, sería Andrée y le he pedido que venga. Para que todo eso no parezca demasiado brusco, le he hablado sólo de unos días, pero, dicho sea entre nosotros, creo que esta vez es para siempre. ¿Te parece acertada mi decisión? Como sabes, vuestro grupito de muchachas de Balbec siempre ha sido la célula social que ha ejercido en mí el mayor prestigio, al que tuve la máxima fortuna de poder sumarme un día. Seguramente se nota aún la influencia de dicho prestigio. Puesto que la fatalidad de nuestros caracteres y la desventura de la vida han querido que mi amada Albertine no pudiera ser mi mujer, creo que tendré, de todos modos, una mujer —menos encantadora que ella, pero a la que un carácter más compatible tal vez permita ser más feliz conmigo— en Andrée.
Pero, después de haber enviado aquella carta, me vino de repente la sospecha de que, cuando Albertine me había escrito: Habría tenido mucho gusto en volver, si me lo hubieras escrito directamente, lo había hecho sólo porque yo no se lo había escrito directamente y, si lo hubiera yo hecho, no habría vuelto, de todos modos, y de que se alegraría de saber que Andrée viviría en mi casa y después sería mi mujer, con tal de que ella, Albertine, fuera libre, puesto que ahora, desde hacía ya ocho días, podía —tras destruir las precauciones que yo había tomado durante más de seis meses en París— entregarse a sus vicios y hacer lo que, minuto a minuto, había yo impedido. Yo me decía que probablemente hiciera un mal uso, allí, de su libertad y, desde luego, aquella idea me entristecía, pero no dejaba de ser general, no me mostraba nada particular, y, por el número indefinido de amantes posibles que me hacía suponer, al no dejarme detenerme en ninguna, arrastraba mi mente, en cierto modo, a un movimiento perpetuo no exento de dolor, pero que por falta de imagen concreta resultaba soportable. Ahora bien, dejó de serlo y se volvió atroz cuando llegó Saint-Loup. Antes de decir por qué me volvieron tan desdichado las palabras que éste me dijo, debo relatar un incidente que se sitúa inmediatamente antes de su visita y cuyo recuerdo tanto me trastornó después, que debilitó, si no la penosa impresión que me produjo la conversación con Saint-Loup, al menos su alcance práctico. Aquel incidente consistió en lo siguiente. Ardiendo de impaciencia por ver a Saint-Loup, estaba yo esperándolo en la escalera (cosa que no habría podido hacer, si mi madre hubiese estado en ella, pues era lo que más detestaba en el mundo, después de «hablar por la ventana»), cuando oí las siguientes palabras: «¡Cómo! ¿No sabe usted librarse de alguien que le desagrada? No es difícil. Basta, por ejemplo, con que esconda usted las cosas que debe llevar; entonces, en el momento en que los señores tienen prisa, lo llaman, no las encuentra, pierde la cabeza; mi tía le dirá a usted, furiosa con él: “Pero, ¿qué está haciendo?”. Cuando llegue, con retraso, todo el mundo estará furioso y no habrá llevado lo que debía. Al cabo de cuatro o cinco veces, puede usted estar seguro de que lo despedirán, sobre todo si procura usted ensuciar a escondidas lo que debe traer limpio, y mil otros trucos así». Me quedé mudo de estupefacción, pues la voz que había pronunciado aquellas maquiavélicas y crueles palabras era la de Saint-Loup. Ahora bien, yo lo había considerado siempre una persona tan buena, tan compasiva con los desdichados, que me causaba el mismo efecto que si estuviera interpretando el papel de Satán, pero no podía ser que hablara en su nombre. «Pero todo el mundo tiene que ganarse la vida», dijo su interlocutor, que, como vi entonces, era un lacayo de la duquesa de Guermantes. «¿Y a usted qué le importa, si así lo beneficiará?», respondió, con mala intención, Saint-Loup. «Tendrá usted, además, el placer de disponer de una víctima. Puede usted muy bien volcar tinteros en su librea en el momento en que venga a servir una gran cena, en una palabra, no dejarle ni un minuto de descanso, para que acabe prefiriendo marcharse. Por lo demás, yo le echaré una mano, diré a mi tía que admiro la paciencia de usted, al servir con un zafio y descuidado semejante». Aparecí y Saint-Loup se dirigió hacia mí, pero mi confianza en él había quedado quebrantada desde que acababa de oírle decir cosas tan diferentes de aquellas a las que estaba habituado en él y me pregunté si alguien capaz de actuar tan cruelmente para con un desdichado no habría desempeñado el papel de traidor para conmigo, en su misión ante la Sra. Bontemps. Aquella reflexión sirvió sobre todo para no hacerme considerar su fracaso como una prueba de que yo no podía conseguir lo que me proponía, una vez que me hubiera dejado, pero, mientras estuvo junto a mí, yo pensaba en el Saint-Loup de otro tiempo y sobre todo en el amigo que acababa de separarse de la Sra. Bontemps. Primero me dijo: «Crees que debería haberte telefoneado más, pero siempre me decían que estabas ocupado». Pero, cuando mi sufrimiento se volvió insoportable, fue cuando me dijo: «Por comenzar por donde me había quedado en mi último telegrama: después de haber pasado por una cochera, entré en la casa y, al final de un largo pasillo, me introdujeron en un salón». Al oír aquellas palabras de «cochera», «pasillo», «salón», y antes incluso de que hubiera acabado de pronunciarlas, el corazón me dio un vuelco con mayor rapidez que una corriente eléctrica, pues la fuerza que da más veces la vuelta a la Tierra en un segundo no es la electricidad, sino el dolor. ¡Cómo repetí, renovando el sobresalto con gusto, aquellas palabras de «cochera», «pasillo», «salón», cuando Saint-Loup se hubo marchado! En una cochera se puede uno esconder con una amiga y a saber lo que haría Albertine en aquel salón, cuando su tía no estuviese. Pero, bueno, ¿es que me había imaginado, entonces, la casa en la que vivía Albertine como carente de cochera y de salón? No, en modo alguno me la había imaginado sino simplemente como un lugar impreciso. Había yo sufrido una primera vez cuando se había individualizado geográficamente el lugar en el que estaba, cuando me había enterado de que, en lugar de estar en dos o tres lugares posibles, estaba en Turena; aquellas palabras de su portera habían marcado mi corazón como en un mapa el lugar en el que se debía sufrir por fin, pero, una vez habituado a la idea de que estaba en una casa de Turena, no había yo visto la casa; nunca me había venido a la imaginación aquella atroz idea de salón, cochera, pasillo, que ahora me parecía —teniendo ante mí la retina de Saint-Loup— que los había visto, aquellos lugares por los que Albertine iba, pasaba, vivía, aquellos lugares en particular y no una infinidad de lugares posibles que se habían destruido unos a otros. Con las palabras de «cochera», «pasillo», «salón», comprendí la locura que había sido por mi parte haber dejado a Albertine ocho días en aquel lugar maldito cuya existencia (y no la simple posibilidad) acababa de revelárseme. Cuando Saint-Loup me dijo también que en aquel salón había oído cantar a voz en grito en un cuarto contiguo y que era Albertine quien cantaba, comprendí con desesperación que, tras haberse librado por fin de mí, ¡estaba feliz! Había reconquistado su libertad. ¡Y yo que pensaba que iba a venir a ocupar el lugar de Andrée! Mi dolor se volvió cólera contra Saint-Loup. «Pero, ¡si eso es lo que te había pedido que evitaras! ¡Que ella se enterase de que ibas!». «¿Es que te crees que era fácil? Me habían asegurado que no estaba allí. ¡Oh, sé de sobra que no estás contento de mí! Lo noté perfectamente en tus telegramas, pero no eres justo: hice lo que pude». Suelta de nuevo, tras haber abandonado la jaula en la que permanecía en mi casa días enteros sin que yo la mandara llamar a mi habitación, Albertine había recuperado para mí todo su valor, había vuelto a ser aquella a la que todo el mundo seguía, el ave maravillosa de los primeros días. «En fin, resumamos. En cuanto a lo del dinero, no sé qué decirte, la mujer con quien hablé me pareció tan delicada, que temí ofenderla. Ahora bien, cuando le hablé del dinero, no me puso objeción. Incluso me dijo, un poco después, que estaba emocionada al ver que nos entendíamos tan bien. Sin embargo, todo lo que dijo a continuación era tan delicado, tan elevado, que me parecía imposible que hubiera dicho en relación con el dinero que le ofrecí: “Nos entendemos muy bien”, pues en el fondo lo que yo estaba haciendo era grosero». «Pero tal vez no entendiese, tal vez no lo oyera, deberías habérselo repetido, pues eso es con toda seguridad lo que habría dado el resultado perfecto». «Pero, ¡cómo quieres que no lo oyera! Se lo dije como te estoy hablando a ti: no es sorda ni está loca». «¿Y no hizo ningún comentario?». «Ninguno». «Deberías habérselo repetido una vez». «¿Cómo iba a repetírselo? En cuanto vi, nada más entrar, la expresión que tenía, pensé que te habías equivocado, que me habías hecho tirarme una plancha y resultaba terriblemente difícil ofrecerle ese dinero así. Con todo, lo hice, para obedecerte, convencido de que mandaría ponerme de patitas en la calle». «Pero no lo hizo. Por tanto, o no te había oído y había que volver a empezar o podías continuar comentándolo». «Dices: “No te había oído”, porque estás aquí, pero te repito que, si hubieras asistido a la conversación, habrías visto que no había ningún ruido, lo dije bien alto, no es posible que no comprendiese». «Pero, en fin, está convencida, ¿verdad?, de que yo quería casarme con su sobrina». «No, sobre eso, si quieres saber mi opinión, ella no creía que tuvieras la menor intención de hacerlo. Me dijo que tú mismo habías dicho a su sobrina que querías dejarla. No sé siquiera si ahora está de verdad convencida de que quieres casarte con ella». Aquello me tranquilizaba un poco, al mostrarme menos humillado y, por tanto, más proclive a ser amado, más libre para hacer una gestión decisiva. Sin embargo, me sentía atormentado. «Me siento mal, porque veo que no estás contento». «Sí, sí. Estoy emocionado, agradecido por tu amabilidad, pero me parece que habrías podido...». «Hice todo lo que pude. Otro no habría podido hacer más ni lo mismo siquiera. Prueba con otro». «No, no, al contrario, si lo hubiese sabido, no te habría mandado, pero el fracaso de tu gestión me impide hacer otra». Le hice reproches: había intentado hacerme un favor y no lo había conseguido. Al marcharse, Saint-Loup se había cruzado con unas muchachas que entraban. Yo ya había supuesto con frecuencia que Albertine conocía a algunas muchachas por allí, pero era la primera vez que sentía la tortura al respecto. No podemos por menos de creer que la naturaleza ha dado a nuestra inteligencia la facultad de segregar un antídoto natural que aniquila las suposiciones que hacemos a la vez sin tregua y sin peligro, pero nada me inmunizaba contra aquellas muchachas que Saint-Loup había visto. Ahora bien, ¿acaso no eran todos aquellos detalles lo que yo había intentado precisamente obtener sobre Albertine por mediación de todos? ¿Acaso no había sido yo quien, para conocerlos con mayor precisión, había pedido a Saint-Loup, llamado por su coronel, que pasara a toda costa por mi casa? ¿Acaso no era yo, entonces, quien los había deseado, o, mejor dicho, mi dolor hambriento, ávido de crecer y alimentarse con ellos? Por último, Saint-Loup me había dicho que había tenido la agradable sorpresa de encontrarse muy cerca de allí —única figura conocida y que le había recordado el pasado— a una antigua amiga de Rachel, una hermosa actriz que pasaba las vacaciones cerca de allí, y su nombre bastó para que yo pensase: «Tal vez sea con ésa»; bastaba para que viera a Albertine sonriente y roja de placer en los brazos mismos de una mujer a la que no conocía. Y, en el fondo, ¿por qué no había de ser así? ¿Acaso había dejado yo de pensar en otras mujeres desde que conocía a Albertine? La noche en que había estado yo por primera vez en casa de la princesa de Guermantes, cuando había entrado, ¿acaso no había sido mucho más pensando en esta última que en la joven de la que Saint-Loup me había hablado y que iba a las casas de citas y en la doncella de la Sra. Putbus? ¿Acaso no había regresado yo a Balbec por esta última? Más recientemente, había deseado ir a Venecia: ¿por qué no había de desear Albertine ir a Turena? Sólo, que, en el fondo, ahora lo comprendía, no la habría dejado, no habría ido a Venecia. Incluso en el fondo de mí mismo, al tiempo que decía: «Pronto la dejaré», sabía que no lo haría, como también sabía que ya no me pondría a trabajar ni a llevar una vida higiénica: en una palabra, todo lo que todas las noches me prometía para el día siguiente. Sólo, que, creyera lo que creyese en el fondo, me había parecido más hábil dejarla vivir bajo la amenaza de una perpetua separación y seguramente, gracias a mi detestable habilidad, la había convencido demasiado bien. En todo caso, ahora aquello ya no podía durar así, no podía dejarla en Turena con aquellas muchachas, con aquella actriz; no podía soportar la idea de aquella vida que se me escapaba. Esperaría su respuesta a mi carta: si se comportaba mal —¡ay!— un día más o menos no importaba (y tal vez pensara eso porque —al haber perdido la costumbre de que me contaran cada uno de sus minutos, uno de los cuales en el que hubiera estado libre me habría enloquecido— mis celos no tenían la misma división del tiempo), pero, en cuanto recibiera su respuesta, si no volvía, iría yo a buscarla; la apartaría de grado o por fuerza de sus amigas. Por lo demás, ¿acaso no valía más que fuese yo mismo, tras haber descubierto la maldad, hasta entonces insospechada por mí, de Saint-Loup? ¡A saber si no habría organizado él toda una conspiración para separarme de Albertine! ¿Sería porque había yo cambiado, porque no había podido suponer entonces que unas causas naturales me conducirían un día a aquella situación excepcional? Pero, ¡cómo habría mentido entonces, si le hubiera escrito que, como le decía yo en París, deseaba que no le ocurriese ningún accidente! ¡Ah! Si le hubiera ocurrido, mi vida, en lugar de estar envenenada para siempre por aquellos celos incesantes, habría recuperado al instante, si no la felicidad, al menos la calma mediante la supresión del sufrimiento.
¿La supresión del sufrimiento? ¿Pude creerlo jamás de verdad? ¿Creer que la muerte no hace sino borrar lo que existe y dejar lo demás tal como está, que suprime el dolor en el corazón de aquel para quien la existencia del otro ya no es sino una causa de dolores, que se lleva el dolor y no pone nada en su lugar? ¡La supresión del dolor! Al repasar los sucesos en los periódicos, lamentaba no tener valor para formular el mismo deseo que Swann. Si Albertine hubiera podido ser víctima de un accidente, habría yo tenido —en caso de que hubiese salvado la vida— un pretexto para correr junto a ella y —de haber muerto— habría recuperado, como decía Swann, la libertad para vivir. ¿Me lo creía? Él, aquel hombre tan fino y que creía conocerse bien, lo había creído. ¡Qué poco sabemos lo que abrigamos en el corazón! ¡Cómo habría podido yo, un poco más adelante, si hubiese seguido con vida, hacerle saber que su deseo, además de criminal, era absurdo, que la muerte de aquella a la que amaba no lo habría librado de nada!
Renuncié a todo el orgullo para con Albertine, le envié un telegrama desesperado en el que le pedía que volviese con cualesquiera condiciones, que haría todo lo que ella quisiese, que sólo le pedía poder besarla un minuto tres veces a la semana antes de que se acostara y, si ella hubiese dicho: «Sólo una vez», yo lo habría aceptado. Nunca volvió. Cuando acababa de salir mi telegrama, recibí otro. Era de la Sra. Bontemps. El mundo no está creado de una vez por todas para cada uno de nosotros. A lo largo de la vida, se le suman cosas que no sospechábamos. ¡Ah! No fue la supresión del sufrimiento lo que me infundieron las dos primeras líneas del telegrama: «POBRE AMIGO MÍO, NUESTRA QUERIDA ALBERTINE HA DEJADO DE EXISTIR. PERDÓNEME QUE LE CUENTE ESTA ATROCIDAD, A USTED, QUE TANTO LA QUERÍA. SU CABALLO LA ARROJÓ CONTRA UN ÁRBOL DURANTE UN PASEO. PESE A NUESTROS ESFUERZOS, NO PUDIMOS REANIMARLA. ¡OJALÁ HUBIERA YO MUERTO EN SU LUGAR!». No, no la supresión del sufrimiento, sino un sufrimiento desconocido, el de enterarme de que nunca volvería, pero, ¿acaso no había yo pensado varias veces que tal vez no volviera? Lo había pensado, en efecto, pero ahora me daba cuenta de que por un instante no lo había creído. Como necesitaba su presencia, sus besos, para soportar el daño que me causaban mis sospechas, había adquirido la costumbre, después de la época de Balbec, de estar siempre con ella. Incluso cuando había salido, cuando estaba yo solo, seguía besándola. Había seguido así desde que ella se había ido a Turena. Yo necesitaba menos su fidelidad que su regreso y, si bien a veces mi razón podía ponerlo en duda impunemente, mi imaginación no cesaba ni un instante de representármelo. Instintivamente, me pasé la mano por el cuello, por los labios, que se veían besados por ella desde que se había marchado y no volverían a verse así nunca más; pasé la mano por ellos, como mi madre me había acariciado a la muerte de mi abuela, al tiempo que me decía: «Pobrecito mío, tu abuela, que tanto te quería, no volverá a besarte». Sentí que se me había arrancado del corazón toda mi vida futura. ¿Mi vida futura? ¿Acaso no había pensado a veces en vivirla sin Albertine? ¡Qué va! Entonces, ¿le había consagrado desde hacía mucho todos los minutos de mi vida hasta la muerte? ¡Pues claro! Aquel futuro indisoluble de ella no había sabido yo verlo, pero, ahora que acababa de quedar despegado, sentía yo el lugar que ocupaba en mi corazón abierto. Françoise, que aún no sabía nada, entró en mi habitación; con expresión furiosa, le grité: «¿Qué pasa?». Entonces (a veces hay palabras que ponen una realidad diferente en el mismo lugar que aquella que está junto a nosotros, nos aturden tanto como un vértigo) me dijo: «No necesita el señor parecer enfadado. Al contrario, se va a alegrar mucho. Son dos cartas de la señorita Albertine». Más adelante pensé que debí de poner los ojos de quien ha perdido el equilibrio mental. No me sentí siquiera contento ni incrédulo. Me sentía como quien ve el mismo lugar de su habitación ocupado por un sofá y por una gruta. Al no parecerle real ya nada, cae al suelo. Albertine había escrito las dos cartas poco antes del paseo en el que había muerto. La primera decía:
Amigo mío, te agradezco la prueba de confianza que me das al comunicarme tu intención de hacer que Andrée vaya a tu casa. Estoy segura de que aceptará con alegría y creo que será una gran felicidad para ella. Con sus grandes dotes, sabrá aprovechar la compañía de un hombre como tú y la admirable influencia que sabes ejercer en las personas. Creo que esa idea tuya puede ser beneficiosa tanto para ella como para ti. Por eso, si ella pusiera la menor dificultad (cosa que no creo), telegrafíame: yo me encargo de convencerla.
La segunda carta estaba fechada un día después. En realidad, debía de haber escrito las dos pocos instantes después una de la otra, tal vez juntas, y haber antedatado la primera, pues yo había estado imaginando todo el tiempo absurdas intenciones por su parte, que habían sido exclusivamente las de volver junto a mí y que alguien desinteresado —un hombre sin imaginación, el negociador de un tratado de paz, el comerciante que examina una transacción— habría juzgado mejor que yo. Sólo contenía estas palabras:
¿Sería demasiado tarde para que yo vuelva junto a ti? Si aún no has escrito a Andrée, ¿consentirías en volver a aceptarme? Me inclinaré ante tu decisión, te suplico que no tardes en dármela a conocer, puedes imaginarte la impaciencia con la que la espero. Si es la de que vuelva, cogeré el tren inmediatamente. Con todo mi corazón, Albertine.
Para que la muerte de Albertine hubiera podido suprimir mis sufrimientos, habría sido necesario que el choque la hubiera matado no sólo en Turena, sino también dentro de mí. Nunca había estado más viva ahí. Para entrar en nosotros, una persona se ha visto obligada a adoptar la forma, a doblegarse al marco del tiempo; al aparecérsenos exclusivamente en minutos sucesivos, nunca ha podido entregarnos de ella sino un solo aspecto a la vez, ofrecernos una sola fotografía suya. Gran debilidad seguramente para una persona, la de consistir en una simple colección de momentos; gran fuerza también; corresponde a la memoria y la memoria de un momento no es informada de todo lo que ha ocurrido en adelante; el momento que ha registrado sigue durando, sigue viviendo y con él la persona que en él se perfilaba. Y, además es que esa parcelación no sólo hace vivir a la muerta, sino que la multiplica. Para consolarme, no debería haber olvidado a una, sino a innumerables Albertines. Cuando había logrado soportar la pena de haber perdido a ésta, había que volver a empezar con otra, con otras cien.
Entonces mi vida cambió enteramente. Lo que había constituido —y no por Albertine, sino paralelamente a ella, cuando estaba yo solo— su dulzura era precisamente el perpetuo renacimiento de momentos antiguos, evocado por momentos idénticos. El sonido de la lluvia me devolvía el olor de las lilas de Combray; la movilidad del sol en el balcón, las palomas de los Campos Elíseos; el ensordecimiento de los ruidos con el calor de la mañana, el frescor de las cerezas; el sonido del viento y el regreso de la Semana Santa, el deseo de Bretaña o de Venecia. Llegaba el verano, se alargaban los días, hacía calor. Era el momento en que muy de mañana alumnos y profesores van a los parques públicos a preparar los últimos exámenes bajo los árboles, para recoger la única gota de frescor que deja caer un cielo menos encendido que con el ardor del día, pero ya tan estérilmente puro. Desde mi obscura alcoba, con un poder de evocación igual al de otro tiempo, pero que ya sólo me infundía tristeza, sentía que fuera, con la pesadez del aire, el sol declinante ponía en la verticalidad de las casas, de las iglesias, un enlucido leonado y, si Françoise, al volver, movía sin querer los pliegues de las grandes cortinas, yo contenía un grito por el desgarramiento que acababa de producirme aquel rayo de sol antiguo que me había embellecido la fachada nueva de Bricquevielle l’Orgueilleuse, cuando Albertine me había dicho: «Está restaurada». No sabiendo cómo explicar mi suspiro a Françoise, yo le decía: «¡Ah! Tengo sed». Ella salía y regresaba, pero yo apartaba la vista violentamente, bajo la dolorosa descarga de uno de los mil recuerdos invisibles que en todo momento estallaban a mi alrededor en la sombra: acababa de ver que había traído sidra y cerezas, aquella sidra y aquellas cerezas que un mozo de granja nos había traído en el coche, en Balbec, especies bajo las cuales habría yo comulgado perfectamente, en tiempos, con el arco iris de los comedores obscuros en los días ardientes. Entonces pensé por primera vez en la granja de Ecorres y me dije que ciertos días en que Albertine me decía en Balbec que no era libre, que estaba obligada a salir con su tía, tal vez estuviese con alguna de sus amigas en una granja en la que sabía que yo no la encontraría y que, mientras —por si acaso— yo me entretenía en Marie Antoinette, donde me habían dicho: «Hoy no la hemos visto», tal vez usara con su amiga las mismas palabras que conmigo, cuando salíamos: «No se le ocurrirá buscarnos aquí y así no nos molestará». Yo decía a Françoise que volviera a cerrar las cortinas para dejar de ver aquel rayo de sol, pero éste seguía filtrándose, tan corrosivo, en mi memoria. «No me gusta, está restaurada, pero mañana iremos a Saint-Martin-le-Vêtu, pasado mañana a...». Mañana, pasado mañana, era un futuro de vida en común —tal vez para siempre— que comienza; mi corazón se lanzaba hacia él, pero ya no estaba ahí: Albertine estaba muerta.
Pregunté la hora a Françoise: las seis. Por fin, gracias a Dios, iba a desaparecer aquel pesado calor del que en tiempos me quejaba ante Albertine y que tanto nos gustaba. El día tocaba a su fin, pero, ¿qué ganaba yo con ello? Se alzaba el frescor del anochecer, era la puesta de sol; en mi memoria, al cabo de un camino por el que nos internábamos juntos para regresar, divisaba yo, más allá del último pueblo, algo así como una estación distante, inaccesible, para la noche misma en que nos detendríamos en Balbec, siempre juntos; juntos entonces, ahora había que detenerse en seco ante aquel mismo abismo: ella estaba muerta. Ya no bastaba con echar las cortinas, yo intentaba cerrar los ojos y tapar los oídos de mi memoria, para no volver a ver aquella faja anaranjada del ocaso, para no oír aquellos pájaros invisibles que se respondían de un árbol a otro a cada lado de mí, a quien entonces abrazaba tan tiernamente la que ahora estaba muerta. Intentaba eludir las sensaciones que da la humedad de las hojas por la noche y la subida y la bajada por los caminos a lomos de asno, pero ya habían hecho presa en mí, me habían llevado bastante lejos del momento actual para que tuviera toda la distancia, todo el impulso necesarios para golpearme de nuevo, la idea de que Albertine estaba muerta. ¡Ah! Nunca volvería yo a entrar en un bosque, no volvería a pasearme entre árboles, pero, ¿me resultarían menos crueles las grandes llanuras? ¡Cuántas veces había yo cruzado, para ir a buscar a Albertine, la gran llanura de Cricqueville! ¡Cuántas veces la había recorrido, al regreso con ella, ora con tiempo brumoso en el que la inundación de la niebla nos infundía la ilusión de estar rodeados por un lago inmenso ora en noches límpidas en las que la luz de la luna, al desmaterializar la tierra, al hacerla aparecer a dos pasos celeste —como es— durante el día, sólo a lo lejos, encerraba los campos, los bosques, con el firmamento al que los había asimilado, en el ágata arborizada de un solo azul!
Françoise debía de estar contenta de la muerte de Albertine y he de reconocer que, en virtud de algo así como una conveniencia y un tacto, no simulaba tristeza, pero las leyes no escritas de su antiguo código y su tradición de campesina medieval que llora como en las canciones de gesta eran más antiguas que su odio a Albertine y a Eulalie. Por eso, en uno de aquellos atardeceres, como yo no había ocultado bastante rápidamente mi sufrimiento, advirtió mis lágrimas, gracias a su instinto de antigua campesinita que en tiempos la hacía capturar y hacer sufrir a los animales, experimentar tan sólo alegría al estrangular los pollos y al cocer vivos los bogavantes y, cuando estaba yo enfermo, observar, como las heridas que hubiera infligido a una lechuza, mi mala cara, que a continuación anunciaba con tono fúnebre y como un presagio de desgracia, pero la «etiqueta» de Combray no le permitía tomarse a la ligera las lágrimas, la pena, cosas que consideraba tan funestas como quitarse la chaqueta o comer de mala gana. «¡Oh, no, señor! No debe llorar así, ¡le sentará mal!» .Y, al querer interrumpir mis lágrimas, tenía una expresión tan inquieta como si hubieran sido raudales de sangre. Lamentablemente, yo adopté una expresión fría, que cortó en seco las efusiones que ella esperaba y que, por lo demás, tal vez hubiesen sido sinceras. Para ella, tal vez ocurriese con Albertine lo mismo que con Eulalie y, en vista de que mi amiga ya no podía obtener de mí ningún beneficio, Françoise había dejado de odiarla. Sin embargo, quiso mostrarme que se daba cuenta perfectamente de que yo lloraba y de que, siguiendo tan sólo el funesto ejemplo de los míos, no quería yo «que se viera». «No debe llorar, señor», me dijo, con tono más sosegado aquella vez y más para mostrarme su clarividencia que para manifestarme su piedad, y añadió: «Tenía que ocurrir: era demasiado feliz, la pobre, y no pudo saber hasta qué punto lo era».
¡Cuánto tarda el día en morir en esos desmesurados atardeceres del verano! Un pálido fantasma de la casa de enfrente seguía indefinidamente pintando con acuarela en el cielo su persistente blancura. Por fin se hacía la obscuridad en el piso y yo chocaba con los muebles de la antesala, pero en la puerta de la escalera, en medio de la obscuridad que creía yo total, la parte acristalada estaba translúcida y azul, de un azul de flor, de un azul de ala de insecto, de un azul que me habría parecido hermoso, si no hubiese tenido la sensación de que era un último reflejo, que cortaba como un acero, un golpe supremo que con su incansable crueldad me asestaba aún el día.
Sin embargo, acababa llegando la obscuridad completa, pero entonces bastaba con una estrella vista junto al árbol del patio para recordarme nuestras salidas en coche, después de la cena, por los bosques de Chantepie, tapizados por la luz de la luna, e incluso en las calles aprehendía a veces el respaldo de un banco, recogía la pureza natural de un rayo de luna, en medio de las luces artificiales de París, sobre la cual hacía reinar —al hacer entrar un instante para mi imaginación la ciudad en la naturaleza, con el infinito silencio de los campos evocados— el doloroso recuerdo de los paseos que había dado por ellos con Albertine. ¡Ah! ¿Cuándo acabaría la noche? Pero, con el primer frescor del alba, me estremecía, pues ésta me había traído la dulzura de aquel verano en el que tantas veces nos habíamos hecho compañía de Balbec a Incarville y de Incarville a Balbec hasta el amanecer. Yo ya sólo tenía una esperanza para el futuro —mucho más desgarradora que un temor—: la de olvidar a Albertine. Sabía que la olvidaría un día, como no había dejado de olvidar a Gilberte, a la Sra. de Guermantes y a mi abuela. Y nuestro castigo más justo y más cruel del olvido tan total, apacible, como los de los cementerios, mediante los cuales nos hemos separado de aquellos a los que hemos dejado de querer, es el de vislumbrar ese mismo olvido como inevitable respecto de aquellos a los que aún queremos. A decir verdad, sabemos que es un estado no doloroso, un estado de indiferencia, pero, al no poder concebir a la vez lo que yo era y lo que sería, pensaba con desesperación en todo ese tegumento de caricias, de besos, de sueños amigos, del que pronto debería dejarme despojar para siempre. El impulso de aquellos recuerdos tan tiernos, al ir a romperse contra la idea de que Albertine estaba muerta, me oprimía con el choque de corrientes tan contrapuestas, que no podía permanecer inmóvil; me levantaba, pero de pronto me detenía, consternado; el mismo amanecer que veía en el momento en que acababa de separarme de Albertine, aún radiante y caliente con sus besos, venía a lanzar por encima de las cortinas su hoja, ahora siniestra, cuya blancura fría, implacable y compacta entraba y me asestaba como una cuchillada.
No tardarían en empezar a oírse los ruidos de la calle, que permitirían averiguar —por la escala cualitativa de sus sonoridades— el grado de calor cada vez mayor en el que resonarían. Lo que yo encontraba en aquel calor, que unas horas después se embebería con el olor de las cerezas (como en un remedio al que basta la substitución de una de las partes componentes por otra para volverlo —de eufórico y excitante que era— deprimente), no era ya el deseo de las mujeres, sino la angustia de la partida de Albertine. Por lo demás, el recuerdo de todos mis deseos estaba tan impregnado de ella —y de sufrimiento— como el de los placeres. A aquella Venecia en la que había creído yo que su presencia me resultaría inoportuna (seguramente porque tenía la confusa sensación de que me resultaría necesaria), ahora que Albertine había dejado de existir, prefería no ir. Albertine me había parecido un obstáculo interpuesto entre todas las cosas y yo, porque era para mí su continente y de ella, como de un jarrón, era de quien podía recibirlas. Ahora que dicho jarrón estaba destruido, ya no me sentía con valor para cogerlas, no había ni una de la que no me apartara, abatido, pues prefería no saborearlas. De modo, que mi separación de ella en absoluto abría para mí la esfera de los placeres posibles que había creído cerrada por su presencia. Por lo demás, el obstáculo que tal vez hubiera sido, en efecto, su presencia para mí a la hora de viajar, de gozar de la vida, me había ocultado simplemente, como siempre ocurre, los demás obstáculos, que reaparecían intactos, una vez desaparecido aquél. Así también en otro tiempo, cuando alguna visita amable me impedía trabajar, si el día siguiente me quedaba solo, tampoco trabajaba. Si una enfermedad, un duelo, un caballo desbocado nos hacen ver la muerte de cerca, habremos gozado intensamente de la vida, de la voluptuosidad, de países desconocidos de los que vamos a vernos privados y, una vez pasado el peligro, volvemos a encontrarnos con la misma vida triste en la que nada de todo eso existía para nosotros.
Desde luego, esas noches tan cortas duran poco. Acabaría llegando el invierno, en el que ya no habría de temer el recuerdo de los paseos con ella hasta el alba, demasiado temprano alzada, pero, ¿acaso no me traerían las primeras heladas —conservado en su hielo— el germen de mis primeros deseos, cuando a medianoche mandaba a buscarla, porque me parecía tan larga la espera de su llamada al timbre, que ahora podría esperar eternamente en vano? ¿Acaso no me traerían el germen de mis primeras inquietudes, cuando en dos ocasiones creí que no vendría? En aquella época la veía muy poco, pero incluso aquellos intervalos de entonces entre sus visitas, que la hacían aparecer al cabo de varias semanas, desde una vida desconocida que yo no intentaba poseer, me garantizaban la calma, al impedir a las veleidades sin cesar interrumpidas de mis celos conglomerarse, formar un bloque, en mi corazón. Así como aquellos intervalos habían sido tranquilizadores en aquella época, así también estaban, retrospectivamente, impregnados de sufrimiento desde que lo desconocido que ella hubiera podido hacer durante su duración había dejado de resultarme indiferente y sobre todo ahora que ya no podría esperar nunca más visita alguna de ella; de modo, que aquellas noches de enero en que ella venía —y que, por esa razón, me habían resultado tan dulces— me inspirarían ahora con su áspero cariz una inquietud que entonces no conocía y me traerían el primer germen —pero ahora pernicioso— de mi amor. Y entonces —al pensar en que volvería a ver comenzar ese tiempo frío que, desde la época de Gilberte y mis juegos en los Campos Elíseos, me había parecido siempre tan triste, en que volverían noches parecidas a aquella, nevada, en que había esperado en vano, durante muchas horas, a Albertine— yo, en aquellos momentos, lo que moralmente temía aún más, para mi pena, para mi corazón, como un enfermo que, por su parte, adopta el punto de vista del cuerpo respecto de su pecho, era el regreso del frío intenso y pensaba que lo más duro de pasar sería tal vez el invierno. Para que yo perdiera el recuerdo de Albertine, vinculado como estaba a todas las estaciones, habría tenido que olvidarlas todas, con el riesgo de empezar a conocerlas de nuevo, como un anciano aquejado de apoplejía y que vuelve a aprender a leer; habría tenido que renunciar a todo el universo. Sólo —me decía— una verdadera muerte de mí mismo podría (pero es imposible) consolarme de la suya. No es que yo pensara que la muerte propia sea imposible ni extraordinaria, sino que se consuma todos los días, sin que nos enteremos y, en caso necesario, contra nuestra voluntad, y sufriría la repetición de toda clase de días que no sólo la naturaleza, sino también circunstancias facticias, un orden más convencional, introducen en una estación. Pronto volvería la fecha en que había yo ido a Balbec, el verano anterior, y en que mi amor, que aún no era inseparable de los celos y no se inquietaba por lo que hiciera Albertine durante todo el día, iba a experimentar tantas evoluciones antes de volverse el tan diferente de los últimos tiempos, tan particular, que aquel año final en que había empezado a cambiar y había concluido el destino de Albertine me parecía lleno, diverso, inmenso como un siglo. Después vendría el recuerdo de días más tardíos, pero en años anteriores: los domingos de mal tiempo, en que, sin embargo, todo el mundo había salido, en el vacío de la tarde, en que el sonido del viento y la lluvia me habría invitado en tiempos a hacer de «filósofo bajo los tejados», ¡con qué ansiedad vería acercarse la hora en que Albertine, tan poco esperada, había venido a verme, me había acariciado por primera vez y se había interrumpido cuando Françoise había traído la lámpara, en aquel tiempo dos veces muerto en que era ella la que sentía curiosidad por mí, en que mi cariño por ella podía abrigar legítimamente tanta esperanza! Incluso aquellas noches gloriosas, en una estación más avanzada, en que las oficinas, los pensionados entornados como capillas, bañados por un polvo dorado, dejan coronarse la calle con esas semidiosas que, mientras hablan no lejos de nosotros con sus semejantes, nos infunden la fiebre de penetrar en su existencia mitológica, ya sólo me recordaban la ternura de Albertine, que, junto a mí, me resultaba un impedimento para acercarme a ellas.
Por lo demás, al recuerdo de las horas incluso puramente naturales se sumaría por fuerza el paisaje moral que hace de ellas algo excepcional. Cuando más adelante oyera la corneta del cabrero, con un primer buen tiempo, casi italiano, el mismo día mezclaría sucesivamente con su luz la ansiedad de saber que Albertine estaba en el Trocadero, tal vez con Léa y las otras dos muchachas, y después con la dulzura familiar y doméstica, casi común, de una esposa que entonces me parecía molesta y a la que Françoise iba a traerme a casa de nuevo. Yo había creído que aquel mensaje telefónico de Françoise que me había transmitido el homenaje obediente de Albertine, quien volvía con ella, me enorgullecía, pero me había equivocado. Si me había embriagado, había sido porque me había hecho sentir que aquella a quien yo amaba era mía efectivamente, vivía sólo para mí e incluso a distancia, sin que yo hubiera de ocuparme de ella, me consideraba su esposo y su dueño y volvía cuando yo se lo pedía. Así, aquel mensaje telefónico había sido una partícula de dulzura, procedente de lejos, emitida desde ese barrio del Trocadero, donde resultaba haber para mí veneros de felicidad que dirigían hacia mí moléculas tranquilizadoras, bálsamos calmantes, que devolvían por fin una tan grata libertad espiritual, que ya había podido esperar —mientras me entregaba sin la restricción de una sola inquietud a la música de Wagner— la llegada segura de Albertine, sin fiebre, con una absoluta falta de impaciencia, en la que no había sabido reconocer la felicidad y la causa de aquella felicidad de que ella volviese, me obedeciera y me perteneciese era el amor, no el orgullo. En aquel momento me habría dado completamente igual tener a mis órdenes a cincuenta mujeres que volvieran cuando se lo pidiese con una señal, no de Trocadero, sino de las Indias, pero aquel día, al saber que Albertine, mientras estaba yo solo en mi habitación haciendo música, venía, dócil, hacia mí, yo había respirado —diseminada como una polvareda al sol— una de esas substancias que —así como otras son saludables para el cuerpo— sientan bien al alma. Luego, media hora después, había habido la llegada de Albertine y después el paseo con ella, que yo había creído aburridos, porque iban acompañados para mí de la certidumbre, pero que, gracias a ésta precisamente, habían transcurrido —a partir del momento en que Françoise me había telefoneado que volvía con ella— con una calma dorada en las horas siguientes, las habían vuelto algo así como un segundo día muy diferente del primero, porque tenía un trasfondo moral muy distinto, que hacía de él un día original, que iba a sumarse a la diversidad de los por mí conocidos hasta entonces, un día que nunca habría podido yo imaginar —así como no podríamos imaginar el descanso de un día de verano, si días semejantes no existieran en la serie de los que hemos vivido—, un día del que no podía yo decir que lo recordara, pues a aquella calma se sumaba ahora un sufrimiento que hasta entonces no había sentido, pero mucho más adelante, cuando volví a recorrer en sentido inverso las épocas por las que había pasado antes de amar tanto a Albertine, cuando mi cicatrizado corazón pudo separarse sin sufrimiento de Albertine, ya muerta, cuando pude recordar por fin sin sufrimiento aquel día en que Albertine había ido a hacer recados con Françoise, en lugar de quedarse en el Trocadero, rememoré con placer aquel día como perteneciente a una estación moral que no había yo conocido hasta entonces; lo recordé por fin exactamente, sin sumarle ya sufrimiento y, al contrario, como se recuerdan ciertos días de verano que nos parecieron demasiado calurosos cuando los vivimos y de los que hasta después no extraemos la ley sin aleación de oro fijo e indestructible azul.
De modo, que aquellos años no imponían sólo al recuerdo de Albertine, que los volvía tan dolorosos, los colores sucesivos, las modalidades diferentes, la ceniza de sus estaciones o sus horas —de los atardeceres de junio a las noches de invierno, de las luces de la luna sobre el mar al alba, al volver a casa, de la nieve de París a las hojas muertas de Saint-Cloud—, sino también de la idea particular que yo me hacía sucesivamente de ella, del aspecto físico con el que me la imaginaba, de la frecuencia mayor o menor con que la veía en aquella estación, que a consecuencia de ello resultaba como más dispersa o más compacta, de las ansiedades que había podido causarme con la espera, del deseo que tenía yo en determinado momento de ella, de esperanzas concebidas y después perdidas; todo aquello modificaba el carácter de mi tristeza retrospectiva tanto como las impresiones de luz o de perfumes asociados con ella y completaba cada uno de los años solares que había yo vivido y que, junto con sus primaveras, sus otoños, sus inviernos, eran ya tan tristes por el recuerdo inseparable de ella, al sumarle algo así como un año sentimental en el que las horas no estaban marcadas por la posición del sol, sino por la espera de una cita, en que la duración de los días o los avances de la temperatura se medían por el vuelo de mis esperanzas, los avances de nuestra intimidad, la transformación progresiva de su rostro, los viajes que ella había hecho, la frecuencia y el estilo de las cartas que me había dirigido durante una ausencia, su mayor o menor precipitación para verme al regreso. Por último, si aquellos cambios de tiempo, aquellos días diferentes, me devolvían —cada uno de ellos— otra Albertine, no era sólo por la evocación de los momentos semejantes, pero, como se recordará, siempre, antes incluso de que la amara, cada uno de ellos había hecho de mí un hombre diferente, con otros deseos porque tenía otras percepciones y que, por haber soñado la víspera con tempestades y acantilados exclusivamente, si la luz indiscreta de la primavera había deslizado un olor a rosas en el recinto mal cerrado de su sueño entreabierto, se despertaba a punto de salir para Italia. Incluso en mi amor, ¿acaso el estado cambiante de mi atmósfera moral, la presión modificada de mis creencias, no habían disminuido su visibilidad un día, no la habían extendido indefinidamente otro día, no la habían embellecido otro, no la habían contraído hasta la tormenta otro? Somos sólo por lo que poseemos, sólo poseemos lo que tenemos en verdad presente, ¡y son tantos aquellos de nuestros recuerdos, de nuestros humores, de nuestras ideas que salen a hacer viajes lejos de nosotros, en los que los perdemos de vista! Entonces ya no podemos tenerlos en cuenta en ese total que es nuestro ser, pero tienen caminos secretos para entrar en nosotros y algunas noches, tras haberme dormido sin casi añorar ya —sólo se puede añorar lo que se recuerda— a Albertine, me encontraba, al despertar, con toda una flota de recuerdos que habían venido a patrullar en mí con mi más clara conciencia y yo distinguía a la perfección. Entonces yo lloraba por lo que veía tan bien y que la víspera era para mí una pura nada. El nombre de Albertine y su muerte habían cambiado de sentido; sus traiciones habían recuperado de pronto toda su importancia.
¿Cómo pudo parecerme muerta, cuando ahora, para pensar en ella, sólo disponía de las mismas imágenes que volvía a ver yo, unas tras otras, cuando estaba viva? Rápida e inclinada sobre la rueda mitológica de su bicicleta, ceñida los días de lluvia bajo la guerrera de caucho que hacía abombarse sus senos, con la cabeza enturbantada y tocada con serpientes, sembraba el terror en las calles de Balbec; las noches en que habíamos llevado champán a los bosques de Chantepie, con la voz provocativa y alterada, tenía en el rostro ese calor muy pálido y enrojecido sólo en los pómulos, que, por no distinguirla bien en la obscuridad del coche, acercaba yo a la luz de la luna para ver mejor y que ahora intentaba en vano recordar, volver a ver en una obscuridad que ya nunca acabaría. Así, como una estatuilla en el paseo hacia la isla y un sereno rostro fuerte y de grano grueso junto a la pianola, era, sucesivamente, pluviosa y rápida, provocativa y diáfana, inmóvil y sonriente, ángel de la música. Así, pues, cada una de ellas estaba vinculada con un momento, en cuya fecha me encontraba yo —cuando volvía a verla— situado de nuevo. Es que esos momentos del pasado no están inmóviles: conservan en nuestra memoria el movimiento que los arrastraba hacia el futuro —hacia un futuro que se había vuelto, a su vez, pasado— y nos arrastraba con ellos. Nunca había acariciado yo a la Albertine revestida de caucho de los días de lluvia, quería pedirle que se quitara aquella armadura, sería conocer con ella el amor de los campos, la fraternidad del viaje, pero ya no era posible: estaba muerta. Tampoco había aparentado comprender, por miedo a pervertirla, las noches en que ella parecía ofrecerme placeres que, de lo contrario, tal vez no habría pedido a otras y que ahora excitaban en mí un deseo furioso. No habría podido experimentarlos semejantes con otra, pero podía recorrer el mundo sin encontrar a la que me los habría brindado, porque Albertine estaba muerta. Parecía que debiese yo elegir entre dos hechos y determinar cuál era el verdadero, en vista de que el de la muerte de Albertine —procedente para mí de una realidad que yo no había conocido: su vida en Turena— estaba en contradicción con todos mis pensamientos relativos a ella, mis deseos, mis penas, mi enternecimiento, mi furia, mis celos. Semejante riqueza de recuerdos tomados del repertorio de su vida, semejante profusión de sentimientos que evocaban, entrañaban, su vida, parecían abonar la incredulidad de que Albertine hubiera muerto. Semejante profusión de sentimientos se debía a que mi memoria, al conservar mi cariño, preservaba toda su variedad. No sólo Albertine era una sucesión de momentos: también lo era yo. Mi amor por ella no había sido fácil: a la curiosidad de lo desconocido se había sumado un deseo sensual y a un sentimiento de una dulzura casi familiar ora la indiferencia ora unos celos terribles. Yo no era un solo hombre, sino el desfile de un ejército compuesto en el que, según los momentos, había apasionados, indiferentes, celosos... y ninguno de estos últimos lo estaba de la misma mujer. Y seguramente a eso se debería un día la curación que yo no desearía. En una multitud se pueden substituir, sin que se note, los elementos, uno por uno, por otros, que otros más eliminan o refuerzan, de tal modo, que al final ha habido un cambio inconcebible, si fuéramos uno solo. La complejidad de mi amor, de mi persona, multiplicaba, diversificaba, mis sufrimientos. Sin embargo, se podía situarlos siempre en los dos grupos cuya alternancia había constituido toda la vida de mi amor por Albertine, sucesivamente entregado a la confianza y a la sospecha celosa.
Si me costaba pensar que Albertine, tan viva en mí (en vista de que cargaba con un doble arnés del presente y del pasado), estaba muerta, tal vez fuera también contradictorio que esa sospecha de faltas de las que Albertine —ya despojada de la carne que las había gozado, del alma que había podido desearlas— ya no era capaz ni responsable me infundiese semejante sufrimiento, que yo habría bendecido sólo si hubiera podido ver en él la prueba de la realidad moral de una persona materialmente inexistente, en lugar del reflejo, destinado a extinguirse por sí mismo, de impresiones que ella me había causado en otro tiempo. Una mujer que ya no podía sentir placeres con otros no debería haber excitado ya mis celos, con sólo que mi cariño hubiera podido ponerse al día, pero eso era lo imposible, ya que sólo podía encontrar su objeto —Albertine— en los recuerdos en que ésta estaba viva. Como con sólo pensar en ella la resucitaba, sus traiciones nunca podían ser las de una muerta, pues el instante en que las había cometido pasaba a ser el instante actual, no sólo para Albertine, sino también para aquel de mis yoes, súbitamente evocado, que la contemplaba. De modo, que ningún anacronismo podía separar nunca a la pareja indisoluble en la que con cada nueva culpable se apareaba al instante un celoso lamentable y siempre contemporáneo. Yo la había mantenido encerrada en una casa durante los últimos meses, pero ahora, en mi imaginación, Albertine era libre; usaba mal esa libertad, se prostituía con unas, con otras. En tiempos pensaba yo sin cesar en el futuro incierto que se desplegaba ante nosotros, intentaba leer en él, y en aquel momento lo que tenía yo por delante como un doble del futuro —tan preocupante como un futuro, ya que era igualmente incierto, igualmente difícil de descifrar, igualmente misterioso, más cruel aún, porque no disponía yo, como en el caso del futuro, de la posibilidad o la ilusión de actuar sobre él y también porque se desarrollaría tan lejos como mi propia vida, sin que mi compañera estuviese allí para calmar los sufrimientos que me causaba— ya no era el futuro de Albertine, sino su pasado. ¿Su pasado? Resulta difícil de decir, ya que para los celos no hay pasado ni futuro y lo que imaginan es siempre el presente.
Los cambios de la atmósfera provocan otros en el hombre interior, despiertan yoes olvidados, contrarían el adormecimiento de la costumbre, vuelven a dar fuerza a determinados recuerdos, a determinados sufrimientos. ¡Cuánto más aún para mí, si el tiempo nuevo que hacía me recordaba aquel en el que Albertine, en Balbec, había ido —sólo Dios sabe por qué— a dar, bajo la amenaza de lluvia, grandes paseos con su ceñido impermeable! Si hubiera vivido, seguramente hoy, con este tiempo tan semejante, habría salido a hacer una excursión análoga en Turena. Puesto que ya no podía hacerlo, aquella idea no debería haberme hecho sufrir, pero, como en el caso de los amputados, el menor cambio de tiempo renovaba mis dolores en el miembro que había dejado de existir.
De repente se trataba de un recuerdo que no había revivido en mí desde hacía mucho, pues había permanecido disuelto en la fluida e invisible extensión de mi memoria, que se cristalizaba. Así, varios años antes, al salir a relucir su bata para salir de la ducha, Albertine había enrojecido. En aquella época no estaba yo celoso de ella, pero después había querido preguntarle si podía recordar aquella conversación y decirme por qué había enrojecido. Me había preocupado tanto más cuanto que me habían dicho que las dos muchachas amigas de Léa iban a ese establecimiento balneario del hotel y, según decían, no sólo para darse duchas, pero, por miedo a enfadar a Albertine o en espera de una época mejor, había aplazado siempre el momento de comentarlo con ella y después lo había olvidado y de repente, poco tiempo después de la muerte de Albertine, me vino aquel recuerdo, impregnado de ese carácter a la vez irritante y solemne que tienen los enigmas que han quedado para siempre insolubles por la muerte de la única persona que habría podido esclarecerlos. ¿No podría yo al menos intentar saber si Albertine nunca había hecho nada malo o sólo había parecido sospechosa en aquel establecimiento de las duchas? Enviando a alguien a Balbec, tal vez lo lograra. Estando viva ella, seguramente no habría podido enterarme de nada, pero, cuando ya no hay que temer el rencor del culpable, las lenguas se desatan curiosamente y cuentan fácilmente una falta. Como la imaginación —que ha permanecido rudimentaria, simplista (al no haber pasado por las innumerables transformaciones que remedan los modelos primitivos de los inventos humanos, apenas reconocibles, ya se trate del barómetro, del aerostato, del teléfono, etcétera, en sus perfeccionamientos posteriores)— sólo nos permite ver, por su propia naturaleza, pocas cosas a la vez, aquel recuerdo del establecimiento de las duchas ocupaba toda la esfera de mi visión interior.
A veces me tropezaba yo en las obscuras calles del sueño con una de esas pesadillas que no son demasiado graves, por una primera razón: la de que la tristeza que engendran sólo se prolonga una hora después del despertar, como las enfermedades causadas por una forma artificial de dormir, y por otra razón también, la de que los experimentamos muy raras veces, cada dos o tres años apenas. Además, no es seguro que los hayamos experimentado ya... y que no tengan, en realidad, ese aspecto de no ser la primera vez que los vemos, que proyecta en ellos una ilusión, una subdivisión (pues decir desdoblamiento no sería suficiente).
Seguramente, como abrigaba yo dudas sobre la vida y sobre la muerte de Albertine, hacía mucho que debería haber hecho investigaciones, pero la misma fatiga, la misma cobardía que me habían hecho someterme a Albertine, cuando ésta estaba allí, me impedían emprender nada desde que había dejado de verla y, sin embargo, de la debilidad arrastrada durante años surge a veces un fogonazo de energía. Al menos me decidí a hacer aquella investigación, totalmente parcial. Parecía que no hubiera habido nada más en toda la vida de Albertine. Me preguntaba yo a quién podría enviar a probar a hacer una investigación in situ, en Balbec. Aimé me pareció una buena elección. Además de que conocía admirablemente el lugar, pertenecía a esa categoría de personas del pueblo atentas a su interés, fieles a aquellos a los que sirven, indiferentes a toda clase de moral de las que —porque, si les pagamos bien, con su obediencia a nuestra voluntad, suprimen todo lo que la obstaculizaría, pues se muestran tan incapaces de indiscreción, desidia o falta de probidad como desprovistas de escrúpulos— decimos: «Son buenas personas». En ésas podemos tener una confianza absoluta. Cuando Aimé partió, pensé cuánto más habría valido que lo que iba a intentar averiguar allí hubiera podido preguntárselo yo en aquel momento a la propia Albertine y, nada más haberme traído la idea de esa pregunta, que me habría gustado —que me parecía ir a— formularle, a Albertine a mi lado, no gracias a un esfuerzo de resurrección, sino como por el azar de uno de esos encuentros que, como ocurre en las fotografías no «estudiadas», en las instantáneas, dejan siempre a la persona más viva, al tiempo que imaginaba nuestra conversación, sentía su imposibilidad; acababa de abordar en un nuevo aspecto aquella idea de que Albertine —quien me inspiraba esa ternura que sentimos por las ausentes, cuya embellecida imagen, que también inspira la tristeza de que esa ausencia sea eterna y la pobrecita esté privada para siempre de la dulzura de la vida, no rectifica la vista— estaba muerta. Y al instante, mediante un desplazamiento brusco, de la tortura de los celos pasaba yo al tormento de la separación.
Lo que henchía mi corazón ahora era, en lugar de odiosas sospechas, el recuerdo enternecido de las horas de ternura confiada pasadas con la hermana a la que su muerte me había hecho perder en realidad, ya que mi pena no correspondía a lo que Albertine había sido para mí, sino a lo que, según me había convencido poco a poco mi corazón, deseoso de participar en las emociones más generales del amor, era ella; entonces me daba cuenta de que aquella vida que tanto me había aburrido —al menos así lo creía— había sido, al contrario, deliciosa; a los menores momentos pasados hablando con ella de cosas incluso insignificantes, sentía yo ahora que se sumaba —amalgamada— una voluptuosidad que entonces no había yo advertido, cierto es, pero era ya la causa por la que siempre había yo buscado esos momentos con perseverancia y exclusión de todo lo demás; los menores incidentes que yo recordaba —un movimiento que había hecho en el coche junto a mí o para sentarse a la mesa enfrente de mí en su habitación— propagaban en mi alma corrientes de dulzura y tristeza que poco a poco la invadían enteramente.
Aquella habitación en la que cenábamos nunca me había parecido bonita, se lo decía simplemente para que estuviese contenta de vivir en ella. Ahora las cortinas, los asientos, los libros habían dejado de resultarme indiferentes. El arte no es el único que comunica encanto y misterio a las cosas más insignificantes; esa misma facultad de ponerlas en relación íntima con nosotros está reservada también al dolor. En el momento no había yo prestado la menor atención a aquella cena nuestra al regreso del Bois, antes de que yo fuera a casa de los Verdurin, hacia cuya belleza y grave dulzura dirigía ahora los ojos llenos de lágrimas. Una impresión del amor no guarda proporción con otras impresiones de la vida, pero no podemos notarla en medio de ellas. No es desde abajo —en el tumulto de la calle y el barullo de las casas vecinas—, sino desde las pendientes de un collado cercano —a una distancia, cuando nos hemos alejado, en que toda la ciudad ha desaparecido o ya sólo forma a ras del suelo un montón confuso— y en el recogimiento de la soledad y del atardecer como podemos evaluar —única, persistente y pura— la elevación de una catedral. Yo intentaba abrazar la imagen de Albertine por entre mis lágrimas, al pensar en todas las cosas serias y justas que ella había dicho aquella noche. Una mañana, creí ver la forma oblonga de una colina en la niebla, sentir el calor de una taza de chocolate, mientras me oprimía horriblemente el corazón aquel recuerdo de la tarde en que Albertine había venido a verme y yo la había abrazado por primera vez. Es que acababa de oír el hipo de la estufa de agua que acababan de encender y tiré, irritado, una invitación de la Sra. Verdurin que me trajo Françoise. En vista de que Albertine estaba muerta, tan joven, y Brichot seguía cenando en casa de la Sra. Verdurin, quien seguía recibiendo y tal vez recibiría durante muchos años más, ¡cómo se me imponía con mayor fuerza la impresión que tuve, al ir a cenar por primera vez en la Raspelière, de que la muerte no golpea a todas las personas a la misma edad! Al instante aquel nombre de Brichot me recordó el fin de aquella velada, tras la cual éste me había acompañado y había yo visto desde abajo la luz de la lámpara de Albertine. Ya había vuelto a pensar en ello otras veces, pero no había abordado aquel recuerdo por el mismo ángulo, pues, si bien nuestros recuerdos son muy nuestros, lo son al modo de esas propiedades que tienen puertecitas ocultas que muchas veces ni siquiera nosotros mismos conocemos y que alguien de la vecindad nos abre; de modo, que hemos entrado en casa por una parte por la que nunca lo habíamos hecho. Entonces, al pensar en el vacío que encontraría ahora, al volver a casa, en que ya nunca más vería desde abajo la habitación de Albertine, cuya luz se había apagado para siempre, comprendí hasta qué punto me había equivocado aquella noche en la que, al separarme de Brichot, había creído sentir fastidio, pena, por no poder irme a pasear y hacer el amor en otra parte, y que se debía sólo a que, al creer tener asegurada enteramente la posesión del tesoro cuyos reflejos llegaban desde arriba hasta mí, había olvidado calcular su valor, por lo que me parecía, lógicamente, inferior a placeres, por pequeños que fueran, que, al intentar imaginarlos, evaluaba. Comprendí hasta qué punto aquella luz que me parecía proceder de una cárcel entrañaba para mí una plenitud de vida y de dulzura y no era sino la realización de lo que me había embriagado por un instante y después me había parecido imposible para siempre la noche en que Albertine se había acostado bajo el mismo techo que yo, en Balbec; comprendía que aquella vida que había llevado ella en París, en una casa mía que era su casa, era precisamente la realización de aquella paz profunda con la que había soñado yo.
En caso de que la conversación que había tenido yo con Albertine al volver del Bois, antes de aquella última velada Verdurin, aquella conversación que había mezclado un poco a Albertine con la vida de mi inteligencia y, en ciertos aspectos, nos había vuelto idénticos uno al otro, no hubiera existido, yo no habría podido consolarme, pues no es que su inteligencia, su bondad para conmigo, hubieran sido —como veía al recordarlas con ternura— mayores seguramente que las de otras personas a las que había yo conocido: ¿acaso no me había dicho la Sra. de Cambremer en Balbec: «¡Cómo! ¡Podría usted pasar tiempo con Elstir, que es un genio, y lo pasa con su prima!»? La inteligencia de Albertine me gustaba, porque, por asociación, despertaba en mí lo que yo llamaba su dulzura, así como llamamos dulzura de una fruta a cierta sensación que pertenece exclusivamente a nuestro paladar, y, de hecho, cuando pensaba en la inteligencia de Albertine, mis labios se adelantaban instintivamente y saboreaban un recuerdo cuya realidad prefería yo que fuera exterior y consistiese en la superioridad objetiva de una persona. Cierto es que había yo conocido a personas con mayor inteligencia, pero el infinito del amor —o su egoísmo— hace que las personas a las que amamos sean aquellas cuya fisionomía intelectual y moral está menos objetivamente definida para nosotros; las retocamos sin cesar al albur de nuestros deseos y nuestros temores, no las separamos de nosotros, son sólo un lugar inmenso e impreciso en el que exteriorizar nuestras ternuras. No tenemos de nuestro propio cuerpo, al que afluyen perpetuamente tantos malestares y placeres, una silueta tan nítida como la de un árbol o una casa o un transeúnte y tal vez mi error hubiera consistido en no haber intentado conocer mejor a Albertine en sí misma. Así como durante mucho tiempo había tenido yo en cuenta, desde el punto de vista de su encanto, sólo las posiciones diferentes que ocupaba en mi recuerdo en el plano de los años y me había sorprendido ver que se había enriquecido espontáneamente con modificaciones que sólo se debían a la diferencia de perspectivas, así también debería yo haber intentado comprender su carácter como el de una persona cualquiera y, al explicarme entonces por qué se obstinaba en ocultarme su secreto, tal vez habría dejado de prolongar entre nosotros, con aquel extraño enconamiento, aquel conflicto que había propiciado la muerte de Albertine, y entonces sentía, con gran compasión de ella, la vergüenza de haberla sobrevivido. En efecto, en las horas en que sufría menos me parecía que me beneficiaba en cierto modo de su muerte, pues una mujer es de mayor utilidad para nuestra vida, si, en lugar de un elemento de felicidad en ella, es un instrumento de pena y no hay una sola cuya posesión sea tan preciosa como la de las verdades que nos descubre al hacernos sufrir. En esos momentos, al unir la muerte de mi abuela y la de Albertine, me parecía que mi vida estaba maculada por un doble asesinato que sólo la cobardía del mundo podía perdonarme. Había soñado con ser comprendido por Albertine, con que me apreciara debidamente, creyendo que era por el gran gozo de ser comprendido, de ser apreciado debidamente, cuando, en realidad, tantas otras habrían podido hacerlo mejor. Deseamos ser comprendidos porque deseamos ser amados y deseamos ser amados porque amamos. La comprensión de los demás es indiferente y su amor resulta importuno. Mi alegría por haber poseído un poco de la inteligencia de Albertine y de su corazón no se debía a su valor intrínseco, sino a que esa posesión era un grado más en la posesión total de Albertine, que había sido mi objetivo y mi quimera desde el primer día en que la había visto. Cuando hablamos de la «bondad» de una mujer, tal vez estemos simplemente proyectando al exterior el placer que sentimos al verla, como los niños, cuando dicen: «Mi querida camita, mi querida almohadita, mis queridos majuelitos». Eso explica, por otra parte, que los hombres nunca digan de una mujer que no los engaña: «Es tan buena», y lo digan tan a menudo de una que los engaña. A la Sra. de Cambremer le parecía —y con razón— que el encanto espiritual de Elstir era mayor, pero no podemos juzgar del mismo modo el de una persona que es, como todas las demás, exterior a nosotros, pintada en el horizonte de nuestro pensamiento, y el de una persona que, a consecuencia de un error de localización resultante de ciertos accidentes, pero tenaz, se ha alojado dentro de nuestro propio cuerpo, hasta el punto de que preguntarnos retrospectivamente si miraría a una mujer cierto día en el pasillo de un trenecito marítimo nos hace sentir los mismos sufrimientos que un cirujano que buscara una bala en nuestro corazón. Una simple medialuna, pero que comemos, nos hace sentir más placer que todos los hortelanos, gazapos y perdices que fueron servidos a Luis XV y la punta de la brizna de hierba que tiembla a unos centímetros de nuestros ojos, estando tumbados en la montaña, puede ocultarnos la vertiginosa aguja de una cima, si ésta está a varias leguas de distancia. Por lo demás, nuestro error no es el de apreciar la inteligencia, la bondad, de una mujer a la que amamos, por pequeñas que sean. Nuestro error es el de permanecer indiferentes a la bondad, a la inteligencia, de las demás. La mentira sólo empieza de nuevo a causarnos la indignación y la bondad el agradecimiento que deberían inspirarnos siempre, si proceden de una mujer a la que amamos y el deseo físico tiene el maravilloso poder de devolver su valor a la inteligencia y bases sólidas a la vida moral. Jamás volvería yo a encontrar esa cosa divina: una persona con quien pudiera hablar de todo, con quien pudiese confiarme. ¿Confiarme? Pero, ¿es que no me demostraban otras personas más confianza que Albertine? ¿Acaso no tenía yo conversaciones más extensas con otras? Ahora bien, ¿qué importa la confianza, la conversación, cosas mediocres, sean más o menos imperfectas, con tal de que se mezcle con ellas el amor, que es lo único divino? Volvía a ver a Albertine sentarse a su pianola, rosada bajo su pelo negro; sentía en mis labios —que ella intentaba separar— su lengua, su maternal, incomestible, nutritiva y santa lengua, cuyos rocío y llama secretos hacían que, incluso cuando se limitaba a deslizarla por la superficie de mi cuello, de mi vientre, esas caricias superficiales, pero en cierto modo hechas por el interior de su carne, exteriorizada como una tela que mostrara su forro, cobraran, incluso en los contactos más externos, como la misteriosa dulzura de una penetración.
Ni siquiera puedo decir que lo que me hacía sentir la pérdida de todos aquellos instantes tan dulces que nadie me devolvería jamás fuera la desesperación. Para estar desesperado, hay que tener apego aún a esta vida, que ya sólo podrá ser desgraciada. Yo estaba desesperado en Balbec, cuando había visto hacerse de día y había comprendido que ninguno más podría ser feliz para mí. Había seguido siendo igualmente egoísta desde entonces, pero el yo al que me sentía apegado en aquel momento, el yo que constituía esas reservas de vitalidad que ponen en juego el instinto de conservación, ya no estaba en la vida; cuando reflexionaba sobre mis fuerzas, mi potencia vital, lo mejor que había en mí, pensaba en cierto tesoro que había poseído (que había sido el único en poseer, ya que los demás no podían conocer exactamente el sentimiento, oculto en mí, que me había inspirado) y que nadie podía ya quitarme, en vista de que había dejado de poseerlo, y, a decir verdad, tan sólo lo había poseído porque había querido figurarme que lo poseía. No había cometido sólo la imprudencia —al mirar a Albertine con mis labios y al alojarla en mi corazón— de hacerla vivir dentro de mí ni otra consistente en mezclar un amor familiar con el placer de los sentidos. Había querido también convencerme de que nuestras relaciones eran el amor, de que practicábamos mutuamente las relaciones llamadas amorosas, porque ella me devolvía, dócil, los besos que yo le daba, y, por haber adquirido la costumbre de creerlo, no había yo perdido sólo a una mujer a quien amaba, sino también a una mujer que me amaba, mi hermana, mi hija, mi tierna amante, y, en resumidas cuentas, había tenido una felicidad y una desdicha que Swann no había conocido, pues precisamente, durante todo el tiempo en que había amado a Odette y había estado tan celoso de ella, apenas la había visto, ya que, ciertos días en que ella anulaba su cita en el último momento, le resultaba tan difícil ir a su casa, pero después había sido suya, había pasado a ser su esposa y hasta su muerte. En cambio, yo, más feliz que Swann, mientras estaba tan celoso de Albertine, la había tenido en mi casa. Yo había realizado en verdad aquello con lo que Swann había soñado tanto tiempo y había logrado materialmente sólo cuando ya le resultaba indiferente. Ahora bien, a Albertine no la había conservado yo como él a Odette. Había huido, había muerto. Es que nada se repite nunca exactamente y las existencias más análogas —y que, gracias al parentesco de los caracteres y a la similitud de las circunstancias, se pueden elegir para presentarlas como simétricas una a la otra— siguen siendo opuestas en muchos sentidos. Al perder la vida, no habría yo perdido gran cosa; sólo habría perdido ya una forma vacía, el marco vacío de una obra maestra. Indiferente a lo que en adelante podía hacer entrar en ella, pero feliz y orgulloso al pensar en lo que había contenido, me apoyaba en el recuerdo de aquellas horas tan dulces y ese apoyo moral me infundía un bienestar que ni siquiera la cercanía de la muerte habría anulado.
¡Qué rauda acudía a verme en Balbec, cuando mandaba yo a buscarla, pues sólo se entretenía en ponerse perfume en el pelo para complacerme! Aquellas imágenes de Balbec y de París que me gustaba volver a ver así eran las páginas aún tan recientes y tan rápidamente pasadas de su corta vida. Todo aquello, que para mí no era sino recuerdo, había sido para ella acción, acción precipitada, como la de una tragedia, hacia una muerte rápida. Las personas tienen un desarrollo en nosotros, pero otro fuera de nosotros (lo había advertido yo perfectamente en aquellas noches en que notaba un enriquecimiento de cualidades que no se debía sólo a mi memoria), entre los cuales no deja de haber reacciones mutuas. Al intentar conocer a Albertine y después poseerla entera, de nada me había servido obedecer sólo a la necesidad de reducir, mediante la experiencia, a elementos mezquinamente semejantes a los de nuestro yo el misterio de todas las personas, pues no había podido hacerlo sin influir, a mi vez, en la vida de Albertine. Tal vez mi fortuna, las perspectivas de un matrimonio brillante, la hubieran atraído, pero los celos la habían retenido; su bondad —o su inteligencia o el sentimiento de su culpabilidad o las habilidades de su astucia— la había hecho aceptar —y me había movido a volver cada vez más pura— una cautividad forjada simplemente por el desarrollo interno de mi labor mental, pero que no por ello había dejado de tener en la vida de Albertine consecuencias, destinadas, a su vez, a plantear, de rechazo, problemas nuevos y cada vez más dolorosos a mi psicología, ya que se había evadido de mi cárcel para ir a matarse con un caballo que, de no haber sido por mí, no habría poseído y dejarme, incluso muerta, sospechas cuya verificación, si debía llegar, me resultaría tal vez más cruel que el descubrimiento en Balbec de que Albertine había conocido a la Srta. Vinteuil, pues ya no estaría allí para calmarme. De modo, que esa larga queja del alma que cree vivir encerrada en sí misma sólo en apariencia es un monólogo, ya que los ecos de la realidad la hacen desviarse y semejante vida es como un ensayo de psicología subjetiva espontáneamente realizado, pero que proporciona a cierta distancia su «acción» a la novela puramente realista, de otra realidad, de otra existencia, cuyas peripecias contribuyen a modificar la curva y cambiar la dirección del ensayo psicológico. ¡Qué engranaje más ajustado, qué rápida evolución, los de nuestro amor y, pese a algunos retrasos, interrupciones y vacilaciones del comienzo, y, como en ciertos relatos de Balzac o algunas baladas de Schumann, cómo se precipitó el desenlace! Durante aquel último año —tan largo para mí como un siglo, de tanto como había cambiado Albertine de posiciones respecto de mi pensamiento desde Balbec hasta su marcha de París y también, independientemente de mí y con frecuencia sin que me enterara, había cambiado en sí misma— había que situar toda aquella grata vida de cariño que tan poco había durado y que, sin embargo, se me revelaba con una plenitud, casi una inmensidad, para siempre imposible y, aun así, indispensable para mí: indispensable sin haber sido tal vez en sí y ante todo algo necesario, ya que, si no hubiera yo leído en un tratado de arqueología la descripción de la iglesia de Balbec, si Swann no hubiese orientado mis deseos hacia el bizantino normando, al decirme que aquella iglesia era casi persa, si una sociedad inmobiliaria, al construir en Balbec un hotel higiénico y cómodo, no hubiera animado a mis padres a satisfacer mi deseo y enviarme a Balbec, no habría conocido a Albertine. Cierto es que en aquel Balbec, desde tanto tiempo atrás deseado, no había encontrado yo la iglesia persa con la que soñaba ni las nieblas eternas. El hermoso tren mismo que salía a la 1.35 no había correspondido a lo que me imaginaba, pero, a cambio de lo que la imaginación hace esperar y que tanto trabajo inútil nos tomamos para intentar descubrir, la vida nos da algo que distábamos mucho de imaginar. ¡Quién me habría dicho en Combray, cuando esperaba con tanta tristeza las buenas noches de mi madre, que aquellas ansiedades se curarían y después renacerían un día no por mi madre, sino por una muchacha que al principio sólo sería, en el horizonte del mar, una flor que incitaría todos los días a mis ojos para que fueran a contemplarla, pero una flor pensante y en cuyo entendimiento deseaba yo tan puerilmente ocupar un lugar destacado, por lo que me hacía sufrir que no supiera de mi familiaridad con la Sra. de Villeparisis! Sí, por las buenas noches, por el beso de semejante extraña, era por los que, al cabo de unos años, iba a sufrir yo tanto como de niño cuando mi madre no iba a venir a verme. Ahora bien, si Swann no me hubiera hablado de Balbec, no habría yo conocido a aquella Albertine tan necesaria, de cuyo amor estaba ahora casi únicamente compuesta mi alma. Tal vez su vida habría sido más larga y la mía habría estado desprovista de lo que ahora constituía su martirio y, así, me parecía que por mi cariño exclusivamente egoísta había yo dejado morir a Albertine, así como había asesinado a mi abuela. Incluso más adelante, aun habiéndola conocido en Balbec, habría podido no amarla, como hice más adelante, pues, cuando renunciaba a Gilberte y sabía que un día podría amar a otra mujer, apenas me atrevía a dudar si, en cualquier caso en el pasado, habría podido amar sólo a Gilberte. Ahora bien, en el caso de Albertine ya no me cabía duda, estaba seguro de que podría no haber sido a ella a quien amara, de que podría haber sido a otra. Habría bastado con que la Srta. de Stermaria, la noche en la que iba yo a cenar con ella en la isla del Bois, no hubiera anulado nuestra cita. Aún estaba a tiempo entonces y habría sido por la Srta. de Stermaria por la que se habría ejercido esa actividad de la imaginación que nos hace extraer de una mujer tal idea de individualidad, que nos parece única en sí y para nosotros predestinada y necesaria. Como máximo, situándome en un punto de vista casi fisiológico, podía yo decir que podría haber sentido aquel mismo amor exclusivo por otra mujer, pero no por cualquier otra mujer, pues Albertine, gruesa y morena, no se parecía a Gilberte, esbelta y pelirroja, pero, aun así, las dos tenían la misma salud robusta y en las mismas mejillas sensuales una mirada cuyo significado resultaba difícil de captar. Eran de esas mujeres a quienes no habrían mirado hombres que, por su parte, habrían hecho locuras por otras que no me «decían nada». Casi podía creer que la personalidad sensual y voluntariosa de Gilberte había emigrado al cuerpo de Albertine, un poco diferente, cierto es, pero no sin analogías —pensándolo bien y retrospectivamente— profundas. Un hombre tiene casi siempre la misma forma de constiparse, de caer enfermo, es decir, que necesita para ello determinado cúmulo de circunstancias; es natural que, cuando se enamore, sea de un tipo determinado de mujeres, muy abundante, por lo demás. Las primeras miradas de Albertine que me habían hecho soñar no eran absolutamente diferentes de las primeras miradas de Gilberte. Casi podía creer que la obscura personalidad, la sensualidad, el carácter voluntarioso y astuto de Gilberte habían vuelto a tentarme, encarnadas aquella vez en el cuerpo de Albertine, muy distinto y, sin embargo, no carente de analogías. Para Albertine, gracias a una vida en común totalmente distinta y en la que no había podido deslizarse —en un bloque de pensamientos en el que una dolorosa preocupación mantenía una cohesión permanente— ninguna fisura de distracción y olvido, su cuerpo en vida no había cesado, como el de Gilberte, un día de ser aquel en que encontraba yo lo que —según reconocía a posteriori— eran para mí (y no habrían sido para otros) los atractivos femeninos, pero estaba muerta. Yo la olvidaría. ¿Quién sabe si entonces las mismas cualidades de sangre rica, de ensoñación inquieta no volverían un día a infundirme desasosiego? Pero, encarnadas aquella vez en aquella forma femenina, no podía yo preverlo. Con ayuda de Gilberte habría podido imaginar a Albertine y que la amaría tan poco como el recuerdo de la sonata de Vinteuil me habría permitido imaginar su septeto. Más aún, las primeras veces en que había visto yo a Albertine, había podido creer incluso que amaría a otras. Por lo demás, si la hubiera conocido un año antes, podría haberme parecido tan apagada como un cielo gris en el que no se ha alzado la aurora. Si bien yo había cambiado respecto de ella, también ella misma había cambiado y la muchacha que había venido a mi cama el día en que yo había escrito a la Srta. de Stermaria ya no era la misma que había conocido yo en Balbec, ya fuese por una simple explosión de la mujer que aparece en el momento de la pubertad o a consecuencia de circunstancias que nunca pude conocer. En todo caso, aun cuando aquella a la que yo iba a amar un día debía parecérsele en cierta medida —es decir, si mi elección de una mujer no era enteramente libre—, ésta se refería —dirigida de forma tal vez necesaria— a algo más amplio que un individuo, a un tipo de mujer, cosa que privaba de toda necesidad a mi amor por Albertine. Sabemos perfectamente que, si hubiéramos estado en una ciudad distinta de aquella en la que la conocimos, si nos hubiésemos paseado por otros barrios, si hubiéramos frecuentado otro salón, la mujer cuyo rostro tenemos ante nosotros más constantemente que la luz misma —ya que, incluso con los ojos cerrados, no cesamos ni un instante de adorar sus hermosos ojos, su bella nariz, de recurrir a todos los medios para volver a verlos—, esa mujer única, nunca habría sido otra. ¿Única, creemos? Es innombrable y, sin embargo, compacta, indestructible ante nuestros ojos, que la amaban, insubstituible durante mucho tiempo por otra. Es que esa mujer ha suscitado, mediante llamadas mágicas, mil elementos de cariño existentes en nosotros en estado fragmentario y que ha juntado, unido, colmando todas las lagunas entre ellos y hemos sido nosotros mismos quienes, al atribuirle sus facciones, hemos proporcionado toda la materia sólida de la persona amada. A eso se debe que, aun cuando sólo seamos uno entre mil para ella y tal vez el último de todos, sea ella para nosotros la única, aquella hacia la cual tiende toda nuestra vida. Cierto es que yo había tenido incluso la sensación de que aquel amor no era necesario, no sólo porque podría haberse formado con la Srta. de Stermaria, sino también porque, aun cuando no hubiera sido así, al llegar a conocerlo, me pareció demasiado semejante al sentido por otras y también más vasto que ella, a quien envolvía, sin conocerla, como una marea en torno a un rompiente diminuto, pero, poco a poco, a fuerza de vivir con ella, ya no podía deshacerme de las cadenas que había forjado yo mismo, ya no podía liberarme; sin embargo, la costumbre de asociar a la persona de Albertine con el sentimiento que ésta no había inspirado me hacía creer que era especial de ella, así como la costumbre atribuye a la simple asociación de ideas entre dos fenómenos, como afirma cierta escuela filosófica, la fuerza y la necesidad ilusorias de una ley de causalidad. Yo había creído que mis relaciones, mi fortuna, me librarían de sufrir y tal vez demasiado eficazmente, ya que parecían dispensarme de sentir, amar, imaginar; envidiaba a una muchacha pobre del campo a quien la falta de relaciones, incluso de telégrafo, ofrece largos meses de sueños después de una pena que no puede aplacar artificialmente. Ahora bien, me daba cuenta de que, si en el caso de la Sra. de Guermantes, colmada de todo lo que podía hacer infinita la distancia entre ella y yo, había visto yo bruscamente suprimida dicha distancia por la opinión, la idea, según la cual las ventajas sociales son simple materia inerte y transformable, mis relaciones, mi fortuna, todos los medios materiales de que me hacían disfrutar tanto mi situación como la civilización de mi época, habían hecho retrasar, de forma semejante, aunque inversa, el momento de la lucha cuerpo a cuerpo con la voluntad contraria, inflexible, de Albertine, quien no había recibido presión alguna. Desde luego, había podido intercambiar telegramas, comunicaciones telefónicas, con Saint-Loup, estar en relación constante con la estafeta de Tours, pero, ¿acaso no había sido inútil su espera, nulo su resultado? ¿Y acaso no sufren menos las muchachas del campo, sin ventajas sociales, sin relaciones, o los seres humanos antes de esos perfeccionamientos de la civilización, porque desean menos, porque deploran menos, lo que siempre han sabido que era inaccesible y, por esa razón, ha quedado como irreal? Deseamos más a la persona que va a entregarse, la esperanza anticipa la posesión, pero la pesadumbre es también un amplificador del deseo. La negativa de la Srta. de Stermaria a acudir a cenar en la isla del Bois fue lo que impidió que fuera a ella a quien amase yo. También habría podido bastar para hacer que la amara, si después hubiese vuelto a verla a tiempo. En cuanto me había enterado de que no vendría, pensando en la hipótesis inverosímil —y que se había realizado— de que tal vez, por tener alguien celos de ella y alejarla de los demás, no volvería yo a verla jamás, había yo sufrido tanto, que habría dado cualquier cosa por verla y fue una de las angustias mayores que experimenté y que la llegada de Saint-Loup calmó. Ahora bien, a partir de cierta edad nuestros amores, nuestras amantes, son hijos de nuestra angustia; nuestro pasado —y las lesiones físicas en las que se inscribe— determina nuestro futuro. En el caso de Albertine en particular, que no fuera necesario que fuese a ella a quien yo amase estaba inscrito, incluso sin aquellos amores vecinos, en la historia de mi amor por ella, es decir, por ella y sus amigas, pues no era siquiera un amor como el que había sentido por Gilberte, sino creado por división entre varias muchachas. Era posible que por ella —y porque me parecían algo análogo a ella— me hubiesen gustado sus amigas. El caso es que, durante mucho tiempo, la vacilación entre todas ellas fue posible, mi elección se paseaba de una a otra y, cuando creía preferir a ésta, bastaba que aquélla me hiciera esperar, se negara a verme, para que sintiese por ella un principio de amor. Muchas veces pudo ocurrir que, un poco antes de la visita de Andrée, que iba a venir a verme en Balbec, si Albertine había faltado a su palabra, mi corazón no cesara de palpitar; creía que nunca más volvería a verla y a ella era a la que amaba y, cuando llegaba Andrée, le decía sinceramente (como se lo dije en París, después de enterarme de que Albertine había conocido a la Srta. Vinteuil) lo que podía creer dicho a propósito, sin sinceridad, lo que habría dicho, en efecto, así y en los mismos términos, si la víspera hubiese sido yo feliz con Albertine: «¡Lástima! Si hubieras llegado antes... ahora amo a otra». Y aún, en aquel caso de Andrée substituida por Albertine, cuando me había enterado de que ésta había conocido a la Srta. Vinteuil, el amor había sido alternativo y, por consiguiente, sólo había habido, en resumidas cuentas, uno a la vez, pero antes había habido casos en que había reñido a medias con dos de las muchachas. La que diera los primeros pasos me devolvería la calma, a la otra es a la que amaría, si seguía enfadada, lo que no quiere decir que no sería con la primera con la que me comprometería definitivamente, pues me consolaría, aunque ineficazmente, de la duración de la segunda, a la que acabaría olvidando, si no volvía nunca más. Ahora bien, a veces, pese a estar convencido de que una u otra al menos iba a volver conmigo, ninguna de las dos lo hacía durante un tiempo. Así, pues, mi angustia era doble y doble mi amor, y me reservaba la posibilidad de dejar de amar a la que volviera, pero hasta entonces sufría por las dos. Es propio de cierta edad, que puede ser muy temprana, que, más que sufrir un abandono, nos desenamoremos de una persona, y de ésta, al haber quedado obscurecida su figura, su alma inexistente, nuestra preferencia reciente e inexplicada, acabemos sabiendo sólo una cosa: que, para dejar de sufrir, necesitaríamos que nos mandara a decir: «¿Me recibirías?». Mi separación de Albertine, el día en que Françoise me había dicho: «La señorita Albertine se ha marchado», era como una alegoría de tantas otras separaciones, pues con mucha frecuencia, para que descubramos que estamos enamorados, tal vez incluso para que lleguemos a estar-lo, debe llegar el día de la separación.
En esos casos, en los que una espera en vano, una negativa, es lo que determina una elección, la imaginación, fustigada por el sufrimiento, avanza tan aprisa en su labor, fabrica con una rapidez tan demencial un amor apenas comenzado y que aún resulta informe, destinado como está a seguir en estado de esbozo desde meses atrás, que a veces la inteligencia, al no haber podido alcanzar al corazón, exclama, asombrada: «Pero, ¿estás loco? ¿Con qué pensamientos nuevos vives tan dolorosamente? Nada de eso es la vida real». Y, en efecto, en ese momento, si la infiel no nos infunde ánimos, unas distracciones agradables que nos calmaran físicamente el corazón bastarían para hacer abortar el amor. En todo caso, si bien aquella vida con Albertine no era en su esencia necesaria, había llegado a resultarme indispensable. Cuando me había enamorado de la Sra. de Guermantes, había temblado, al pensar que, con sus grandes medios de seducción —no sólo de belleza, sino también de posición, de riqueza—, habría tenido demasiada libertad para pertenecer a demasiadas personas y yo demasiado poco ascendiente sobre ella. Como Albertine era pobre, de orígenes obscuros, debía de estar deseosa de casarse conmigo y, sin embargo, no había podido poseerla para mí solo. Ya sea por las condiciones sociales o por las previsiones de la prudencia, en realidad, no tenemos influencia en la vida de otra persona. ¿Por qué no me había dicho: «Tengo esas inclinaciones»? Yo habría cedido, le habría permitido satisfacerlas. En una novela que había yo leído, había una mujer que, por mucho que se lo reprochara el hombre que la amaba, no se decidía a hablar. Al leerla, me había parecido absurda aquella situación; yo habría obligado —pensaba— a la mujer a hablar primero y después nos habríamos entendido. ¿Para qué servían aquellas desdichas inútiles? Pero ahora veía que no tenemos libertad para no forjárnoslas y de nada nos sirve conocer nuestra voluntad, pues las otras personas no la obedecen y, sin embargo, ¡cuántas veces, sin saberlo, sin quererlo, habíamos dicho aquellas verdades dolorosas, ineluctables, que nos dominaban y nos cegaban, con palabras consideradas seguramente por nosotros mendaces, pero a las que el suceso había atribuido a posteriori su valor profético! Yo recordaba perfectamente las palabras que uno y otro habíamos pronunciado sin saber entonces la verdad que contenían, que habíamos dicho incluso creyendo hacer teatro y cuya falsedad era mínima, muy poco interesante, confinada enteramente en nuestra lastimosa insinceridad, en comparación con lo que contenían y desconocíamos: mentiras, errores, a este lado de la realidad profunda que no vislumbrábamos; verdad al otro lado, verdad de nuestros caracteres, cuyas leyes esenciales nos eludían y necesitan el tiempo para revelarse, verdad de nuestros destinos también. Había yo creído mentir, cuando le había dicho en Balbec: «Cuanto más te vea, más te amaré» (y, sin embargo, había sido aquella intimidad de todos los instantes la que, mediante los celos, me había apegado tanto a ella). «Creo que podría serte útil intelectualmente»; en París: «Intenta ser prudente. Piensa que, si te ocurriera un accidente, yo no podría consolarme» (y ella decía: «Pero podría tenerlo»); en París, la noche en que había yo fingido querer dejarla: «Déjame mirarte un poco más, porque pronto dejaré de verte y será para siempre»; y ella, cuando aquella misma noche había contemplado aquella habitación: «Pensar que no volveré a ver este cuarto, estos libros, esta pianola, toda esta casa, no puedo creerlo y, sin embargo, es verdad»; en sus últimas cartas, por último, cuando había escrito —probablemente pensando: «Es un puro camelo»—: Te dejo lo mejor de mí misma (¿y acaso no estaban ahora, confiadas, en efecto, a la fidelidad, a las fuerzas, frágiles —¡ay!— también, de mi memoria su inteligencia, su bondad, su belleza?) y: Aquel instante, dos veces crepuscular, puesto que caía la noche e íbamos a separarnos, no se borrará de mi cabeza hasta que haya sido invadido por la noche completa, frase escrita la víspera del día en que su cabeza había sido invadida, en efecto, por la noche completa y en que tal vez —en esos últimos fulgores tan rápidos, pero que la ansiedad del momento divide hasta el infinito— no hubiera dejado de ver nuestro último paseo y en ese instante en que todo nos abandona y en que nos inventamos una fe, así como los ateos se vuelven cristianos en el campo de batalla, tal vez hubiera pedido socorro al amigo tan a menudo maldecido, pero tan respetado por ella, quien tenía, a su vez, pues todas las religiones se parecen, la crueldad de desear que también ella tuviera tiempo de reconocerse, de dedicarle su último pensamiento, de confesarse por fin con él, de morir en él, pero, ¿para qué, ya que, aun cuando entonces hubiera tenido tiempo de reconocerse, no habríamos comprendido uno y otro en qué estribaba nuestra felicidad, cosa que deberíamos haber hecho, hasta que —y porque— hubiera dejado de ser posible, pues ya no podíamos realizarlo? Mientras las cosas son posibles, las aplazamos y no pueden cobrar esa fuerza de atractivos y esa aparente facilidad de realización hasta que, al haber sido proyectadas en el vacío ideal de la imaginación, quedan substraídas a la sumersión entorpecedora, afeadora, del medio vital. La idea de que moriremos es más cruel que la muerte, pero menos que la de que otro ha muerto, de que, vuelta de nuevo plana tras haber engullido a una persona, se extiende, sin siquiera un remolino en ese punto, una realidad de la que esa persona ha quedado excluida, en la que ya no existe voluntad alguna, conocimiento alguno y de la que es tan difícil remontarse hasta la idea de que esa persona ha vivido, de que resulta difícil, por el recuerdo aún muy reciente de su vida, pensar que es asimilable a las imágenes sin consistencia, a los recuerdos dejados por los personajes de una novela que hemos leído.
Al menos me alegraba de que, antes de morir, me hubiese escrito aquella carta y sobre todo me hubiese enviado el último mensaje, prueba de que, si hubiese vivido, habría vuelto. Me parecía que así era no sólo más dulce, sino también más hermoso, que el acontecimiento habría estado incompleto sin aquel telegrama, habría tenido más de arte y de destino. En realidad, igual lo habría tenido, si hubiera sido otro, pues todo acontecimiento es como un molde de una forma particular y, sea cual fuere, impone a la serie de los hechos que ha venido a interrumpir y parece concluir un dibujo que creemos el único posible, porque no conocemos el que habría podido substituirlo. Yo me repetía: «¿Por qué no me dijo: “Tengo esas inclinaciones”? Yo habría cedido, le habría permitido satisfacerlas, en este momento volvería a besarla». ¡Qué tristeza haber de recordar que así me había mentido, al jurarme, tres días antes de separarse de mí, que nunca había tenido con la amiga de la Srta. Vinteuil las relaciones que, en el momento en que me lo juraba, su rubor había confesado! Pobrecilla, al menos había tenido la honradez de no pretender jurar que el placer de volver a ver a la Srta. Vinteuil y a su amiga nada tenía que ver con su deseo de ir aquel día a casa de los Verdurin. ¿Por qué no había llegado hasta el final de su confesión y había inventado entonces aquella novela inimaginable? Por lo demás, tal vez fuera un poco culpa mía que nunca hubiese querido —pese a todos mis ruegos, que iban a chocar contra su denegación— decirme: «Tengo esas inclinaciones». Tal vez fuera un poco culpa mía, porque en Balbec, el día en que, después de la visita de la Sra. de Cambremer, había tenido yo mi primera discusión con Albertine y distaba tanto de creer que pudiese tener, en todo caso, algo más que una amistad demasiado apasionada con Andrée, había expresado con demasiada vehemencia mi repugnancia por esa clase de costumbres, las había condenado de forma demasiado categórica. No podía recordar si Albertine había enrojecido cuando yo había tenido la ingenuidad de proclamar mi horror al respecto: no podía recordarlo, porque con frecuencia no deseamos saber hasta mucho después qué actitud adoptó una persona en un momento en que no prestamos la menor atención y que, más adelante, cuando volvemos a pensar en la conversación, aclararía una dificultad angustiosa, pero en nuestra memoria hay una laguna, no hay rastro de ella. Y en muchos casos no prestamos suficiente atención en aquel momento a lo que podía ya parecernos importante, no oímos bien una frase, no notamos un gesto o bien los hemos olvidado y, cuando, más adelante, presa de la avidez por descubrir una verdad, nos remontamos de deducción en deducción, hojeando nuestra memoria como si fuera una recopilación de testimonios, cuando llegamos a esa frase, a ese gesto, que no conseguimos recordar, volvemos a empezar veinte veces el mismo trayecto, pero en vano, pues el camino no avanza más. ¿Habría enrojecido? No lo sé, pero era imposible que no hubiese podido oír y el recuerdo de aquellas palabras la había interrumpido más adelante, cuando tal vez estuviera a punto de confesarse conmigo. Y ahora ya no estaba en parte alguna, yo podría haber recorrido la Tierra de un polo al otro sin encontrar a Albertine; la realidad, que se había cerrado sobre ella, había vuelto a quedar unida, había borrado hasta el rastro de la persona que se había hundido hasta el fondo. Ya sólo era un nombre, como aquella Sra. de Charlus de la que quienes la habían conocido decían con indiferencia: «Era deliciosa», pero yo no podía concebir más de un instante la existencia de aquella realidad de la que Albertine no tenía conciencia, pues mi amiga existía demasiado en mí, en quien todos los sentimientos, todos los pensamientos se relacionaban con su vida. Tal vez si lo hubiera sabido, la habría emocionado saber que su amigo no la olvidaba, una vez acabada su vida, y habría sido sensible a cosas que antes la hubiesen dejado indiferente, pero, como quisiéramos abstenernos de infidelidades, por secretas que sean, de tanto como tememos que aquella a quien amamos no se abstenga de ellas, me horrorizaba pensar que, si los muertos viven en alguna parte, mi abuela conocía tanto mi olvido como Albertine mi recuerdo. Y, en resumidas cuentas, aun en el caso de una misma muerta, ¿acaso estamos seguros de que la alegría que sentiríamos, al enterarnos de que sabe ciertas cosas, compensaría el espanto de pensar que las sabe todas? Y, por sangriento que sea el sacrificio, ¿acaso no renunciaríamos a veces a conservarlas, después de su muerte, como amigas, por miedo a tenerlas también de jueces?
Mis curiosidades celosas sobre lo que había podido hacer Albertine eran infinitas. Pagué a una multitud de mujeres, que nada me enseñaron. Si dichas curiosidades eran tan vivas, es porque la persona no muere en seguida para nosotros, permanece bañada en algo así como un aura de vida que nada tiene de una verdadera inmortalidad, pero permite que siga ocupando nuestros pensamientos como cuando vivía. Es como un viaje. Es una supervivencia muy pagana. A la inversa, cuando hemos dejado de amar, las curiosidades que inspira la persona mueren antes que ella misma. Así, yo ya no habría dado un solo paso para saber con quién se prometía Gilberte cierta noche en los Campos Elíseos. Ahora bien, comprendía perfectamente que esas curiosidades eran absolutamente semejantes, sin valor en sí mismas, sin posibilidad de durar, pero seguía sacrificándolo todo a la cruel satisfacción de esas curiosidades pasajeras, aun sabiendo de antemano que mi separación forzosa de Albertine, debida a su muerte, acabaría infundiéndome la misma indiferencia que mi separación voluntaria de Gilberte. Si ella hubiera podido saber lo que iba a ocurrir, habría permanecido junto a mí, pero eso equivalía a decir que, una vez que se hubiera visto muerta, habría preferido permanecer con vida junto a mí. Semejante suposición, en virtud de la propia contradicción que entrañaba, era absurda, pero no inofensiva, pues, al imaginar lo mucho que se habría alegrado Albertine —si hubiera podido saber, si hubiese podido comprender, retrospectivamente— de volver junto a mí, yo la veía ahí, quería abrazarla y —¡ay!— era imposible, nunca volvería: estaba muerta. Mi imaginación la buscaba en el cielo, las noches en que habíamos vuelto a mirarlo juntos; más allá de aquella luz de luna que le gustaba, intentaba yo elevar mi cariño hasta ella para que le resultara un consuelo por haber dejado de vivir y aquel amor por una persona que había quedado tan lejos era como una religión, mis pensamientos subían hacia ella como plegarias. El deseo es muy fuerte y engendra la creencia; yo había creído que Albertine no se marcharía, porque yo lo deseaba y, porque lo deseaba, creí que no había muerto; me puse a leer libros sobre las mesas giratorias, empecé a considerar posible la inmortalidad del alma, pero no me bastaba. Era necesario que, después de mi muerte, volviese a encontrármela con su cuerpo, como si la eternidad se pareciese a la vida. ¿Qué digo «a la vida»? Era yo más exigente aún. Me habría gustado no estar para siempre privado por la muerte de los placeres que, sin embargo, no es la única en quitarnos, pues, sin ella, habrían acabado embotándose, habían empezado ya a estarlo por efecto de la costumbre antigua, de las nuevas curiosidades. Además, en la vida Albertine, incluso físicamente, habría cambiado poco a poco, día tras día me habría yo adaptado a su cambio, pero, al evocar mi recuerdo sólo ciertos momentos de ella, quería volver a verla tal como habría dejado de ser, si hubiese vivido; lo que quería era un milagro que satisficiese los límites naturales y arbitrarios de la memoria, que no puede salir del pasado. Sin embargo, yo imaginaba a aquella criatura viva con la ingenuidad de los teólogos antiguos, concediéndome sus explicaciones: ni siquiera las que pudiese darme, sino —mediante una contradicción interna— las que siempre me había denegado durante su vida. Y así, al ser su muerte como un sueño, mi amor le parecería una felicidad inesperada; de la muerte yo me quedaba exclusivamente con la comodidad y el optimismo de un desenlace que simplificara, que lo arreglase todo.
A veces no era tan lejos, no era en otro mundo donde imaginaba yo nuestra reunión. Así como en otro tiempo, cuando yo sólo conocía a Gilberte por jugar con ella en los Campos Elíseos, por la noche, en casa, me imaginaba que iba a recibir una carta de ella, en la que me confesaría su amor, que iba a entrar, como una misma fuerza de deseo, ateniéndose tan poco a las leyes físicas, que lo contrariarían, como la primera vez en relación con Gilberte, en la que, en definitiva, no se había equivocado, pues había tenido la última palabra, así también me hacía pensar ahora que iba a recibir una nota de Albertine en la que me informaría de que había tenido, en efecto, un accidente montando a caballo, pero que por razones novelescas (y como, en resumidas cuentas, ha ocurrido a veces en el caso de personas a las que durante mucho tiempo se había creído muertas) no había querido que yo me enterara de que se había curado y, ahora arrepentida, me pedía permiso para venir a vivir siempre conmigo y, al hacerme comprender muy bien lo que pueden ser ciertas locuras agradables de personas que, por lo demás, parecen razonables, sentía yo coexistir en mí la certidumbre de que estaba muerta y la incesante esperanza de verla entrar.
Aún no había recibido noticias de Aimé, pese a que ya debía de haber llegado a Balbec. Desde luego, mi investigación se refería a un aspecto secundario y muy arbitrariamente elegido. Si la vida de Albertine había sido de verdad culpable, debía de haber habido en ella muchas otras cosas más importantes, las que el azar no me había permitido conocer, como en el caso de aquella conversación sobre el salto de la ducha gracias al rubor de Albertine, pero precisamente esas cosas no existían para mí, ya que no las veía. Ahora bien, de forma totalmente arbitraria había saltado yo hasta aquel día y, varios años después, intentaba reconstituirlo. Si a Albertine le habían gustado las mujeres, había miles de otros días de su vida cuyo empleo no conocía yo y que podía ser tan interesante para mí conocer; habría podido enviar a Aimé a muchos otros sitios de Balbec, a muchas otras ciudades distintas de ésta, pero, precisamente porque no sabía el empleo que les había dado, aquellos días no se presentaban a mi imaginación, carecían de existencia en ella. Las cosas, las personas, no empezaban a existir para mí hasta que cobraban en mi imaginación una existencia individual. Si había miles de otras semejantes, se volvían para mí representativas del resto. Si desde hacía mucho había yo deseado saber —puesto a sospechar sobre Albertine— lo que había ocurrido en el caso de la ducha, era de la misma forma que —en cuanto a deseos de mujeres y aun sabiendo que había un gran número de muchachas y doncellas que podían valer tanto como ellas y de las que el azar habría podido igualmente hacerme oír hablar— quería conocer —puesto que eran aquellas de las que Saint-Loup me había hablado, las que existían individualmente en mí— a la joven que iba a las casas de citas y a la doncella de la Sra. Putbus. Las dificultades que mi salud, mi indecisión, mi «procrastinación», como decía Saint-Loup, ponían a cualquier realización, me habían hecho aplazar día tras día, mes tras mes, año tras año, el esclarecimiento de ciertas sospechas y la satisfacción de ciertos deseos, pero los conservaba en la memoria, al tiempo que me prometía no olvidarme de averiguar su realidad, porque eran los únicos que me obsesionaban (ya que los demás no carecían de forma para mí, no existían) y también porque el propio azar que los había elegido en medio de la realidad me garantizaba que sería sin duda con ellos, con un poco de la realidad, de la vida verdadera y codiciada, con los que entraría yo en contacto. Y, además, ¿es que acaso no basta un fenómeno menor, si está bien elegido, al experimentador para dilucidar una ley general que hará conocer la verdad sobre millares de fenómenos análogos? Aunque Albertine existiera en mi memoria sólo en el estado en que me había aparecido sucesivamente a lo largo de la vida, es decir, subdividida conforme a una serie de fracciones de tiempo, mi pensamiento, al restablecer la unidad en ella, rehacía una persona y sobre ésta quería yo emitir un juicio general, saber si me había mentido, si le gustaban las mujeres, si me había abandonado para frecuentarlas en libertad. Lo que dijera la encargada de las duchas tal vez pudiese zanjar para siempre mis dudas sobre las costumbres de Albertine.
¡Mis dudas! Yo había creído —¡ay!— que me resultaría indiferente, agradable incluso, dejar de ver a Albertine, hasta que su marcha me hubo revelado mi error. Asimismo, su muerte me había mostrado hasta qué punto me equivocaba al creer desear a veces su muerte y suponer que sería mi liberación. Del mismo modo comprendí, cuando recibí la carta de Aimé, que, si no había yo sufrido hasta entonces demasiado cruelmente a consecuencia de mis dudas sobre la virtud de Albertine, era porque en modo alguno lo eran en realidad. Mi felicidad, mi vida, necesitaban que Albertine fuese virtuosa, habían dejado establecido de una vez por todas que lo era. Provisto de esa creencia preservadora, podía dejar jugar sin peligro a mi cabeza tristemente con suposiciones a las que atribuía una forma, pero no fe. Me decía: «Tal vez le gusten las mujeres», como cuando se dice: «Podría morirme esta noche»; lo pensamos, pero no lo creemos, hacemos proyectos para el día siguiente. Eso explica que, al abrigar injustificadamente dudas sobre si gustaban o no las mujeres a Albertine y creer, por consiguiente, que una culpabilidad en el haber de Albertine no me aportaría nada en lo que no hubiese pensado con frecuencia, pude experimentar ante las imágenes, insignificantes para otros, un sufrimiento inesperado, el más cruel que había sentido hasta entonces y que formaba con dichas imágenes, con la imagen —¡ay!— de la propia Albertine, como un precipitado —como se dice en química— en el que todo era indivisible y del que el texto de la carta de Aimé, que he separado de forma totalmente convencional, no puede dar la menor idea, ya que cada una de las palabras que la componen resultaba al instante, transformada, coloreada para siempre, por el sufrimiento que acababa de inspirar.
Muy señor mío,
El señor me perdonará por no haber escrito antes. La persona a la que el señor me había encargado ver se había ausentado durante dos días y, deseoso de responder a la confianza que el señor había puesto en mí, no quería volver con las manos vacías. Acabo de hablar por fin con esa persona que recuerda perfectamente a la (Srta. A.).
Aimé, que tenía cierto rudimento cultural, quería poner Srta. A. en cursiva o entre comillas, pero, cuando quería poner comillas, trazaba un paréntesis y, cuando quería poner algo entre paréntesis, lo ponía entre comillas. Así, Françoise decía que alguien permanecía en mi calle para referirse a que moraba en ella y que se podía «morar» dos minutos por «permanecer», pues las faltas de la gente del pueblo con mucha frecuencia consisten simplemente en intercambiar —como ha hecho, por lo demás, la lengua francesa— términos que a lo largo de los siglos han pasado a ocupar recíprocamente uno el lugar del otro.
Según ella, lo que suponía el señor es absolutamente cierto. Para empezar, era ella la que atendía a la (Srta. A.), siempre que ésta iba a los baños. La (Srta. A.) iba con mucha frecuencia a tomar la ducha con una mujer alta y mayor que ella, siempre vestida de gris y a la que la encargada de las duchas, aunque no sabía su nombre, conocía por haberla visto a menudo buscar a muchachas, pero desde que conocía a la (Srta. A.) había dejado de prestar atención a las otras. La (Srta. A.) y ella se encerraban siempre en la cabina, en la que permanecían mucho tiempo, y la señora de gris daba al menos diez francos de propina a la persona con la que yo he hablado. Como me ha dicho esa persona, ya puede usted imaginarse que, si sólo hubieran estado enhebrando perlas, no me habrían dado diez francos de propina. La (Srta. A.) acudía también a veces con una mujer de piel muy oscura y con un impertinente, pero la mayoría de las veces la (Srta. A.) acudía con muchachas más jóvenes que ella, sobre todo una muy pelirroja. Salvo la señora de gris, las personas con las que la (Srta. A.) acostumbraba a acudir no eran de Balbec y debían de llegar con frecuencia de bastante lejos. Nunca entraban juntas, sino que entraba la (Srta. A.) y decía que dejara la puerta de la cabina abierta, que esperaba a una amiga, y la persona con la que yo he hablado sabía lo que eso quería decir. Esa persona no ha podido darme otros detalles, porque no recordaba demasiado bien, «cosa comprensible después de tanto tiempo». Por lo demás, esa persona no intentaba averiguar nada, porque es muy discreta y le interesaba, pues la (Srta. A.) le hacía ganar mucho. Se sintió muy conmovida al enterarse de que había muerto. Es cierto que, al ser tan joven, es una gran desgracia para ella y para los suyos. Espero las órdenes del señor para saber si puedo marcharme de Balbec, donde no creo que me entere de nada más. Vuelvo a dar las gracias al señor por el viajecito que así me ha brindado y que me ha resultado muy agradable, sobre todo porque el tiempo no podría ser más favorable. La temporada se anuncia prometedora para este año. Esperan que el señor acuda este verano a hacer una aparición, aunque sea corta.
No encuentro nada más interesante que decir al señor, etcétera.
Para comprender la profundidad con la que aquellas palabras entraban en mí, conviene recordar que las preguntas que yo me hacía sobre Albertine no eran accesorias, indiferentes, cuestiones de detalle, las únicas, en realidad, que nos hacemos respecto de todas las personas que no son nosotros, lo que nos permite caminar, cubiertos con un pensamiento impermeable, en medio del sufrimiento, de la mentira, del vicio y de la muerte. No, en el caso de Albertine era una cuestión esencial: en su fondo, ¿qué era, en qué pensaba, qué le gustaba? ¿Me mentía? ¿Habría sido mi vida con ella tan lamentable como la de Swann con Odette? Por eso, donde la respuesta de Aimé, aunque no fuese general, sino particular —y precisamente por eso— tocaba, era precisamente en las profundidades de Albertine y de mí.
Por fin veía yo ante mí, en aquella llegada de Albertine a la ducha por la callecita con la señora de gris, un fragmento de aquel pasado, que no me parecía menos misterioso, menos espantoso de lo que me temía cuando lo imaginaba encerrado en el recuerdo, en la mirada de Albertine. Seguramente, cualquier otro, aparte de mí, habría podido considerar insignificantes aquellos detalles a los que la imposibilidad en que me encontraba, por haber muerto Albertine, de que ésta los refutara confería algo así como una probabilidad. Es probable incluso que, aunque hubieran sido ciertas, aunque las hubiese confesado, para Albertine sus propias faltas —ya las considerara su conciencia inocentes o censurables, ya las considerase su sensualidad deliciosas o bastante insulsas— habrían estado desprovistas de esa inexpresable impresión de horror de la que no las separaba yo. Yo mismo, gracias a mi gusto por las mujeres y aunque no debían de haber sido lo mismo para Albertine, podía imaginar un poco lo que sentía y, desde luego, constituía ya un principio de sufrimiento imaginármela deseando como con tanta frecuencia lo había hecho yo, mintiéndome como tan a menudo le había mentido yo, interesada en tal o cual muchacha, metiéndose en gastos por ella, como yo por la Srta. de Stermaria, por tantas otras o por las campesinas con las que me encontraba en el campo. Sí, todos mis deseos me ayudaban en cierta medida a comprender los suyos; era ya un gran sufrimiento, en el que todos los deseos, cuanto más intensos habían sido, se convertían en tormentos tanto más crueles; como si en esa álgebra de la sensibilidad reaparecieran con el mismo coeficiente, pero con el signo menos en lugar del signo más. En el caso de Albertine, por lo que podía yo juzgar por mí mismo, sus faltas, fuera cual fuese la voluntad que tuviera de ocultármelas, cosa que me hacía suponer que se consideraba culpable o temía apenarme, por haberlas preparado a su modo con la clara luz de la imaginación, en la que se fragua el deseo, le parecían, de todos modos, cosas de la misma naturaleza que el resto de la vida, placeres para ella que no había tenido el valor de denegarse, penas para mí que había procurado no causarme ocultándolos, pero placeres y penas que podían figurar en medio de los demás de la vida, pero a mí del exterior, de la carta de Aimé, me habían llegado —sin que estuviera prevenido, sin que hubiese podido yo mismo elaborarlas— aquellas imágenes de Albertine, al acudir a la ducha y preparar la propina.
Seguramente, porque en aquella llegada silenciosa y deliberada de Albertine con la mujer de gris veía yo las citas que se habían dado, esa convención de ir a hacer el amor en una cabina de duchas, que entrañaba una experiencia de la corrupción, la organización bien disimulada de toda una doble existencia, porque esas imágenes me aportaban la terrible noticia de la culpabilidad de Albertine, me habían causado inmediatamente un dolor físico del que no se separarían nunca más, pero en seguida el dolor había reaccionado sobre ellas; un hecho objetivo, como una imagen, es diferente según el estado interior con el que se lo aborde y el dolor es un modificador de la realidad tan potente como la embriaguez. Combinado con esas imágenes, el sufrimiento había hecho con ellas al instante algo absolutamente distinto de lo que pueden ser para cualquier otra persona una señora de gris, una propina, una ducha, la calle en la que se producía la llegada deliberada de Albertine con la señora de gris. Mi sufrimiento había alterado inmediatamente en su materia misma todas aquellas imágenes —panorama de una vida de mentiras y faltas como yo no había concebido nunca— y yo no las veía a la luz que ilumina los espectáculos de la Tierra: era un fragmento de otro mundo, de un planeta desconocido y maldito, una vista del infierno. El infierno era todo aquel Balbec, todos aquellos pueblos circunvecinos de donde, según la carta de Aimé, hacía acudir con frecuencia a las muchachas más jóvenes a las que llevaba a la ducha. ¡Cómo quedaba ahora todo lo relativo a Balbec atrozmente impregnado de aquel misterio que en tiempos había yo imaginado en aquel país de Balbec y que se había disipado, cuando había yo vivido en él, que después había esperado volver a aprehender al conocer a Albertine, porque, cuando la veía pasar por la playa, cuando estaba lo bastante loco para desear que no fuera virtuosa, pensaba que debía de encarnarlo! Los nombres —Toutainville, Épreville, Incarville— de aquellas estaciones, que habían llegado a ser tan familiares, tan tranquilizadores, cuando los oía por la noche al volver de la casa de los Verdurin, me infundían —al pensar en que Albertine había vivido en una, se había paseado hasta la otra, había podido ir con frecuencia en bicicleta a la tercera— una ansiedad más cruel que la primera vez, en que las veía yo con tanto desasosiego desde el trenecito de vía estrecha, con mi abuela, antes de llegar a Balbec, que aún no conocía.
Una de las virtudes de los celos es la de revelarnos hasta qué punto la realidad de los fenómenos exteriores y los sentimientos del alma son algo desconocido que se presta a mil suposiciones. Creemos saber exactamente las cosas y lo que piensan las personas, por la sencilla razón de que no nos preocupan, pero, en cuanto sentimos el deseo de saber, como le ocurre al celoso, entonces se trata de un caleidoscopio vertiginoso en el que ya no distinguimos nada. ¿Con quién, en qué casa, qué día —aquel en que me había dicho tal cosa, en que, según recordaba, había dicho yo durante el día esto o lo otro— me había engañado Albertine? No lo sabía. Tampoco sabía qué sentía por mí, si estaba inspirado por el interés, por el cariño y, de repente, recordaba determinado incidente insignificante: por ejemplo, que Albertine había querido ir a Saint-Martin-le-Vêtu, porque, según decía, aquel nombre le interesaba y tal vez simplemente por haber conocido allí a alguna campesina, pero de nada servía que Aimé me hubiera comunicado las informaciones de la encargada de las duchas, pues Albertine iba a ignorar eternamente que así había sido, ya que en mi amor a Albertine la necesidad de saber siempre había sido menor que la necesidad de demostrarle que sabía. Es que así se anulaba entre nosotros la separación de ilusiones diferentes, si bien nunca dio como resultado que me quisiera más, sino al contrario. Ahora bien, desde que había muerto, la segunda de esas necesidades estaba —mira por dónde— amalgamada con el efecto de la primera: imaginar la conversación en la que me habría gustado comunicarle aquello de lo que me había enterado tan acaloradamente como aquella en que le habría preguntado por lo que no sabía, es decir, verla junto a mí, oírla responderme con afabilidad, ver sus mejillas volver a hincharse, sus ojos perder la malicia y cobrar tristeza, es decir, seguir amándola y olvidar la furia de mis celos en la desesperación de mi aislamiento. El doloroso misterio de esa imposibilidad de no hacerle saber nunca aquello de lo que me había enterado y basar nuestras relaciones en la verdad de lo que acababa de descubrir (y que tal vez sólo hubiera podido descubrir porque estaba muerta) substituía el misterio más doloroso de su conducta por su tristeza. ¡Cómo! ¡Haber deseado tanto que Albertine, quien ya no existía, supiese que yo me había enterado de la historia de la sala de las duchas! Era una más de las consecuencias de esa imposibilidad en que nos encontramos, cuando tenemos que reflexionar sobre la muerte, imaginar algo diferente de la vida. Albertine ya no existía, pero para mí era la persona que me había ocultado sus citas con mujeres en Balbec y creía haber logrado ocultármelas. Cuando pensamos en lo que ocurrirá después de nuestra muerte, ¿acaso no proyectamos por error a nosotros mismos vivos en ese momento? ¿Y acaso es mucho más ridículo, en una palabra, lamentar que una mujer que ya no existe ignore que nos hemos enterado de lo que hacía seis años atrás que desear que dentro de un siglo, cuando hayamos muerto, siga hablando el público favorablemente de nosotros mismos? Si bien hay más fundamento real en lo segundo que en lo primero, no por ello dejaban de deberse los pesares de mis celos al mismo error óptico que en los demás hombres el deseo de gloria póstuma. Sin embargo, si bien esa impresión de lo que de solemnemente definitivo había en mi separación de Albertine había substituido por un momento a la idea de esas faltas, no hacía sino agravarlas, al conferirles un carácter irremediable. Yo me veía perdido en la vida como en una playa ilimitada en la que estaba solo y en la que, siguiera la dirección que siguiese, nunca la encontraría. Por fortuna, encontré muy a propósito en mi memoria —pues siempre hay toda clase de cosas, unas peligrosas, otras saludables, en ese revoltijo en el que los recuerdos sólo se van aclarando uno por uno— y descubrí —como un obrero el objeto que le será útil para lo que quiere hacer— unas palabras de mi abuela. A propósito de una historia inverosímil que la duquesa había contado a la Sra. de Villeparisis, me había dicho: «Es una mujer que debe de tener la enfermedad de la mentira». Aquel recuerdo me resultó de mucha ayuda. ¿Qué alcance podía tener lo que había dicho la encargada de las duchas a Aimé, en vista de que, a fin de cuentas, no había visto nada? Se puede ir a tomar duchas con amigas sin que por ello se deba pensar en malas acciones. Tal vez la encargada de las duchas, para jactarse, exagerara a fin de obtener una mayor propina. Yo había oído a Françoise sostener en cierta ocasión que mi tía Léonie había afirmado delante de ella tener «un millón que gastar al mes», lo que constituía una auténtica locura, y, en otra ocasión, que había visto a mi tía Léonie dar a Eulalie cuatro billetes de mil francos, cuando, en realidad, un billete de cincuenta francos plegado en cuatro me parecía ya poco verosímil, y así buscaba yo y poco a poco logré deshacerme de la dolorosa certidumbre que tanto me había costado adquirir, bamboleándome siempre entre el deseo de saber y el miedo a sufrir. Entonces pudo renacer mi cariño, pero al instante, junto con ella, la tristeza de estar separado de Albertine, con lo que tal vez me sintiera aún más desdichado que en los momentos recientes en los que lo que me torturaba eran los celos, pero éstos renacieron de pronto al pensar en Balbec, por haber vuelto a ver de repente y por casualidad la imagen —que hasta entonces nunca me había hecho sufrir y me parecía incluso una de las más inofensivas de mi memoria— del comedor de Balbec por la noche con toda aquella población amontonada al otro lado de la vidriera, como delante del cristal iluminado de un acuario, conglomerado en el que se rozaban (nunca se me había ocurrido) las pescadoras y las hijas del pueblo con las pequeñas burguesas envidiosas de aquel lujo nuevo en Balbec —y del que, si no la fortuna, al menos la avaricia y la tradición privaban a sus padres—, entre las cuales estaría, seguro, casi todas las noches Albertine, a la que yo no conocía aún y que tal vez se ligara allí a alguna muchacha con la que se reuniría unos minutos después en la obscuridad, en la arena, o en una cabina abandonada, al pie del acantilado. Después la que renacía era mi tristeza: acababa de oír como una condena al exilio el sonido del ascensor que, en lugar de detenerse en mi piso, seguía subiendo. Sin embargo, la única persona cuya vista podía yo haber deseado nunca más vendría: estaba muerta. Y, aun así, cuando el ascensor se detenía en mi piso, mi corazón palpitaba y por un instante pensaba yo: «¡Si todo esto fuera un simple sueño! Tal vez sea ella, va a llamar, vuelve, Françoise va a entrar a decirme con más espanto que cólera, pues es más supersticiosa aún que vengativa y temería menos a la viva que a la que tal vez considere una resucitada: “El señor nunca adivinaría quién ha venido”». Yo intentaba no pensar en nada, coger un periódico, pero la lectura de aquellos artículos escritos por personas que no sentían un dolor real me resultaba insoportable. Uno decía sobre una canción insignificante: «Dan ganas de llorar», mientras que, si Albertine hubiera vivido, yo la habría escuchado con mucha alegría. Otro, pese a ser un gran escritor, por haber sido aclamado al apearse de un tren, decía que había recibido muestras de simpatía inolvidables, mientras que yo, si las hubiese recibido, ni siquiera habría pensado un instante en ellas, y un tercero aseguraba que, sin la enojosa política, la vida de París sería «absolutamente deliciosa», mientras que yo sabía perfectamente que, aun sin política, esta vida sólo podía resultarme atroz y me habría parecido deliciosa, aun con política, si hubiera vuelto a ver a Albertine. El cronista cinegético decía (era el mes de mayo): «Esta época es en verdad dolorosa o, mejor dicho, siniestra para el verdadero cazador, pues no hay nada, absolutamente nada, a lo que disparar», y el cronista del «Salón»: «Ante esa forma de organizar una exposición, sentimos un inmenso desánimo, una tristeza infinita...». Si bien la fuerza de lo que sentía yo me presentaba como mendaces y pálidas las expresiones de quienes no tenían felicidades ni desdichas verdaderas, las líneas más insignificantes que se podían relacionar, por remotamente que fuera, con Normandía o Niza o con los establecimientos hidroterápicos o con la Berma o con la princesa de Guermantes o con el amor o con la ausencia o con la infidelidad, volvían, en cambio, a colocar bruscamente delante de mí, sin que hubiese tenido tiempo de apartarme, la imagen de Albertine y volvía a echarme a llorar. Por lo demás, habitualmente ni siquiera podía leer esos periódicos, pues el simple gesto de abrir uno me recordaba a la vez que hacía otros semejantes cuando vivía Albertine y que ésta ya no vivía; los dejaba caer sin fuerzas para abrirlos hasta el final. Cada una de las impresiones evocaba otra idéntica, pero herida, porque se había suprimido de ella la existencia de Albertine; de modo, que nunca tenía valor para vivir hasta el final aquellos minutos mutilados. Incluso cuando poco a poco fue dejando de estar presente en mi pensamiento y omnipotente en mi corazón, sufría de pronto, si debía entrar —como en la época en que ella estaba allí— en su habitación a buscar luz o a sentarme junto a la pianola. Durante mucho tiempo vivió —dividida en diosecillos familiares— en la llama de la vela, el pomo de la puerta, el respaldo de una silla y otras esferas más inmateriales, como una noche de insomnio o la emoción que me infundía la primera vista de una mujer que me había gustado. Aun así, las pocas frases que mis ojos leían en un día o que mi pensamiento recordaba haber leído me infundían con frecuencia unos celos crueles. Para ello, no necesitaban tanto brindarme un argumento válido a favor de la inmoralidad de las mujeres cuanto devolverme una impresión antigua vinculada con la existencia de Albertine. Entonces, sus faltas, transportadas a un momento olvidado cuya intensidad no había debilitado para mí la costumbre de pensar en ellas y en el que aún vivía Albertine, cobraban un cariz más cercano, más angustioso, más atroz. Entonces volvía a preguntarme si las revelaciones de la encargada de las duchas eran falsas. Una buena forma de saber la verdad habría sido la de enviar a Aimé a Touraine a pasar unos días cerca de la quinta de la Sra. Bontemps. Si a Albertine le gustaban los placeres que una mujer obtiene con las mujeres, si me había abandonado para no verse privada por más tiempo de ellos, nada más quedar libre debía de haber intentado entregarse a ellos y haberlo logrado en un país que conocía y que, si no hubiera pensado encontrar en él más facilidades que en mi casa, no habría elegido para retirarse. Seguramente nada tenía de extraordinario que la muerte de Albertine hubiera cambiado tan poco mis preocupaciones. Cuando nuestra amante está viva, una gran parte de los pensamientos que constituyen lo que llamamos amor se nos ocurren durante las horas en que no está junto a nosotros. Así, nos acostumbramos a tener de objeto de ensoñación a una persona ausente y que, aunque sólo lo esté unas horas, durante ellas es un simple recuerdo. Por eso, la muerte no cambia gran cosa. Cuando volvió Aimé, le pedí que saliera para Châtellerault y, así, puedo decir que todo aquel año mi vida siguió colmada —no sólo por mis pensamientos, mis tristezas, la emoción que me inspiraba un nombre asociado, por remotamente que fuera, con cierta persona, sino también por todas mis acciones, por las investigaciones que hacía, por el empleo que daba a mi dinero— por un amor, por una auténtica unión y su objeto era una muerta. Se dice a veces que, si una persona era un artista y puso algo de esmero en su obra, puede subsistir algo de ella después de su muerte. Tal vez sea del mismo modo que algo así como un esqueje tomado de una persona y transplantado en el corazón de otra continúa prosiguiendo su propia vida en éste cuando la persona de la que procedía ha perecido.
Aimé fue a alojarse junto a la quinta de la Sra. Bontemps; conoció a una doncella y a un alquilador de automóviles al que Albertine solicitaba uno con frecuencia para pasar todo el día. Aquellas personas no habían notado nada. En una segunda carta, Aimé me decía haberse enterado por una lavanderita de la ciudad de que Albertine tenía una forma particular de apretarle el brazo, cuando aquélla le llevaba la ropa. Pero, según decía, aquella señorita nunca le había hecho nada más. Envié a Aimé el dinero para pagar su viaje, para pagar el daño que acababa de hacerme con su carta, y, sin embargo, yo me esforzaba por curarlo pensando que se trataba de una familiaridad que no demostraba ningún deseo vicioso, cuando recibí un telegrama de Aimé: HE SABIDO LAS COSAS MÁS INTERESANTES. TENGO MUCHAS NOTICIAS PARA EL SEÑOR. SIGUE CARTA. El día siguiente, llegó una carta cuyo sobre bastó para hacerme estremecer; había reconocido que era de Aimé, pues todas las personas, incluso las más humildes, tienen bajo su dependencia esos pequeños seres familiares, a la vez vivos y acostados como con un entumecimiento en el papel: los caracteres de su escritura, que sólo ellos poseen.
Al principio, la lavanderita no quiso decirme nada, me aseguraba que la Srta. Albertine nunca había hecho otra cosa que pellizcarle el brazo, pero, para hacerla hablar, la llevé a cenar y le di de beber. Entonces me contó que la Srta. Albertine se veía con frecuencia con ella a orillas del Loira, cuando iba a bañarse, que la Srta. Albertine, quien tenía la costumbre de levantarse muy temprano para ir a bañarse, acostumbraba a encontrarse con ella al borde del agua, en un lugar en el que los árboles son tan espesos, que no se ve nada detrás de ellos, aparte de que a esa hora no hay nadie que pueda ver. Luego la lavandera llevaba a sus amiguitas y se bañaban y después, como ya hacía mucho calor allí, incluso bajo los árboles, se quedaban en la ribera para secarse, acariciándose, haciéndose cosquillas, jugando. La lavanderita me confesó que le gustaba mucho divertirse con sus amiguitas y que, al ver a la Srta. Albertine frotarse siempre contra ella con su bata, le había dicho que se la quitara y le hacía caricias con la lengua a lo largo del cuello y los brazos e incluso en la planta de los pies, que la Srta. Albertine le ofrecía. También la lavandera se desnudaba y jugaban a empujarse en el agua. Aquella noche no me dijo nada más, pero, con mi absoluta voluntad de cumplir sus órdenes y dispuesto a hacer cualquier cosa para satisfacerlo, me acosté con la lavanderita. Me preguntó si quería que me hiciera lo que hacía a la Srta. Albertine, cuando ésta se quitaba el traje de baño y añadió: (Si hubiese usted visto cómo se agitaba, aquella señorita, y me decía: (¡Ah! Me haces sentirme en la gloria), y estaba tan nerviosa, que no podía por menos de morderme). Vi aún la señal en el brazo de la lavanderita y comprendo el placer de la Srta. Albertine, pues esa chiquilla es muy hábil, la verdad.
Yo había sufrido mucho en Balbec cuando Albertine me había explicado su amistad con la Srta. Vinteuil, pero entonces estaba allí Albertine para consolarme. Después, cuando, por haber intentado demasiado conocer las acciones de Albertine, había logrado que se marchara de mi casa, cuando Françoise me había anunciado que ya no estaba y me había encontrado solo, había sufrido más, pero al menos la Albertine a la que había yo amado seguía dentro de mi corazón. Ahora, en su lugar —para castigarme por haber llevado demasiado lejos una curiosidad a la que, contrariamente a lo que había supuesto, la muerte no había puesto fin— con lo que me encontraba era con una muchacha diferente, que multiplicaba las mentiras y los engaños, mientras que la otra me había tranquilizado con tanta dulzura al jurarme no haber conocido nunca aquellos placeres, que, con la embriaguez de su libertad recuperada, había ido a saborear hasta el desmayo, hasta morder a aquella lavanderita con la que se reunía a la salida del sol, a orillas del Loira, y a la que decía: «Me haces sentirme en la gloria». Era una Albertine diferente, no sólo en el sentido en que entendemos esta palabra, cuando se refiere a los demás. Si los demás son distintos de lo que hemos creído, como esa diferencia no nos atañe profundamente y el péndulo de la intuición sólo puede proyectar hacia fuera una oscilación igual a la que ha ejecutado en el sentido interior, situamos esas diferencias en regiones superficiales de ellos. En tiempos, cuando yo me enteraba de que a una mujer le gustaban las mujeres, no por ello me parecía una mujer diferente, con una esencia particular, pero, si se trata de una mujer a la que amamos, para librarnos del dolor que sentimos ante la idea de que así pueda ser, intentamos saber no sólo lo que ha hecho, sino también lo que sentía al hacerlo, qué idea tenía de lo que hacía; entonces, descendiendo cada vez más por la profundidad del dolor, alcanzamos el misterio, la esencia. Yo sufría hasta el fondo de mí mismo, incluso en el cuerpo, en el corazón, mucho más de lo que me habría hecho sufrir el miedo a perder la vida, por aquella curiosidad en la que colaboraban todas las fuerzas de mi inteligencia y mi inconsciente y así, en las profundidades mismas de Albertine, proyectaba ahora todo lo que averiguaba sobre ella. Y el dolor que había hecho penetrar, así, en mí hasta semejante profundidad la realidad del vicio de Albertine me prestó mucho más adelante un último servicio. El daño que me había hecho Albertine, como el que yo había hecho a mi abuela, fue un último vínculo entre ella y yo y que sobrevivió incluso al recuerdo, pues, con la conservación de energía con la que cuenta todo lo físico, el sufrimiento ni siquiera necesita las lecciones de la memoria: así, un hombre que ha olvidado las hermosas noches pasadas a la luz de la luna en los bosques sufre aún el reúma que pescó en ellos.
Aquellas inclinaciones que ella negaba y tenía y cuyo descubrimiento por mi parte no se debía a un frío razonamiento, sino al intenso dolor sentido al leer estas palabras: «Me haces sentirme en la gloria», y que les atribuía una particularidad cualitativa, no se añadían sólo a la imagen de Albertine como se añade al ermitaño la concha nueva que arrastra tras sí, sino mucho más como una sal que entra en contacto con otra sal y cambia su color y más aún: su naturaleza. Cuando la lavanderita debía de haber dicho a sus amiguitas: «Fijaos, yo no lo habría creído, pero la señorita “entiende” también», para mí no era sólo un vicio primero insospechado por ellas y que añadían a la persona de Albertine, sino también el descubrimiento de que era otra persona, una persona como ellas, que hablaba la misma lengua, lo que, al hacerla compatriota de otras, me la volvía aún más ajena para mí, demostraba que lo que yo había recibido de ella, lo que llevaba en el corazón, era sólo un poquito de ella y que el resto, que cobraba tanta extensión por no ser sólo esa cosa ya tan misteriosamente importante, un deseo individual, sino también por ser común a otras, me lo había ocultado siempre, me había mantenido aparte, como una mujer que me hubiese ocultado que era de un país enemigo y espía e incluso hubiese actuado más traicioneramente aún que una espía, pues ésta sólo engaña sobre su nacionalidad, mientras que Albertine lo hacía sobre su humanidad más profunda, sobre lo que no pertenecía a la humanidad común, sino a una raza extraña que se mezcla con ella, se oculta en ella y nunca se funde con ella. Precisamente había visto yo dos cuadros de Elstir en los que en un paisaje frondoso aparecen mujeres desnudas. En uno de ellos, una de las muchachas alza el pie, como Albertine debía de hacerlo, cuando se lo ofrecía a la lavandera. Con el otro empuja al agua a la otra muchacha que se resiste, alegre, con el muslo alzado y el pie apenas sumergido en el agua azul. Ahora recordaba yo que, así alzado, el muslo formaba el mismo meandro de cuello de cisne con el ángulo de la rodilla que el que formaba la caída del muslo de Albertine, cuando estaba a mi lado en la cama, y con frecuencia había querido yo decirle que me recordaba a aquellos cuadros, pero no lo había hecho para no despertar en ella la imagen de cuerpos desnudos de mujeres. Ahora la veía yo junto a la lavandera y sus amigas recomponer el grupo que tanto me había gustado cuando estaba sentado en medio de las amigas de Albertine en Balbec, y, si hubiera sido exclusivamente un aficionado sensible a la belleza, habría reconocido que Albertine lo recomponía mil veces más hermoso, ahora que sus elementos eran las estatuas desnudas de diosas como las que los grandes escultores diseminaban en Versalles bajo los bosquecillos o daban en los estanques a lavar y a bruñir con las caricias del agua. Ahora, junto a la lavandera, la veía yo como una muchacha al borde del agua, con su doble desnudez de mármoles femeninos, en medio de las tufaradas, de las vegetaciones, y sumergidas en el agua como bajorrelieves náuticos. Al recordar que Albertine estaba sobre mi cama, creía ver su muslo curvado, lo veía, era un cuello de cisne, buscaba la boca de la otra muchacha. Entonces yo no veía siquiera un muslo, sino el atrevido cuello de un cisne, como el que en un estudio estremecido busca la boca de una Leda que vemos con toda la palpitación específica del placer femenino, porque sólo hay un cisne y parece más sola, así como descubrimos en el teléfono las inflexiones de una voz que no distinguimos, mientras no esté disociada de un rostro en el que objetivamos su expresión. En ese estudio, el placer, en lugar de ir hacia la mujer que lo inspira y que está ausente, substituida por un cisne inerte, se concentra en la que lo siente. A veces se interrumpía la comunicación entre mi corazón y mi memoria. Lo que Albertine había hecho con la lavandera ya sólo me lo indicaban abreviaciones casi algebraicas, que nada significaban ya para mí, pero cien veces por hora se restablecía la corriente interrumpida y mi corazón ardía sin piedad con un fuego del infierno, mientras veía a Albertine resucitada por mis celos, viva de verdad, ponerse rígida con las caricias de la lavanderita, a la que decía: «Me haces sentirme en la gloria». Como estaba viva en el momento en el que cometía su falta, es decir, en el momento en que me encontraba yo mismo, no me bastaba con conocer dicha falta, me habría gustado que ella lo supiera. Por eso, si bien en aquellos momentos lamentaba que no volvería a verla, esa pena llevaba la marca de mis celos y, por ser muy diferente de la —desgarradora— de los momentos en que la amaba, era la de no poder decirle: «Tú creías que no me enteraría nunca de lo que hiciste después de separarte de mí, pero, mira, lo sé todo: a la lavandera al borde del Loira le decías: “Me haces sentirme en la gloria”, y he visto el mordisco que le diste». Desde luego, yo pensaba: «¿Por qué he de atormentarme? La que recibió placer con la lavandera ya no existe, por lo que no era una persona cuyas acciones conserven valor. Ella no piensa que yo lo sé, pero tampoco que no sé, puesto que no piensa». Pero ese razonamiento me convencía menos que la vista de su placer, que me remitía al momento en que ella lo había sentido. Lo que sentimos existe sólo para nosotros y lo proyectamos en el pasado, en el futuro, sin dejarnos detener por las barreras ficticias de la muerte. Si bien mi pena por que hubiera muerto sufría en aquellos momentos la influencia de mis celos y cobraba aquella forma tan particular, aquella influencia se extendió, naturalmente, a mis sueños de ocultismo, de inmortalidad, que eran un simple esfuerzo para intentar realizar lo que deseaba. Por eso, en aquellos momentos, si hubiese podido evocarla haciendo girar una mesa, como en tiempos lo consideraba posible Bergotte, o encontrándomela en el otro mundo, como pensaba el padre X***, sólo lo habría deseado para repetirle: «Lo sé por la lavandera. Tú decías: “Me haces sentirme en la gloria”; y he visto el mordisco que le diste». Lo que vino en mi ayuda contra aquella imagen de la lavandera fue —cuando hubo durado un poco, desde luego— aquella imagen misma, porque sólo conocemos de verdad lo nuevo, lo que introduce bruscamente en nuestra sensibilidad un cambio de tono que nos sorprende, lo que la costumbre no ha substituido aún por sus pálidos facsímiles, pero sobre todo aquel fraccionamiento de Albertine en numerosas partes, en numerosas Albertines, era su modo de existencia en mí. Volvieron momentos en que ella había sido buena o inteligente o seria o incluso amante sobre todo de los deportes. ¿Y acaso no era lógico que aquel fraccionamiento me calmara? Pues, si bien no era en sí algo real, si se debía a la forma sucesiva de las horas en que se me había presentado ella, forma que permanecía sola en mi memoria, como la curvatura de las proyecciones de mi linterna mágica se debía a la curvatura de los cristales coloreados, ¿acaso no representaba a su modo una verdad muy objetiva, a saber, que cada uno de nosotros no es uno, sino que contiene numerosas personas todas las cuales no tienen el mismo valor moral y que, si bien había existido la Albertine viciosa, no por ello dejaba de poder haber habido otras, aquella a la que le gustaba charlar conmigo sobre Saint-Simon en su habitación, la que la noche en que le había dicho yo que debíamos separarnos había comentado con tanta tristeza: «Esta pianola, esta habitación, pensar que no voy a volver a ver nunca todo esto», y, cuando había visto la emoción que mi mentira había acabado infundiéndome, había exclamado: «¡Oh, no! Cualquier cosa, menos causarte pena; de acuerdo, no intentaré volver a verte»? Entonces dejé de estar solo: sentí que desaparecía aquel tabique que nos separaba. Puesto que había vuelto aquella Albertine buena, había yo recuperado a la única persona a la que podía pedir el antídoto de los sufrimientos que Albertine me causaba. Cierto es que yo seguía deseando hablarle de la historia de la lavandera, pero ya no al modo de un cruel triunfo y para mostrarle aviesamente que lo sabía. Como habría hecho, si Albertine hubiese estado viva, le pregunté con cariño si era verdad la historia de la lavandera. Me juró que no, que Aimé no era veraz y que, como quería parecer que se había ganado con creces el dinero que yo le había dado, no había querido volver con las manos vacías y había hecho decir lo que él quería a la lavandera. Seguramente Albertine no había cesado de mentirme. Sin embargo, yo tenía la sensación de que en el flujo y reflujo de sus contradicciones había habido cierta progresión debida a mí. No habría jurado que ella no me hubiera hecho confidencias al comienzo (tal vez —cierto es— involuntarias, en una frase que se le escapara): ya no lo recordaba. Y, además, tenía unas formas tan extrañas de llamar a ciertas cosas, que podían significar «sí» o «no», pero la sensación que había tenido de mis celos la había movido después a retractarse con horror de lo que al principio había confesado de buen grado. Por lo demás, Albertine ni siquiera necesitaba decirme eso. Para estar convencido de su inocencia, me bastaba con abrazarla y, en vista de que había caído el tabique que nos separaba, semejante al —impalpable y resistente— que, después de una riña, se eleva entre dos enamorados y contra el cual chocarían los besos, podía hacerlo. No, no necesitaba decirme nada. Que hubiera hecho lo que hubiese querido, la pobrecilla: había sentimientos que, por encima de lo que nos dividía, podían unirnos. Si la historia era verdadera y si Albertine me había ocultado sus inclinaciones, era para no causarme pena. Me encantó oírselo decir a aquella Albertine. Por lo demás, ¿acaso había conocido jamás a otra? Las dos mayores causas de errores en nuestras relaciones con otra persona son tener buen corazón o amarla. Amamos por una sonrisa, por una mirada, por un hombro. Con eso basta, por lo que en las largas horas de esperanza o tristeza fabricamos a una persona, componemos un carácter y, cuando más adelante frecuentamos a la persona amada, podemos tan poco —sean cuales fueren las crueldades ante las que nos encontremos— suprimir ese buen carácter, esa naturaleza de mujer que nos ama, a la persona que tiene semejante mirada, semejante hombro, como privar de su primer rostro, cuando es vieja, a una persona que conocemos desde su juventud. Evoqué la hermosa mirada, buena y piadosa, de aquella Albertine, sus gruesas mejillas, su cuello con grandes granos. Era la imagen de una muerta, pero, como vivía, me resultó cómodo hacer inmediatamente lo que habría hecho sin falta, si hubiera estado viva junto a mí (lo que haría, si alguna vez hubiera de volver a encontrármela en otra vida): la perdoné.
Los instantes que había vivido junto a aquella Albertine me resultaban tan preciosos, que me habría gustado no dejar escapar ninguno. Ahora bien, a veces, así como se recuperan las migajas de una fortuna disipada, volvía a encontrar algunos que habían parecido perdidos: al anudar un pañuelo en torno a mi cuello, en lugar de colocármelo por delante, recordé un paseo en el que no había vuelto a pensar nunca y en el que, para que el aire frío no pudiera llegarme a la garganta, Albertine me lo había dispuesto de ese modo, después de haberme besado. Aquel paseo tan sencillo, devuelto a mi memoria por un gesto tan humilde, me dio el placer de esos objetos íntimos que han pertenecido a una muerta querida, tan caros para nosotros, y que nos trae su anciana doncella; mi pena resultaba tanto más intensificada cuanto que nunca había vuelto a pensar en aquel pañuelo.
Ahora Albertine, suelta de nuevo, había reanudado su vuelo; hombres y mujeres la seguían. Vivía en mí. Yo me daba cuenta de que aquel gran amor prolongado por Albertine era como la sombra del sentimiento que había abrigado para con ella, reproducía sus diversos elementos y obedecía a las mismas leyes que la realidad sentimental que reflejaba, más allá de la muerte, pues tenía yo la sensación muy clara de que, si bien podía dejar algún intervalo entre mis pensamientos sobre Albertine, si hubieran sido demasiados, habría dejado de amarla; con ese corte se me habría vuelto indiferente, como me resultaba ahora mi abuela. Demasiado tiempo transcurrido sin pensar en ella habría roto en mi recuerdo la continuidad que es el principio mismo de la vida, si bien se puede reanudar al cabo de cierto intervalo temporal. ¿Acaso no había sido así con mi amor por Albertine, cuando vivía, que había podido reanudarse después de un intervalo bastante largo durante el cual no había yo pensado en ella? Ahora bien, mi recuerdo debía obedecer a las mismas leyes, no poder soportar más largos intervalos, pues lo único que hacía —como una aurora boreal— era reflejar después de la muerte de Albertine el sentimiento que yo había abrigado para con ella: era como la sombra de mi amor.
Otras veces mi pena cobraba tantas formas, que a veces yo ya no la reconocía; yo deseaba tener un gran amor, quería buscar a una persona que viviese junto a mí, me parecía la señal de que ya no amaba a Albertine, cuando, en realidad, era la de que seguía amándola, pues esa necesidad de sentir un gran amor era tan sólo —como la de besar las gruesas mejillas de Albertine— una parte de mi pena. Cuando la hubiera olvidado, podría parecerme más sensato, más feliz, vivir sin amor. Así, la añoranza de Albertine, por ser la que hacía nacer en mí la necesidad de una hermana, la volvía insaciable y, a medida que se debilitara, la necesidad de una hermana, que no era sino una forma inconsciente, resultaría menos imperiosa y, sin embargo, aquellos dos restos de mi amor no siguieron, en su disminución, una marcha igualmente rápida. Había horas en las que estaba decidido a casarme, de tanto como el primero sufría un profundo eclipse, mientras que el segundo, al contrario, conservaba una gran fuerza, y, en cambio, más adelante, cuando ya se habían apagado mis recuerdos celosos, a veces volvía a subirme de repente hasta el corazón el cariño a Albertine y entonces, al pensar en mis amores a otras mujeres, me decía que ella los habría entendido y compartido y su vicio se volvía como un motivo de amor. A veces mis celos renacían en momentos en que ya no me acordaba de Albertine, aunque de ella fuera de quien entonces me sentía celoso. Creía estarlo de Andrée, a propósito de la cual me habían hablado de una aventura que estaba viviendo, pero Andrée tan sólo era para mí un testaferro, un camino de enlace, una toma de corriente que me unía indirectamente con Albertine. Así, en sueños atribuimos otro rostro, otro nombre, a una persona, pese a que no nos equivocamos sobre su identidad profunda. En una palabra, pese a los flujos y reflujos que contrariaban en esos casos particulares aquella ley general, los sentimientos que me había dejado Albertine se resistieron más a morir que el recuerdo de su causa primera y no sólo los sentimientos, sino también las sensaciones. Diferente a ese respecto de Swann, quien, cuando había empezado a dejar de amar a Odette, ni siquiera había podido ya recrear en sí la sensación de su amor, yo me sentía reviviendo aún un pasado que ya no era sino la historia de otro; mientras que la extremidad superior de mi yo, en cierto modo dividido en dos partes, estaba ya dura y fría, seguía ardiendo en su base siempre que una chispa hacía pasar por ella la antigua corriente, incluso cuando hacía mucho que mi entendimiento había dejado de concebir a Albertine, y, como ninguna imagen de ella acompañaba las crueles palpitaciones que la suplían, las lágrimas que provocaba en mis ojos un viento frío que soplaba como en Balbec sobre los manzanos ya rosados, llegaba a preguntarme si no se debería el renacimiento de mi dolor a causas totalmente patológicas y si lo que yo tomaba por la reviviscencia de un recuerdo y el último período de un amor no sería más bien el comienzo de una enfermedad del corazón.
En ciertas afecciones hay accidentes secundarios que el enfermo se muestra demasiado proclive a confundir con la enfermedad misma. Cuando cesan, lo asombra encontrarse menos alejado de la curación de lo que había creído. Así había sido el sufrimiento causado —la «complicación» ocasionada— por las cartas de Aimé sobre el establecimiento de las duchas y las lavanderas, pero un médico del alma que me hubiese visitado habría concluido que, en lo demás, mi propia pena iba mejorando. Seguramente en mí, como yo era un hombre, uno de esos seres anfibios que están simultáneamente sumergidos en el pasado y en la realidad actual, existía una contradicción entre el recuerdo vivo de Albertine y el conocimiento que tenía de su muerte, pero esa contradicción era en cierto modo la inversa de la de otro tiempo. La idea de que Albertine había muerto —y que en los primeros tiempos venía a combatir tan furiosamente en mí la idea de que estaba viva, que me veía obligado a escapar de ella, como los niños a la llegada de la ola, gracias incluso a esos asaltos incesantes— había acabado conquistando en mí el puesto que hasta hacía poco ocupaba la idea de su vida. Sin que me diese cuenta, en aquel momento esa idea de la muerte de Albertine —y no ya el recuerdo presente de su vida— era lo que constituía en gran parte el fondo de mis ensoñaciones inconscientes; de modo, que, si las interrumpía de repente para reflexionar sobre mí mismo, lo que me causaba asombro no era, como en los primeros días, que Albertine, tan viva en mí, pudiese no existir más en la Tierra, pudiera estar muerta, hubiese permanecido tan viva en mí. Revestido, como una mampostería, con la contigüidad de los recuerdos que se siguen uno a otro, el negro túnel bajo el cual soñaba despierto mi pensamiento desde hacía demasiado tiempo para que le prestara atención siquiera se interrumpía bruscamente con un intervalo de sol, que acunaba a lo lejos un universo sonriente y azul, en el que Albertine ya no era sino un recuerdo indiferente y lleno de encanto. ¿Será ésa —me decía yo— la verdadera? ¿O lo era la persona que, en la obscuridad por la que avanzaba yo desde hacía tanto tiempo, me parecía la única realidad? Algo así como una multiplicación de mí mismo me hacía parecer el personaje que había sido yo hacía tan poco tiempo aún y que vivía exclusivamente en la perpetua espera del momento en que Albertine vendría a darle las buenas noches y besarlo como una parte débil ya y a medias despojada de mí y, como una flor que se entreabre, sentía yo el frescor rejuvenecedor de una exfoliación. Por lo demás, aquellas breves iluminaciones tal vez contribuyeran precisamente a hacerme tomar mayor conciencia de mi amor por Albertine, como ocurre con todas las ideas demasiado constantes, que necesitan una oposición para afirmarse. Quienes vivieron durante la guerra de 1870, por ejemplo, dicen que la idea de la guerra había acabado pareciéndoles natural —no porque no pensaran demasiado en ella, sino— porque no dejaban de hacerlo y, para entender hasta qué punto es la guerra un fenómeno extraño y considerable, era necesario que, al distraerlos algo de su obsesión permanente, olvidaran por un instante que la guerra reinaba, se encontrasen semejantes a lo que eran cuando había paz, hasta que de repente sobre ese vacío momentáneo se destacara, por fin nítida, la realidad monstruosa que desde hacía mucho habían dejado de ver, al no ver otra cosa.
Si al menos aquella retirada en mí de los diferentes recuerdos de Albertine no se hubiera hecho por etapas, sino simultánea y parejamente, de frente, en toda la línea de la memoria, el olvido —al alejarse los recuerdos de sus traiciones al mismo tiempo que los de su dulzura— me habría brindado sosiego, pero no fue así. Como en una playa en la que la marea baja de forma irregular, me sentía asaltado por el mordisco de una de mis sospechas, cuando ya la imagen de su dulce presencia se había retirado demasiado lejos de mí para poder brindarme su remedio. Las traiciones me habían hecho sufrir porque, por lejano que fuera el año en que hubiesen sucedido, para mí no eran antiguas, pero me hicieron sufrir menos cuando llegaron a serlo, es decir, cuando me las imaginé con menos intensidad, pues el alejamiento de algo está más en proporción con la capacidad visual de la memoria que contempla que con la distancia real de los días transcurridos, como el recuerdo de un sueño de la noche pasada, que, con su imprecisión y su desdibujamiento, puede parecernos más lejano que un suceso que data de varios años atrás. Ahora bien, aunque la idea de la muerte de Albertine fuera logrando avances en mí, el reflujo de la sensación de que estaba viva, aunque no los detenía, los contrarrestaba e impedía que fueran regulares y ahora me doy cuenta de que, durante aquel período (seguramente por aquel olvido de las horas en que había estado enclaustrada en mi casa y que, a fuerza de borrar en ella el sufrimiento de las faltas que me parecían casi indiferentes, porque sabía que no las cometía, habían llegado a ser como otras tantas pruebas de inocencia), tuve el martirio de vivir habitualmente con una idea tan nueva como la de que Albertine había muerto (hasta entonces yo partía siempre de la idea de que estaba viva), con una idea que me habría parecido igualmente imposible de soportar y que, sin que lo advirtiera, al ir formando poco a poco el fondo de mi conciencia, substituía a la idea de que Albertine era inocente: la de que era culpable. Cuando creía dudar de ella, creía, al contrario, en ella; asimismo, tomé como punto de partida de mis otras ideas, la certidumbre —con frecuencia desmentida, como lo había sido la idea contraria— de su culpabilidad, al tiempo que me imaginaba seguir dudando. Debí de sufrir mucho durante aquel período, pero comprendo que había de ser así. Sólo curamos de un sufrimiento a condición de sentirlo plenamente. Al proteger a Albertine de todo contacto, al hacerme la falsa ilusión de que era inocente, como también, más adelante, al tomar como base de mis razonamientos la idea de que vivía, no hacía sino retrasar la hora de la curación, porque retrasaba las largas horas que debían transcurrir antes del fin de los sufrimientos necesarios. Ahora bien, cuando la costumbre ejerciera su dominio sobre esa idea de la culpabilidad de Albertine, lo haría siguiendo las mismas leyes que yo había experimentado durante mi vida. Así como el nombre de Guermantes había perdido el significado y el encanto de un camino bordeado de nenúfares y de la vidriera de Gilberto el Malvado; la presencia de Albertine, los de las ondulaciones azules del mar; y los nombres de Swann, del ascensorista, de la princesa de Guermantes y de tantos otros, todo lo que habían significado para mí, pues dichos encanto y significado dejaban en mí una simple palabra que —como alguien que, para capacitar a un sirviente, le da las instrucciones y unas semanas después se retira— les parecía demasiado grande para vivir por sí sola, así también la dolorosa fuerza de la culpabilidad de Albertine sería expulsada de mí por la costumbre. Por lo demás, hasta entonces, como durante un ataque por dos flancos a la vez, en esa acción de la costumbre dos aliados se prestarían ayuda recíproca. Precisamente porque aquella idea de la culpabilidad de Albertine llegaría a ser para mí más probable, más habitual, resultaría menos dolorosa, pero, por otra parte, por serlo menos, las objeciones puestas a su certeza y que inspiraba a mi inteligencia exclusivamente mi deseo de no sufrir demasiado decaerían una tras otra y, con cada acción que precipitara la otra, yo pasaría rápidamente de la certeza de la inocencia de Albertine a la de su culpabilidad. Tenía yo que vivir con la idea de la muerte de Albertine, con la idea de sus faltas, para que dichas ideas llegaran a serme habituales, es decir, para que pudiera olvidarlas y con ello también —por fin— a la propia Albertine.
Aún no había llegado a eso. Unas veces era mi memoria, que aguzaba una excitación intelectual —por ejemplo, una lectura—, la que renovaba mi pena; otras veces era, al contrario, mi pena, provocada, por ejemplo, por la angustia de un tiempo tormentoso, la que hacía subir más, más cerca de la luz, algún recuerdo de nuestro amor. Por lo demás, aquellas recuperaciones de mi amor por la Albertine muerta podían producirse después de un intervalo de indiferencia sembrado de otras curiosidades, como —tras el largo intervalo que había comenzado después del beso rechazado de Balbec y durante el cual yo me había interesado mucho más por la Sra. de Guermantes, por Andrée, por la Srta. de Stermaria— se había reanudado cuando había empezado de nuevo a verla con frecuencia. Ahora bien, incluso entonces preocupaciones diferentes podían precipitar una separación —con una muerta, esta vez— en la que me resultaba más indiferente. Todo ello por la misma razón: la de que para mí estaba viva. E incluso más adelante, cuando la quería menos, siguió siendo para mí uno de esos deseos de los que nos cansamos en seguida, pero que se reanudan, cuando los hemos dejado descansar un tiempo. Perseguía a una viva y luego a otra y después volvía con mi muerta. Con frecuencia era en las partes más obscuras de mí mismo, cuando ya no podía hacerme una idea clara de Albertine, en las que un nombre acudía por casualidad a provocar en mí reacciones dolorosas que yo ya no consideraba posibles, como esos moribundos en los que el cerebro ha dejado de pensar y hacen contraer uno de sus miembros pinchándolo con una aguja. Y, durante largos períodos, esas excitaciones se me producían tan raras veces, que pasaba yo a buscar por mí mismo las ocasiones de una pena, de un ataque de celos, para intentar apegarme al pasado, para recordarla mejor, pues, como la añoranza de una mujer es la simple reviviscencia de un amor y sigue sometida a las mismas leyes que éste, la intensidad de la mía aumentaba con las causas que en vida de Albertine habrían aumentado mi amor por ella y en cuya primera fila habían figurado siempre los celos y el dolor, pero lo más frecuente era que aquellas ocasiones —pues una enfermedad, una guerra, pueden durar mucho más de lo que la sensatez más previsora había imaginado— nacían sin que yo lo supiera y me causaban choques tan violentos, que pensaba mucho más en protegerme contra el sufrimiento que en solicitarles un recuerdo.
Por lo demás, no hacía falta que una palabra —como, por ejemplo, Chaumont (e incluso una sílaba común a dos nombres diferentes bastaba a mi memoria —como a un electricista que se contenta con el menor cuerpo buen conductor— para restablecer el contacto entre Albertine y mi corazón)— se refiriera a una sospecha para que la despertara, para ser la contraseña, el mágico Sésamo, que entreabría la puerta de un pasado ya vano, porque, de tanto haberlo visto, había dejado, literalmente, de poseerlo, me había visto privado de él, había creído que mediante esa ablación había cambiado mi propia personalidad en su forma, como una figura que perdiera, junto con un ángulo, un lado; ciertas frases, por ejemplo, en las que figuraba el nombre de una calle, de un camino por el que Albertine podía haber pasado, bastaban para encarnar unos celos virtuales, inexistentes, en busca de un cuerpo, de una morada, de alguna fijación material, de alguna realización particular. Con frecuencia era simplemente durante el sueño cuando esas «reanudaciones», esos da capo del sueño, que pasaban de una vez varias páginas de la memoria, varias hojas del calendario, me hacían volver, retroceder, hasta una impresión dolorosa, pero antigua, que desde hacía mucho había cedido el lugar a otras y volvía a estar presente. Por lo general, iba acompañada de toda una puesta en escena torpe, pero sorprendente, que, al crearme una falsa ilusión, ponía ante mis ojos, hacía oír a mis oídos, lo que en adelante databa de aquella noche. Por lo demás, ¿acaso no ocupa el sueño, en la historia de un amor y sus luchas contra el olvido, un lugar mayor incluso que la víspera, al no tener en cuenta las divisiones infinitesimales del tiempo, suprimir las transiciones, oponer los grandes contrastes, deshacer en un instante la labor de consuelo tan lentamente elaborado durante el día y facilitarnos, por la noche, un encuentro con aquella a la que habríamos acabado olvidando, si bien con la condición de no volver a verla? Pues, digan lo que digan, en sueños podemos tener perfectamente la impresión de que lo que en ellos ocurre es real. Sólo resultaría imposible por razones procedentes de nuestra experiencia de la víspera y que en ese momento se nos oculta. De modo, que esa vida inverosímil nos parece verdadera. A veces, por un defecto de la iluminación interior, que hacía desaparecer, traidor, el cuarto, al infundirme mis recuerdos, bien escenificados, una falsa ilusión de vida, creía en verdad haber dado una cita a Albertine, volver a encontrarla, pero entonces me sentía incapaz de dirigirme hacia ella, de proferir las palabras que quería decirle, de encender de nuevo, para verla, el candelabro que se había apagado: imposibilidades que eran simplemente en mi sueño la inmovilidad, el mutismo, la ceguera del durmiente, así como vemos bruscamente, en la proyección defectuosa de una linterna mágica, una gran sombra —la de la linterna misma o la del operador, debería estar oculta— borrar la silueta de los personajes. Otras veces, Albertine se encontraba en mi sueño y quería de nuevo abandonarme, sin que su resolución lograra emocionarme. Es que de mi memoria había podido filtrarse en la obscuridad de mi sueño un rayo avisador y lo que —alojado en Albertine— quitaba a sus actos futuros, a la marcha que anunciaba, toda importancia era la idea de que estaba muerta, pero ese recuerdo, con frecuencia más claro incluso, de que Albertine estaba muerta se combinaba, sin destruirla, con la sensación de que estaba viva. Mientras yo hablaba con ella, mi abuela iba y venía en el fondo de la habitación. Una parte de su barbilla había caído hecha añicos como un mármol roído, pero no me parecía nada extraordinario. Decía yo a Albertine que tenía preguntas que hacerle sobre el establecimiento de las duchas de Balbec y cierta lavandera de Turena, pero lo dejaba para más adelante, puesto que disponíamos de todo el tiempo del mundo y nada apremiaba. Me juraba que no hacía nada malo y que la víspera simplemente había besado en los labios a la Srta. Vinteuil. «¡Cómo! ¿Está aquí?». «Sí y, además, ya es hora de despedirme de ti, pues tengo que ir a verla ahora». Y, como desde que Albertine había muerto yo ya no la tenía presa en mi casa, como en los últimos tiempos de su vida, su visita a la Srta. Vinteuil me inquietaba. Yo no quería transparentarlo, Albertine me decía que lo único que había hecho había sido besarla, pero debía de empezar de nuevo a mentir, como en la época en que lo negaba todo. En aquella ocasión probablemente no se contentaría sólo con besar a la Srta. Vinteuil. Seguramente, desde cierto punto de vista yo no tenía motivos para inquietarme así, ya que, según dicen, los muertos no pueden sentir nada, hacer nada. Eso dicen, pero eso no impedía que mi abuela, que estaba muerta, siguiera viviendo desde hacía varios años y en aquel momento iba y venía por la habitación y seguramente, una vez que me hubiese yo despertado, aquella idea de una muerta que seguía viviendo debería haberme resultado tan imposible de entender como de explicar, pero la había concebido ya tantas veces, a lo largo de aquellos pasajeros períodos de locura que son nuestros sueños, que había acabado familiarizándome con ella; la memoria de los sueños puede volverse duradera, si se repiten con bastante frecuencia, y me imagino que, aunque hoy esté curado y haya recuperado la cordura, aquel hombre que, para explicar a unos visitantes de un hospital de alienados que él, por su parte, no había perdido la razón, pese a lo que afirmaba el doctor, avisaba con su sana mentalidad sobre las locas quimeras de cada uno de los enfermos y concluía así: «Así, el que tiene un aspecto parecido al de todo el mundo no les parecía loco, pero lo está, porque se cree Jesucristo, cosa imposible, ¡porque Jesucristo soy yo!», debe de comprender un poco mejor que los demás lo que quería decir durante un período —pese a ser ya cosa del pasado— de su vida mental. Y, mucho después de que hubiera acabado mi sueño, yo seguía atormentado por aquel beso que, según me había dicho con palabras que me parecía oír aún —y, en efecto, debían de haber pasado muy cerca de mis oídos, ya que había sido yo mismo quien las había pronunciado—, había dado Albertine. Durante todo el día seguía hablando con Albertine, preguntándole, la perdonaba, reparaba el olvido de cosas que siempre había querido decirle, mientras vivía, y de repente me sentía aterrado al pensar que ninguna realidad correspondía ya a la persona evocada por la memoria, a quien se dirigían todas aquellas palabras, que estaban destruidas las diferentes partes del rostro a las que tan sólo el empuje continuo de la voluntad de vivir, hoy aniquilada, había atribuido la unidad de una persona. Otras veces, sin haber soñado, en cuanto me despertaba, sentía que el viento había cambiado de dirección en mí; soplaba frío y constante en otra dirección procedente del fondo del pasado y me traía el repique de horas lejanas, pitidos de partida que yo no solía oír. Un día intenté tomar un libro, una novela de Bergotte que me había gustado muy en particular. Sus simpáticos personajes me gustaban mucho y, tras recuperar en seguida el encanto del libro, empecé a desear, como un placer personal, que la mujer mala fuera castigada; se me humedecieron los ojos cuando se materializó la felicidad de los dos prometidos. «Pero entonces», exclamé con desesperación, «¡de que yo conceda tanta importancia a lo que Albertine pudo haber hecho no puedo sacar la conclusión de que su personalidad es algo real que no se puede abolir, que un día volveré a encontrar tal cual en el cielo, si tanto deseo, con tanta impaciencia espero, con lágrimas acojo, el éxito de una persona que sólo ha existido en la imaginación de Bergotte, a quien nunca he visto y cuyo rostro tengo libertad para imaginarme como me plazca!». Por lo demás, en aquella novela había muchachas seductoras, correspondencias amorosas, alamedas desiertas para concertar citas, lo que me recordaba que se puede amar clandestinamente y despertaba mis celos, como si Albertine hubiera podido pasearse aún por alamedas desiertas, y también aparecía en ella un hombre que volvía a ver, al cabo de cincuenta años, a una mujer a quien había amado de joven, no la reconocía y se aburría junto a ella, cosa que me recordaba que el amor no dura para siempre y me trastornaba, como si estuviera yo destinado a estar separado de Albertine y a volver a verla con indiferencia en mi vejez. Y, si veía un mapa de Francia, mis aterrados ojos se las arreglaban para no reconocer Turena a fin de no inspirarme celos ni —para no hacerme sufrir— la Normandía en que estaban marcadas al menos Balbec y Doncières, entre las cuales situaba yo todos aquellos caminos que habíamos recorrido tantas veces juntos. En medio de otros nombres de ciudades y pueblos de Francia, que eran simplemente visibles o audibles, el de Tours, por ejemplo, parecía compuesto de forma diferente, no ya por imágenes inmateriales, sino por substancias venenosas que actuaban de forma inmediata sobre mi corazón, cuyos latidos aceleraban y volvían dolorosos, y, si esa fuerza se extendía hasta ciertos nombres, que había vuelto tan diferentes de los demás, ¿cómo, al permanecer más cerca de mí, al limitarme a la propia Albertine, podía extrañarme que aquella irresistible fuerza ejercida sobre mí y para cuya producción cualquier otra mujer habría servido, hubiera sido el resultado de un enmarañamiento y contacto de sueños, deseos, hábitos, ternuras, con la interferencia necesaria de sufrimientos y placeres alternados? Y así seguía después de su muerte, pues la memoria bastaba para alimentar la vida real, que es mental. Yo recordaba a Albertine apeándose del vagón y diciéndome que tenía ganas de ir a Saint-Martin-le-Vêtu y volvía a verla también antes, con su gorrita bajada hasta las mejillas; volvía a encontrar posibilidades de felicidad, hacia las cuales me lanzaba, al tiempo que pensaba: «Habríamos podido ir hasta Infreville, hasta Doncières». No había una estación cerca de Balbec en la que no volviera a verla, por lo que aquella tierra, como un país mitológico conservado, me devolvía —vivas y crueles— las leyendas más antiguas, más encantadoras, más borradas por lo que había seguido, de mi amor. ¡Ah! ¡Qué sufrimiento, si hubiese tenido jamás que acostarme de nuevo en aquella cama de Balbec, en torno a cuyo marco de cobre, como en torno a un eje inmutable, de barras fijas, se había desplazado, había evolucionado, mi vida, apoyando sucesivamente en él conversaciones alegres con mi abuela, el horror de su muerte, las dulces caricias de Albertine, el descubrimiento de su vicio y ahora una vida nueva en la que, al ver las estanterías acristaladas en las que se reflejaba el mar, sabía yo que Albertine no volvería a entrar jamás! ¿Acaso no era aquel hotel de Balbec como ese único decorado de teatros de provincias en el que se representan desde hace años las obras más diferentes, que ha servido para una comedia, para una primera tragedia, para otra, para una obra puramente poética, aquel hotel que ya se remontaba hasta una época bastante lejana de mi pasado? El hecho de que aquella única parte siguiera siendo la misma, con sus paredes, su biblioteca, su espejo, durante nuevas épocas de mi vida, me hacía comprender mejor que en total era el resto, yo mismo, lo que había cambiado y me daba, así, la impresión de que los misterios de la vida, del amor, de la muerte, en los que los niños, con su optimismo, creen no participar, no son partes reservadas, sino que vemos, con orgullo doloroso, que han acabado confundiéndose, a lo largo de los años, con nuestra propia vida.
A veces intentaba coger los periódicos, pero su lectura me resultaba odiosa y, además, es que no es inofensiva. En efecto, en nosotros de cada una de las ideas, como de una encrucijada, parten tantas rutas diferentes, que en el momento en que menos me lo esperaba me encontraba ante un nuevo recuerdo. El título de la melodía de Fauré, El secreto, me había conducido al Secreto del rey del duque de Broglie y el nombre de éste al de Chaumont o bien la expresión «Viernes Santo» me había hecho pensar en el Gólgota y éste en su etimología, que parece el equivalente de Calvus mons, Chaumont, pero, fuera cual fuese el camino por el que hubiera yo llegado a esa ciudad, en aquel momento me sentía presa de una conmoción tan cruel, que en adelante pensaba mucho más en protegerme contra el dolor que en pedirle recuerdos. Unos instantes después de la conmoción, la inteligencia, que, como el sonido del trueno, no viaja tan deprisa, me facilitaba el motivo. Chaumont me había hecho pensar en las Buttes-Chaumont, adonde, según me había dicho la Sra. Bontemps, iba Andrée a menudo con Albertine, mientras que ésta me había dicho no haber estado nunca allí. A partir de cierta edad, nuestros recuerdos están tan entrecruzados unos con otros, que la cosa en la que pensamos, el libro que leemos, carece casi de importancia. Hemos puesto parte de nosotros mismos por doquier, todo es fecundo, todo es peligroso y podemos hacer descubrimientos tan preciosos en los Pensamientos de Pascal como en un anuncio de jabón.
Seguramente un caso como el de las Buttes-Chaumont, que en su momento me había parecido fútil, era en sí mismo mucho menos grave, menos decisivo contra Albertine que la historia de la duquesa o de la lavandera, pero, ante todo, un recuerdo que nos llega fortuitamente encuentra en nosotros una capacidad intacta para imaginar —es decir, en este caso para sufrir— que hemos utilizado en parte, cuando hemos sido nosotros, en cambio, quienes hemos aplicado voluntariamente nuestro entendimiento para recrear un recuerdo, y, además, es que a estos últimos (la duquesa, la lavandera) —siempre presentes, aunque desdibujados en mi memoria, como esos muebles situados en la penumbra de una galería y con los que, sin distinguirlos, procuramos no chocar— ya me había acostumbrado. En cambio, hacía mucho que no había pensado en las Buttes-Chaumont o, por ejemplo, en la mirada de Albertine en el espejo del casino de Balbec o en la mirada inexplicada de Albertine la noche en que yo la había esperado tanto después de la velada de Guermantes, todas aquellas partes de su vida que permanecían fuera de mi corazón y que me habría gustado conocer para que pudiesen asimilarlo, anexionarlo, reunirse con los recuerdos más dulces que formaba en él una Albertine interior y de verdad poseída. Al levantar un ángulo del velo de la costumbre (la embrutecedora costumbre que, durante toda nuestra vida, nos oculta casi todo el universo y en una noche profunda substituye, bajo su etiqueta invariable, los venenos más peligrosos o más embriagadores de la vida por algo anodino que no brinda delicias), volvían hasta mí como el primer día, con la fresca y penetrante novedad de una estación que reaparece, de un cambio en la rutina de nuestras horas, que también en la esfera de los placeres —si montamos en coche un primer día hermoso de primavera o salimos de casa a la salida del sol— nos hacen notar nuestras acciones insignificantes con una exaltación lúcida gracias a la cual ese intenso minuto prevalece sobre el total de los días anteriores. Los días antiguos van cubriendo poco a poco los anteriores y quedan, a su vez, sepultados bajo los siguientes, pero cada uno de los antiguos ha quedado depositado en nosotros como en una biblioteca inmensa en la que hay ejemplares antiquísimos y que seguramente nadie irá a pedir. Sin embargo, si ese día antiguo, tras atravesar la translucidez de las épocas siguientes, vuelve a subir a la superficie, nos invade y nos cubre completamente, los nombres recuperan por un momento su antiguo significado, las personas su antiguo rostro y nosotros nuestra alma de entonces y sentimos —con un sufrimiento vago, pero ya soportable y que no durará— los problemas que tanto nos angustiaban entonces y ya insolubles desde hace mucho. Nuestro yo está compuesto de la superposición de nuestros estados sucesivos, pero ésta no es inmutable como la estratificación de una montaña. Perpetuamente hay elevaciones que hacen aflorar capas antiguas a la superficie. Volvía yo a encontrarme esperando la llegada de Albertine tras la velada en casa de la princesa de Guermantes. ¿Qué habría hecho aquella noche? ¿Me habría engañado? ¿Con quién? Las revelaciones de Aimé, aunque las aceptara, no reducían en nada para mí el interés ansioso, desolado, de esa pregunta inesperada, como si cada Albertine diferente, cada recuerdo nuevo, planteara un problema de celos particular al que no pudieran aplicarse las soluciones de los demás.
Pero no me habría gustado saber sólo con qué mujer había pasado aquella noche, sino qué placer particular representaba para ella, lo que sentía en aquel momento. A veces en Balbec, Françoise, tras ir a buscarla, me había dicho que la había encontrado asomada a la ventana, con expresión preocupada, que buscaba algo, como si esperara a alguien. Supongamos que descubriese yo que la joven esperada era Andrée, ¿cuál era el estado de ánimo en que Albertine la esperaba, aquel estado de ánimo oculto tras la mirada inquieta y que algo buscaba? ¿Qué importancia tenía aquel placer para Albertine? ¿Qué lugar ocupaba en sus preocupaciones? Al recordar mis propias agitaciones, siempre que me había fijado en una muchacha que me gustaba, a veces sólo cuando había oído hablar de ella sin haberla visto, mi interés por resaltar mi atractivo, mis sudores fríos, bastaba —para torturarme— que imaginara esa misma emoción voluptuosa en Albertine, como —gracias al aparato cuya invención había deseado mi tía Léonie después de la visita de determinado facultativo que se había mostrado escéptico ante la realidad de su enfermedad— se habría podido hacer experimentar al médico —para que se enterara bien— todos los sufrimientos de su enfermo. Y ya era suficiente para torturarme, para decirme que, en comparación con aquello, las conversaciones serias conmigo sobre Stendhal y Victor Hugo debían de haber tenido muy poca importancia para ella, para sentir su corazón atraído por otras personas, separarse del mío, encarnarse en otro lugar, pero la propia importancia que aquel deseo debía de tener para ella y las reservas que se formaban en torno a él no podían revelarme lo que era cualitativamente y, menos aún, cómo lo calificaba ella cuando se hablaba a sí misma. En el caso del sufrimiento físico, al menos no tenemos que elegir nosotros mismos nuestro dolor. La enfermedad lo determina y nos lo impone, pero en el de los celos tenemos que probar, en cierto modo, sufrimientos de todo tipo y de todas las dimensiones, antes de detenernos ante el que parece poder convenirnos, ¡y qué dificultad tanto mayor cuando se trata de un sufrimiento como éste, el de sentir a aquella a la que amábamos experimentando placer con personas distintas de nosotros, experimentando sensaciones que nosotros no podemos ofrecerle o que al menos —por su configuración, su imagen, sus actitudes— representa algo totalmente distinto de nosotros! ¡Ah! ¡Cuánto mejor habría sido que Albertine hubiera amado a Saint-Loup! ¡Cuánto menos —me parece— habría yo sufrido!
Cierto es que ignoramos la sensibilidad particular de todas las personas, pero por lo general ni siquiera sabemos que es así, pues esa sensibilidad de los demás nos resulta indiferente. Por lo que se refiere a Albertine, mi desdicha o mi felicidad habría dependido de cuál fuera dicha sensibilidad; yo sabía perfectamente que la desconocía y ya eso me resultaba doloroso. Una vez tuve la ilusión de ver y otra la de oír los deseos, los placeres desconocidos, que sentía Albertine, de verlos, cuando, algún tiempo después de la muerte de Albertine, vino Andrée a mi casa. Por primera vez me pareció hermosa, me decía yo que seguramente aquel pelo casi rizado, aquellos ojos obscuros y ojerosos eran lo que tanto había gustado a Albertine, la materialización delante de mí de lo que entrañaba su ensoñación amorosa, de lo que veía mediante las miradas anticipadoras del deseo el día en que había querido volver tan precipitadamente de Balbec. Como una obscura flor desconocida, que me trajeran de allende la tumba, de una persona en la que no había podido yo descubrirla, me parecía ver ante mí —exhumación inesperada de una reliquia inestimable— el deseo encarnado de Albertine que Andrée era para mí, así como Venus era el deseo de Júpiter. Andrée añoraba a Albertine, pero yo tuve la sensación inmediata de que su amiga no la echaba de menos. Alejada por fuerza de su amiga por la muerte, parecía haberse resignado fácilmente a una separación definitiva que yo no me habría atrevido a pedirle cuando Albertine estaba viva, pues habría temido enormemente no obtener su consentimiento. En cambio, parecía aceptar sin dificultad aquella renuncia, pero precisamente en el momento en que ya no podía servirme. Andrée me entregaba a Albertine, pero muerta, y tras haber perdido para mí no sólo su vida, sino también, retrospectivamente, un poco de su realidad, al ver yo que no era indispensable, única, para Andrée, quien había podido substituirla por otras.
En vida de Albertine, no me habría yo atrevido a pedir a Andrée confidencias sobre el carácter de su amistad entre ellas y con la amiga de la Srta. Vinteuil, pues no estaba seguro de que al final no repitiera a Albertine todo lo que yo le dijese. En aquel momento, semejante interrogatorio, aunque no fuera a dar resultado, carecería al menos de peligros. Hablé a Andrée, pero no en tono interrogativo, sino como si supiese desde siempre, tal vez por Albertine, la inclinación que ella misma, Andrée, sentía hacia las mujeres y de sus propias relaciones con la Srta. Vinteuil. Confesó todo aquello sin la menor dificultad, sonriendo. De aquella confesión podía yo sacar consecuencias crueles: primero, porque Andrée, tan afectuosa y coqueta con muchas jóvenes en Balbec, no habría dado pie a nadie para que supusiera en ella costumbres que en modo alguno negaba; así, pues, por analogía, al descubrir aquella Andrée nueva, podía yo pensar que Albertine las habría confesado con la misma facilidad a cualquier otro distinto de mí, a quien notaba celoso, pero, por otra parte, al haber sido Andrée la mejor amiga de Albertine y por la cual probablemente había vuelto ésta a propósito de Balbec, la conclusión que había de resultarme ineludible —ahora que Andrée confesaba sus inclinaciones— era la de que Albertine y Andrée siempre habían tenido relaciones. Cierto es que, como delante de un extraño no siempre nos atrevemos a conocer el presente que nos confía y cuyo envoltorio no desharemos hasta que se haya marchado, mientras Andrée estuvo allí, no entré yo en mí mismo para examinar el dolor que me infundía y que causaba ya —no dejaba yo de sentirlo— a mis servidores físicos —los nervios, el corazón— grandes trastornos que, por educación, fingí no notar y estuve hablando, al contrario, lo más cordialmente del mundo con la muchacha visitante sin desviar las miradas hacia aquellos accidentes interiores. Me resultó particularmente penoso oír a Andrée decirme refiriéndose a Albertine: «Ah, sí, le gustaba mucho que fuéramos a pasear por el valle de Chevreuse». Me pareció que al vago e inexistente universo en que se daban los paseos de Albertine y Andrée acababa de añadir esta última, mediante una creación posterior y diabólica, un valle maldito. Tenía yo la sensación de que Andrée iba a decirme todo lo que hacía con Albertine y, al tiempo que procuraba —por educación, por habilidad, por amor propio, tal vez por agradecimiento— mostrarme cada vez más afectuoso, mientras que el margen que había podido conceder a la inocencia de Albertine se reducía cada vez más, me parecía notar que, pese a mis esfuerzos, conservaba yo el aspecto paralizado de un animal en torno al cual el ave fascinadora, sin apresurarse, porque está segura de alcanzar cuando quiera a la víctima, que ya no podrá escapar, describe lentamente un círculo progresivamente más estrecho. Sin embargo, yo la miraba y con la jovialidad, la naturalidad y la seguridad que queda a las personas que quieren fingir no temer que las hipnoticen, dije a Andrée esta frase incidental: «Nunca te había hablado de esto por miedo a disgustarte, pero, ahora que nos resulta grato hablar de ella, no puedo dejar de decirte que desde hacía mucho conocía las relaciones de esa clase que tenías con Albertine; por lo demás, te gustará, aunque ya lo supieras: Albertine te adoraba». Dije a Andrée que habría sido una gran curiosidad para mí que me dejara verla (aun limitándose simplemente a caricias que no la cohibieran demasiado delante de mí) hacerlo con las amigas de Albertine que tenían aquellas inclinaciones y nombré a Rosemonde, a Berthe, todas las amigas de Albertine, para enterarme. «Aparte de que por nada del mundo haría lo que dices delante de ti», me respondió Andrée, «no creo que ninguna de las que has citado tenga esas inclinaciones». Al tiempo que me acercaba, a mi pesar, al monstruo que me atraía, respondí: «¡Cómo! ¡No pretenderás hacerme creer que de toda vuestra panda sólo lo hacías con Albertine!». «Pero, ¡si nunca lo hice con Albertine!». «Vamos, queridita Andrée, ¿por qué habías de negar cosas que yo sé desde hace al menos tres años? No me parecen mal: al contrario. Precisamente a propósito de la noche en que ella tenía tanto interés en ir el día siguiente contigo a casa de la Sra. Verdurin, tal vez recuerdes...». Antes de que hubiera yo continuado la frase, vi pasar por los ojos de Andrée —que ponía puntiagudos, como esas piedras que, precisamente por eso, resultan difíciles de utilizar para los joyeros— una mirada preocupada, como esas cabezas de privilegiados que levantan una esquina del telón antes de que comience la representación de una obra y la sueltan al instante para no ser vistos. Aquella mirada inquieta desapareció, todo había vuelto al orden, pero yo tenía la sensación de que todo lo que viera a continuación estaría facticiamente preparado para mí. En aquel momento me vi en el espejo; me llamó la atención cierto parecido entre Andrée y yo. Si no hubiera cesado desde hacía mucho de afeitarme el bigote y si sólo hubiese tenido una sombra, el parecido habría sido completo. Tal vez al contemplar en Balbec mi bigote, que apenas volvía a crecer, fue cuando Albertine tuvo de repente aquel deseo impaciente, furioso, de volver a París. «Pero es que no puedo decir lo que no es verdad por la simple razón de que a ti no te parezca mal. Te juro que nunca hice nada con Albertine y estoy convencida de que ella detestaba esas cosas. Las personas que te hayan dicho eso te han mentido, tal vez con un fin interesado», me dijo con expresión inquisitiva y desconfiada. «En fin, de acuerdo, ya que no quieres decírmelo», respondí, pues prefería dar la impresión de que no quería ofrecer una prueba que no poseía. Sin embargo, pronuncié vagamente y por si acaso el nombre de Buttes-Chaumont. «Puede que fuera a Buttes-Chaumont con Albertine, pero, ¿es que se trata de un lugar que tenga algo particularmente malo?». Le pregunté si podría hablar al respecto con Gisèle, quien en aquella época había conocido mucho a Albertine, pero Andrée me declaró que, después de una infamia que acababa de hacerle poco antes Gisèle, pedirle un favor era lo único que siempre se negaría a hacer por mí. «Si la ves», añadió, «no le digas lo que te he contado, de nada serviría convertirla en mi enemiga. Sabe lo que pienso de ella, pero siempre he preferido evitar las riñas violentas, que sólo producen reconciliaciones, y, además, es que es peligrosa, pero, como comprenderás, cuando se ha tenido ante los ojos la carta que yo recibí hace ocho días y en la que mentía con tamaña perfidia, nada, ni las más bellas acciones del mundo, puede borrar ese recuerdo». En una palabra, si, como Andrée tenía esas inclinaciones hasta el punto de no ocultarlas y, pese a que Albertine había abrigado sin lugar a dudas un gran afecto por ella, nunca había tenido relaciones carnales con ella y siempre había ignorado que tuviera esas inclinaciones, quería decir que no las tenía y nunca había tenido con nadie las relaciones que más que con ninguna otra habría preferido tener con Andrée. Por eso, cuando ésta se hubo marchado, me di cuenta de que su rotunda afirmación me había calmado, pero tal vez estuviera dictada por el deber al que Andrée se creía obligada para con la muerta, cuyo recuerdo subsistía aún en ella, de no dejar creer lo que seguramente Albertine le había pedido, en vida, que negara.
En otra ocasión creí sorprender la presencia —de modo distinto que por los ojos, pues creí oírlos— de aquellos placeres de Albertine que, tras haber intentado imaginar con tanta frecuencia, había creído ver por un instante al contemplar a Andrée. En una casa de citas había encargado yo que acudieran dos lavanderitas de un barrio al que iba con frecuencia Albertine. Por efecto de las caricias de una, la otra empezó de repente a emitir algo que al principio no pude distinguir, pues nunca entendemos exactamente el significado de un sonido original, expresivo de una sensación que no experimentamos. Si lo oímos en una habitación contigua y sin ver nada, podemos confundir con una risa loca lo que el sufrimiento arranca a un enfermo al que están operando sin haberlo dormido y, en cuanto al sonido que emite una madre a la que comunican que su hijo acaba de morir, puede parecernos —si no sabemos de qué se trata— tan difícil de aplicarle una traducción humana como el que emite un animal o un arpa. Hace falta un poco de tiempo para comprender que esos dos sonidos expresan lo que —por analogía con lo que hemos podido sentir nosotros mismos, pese a ser muy diferente— llamamos sufrimiento y también necesité tiempo para comprender que aquel sonido expresaba lo que —por analogía también con lo que yo mismo había sentido, pese a ser muy diferente— yo llamaba placer y éste debía de ser muy fuerte para agitar hasta tal punto a la persona que lo sentía y hacerla emitir aquel lenguaje desconocido que parece designar y comentar todas las fases del delicioso drama que vivía aquella mujercita y que ocultaba a mi vista el telón bajado por siempre jamás para los demás sobre lo que ocurre en el misterio íntimo de cada persona. Por lo demás, aquellas dos nenas nada pudieron decirme, porque no sabían quién era Albertine.
Los novelistas afirman con frecuencia en una introducción que, al viajar por un país, se han encontrado con alguien que les ha contado la vida de una persona. Entonces ceden la palabra a ese conocido y el relato que les hace es precisamente su novela. Así, la vida de Fabrice del Dongo fue contada a Stendhal por un canónigo de Padua. ¡Cuánto nos gustaría —cuando amamos a alguien, es decir, cuando la existencia de otra persona nos parece misteriosa— encontrar a semejante narrador informado! Y, desde luego, existe. ¿Acaso nosotros mismos no contamos con frecuencia y sin pasión alguna la vida de tal o cual mujer a uno de nuestros amigos o a un extraño que nada sabían de sus amores y nos escuchan con curiosidad? Para el hombre que yo era cuando hablaba a Bloch de la princesa de Guermantes, de la Sra. Swann, existía esa persona que habría podido hablarme de Albertine, esa persona existe siempre... pero nunca nos la encontramos. Me parecía que, si hubiera yo podido encontrar a mujeres que la hubiesen conocido, habría averiguado todo lo que ignoraba. Sin embargo, a unos extraños les habría parecido que nadie tanto como yo podía conocer su vida. ¿Acaso no conocía incluso a su mejor amiga, Andrée? Así, creemos que el amigo de un ministro ha de saber la verdad sobre ciertos asuntos o se librará de verse implicado en un proceso. Sólo por la experiencia, el amigo sabe que, siempre que hablaba de política con el ministro, éste no pasaba de las generalidades y le decía, como máximo, lo que aparecía en los periódicos o que, si había tenido algún problema con sus reiteradas gestiones ante el ministro, siempre había obtenido un «no está en mi mano», sobre lo cual el propio amigo carecía de poder. Yo pensaba: «¡Si hubiera podido conocer a tales testigos!», de los cuales no habría podido obtener, en ese caso, más que de Andrée, depositaria, a su vez, de un secreto que no quería revelar. Para mí, diferente también a ese respecto de Swann, quien, cuando dejó de estar celoso, no volvió a sentir curiosidad por lo que hubiera podido hacer Odette con Forcheville, aun después de haber superado los celos, sólo habría tenido atractivo conocer a la lavandera de Albertine, a personas de su barrio, reconstruir su vida en él, sus intrigas, y, como el deseo siempre procede de un prestigio previo, como había ocurrido en el caso de Gilberte, de la duquesa de Guermantes, fue a mujeres de su medio —en los barrios en los que había vivido en tiempos Albertine, y cuya presencia era la única que podía desear— a las que busqué. Aun cuando nada pudiesen comunicarme, eran las únicas por las que podía sentirme atraído por haber sido aquellas a las que había conocido Albertine, mujeres de su medio o de los medios que frecuentaba con gusto: en una palabra, las que tenían para mí el prestigio de parecérsele o de ser de las que le habrían gustado. Al recordarme, así, ya fuera a Albertine o al tipo de mujer que seguramente prefería, aquellas mujeres despertaban en mí un sentimiento cruel, de celos o de pena, que más adelante, cuando ésta se calmó, se convirtió en una curiosidad no exenta de encanto, y, entre ellas, sobre todo las muchachas del pueblo, porque su vida era tan diferente de la que yo conocía. Seguramente sólo en el pensamiento poseemos las cosas y, si no sabemos entender un cuadro, no lo poseemos por tenerlo en el comedor, ni tampoco un país por residir en él y sin contemplarlo siquiera, pero, en fin, en tiempos tenía yo la ilusión de aprehender de nuevo Balbec, cuando Albertine venía a verme en París y yo la abrazaba, del mismo modo que entraba en contacto muy estrecho —y, por lo demás, furtivo— con la vida de Albertine, la atmósfera de los talleres, una conversación en un mostrador, el alma de los tugurios, cuando abrazaba a una obrera. Andrée, aquellas otras mujeres, todo aquello relacionado con Albertine —como ésta había estado, a su vez, relacionada con Balbec— eran de esos substitutos de placeres que se reemplazan uno a otro en una degradación sucesiva, que nos permiten prescindir de aquel que ya no podemos obtener —viaje a Balbec o amor de Albertine—, de esos placeres (así como el de ir a ver en el Louvre un Tiziano que en tiempos estuvo allí consuela de no poder ir a Venecia) que, separados unos de otros por matices indiscernibles, hacen de nuestra vida algo así como una sucesión de zonas concéntricas, contiguas, armónicas y degradadas, en torno a un deseo primero que ha dado el tono, ha eliminado lo que no se funde con él, ha difundido el color dominante (como me había ocurrido también, por ejemplo, con la duquesa de Guermantes y con Gilberte). Andrée y aquellas mujeres eran, para el deseo —que, como sabía, yo ya no podría satisfacer nunca más— de tener junto a mí a Albertine, lo que una noche, antes de que la conociera de otro modo que de vista, había sido la insolación tortuosa y fresca de un racimo de uvas.
En cambio, las particularidades físicas y sociales de Albertine, pese a las cuales la había yo amado, asociadas entonces al recuerdo de mi amor, orientaban mi deseo hacia lo que en otro tiempo habría elegido menos naturalmente: mujeres morenas de la pequeña burguesía. Cierto es que lo que comenzaba parcialmente a renacer en mí era aquel inmenso deseo que mi amor a Albertine no había podido saciar, aquel inmenso deseo de conocer la vida que experimentaba en tiempos en los caminos de Balbec, en las calles de París, aquel deseo que tanto me había hecho sufrir, cuando, al suponer que existía también en el corazón de Albertine, había querido yo privarla de los medios de satisfacerlo con otros distintos de mí. Ahora que podía yo soportar la idea de su deseo, como éste despertaba al instante el mío y aquellos dos inmensos apetitos coincidían, me habría gustado que hubiéramos podido entregarnos juntos a él y me decía: «Esa muchacha le habría gustado», y, mediante ese brusco rodeo, al pensar en ella y en su muerte, me sentía demasiado triste para seguir persiguiendo mi deseo. Así como en tiempos la parte de Méséglise y la de Guermantes habían constituido el fundamento de mi gusto por el campo y me habrían impedido ver encanto profundo en un país en el que no hubiera una iglesia antigua, acianos y ranúnculos, así también mi amor a Albertine me hacía buscar exclusivamente cierto tipo de mujeres, al relacionarlas en mí con un pasado colmado de encanto; como antes de amarla, empezaba a sentir la necesidad de armónicos de ella intercambiables con mi recuerdo, que había llegado poco a poco a ser menos exclusivo. Ya no habría podido encontrarme a gusto junto a una rubia y orgullosa duquesa, porque no habría despertado en mí ninguna de las emociones que partían de Albertine, de mi deseo de ella, de los celos que había sentido de sus amores, de mis sufrimientos por su muerte. Es que, para ser fuertes, nuestras sensaciones deben desencadenar en nosotros algo diferente de ellas, un sentimiento que no podrá satisfacerse con el placer, pero se suma al deseo, lo hincha, lo hace aferrarse desesperadamente al placer. A medida que dejaba de hacerme sufrir el amor que Albertine había podido sentir por ciertas mujeres, unía a éstas con mi pasado, les infundía más realidad, así como el recuerdo de Combray infundía más realidad a los ranúnculos, a los majuelos, que a las flores nuevas. Ni siquiera a propósito de Andrée me decía yo ya con rabia: «Albertine la amaba», sino, al contrario, para explicarme a mí mismo mi deseo, con expresión enternecida: «Albertine la quería mucho». Entonces comprendí a los viudos a los que se considera consolados y que demuestran, al contrario, ser inconsolables, porque se vuelven a casar con su cuñada.
Así, mi amor, que tocaba a su fin, parecía hacer posibles para mí nuevos amores y Albertine —como esas mujeres durante mucho tiempo amadas por sí mismas y que más adelante, al notar que el gusto de su amante se debilita, conservan su poder contentándose con el papel de alcahuetas— me brindaba —como la Pompadour para Luis XV— nuevas muchachas. En el pasado, mi tiempo estaba dividido en períodos en los que deseaba a tal mujer o a tal otra. Cuando se calmaban los placeres violentos brindados por una, deseaba a la que daba una ternura casi pura hasta que la necesidad de caricias más sabias volviera a traer el deseo de la primera. Ahora aquellas alternancias se habían acabado o al menos uno de los períodos se prolongaba indefinidamente. Lo que me habría gustado habría sido que la nueva viniera a vivir en mi casa y por las noches, antes de despedirse de mí, me diese un beso familiar de hermana. De modo, que, si no hubiera tenido la experiencia de la presencia insoportable de otra, habría podido creer que añoraba más un beso que ciertos labios, un placer más que un amor, una costumbre más que una persona. También me habría gustado que la nueva pudiera interpretarme obras de Vinteuil como Albertine, hablar conmigo —como ésta— de Elstir. Todo ello era imposible. Aquellos nuevos amores no serían equiparables con el de ella —pensaba yo—, ya fuese porque un amor al que se sumaban todos aquellos episodios —visitas a museos, veladas de conciertos, toda una vida complicada que permite correspondencias, conversaciones, un coqueteo previo a las propias relaciones, una amistad seria después— cuente con más recursos que el amor a una mujer que sólo sepa entregarse, como una orquesta más que como un piano, o porque, más profundamente, mi necesidad del mismo tipo de cariño que me daba Albertine, la de una muchacha bastante culta y que al mismo tiempo fuera una hermana, fuese —como la necesidad de mujeres del mismo medio que Albertine— una simple reviviscencia del recuerdo de esta última, del recuerdo de mi amor por ella. Y una vez más comprendía, en primer lugar, que el recuerdo no es inventivo, que no puede desear otra cosa, ni siquiera nada mejor que los que hemos poseído, y, en segundo lugar, que es espiritual, por lo que la realidad no puede brindarle el estado que busca, y, por último, que, al proceder de una persona muerta, el renacimiento que encarna es menos el de la necesidad de amar, en el que hace pensar, que el de la necesidad de la ausente. De modo, que incluso el parecido con Albertine de la mujer que había yo elegido, el parecido de su ternura, si llegaba a obtenerla, con la de Albertine, me hacían sentir aún más la ausencia de lo que había yo buscado sin saberlo y que era indispensable para que renaciese mi felicidad, lo que yo había buscado, es decir, la propia Albertine, el tiempo que habíamos vivido juntos, el pasado que yo buscaba sin saberlo. Cierto es que en los días despejados París se me presentaba innumerablemente florecido con todas las muchachas que —más que desearlas yo— echaban raíces en la obscuridad del deseo y de las veladas desconocidas de Albertine. Eran como aquella de la que me había dicho muy al principio, cuando no desconfiaba de mí: «Es preciosa, esa nena, ¡qué pelo más bonito tiene!». Todas las curiosidades que había yo sentido en tiempos sobre su vida, cuando aún la conocía sólo de vista, y, por otra parte, todos mis deseos de la vida se confundían en aquella única curiosidad: la de la forma como Albertine sentía placer, verla con otras mujeres, tal vez porque así, cuando se hubieran marchado, yo me quedaría solo con ella, el último y el amo, y, al ver sus vacilaciones sobre si valía la pena pasar la velada con tal o cual, su saciedad, cuando la otra se hubiera marchado, tal vez su decepción, habría yo esclarecido y reducido a sus justas proporciones los celos que me inspiraba Albertine, porque, al verla así sentirlos, me habría hecho idea —y habría descubierto el límite— de sus placeres.
¡De cuántos placeres, de qué dulce vida, nos privó —me decía yo— con aquella arisca terquedad al negar su inclinación! Y, al buscar una vez más cuál había podido ser el motivo de aquella obstinación, recordé de repente algo que le había dicho yo en Balbec el día en que me había regalado un lápiz. Al reprocharle que no me hubiera dejado besarla, le había dicho que lo consideraba tan natural como innoble me parecía que una mujer tuviese relaciones con otra mujer. Tal vez Albertine lo hubiera —¡ay!— recordado.
Me traía conmigo a las muchachas que menos me hubiesen gustado, acariciaba guedejas virginales, admiraba una naricita bien modelada, una palidez española. Cierto es que en tiempos, incluso en el caso de una mujer a la que simplemente divisaba por un camino de Balbec o en una calle de París, había advertido la individualidad de mi deseo y que intentar satisfacerlo con otro objeto era falsearlo, pero la vida, al descubrirme poco a poco la permanencia de nuestras necesidades, me había enseñado que, a falta de una persona, hay que contentarse con otra y tenía la sensación de que lo que había yo pedido a Albertine otra, la Srta. de Stermaria, habría podido dármelo, pero se había tratado de Albertine y entre la satisfacción de mis necesidades de cariño y las particularidades de su cuerpo se había constituido un entretejido de recuerdos tan inextricable, que ya no podía yo separar el deseo de cariño de todo aquel bordado de recuerdos del cuerpo de Albertine. Sólo ella podía brindarme aquella felicidad. La idea de su unicidad ya no era un a priori metafísico extraído de la individualidad de Albertine, como en tiempos en el caso de las viandantes, sino un a posteriori constituido por la imbricación contingente, pero indisoluble, de mis recuerdos. Ya no podía yo desear ternura sin necesitarla, sin sufrir por su ausencia. Por eso, el propio parecido de la mujer elegida, de la ternura solicitada, con la felicidad que había yo conocido me hacía sentir aún más todo lo que les faltaba para que pudiera renacer. Ese mismo vacío que sentía en mi habitación desde que Albertine se había marchado y que había creído colmar abrazando a otras mujeres volvía a encontrármelo en ellas. Éstas, por su parte, nunca me habían hablado de la música de Vinteuil, de las Memorias de Saint-Simon, no se habían puesto un perfume demasiado fuerte para venir a verme, no habían jugado a mezclar sus pestañas con las mías, cosas importantes, todas ellas, porque permiten —así parece— soñar sobre el propio acto sexual y hacerse la ilusión del amor, pero, en realidad, porque formaban parte del recuerdo de Albertine y a ella era a la que me habría gustado encontrar. Lo que aquellas mujeres tenían de Albertine me hacía sentir mejor que lo que de ella les faltaba y que lo era todo y no volvería a ser nunca, ya que Albertine estaba muerta, y así mi amor a Albertine, al que se debía mi atracción por aquellas mujeres, me las volvía indiferentes y mi añoranza de Albertine y la persistencia de mis celos, cuya duración había superado ya mis previsiones más pesimistas, seguramente nunca habrían cambiado demasiado, si su existencia, aislada del resto de mi vida, hubiera estado sometida exclusivamente a la intervención de mis recuerdos, a las acciones y reacciones de una psicología aplicable a estados inmóviles y no se hubiera visto arrastrada hacia un sistema más vasto en el que las almas se mueven en el tiempo como los cuerpos en el espacio. Así como hay una geometría en el espacio, así también hay una psicología en el tiempo, en la que los cálculos de una psicología plana dejan de ser exactos por no tenerse en cuenta en ellos el tiempo y una de las formas que éste reviste, el olvido, cuya fuerza empezaba yo a sentir y que es un instrumento tan potente de adaptación a la realidad, porque destruye poco a poco en nosotros el pasado superviviente, en constante contradicción con ella. Y yo habría podido en verdad adivinar antes que un día dejaría de amar a Albertine. Cuando —por la diferencia existente entre lo que la importancia de su persona y de sus acciones era para mí y para los demás— había comprendido que el mío no era tanto un amor a ella cuanto un amor en mí, habría podido deducir diversas consecuencias de ese carácter subjetivo de mi amor y que, al ser un estado mental, podía en particular sobrevivir mucho tiempo a la persona, pero también que, al no tener con dicha persona vínculo alguno verdadero, al carecer de soporte alguno fuera de sí, había de resultar un día, como todos los estados mentales, incluso los más duraderos, inservible, quedar «substituido», y que ese día todo lo que me parecía vincularme tan dulce e indisolublemente con el recuerdo de Albertine habría dejado de existir para mí. La desdicha de las personas es la de ser para nosotros simples láminas de colecciones muy utilizables en nuestro pensamiento. Precisamente por eso basamos en ellas proyectos que tienen el ardor del pensamiento, pero éste se fatiga, el recuerdo se destruye: llegaría un día en que con gusto daría yo a la primera que llegara la habitación de Albertine, así como había regalado sin el menor pesar a Albertine la canica de ágata u otros regalos de Gilberte.