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La autoformación: una tarea central



Dios no nos creó ya “hechos”, “listos”. Como afirma Ortega y Gasset, “Somos historia por hacer”. Aunque la vida –según el mismo autor– “se nos dispara a quemarropa”.

Cada uno de nosotros cuenta con fuerzas capaces de moldear su yo y darle un rostro definido. Nada puede dispensarnos de la tarea de autorrealizarnos. Somos un proyecto que llevamos a cabo con los “materiales” que poseemos. No nos hacemos de la nada: nos desarrollamos a partir de nuestras condiciones físicas, de la estructura psicológica original heredada y adquirida, de la realidad social, cultural y económica: en una palabra, de la realidad histórica que nos toca vivir. En este marco concreto se desarrolla la creatividad de nuestra libertad y la realización del plan que Dios tuvo al llamarnos a la existencia. El libro del Génesis nos dice que fuimos creados del “polvo del suelo” (Gen. 2, 7). En esa arcilla moldeable debe quedar impresa la fuerza plasmadora de nuestra libertad y del Espíritu de Dios en nosotros.

“En los designios de Dios –dice la encíclica Populorum Progressio– cada hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación dada por Dios para una misión concreta” (N° 75). A partir del conocimiento de nosotros mismos y del conocimiento de la realidad que nos rodea, tenemos que asumir la tarea más importante: dar un sentido a nuestra existencia, conquistar la riqueza y originalidad de nuestra personalidad.

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Por la libertad estamos dotados de la capacidad de autodecidirnos y de realizar lo que hemos decidido. Precisamente en esto nos diferenciamos en forma radical de los seres irracionales. “Mientras el tigre –afirma Ortega y Gasset– no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse. No sólo es problemático y contingente que le pase esto o lo otro, como a los demás animales, sino que al hombre le pasa a veces nada menos que no ser hombre. Y esto es verdad, no sólo en abstracto y en género, sino que vale referido a nuestra individualidad. Cada uno de nosotros está siempre en peligro de no ser ese sí mismo, único e intransferible que es. La mayor parte de los hombres traiciona de continuo ese sí mismo que está esperando ser.” (El Hombre y la Gente, p. 45).

Es preciso, por lo tanto, ante la amenaza de la masificación y deshumanización reinantes, enfrentar el desafío de autorealizarse. Quien no despierta y toma las riendas de sí mismo en sus manos, pronto tendrá que lamentar y confesar: “Aquel que soy saluda tristemente al que debiera ser”.

La encíclica Populorum Progressio continúa en el párrafo recién citado: “Desde nuestro nacimiento, nos ha sido dado a todos, como en germen, un conjunto de actitudes y de cualidades para hacerlas fructificar; su floración, fruto de la educación recibida en el propio ambiente y del esfuerzo personal, permitirá a cada uno orientarse hacia el destino que le ha sido propuesto por el Creador. Dotados de inteligencia y de voluntad, somos responsables de lo que hacemos de nuestra vida ante nosotros mismos, ante Dios y ante nuestros semejantes; somos el principal artífice de nuestros éxitos o de nuestros fracasos; no podemos abdicar de la tarea de crecer en humanidad, de valer más y ser más”.

 

No podemos abdicar de la tarea de

crecer en humanidad, de valer más

y ser más.


¿Quiénes somos? ¿Cómo podemos definirnos a nosotros mismos? Somos un proyecto por realizar: seres germinales, polivalentes, amenazados y limitados.


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1.1. Somos seres germinales

En primer lugar, porque nacemos como una posibilidad. El adulto no es un niño amplificado por un lente de aumento. La persona desarrolla sus cualidades a partir de un núcleo vital, desde su interior, y en confrontación con su ambiente. En ese germen vital se encuentran los talentos o potencialidades que deben fructificar. La semilla que no se cultiva permanece infecunda y se atrofia. También nosotros –seres germinales– somos una posibilidad: depende de nuestra responsabilidad y de nuestro espíritu de superación que esa posibilidad germinal llegue a ser una realidad plena, que crezca y se desarrolle.

1.2. Somos seres polivalentes

Es decir, nuestro futuro no está determinado como el de las plantas o de los animales. Ante cada uno de nosotros se abre un abanico de posibilidades. Las plantas y los animales están predeterminados por sus instintos. En cambio, nosotros estamos enfrentados a diversas opciones y tenemos que optar. “Dondequiera que el hombre pone su pie, pisa cien senderos”, reza un proverbio hindú. Cada uno de nosotros puede llegar a ser un criminal o un santo; puede convertirse en un héroe o en un rufián. El hombre posee diversas posibilidades de realización, incluso contando con circunstancias limitadas; y aunque sólo poseyera una, dentro de ese marco podría dar un mínimo hasta un máximo de sí mismo.

1.3. Somos seres amenazados

Estamos expuestos a múltiples riesgos, rodeados por fuerzas que tienden a obstaculizar nuestra propia realización. Pero también amenazados desde nuestro propio interior. Estructuralmente somos seres complejos, ya que reunimos en nuestra persona todas las esferas de la realidad: la material, la espiritual y la sobrenatural. Esto nos plantea el desafío de superar las tensiones a las que por ello estamos sometidos, y a crear nuestra propia síntesis. Esto se agudiza aún más si pensamos en que el pecado original ha dejado profundamente herida nuestra naturaleza, introduciendo en ella un desequilibrio que constantemente entorpece nuestro desarrollo.

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1.4. Somos seres limitados

Estamos condicionados por nuestra herencia, por el tiempo y el lugar en que nacemos y crecemos. Condicionados por circunstancias materiales, económicas y culturales. Condicionados no sólo por lo que nos rodea, sino también por nuestras propios límites: nuestras facultades no cuentan con todas las perfecciones posibles de imaginar. Pero todas estas limitaciones, vengan desde dentro o desde fuera, no nos determinan. Cada persona debe conocer sus posibilidades y sus propios límites. Siempre habrá espacio para ejercer nuestra libertad, y esto es lo esencial.

Somos una obra incompleta, “historia por hacer”, un proyecto que debe ir construyéndose. Ésta es la realidad que clama desde nuestro interior y que nos urge a autoeducarnos. Tenemos que llegar a ser lo que somos, pero aun sólo como una esperanza, como un llamado. Nunca podremos decir: ya terminé, ya soy lo que tengo que ser. Aunque estemos al borde del término de nuestra vida, aún iremos de camino. La carrera sólo concluye cuando morimos y ya no hay más camino por recorrer.

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Son muchos los factores que influyen en nuestra educación: nuestros padres, nuestros profesores y maestros; las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales; el ambiente en el que crecemos física y espiritualmente. Todo esto no impide que la responsabilidad básica de lo que lleguemos a ser recaiga sobre nuestro yo libre. Éste debe ser el agente principal de nuestra autoeducación. Por más positivos que sean los factores externos de la educación, nunca podrán lograr, por sí mismos, un resultado satisfactorio. Es preciso asumir la tarea de construirnos como personalidades libres y armónicas. Y si las circunstancias que nos rodean son negativas, la fuerza de nuestra libertad está llamada a influir en ellas. Es necesario, entonces, desarrollar aun con mayor ahínco una personalidad capaz de responder y superar el ambiente.

Schoenstatt se siente llamado a promover, por todos los medios a su alcance, la autoformación. Dios requiere de nosotros, de nuestro compromiso. “Sean perfectos como el Padre de los cielos es perfecto” (Mt 5, 48), nos pide el Señor. Los dones naturales y sobrenaturales que él nos regala, requieren de nuestro esfuerzo para desplegar toda la virtualidad que contienen.


 

2

El imperativo de autoformarse




Desde el inicio de Schoenstatt, el P. Kentenich destacó el imperativo de la autoformación. Lo proclamó ya en el Acta de Prefundación (27 Octubre de 1912) y en el Acta de Fundación (18 de Octubre de 1914).

Citamos sus palabras. Dice en el Acta de Prefundación:

¿Cuál es, entonces, nuestro fin? (…) Bajo la protección de María, queremos aprender a educarnos a nosotros mismos, para llegar a ser personalidades recias, libres y sacerdotales. (…)

Queremos aprender. Por tanto, no sólo ustedes, sino también yo. Queremos aprender unos de otros. Porque nunca terminaremos de aprender, mucho menos tratándose del arte de la autoeducación, que representa la obra y tarea de toda nuestra vida.

Queremos aprender, no sólo teóricamente: así hay que hacerlo, así esta bien, así, incluso, es necesario… En realidad todo eso nos serviría muy poco. No. Tenemos que aprender también prácticamente. Debemos poner manos a la obra cada día, cada hora. ¿Cómo aprendimos a caminar? ¿Se recuerdan cómo aprendieron, por lo menos, cómo aprendieron sus hermanos menores? ¿Acaso la mamá hizo grandes discursos diciendo: “Fíjate, Toñito o Mariíta, así hay que hacerlo”? Si así hubiese sido, aún no sabríamos caminar. No, ella nos tomó de la mano y así comenzamos a caminar. No, a caminar se aprende caminando; a amar, amando. Del mismo modo debemos aprender a educarnos a nosotros mismos por la práctica constante de la autoeducación. Y, en verdad, ocasiones no nos faltan.


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Queremos aprender a educarnos a nosotros mismos. Ésta es una tarea noble y alta. Hoy en día la autoeducación ocupa el centro de la atención en todos los círculos culturales. La autoeducación es un imperativo de la religión, un imperativo de la juventud, un imperativo del tiempo. (…)

2.1. La autoeducación es un imperativo del tiempo

No se necesita un conocimiento extraordinario del mundo y de los hombres para darse cuenta de que nuestro tiempo, con todo su progreso y sus múltiples experimentos no consigue liberar al hombre de su vacío interior. Esto se debe a que toda la atención y toda la actividad tienen exclusivamente por objeto el macrocosmos, el gran mundo en torno a nosotros. Y realmente entusiasmados tributamos nuestra admiración al genio humano que ha dominado las poderosas fuerzas de la naturaleza y las ha puesto a su servicio. (…)


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Pero a pesar de esto, hay un mundo, siempre viejo y siempre nuevo, el microcosmos, el mundo en pequeño, nuestro propio mundo interior, que permanece desconocido y olvidado.

No hay métodos, o al menos, no hay métodos nuevos, capaces de verter rayos de luz sobre el alma humana. “Todas las esferas del espíritu son cultivadas, todas las capacidades aumentadas, sólo lo más profundo, lo más íntimo y esencial del alma humana es, con demasiada frecuencia, descuidado”. Esta es la queja que se lee hasta en los periódicos. Por eso la alarmante pobreza y vacío interior de nuestro tiempo.

Aún más. Hace algún tiempo, un estadista italiano señaló, como el mayor peligro del progreso moderno, el hecho de que los pueblos atrasados y semicivilizados se apoderasen de los medios técnicos de la civilización moderna sin que, al mismo tiempo, les sea suministrada la suficiente cultura intelectual y moral para emplear bien tales conquistas.


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Pero quisiera invertir el problema y preguntar: ¿están los pueblos cultos y civilizados suficientemente preparados y maduros para hacer buen uso de los enormes progresos materiales de nuestros tiempos? ¿O no es más acertado afirmar que nuestro tiempo se ha hecho esclavo de sus propias conquistas? Sí, así es. El dominio que tenemos de los poderes y fuerzas de la naturaleza no ha marchado a la par con el dominio de lo instintivo y animal que hay en el corazón del hombre. Esta tremenda discrepancia, esta inmensa grieta, se hace cada vez más grande y profunda. Y así tenemos ante nosotros el fantasma de la cuestión social y de la ruina social, si es que no aplicamos enérgicamente todas las fuerzas para producir muy pronto un cambio. En lugar de dominar nuestras conquistas, nos hacemos sus esclavos. También nos convertimos en esclavos de nuestras propias pasiones.

 

¡Es preciso decidirse! ¡O adelante o atrás! ¿Hacia dónde entonces? (…)

Por lo tanto ¡adelante! Sí, avancemos en el conocimiento y en la conquista de nuestro mundo interior por medio de una metódica autoeducación. Cuanto más progreso exterior, tanto mayor profundización interior …

En adelante no podemos permitir que nuestra ciencia nos esclavice, sino que debemos tener dominio sobre ella. Que jamás nos acontezca saber varias lenguas extranjeras, como lo exige el programa escolar, y que seamos absolutamente ignorantes en el conocimiento y comprensión del lenguaje de nuestro propio corazón. Mientras más conozcamos las tendencias y los anhelos de la naturaleza, tanto más concienzudamente debemos enfrentar los poderes elementales y demoníacos que se agitan en nuestro interior. El grado de nuestro avance en la ciencia debe corresponder al grado de nuestra profundización interior, de nuestro crecimiento espiritual. De no ser así, se originaría en nuestro interior un inmenso vacío, un abismo profundo, que nos haría desdichados sobremanera. ¡Por eso: autoeducación!


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Así lo exigen nuestros ideales y las aspiraciones de nuestro corazón, lo exige nuestra sociedad, lo exigen sobre todo nuestros contemporáneos, especialmente aquellos con quienes conviviremos al realizar nuestras tareas futuras. Como sacerdotes, (NT: el P. Kentenich se refiere a estudiantes que se encaminan al sacerdocio; pero esto mismo puede aplicarse a toda persona que está llamada a ser un apóstol en su medio), tendremos que ejercer una profunda y eficaz influencia en nuestro ambiente y lo haremos, en último término, no por el brillo de nuestra inteligencia, sino por la fuerza, por la riqueza interior de nuestra personalidad.

Tenemos que aprender a educarnos a nosotros mismos. A educarnos a nosotros, con todas las facultades que poseemos …

2.2. Debemos autoeducarnos como personalidades sólidas


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Hace tiempo que dejamos de ser niños pequeños. Entonces permitíamos que nos guiaran las ganas y los estados de ánimo en nuestras acciones. Ahora, sin embargo, debemos aprender a actuar guiados por principios sólidos y claramente conocidos. Puede ser que todo vacile en nosotros. Vendrán con seguridad tiempos en que todo vacile en nosotros. Entonces ni siquiera las prácticas religiosas nos ayudarán. Sólo una cosa nos puede ayudar: la firmeza de nuestros principios. ¡Tenemos que ser personalidades solidas!

2.3. Tenemos que ser personalidades libres

Dios no quiere esclavos de galera, quiere remeros libres. Poco importa que otros se arrastren ante sus superiores, les laman sus zapatos y agradezcan si se les pisotea. Nosotros, empero, tenemos conciencia de nuestra dignidad y de nuestros derechos. Sometemos nuestra voluntad ante los superiores no por temor o por coacción, sino porque libremente lo queremos, porque cada acto racional de sumisión nos hace interiormente libres e independientes.

 

Queremos poner nuestra autoeducación bajo la protección de María…

Dos años más tarde, el 18 de Octubre de 1914, el P. Kentenich enmarca este llamado a autoformarse bajo la protección de María, en la alianza de amor sellada en su santuario. Él y los jóvenes congregantes ofrecen a María, como viva petición para que ella se establezca espiritualmente en la pequeña capilla de Schoenstatt, abundantes contribuciones al Capital de Gracias.


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De esta forma, la alianza de amor sellada con María está estrechamente ligada a nuestra cooperación, según el lema que siempre ha guiado a Schoenstatt: “Nada sin ti, nada sin nosotros”.

Las contribuciones al Capital de Gracias expresan nuestro compromiso como contrayentes de la alianza. Ellas son la condición para que la Virgen María se establezca espiritualmente en el santuario. Leemos en el Acta de Fundación: “Pruébenme por hechos que me aman realmente y que toman en serio su propósito”; “es esta propia santificación (autoformación) la que exijo de ustedes”.

 

Según el Acta de Fundación, esto implica que tenemos que esforzarnos seriamente por la autoformación, por nuestra transformación y crecimiento interior, probando con obras que realmente amamos a María y que tomamos en serio lo propuesto; subiendo al máximo las exigencias, en otras palabras, ser magnánimos; distinguiéndonos por un fiel y fidelísimo cumplimiento del deber de estado y por una vida de intensa oración. Por último, ofreciendo todo lo anterior como contribuciones al Capital de Gracias.

 

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3

Cooperar con la gracia

 

El santuario de Schoenstatt nació de la iniciativa del Dios que interviene en la historia y que nos regala gratuitamente su gracia, pero también del Dios que solicita la cooperación humana. Para el fundador de Schoenstatt, esto constituye un principio básico en su espiritualidad y pedagogía: Dios requiere nuestra cooperación. Por eso él llamó a los primeros congregantes a hacer “suave violencia” a María para que ella se estableciese espiritualmente en la capillita del valle de Schoenstatt. Se trataba de ofrecerle abundantes “contribuciones al Capital de Gracias”, como muestras concretas de que realmente la amaban; de “acelerar la propia santificación” y así convertir ese lugar en un lugar de peregrinación y renovación.

La acentuación de la cooperación humana con la gracia no es, ciertamente, un invento del P. Kentenich. Su fundamento está fuertemente enraizado en el Evangelio. El P. Kentenich sólo acentúa un aspecto esencial de nuestra fe, que ya san Agustín destacaba. “El Dios que te creó sin ti –afirmaba el santo– no quiere salvarte sin ti”. Una vida cristiana auténtica está reñida con un cristianismo poco exigente, donde primeramente se esperan milagros e intervenciones extraordinarias de Dios y de la Virgen, sin que medie el esfuerzo humano.


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Dios, que nos creó como seres libres y responsables, quiere que actuemos como tales. Ésa es nuestra dignidad. El Señor que nos crea y nos salva requiere que demos lo mejor de nosotros mismos; quiere tener ante sí personas libres, con iniciativa propia, íntegras, capaces de pensar y de actuar. Él no quiere en su viña ni títeres ni zánganos; quiere “remeros libres”.

Esta verdad la inculca el Señor a sus discípulos con su palabra y con hechos. Pide que devolvamos nuestros “talentos” (el dinero que nos confía) con los correspondientes “intereses”; quiere que trabajemos con ellos, no que los sepultemos bajo tierra (cf. Mt 25, 14-30). Si nos eligió, fue “para que demos fruto” y un fruto bueno y abundante (cf. Jn 15, 1-16). Así como el sarmiento que unido a la vid da fruto, así también nosotros si permanecemos en Cristo daremos buen fruto. Porque sin él nada podemos. En cambio, al sarmiento que no da fruto, lo corta y lo echa al fuego, porque no sirve para nada; y al que da fruto, lo poda, para que dé aun más fruto.

El Señor no desea vernos a la vera del camino o sentados en la plaza; quiere que trabajemos (cf. Mt 20, 1-16); necesita operarios porque la mies es mucha y los que trabajan son pocos (cf. Lc 10, 2).

Los milagros de Cristo dan también testimonio de que él requiere nuestra participación activa. Pide los pocos panes y peces que tienen los discípulos para realizar su multiplicación con la cual da de comer a una multitud. Pide a los siervos en Caná que llenen con agua las vasijas donde realiza la conversión del agua en vino. Elige a los 72 discípulos y les encarga la tarea de proclamar la Buena Nueva en los pueblos cercanos (cf. Lc 10, 1-4).


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El Señor no realiza solo su obra redentora. Él busca tener junto a sí personas semejantes a María, su compañera y colaboradora por excelencia. El Documento de Puebla lo explica así:

“María, llevada a la máxima participación con Cristo, es la colaboradora estrecha en su obra. Ella fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante (MC 37). No es sólo el fruto admirable de la redención; es también la cooperadora activa. En María se manifiesta preclaramente que Cristo no anula la creatividad de quienes le siguen. Ella, asociada a Cristo, desarrolla todas sus capacidades y responsabilidades humanas, hasta llegar a ser la nueva Eva junto al nuevo Adán. María, por su cooperación libre en la Nueva Alianza de Cristo, es junto a él, protagonista de la historia. Por esta comunión y participación, la Virgen Inmaculada vive ahora inmersa en el misterio de la Trinidad, alabando la gloria de Dios e intercediendo por los hombres”. (n. 293)

Esta marcada cooperación humana, expresada en las contribuciones al Capital de Gracias, pertenece al ser mismo de Schoenstatt. Por eso nuestra alianza de amor con María siempre se ha orientado por la divisa: “Nada sin ti, nada sin nosotros”.


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Si bien toda nuestra vida es “materia apta” para las contribuciones al Capital de Gracias (todo lo que hagamos por amor y con amor, es agradable a los ojos de María), el esfuerzo por autoformarse ocupa un lugar especialmente importante en la alianza. A María ofrecemos, como aporte a su Capital de Gracias, nuestra lucha por la santidad, el cultivo de una vida de intensa oración y del fidelísimo cumplimiento del deber de estado.

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De esta forma, para el contrayente de la alianza, las contribuciones al Capital de Gracias, incluyen esencialmente el esfuerzo por autoformarse y por ser consecuentes con los ideales. Cooperamos con el Dios que actúa por su gracia en nosotros mismos, haciendo que Cristo crezca en nosotros y su vida conforme nuestro ser y actuar. El santuario de Schoenstatt llega a ser así nuestro hogar espiritual y “cuna de nuestra santidad” (cf. Acta de Fundación), el lugar donde experimentamos una real transformación personal. Porque no se da una renovación del mundo y de la Iglesia si ésta no comienza en nuestro propio corazón.


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Esta autoformación, que el P. Kentenich promovió desde el inicio en el naciente Movimiento de Schoenstatt, la canalizó a través de los “medios ascéticos” o formas concretas de autoayuda.

 

 

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Autoformación y ascesis

 

Cuando se habla de autoformación, se supone que tenemos una visión determinada del hombre y de la espiritualidad correspondiente a esta visión.

Por la fe adherimos a la visión del hombre que nos muestra el Evangelio. De esta recepción de la Buena Nueva brota en nosotros la vida del espíritu que Dios ha infundido en nuestra alma. La gracia de Dios nos regala un nuevo ser que se expresa en la espiritualidad que nos anima como cristianos.

La vida del espíritu, o espiritualidad, está centrada básicamente en las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. Ésta ha ido tomando diversas formas a lo largo de los siglos en la medida que personas y comunidades han acentuado determinadas facetas de la vida y del quehacer que implica ser consecuentes con la Buena Nueva. Así, por ejemplo, surgieron en la Iglesia la espiritualidad benedictina, carmelitana, ignaciana, etc. Schoenstatt, a semejanza de estas comunidades o familias eclesiales, posee también una espiritualidad original que lo caracteriza.

Ahora bien, a través de la autoformación, el cristiano asume y cultiva la espiritualidad evangélica, hace suya la fe y busca desarrollarla y aplicarla en su vida. La labor que realizan los agentes pastorales, los educadores o quienes evangelizan, motiva e induce a que cada persona asuma activamente y cultive la vida del espíritu. (cf. Efesios 4, 15; 2 P 3, 18)

 

Cada espiritualidad desarrolla formas concretas y prácticas que canalizan y ayudan a llevar una vida coherente con la fe que se profesa.

 

Recibimos la fe y se incentiva en nosotros la vida del espíritu. Pero esta transmisión de la fe sería ineficaz y quedaría infecunda si cada cristiano no la asumiese activamente. En otras palabras, la acción de factores pedagógicos externos, de la hetero-pedagogía (la educación que otros nos imparten) debe ser complementada por la auto-formación.

Esta autoformación puede llevarla a cabo la persona sin adscribirse a una espiritualidad determinada, o bien, adhiriendo a una concreta, siguiendo el camino que le ofrece, por ejemplo, la espiritualidad carmelitana, franciscana, schoenstattiana u otra espiritualidad con la cual se sienta especialmente identificada.

Ahora bien, cada espiritualidad desarrolla formas concretas y prácticas que canalizan y ayudan a llevar una vida coherente con la fe que se profesa. El Evangelio es exigente; pide un cambio de vida, requiere despojarse del hombre viejo y revestirse del hombre nuevo, creado según Cristo Jesús (cf. Efesios 4, 17-32). De ahí que la autoformación requiera de medios y prácticas especiales que fomenten y aseguren el crecimiento y fortalecimiento de nuestro ser y actuar como cristianos.

Esta dimensión de la espiritualidad se denomina ascesis (ascética) y se concreta en medios ascéticos. Las diversas espiritualidades que han surgido a lo largo de los siglos, en la medida que se desarrollaron fueron gestando una determinada metodología o ascesis.

Ascesis es una palabra de origen griego que significa esfuerzo metódico para conseguir algo. Ambas cosas, esfuerzo y método, son constitutivos de las ascesis. Palabras afines a ésta son: lucha, combate, disciplina, mortificación. En nuestro caso, se trata de una ascesis no en general, sino cristiana, es decir, de un esfuerzo metódico que demanda el seguimiento de Cristo Jesús.


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La necesidad de prácticas ascéticas concretas se fundamenta en la necesidad de que el espíritu se encarne o se traduzca en un estilo de vida, a fin de que no se “volatilice” y termine extinguiéndose. (cf. Mt, 7, 21-27)

Se trata de llevar a la práctica el cambio de vida que exige el Evangelio. Porque la fe sin obras estaría muerta; la caridad sin obras no sería un verdadero amor cristiano; porque no habría esperanza ni confianza real sin que estas actitudes se expresasen y plasmasen en un estilo de vida cristiano. Una espiritualidad que no se traduce en costumbres y formas de vida pronto se desvanece y termina extinguiéndose. Con razón dice Jesús: “No todo el que me diga: `Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos, sino aquel que haga la voluntad de mi Padre”. (Mt 7, 21) De allí que el cristianismo, desde su inicio, se haya mostrado como un “camino” y normas de comportamiento concretas (cf. Gal 5, 13-25; Rom 8, 1-13).


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Pero hay algo más. Si es verdad que el espíritu requiere siempre de formas que lo protejan y expresen, esto se hace aún más necesario al considerar que existen en nuestra alma factores que nos impulsan en una dirección contraria a los valores del Evangelio o a la vida según el Espíritu del Señor. Es necesario despojarse del “hombre viejo” y revestirse del “hombre nuevo” creado según Cristo Jesús.

Cada persona cuenta con el peso negativo que ha dejado en su naturaleza el pecado original. Estamos heridos en nuestra afectividad, en nuestros instintos, en nuestra voluntad e inteligencia. A estas heridas se suman las consecuencias que ha dejado en nosotros el pecado personal. Por eso el Señor llama con tanta fuerza a la conversión, afirmando que quien quiera ser su discípulo debe tomar la cruz, negarse a sí mismo y seguirlo. Por eso también san Pablo muestra la vida cristiana como un combate y una carrera en el estadio que exige “ascesis”, es decir, un training semejante al del deportista, que requiere disciplina, renuncia y esfuerzo metódico para alcanzar su meta.


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Este proceso, que demanda sacrificio y renuncia, este despojo de nuestro yo egoísta y dominio de nuestros instintos desordenados, se lleva a cabo a través de la ascesis y de la aplicación de los medios ascéticos que ésta nos proporciona.

Siempre el cultivo de la espiritualidad cristiana ha incluido en su programa formas de vida exigentes, prácticas de mortificación y renuncias. Cada espiritualidad incluye la ascesis y los medios ascéticos. Las diversas comunidades y movimientos eclesiales son siempre concretos en este sentido.

Ciertamente se han producido exageraciones y unilateralidades en la vida cristiana, que han dado origen a lo que se denomina el “ascetismo” o se ha caído en el formalismo, donde predominan, por sobre la vida del espíritu, renuncias y mortificaciones que contradicen el espíritu evangélico; formalismos que terminan ahogando y matando al espíritu.

Así como Schoenstatt posee una espiritualidad y un sistema de autoformación propios, posee también formas o medios ascéticos propios. En concreto: el ideal personal, el horario espiritual, el examen particular y la recepción regular del sacramento de la reconciliación.


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