I
Introducción
Hemos invocado al Espíritu Santo rezando:
¡Ven, Espíritu Santo!
llena los corazones de tus fieles
y enciende en ellos
el fuego de tu amor.
Envía tu Espíritu, Señor,
y renovarás la faz de la tierra.
Lo invocamos para que renueve la juventud de nuestro amor conyugal. Éstos quieren ser días de encuentro con nosotros mismos, de encuentro como matrimonio con el Señor y con nuestra Madre y Reina.
El tema de nuestro retiro será la santidad matrimonial.
En el último tiempo, el Dios de la vida nos ha venido haciendo reiterados llamados a la santidad.
Es un llamado que el lema de nuestra Rama1 recoge al formular su anhelo: Familias santas para Chile.
Por otra parte, la beatificación y luego la canonización de Teresa de Los Andes marcaron un hito en este sentido y hoy, con la canonización del Padre Alberto Hurtado, se confirma este llamado: Dios quiere que la santidad florezca en la Iglesia chilena. Sin embargo, el llamado a la santidad no puede restringirse a la santidad sacerdotal, como es el caso del Padre Hurtado, o a la santidad en la vida religiosa, como para Teresa de Los Andes. También la santidad laical tiene que florecer en nuestra Iglesia y, más específicamente, una santidad matrimonial.
La Iglesia ya destacó el papel que cabe a los laicos en el mundo: su vocación a la santidad. El Concilio Vaticano II lo señaló claramente al afirmar que todos estamos llamados a la santidad (ver LG 41), pero no solamente los religiosos que han elegido el «estado de perfección», sino también los laicos. Ellos están llamados a la santidad por el bautismo y su santidad debe iluminar las realidades temporales.
En el ámbito de esta santidad laical quisiéramos subrayar la santidad matrimonial o conyugal.
En el contexto de la Nueva Evangelización, proclamada por Juan Pablo II, hoy se hace particularmente urgente, para el matrimonio, el llamado a la santidad. Más todavía si se considera la situación de crisis de la familia y las fuertes corrientes divorcistas que están en boga. No se cree en la fidelidad, existe poca claridad respecto a la familia y al matrimonio y se carece de una real voluntad de compromiso.
Por todas partes se discute sobre la ley del divorcio. Estamos defendiendo los últimos bastiones antes de que se produzca el derrumbe: la fidelidad conyugal contra el divorcio, la vida contra el aborto y los medios artificiales de procreación, etc. En estas consideraciones, nuestro propósito en primer lugar es trabajar afirmando y cultivando positivamente la santidad del matrimonio y de la familia. Creemos que ésta es la respuesta más eficaz que podemos dar a los signos de los tiempos. Si luchamos sólo contra las desviaciones existentes o nos contentamos con la mera claridad doctrinal y la precisión de las normas morales, nos engañamos. Por cierto debemos tener claridad al respecto, pero ello no basta.
Estamos conscientes que no es posible detener las corrientes de disolución sólo con una ley determinada. Lo que más nos interesa es responder a la corriente divorcista y de disolución familiar con una corriente de santidad matrimonial.
El matrimonio cristiano, sellado por el sacramento, implica una vocación a la santidad. Leeré un pasaje del P. Kentenich (en este retiro citaré a menudo pasajes de una serie de pláticas suyas inéditas, dadas a matrimonios en Milwaukee, en 1961) en el que llama la atención al respecto:
Se afirma que personas casadas no pueden ser santas y grandes. Y, si hay excepciones, entonces existe el sentimiento de que él o ella se hizo santo no «porque», sino «a pesar de» ser casado. Es la creencia de muchos: a pesar de estar casados. En general tenemos el sentir –como lo experimentan los cristianos– que como personas casadas somos seres de segunda clase.
Es decir, habría diferentes estratos en la Iglesia: la jerarquía, los religiosos y los laicos. Y, según esos estratos, los laicos serían de «tercera clase». Ante esto, el Padre Kentenich reacciona decididamente:
Debemos luchar por una santidad laical y matrimonial con sus propias leyes.
Es decir, así como el sacerdote debe esforzarse por lograr la santidad con sus propias leyes, nosotros debemos hacerlo con las nuestras. Pero, para que sea así, es preciso descubrir nuestro camino original de santidad matrimonial. El camino de la santidad monacal ya existe desde hace siglos: toda una inmensa galería de santos lo ejemplifica, ya que hay una innumerable cantidad de santos que ha vivido su santidad en el convento, como religiosos, como monjas, etc.
Pero, ¿dónde están los santos laicos y, más específicamente, los matrimonios santos? Tenemos algunos: Tomás Moro, un gran laico, un político santo; san Luis, rey de Francia... Pero son pocos, y matrimonios canonizados tenemos menos aún. Ultimamente, el Papa Juan Pablo II quiso que el proceso de beatificación de los papás de Teresita de Lisieux no se condujera por separado, sino como matrimonio, precisamente por este anhelo de mostrar matrimonios santos al mundo actual.
Continúa el P. Kentenich:
Debemos luchar por una santidad laical y matrimonial con sus propias leyes. No sólo como familia, sino también como matrimonio, debemos luchar por esta santidad, con todo lo que se nos permite como matrimonio. Es decir, también el acto sexual matrimonial es básico. Se trata de cómo asumo yo todo esto para ser santo. ¿O acaso para llegar a ser santo debo renunciar a todos mis deseos sexuales y a lo que se relaciona con ellos? ¿Acaso todo esto es sólo una concesión a mi debilidad o se trata de algo que yo utilizo y debo utilizar para llegar a ser verdaderamente santo? De esto se desprende un sinnúmero de preguntas prácticas. (Plática del 23.01.1961)
El P. Kentenich plantea aquí un gran desafío. Distingue una santidad matrimonial y una santidad familiar. La santidad matrimonial o conyugal es la que condiciona la santidad de la familia. En este retiro, nos limitaremos a meditar sobre la santidad específicamente conyugal. Incluso, en relación a ésta, nos limitaremos a un aspecto central: la santidad del matrimonio como tal. No abordaremos la santidad de los cónyuges en relación a los hijos, pues este tema correspondería a otro capítulo: la santidad del padre y de la madre en cuanto tales. Esto no significa que no nos interese, ya que la familia, los hijos, conforman la plenitud de la santidad del matrimonio, pero queremos centrarnos metódica y específicamente en la santidad de la pareja matrimonial como tal.
Nos vemos obligados a descubrir este camino de santidad, pues no tenemos muchos ejemplos como para poder decir: «imitemos a tal o cual matrimonio; solucionemos nuestros problemas como ellos lo hicieron, aspiremos a la santidad asumiendo nuestras dificultades tal como ellos asumieron las suyas». Es un desafío hermoso el que aquí se nos plantea, y nuestro guía en esta búsqueda será el P. Kentenich.
Para acercarnos más al tema de nuestro retiro, preguntémonos en qué consiste la santidad.
Cuando se habla de santidad, generalmente lo primero que surge en nuestra imaginación es la idea de exigencia, de heroísmo, de cruz, de renuncia. Sin embargo, pienso que a ninguno de nosotros nos gusta la renuncia; nadie siente fascinación ni por la cruz ni por el heroísmo. Al contrario, nos da miedo, nos cuesta, lo vemos como algo que hay que asumir, pero no es lo primero que nos atrae. Tampoco es lo primero en la santidad.
La santidad es plenitud de vida o plenitud de amor; es respuesta de amor al amor de Dios. El núcleo de la santidad no es la renuncia sino el amor, la plenitud del amor a Dios y al prójimo. Y esta plenitud de amor trae consigo la felicidad.
Lo primero en la santidad es el amor. Un amor que asume la cruz; un amor heroico; un amor que capacita para la renuncia. Siempre el amor es lo básico: la plenitud de la santidad equivale a la plenitud del amor. Y eso sí que nos atrae. Más todavía si consideramos que el fruto de todo amor verdadero y profundo es la felicidad y el gozo.
Es decir, si caminamos hacia la santidad, seremos felices y podremos regalar felicidad y alegría en nuestro medio. Ése sería el mejor signo de que transitamos por el camino de la santidad. En este sentido vale lo que afirma san Francisco de Sales: «Un santo triste es un triste santo». Una santidad matrimonial triste, acusaría una triste realidad matrimonial. Nosotros no queremos eso. Queremos santidad y eso significa plenitud de amor, y la plenitud de amor siempre, como decíamos, desemboca en la felicidad, en el gozo. Cuando el Señor se despide de sus apóstoles les dice: «Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15,11); «Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado» (Jn 16,24). El Señor no nos quiere ver con caras largas, él quiere nuestro gozo.
El cultivo de una vida de santidad matrimonial implica no sólo cultivar el amor a Dios sino, al mismo tiempo, el amor al prójimo. La medida y la garantía de autenticidad de nuestro amor a Dios son nuestro amor al prójimo. El Señor, al final de los tiempos no nos preguntará cuánto amamos a Dios o cuánto rezamos, sino: ¿Amaste a tus hermanos, a estos pequeños que son imagen mía? ¿Te preocupaste de darles de comer, de vestirlos, de visitarlos cuando estuvieron enfermos, etc.? (Cfr. Mt 25,36). El criterio es siempre el amor activo al prójimo. Ahora bien, para nosotros, como matrimonio, el prójimo, el más próximo, es esa persona que está a nuestro lado: mi esposo, mi esposa. Ese es mi prójimo. Se me preguntará entonces si amé con amor heroico, servicial y fiel a mi cónyuge.
Yo también podré preguntar como en la parábola del juicio final: «¿Cuándo no te amé a ti, Señor?» Y él me responderá: Cuando no amaste a tu cónyuge, cuando no lo escuchaste, cuando no estuviste dispuesto a servirle; cuando no quisiste acceder a una petición suya, cuando le contestaste mal...
Por lo tanto, esforzarse por crecer en santidad equivale a crecer y esforzarse por el desarrollo y el perfeccionamiento de nuestro amor. De nuestro amor a Dios, pero, específicamente, de nuestro amor a Dios en la persona de nuestro prójimo, puesto que el amor al prójimo es la prueba de que realmente amamos a Dios. Ése es el criterio: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre» (Mt 7, 21). Y la voluntad del Padre es que nos amemos los unos a los otros:
Si alguno dice: «amo a Dios» y aborrece a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: «Quien ama a Dios, ame también a su hermano». (1Jn 4, 20-21)
Crecer en santidad significa para mí crecer en el amor a mi cónyuge. Significa amar más a mi esposo o a mi esposa. Un sacerdote será juzgado por su amor pastoral, que es el amor que se difunde hacia otras personas. La persona casada será juzgada primeramente por el amor a esa persona concreta a la cual se ha unido para siempre. Dios se acerca a mí a través de ella y me hace sentir su amor especial por mí a través de esa persona, a través del amor único, exclusivo y personal que ella tiene por mí. El quiere que yo también responda a su amor a través de esa misma persona, que lo ame y le demuestre mi amor a él a través de ese amor exclusivo, íntimo y total que regalo a mi cónyuge. Por eso el amor conyugal me santifica.
El amor conyugal es:
un amor mutuo,
que abarca todas las formas del amor,
y todos los grados del amor;
que ha sido elevado por la gracia
a la categoría de sacramento del matrimonio.
Nuestra santidad depende esencialmente de la calidad del amor que hayamos desarrollado. No depende sólo de la gracia, sino que requiere también nuestra cooperación. La santidad del matrimonio radica en la calidad del amor mutuo que se profesen los esposos. Un amor que, por ser esponsal, es exclusivo y excluyente; un amor en el cual cada uno se da por entero, radicalmente, para siempre.
Un profesor, por ejemplo, puede entregar todo su corazón a sus alumnos y desvivirse por ellos. Su entrega no depende del hecho de recibir o no una respuesta. En el matrimonio, sin embargo, la expectativa es distinta. Se espera respuesta. El amor conyugal es un amor mutuo: tú te regalas por entero a mí y yo me regalo por entero a ti. En el matrimonio, cada uno de los cónyuges aspira a un perfecto amor mutuo. A un amor mutuo que, más específicamente abarca todas las fibras y esferas de la persona, desde lo más instintivo y corporal, hasta lo más espiritual y sobrenatural. Es decir, cada uno pone en juego toda su capacidad de amar; cada uno espera recibir de su cónyuge la amplitud y profundidad de todo su amor. Y es este amor mutuo lo que debe santificarse para constituir un matrimonio santo.
Y en el amor mutuo, en la comunión de los corazones que logremos como esposos se juega nuestra felicidad. Porque el gozo matrimonial es el fruto de la mutua posesión de amor. La densidad, la riqueza y plenitud de nuestro amor conyugal determinan el grado de nuestra felicidad como matrimonio.
Analicemos más de cerca esta plenitud propia del amor conyugal.
El matrimonio es el único estado donde se dan todas las dimensiones o formas del amor.
Atendamos a lo que dice el P. Kentenich:
Si preguntamos cuál es la característica del amor mutuo en el matrimonio, tendré que repetir siempre la misma respuesta: no debe ser sólo un amor sobrenatural, sino la armonía entre el amor sexual, erótico, espiritual y sobrenatural. Por lo tanto, ningún tipo de amor debe ser excluido. Por eso, no existe otro amor humano tan perfecto como el amor conyugal, porque ningún amor humano representa tal biunidad de quienes se aman. Se da una unidad corporal y espiritual. El amor conyugal supone una biunidad corporal y espiritual. Por eso mismo, ningún otro amor refleja tanto el amor intratrinitario como el amor esponsal.
(Plática del 13.03. 1961)
El Padre Kentenich presenta aquí algo capaz de entusiasmar, que eleva y pone a los esposos ante una meta alta, pero hermosísima; una tarea que cobra toda su importancia en el trasfondo de un mundo donde cada vez se agudiza más la desunión, la desintegración y ruptura del amor conyugal.
El P. Kentenich menciona todas las formas del amor que abarca el amor conyugal.
• El amor esponsal abarca el amor sexual
Es un amor que encuentra en la sexualidad, concretamente en el acto sexual, su culminación. Éste constituye la expresión máxima de la unión matrimonial, cuyo fruto es la procreación de los hijos. Es decir, no consideramos el acto sexual simplemente como algo «que está permitido» en el matrimonio, sino como algo esencial en nuestra vida de amor, que es expresión y camino de una auténtica santidad conyugal. Nos referimos, por cierto, a una sexualidad sana, que expresa armonía, pero no a la que hoy abunda. Pues se vive ahora una sexualidad disociada, sin eros, sin que haya sido redimida por la gracia; una sexualidad impersonal y despersonalizante.
Continúa el texto que citamos del P. Kentenich:
El sentido del matrimonio es que nosotros nos encontremos el uno con el otro en una forma extraordinariamente íntima, que nos amemos íntimamente. Existen dos peligros: o bien cedemos a la pasión, o bien somos fríos el uno con el otro, mostramos casi una actitud hostil. ¡Cuán a menudo sucede esto! (Plática 30.04.61)
Es pan de cada día. ¿Cuántos matrimonios son realmente felices en su vida íntima sexual? ¿Por qué? Justamente porque no han integrado la totalidad del amor en la sexualidad. Se permanece en el nivel infrahumano de sexualidad o se cae en una especie de «angelicismo», que no logra integrar y sublimar el amor carnal.
La sexualidad matrimonial es un termómetro de la santidad y de la alegría matrimonial de los esposos. Hoy, abunda una sexualidad enfermiza, enemiga de nuestra felicidad: una sexualidad que separa el eros –el amor erótico– del amor espiritual y sobrenatural. Ésta llega a ser una sexualidad no sólo infrahumana, sino algo aun más bajo que lo animal; porque la sexualidad de los animales es ordenada. Y nosotros, si permanecemos sólo en la esfera sexual instintiva, si no integramos la sexualidad en las formas superiores del amor, nunca tendremos una sexualidad ordenada. En el animal todo está dispuesto instintivamente: su sexualidad simplemente funciona bien. En nosotros la vida instintiva debe ser asumida y regulada por la esfera superior de nuestro ser, ya que de otro modo no funciona bien. Más todavía si consideramos el hecho que nuestra sexualidad está herida por el pecado original. Sin la gracia, en definitiva, es imposible lograr una vida matrimonial plena.
• El amor esponsal abarca el amor erótico
Puede extrañarnos que el P. Kentenich use la palabra «erótico», porque muchas veces en el uso corriente se relaciona esta palabra directamente con lo sexual: cuando se habla de erotismo se entiende la exaltación de lo sensual y lo sexual.
La acepción que da el P. Kentenich a este vocablo es distinta. Su concepción se arraiga en la tradición, no es un invento suyo. También entre los sicólogos el término «erótico» tiene una connotación positiva. Otros autores, como el que luego citaré, también dan al amor erótico un sentido positivo.
Para el P.Kentenich, las palabras eros y erótico no están directa ni necesariamente unidas con lo sexual. La característica del amor erótico, del eros, consiste en que se ama a una persona, pero a una persona que tiene cuerpo, que no es un ángel. Amo a un ser encarnado. Más todavía, amo a un ser encarnado que es mujer o que es hombre. Amo a una persona signada por su sexualidad. Entonces la realidad de esa persona entusiasma, despierta una atracción, fascina, enamora.
El amor personal por ser tal es un amor espiritual. Pero este amor espiritual tiene dos proyecciones: una, que podríamos llamar amor espiritual propiamente dicho: amo al otro por los valores que posee, por su inteligencia, por sus virtudes, por su riqueza espiritual, etc., y la otra dimensión: amo a esa misma persona como ser encarnado, que toca mi realidad también de espíritu encarnado.
El P. Kentenich señala:
¿Qué se entiende por amor erótico? Es la complacencia en la apariencia total de la pareja. ¿Comprenden esto? Es cuando, por ejemplo, como varón siento complacencia en mi mujer; por ejemplo en la forma de su pelo, o me agrada toda su apariencia, la manera como se viste. Entonces, como mujer debo cuidarme de que el esposo encuentre en mí todas esas cosas exteriores que le agradan. Es un agrado sensible, en toda la figura o en determinados aspectos de mi persona. ¿Comprenden, entonces, que el amor erótico es protección del amor sexual?
Reparemos en esto: el amor erótico, según el P. Ken-tenich, es protección del amor sexual.
Por otra parte –continúa el Padre–, deben imaginarse cuán lastimada se siente una mujer de espíritu noble cuando se da cuenta que su marido tiene sólo interés en sus órganos sexuales y no en su figura, en su personalidad. Comprendan también cómo el placer sexual es regulado cuando hay agrado en la persona total. A la inversa, para que el amor erótico sea expresión del amor espiritual, la mujer debe cuidar también de que su belleza externa sea expresión de su belleza interior. Si no, es sólo amor corporal. (Plática del 6 de febrero de 1961)
Esto también, por cierto, vale igualmente para el hombre. De aquí tendremos que sacar muchas consecuencias. De modo que luego abordaremos este tema más en detalle.
• El amor esponsal abarca el amor espiritual
El amor conyugal abarca el amor sexual y el amor erótico, pero también el amor espiritual. Este amor es la base de todo el edificio. Es el amor que se refiere expresamente a la calidad espiritual de la persona, a sus virtudes, a sus valores, a la dignidad que posee esa persona en cuanto tal.
El amor espiritual es el amor personal, libre, que es capaz de ser fiel. Es el amor que busca, en primer lugar, el bien del tú, que tiende a la fusión de corazones y no sólo de los cuerpos; a vivir espiritualmente el uno en el otro. Éste es el amor que formalmente santifica y eleva el sacramento del matrimonio; la viga maestra de la santidad matrimonial.
• El amor esponsal abarca el amor sobrenatural
El amor sobrenatural se refiere a la persona expresamente en cuanto ésta es hija de Dios y miembro de Cristo. Por la fe descubrimos en nuestro cónyuge una profundidad y riqueza que no es posible captar sólo con nuestra visión humana.
La fe nos permite ver a nuestro cónyuge en esta nueva dimensión y, al mismo tiempo, el amor sobrenatural –la virtud teologal de la caridad que recibimos por la gracia– nos capacita para amarlo con un amor semejante al de Dios, con un amor que posee la calidad de la entrega, la fidelidad y el heroísmo del amor de Cristo.
El amor sobrenatural no se agrega extrínsecamente a nuestro amor natural. No es recibido por el sustrato natural como una especie de coronación superpuesta, como quien coloca un adorno sobre una torta, sino que compenetra y eleva el todo. Por ejemplo, es como echar licor a una torta y el licor se consume, embebiendo el todo y haciéndolo más exquisito.
La virtud teologal de la caridad presupone el amor mutuo, espiritual, erótico y sexual, pero sana estos amores y los eleva a una plenitud que sobrepasa las categorías humanas. No le quita nada al amor natural, sino que más bien lo asume y lo sana haciéndolo más rico y más humano.
Ahora bien, esta multiplicidad del amor conyugal trae problemas, pero además de esto, implica una tremenda riqueza. Un ángel no puede vibrar con el corazón, no se puede enardecer de amor; porque es espíritu, no puede sentir y nunca tendrá idea de lo que es el goce sexual como lo experimentan los esposos. Es una limitación para el ángel; para nosotros una plenitud y una riqueza. Somos seres que colindamos con lo animal, con lo material y, a la vez, con el mundo angélico y con Dios.
Pero esta riqueza del amor conyugal implica también en nosotros polaridad y tensión. El pecado original y personal, además, hace que la polaridad existente tienda a convertirse en una tensión destructora. La múltiple complejidad de nuestro ser la experimentamos fuertemente en relación al amor: lo animal quiere seguir sus propias leyes; lo mismo ocurre con el ángel y el hijo de Dios que viven en nosotros. De tal modo que somos «tironeados» por todos lados. Estamos en constante peligro de ruptura. Las tensiones polares se transforman en tensiones destructoras, en disociaciones de nuestra personalidad y comportamiento.
Los problemas de la vida matrimonial no son pocos... Pienso que los matrimonios a veces tienen una vida mucho más difícil que las personas consagradas... Nosotros nos hemos librado de muchas tensiones. Ustedes las enfrentan todas; tienen mayor riqueza en el plano humano, pero también mayores problemas.
La tarea de la santificación matrimonial consiste precisamente en lograr la síntesis, la maravilla de la plenitud de un amor rico en tensiones, donde las polaridades se han unido y potenciado creadoramente, sin suprimir ninguna faceta del amor: ni la espiritual, ni la corporal, ni la sensible, ni la sobrenatural.
El P. Kentenich concibe la vida matrimonial como una escuela privilegiada de santidad; una escuela eximia del amor. Una escuela donde se cultivan todas las formas del amor, pero también donde deben escalarse todos los grados del amor.
¿Qué se quiere decir con esto? Que el amor conyugal está llamado a crecer desde el amor primitivo hasta el amor heroico al tú. Al inicio, normalmente el amor conyugal es un amor egocéntrico; paulatinamente deberá crecer y purificarse hasta convertirse en amor generoso, fiel y heroico. Para ello debe hacer un gran recorrido.
Resumiendo: la obra maestra de la santificación en el matrimonio consiste, por una parte, en lograr la síntesis de todas las formas de amor, superando las dicotomías o disociaciones a las cuales estamos sometidos, y, por otra parte, en esforzarse por escalar desde los grados primarios del amor hasta alcanzar la altura más sublime. Éste es el programa de nuestra santidad matrimonial.
Puntualicemos, por último, algo ya mencionado: Cristo Jesús quiso elevar el amor mutuo de los esposos a la categoría de sacramento. Es decir, lo instituyó como signo eficaz del amor mutuo entre él y la Iglesia y del amor intratrinitario. Los esposos poseen la garantía de contar con la gracia necesaria para ascender al más alto grado, es decir, a la más alta santidad en la mutua entrega de amor. El sacramento nos garantiza que contamos con la gracia suficiente para superar todos los obstáculos y crisis que normalmente se dan al interior de nuestra vida conyugal. Pero esa gracia requiere nuestra cooperación.
Terminamos así la introducción. En este retiro profundizaremos cada una de las formas del amor conyugal, y luego abordaremos el crecimiento en los grados del amor.
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1. Referencia a la Rama de Familias del Movimiento de Schoenstatt. Todos los años se determina un lema que contiene la idea central destinada a iluminar el quehacer de la Rama durante ese período.