
Nada hay más hermoso, complejo y frágil que los sentimientos en la vida humana. Penetrar en el arte y el misterio del amor, desde la perspectiva de los sentimientos, es una aventura interminable, donde, de pronto, aparecen bosques impenetrables, desiertos infinitos, senderos peligrosos y valles de paz. Porque los sentimientos son uno de los tesoros más grandes que nos dejó Dios aquí en la tierra. Nos introducimos en un campo muy personal, delicado y de gran riqueza. Así brotan preguntas esenciales de la vida humana: ¿por qué uno siente amor o dolor? ¿Por qué uno se siente herido en el matrimonio y no le habla al otro y el otro ni siquiera se ha enterado de esa herida? ¿Por qué surgen los sentimientos de odio o simpatía?
En la revista “Alfa y Omega” del periódico español ABC apareció una foto de un adolescente sentado en una calle con un cartel en las manos que decía: “Tengo hambre, de afecto”. Todo un símbolo y metáfora de nuestra época. Cuántos millones de seres humanos han carecido del alimento básico y esencial del amor. Cuántos mendigos de cariño por las calles del mundo: podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que existe un hambre profunda y silenciosa de afectos que inunda de dolor el alma de nuestro tiempo.
La vida del hombre se encuentra “afectada” por la alegría o la tristeza; la esperanza o el miedo; las personas amadas o las que nos han herido; la ternura y el odio; la culpa y la soberbia. Estas son realidades que nos acompañan a lo largo de toda la vida.
Si no desarrollamos, ni educamos, ni aumentamos el tesoro de nuestros sentimientos nos pasa lo que expresa Borges, tan certeramente, en un bello poema:
He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
la sombra de haber sido desdichado.
Las palabras sentimientos y afectos, en esta oportunidad se emplearán, o bien como sinónimos, o del modo siguiente: los afectos se manifiestan o expresan a través de los sentimientos. Por su parte los sentimientos se viven concretamente a través de nuestras emociones, pasiones y motivaciones.

El padre José Kentenich plantea dos grandes tareas pedagógico-pastorales para nuestra época: Por un lado, invita a tomar conciencia de la importancia del mundo de la afectividad en la educación de la fe. Por otro lado, invita a estar siempre atentos a la calidad de nuestros sentimientos en la vida de fe. Vivimos y nos movemos gracias a nuestros afectos, ellos nos permiten respirar con el corazón. Empleando la comparación con la naturaleza, la calidad de la tierra, vale decir, de los sentimientos, hace posible que la semilla caiga en buen terreno. En este contexto, la parábola del sembrador es muy elocuente. El terreno de los sentimientos requiere múltiples cuidados.
Uno de los grandes problemas del mundo occidental ha consistido en el hecho de querer transformar la fe solamente en una ética moralista o en una teología intelectualista y se ha olvidado de amar lo que cree, de sentirse afectado por Dios, de tener una relación personal con él.
De esta manera existe siempre el peligro entre los cristianos, que surjan tres corrientes de espiritualidad que pueden causar mucho daño:
Se refiere a una espiritualidad que acentúa una fe de la razón pura que pierde la cordialidad. Una teología sin una espiritualidad que incluya los sentimientos del hombre conduce a caminos sin salida. Grandes filósofos modernos como Kant y Hegel intentaron racionalizar la fe hasta sus últimas consecuencias. Al final, en la selva de pensamientos brillantes, perdieron al Dios de la vida. Por el contrario, la piedad popular, que expresa todas las verdades de fe con el corazón, viene a ser una reacción pendular a tanta teología sin calidez, que no nace del costado de Jesús, como la de Juan quien reclina su cabeza en el pecho del Señor. “Para ser teólogo hay que haber reposado sobre el pecho del Señor y ser capaces de auscultar el latido del corazón de los hombres. El viejo Evagrio escribió: “El pecho del Señor Jesús contiene la sabiduría de Dios; el que se recostase sobre él será teólogo.” (O.González de Cardedal).
Se refiere a una espiritualidad que acentúa una comprensión matemática de la gracia y de los sacramentos, una visión de Dios como juez y no como padre. En esta corriente la fe se transforma solamente en moral, en una serie de normas que se deben cumplir, y que si se llevan a cabo, se alcanza la ansiada salvación. De esta manera se desarrolla una especie de neofariseísmo. Una fe basada en manuales y catecismos, que son siempre necesarios, pero que nunca son suficientes para alimentar el fuego vivo de la fe.
La fe no puede ser una obligación: “¿Se le ocurrirá al enamorado pensar que es un deber la compañía de aquella a quien ama, cuando en realidad la está añorando siempre y toda partida es inicio del retorno?… No son los dogmas el punto de partida. No son las vigencias morales lo más urgente de la existencia… Todo esto es la corteza de algo mucho más real y sustantivo: haber encontrado una perla y un tesoro” (O.González de Cardedal).

Se refiere a una espiritualidad que acentúa el miedo a las penas del infierno más que a la misericordia de Dios. A cuánta gente se la envió a la condenación eterna, con pasajes gratuitos y sin retorno. Se cometieron grandes injusticias cuando se decía que “fuera de la Iglesia no había salvación”. Cuántos sermones trágicos, pesimistas, que infundían temor, cuando lo más hermoso de nuestra fe es el amor de Dios a los hombres, como lo expresa la Virgen María en el Magnificat: “María anticipó la expresión más profunda de la fe al decir: “Mi alma reconoce la grandeza de Dios y se alegra de él, que es mi Salvador”. La esencia de la fe cristiana es alegría de Dios y alegría del hombre, alegría porque existen los dos, de que sean amigos y de que no haya Dios sin hombre ni hombre sin Dios.” (O.González de Cardedal).
La teología y sus correspondientes espiritualidades a través de la historia de la Iglesia, han intentado responder a los grandes desafíos de su tiempo. En los primeros siglos se logró salvar lo esencial: la fe en un solo Dios trinitario, y que Jesús era hombre y Dios al mismo tiempo. En la Edad Media se desarrollaron y pensaron los sacramentos, se discutieron las grandes verdades de la fe, resumidas en formidables manuales o sentencias. Actualmente, hay que volver a rescatar la fe desde sus raíces, y esto significa desde los sentimientos. Ya no valen solamente razones intelectuales para comprender y amar a Cristo o la simple tradición heredada de los mayores, sino que debemos creer con el corazón.

Durante mucho tiempo se intentó que la fe penetrara por los catecismos, hoy eso ya no es suficiente. Lo mismo sucede con la enseñanza del sacramento del matrimonio, no basta poseer la claridad intelectual sobre el principio de la indisolubilidad. En nuestro tiempo hay que sentir, experimentar y demostrar que es posible vivir toda la vida juntos, y además, ser verdaderamente felices. Ante esta realidad, con mayor razón, debemos redescubrir la importancia de poder expresar los sentimientos en la vida matrimonial.


El padre José Kentenich analiza nuestro tiempo y lo califica como aquél que se caracteriza por un sentimiento fundamental: el desarraigo total de hombre, vale decir, la persona sin raíces, en perfecta soledad, con ese sentimiento trágico de no sentirse amado, de haber sido arrojado a una vida que él no escogió. Las novelas de J.P. Sartre describen este sentimiento profundo. El poeta peruano Cesar Vallejo lo expresa dramáticamente: “Yo nací un día en que Dios estaba enfermo, y grave.” Por lo tanto, podemos decir que nos hemos convertido en analfabetos del amor. Así aparecen en el horizonte modos de vida que hace algunos años ni se soñaban: familias de homosexuales, se aprueban, como signos del progreso, las leyes del aborto y la eutanasia, ya que para vivir tan mal, sin amor y en soledad, mejor morir.
Actualmente se habla de la llamada “era de la posfamilia”: “Elegimos libremente tener hijos y, en consecuencia, su advenimiento se parece cada vez más, instruidos como estamos en el mundo del consumo, a elementos que añadimos al hogar. Piezas delicadas, complejas, imprevisibles, vivas, pero bultos, al fin, que se suman a nuestra existencia. “Redecora tu vida. Ten un hijo”, dice Ikea, y el público se aglomera en sus enormes almacenes, noche y día, domingos incluidos… Antes se tenían los hijos que Dios quería (eran hijos de Dios), pero ahora la pareja hace números, sumas y restas antes de decidirse a la fecundación. En el pasado, un hijo era material sagrado, no se podía controlar, ni era susceptible de cálculo. Hoy, sin embargo, se sopesa lo que cuesta y lo que fomenta, la comodidad que se pierde y la engría que podría dar… Un hijo no admitía comparación con el trabajo profesional, el dinero, el gusto por los coches o los viajes… El hijo ha dejado, por tanto, de ser un bien absoluto para convertirse en un bien a secas… Mientras ha decrecido la natalidad mundial, el número de mascotas ha crecido más que exponencialmente… Gracias al derecho democrático e individual, hemos aprendido una suerte de egoísmo identitario, un firme amor propio, que nos defiende cada vez más de los amores sin condiciones.” (Vicente Verdú).

Octavio Paz escribió un libro luminoso a pesar de su título: “Tiempos nublados”, en donde analiza el mundo después de la caída del muro de Berlín. Él afirma que después de la revolución francesa han acaecido dos grandes fracasos: El siglo XIX fue el intento de llevar a cabo el programa de la libertad, y el siglo XX fue el intento de llevar a cabo el programa de la libertad unida a la igualdad; ambos fracasaron porque se olvidaron de lo esencial: la fraternidad y el amor.
Los sociólogos se refieren, para explicar los modelos económicos imperantes, al principio de sustitución. Para que la economía tenga crecimiento se van sustituyendo los productos por algo mejor y más nuevo. Este principio tiene consecuencias funestas cuando se aplica a la convivencia humana, ya que cada ser humano es insustituible, único. Lamentablemente, muchas personas viven el drama en nuestras sociedades de sentirse “sustituibles”.

En la portada de un libro de Julián Marías que se titula: “Mapa del mundo personal”, aparece una pintura de Vermeer, el llamado pintor de los sentimientos, en la cual se ve una mujer sonriendo que habla con un hombre; y en la pared de la habitación, donde se desarrolla la conversación, cuelga un gran mapa. Este cuadro nos sirve de imagen para iniciar la exploración del mapa de los sentimientos, cuáles son sus rutas, caminos, ciudades, cordilleras, mares y pueblos. No intentamos buscar definiciones científicas de los sentimientos sino que, más bien, intentamos acercarnos a ellos observando los procesos de vida.
Nos introducimos, de esta manera, en un terreno sumamente complejo, uno de los más misteriosos y maravillosos del ser humano: otear sus sentimientos.
En el Antiguo Testamento se emplea la palabra “rahamim”, término derivado de seno materno que designa ternura, compasión, las entrañas, el cariño entrañable, para expresar lo que son los sentimientos. Vale decir, los sentimientos nacen desde lo más profundo del cuerpo, corresponden al amor primero, instintivo, esencial, sobre el cual se construyen los amores posteriores; ellos vienen a ser los fundamentos de la casa del amor.
“Cuando nos referimos a una cosa hablamos de su “esencia”; en cambio cuando nos referimos a una persona, queriendo nombrar lo más propio e íntimo de ella, hablamos de sus entrañas y de su entraña. El cristianismo es una realidad de naturaleza personal, tanto por su iniciador, el hombre Jesús; como por el contenido que transmite, la autocomunicación de Dios; como por su objetivo último: conformar a la persona con la vida misma de Dios, mediada por Cristo y por el Espíritu. En el cristianismo nos las vemos con las entrañas de misericordia de Dios manifestadas en la persona de Jesús, entregado por nosotros en la muerte y que por su resurrección nos ha hecho posible una vida nueva y la resurrección de toda carne. La entraña del cristianismo es que Dios ha tenido cuerpo de hombre (encarnación) y por ello tiene entrañas de humanidad; sabe por sí mismo lo que es ser hombre, con su realización en el tiempo (historia) y su consumación por el tiempo (muerte). El cristianismo va de las entrañas de Dios encarnado a las entrañas del hombre mortal y pecador, redimible y resucitable en su constitución visceral.” (O. González de Cardedal)
La palabra corazón, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, corresponde al lugar privilegiado o fuente de los sentimientos. Dios revela en Cristo la intimidad de su corazón.
“Además de los sentimientos, el corazón contiene también los recuerdos, los pensamientos, los proyectos, las ilusiones.” El corazón es el centro de la personalidad del hombre: donde escoge y decide. Es el lugar de encuentro con Dios.
El profeta Oseas afirma que Dios nos habla al corazón (Cf. Os 2,16). El profeta Ezequiel nos promete un corazón nuevo, no de piedra, sino de carne. (Cf. Ez 36,26).
“El uso que hace el Apóstol (Pablo) del término corazón vuelve a depender directamente de la antropología bíblica. De acuerdo con ésta, el corazón es el lugar donde se hallan los afectos y sentimientos como la tristeza (Rom 9, 2), la complacencia (Rm10, 1), las aflicciones y preocupaciones (2Cor 2, 4), el amor y la disponibilidad para la entrega. A estos dos últimos sentimientos se refiere Pablo cuando asegura a la comunidad que él los lleva en su corazón (Flp 1, 7; cf. 2Cor 7, 3); que el corazón se ha ensanchado (2Cor 6, 11); o cuando, recurriendo a una imagen impactante, afirma: “Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones…, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo. (2Cor 3, 2s.) (…) Pero en el corazón tienen también su sede los deseos y los planes, maduran y se reafirman las decisiones (1Cor 7, 37; 2Cor 9, 7); con el corazón se cree (Rom 10, 9s.) y del corazón procede la obediencia de la fe (6, 17)… El corazón aparece así como el órgano abierto a Dios y a los hombres, que puede abrirse y cerrarse, con el que el hombre cree, ama, siente y lucha, pero con el que también odia, rechaza y se pierde.” (J.Gnilka, Teología del NT).

(Lc 22,15)
En el momento más dramático de la vida terrenal de Jesús, cuando comienza a prepararse para su pasión y muerte, tiene estas palabras llenas de ternura y acogimiento para con sus discípulos. Con ellas les expresa que lo más importante no es rendir cuentas o dar órdenes o dictar reglamentos, sino que lo que más deseaba era permanecer en comunión con sus discípulos. Qué maravilloso sentimiento de estar reunidos nuevamente después del trabajo y el cansancio. Jesús, con todo su amor, los acoge y recibe.
Si pensamos en la vida matrimonial, el deseo de estar juntos debería ser el sentimiento principal de los esposos y de los padres con sus hijos. Lo primero en la vida no consiste en dictar normas, sino que en expresar con Jesús ese amor: “Con ansia he deseado” estar con ustedes, mis hijos, mis amigos, mi mujer, mi marido.
El epílogo del Evangelio de san Juan nos deja este magnífico diálogo de amor entre Jesús y Pedro. Él viene a ser como el testamento de Jesús resucitado al discípulo que sería la “roca” de la Iglesia naciente. Sus últimas palabras no son un gran discurso de moral o pastoral, sino que palabras de amor: Jesús desea escuchar que Pedro lo ama. Todos necesitamos que alguien nos diga que nos ama. Porque el sentimiento más profundo del ser humano consiste, precisamente, en sentirse amado por alguien. Oír cómo una persona querida, desde lo más hondo del corazón, me dice que me ama, significa que me ha salvado para siempre. Ante una declaración de amor sincera sobran las palabras.
Qué maravilloso que un apóstol dejara constancia de que él se sentía el discípulo amado, ¡una vivencia de amor incomparable! “Pero sólo Juan descubre lo último. Juan escribió de viejo. En la plenitud de la experiencia cristiana y del perfeccionamiento interno. Mira hacia atrás con la mirada penetrante y amplia de la madurez del recuerdo. Y él era, por añadidura, “el discípulo a quien Jesús amaba”, el que se reclinó sobre su pecho y en él bebió, como dice la liturgia, “los torrentes de agua eterna.” (Romano Guardini).
El arte de ser un buen padre y una buena madre consiste, precisamente, en que cada hijo se sienta como “el discípulo amado”.
En Betania Jesús se encontraba con dos mujeres tan distintas y tan cercanas. En una de sus visitas, Marta expresa sus sentimientos y dice al Señor que cómo es posible que María no la ayude. Jesús le responde: “Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada.” (Lc 10,41-42). Palabras que son un mensaje certero para los tiempos en que vivimos; una época que se preocupa y se agita de muchas cosas, pero que no encuentra el camino fundamental: aprender a amarse mutuamente, permanecer con las personas que uno ama, escuchar, dialogar, tener esa actitud de María que se deja tiempo para hablar con Jesús.
Éstas son dos oportunidades privilegiadas en que el Nuevo Testamento permite vislumbrar el alma de Jesús, donde él deja correr libremente sus sentimientos para llorar por un amigo muerto y para llorar ante la angustia de la muerte.
“Las aguas saludables de las lágrimas” nos hacen posible expresar los sentimientos esenciales del hombre: el dolor y el amor.
Así podríamos seguir agregando hermosas escenas de la vida de Jesús donde él nos habla de sus sentimientos más profundos: de la misericordia en la parábola del Hijo Pródigo; del amor solidario y gratuito en el Buen Samaritano y de la tristeza cuando el joven rico no lo sigue.

Muchos santos se han referido a los sentimientos y al amor con la metáfora del juego.
“El juego del amor entre dos personas que se aman se ajusta en todos sus estadios a ciertas reglas muy claras y reconocibles… Se trata de un permanente y mutuo buscarse y encontrarse. Es como un aparente huir y esconderse del otro para volver a reencontrarse más profundamente” (José Kentenich, 1954).
El ejemplo más bello de esta vivencia del amor lo constituye el libro del “Cantar de los Cantares”. En él los amantes se buscan, se alejan y se vuelven a encontrar en bellos poemas de amor.
Este buscarse y encontrarse persigue una finalidad esencial: se trata del proceso de sacarse ese “yo” egoísta para abrirse al tú. Es un proceso de purificación lento y profundo.
Santa Teresita del Niño Jesús, una mujer que murió muy joven, escribe que Dios le regaló la gracia de penetrar los misterios más profundos del amor: “Y sin embargo es ese juego del esconderse y descubrirse, el juego más sublime que se podía inventar, el amor: el juego de lo indirecto, del compartir en la intimidad; hay cosas en el amor que son tan sutiles y tiernas que no pueden vestirse de palabras.” (Hans Urs von Balthasar).
Los sentimientos de amor a personas concretas comienzan imperceptiblemente y van creciendo lentamente, como un arroyo que se convierte en un río impetuoso; de pronto, se “siente” verdadero amor por una persona.
El amor hace posible que uno perciba misteriosamente la felicidad y lo inunde una vivencia especial, indescriptible: el milagro de la presencia de una persona amada. Veo venir a esa persona y ya mi rostro se transforma en alegría, amanece el sol para ese día; algo sucede que mi corazón late pleno de gozo porque esa persona está ahora conmigo. “Cuando he llegado a ver algo, pueden suceder dos cosas: que termine de verlo, como cuando contemplo un paisaje…; o que siga viéndolo indefinidamente, como ocurre con un rostro amado,…y se lo puede seguir mirando durante toda la vida, sin que se acabe nunca …” (J. Marías)
¿Cuál es la magia que me acerca a ciertas personas y que, al contemplar su rostro, siga vivo y con esperanza? ¿Por qué entre miles te percibo a ti y pareciera que todos los sentidos se agudizan y, entre multitudes, te veo solamente a ti? Y me siento seguro, porque sé que estás conmigo. ¿Cuál es el secreto de la amistad y del amor gratuito? De pronto ese lugar y esa canción me emocionan, porque me recuerdan momentos de amor vividos en común.
Muchas veces nos emocionamos ante palabras, gestos, recuerdos. De lo más profundo del alma brotan lágrimas de amor o de dolor; en el silencio de la noche lloramos de alegría por alguien que amamos: expresamos “sentimientos”. No existe sentimiento más hermoso y profundo que sentirse amado por alguien… yo soy importante para ti, sentir que tengo un hogar en el corazón de una persona amada, y allí puedo descansar.
¿Cómo se generan estas vivencias esenciales del hombre? ¿Qué se produce en el alma para que todo sea amor, esperanza y alegría? ¿Por qué hay personas tan queridas y que al verlas venir de lejos ya la vida toma un color diferente, lleno de luz y gozo? ¿Por qué Juan se sentía el discípulo amado?
Lo más grande que hemos recibido los seres humanos aquí en esta tierra es el “sentimiento” esencial de sentirnos amados; nada hay comparable a esta vivencia fundamental: “Sobre un muro muy viejo alguien escribió: “María, yo te amo”. La pintura estaba descascarada y era apenas visible por la antigüedad. Más abajo, pero ahora la pintura era absolutamente nueva, reluciente, quizá él mismo agregó: “María te sigo amando”… Saludo entonces al artista anónimo que sobre un muro creó ( o padeció) la obra más hermosa de la tierra, el graffiti más bello jamás pensado. La frase que contiene todas las lealtades y las promesas de este mundo, todo el sueño del futuro, todo el dolor de la invencible muerte.” (R. Zurita).
También sucede todo lo contrario: así como surgen sentimientos positivos de amor, pueden brotar sentimientos negativos de odio incontrolable: ¿Por qué el hombre es capaz de tanto odio? ¿Por qué hay personas que nos destruyen? ¿Por qué la tristeza y esos días oscuros e interminables? ¿Por qué las guerras?
Cuando uno lee “Carta a mi padre” de Kafka, nace espontáneamente la pregunta por las razones que llevan a un ser humano a escribir con tantos sentimientos de tristeza, miedo y odio: “Tú me preguntabas por qué yo te tengo miedo. Y yo no sabía, como siempre, qué responderte, en parte por el temor que aún te tengo… Y si ahora intento dar una respuesta escrita, será incompleta, ya que al escribir aún siento las consecuencias de ese miedo y odio.”

La ausencia de armonía entre las potencias del alma puede producir fundamentalmente cuatro enfermedades graves del alma. Si ellas no se tratan y sanan, pueden causar daños esenciales en la convivencia. Demás está decir que todos padecemos algo de cada enfermedad.
Es aquella enfermedad que nos impide leer y escribir los sentimientos y, por lo tanto, nos convierte en verdaderos ignorantes en el campo de los afectos. Sus síntomas se expresan en la inseguridad ante el cariño de los otros y en la incapacidad de percibir las necesidades de los demás. El enfermo no posee sensibilidad para dar amor: se transforma en una especie de máquina fría y distante. Entonces se produce una especie de ceguera que no permite mirar ni leer el corazón de las personas amadas.
Analfabetismo sentimental significa incapacidad permanente de comprender al otro: “El descubrimiento de la persona es inagotable, envuelve un proceso rigurosamente interminable. Si se lo da por concluso, si se siente el “ya sé”, es que se ha terminado la vivencia del otro como rigurosamente personal. Es la causa de la disolución o degeneración de las relaciones que exigen el mantenimiento de la tensión argumental, y que por eso son incompatibles con el aburrimiento, cuyo poder destructor suele desconocerse.
Toda relación personal es proyectiva, porque las dos personas implicadas lo son, tienen ese carácter de brote o manantial propio de la vida humana cuando no está cosificada… Y si se considera una larga relación, que abarca varias edades de sus miembros, se ve que puede haber épocas de entorpecimiento o decaimiento, de disminución de la tensión argumental, pero también esos rebrotes o renacimientos, en que se descubre la novedad de una persona a la que se daba por bien conocida y acaso conclusa.” (J. Marías).
Un efecto de esta enfermedad consiste en que las personas se llenan de normas y ritos para acallar y reprimir sus sentimientos. Por lo tanto, la vida familiar se puede transformar en un auténtico regimiento.
Este analfabetismo crónico ha producido muchas rupturas matrimoniales y muchas guerras que lamentablemente destruyen el mundo.

Esta enfermedad de los sentimientos se explica etimológicamente: A, es una partícula negativa; lexos viene de lenguaje y timos de afectividad. Por lo tanto, una personalidad alexitímica es aquella que es incapaz de expresar o decir sus sentimientos. Esta enfermedad es contagiosa y progresiva, puede aumentar dramáticamente con la edad. Por ejemplo, un matrimonio que compartía todo en el noviazgo, con los años puede ir transformándose en un riguroso convento de clausura con votos de silencio y castidad, donde ya no hay espacio para expresar sentimientos ni cariño ni caricias. Una cierta frialdad va llenando los espacios vacíos de la casa. De esta manera brotan los síntomas de la enfermedad: muchas horas extras de trabajo, en los televisores o computadores. Entonces comienzan los reproches matrimoniales: “parece que me casé con un libro o una máquina”. Casi imperceptiblemente el hogar se va convirtiendo en un hotel.

Se puede decir que esta enfermedad la padecía el hijo mayor de la Parábola del Hijo Pródigo. Él no era capaz de expresar su alegría ante el regreso de su hermano.

Como lo expresa esta canción, hay gente que simplemente no sabe decir te quiero.
Hace no sé qué tiempo ya
que no le digo a alguien te quiero,
qué días más lejos del amor…
Nunca he servido para lo que
me ha tocado, desde que no sé
qué causa te alejó.
Puede que fuera causa mía,
pero quién recuerda causas.
Cuando el tiempo es más dolor
mis labios se han endurecido
para decir palabras bellas.
Qué crudo es todo lo que yo digo,
qué suave todo lo que sueño
hace no sé qué tiempo ya
que no le digo a alguien te quiero.
(Silvio Rodríguez).

Se trata de aquella enfermedad en que las personas buscan cariño por todas partes. Son sedientos de amor, huérfanos de afectos, adolescentes eternos. No son capaces de dar, de mirar más allá de sí mismos, siempre buscando su destino e incapaces de construir vínculos duraderos y permanentes. En la literatura la figura de Don Juan Tenorio lo representa muy certeramente. Personas incapaces de comprometerse y de tomar decisiones para toda la vida. No existe la estabilidad. Son como niños buscando alguna madre que los ame.
Esta es quizá la gran enfermedad de nuestro tiempo. Aquí la inteligencia y la voluntad se unen al servicio del éxito. Lamentablemente se dejan los sentimientos almacenados pensando en darles libertad en algún futuro indeterminado. Se opta, en primer lugar, por el crecimiento económico, el bienestar material y el éxito profesional. No olvidemos que toda opción en economía tiene sus costos correspondientes. Sin darnos cuenta se van pagando precios muy altos por decisiones aparentemente buenas. El precio más alto lo pagan los hijos que van creciendo y, por lo tanto, el enfermo del éxito no tiene tiempo para descubrir, desarrollar y educar sus sentimientos. Los padres así se pierden momentos fundamentales de la vida familiar que nunca más volverán.
De tanto ejercitar la voluntad y la inteligencia para alcanzar el éxito, nos olvidamos de amar, de la ternura, de las palabras de amor, de gozar verdaderamente. Todo esto se hace, por supuesto, por el bien de la familia.
Hay tiempos que no se recuperan en la vida. No hay que engañarse, se trata de una enfermedad que parece fácil de controlar; sin embargo, uno la está padeciendo gravemente. De este modo se intenta dejar la conciencia tranquila afirmando solemnemente: sí, el próximo año prometo dedicar más tiempo a mi familia y… ese próximo año no llega nunca. Es una enfermedad que comienza sutilmente, se asemeja a una droga que cuesta mucho dejar. El éxito, decía Martin Buber, no es uno de los nombres de Dios, y sí es la gran trampa de nuestro tiempo.
De esta manera nos puede suceder lo que describe tan bellamente Lope de Vega en su famoso poema:
Cuántas veces el Ángel me decía:
alma, asómate agora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía.
Y cuántas, hermosura soberana,
mañana le abriremos, respondía,
para lo mismo responder mañana.
Señor sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi caminar se desvía,
guíame por el camino eterno. (Sal.138)
Algunas afirmaciones del padre Kentenich nos introducen en el tema de la educación de los sentimientos:
“La obra maestra de la autoeducación consiste en llegar a un solo punto: Dios me ama y me ama como soy, me ama con mis miserias y golpes del destino. Dios me ama. Y segundo, yo puedo ser alguien importante para él.” (P.K., 1952)
“Cada uno de nosotros tiene que ser un artista, no en mármol ni en colores, cada uno tiene que ser un artista de sÍ mismo, del alma humana que vive en su interior. No debemos descansar hasta que sepamos tocar nuestra alma, hasta que entendamos su idioma original y podamos conversar con ella.” (P.K. 1912).
Don Bosco decía lo siguiente: “Mi pedagogía es hija del amor… ¿Quieres que se te obedezca? Haz que se te ame. ¿Quieres ser amado? Pues bien, entonces ama. Pero no es suficiente aún. Tienes que dar un paso más. No sólo tienes que amar a tus alumnos sino hacerles sentir que los amas.”
En primer lugar partimos de una definición de educación del padre José Kentenich que es la siguiente: “Educar significa tocar los instintos más profundos del alma humana y vincularlos a Dios.” (1965). Por lo tanto, el gran desafío de la pedagogía consiste, precisamente, en llegar a tocar esos “instintos más profundos del alma humana”. Un buen educador debe penetrar hasta las más finas profundidades del corazón humano.
Se trata de educar hombres libres que no sean solamente héroes de la voluntad o maestros de la inteligencia sino, sobre todo, “genios del corazón”. Por lo tanto hombres y mujeres plenos de sentimientos y afectos.
Si nos preguntamos por el instinto más profundo y esencial del hombre, debemos responder que es el amor. De esta manera, si yo deseo educar a alguien tengo que, en primer lugar, quererlo. A su vez, la raíz más profunda de este instinto del amor lo constituye el amor filial, el amor de hijo; éste es el amor más puro, gratuito e incondicional que recibimos en la vida.

Para educar los sentimientos debemos volver a rescatar ese niño eterno que vive en cada hombre. Miguel de Unamuno, al parecer un hombre que era muy serio, escribió al final de su vida un poema lleno de ternura y sabiduría; es la madurez que se hace presente al final del camino:
Agranda la puerta, Padre,
porque no puedo pasar;
la hiciste para los niños
yo he crecido a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta,
achícame por piedad;
vuélveme a la edad bendita
en que vivir es soñar.
Tú, Señora, que a Dios hiciste niño
hazme niño al morirme…
con tu sonrisa.
Jesús vivió plenamente su niñez; se dejó tiempo para ser niño y dejarnos esa frase esencial y maravillosa: “Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis; porque de los que son como éstos es el Reino de Dios. Yo os aseguro, el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él.” (Lc 18,16-17).
Santa Teresita del Niño Jesús y el padre José Kentenich abren un nuevo horizonte en la espiritualidad del siglo XX rescatando la importancia de ser niño ante Dios, con todo lo que ello implica en relación con el mundo de los sentimientos.
El padre José Kentenich desarrolla una definición genial de lo que significa una vivencia religiosa: “acoger y elaborar cordialmente las verdades de la fe” (1951).
Porque las vivencias son las que tocan esos “instintos más profundos del alma humana”, son esenciales para la educación de los sentimientos. Las normas, los hábitos, las virtudes y los castigos son refuerzos, pero los pilares de la educación son estas vivencias que penetran nuestra inteligencia, voluntad y sentimientos.
Hay tres vivencias del alma que tocan los sentimientos, la voluntad y la inteligencia y que son fundamentales en la vida:
La vivencia de “pertenecer” constituye, sin duda, uno de los instintos esenciales del alma humana; nadie puede vivir sin ser acogido, sin pertenecer a alguien. Jesús vivió 30 años con una familia concreta; en ese tiempo experimentó el amor humano y la pertenencia. Este es el primer sentimiento humano: el hogar. Ante el desarraigo brutal del hombre actual, necesitamos cultivar el sentimiento de hogar y lo necesitamos en todas las etapas de nuestra vida.
Este sentimiento esencial nace de una afirmación fundamental de la Biblia en el primer capítulo del profeta Jeremías: “Antes de formarte en el vientre, te escogí”. Quizá hemos meditado poco acerca de la trascendencia de esta afirmación. Aquí surge y nace todo amor humano y divino; aquí se fundamenta todo sentimiento: hemos sido elegidos antes de existir, hemos sido amados ya en el corazón de Dios. El amor no es mérito o ganancia, consiste en una elección previa.
De estas palabras del profeta Jeremías se pueden extraer tres consecuencias importantes:
• Ningún ser humano es una casualidad.
• Ningún ser humano es un error de cálculo.
• Ningún ser humano sobra en este mundo.
Las dos más bellas parábolas del Evangelio de san Lucas, la del Hijo Pródigo y la del Buen Samaritano, se refieren a esta realidad fundamental del sentirse acogido y amado. En la primera, “la ternura paternal se convierte en acogimiento gozoso que se consuma en perdón reconstructor… Para quien ha llevado en sus entrañas al hijo como madre o como padre, lo primero es su vida en sí misma, la presencia, la reintegración al hogar; todo lo demás es posterior y encontrará su tiempo y lugar.” (O. González de Cardedal). En la parábola del Buen Samaritano “las entrañas de ternura de Dios se manifiestan como acogimiento del lejano, como curación del enfermo y también como perdón de quien no puede pagar sus culpas” (O.G. de Cardedal).
La seguridad de haber sido escogido y amado por Dios debe ser una vivencia que se recibe y aprende en la familia. Allí se experimenta concretamente este amor de acogimiento de Dios a través de los padres.

En un mundo tan marcado por lo material, por la teoría de los costos y beneficios, donde todo se puede comprar y vender, se hace difícil experimentar el sentimiento de que lo más importante en la vida es gratuito: el amor.
El aborto y la eutanasia, dos grandes males de nuestra época, responden a esa mentalidad que no ha conocido lo gratuito. La vida es un regalo. El Papa Juan Pablo II en su Encíclica “Evangelium Vitae” lo expresa diciendo que “la vida es un don que se realiza al darse”.
En la vida matrimonial la importancia de regalar es vital para la convivencia. La familia debería ser el lugar donde cada uno es amado por el solo hecho de existir.
Las dos vivencias anteriores producen una seguridad existencial fundamental para caminar feliz por la vida. Aunque la última seguridad se encuentra solamente en Dios. El padre José Kentenich hace un análisis muy original de la parábola del Hijo Pródigo bajo la perspectiva de las seguridades en la vida (Lc. 15,11-32).
Él destaca tres leyes fundamentales a partir de esta parábola:
Primera ley: La vida nos enseña que en ella se mezclan los sentimientos de seguridad con los de inseguridad. Ambos configuran la historia de cada persona y no nos abandonan nunca. Ninguno de los tres personajes principales de la historia puede decir que siempre se sentía seguro. Hasta el mismo padre esperaba, con cierta incertidumbre, el inseguro regreso de su hijo.
Segunda ley: En toda seguridad existe una cuota de inseguridad. No existe aquí en la tierra ninguna seguridad absoluta. El hijo menor que vivía en la seguridad de su familia la abandona buscando nuevas vivencias. El hijo mayor que se sentía seguro con su padre, al volver el hermano menor y ver cómo preparan una fiesta, siente la inseguridad del amor del padre y no es capaz de celebrar el regreso de su hermano. De esta manera se intercambian admirablemente los papeles de la seguridad y la inseguridad.
Tercera ley: El sentido último de todas las inseguridades consiste en encontrar la verdadera y última seguridad en Dios.
Tomando en consideración las palabras del padre José Kentenich, afirmamos que la familia es “el centro donde se suman todas nuestras emociones y sentimientos”

Para que realmente la familia sea ese espacio donde se tejen los verdaderos sentimientos, es bueno considerar algunas constantes que nos enseña la vida:
• Transferencia de los afectos
Los sentimientos no son el fruto de lecturas de libros especializados sobre el tema, sino que se transmiten en la vida diaria, casi sin percibirlo. Los padres van dando ejemplos buenos y malos, sobre los cuales se construye la casa de los afectos: “El alma humana es una creación maravillosa. Ninguna impresión asimilada y grabada en ella se pierde… Tarde o temprano, estas impresiones ponen en movimiento a toda la persona humana. Sospecharán el significado que tienen, por ejemplo, las primeras impresiones asimiladas por el niño.” (P.K.,1951).
Los buenos sentimientos que experimenta un niño de su madre, los transfiere espontáneamente a su padre y a otros seres humanos. Los sentimientos no son libros de enseñanza; son vivencias concretas; por lo tanto, la afectividad se transmite con el testimonio de amor de los padres. Por esta razón son tan importantes las expresiones físicas, el tiempo dedicado al juego y las conversaciones con los hijos.
Aquí bien vale la pena hacer una mención especial a la vivencia de leer cuentos a los hijos. Es un momento mágico en el que se produce todo un proceso educativo inolvidable: el tiempo invertido, la voz y los gestos de los padres, las preguntas de los hijos, el silencio, el desarrollo de la imaginación y el ambiente. Éstas son situaciones que llegan hasta lo más profundo del alma. Nada puede reemplazar a los padres contando cuentos maravillosos a los hijos que, admirados, abren sus ojos, oídos y corazón para descubrir los misterios de la vida.
Los grandes valores e ideales, como la verdad y la solidaridad, el compartir y el aprender a relacionarse, se edifican en el diario vivir de una familia.

• Sentimientos o afectos que existen pero no se exteriorizan
Existen miles de sentimientos positivos y negativos que están latentes y saltan en momentos cuando volvemos a vivenciar algo ya casi olvidado.
En el amor, los gestos y las palabras son esenciales, hay que exteriorizar los sentimientos. A todos nos gusta que nos digan palabras de amor, de lo contrario, significa que estamos enfermos y graves.
Un hombre y una mujer de buenos sentimientos, de una vida afectiva sana y profunda no se fabrican; son el producto de vivencias de amor, en las cuales se recibieron cariño verdadero. Para que se dé este proceso de educación de los afectos, se debe expresar el amor con gestos, palabras y lealtades auténticas. No basta decir te quiero una vez, hay que exteriorizar ese amor muchas veces.
• Anquilosamiento de los afectos
Al igual que en el deporte, por falta de ejercicio, los afectos se van atrofiando. Si los afectos no se cuidan, comienzan a secarse.
En la vida matrimonial existe una especie de ley “inversamente proporcional al tiempo”: al comienzo del matrimonio la cercanía física era evidente, con los años ya no se ve a los cónyuges tomados de la mano; los mismos niños los van separando; con el tiempo se hace difícil decir palabras de amor. Si se toma una fotografía de la familia, el padre aparece por un lado, los niños en el medio y, en el lado contrario, la madre.
Que los afectos se anquilosen en la vida matrimonial es bastante normal, pero no por ello bueno. Así como es recomendable hacer deporte diariamente y llevar una buena alimentación, con los sentimientos sucede algo similar: cada día hay que salir a ejercitarlos y la vida cotidiana nos regala múltiples oportunidades para llevarlo a cabo.
El poeta José Ángel Valente describe agudamente este proceso de vida antes mencionado; como los sentimientos en la vida matrimonial, si no se cuidan, se van apagando lentamente y el fuego del hogar ya no es “llama viva”:
Cuando el amor es gesto del amor
y quedavacío un signo sólo.
Cuando está el leño en el hogar,
mas no la llama viva.
Cuando es el rito más que el hombre.
Cuando acaso empezamos
a repetir palabras que no pueden
conjurar lo perdido.
Cuando tú y yo estamos frente a frente
y una extensión desierta nos separa.
Cuando la noche cae…
• Estancamiento de los afectos
Este proceso de vida se puede comparar a un embalse gigantesco de agua que va guardando heridas de amor. De pronto levanta sus compuertas y explota como una gran tormenta arrasando con todo lo que encuentra en su camino. El embalse se va construyendo con las heridas de amor que se van acumulando y que nunca se elaboraron y, por lo tanto, tampoco sanaron. El peligro consiste en que el embalse junte tanta agua que se desborde acabando con todo.

Almacenar afectos negativos es una mala política sentimental. Con frecuencia en la vida matrimonial se acumulan heridas que irrumpen en los peores momentos y en las más duras discusiones. Así comienzan los recuerdos desagradables y reproches olvidados: “te acuerdas de ese lunes a las cinco de la tarde, hace ya cinco años en que tú me dijiste…”
La violencia familiar es producto de embalses que nunca dejaron correr el agua.

La memoria de los sentimientos es maravillosa y prodigiosa, todo se va guardando minuciosamente como en un gran computador. Las heridas del corazón no se olvidan. Por lo tanto hay que aprender a decir lo que uno siente.
“…, todo hombre tiene afectividad. Si no la desarrolla, si bloquea o reprime los afectos, se desencadena un estado de desasosiego que se origina en el afecto reprimido… Las represiones provocan estados de fuerte angustia que, a su vez, se traducen en estados de tensión o alarma permanentes. Se vive en constante conflicto… Entonces, estamos ante una persona que parece carecer de afectividad… En realidad, está reprimida… Si las represiones no son reorientadas, impiden la maduración de la personalidad.” (P.K.,1950).
Por lo tanto es deseable expresar con palabras y gestos el amor a las personas, si no, nos estamos perdiendo lo más hermoso de la vida. Los momentos que no se regalaron a la familia, las caricias que no se le hicieron a los hijos, el tiempo no dedicado a los amigos, no vuelven y no se recuperan. No hay peor enfermedad que no poder expresar el amor.
En la vida matrimonial es normal que las heridas se vayan acumulando, es imposible que no suceda este fenómeno tan humano. De esta manera hay esposos que, por su carácter e historia, son expertos en sacar a la luz todas las heridas y redactar pliegos de quejas interminables. No hay que aprovecharse de ello. Y habrá esposos a quienes les sea muy difícil decir y expresar lo que sienten. Esto plantea el desafío permanente de ayudarse mutuamente, de manera que ambos puedan decir lo que sienten.
El reprimir los sentimientos afecta directamente a la vida sexual en el matrimonio, ya que se trata de la expresión corporal más íntima, que debería corresponder a una unión de corazones semejante. Esta expresión corporal, para que sea feliz, debe sostenerse sobre afectos del alma, donde yo puedo decir realmente lo que me alegra y lo que me duele.

Las compensaciones se inician sutilmente: el marido que llega a la casa y se encierra con su computador o se apasiona con los deportes y las noticias; o la mujer que se refugia en la vida social interminable para evitar lo inevitable. Se comienza a alargar las horas de trabajo. Se evita dialogar para no producir conflictos o discusiones desagradables. El problema es cuando estas actitudes se institucionalizan.
Entonces surgen castigos implícitos, que no se dicen: “Ya que él no me habla, yo tampoco le hablo”. Entonces el castigo termina siendo peor que la enfermedad. Los castigos tienen una función pedagógica, si no pierden su sentido. Quizá el castigo debería ser al revés: dialogar más que nunca.
“Las compensaciones son como el zorro que se desiste de comer las uvas porque “aún están verdes”, cuando, en realidad, es incapaz de reconocer que están fuera de su alcance. Los sicólogos se refieren a personas que se lavan las manos en forma obsesiva con el fin de compensar sentimientos de culpa no asimilados. Una cosa es la compensación de una limitación real por medio de una actividad constructiva; otra es sustituir el impulso que se quiere expresar por medio de una conducta inadecuada o bizarra. Las compensaciones patológicas tienen carácter compulsivo y obsesivo. El miedoso o escrupuloso, en lugar de exigir o arriesgarse, construye un sinnúmero de reglas a las cuales se aferra rígidamente. Los que rehuyen el afecto, construyen sistemas intelectuales o ideológicos para racionalizar la naturaleza inferior de los afectos… Entonces surge el hombre aparentemente “impasible”, que no se perturba ante nada, ni nadie, a pesar de que, muy por debajo, en la profundidad de su ser, hay una marejada de impulsos que quieren aflorar.” (P.Siegel, Un educador profético, p.128).

Con respecto a este tema el padre José Kentenich afirma lo siguiente:
“La culpa y la debilidad no comprendidas y no reconocidas son el caldo de cultivo de muchísimas enfermedades del cuerpo y el alma… La virtud que produce el saneamiento, por los antiguos fue llamada humildad…”
Cuando hablamos de debilidades, nos referimos a las imperfecciones de nuestra naturaleza y al proceso de maduración. Cuando hablamos de culpa, nos referimos al pecado ( el daño intencional inferido a sí mismo, a otro, o a Dios). El hombre, sin una gracia muy especial, no es capaz de evitar el pecado. La causa (última) de la culpa y debilidad está en el pecado original… Quien no siente culpa, es inauténtico hasta la médula… ¡Quitémonos la máscara! ¡No querramos camuflar y justificar siempre nuestras debilidades! Si la naturaleza humana quiere mantenerse sana, necesita tener un sentido de justicia y verdad, lo cual requiere el reconocimiento de culpa y debilidad.” (P.K.,1950).

La conversión y el reconocimiento de la culpa juegan un papel esencial en la relación personal con Dios y, por lo tanto, también entre los seres humanos. El sentirse pecador y arrepentirse nos convierte en hijos de Dios. Toda la historia de salvación es la historia del pecado del hombre y la misericordia de Dios, de ese hijo que abandona su casa y vuelve arrepentido a recibir el abrazo del Padre. En la historia matrimonial sucede lo mismo. Si yo no acepto mis limitaciones y no pido perdón, los sentimientos no maduran.
“El perdón de Dios en Jesús no es la gracia barata, sino la gracia exigente y cara, pero dignificadora. Porque cuando el hombre confiesa y no oculta; no enmascara, sino que reconoce, da cara y respuesta, entonces está en camino de la libertad y de la santificación.” (O. González de Cardedal).
La sabiduría oriental dice lo siguiente: “El maestro habló: tenía quince años y mi voluntad era alcanzar la sabiduría, a los treinta la alcancé, a los cuarenta ya no tenía ninguna duda, a los cincuenta conocí la ley de los cielos, a los sesenta mis oídos se abrieron, a los setenta pude seguir los deseos de mi corazón, sin exceder la medida”.

Se podría agregar: ¿Es necesario esperar a los sesenta para que se abran los oídos y a los setenta para “seguir los deseos” del corazón, “sin exceder la medida”?

Las manos se cogen de las manos y
los ojos se quedan en los ojos…
Así comienza la historia de nuestros corazones.
Es noche de marzo, noche de luna,
y el dulce olor del heno va en el aire.
Caída está mi flauta y olvidada,
y tu guirnalda de flores está sin terminar…
Este amor nuestro es sencillo como una canción.
Tu velo color de azafrán me embriaga los ojos.
La corona que me hiciste de jazmines
me llena el corazón, como la alabanza…
Jugamos a dar y a no querer dar,
a mostrar y a volver a esconder.
Sonrisas, timideces, dulces luchas inútiles…
Este amor nuestro es sencillo como una canción.
No tiene este amor misterios más allá de lo presente,
ni anhelo de alcanzar imposibles, ni sombras tras el encanto,
ni búsquedas en la sima de la oscuridad…
Este amor nuestro es sencillo como una canción.
Tagore, Obra Escogida, El Jardinero, 16.

