El respaldo pedagógico del acompañamiento



Después de analizar el acompañamiento espiritual en general, tal como ha sido concebido en la Iglesia a lo largo de los siglos, nos abocaremos a un tema central de nuestro estudio: el respaldo pedagógico del acompañamiento. Nos adentraremos en el tema considerándolo como proceso de educación en la fe. 5

La pedagogía pastoral no se puede improvisar. Más aún, existen sistemas más o menos adecuados para ayudar a las personas en su desarrollo espiritual. El educador en la fe, como conductor de almas, tiene que discernir esas metodologías que lo pueden ayudar en su tarea. En nuestra exposición nos apoyaremos en un sistema concreto, fruto maduro de la labor sacerdotal del P. José Kentenich, fundador de la Obra internacional de Schoenstatt. A pesar de que es una síntesis concreta con acentuaciones propias, nos parece que es amplio y contiene suficientes elementos de juicio como para captar lo esencial del acompañamiento espiritual, desde la óptica de la educación individual. Tiene, por lo tanto, una validez universal y una operatividad probada.

Lo primero que habría que decir es que, en cualquier sistema pedagógico el punto de referencia debe ser Dios. Él es el educador por excelencia y, por lo mismo, quien quiera ser eficiente en la ayuda que presta, debe comenzar por examinar atentamente la forma cómo Dios hace surgir la vida y la conduce a su plenitud. Es evidente que estas páginas no permitirían hacer un análisis exhaustivo del tema, de tal manera que tenemos que contentarnos con presentar sólo algunos elementos de análisis.

Para la elaboración de un sistema educativo eficaz es preciso tomar en cuenta dos aspectos: aquello que corresponde a las realidades permanentes del hombre y aquello que permite una adaptación a las realidades cambiantes, específicas del tiempo en que se aplica el sistema. Ambos elementos, lo que proviene de la naturaleza humana inmutable y lo que ofrece el contexto sociocultural propio del tiempo en que vive el hombre concreto que se intenta ayudar, deben estar presentes en cualquier sistema. Ambos elementos son voces de Dios. Efectivamente, Dios habla por las voces del ser, por la “naturaleza humana” que él mismo creó y determinó, por su estructura y por la dinámica espiritual y sicológica que le imprimió. Ésta es la primera fuente donde podemos descubrir la voluntad de Dios como orientación del comportamiento humano. A través de las esencias, Dios no solamente determina la estructura de algo, sino que también su modo de actuar.

Pero, junto con su lenguaje creacional, Dios tiene otra forma de hablar; es lo expresado a través de lo que se entiende por los “signos de los tiempos”. ¿Qué se entendería por eso? Son aquellos acontecimientos corrientes, valores y desvalores propios de una época y que, por su importancia, adquieren una dimensión significativa para la vida del hombre. Esto es, que influyen en los destinos del hombre real e histórico de una época determinada. Decimos que son voces de Dios, porque son acontecimientos o situaciones que, de ninguna manera, escapan a la conducción de Dios, que es el Señor de la historia. Siendo así, son expresión de su voluntad y, por lo mismo, auténticas voces de Dios. A través de estas realidades da indicaciones, muestra caminos y pone tareas y exigencias.

Profundicemos en estos dos elementos que hemos descrito, antes de proponer una síntesis de la pedagogía adecuada al tiempo.





1. La perspectiva permanente o metacrónica del sistema



Aspectos inmutables de la naturaleza humana

Si se quiere dar una base sólida para estructurar un sistema pedagógico, evitando así el subjetivismo y la superficialidad, es necesario tener en cuenta el conjunto de verdades y valores inamovibles que emanan del orden de ser o naturaleza del hombre. Esto constituye el sustrato estable de la pedagogía y ancla el sistema, por encima de los factores variables y transitorios propios de una época determinada. Para ubicarnos presentaremos algunos conceptos básicos.

Si consideramos al hombre en aquello que constituye su realidad específica, –como persona (un ser racional y social) y como creatura trascendente, llamada a compartir su vida y llegar a la intimidad con el mismo Dios–, nos damos cuenta de que es precisamente ahí donde encontramos la fuente de las verdades y valores que ofrecen una orientación segura a quien se esfuerce por acompañar los procesos de vida espiritual de otra persona. Lo metacrónico es lo que vale para cualquier época y circunstancia. Buscando ese fundamento recurrimos a una “visión orgánica de la naturaleza humana”. Esta manera de concebirla acentúa su carácter integral, es decir, no acepta una visión fragmentaria o mecánica de ella. Esto sucedería, por ejemplo, si se partiera de una concepción materialista que desconozca su dimensión espiritual y trascendente, o bien, de una concepción espiritualista que olvida la realidad corporal. Una visión parcial influiría en todo el sistema pedagógico. Una concepción orgánica de la naturaleza humana destaca, además, la unidad al interior de cada persona y de toda la sociedad, la ordenación jerárquica de los diversos aspectos de la vida humana, individual y social, y la interrelación de los diversos factores que constituyen la persona y la sociedad. Este conjunto de elementos crea una base sólida para elaborar cualquier sistema pedagógico.

El hombre puede rebelarse en contra de su propia naturaleza.

Al situarnos en la perspectiva del orden de ser, tenemos que hacer una observación previa de gran importancia práctica. Excepto el hombre, todos los seres vivos actúan mecánicamente según las normas que emanan de su naturaleza. El ser humano es la única criatura que puede subvertir esa ordenación e introducir una incoherencia en su propia vida. Nos parece evidente que un gato no pueda sino actuar como gato y, si lo viéramos fumando y diciendo un discurso, nos chocaría, porque no correspondería a su naturaleza. Ortega y Gasset decía al respecto: “Un tigre no puede destigrarse, pero el hombre sí puede deshumanizarse”. Ésa es la razón por la cual debemos, conscientemente, procurar conocer las verdades y valores que se desprenden de la naturaleza humana, tomándolas como base para la educación del hombre. Solamente así podemos contrarrestar las desviaciones que surgen por su malicia, que puede destruir su propia imagen.

La visión orgánica del hombre, a partir de una atenta y respetuosa observación de su naturaleza, ofrece tres líneas de verdades: sobre la realidad del hombre, sobre el universo en el cual se mueve y sobre la sociedad que debe conformar con los demás hombres. Diremos algunas palabras sobre los conceptos que más pueden influir en el acompañamiento espiritual.

El hombre está integrado en el universo y orientado al Creador.

Concebimos la realidad que rodea al ser humano como un todo orgánico con unidad y coherencia. A eso lo denominamos universo. Lo primero que aparece ante nuestros ojos es que el elemento que da unidad y coherencia al universo es su fuente original y su fin: Dios, Creador de todo lo que existe. De Él brota la diversidad, la jerarquía ordenada y la coherencia. El hombre forma parte de esa realidad y está sometido a las leyes de interdependencia que rigen todo el universo. El Creador ha dado a cada criatura su originalidad y una relativa independencia y, a la vez, la integra en el todo, a través de una cierta interdependencia. Él mismo está presente en todo en forma inmanente y conduce todo misteriosamente a su fin. Él es la Causa Primera de todo lo que actúa y el que gobierna todo, según un plan providente, en el cual están contemplados hasta los menores detalles. La persona a la que se quiere acompañar en su proceso de perfeccionamiento está inserta en el universo.

El Creador conduce el universo por medio de causas segundas.

Afirmamos, además, que Dios gobierna al mundo valiéndose de sus mismas criaturas, pero sin atentar en contra de la autonomía relativa de cada persona. Éstas deben actuar, unas en otras, según el plan de Dios, como causas segundas. Dios, entonces, permanece como la Causa Primera, pero no la única. Esto significa que en la educación del hombre es necesario orientarlo a tomar conciencia de su responsabilidad, ya que puede influir bien o mal en los demás. El ser humano es una causa segunda libre y está llamado a asumir su responsabilidad en la conducción de la historia.

El P. Kentenich elaboró una explicación de cómo Dios conduce la historia y el mundo a través de causas segundas. Llegó a formular dos principios o leyes de gobierno del mundo: la ley de transferencia y la ley de conducción orgánicas. Según estas leyes, Dios despierta el dinamismo de la vida de unos a través de otros y lo hace transfiriendo a aquellos que quiere usar como instrumentos o causas segundas, algunas de sus perfecciones. Con eso las hace atractivas y suscita la dinámica del amor, que es la que mueve el mundo. El ejemplo clásico es el de los padres de familia que reciben algo del poder, la bondad y la sabiduría de Dios para impulsar la vida de sus hijos. El amor de los hijos se despierta y se orienta hacia ellos. Sin embargo, el amor que nace en ellos debe llegar, en último término, a Dios. Las criaturas no son la estación final. Los padres deben servir también de puentes hacia Dios. Las criaturas, entonces, según esta concepción, son una manifestación de las perfecciones divinas, son huellas de Dios pero, a la vez, deben actuar como puentes o caminos hacia Él. En último término, cada uno está llamado a ser no sólo el camino normal, sino incluso un seguro de la relación con el Creador. Estos principios de transferencia y conducción, deben actuar en conjunto para que se respete el orden y la vida se desarrolle en plenitud.

El acompañante fácilmente puede aplicar estos principios generales en su labor: él tiene que ser una presencia transparente del Padre, una manifestación del rostro de Cristo para las personas que se le confían; pero a la vez, debe conducir hacia Dios todo el afecto, veneración y entrega que se despierte en la persona a quien acompaña. Tiene que aprender a ser desinteresado y libre para permitir que la vida llegue a su plenitud.

En sí mismo, el hombre es un todo orgánico.

Este aspecto destaca la integridad que se da en cada persona: considerando especialmente cuerpo y alma, voluntad y corazón. Muchas veces, en el acompañamiento espiritual, se cayó en el error de ver a una persona sólo como alma, olvidando que es espíritu encarnado y que en ella se integran alma y cuerpo y ambos se condicionan mutuamente. Un sano proceso espiritual se orienta a lograr una perfecta armonía entre el cuerpo y el alma entre el conocimiento y la afectividad. Separar esos factores, que forman parte de un todo, produce graves distorsiones. Además, los seres humanos participamos de dos órdenes: natural y sobrenatural. No crece el uno sin el otro. Se busca la perfecta armonía y la integración. Esta perspectiva influirá en la manera cómo se concibe la persona a sí misma; cómo debe entender sus procesos interiores; cuáles son los diversos medios que debe aplicar según las necesidades. Por ejemplo, en un momento determinado, según las necesidades, el acompañante tendrá que aconsejar a quien le pide ayuda que duerma más, que descanse, que vaya al médico, que se divierta o que haga gimnasia, en vez de insistir en que rece o se mortifique más. La consideración del cuerpo y del alma, de lo natural y de lo sobrenatural con sus respectivas leyes y la necesidad de armonizarlas, servirá de base a la tarea de orientar la vida de su acompañado.

El hombre está integrado en la sociedad.

La dimensión social no es una opción sino una condición básica de la naturaleza humana. Es necesario partir de una visión orgánica de la sociedad como fundamento de la pedagogía. El modelo irreemplazable es la Santísima Trinidad. Esa Comunión de Personas distintas en el Amor, ofrece una perspectiva clara para orientar el proceso social de las personas. El acompañante tendrá en cuenta que el impulso fundamental del ser humano es el amor y que éste se manifiesta en el diálogo y tiende a crear vínculos estables. Verá cómo el modelo inmediato es la familia y, contemplándola a la luz de la Trinidad, sabrá cómo orientar al acompañado a que eche raíces y crezca en su integración comunitaria.

La visión orgánica de la sociedad presentará al acompañante una meta clara para todo el proceso educativo. Sabrá que todo debe conducir a la plenitud del amor que integra, que une, que crea vínculos con Dios, con los hombres y con toda la creación. Su labor no está cumplida mientras no asegure a la persona que acompaña en un organismo natural y sobrenatural de vínculos personales, que alimenten su vida y le den fecundidad en la donación generosa a los demás.





2. Perspectiva dinámica del sistema



Un sistema educativo, para ser seguro y operante, necesita orientarse no sólo por la dimensión metafísica, por el orden de ser, sino también por los aspectos dinámicos de la realidad, por los signos de los tiempos, las realidades cambiantes de la historia del hombre sobre la tierra.

Para encontrar pistas para la aplicación de esta perspectiva en el acompañamiento espiritual, tendríamos que hacer un diagnóstico del tiempo y puntualizar los aspectos de nuestra época que están influyendo positiva o negativamente en las personas que acompañamos espiritualmente. Sabemos que las voces del tiempo son voces de Dios, es decir, que Dios nos exige mirar, auscultar, discernir e interpretar su voz en todo aquello que es significativo, en todo lo que está influyendo en una época determinada. El educador que quiera dejarse conducir por Dios tendrá que estar atento a esos signos. Si no lo hace, poco a poco su labor pastoral quedará desfasada y será inoperante.

En nuestro análisis, tenemos que mirar tanto lo positivo como lo negativo de las corrientes, valores, desvalores, acontecimientos y problemas de nuestro tiempo. Es imposible abarcar un campo tan amplio. Nos contentaremos sólo con hacer un esquemático diagnóstico de los males de nuestro tiempo, de aquellos aspectos del mundo moderno que presentan un desafío más claro a nuestra labor de educadores en la fe. Los aspectos positivos apenas los nombraremos.

Hay tres problemas que debemos enfrentar conscientemente, si queremos educar al hombre de nuestro tiempo: el secularismo, la masificación y la desintegración.

Las corrientes secularistas de nuestro tiempo

Cuando se empezó a predicar el cristianismo, hubo un enfrentamiento con el hombre pagano. Este enfrentamiento fue radicalmente diferente al enfrentamiento actual. El pagano primitivo estaba en un proceso de acercamiento a Dios, tal como se percibe en la evolución de las corrientes religiosas de ese tiempo, en especial en los ritos mistéricos. Hoy día, en cambio, el proceso es inverso: los hombres van alejándose de Dios. El P. Kentenich, al hacer un diagnóstico del tiempo, decía que su característica más fundamental era la fuga de Dios”. Es el hombre el que no quiere estar en la “casa paterna” y, como el hijo pródigo, se va, se aleja de todo aquello que le recuerde a Dios. Esta corriente ha penetrado tan profundamente en el mundo actual que, incluso, deja sentir su fuerza hasta en las comunidades más íntimas de la propia Iglesia. Dentro de nuestras filas aparece como un abismo progresivo entre fe y vida, un auténtico divorcio entre Iglesia y mundo, entre Evangelio y cultura. Esta realidad de enfriamiento de la fe, de pérdida del sentido de lo sagrado, de alejamiento del mundo sobrenatural, pone un serio desafío a quien tenga la tarea de educar en la fe.

Este problema debe encontrar una respuesta en el acompañamiento espiritual. Somos testigos de un cambio copernicano en la orientación fundamental del alma del hombre moderno. Nuestros antepasados vivieron en un tiempo en que el hombre descubría la presencia de Dios en toda la realidad: la vida personal y pública se centraba en él. El hombre teocéntrico quedó atrás, dando paso a un nuevo tipo de hombre, un hombre antropocéntrico, incapaz de reconocer la realidad como creación de Dios. La creación se ve separada del Creador y eso repercute en todos los aspectos de la vida. El mundo se torna cada vez más profano y rebelde. Tal vez, éste sea uno de los signos de los tiempos más apremiantes. El que acompaña a un hermano debe responder a esto jugando un rol de mediador con el Creador. Ya no basta con indicar el camino, como antes. Ahora debe servir de puente hacia Dios. Es preciso que esté profundamente arraigado en el mundo sobrenatural y tome plena conciencia de su carácter de mediador de la gracia. Debe asumir conscientemente la teología de las causas segundas, esto es, de la voluntad de Dios de actuar a través de criaturas libres que se transforman en sus cooperadores o mediadores. Esto se manifiesta especialmente en el misterio de la encarnación del Verbo y la voluntad expresa de Dios de penetrar en toda su creación de una manera nueva. Es preciso que el acompañante crezca en la mística de la continuación de la presencia de Cristo en su Cuerpo Místico a través de personas concretas. Deberá recordar que no solamente los sacramentos son portadores y mediadores de la gracia, sino que, si se entiende bien, el mismo acompañante debe considerarse como un sacramento personal.

Las corrientes masificadoras como desafío pedagógico

Un segundo desafío proviene de la corriente de masificación. Efectivamente, este fenómeno pareciera ir en aumento, si consideramos su progreso desde que algunos pensadores, como Ortega y Gasset, lo hicieron notar en el siglo pasado.6 Pareciera como si el ambiente, demasiado recargado por estímulos a la sensibilidad, con un ritmo vertiginoso, con experiencias débiles y discontinuas de relaciones personales, fuera el caldo de cultivo de una personalidad sin un núcleo sólido. De hecho, se nota en el hombre actual una gran dificultad para comprometerse, para adquirir convicciones, para mantener la coherencia entre el pensamiento y el comportamiento. Lo más grave es el debilitamiento de la capacidad de cultivar un amor personal y espiritual profundo. Sin tener un núcleo integrador de su personalidad, al hombre moderno le resulta prácticamente imposible echar raíces sólidas. Este es un gran desafío para el educador actual.

Podemos decir, con toda propiedad, que el hombre moderno tiene una estructura de alma tan original que se diferencia nítidamente de todos los hombres de otras épocas de la historia. Posee rasgos tan propios imposibles de desconocer, si se quiere influir en su proceso de desarrollo. Hablamos, por eso, del “alma moderna”. Algo que es común a todos los hombres de nuestro tiempo, más allá de las diferencias étnicas, religiosas o culturales. En efecto, los hijos absorben desde su nacimiento las corrientes de valores, costumbres, inquietudes y anhelos del tiempo. No es posible abstraerse a esa realidad. Ahora menos que nunca, ya que los medios de comunicación masiva penetran hasta los ambientes más recónditos. Es así, entonces, que a un buen educador tendrá que pedírsele que, además de ser un conocedor del alma humana en su trascendencia, sea un conocedor de las líneas de fuerza que impregnan el tiempo actual con todo su dinamismo.

Anhelo de originalidad

Sin dejar de lado lo dicho anteriormente, el anhelo de originalidad es también un requerimiento del alma moderna que debe ser escuchado. Ese mismo hombre que, en lo más profundo, necesita asimilarse a la masa y seguir cada moda y se hace dependiente, desea ser aceptado en su originalidad. Parece una incongruencia, pero es una realidad. Es así como, para encender una chispa de vida original en una persona, –condición sine qua non de todo proceso de acompañamiento espiritual,–es necesario captar su perspectiva de intereses y su receptividad original de valores. Esto obliga al acompañante a dejar de lado todo consejo que parezca una receta. Tiene que romper cualquier molde y cultivar la vida única, diferente a cualquier otra, que late en quien acompaña. Esto significa que el acompañamiento espiritual hoy día debe alejarse totalmente de la permanente tentación de la estandarización y de los moldes masificadores. La imagen que suele usarse para esto es la del jardinero que reconoce y cultiva la originalidad de cada un de sus plantas.

Anhelo de libertad

Por último, a pesar de la fuerte tendencia a la masificación, está latente en cada hombre moderno el anhelo de libertad. El acompañante debe responder a ese anhelo que anida en lo profundo del corazón de cada persona en nuestro tiempo.

Lo más característico del alma del hombre de nuestro tiempo es su ansia o anhelo de libertad. Ya desde el siglo XIV 7 y, más claramente aún, a partir del Renacimiento, se puede constatar una evolución psicológica en la humanidad en ese sentido. Se va gestando, más que un movimiento libertario, una auténtica mentalidad liberalista, que penetra todos los espacios de la cultura. Desde el liberalismo político, económico y religioso se ha ido abarcando todos aspectos de la vida social e individual. Definitivamente, el hombre actual quiere ser libre. Sin duda, muchas veces entenderá mal la libertad y caerá en un afán de libertinaje, pero, tenemos que admitirlo, lo más característico de su espíritu es su anhelo de ser libre. Es así, entonces, como un educador moderno tendrá necesariamente que enfrentarse, en forma mucho más consciente que en otros tiempos, con la libertad, ya no sólo como meta de la educación sino como camino pedagógico.

Este anhelo de libertad se manifiesta de diversas maneras. Se presenta, en primer lugar, como ansia de autenticidad. La juventud actual tiene, mucho más acentuado que antes, el anhelo de ser espontánea. Sólo acepta hacer o decir lo que le brota desde adentro, sin formas, normas, protocolos, convencionalismos y ritos impuestos desde el exterior. Actualmente serían inaceptables las formas de educación con que se nos recargaba antiguamente. Antes estábamos llenos de lo que “había que decir” o de lo que “había que hacer” en cada circunstancia. Hoy, cada uno quiere expresarse a su manera, siguiendo su propia originalidad. Por otra parte, es evidente un mayor anhelo de autodeterminación. Los jóvenes, desde muy temprano, adquieren una gran sensibilidad para seguir caminos propios. Esto los hace celosos de permitir que se les dé la “vida vivida”; ellos quieren tener sus experiencias y correr sus riesgos: quieren vivir la vida a su manera. Todo esfuerzo por abrirles un camino seguro, por muy bien intencionado que sea y por mucho tacto con que se actúe, se estrella contra esa voluntad y no hace sino crear conflictos.

Otra forma generalizada que ha tomado el anhelo de libertad es el deseo de participación. Los jóvenes actuales no toleran ser espectadores pasivos de lo que les rodean. Antiguamente, se les negaba la participación en las cosas de los adultos. Era común y corriente escuchar reprensiones como “¡silencio, los niños no hablan en la mesa!”, o «no hablan delante de visitas”, o “no se meten en conversaciones de mayores”. Esas frases, mal que les pese a los adultos, actualmente carecen de sentido para la juventud. Desde pequeños quieren ser “protagonistas”, actores y gestores de su mundo y participar en todo lo que les rodea. La realidad que acabamos de mencionar trae otra consecuencia: la búsqueda de información y comunicación. Para la juventud actual resulta simplemente intolerable la mentalidad de “tabú”. No podrían entender que hay cosas de las cuales “no se habla” o que son “para mayores”; ellos lo preguntan todo sin tapujos y quieren tener respuestas directas y francas. Tampoco admiten “guetos” o discriminaciones; quieren tener la posibilidad de alternar con cualquier persona sin exclusiones.

Finalmente, bastaría decir que la mentalidad ha cambiado tan radicalmente –cortando amarras, desprendiéndose de ritos formales y dejando de lado prejuicios– que actualmente es imposible pretender educar sin tomar en cuenta esa realidad. Esto significa que el quehacer del acompañante espiritual no sólo considera la libertad como meta del proceso que acompaña, sino que el camino pedagógico tiene que adaptarse cuidadosamente a esa nueva mentalidad libertaria.

Las tendencias a la desintegración

La ruptura del organismo natural y sobrenatural de vinculaciones personales

Para alimentarse y para crecer, para sustentarse y adquirir estabilidad, cada persona requiere de un mundo orgánico de relaciones afectivas permanentes. Necesita arraigarse en personas, lugares, cosas, ideas y fechas. Eso es lo que constituye su “hábitat” natural, su hogar. Así como una semilla necesita de un ambiente determinado para germinar, el hombre también necesita de los vínculos para desarrollarse sanamente. Eso falta al hombre actual. El hogar natural, la familia, está en crisis y, con ello, todas las comunidades han perdido fuerza. Esto ha resentido al hombre en sus vivencias básicas. Al no tener experiencias profundas de un amor fiel y comprometido, no es capaz de darlo y se siente solo. Para calmar la soledad y la inseguridad, para evadirse de su angustia, necesita aturdirse con actividades, con sensaciones, con sexo, droga, activismo y televisión. Es un ser herido y con pocas posibilidades de reaccionar por sí mismo.

Tradicionalmente, se ha concebido al acompañante como un simple cooperador del Espíritu Santo en la obra de la santificación. Sin embargo, la relación de confianza y cercanía que se gestaba entre muchos de los acompañantes y sus acompañados, tomaba la forma de una relación paternal-filial; era común que al acompañante se le experimentara como un transparente de la paternidad divina. En la actualidad, este efecto se ha hecho cada vez más necesario, porque muchas de las personas que buscan un apoyo llegan con grandes carencias afectivas, están llenas de heridas psicológicas, fruto de experiencias dolorosas en sus relaciones personales. No cabe duda de que la experiencia de una profunda orfandad ha pasado a ser un rasgo característico del tiempo moderno. La carencia de auténticos padres, acogedores, fuertes y dignos deja un vacío difícil de llenar. En algunos casos, esta dolorosa realidad hace que muchos busquen no sólo una persona más madura y sabia que pueda servirle de maestro y modelo, sino más bien a un “gurú” en quien puedan depositar una fe patológica, llegando a considerarlo como una tabla de salvación a la que se aferran con una dependencia total. Este fenómeno es un aspecto negativo de nuestros días. Sabemos, sin embargo, que Dios habla a través de los anhelos y problemas del tiempo. Es así como esta orfandad aparece a la luz de la fe, como una voz de Dios, como un signo de los tiempos que es necesario interpretar y al cual hay que responder. Quienes prestan un servicio de acompañamiento espiritual actualmente deberán destacar su carácter de transparentes de la paternidad para responder al anhelo evidente del hombre moderno. Deberán captar esta fuerte tendencia a la dependencia filial, con el fin de orientarla hacia arriba, a través de la ayuda que ofrecen. El acompañante ya no será solamente un simple apoyo, un compañero espiritual, sino que jugará un rol de padre y maestro.

Todas estas dificultades, propias de nuestro tiempo, significan otros tantos desafíos para la educación. Surgen las acuciantes preguntas: ¿Cómo hacer que penetren hondo en el hombre moderno los valores sobrenaturales? ¿Cómo lograr que las verdades de la Revelación encuentren su camino a la vida y se encarnen? Esto es lo mismo que preguntarse: ¿Cómo dar al hombre actual una fe vivencial, que penetre todo su ser y transforme su vida? Igualmente se presenta la pregunta: ¿Cómo educar al hombre actual para que sea realmente libre, es decir, capaz de vencer interiormente las fuertes corrientes de libertinaje y de masificación? Por último, la pregunta más difícil, debido a su contexto psico-social: ¿Cómo devolver al hombre, huérfano e inestable, la experiencia radical de hogar? ¿Cómo ayudarlo a echar raíces que lo sustenten, que le den estabilidad psicológica y alimento sólido? A estas y similares preguntas debe responder cualquier sistema educativo que, partiendo de la orientación metafísica y de las corrientes actuales, quiera dar una respuesta efectiva a las necesidades del hombre moderno.