1. Antecedentes históricos del acompañamiento espiritual
El mandamiento de la caridad ha orientado el quehacer de la Iglesia a lo largo de toda su historia. En virtud de él, los seguidores del Señor nos sentimos llamados a prestarnos mutua ayuda. Esto se hace más imperioso cuando se refiere a la salvación eterna y al camino hacia la perfección cristiana. La exigencia de prestar apoyo, que es común para todos los discípulos, recae especialmente en los pastores que el mismo Señor designó.
El telón de fondo del acompañamiento espiritual siempre será el ideal de santidad como lo irradia la persona de Jesús y las orientaciones que dejó en el Evangelio. Ese modelo, sin embargo, es tan amplio y rico, que cada época acentúa algunos rasgos de él. Junto con eso varia el tipo de ayuda que parece necesario prestar a los fieles en su caminar hacia la perfección de la vida cristiana, respondiendo al ideal de santidad imperante en cada época. Aquí está la raíz de las diversas corrientes ascético-religiosas que surgieron a lo largo de los siglos.
Al hacer un recuento general, percibimos que al comienzo brillaba el ideal del apóstol urgido por el anuncio del reino. Era preciso dar a conocer integralmente a Cristo, el Salvador, hasta el confín de la tierra. La estupenda novedad de la encarnación del Verbo, de su muerte y resurrección lo abarcaba todo. Más tarde, cuando comenzaron las persecuciones, sin olvidar lo anterior, lo que estaba en juego era la radicalidad de la fe. Para ser cristiano auténtico había que impregnarse su radicalismo, sabiendo que con eso se ponía en juego la propia existencia. Así, entonces, el ideal del cristiano pasó a ser el mártir. En estas dos primeras etapas, siendo tan simple y fundamental el destino del cristiano, ni siquiera se plantearon la necesidad de un acompañamiento espiritual. Bastaba con la evangelización, la catequesis y la celebración sacramental en comunidad. El anuncio del kerigma y la fortaleza para dar testimonio eran suficiente.
El Edicto de Milán (313) trajo un cambio radical en la vida de los cristianos. Salieron de las catacumbas y debieron enfrentarse con la vida pública y sus tentaciones. Este acontecimiento trajo muchos problemas vivenciales. Al popularizarse el cristianismo pasó a ser casi una moda que les conducía fácilmente a la mediocridad. Es así como muy pronto, aquellos que anhelaban vivir el seguimiento de Cristo con mayor intensidad, comenzaron a sentir que en ese ambiente estaba en juego la integridad de la vivencia cristiana. Por esa razón, muchos, buscando la perfección cristiana, se alejaron de los centros urbanos y se refugiaron en la vida eremita. Esta práctica, que comenzó con los Padres del Desierto, poco a poco se fue consolidando en el mundo de los ermitaños, que más tarde se constituyeron en cenobios y, por último, surgió la vida monacal. Este nuevo ideal de santidad quería también ser radical como el martirio; es una nueva forma de martirio a través de la profesión de los consejos evangélicos. Es en esta altura cuando la reflexión silenciosa va haciendo consciente que existen muchos peligros que acechan al cristiano en su caminar hacia la perfección. Por entonces, muchos comienzan a buscar consejo en aquellos hermanos más avanzados en el camino de la perfección y más sabios. Es así como aparecen, poco a poco, los maestros y consejeros, reconocibles por su carisma. Éstos inician, a través de sus consejos espirituales, un auténtico acompañamiento espiritual.
En el ámbito latino, sólo a partir de san Benito, esta forma de apoyo espiritual, adquirió un carácter institucional. En su Regla el acompañamiento espiritual aparece como un oficio de gran responsabilidad. En esa misma línea, también influyó en la difusión del acompañamiento la introducción de la confesión individual a través de los monjes irlandeses (600). Sin embargo, el advenimiento de las Órdenes Mendicantes, especialmente la Orden Menor de los Franciscanos, tiende a recuperar la antigua práctica de los consejeros carismáticos. Algunos frailes, que adquirieron fama por su santidad, fueron procurados por muchos cristianos para recibir de ellos acompañamiento espiritual. Especialmente influyó en ese tiempo la síntesis entre vida activa y contemplativa. Los directores espirituales ya no serán solamente aquellos que se han apartado del mundo para cultivar la vida contemplativa, sino monjes de gran actividad apostólica. Es así como poco a poco la historia de la Iglesia quedará marcada por figuras de grandes directores espirituales del nuevo corte: san Francisco de Asís, san Ignacio de Loyola, san Francisco de Sales, etc. Es bueno hacer notar que tanto los padres del desierto como los primeros abades no eran sacerdotes. Lo mismo habría que decir de san Francisco de Asís y de san Ignacio de Loyola antes de 1537. Aunque con el tiempo en la Iglesia se comenzó a considerar el acompañamiento hecho por laicos como una excepción, se aceptaba que lo hicieran personas prudentes y experimentadas. Incluso, las puertas del acompañamiento espiritual estaban abiertas tanto a hombres como a mujeres, a sacerdotes, religiosos y laicos. Entre las mujeres se destacaron especialmente santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila e Hildegard von Bingen.
La práctica del acompañamiento espiritual se hizo tan común que, en la Edad Media, aparecieron muchos manuales para apoyar la orientación de los que ejercían este delicado oficio. Había también otros que servían de ayuda directa a los que querían transitar por los caminos de la perfección. Entre ellos, hasta nuestros días ha permanecido en vigencia la célebre Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis.
Con el tiempo, serán los jesuitas quienes lleven el acompañamiento espiritual a su plena institucionalización. Además del ya conocido maestro de novicios, instituyeron a los así llamados espirituales en seminarios y colegios. Esta práctica adquirió un carácter jurídico a través de su influencia en el Concilio de Trento. Más tarde será una tarea evidente para cada sacerdote acompañar espiritualmente a los fieles que lo soliciten. Ésta es la práctica usual en la Iglesia en el advenimiento de la época contemporánea. Sólo en las últimas décadas pareciera que esa mentalidad se ha ido esfumando. El sacerdote se considera a sí mismo como liturgo, como animador de comunidades y evangelizador más que como acompañante espiritual. Esto ha ido dejando un claro vacío entre los fieles que aspiran a una vida cristiana más profunda.
Grignion de Montfort pronostica que los santos de la nueva etapa de la Iglesia serán santos marianos. Son cristianos que, mirando al Cristo total como ideal de vida, acentúan su relación con María, su compañera y colaboradora en todo el plan de redención. Esto da un tinte mariano al ideal de santidad y también, consecuentemente al acompañamiento espiritual.
En la actualidad, el ideal de santidad que ha de inspirar el acompañamiento espiritual se ha ido denominando de diversas maneras. Se habla del hombre nuevo en la nueva comunidad, para significar un tipo de hombre plenamente libre en Cristo e integrado en una comunidad que ha superado los grandes desafíos de masificación y desintegración propios del tiempo. Para muchos, el ideal de santidad aparece cada vez con mayor claridad en el hombre que se ha impregnado de los rasgos de María, la Compañera y Colaboradora de Cristo en todo el plan de redención. Es el perfecto discípulo del Señor. Las descripciones pueden ser muy diferentes, sin embargo, el ideal debe responder al seguimiento del Señor superando las corrientes negativas que afectan al mundo moderno.
2. Sentido del acompañamiento espiritual
El camino de perfección evangélica
A lo largo de la historia de la Iglesia, se ha conectado el acompañamiento espiritual con una imitación de Cristo más allá de lo que es común en un cristiano normal. Concretamente, consiste en la ayuda que se presta a las personas que aspiran a la santidad, esforzándose por seguir un camino de perfección según el Evangelio. No es una instancia de desahogo o de búsqueda de cobijamiento afectivo.
El acompañamiento no ha de presentarse como necesario para todos los católicos ni menos aún puede imponerse a nadie. El caso límite se tiene evidentemente frente al oficio de los maestros de novicios y los directores espirituales que actúan en el tiempo de la formación de los consagrados.
El Espíritu Santo y la perfección evangélica
Estrictamente hablando, la Iglesia considera que el único director espiritual es el Espíritu Santo. Él conduce “a la verdad plena” (Jn 16,13), esto es, es Él quien conduce a la experiencia vital de la Verdad suprema del “Dios-Amor”. Es esa experiencia la que hace surgir desde lo profundo una respuesta de amor. La vida de perfección se juega en el amor, así, en el caminar hacia la perfección, ayuda sólo aquello que realmente puede hacer surgir el amor en toda su potencialidad. Sólo el Espíritu puede llegar a las profundidades del alma para que surja con “gemido inefable” el “Abbá, Padre”. Al Espíritu Santo se atribuye, según la teología católica, la obra de la santificación de las almas. El acompañante espiritual no es sino un humilde cooperador en la obra del Espíritu. Debe considerarse solamente como su instrumento.
En arte de ayudar como instrumento del Espíritu Santo
Desde la perspectiva instrumental es posible definir más claramente el sentido del acompañamiento. De partida, habría que decir que más que una ciencia, es un arte. Es el arte de ayudar a una persona en su camino hacia la santidad. Royo Marín lo define diciendo que “es el arte de conducir las almas progresivamente desde el comienzo de la vida espiritual hasta la cumbre de la perfección cristiana”.2 Esta definición puede considerarse como clásica.
Evidentemente, el uso de la palabra arte es sólo metafórico, ya que se trata más bien de una ciencia práctica, que se ejerce bajo la prudencia natural y sobrenatural a la vez, pero requiere la aplicación instrumental de ciertos conocimientos adquiridos en base a estudio y dedicación. Un acompañante espiritual serio tendrá necesariamente que profundizar en la teología dogmática y moral, en la ascética y en la mística y, más aun, cada día parece más necesario el conocimiento de la psico-pedagogía. No en vano sabemos que la gracia construye sobre la naturaleza y aunque tiene el poder de elevar, sanar y perfeccionar, nunca prescinde de ella. Ahora bien, ¿por qué se le llama arte? Simplemente porque cumple con lo esencial de la definición de arte, “la recta razón de lo que se puede hacer”. No es una ciencia exacta sino que actúa movida por la prudencia, ponderando, tanteando las posibilidades y dejándose inspirar por el Espíritu.
Este arte de ayudar se refiere a una vida ajena. Cuando se define el acompañamiento como arte de acompañar a las personas, se corre el riesgo de perder un valor importante, el servicio. Efectivamente, es por esencia un servicio a la vida ajena. Lo que interesa es la persona a la que se quiere servir. El acompañante se pone a disposición de otro, de su originalidad, de su misión de vida, de sus anhelos y problemas. El mismo es un instrumento y debe dejar de lado sus proyectos y acentuaciones propias.
Este arte de ayudar tiene además una connotación dinámica. Se quiere prestar una ayuda eficaz, que sirva a la persona, que se ha confiado, para solucionar sus problemas y a encontrar el camino hacia la perfección. La eficacia en la ayuda consiste en que el acompañante proporciona al que acompaña los medios para que reconozca y realice el plan de Dios sobre él. Partimos de la base que Dios tiene un plan para cada persona y que la perfección no es una simple acumulación de virtudes, sino el desarrollo de ese plan original de Dios para que llegue a su plenitud. En otras palabras, conocer y realizar el plan de Dios es la máxima sabiduría humana. A la idea ejemplar del ser y de la misión original de cada persona, la denominamos Ideal Personal.
Con estos antecedentes, podemos avanzar un poco más en la definición de Royo Marín: El acompañamiento espiritual es el arte de ayudar a una persona a reconocer y a realizar eficazmente su ideal personal.
Así, entonces, el acompañante es un instrumento del Espíritu Santo para la realización del plan de Dios en una persona determinada. Debe ponerse al servicio de ese ideal que impulsa y orienta el desarrollo de esa criatura. Eso es lo que lo distingue de un consultorio sentimental o de una simple consejería que alguien pueda ofrecer a otra persona. Desde esta óptica, el acompañamiento espiritual adquiere una dimensión trascendental que ubica en la perspectiva de la eternidad y en el ámbito de la gracia. Para san Pablo, esto parece evidente. Él se considera un cooperador del Espíritu Santo: “Porque nosotros somos como cooperadores de Dios, y ustedes son cultivo de Dios, edificación de Dios” (1Co 3,9).
El servicio que ha de prestar aparece así más concreto y definido: ayudar a quien se acompaña a reconocer y a realizar su ideal personal. El acompañante se preocupa de imprimir a su proceso de perfeccionamiento una nueva dinámica de manera que sea rápido y seguro. Su aporte propio será precisamente ése, darle rapidez y seguridad: mayor celeridad y certeza con la garantía de Dios. Esto le plantea ya un problema clave: le exige ciertas cualidades personales y la posesión de instrumentos adecuados. Debe poseer suficientes conocimientos pedagógicos pero, a la vez, debe estar profundamente enraizado en el mundo sobrenatural. Lo primero le permitirá imprimir un fuerte dinamismo al proceso vital. Lo segundo, le permitirá discernir en la fe los diversos factores que participan en el proceso, dándole así la seguridad de la fe.
La meta se puede formular también como acompañar al que le pide ayuda a que adquiera la libertad de los hijos de Dios. Es otra forma de hablar de la santidad, sólo que destaca más claramente el hecho de que la vida que sirve es ajena y que su servicio debe ser desinteresado. Nunca trata de amarrar a sí mismo a una persona, al contrario, su tarea es ayudarla a ser cada vez más libre, con la auténtica libertad de los hijos de Dios que es la santidad. Deberá, por lo tanto, considerarse como instrumento del Espíritu Santo en la conducción de una persona a la perfección, a la santidad, a la libertad de los hijos de Dios, es decir, a la realización de su ideal personal.
3. Aspectos importantes del acompañamiento espiritual
Es en este capítulo donde quisiéramos descansar en las obras clásicas sobre el acompañamiento espiritual. Señalaremos de paso sólo algunos aspectos básicos.
Características que ha de tener un acompañante espiritual3
Para describir las características que ha de tener un director espiritual, bastaría con repetir las palabras de santa Teresa de Ávila cuando dice que un buen director espiritual debe ser “sabio, discreto y experimentado”. San Juan de la Cruz coincide con esa apreciación. En el saber, ciertamente lo más importante se refiere al Evangelio, que es el manual básico de la perfección cristiana. A eso conviene agregar al menos los fundamentos doctrinales de la teología dogmática, moral, ascética y mística. Hoy día, por razón de los grandes problemas psicológicos que se han originado en una sociedad llena de distorsiones y presiones, es importante que el acompañante se adentre en el mundo de la psicopatología. En todo caso, quien emprende la tarea del acompañamiento debe ser un hombre de oración, que implora la prudencia que viene de lo alto, por medio del don de consejo.
La importancia que se le atribuye al acompañamiento espiritual
Al respecto simplemente nos atenemos a la síntesis que presenta Royo Marín, quien da cinco razones de fondo para aconsejar el acompañamiento espiritual a quienes desean caminar por un camino de perfección: 1) Lo que enseña la Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. 2) Lo que enseña la autoridad de la Iglesia a lo largo de los siglos. 3) Una práctica probada y universal dentro de ella con ejemplos tradicionales de fecundidad (san Jerónimo y santa Paula; el beato Raimundo de Capua y santa Catalina de Siena; san Juan de la Cruz y santa Teresa de Ávila; san Francisco de Sales y santa Juana de Chantal; san Vicente de Paul y santa Luisa de Marillac, etc.) 4) La naturaleza de la Iglesia y su conducción por la autoridad. 5) Las necesidades de la psicología humana, que muestra que nadie es buen juez de su propia causa.) San Vicente Ferrer es sumamente drástico para afirmar su importancia. Muestra que despreciar el apoyo de una persona capaz de acompañar en el camino de la perfección, equivale a despreciar la gracia: “nunca Jesucristo le dará su gracia”.
A pesar de lo dicho, el acompañamiento espiritual es una opción libre por parte de quien lo pide y también por parte de quien acepta darlo.
A quiénes les corresponde la tarea del acompañamiento.4
Una pregunta que vuelve a ser actual se refiere a si necesariamente debe ser un sacerdote el que acompañe a un creyente en su caminar hacia la santidad. Los expertos afirman que es conveniente que así sea por cuatro razones: 1) Porque en el orden de la gracia se ha reservado al sacerdote el papel de maestro. 2) Porque normalmente se une al oficio de confesor. 3) Porque se puede presuponer que por su ordenación cuenta con la gracia de estado. 4) Porque la Iglesia ha dado normas que identifica a los acompañantes que no son sacerdotes como una excepción.
No obstante las razones de conveniencia que hemos formulado, la Iglesia deja abierta la puerta para que religiosas y laicos bien formados puedan hacer acompañamiento espiritual.