LUGARES

 

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Cada centímetro cúbico de espacio
 es un milagro.

WALT WHITMAN

Mi viaje a Escocia no sólo me permitió conocer mejor las formas en que Andy Goldsworthy captura y celebra el tiempo, sino que pude acercarme a North Berwick, uno de los lugares que más amó Robert Louis Stevenson. Aunque su pasión por la aventura lo llevó a viajar por Europa, Estados Unidos y las islas del Pacífico, el escritor se divirtió tanto durante los veranos de su infancia en la casa de vacaciones de la familia en North Berwick que sus bahías de arena infinitas, su montaña de origen volcánico o la fortaleza del siglo XIV en ruinas quedaron para siempre en su memoria. Allí, el nieto del famoso ingeniero Robert Stevenson montaba en burro, escalaba acantilados, pescaba y acampaba en las rocas junto al mar, jugaba en las cuevas con sus primos y sus amigos a contrabandistas y piratas y observaba las islas desde la playa. Sus vivencias de esos años lo marcaron hasta tal punto que, ya adolescente, decidió no dedicarse a construir faros en la empresa de ingeniería de la familia sino a escribir sobre ellos.

En un ensayo que publicó en la revista Scribner, definió North Berwick como un pueblo de pescadores «con redes de secado, esposas gritonas, olor de pescado y algas, y ráfagas de viento y arena en las esquinas de las calles», y recordaba con cariño las pequeñas tiendas repletas de pelotas de golf, piruletas en tarros, cigarrillos Penny Pickwicks y las pilas de London Journal, el periódico en el que solía hojear las ilustraciones y los relatos breves. El vínculo del autor escocés con este pueblo se vio reflejado también en fragmentos de libros suyos como Secuestrado y Catriona, ya que citó en ellos algunos de los lugares de mayor interés de la zona. Pero fue, sobre todo, La isla del tesoro la obra en que Stevenson inmortalizó para siempre la región: muchos creen que se inspiró en la silueta de la isla de Fidra para trazar el mapa de su famosa isla ficticia.

Robert Louis Stevenson es uno de mis escritores favoritos, así que aproveché mi visita a este pueblo de la orilla sur del estuario del río Forth para conocer algunos de los lugares en los que el escritor jugó durante las vacaciones de su infancia. El bosque, el prado y la playa de la reserva de Yellowcraigs me fascinaron especialmente, y me senté largo rato junto al mar para disfrutar de las vistas de Fidra. Mientras miraba a mis hijos chapotear en el agua junto a mi marido, pensaba en Stevenson y me planteaba los diferentes motivos que nos llevan a considerar especial y digno de celebración un lugar concreto.

LUGARES SAGRADOS

Cuando, hace cuarenta años, el eminente geógrafo Yi-Fu Tuan definió las características del vínculo afectivo que se da entre las personas y los lugares y lo bautizó con el nombre de topofilia, en realidad no hizo más que demostrar una realidad que muchos pueblos conocen desde hace siglos y que los ha llevado a instaurar tradiciones que les permiten celebrar el amor que sienten por determinados sitios.

Algunos lugares son sagrados por sus características naturales. Es el caso de Uluru, una enorme formación rocosa que se encuentra en el centro de Australia. Además de ser uno de los iconos naturales más famosos del país, la relevancia de este lugar se debe al hecho de que es sagrado para los anangu. Según sus creencias, hace mucho tiempo, los miembros de dos tribus de espíritus ancestrales habían sido invitados a una fiesta, pero nunca aparecieron porque por el camino se quedaron fascinados por la belleza de unas mujeres lagartija. Los anfitriones se enfadaron y crearon un malvado dingo con un poco de barro. En la batalla que siguió, los líderes de las dos tribus murieron, y la tierra, dolida por el derramamiento de sangre, se resquebrajó y se elevó, convirtiéndose en Uluru. Desde entonces, los aborígenes australianos la consideran el ombligo del mundo y la admiran especialmente en el momento de la puesta de sol, cuando se vuelve de un color rojo brillante.

Sin embargo, Uluru no es, ni mucho menos, la única montaña venerada del mundo. Tanto los judíos como los cristianos consideran sagrado el monte Sinaí, porque allí fue donde Moisés recibió los Diez Mandamientos. En Perú, en el corazón de los Andes, los descendientes de los antiguos incas llaman «apus» a las montañas, y las consideran seres vivos con el poder de recoger la lluvia, hacer salir el sol, fertilizar el suelo y favorecer el crecimiento de las plantas. Pero, para contar con su protección, no deben dejar escapar ninguna ocasión para mostrarles sus respetos, así que, por ejemplo, nunca mascan ni una sola hoja de coca sin haber ofrecido antes su esencia al apu más cercano, y queman ofrendas para demostrar su agradecimiento por una buena cosecha. Para los pueblos que viven en la Sierra Nevada de Santa Marta, la cordillera litoral más alta del mundo con sus 5.775 metros de altura, la montaña es venerada por ser el lugar donde vive la Gran Madre, la diosa creadora, y la consideran el centro del mundo. En el país del sol naciente, el monte Fuji es un lugar sagrado porque allí vive Konohana-Sakuya, la princesa que hace florecer los cerezos. Y para los budistas, los hinduistas, los jainistas y los bönpo, el monte Kaila_sh, en el Tíbet, es tan importante que cada año miles de personas lo circunvalan en una peregrinación ritual necesaria para gozar de buena fortuna. Según sus creencias, no sólo las cimas son sagradas, sino también los puertos de montaña, ya que los consideran lugares llenos de energía que marcan la transición entre los mundos. Por ese motivo, cuelgan en ellos banderolas de colores con plegarias inscritas que se agitan al paso de los viajeros mientras bendicen su camino.

Es curiosa la cantidad de lugares elevados que son considerados sagrados, como si el hecho de estar más cerca del cielo facilitase la comunicación con sea lo que sea que creemos que está por encima de nosotros. Pero también encontramos en las planicies y los valles espacios naturales dignos de celebración y rezo. Los cristianos, por ejemplo, consideran sagrado el río Jordán, puesto que, según el Nuevo Testamento, fue en sus aguas donde San Juan Bautista bautizó a Jesucristo. El Ganges, en cambio, es el sagrado Ganga Ma para ochocientos millones de hindús, un lugar ideal en el que los vivos se bañan para purificar sus pecados y donde se esparcen las cenizas de los muertos. Para los indios barasana del Vaupés, en la Amazonia colombiana, los ríos son sagrados porque se cree que por ellos llegaron los antepasados en el principio de los tiempos. Y en Haití, el lugar más reverenciado es la cascada de Saut-d’Eau. Cada año, miles de peregrinos se bañan en sus aguas con el deseo de purificarse, sanar o absorber la sabiduría de alguno de los dioses que allí habitan.

El mar también es sagrado para muchos pueblos. Los bajo, un pueblo de Indonesia, por ejemplo, son una gente sin tierra que vive en barcos o en palafitos construidos con estacas sobre el agua. Para ellos, el océano es mucho más que un paisaje físico, el lugar donde viven o una fuente de supervivencia: es la casa de los ancestros y de múltiples espíritus que se manifiestan en forma de animales marinos. Los bajo consideran que la mayoría de estos espíritus son malignos y tienen el poder de causar enfermedades o infortunios, así que para apaciguarlos y protegerse de ellos les rezan, les hacen ofrendas y llevan puestos amuletos y talismanes: no hay bote o casa de palos que no tenga una botella de agua colgada dentro para contentar a los espíritus. Pero el mar también es un lugar de conocimiento, así que este pueblo aborda la infinitud del océano y la libertad que éste ofrece como pistas para seguir creciendo y aprendiendo.

En cualquier caso, los bajo no son los únicos marineros que mantienen tradiciones que les permiten reconocer el inmenso poder del océano. Una de las más generalizadas es la que se lleva a cabo en el cruce del Ecuador. En todos los barcos, sin distinción de bandera o condición, el cambio de hemisferio se celebra pidiéndole permiso al dios de los mares y dándole las gracias por su protección. Hay tantas formas de hacerlo como capitanes, pero se suele vivir con alegría y distensión. Durante nuestra travesía en velero desde Argentina al Caribe, mi marido y yo celebramos nuestra presencia en el lugar más cercano al centro de la Tierra con un brindis en cubierta. Poco importó que cruzásemos la línea ecuatorial a las cinco de la mañana. El champán hizo su aparición y fue compartido con tres de los dioses que habían hecho posible el gran momento: Eolo, Neptuno y nuestro adorado piloto automático.

Los bosques son también lugares sagrados en muchos países. En la región india de Tamil Nadu, en el extremo sudeste del país, muchos de sus montes están asociados a dioses y, son, por lo tanto, reverenciados. En el norte de Europa siempre se ha sentido adoración por ellos, y, según las mitologías celtas y nórdicas, hay bosques sagrados en Reino Unido, Irlanda y Escandinavia. No obstante, es en África donde, a día de hoy, encontramos más arboledas veneradas. En la costa de Kenia, por ejemplo, se encuentran los bosques de kaya, respetados porque son la morada de los antepasados de los mijikenda; en el sudoeste de Etiopía está prohibido quemar los árboles de la selva de Sheka porque se considera que allí reposa el espíritu de una deidad, y a las orillas del río Osún, en el bosque nigeriano de Osún-Osogbo, los yorubas adoran a una de las divinidades principales de su panteón.

Sin embargo, tenemos que desplazarnos hasta el Congo para dar con quienes se autodenominan «los hijos del bosque». Los bambuti, una tribu de pigmeos que no sobrepasan el metro y medio de estatura, viven en el bosque de Ituri, en el corazón de África, y son uno de los pueblos más antiguos de la zona. Allí, los ancianos se encargan de transmitir a los suyos la importancia de dar preferencia a los intereses del bosque, madre de todo lo vivo, por encima de los intereses propios. El antropólogo Colin Turnbull, en su libro La gente de la selva, explica uno de los rituales más importantes de la tribu: el molimo. Según Turnbull, cuando desean darle las gracias al bosque por ser la fuente de todo lo bueno de la vida, los hombres recorren juntos todas las cabañas del poblado recogiendo comida y leña. Luego, encienden una gran hoguera alrededor de la cual cantan y bailan. Al caer la noche, los más jóvenes se dirigen al centro del bosque y recuperan una trompeta alargada de madera, el molimo, que tienen escondida en la copa de un árbol. En el camino de regreso hacen una parada para frotar la trompeta con tierra y hojas y sumergirla en el río. Después, prosiguen hasta su poblado, pero no entran en él hasta que los cánticos de los ancianos alrededor de la hoguera han alcanzado su máxima intensidad. En ese momento, los jóvenes se incorporan a la celebración cantando y tocando lentamente la trompeta en una danza colectiva alrededor del fuego con la cual terminan su ceremonia de reverencia a la naturaleza.

Como vemos, la consagración de un espacio natural proviene a menudo de algo que se cree que ha ocurrido allí y que es celebrado, periódicamente y de generación en generación, a través de la narración o la interpretación de una historia. «Un niño originario de los Andes que es criado creyendo que la montaña es un espíritu apu que marcará su destino será un ser humano totalmente distinto y tendrá una relación diferente con ese lugar que un niño criado en Montana que cree que una montaña es una pila de rocas lista para ser explotada», afirma el antropólogo canadiense y explorador del National Geographic Wade Davis. En su opinión, que esa montaña sea el hogar de un espíritu o una pila de minerales es irrelevante, porque lo que le parece verdaderamente fundamental para que una persona pueda desarrollar una conciencia de cercanía con la naturaleza es el relato que se le explica, «esa metáfora que define la relación entre el individuo y el mundo natural».

Hay pueblos que deciden venerar sus lugares sagrados apoyándose tan sólo en la narración de este tipo historias y los dejan vírgenes, en su estado original. Pero hay quienes prefieren subrayar los acontecimientos que han tenido lugar en ese espacio con algún tipo de construcción especial, ya sea un megalito de piedra, una pirámide, una iglesia, una mezquita, una estupa, una sinagoga o un templo. Según el escritor y profesor de religión Richard Kieckhefer, estas edificaciones existen porque enriquecen la experiencia de lo sagrado, al ayudar a los seres humanos a saciar sus deseos espirituales ofreciéndoles un lugar donde pueden experimentarlos con paz y tranquilidad. En su libro Theology in stone, Kieckhefer explica que este tipo de construcciones genera unas sensaciones de intimidad personal a la vez que de conexión con el grupo que favorecen el éxito de un ritual.

Los cristianos, por ejemplo, reverencian especialmente los lugares donde han vivido, han muerto o están enterradas personas importantes para su fe; es el caso de la Basílica de San Pedro de Roma o de la Catedral de Santiago de Compostela, puesto que en ambas iglesias se encuentran los sepulcros de dos de los apóstoles de Jesús. En cambio, el santuario de la Kaaba, en la Meca, es un lugar sagrado para los musulmanes ya que, de acuerdo con las creencias islámicas, Dios mandó a Adán construir allí la primera mezquita del mundo.

En otras ocasiones, lo que es digno de veneración no es un edificio concreto, sino una ciudad entera. Es el caso de Jerusalén, una de las ciudades más bellas del mundo. Durante la visita que hice a Israel junto a mi amiga Nirit, un amigo suyo se ofreció a acompañarnos y hacernos de guía. Mientras nos poníamos calzado cómodo antes de salir de casa, el chico nos explicó los motivos por los cuales Jerusalén se había convertido en un lugar santo para los creyentes de las tres principales religiones monoteístas.

—Para nosotros, los judíos, Jerusalén es sagrada porque aquí es donde Abraham ofreció a su hijo en sacrifico; donde el rey David estableció la capital del Reino de Israel; donde está depositada el Arca de la Alianza; donde Salomón, hijo del rey David, construyó el templo hacia el que deben dirigirse todas las plegarias, y donde los judíos ortodoxos esperan la llegada del Mesías. Para los musulmanes, esta ciudad es importante porque alberga la roca desde la que Mahoma, acompañado por el ángel Gabriel, ascendió a los cielos para reunirse con Dios. Y, para los cristianos, Jerusalén es venerada porque aquí predicó Jesús, aquí fue crucificado y aquí resucitó. De hecho —añadió nuestro amigo con gesto divertido—, hay tantos lugares santos en esta ciudad que no me extrañaría que en algún momento sintáis la necesidad de contrarrestar yendo a un espacio más profano. Si es así, decídmelo y correremos a un café a tomarnos algo.

Nirit y yo nos reímos de su broma pero, después de llevar unas horas visitando monumentos y paseando por el laberinto de calles de la Ciudad Vieja, empezamos a sentirnos desbordadas, algo que, según parece, no es tan extraño entre los turistas de Tierra Santa. Mark Twain tuvo una sensación similar en 1867, cuando llegó a Jerusalén cubriendo como reportero uno de los primeros viajes organizados de la historia, un crucero por el Mediterráneo para estadounidenses acomodados. «Es un alivio poder salir a dar un paseo de cien metros y no encontrar algún otro lugar sagrado», afirma en Inocentes en el extranjero, el libro en el que compiló las cartas que escribió durante el viaje y en el que muestra su lado más cáustico y sincero.

Cuatro mil kilómetros al este de Jerusalén, encontramos otra ciudad sagrada. La localidad india de Bodhgaya es venerada por los budistas de todo el mundo por algo que ocurrió cinco siglos antes del nacimiento de Jesús. En aquel entonces, un monje asceta llamado Siddharta Gautama llegó a la ciudad y se sentó a descansar bajo una higuera, decidido a no levantarse hasta hallar la respuesta al sufrimiento humano. Después de tres días y tres noches meditando ininterrumpidamente, el príncipe alcanzó el Nirvana, un estado de paz total en el que se liberó de la ignorancia, la codicia, el odio y todo tipo de emociones negativas. En el sitio exacto de la iluminación de Buda se alza en la actualidad el templo de Mahabodhi, un lugar al que acuden cada año miles de peregrinos.

Desplazarse, a ser posible a pie, hasta determinados lugares sagrados es una práctica habitual en muchas religiones por la forma en que logra armonizar el pensamiento con la acción a medida que el caminante se mueve a través del paisaje. «Cualquier viaje», escriben Simon Coleman y John Elsner en su libro Pilgrimage: Past and Present in the World Religions, «puede convertirse en un viaje por el exterior y el interior de uno mismo».

Las peregrinaciones de los judíos a Jerusalén durante las fiestas de Sucot, Pésaj y Shavuot, las de los fieles católicos a Santiago de Compostela o el Hajj de los musulmanes a La Meca son bien conocidas por todo el mundo. Lo que quizá sea menos habitual es realizar una peregrinación corriendo. Y esto es precisamente lo que hacen en plena temporada de lluvias los habitantes de Chinchero, un pueblo a unos treinta kilómetros del Machu Picchu, la ciudad sagrada de los incas.

MOJONAMIENTO

Cómo celebran en Chinchero su amor
 por su lugar en la Tierra

Chinchero es una de las poblaciones más pintorescas de Perú. Al pasear por sus calles adoquinadas, es fácil cruzarse con personas vestidas con el mismo tipo de trajes coloridos de sus antepasados, entrando y saliendo de casas de la época incaica casi intactas y transportando sacos repletos de patatas, hojas de coca, limones, artesanías de todo tipo, instrumentos musicales autóctonos y prendas de lana de oveja, de llama y de alpaca. Es éste un lugar mágico donde el espíritu de una cultura milenaria todavía pervive, ya que sus pobladores creen que las montañas que les rodean están vivas, responden a sus deseos y necesidades y son una de las representaciones de la Pachamama, la diosa Madre Tierra.

Su vinculación con el espacio en el que viven es tan fuerte que, una vez al año, organizan una carrera alrededor del perímetro de su territorio. La fiesta se llama Mojonamiento y comienza antes del amanecer, cuando el sonido de enormes caracolas despierta a todo el mundo y el niño más rápido del pueblo empieza a vestirse de mujer con una pesada falda de lana, una manta a modo de capa y un sombrero clásico con encajes. Es un honor para él convertirse en waylaka y, cuando ha terminado de ponerse su atuendo, va de casa en casa acompañado por un grupo de músicos saludando a las autoridades y reuniendo a los hombres que van a participar en la actividad junto a él. En la plaza central les esperan las mujeres, cargadas de cestas con comida, que comparten con los peregrinos durante un rato. Luego, los hombres se mueven hacia el final de la plaza y esperan a que el waylaka surja de entre las ruinas bandera blanca en mano y dé el grito que sirve de pistoletazo de salida a la prueba.

Según explica Wade Davis en su libro Light at the Edge of the World, al waylaka le siguen todos los hombres sanos en una carrera alrededor de los límites de las tierras de la comunidad. Pero esta carrera no tiene nada de ordinaria, puesto que empieza a 3.500 metros de altitud, baja descendiendo hasta la base de una montaña sagrada, vuelve a subir hasta 4.500 metros de altitud, baja 1.000 metros hasta el valle, vuelve a subir a los prados y así durante 24 kilómetros. La trayectoria de la ruta está marcada por lugares sagrados, cruces de caminos, ríos, cascadas, bosques y montículos de roca en los que se ofrecen invocaciones, coca a la tierra y sorbos de alcohol al viento. Y el joven vestido de mujer baila, girando en un torbellino rítmico que lleva hasta la cima de la montaña la esencia femenina y la energía de las mujeres que se han quedado en el pueblo. Su reverencia no está destinada a espíritus que tal vez habiten en esos puntos de referencia, sino que dirigen su respeto al lugar en sí: «Una montaña es un antepasado, un ser protector, y todos los que viven a la sombra de un pico alto comparten su benevolencia o su ira. Los ríos son las venas abiertas de la tierra, y la Vía Láctea, su contraparte celestial. Los arcoíris son serpientes de dos cabezas que surgen de los manantiales sagrados, dan un paseo por el cielo y se entierran de nuevo en la tierra. Las estrellas fugaces son rayos de plata. Detrás de ellas se encuentran todos los cielos, y las manchas oscuras de polvo cósmico, las constelaciones negativas que, para los indios del altiplano, son tan significativas como los grupos de estrellas con formas de animales que se ven en el cielo. El rayo es una concentración de luz en su forma más pura».

El peregrinaje tiene lugar en el mes de febrero, en plena estación de lluvias, así que es normal mojarse, pasar frío y tener que soportar rachas de viento. Pero tanta es la fuerza de la celebración que los hombres parecen inmunes a las condiciones meteorológicas. «Calentados por el alcohol y las hojas de coca, los corredores caen en una ensoñación, un curioso estado de alegría y liberación, casi como un trance», afirma Davis, que participó en esta prueba cuando tenía cuarenta y ocho años y pudo percibir con claridad el poder metafórico de la carrera: se empieza la prueba siendo un individuo, pero se emerge de ella formando parte de una comunidad que ha reafirmado, mediante el agotamiento y el sacrificio, su lugar en el mundo y su respeto a la tierra. Aunque el antropólogo añade, con humor, que si logró terminarla fue porque lo hizo «masticando más hojas de coca en un día que cualquier persona en los cuatro mil años de historia de la planta».

La carrera concluye al anochecer y lo hace donde empezó: en la plaza del pueblo. Allí, las mujeres y los niños esperan a los corredores con tazones humeantes de sopa que preparan en calderos de hierro y una banda de música al son de la cual bailarán hasta el amanecer. Todos están felices de haber podido participar de una u otra forma en una peregrinación que los vincula un poco más con su hermoso rincón del planeta.

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HAZ TUYO
 EL MOJONAMIENTO

La celebración de Chinchero nos recuerda la importancia de poseer un espacio físico en el que poder conectarnos de forma especial con nosotros mismos y el planeta. Puede ser un lugar en la naturaleza, como un bosque, una playa, la cima de una montaña o el desierto; un sitio en el que nació o murió alguien a quien admiramos; un espacio significativo en la historia de nuestra familia, o un rincón de una ciudad donde hayamos vivido algo que no olvidaremos jamás. En cualquier caso, reconocerlo y pasar tiempo en él es fundamental para mejorar nuestro bienestar.

PIENSA: Encuentra tu lugar

Es muy probable que ya sepas cuál es el lugar en el mundo que tiene para ti un significado realmente especial. Pero, si no es el caso, ha llegado el momento de descubrirlo. Para ello, cierra los ojos y piensa dónde te sientes más protegido y seguro; ese rincón en el que has vivido algunos de tus momentos de mayor felicidad; ese espacio que conoces con tanta intimidad que puedes compartir con otras personas hasta sus más ínfimos detalles. Es posible que te vengan a la mente muchos lugares, pero date el tiempo que necesites hasta que detectes el espacio que te representa de verdad.

MUÉVETE: Haz un peregrinaje

Cuando ya hayas descubierto tu lugar especial, encuentra formas de pasar más tiempo en él. Si es un rincón en la naturaleza, visítalo al menos una vez en cada estación y así percibirás mejor la belleza de los cambios en el paisaje. Si, en cambio, el lugar que más amas es la ciudad en la que vives, plantéate una nueva forma de contemplarla: el peregrinaje de los habitantes de Chinchero te puede servir de inspiración a la hora de organizar un recorrido junto a amigos y vecinos por el perímetro de vuestra localidad. Es preferible que lo hagáis a pie, puesto que caminar os permitirá observarlo con una mayor cercanía y haréis que el vínculo que os une entre vosotros y con él se haga más profundo; pero también podéis realizarlo en bicicleta. En cualquier caso, no os obsesionéis con llegar rápido a vuestro destino: disfrutaréis más del camino si planeáis varias paradas en algunos rincones especialmente significativos.

Recordad que un peregrinaje es tanto un viaje exterior como interior, así que no tengáis miedo a cansaros o perderos: considerad las adversidades como oportunidades para descubrir ese lugar desde nuevas perspectivas.

AÍSLATE: Inicia un retiro

Si no te da miedo el aislamiento y la soledad, tal vez te apetezca disfrutar de tu rincón singular haciendo un retiro en él. Llévate sólo los accesorios indispensables para que puedas centrarte en lo que es verdaderamente importante: fomentar el vínculo que os une. Te puede servir hacer previamente una lista con las actividades que más te apetecería llevar a cabo durante tu retiro, como tumbarte a sentir el sol en la cara, mirar las estrellas o tocar los relieves de las rocas. A la hora de dormir opta por un alojamiento sin grandes lujos, y, si no te importa perder algo de comodidad, haz acampada: esta opción seduce a muchos por su libertad y simplicidad y porque es toda una experiencia sensorial que permite apreciar el entorno con mucha intimidad.

RECUERDA: Captúralo
 para la eternidad

Encuentra una forma de capturar tu rincón especial que te permita recordarlo con facilidad cuando ya no estés en él. Durante varios días, puedes hacer una serie de fotografías desde el mismo lugar, en el mismo ángulo y a la misma hora, para luego colgarlas en una pared de casa o ponerlas en un álbum de fotos y contemplarlas cuando quieras. Puedes llevar en el bolso unos rotuladores, lápices negros y de colores, sacapuntas y un cuaderno de hojas gruesas y dibujarlo, tratando de plasmar los cambios que percibes. Si no se te da bien ilustrar, deja en casa los colores pero coge un cuchillo y un tarro pequeño; con los tesoros que encuentres, puedes crear un collage o un móvil u organizar una pequeña exhibición sobre una estantería del salón de tu casa.

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HOGAR,
 DULCE HOGAR

Todos necesitamos un refugio al que regresar después de correr y deambular por ahí, así que no es de extrañar que, al margen de las creencias religiosas de cada cual, el lugar sagrado por antonomasia para la mayoría de las personas sea su propio hogar.

Según el psicólogo Abrahan Maslow, inmediatamente después de haber solucionado nuestras necesidades fisiológicas, los seres humanos nos dedicamos a tratar de satisfacer nuestras ansias de protección y seguridad. Para ello, lo primero que hacemos es escoger un espacio y construir en él un hogar. «There is no place like home» (literalmente, «No hay lugar como el hogar»), dicen los ingleses con razón, conscientes de la importancia de tener algún lugar en el que poder comer, beber, amar, descansar, soñar y crear: un rincón donde levantar nuestro paraíso particular.

Este paraíso puede adoptar formas infinitamente variadas. Los primeros homínidos del África Oriental preferían vivir al aire libre, cerca de ríos y lagos en los que beber y pescar, además de cazar a los desprevenidos animales que se acercasen a la orilla. Para ellos, cualquier lugar que les diese comida, agua y la posibilidad de descansar era su hogar.

Con el paso del tiempo, los seres humanos empezaron a valorar también la presencia de colinas y bosques que les pudiesen servir de refugio en caso de ataque o mal tiempo, y se adoptaron las cuevas como refugios más seguros que el cielo raso. Al instalarse en ellas, lo primero que hacían era encender una hoguera. Para nuestros ancestros, el fuego tenía múltiples usos y les servía tanto para hacer una celebración de toma de posesión del espacio como para cocinar los alimentos, calentarse o defenderse de un rival. De hecho, encender un fuego es una de las formas más antiguas de celebrar la llegada al hogar, y parece que existe una cueva en la que una tribu alimentó una hoguera durante mil años. Para cubrir las irregularidades del terreno, proteger a las personas de molestos animales e insectos y tener dulces sueños, extendían por el suelo pieles y esteras. Cuando nuestros antepasados se veían obligados a marcharse a otro lugar, recogían unas brasas y se las llevaban protegidas en termos de madera que forraban por dentro con hojas. Gracias a ellas, sus tiendas, ligeras y transportables, se convertían en el refugio ideal durante sus viajes.

Más adelante, algunas personas decidieron aplicar sus habilidades para comprender el paso del tiempo a dos nuevas actividades: plantar cosechas y domesticar los animales. Al ser más fácil el acceso a los alimentos, trasladarse de un lado a otro para buscar comida dejó de ser la ocupación prioritaria, y cada vez más seres humanos empezaron a apreciar los placeres de la vida sedentaria. Desde el momento en que decidieron instalarse en un único lugar, empezaron a construir hogares que pudiesen perdurar, y así, casa tras casa, se fueron formando los primeros centros fijos de población.

Si pudiésemos pasearnos ahora mismo por aquellos poblados, nos daríamos cuenta de la enorme variabilidad de la arquitectura a lo largo y ancho del mundo. Las casas se construían con los materiales que había a mano; su forma estaba adaptada al clima de la región, y su distribución y tamaño tenía en cuenta aspectos culturales tan fundamentales como el estilo de vida de sus ocupantes, la estructura de sus familias y hasta su gusto estético. Algo que continúa vigente en la actualidad, ya que la variabilidad sigue siendo la pauta dominante a la hora de tratar de definir qué es lo que una persona considera su hogar. Xanadú 2.0, por ejemplo, es el nombre de la mansión que tiene el magnate Bill Gates a orillas del lago Washington. Con sus más de seis mil metros cuadrados, la casa tiene funcionalidades tan avanzadas que las habitaciones ajustan su temperatura, el tipo de música y la intensidad de la luz dependiendo de las preferencias de la persona que esté en ellas. Los mongoles nómadas, en cambio, consideran que no hay ningún lugar mejor que su sencillo ger para descansar mientras se admira, a través de la apertura del centro de la tienda, la belleza de la estrella Polar. Estos habitantes de las estepas dedican muchos esfuerzos para lograr que sus tiendas sean bonitas y cómodas, y pasan días enteros decorando ceremonialmente su interior con dibujos que simbolizan la fuerza, la protección, el movimiento, la larga vida y la felicidad. En las comunidades más remotas de Kazajstán, los ger tienen tanto valor que es un honor poder heredarlos a la muerte de los padres.

Para los indios navajo, sus hogan son lugares sagrados y el centro de su vida espiritual. Según sus creencias, el primer hogan lo construyó un coyote con la ayuda de un grupo de castores para que el primer hombre, la primera mujer y Dios tuvieran un hogar propio. Hecho a base de troncos y barro, el hogan parecía una pirámide de cinco lados cuya puerta, orientada hacia el Este, les permitía darle la bienvenida al sol de la mañana y simbolizar la riqueza y la buena fortuna. Además, lo cubrieron con una tela que, a medida que el sol se ocultaba en el horizonte, permitía que la luz entrante fuese pasando del azul de la tarde, al violeta del ocaso y el negro de la noche. Durante el tiempo que duró la construcción del hogan, todos cantaban, remarcando así su condición de lugar sagrado. Al finalizar, encendieron un fuego en su interior, colocaron sus objetos sagrados y lo decoraron con conchas y piedras preciosas. Desde ese día, los navajos construyen sus hogan de manera ceremonial, entonando una canción en la que se cuenta la historia de la creación de aquel hogar original y siguiendo cada uno de los pasos narrados.

Como en los hogan navajos, en las casas coreanas también se cree que los dioses comparten espacio con los humanos. De hecho, la percepción de esa convivencia está tan viva que durante la celebración de Sangdalgosa cubren el suelo con una capa de arcilla roja y atan alrededor de la vivienda una cuerda dorada para pedir a los dioses protección contra los espíritus malignos, paz y estabilidad para la familia.

Entre los dagara de Burkina Faso, la casa se considera un lugar sagrado, el símbolo más visible de la tierra. Por este motivo, ningún hombre puede empezar a construir una hasta haber hecho en el santuario del poblado una ofrenda de caracolas y pollos, que representan la abundancia y la vida, y haber pedido al sacerdote que le comunique al espíritu de la tierra su deseo de crear una nueva familia. A continuación, los dos se trasladan al lugar exacto donde se quiere hacer la casa y excavan juntos con la misma azada para simbolizar el espacio que necesitan las raíces para crecer. Luego, demuestran su respeto a los animales que poseen construyendo en primer lugar el espacio donde van a vivir, y siguen, inmediatamente después, con los espacios reservados a las mujeres y los niños. El hombre es el último que entra a vivir en la casa y no puede hacerlo hasta que no la termina.

UN HOGAR
 FUERA DE CASA

En otras ocasiones, el hogar se construye muy lejos de los espacios familiares de la infancia y a raíz de una decisión puramente individual. A Gertrude Stein, por ejemplo, su vida en Oakland la aburría tanto que llegó a decir de esa ciudad que «allí no existe el allí». En cambio, en el número 27 de la parisina calle Fleurus, la escritora y coleccionista estadounidense pudo construir no sólo su hogar sino el de algunos de los pintores, escultores, músicos y escritores con mayor influencia del siglo XX, como Picasso, Dalí, Matisse, Gris, Braque, Hemingway, Scott Fitzgerald o Apollinaire. Para Stein, su casa era fundamental. En ella escribía, en ella admiraba las obras que poseía y en ella organizaba las míticas fiestas en las que se dedicaba a celebrar el arte que más valoraba: el de la amistad. De hecho, solía decir que si pudo mantener relaciones con tantos artistas y hacer aportaciones tan radicales a sus obras fue gracias a la tranquila vida doméstica que llevó en su piso de París junto a su pareja, Alice B. Toklas.

Como vemos, un hogar es mucho más que un espacio físico y no se construye tan sólo con ladrillos, troncos, piedras, hielo, hierba, barro, hojas, ramas, cañas, corteza, yeso, paja, juncos, pieles, telas o lanas. Cuando al llegar a casa lo primero que hacemos es encender las luces o una vela, cuando ponemos música, cuando llenamos los armarios de nuestros alimentos favoritos, cuando colocamos una olla de sopa en el fuego más lento de nuestra cocina, cuando apoyamos en una estantería un bello objeto que hemos hecho con nuestras propias manos o cuando nos sentamos a conversar con un buen amigo, estamos repitiendo, tal vez sin darnos cuenta, algunos de los gestos con los que los seres humanos hemos estado celebrando y agradeciendo, desde el principio de los tiempos, el enorme privilegio de tener un hogar donde sentirnos protegidos. En la capacidad de percibirlo y honrarlo como es debido encontramos una fuente de felicidad y de paz interior de la que podemos beber siempre que lo necesitemos.

Porque, a veces, un hogar no puede ser más que un espacio mental en el que refugiarnos cuando la vida se hace intolerable. Es el caso de Sunny Jacobs, una estadounidense que fue condenada a muerte por un asesinato que no había cometido. Cuando entró en prisión tenía veintiocho años, era hippie, vegetariana y madre de un niño de nueve años y de una bebé de diez meses; al salir, acababa de cumplir cuarenta y cinco años, era huérfana, viuda y abuela. Los primeros cinco años de su cautiverio los pasó aislada en una celda tan pequeña que, si extendía los brazos, tocaba las paredes. Pero, para no volverse loca, la convirtió en su santuario: «Meditaba, hacía yoga y le di la vuelta: tenía sirvientes que me preparaban la comida. Todo depende de como quieras mirarlo». Para Jacobs, su supervivencia durante los años de aislamiento dependió de su capacidad para imaginar que habitaba un espacio soñado.

Otras personas, en cambio, han resaltado la dimensión salvadora del arte y cómo sumergirnos en cualquiera de sus expresiones hace que nos sintamos como en casa. La literatura, concretamente, siempre me ha sorprendido por la facilidad con la que logra separarnos del lugar en el que estamos en realidad y trasladarnos a otro espacio en el que somos indestructibles, ajenos a cualquier tipo de dolor físico o emocional.

Como tantos otros de mi generación a los que marcó la película de Steven Spielberg La lista de Schindler, yo también pasé por una época en la que leí, totalmente hipnotizada, los testimonios de personas que habían sobrevivido a su internamiento en campos de concentración y exterminio. De entre todas esas experiencias recuerdo especialmente mi admiración por la decisión con que Primo Levi recitaba el canto del Ulises de Dante a un compañero en Auschwitz, mientras que de Jorge Semprún me fascinaba la forma en que lograba huir mentalmente de Buchenwald leyendo, escondido en las letrinas, a Paul Valéry. No obstante, hace poco he conocido la experiencia de Tatiana Gnedich y me ha parecido que pocas personas han entendido como ella la capacidad protectora de la literatura. A finales de los años cuarenta, esta profesora rusa fue detenida bajo acusaciones falsas y condenada a doce años de encierro en un gulag de Siberia. Lejos de deprimirse por estar en una celda sin electricidad ni libros, Gnedich decidió que la prisión era el lugar ideal para lanzarse a una aventura intelectual sin precedentes: utilizar su prodigiosa memoria para traducir de cabeza los treinta mil versos del Don Juan de Lord Byron. Al ser liberada, Gnedich se había quedado ciega pero estaba decidida a que su trabajo en el gulag viese la luz. De modo que se dedicó a dictar y pulir junto a un antiguo alumno su traducción, y cuatro años más tarde se publicaba, por fin, la que hasta hoy es considerada la versión rusa más perfecta de la obra del poeta romántico.

Sobre las estrategias mentales que utilizó el periodista francés Jean-Paul Kauffmann durante su cautiverio de tres años en Líbano conocemos poco. Lo que sí sabemos por su libro La maison du retour, escrito veinte años después de su secuestro, es su imposibilidad para refugiarse en la lectura, su antigua pasión. Sorprendido, decide buscar el amparo de la naturaleza. En el corazón del bosque landés, al sudoeste de Francia, encuentra una casa semiderruida, la compra y se lanza a su rehabilitación mientras observa el paisaje que lo rodea. En su libro, el proceso de restauración de la casa parece fusionarse con la resurrección del propio Kauffmann, quien, atraído por la belleza de la naturaleza, cruza paso a paso el puente de la memoria, deja atrás los oscuros recuerdos de su encierro y recupera la alegría.

Un siglo y medio antes y a 5.000 kilómetros de distancia, otro intelectual, Henry David Thoreau, ya había encontrado en la naturaleza el lugar al que sentía que pertenecía por completo. El escritor estadounidense tenía veintiocho años cuando pidió prestada un hacha y construyó una cabaña en un bosque al lado de la laguna de Walden, cerca del pequeño pueblo de Concord. Durante los dos años, dos meses y dos días que estuvo allí, Thoreau vivió austeramente, cultivando sus alimentos y disfrutando tanto del aire libre como de la intimidad de su hogar. Walden, el libro en el que relata sus vivencias de esa época, es una lectura obligada para quienes creen que la naturaleza es el único lugar donde puede vivir de verdad el hombre libre. «Fui a los bosques porque quería vivir con un propósito, hacer frente sólo a los hechos esenciales de la vida, ver si era capaz de aprender lo que ella tuviera que enseñarme y por no descubrir, cuando llegase mi hora, que no había vivido», escribe Thoreau, decidido a desprenderse, por el camino, de todo lo innecesario. En este sentido, llama la atención la frase, tajante y sobria, con la que defiende la modestia de su hogar: «No soy un ermitaño. En mi casa tenía tres sillas: una para la soledad, dos para la amistad, tres para la sociedad».

NUESTRO PLANETA,
 EL HOGAR DE TODOS

Muchas personas comparten la pasión de Thoreau por la naturaleza y consideran que el Hogar con mayúscula del ser humano está más allá de nuestro campamento base y se extiende hacia la totalidad del planeta. En ámbitos tan variados como la ciencia, el arte o la religión, encontramos razones para maravillarnos ante una Madre Tierra que, generosa, nos cuida y nos alimenta.

La íntima conexión del ser humano y la Tierra se conoce desde la antigüedad, aunque su origen último siga, a día de hoy, lleno de misterios. Según la mitología griega, el primer hombre se llamaba Pelasgo y brotó de la tierra. Detrás de él, vinieron otros a los que éste enseñó a construir cabañas, alimentarse de bellotas y coserse túnicas a base de piel de cerdo. En el Génesis, en cambio, descubrimos que Dios puso al hombre en el Jardín del Edén después de haberlo creado a partir de un poco de polvo de tierra, mientras que en la mitología nórdica los seres humanos salieron de un árbol, el Yggdrasill, cuyas raíces y ramas mantienen unidos los diferentes mundos.

Cualquiera que se haya interesado por la teoría científica del origen del hombre se dará cuenta que no es mucho más concreta que la visión mítica y religiosa. Según el astrofísico David Spergel, la Tierra se creó hace unos cuatro mil quinientos millones de años, un tercio de la edad del universo, y ha seguido un proceso de evolución biológica que permitió, hace unos dos millones de años, la aparición de los primeros seres humanos. Desde entonces, la naturaleza nos atrae «como polillas a una antorcha», en palabras del biólogo estadounidense Edward Wilson, y es tan necesaria para nuestro bienestar que empezó a utilizar el término «biofilia» para definir el vínculo que liga a humanidad con los sistemas vivos de la Tierra. Pero, probablemente, ningún científico haya sabido explicar con mayor poesía que James Lovelock el delicado equilibrio en el que convivimos las personas con el resto de los elementos del planeta. Según la hipótesis de Gaia, que ideó en 1969, la Tierra es un superorganismo formado por personas, plantas, animales, aire, agua, rocas y otros elementos estrechamente interconectados. Si una de estas piezas se descontrola, el resto del sistema se pone en marcha para contrarrestar su acción y restaurar la armonía. O sea, que aunque los seres humanos no somos tan viejos como la Tierra, ya llevamos aquí suficientes años como para darnos cuenta de que deberíamos abandonar cualquier tentación de dominio de la naturaleza y, en cambio, secundar la forma en que algunos pueblos demuestran su amor por Gaia.

Los nativos norteamericanos, por ejemplo, tienen una enorme conciencia de la interdependencia del hombre y el planeta y no pierden ocasión para demostrarle su respeto y agradecerle la generosidad con la que comparte sus riquezas. Según Michael Kabotie, un artista hopi, los miembros de su pueblo decidieron vivir en Arizona porque para ellos éste es el rincón del mundo perfecto, «un lugar donde no hay mucho verde, no demasiado cómodo, con un terrero que es aparentemente estéril y donde, para sobrevivir, debemos ser capaces de desarrollar nuestra fortaleza y nuestra alma». Para ellos, la Madre Tierra es un organismo vivo que siente y responde, y la aman tanto que tienen la costumbre de reservar un periodo de dieciséis días para que descanse. Durante ese tiempo, nadie trabaja los campos de maíz, el alimento fundamental en la dieta de los hopi, y se vuelcan en el Wuwuchim, el ritual con el que celebran tradicionalmente tanto el origen del universo como la llegada del año nuevo. La fiesta empieza cuando los ancianos cortan con cuatro líneas paralelas de mazorcas las carreteras de acceso a su pueblo y apagan todos los fuegos. A continuación, durante el amanecer del primer día de la celebración, los sacerdotes encienden una hoguera con la única ayuda de dos palos que friccionan entre sí. Cuando el fuego ya está vivo, prenden unas antorchas y las reparten por todo el pueblo en un acto simbólico en el que agradecen el poder del sol para calentar la Tierra y a sus habitantes. Luego, los sacerdotes, ataviados con sus vestidos ceremoniales, guían a los hombres de la tribu a través de narraciones, cánticos y danzas con los que recuerdan la historia de la creación.

Para los aborígenes australianos, el paisaje, los animales y las personas también están íntimamente conectados, una creencia tan antigua como su pueblo ya que, según cuentan, son los descendientes directos de la primera ola de seres humanos que abandonó África y llegó navegando a la isla. Después de desembarcar, se dividieron para aprovechar mejor los recursos y empezaron a caminar. El lugar había estado aislado del resto del mundo desde hacía más de cien millones de años y tenía un clima tan seco que la evolución de las plantas y los animales había seguido un rumbo extremo. El paisaje les asustó por su dureza y austeridad, de modo que mientras andaban también cantaban, y así crearon las songlines, unas canciones que les sirvieron para memorizar los caminos precisos que iban siguiendo. Desde entonces, no han dejado de repetirlas de forma ritual para recordar ese primer deambular por el continente australiano, pero también para reafirmar su creencia de que el propósito central de la humanidad no es mejorar nada, sino tratar de mantener el mundo tal y como estaba en sus orígenes. Respetan tanto el planeta que consideran que la sociedad debe centrarse en cuidar más el entorno y menos a los seres humanos, porque los hombres vienen y van, pero el territorio permanece.

Los ancianos aborígenes son los custodios de las creencias, las leyes y la cultura de cada comunidad y garantizan su continuidad a través de celebraciones regulares en las que nunca faltan la música, las canciones, los bailes, los dibujos en la arena y las pinturas en todo tipo de soportes, desde las paredes de las cuevas hasta las cortezas de los árboles. Durante la fiesta de Awelye, por ejemplo, las aborígenes anmatyerre llevan a cabo una de las más hermosas celebraciones de la intimidad del vínculo que une al ser humano y el planeta. En ella, las mujeres se pintan el cuerpo lentamente las unas a las otras con colores nacidos en la naturaleza, como polvos de arcilla, pedazos de carbón y restos de ceniza. Mientras cantan y meditan, su piel se va cubriendo de unos dibujos simbólicos que les permiten ensalzar la abundancia que existe en la Tierra y agradecer la generosidad con que ésta comparte sus frutos, día tras día, con ellas. Los puntos, círculos concéntricos, curvas y líneas rectas que trazan las aborígenes con los dedos durante estas celebraciones tienen un poder que va más allá de su apariencia sencilla, puesto que les permiten expresar sus creencias más complejas sin necesidad de usar ni una sola palabra. «Los símbolos» escribió Paul Tillich, «apuntan más allá de sí mismos» y sólo hace falta admirar los dibujos pintados sobre la piel de las anmatyerre para entender lo que quería decir este filósofo.

Son muchos los pueblos que, como los aborígenes australianos, utilizan la pintura para celebrar la intimidad de la relación entre el ser humano y el planeta, ya sea en formas figurativas o más simbólicas. En China, por ejemplo, llevan siglos centrando sus obras en la belleza de la naturaleza, que en su caso ha estado tradicionalmente muy ligada a la representación de paisajes. En Europa tenemos que esperar hasta mucho más adelante para encontrar la deslumbrante visión de la naturaleza de dos pintores sorprendentes, el holandés Jacob van Ruysdael y el inglés Joseph Mallord William Turner, para quienes lo sublime del espacio contrasta con lo pequeño del hombre. Para mí, sin embargo, nadie como Joan Miró ha sabido ir más allá de los detalles del paisaje para centrarse en la capacidad evocadora de la naturaleza. En varias ocasiones he tenido el privilegio de poder sentarme a contemplar los enormes lienzos de su tríptico Azul, y siempre me he sentido fusionada con ese Mediterráneo infinito que admiraba Miró desde las ventanas de su casa-estudio en la isla de Mallorca. La fuerza con la que el pintor catalán logra celebrar la omnipresencia de la naturaleza siempre me deja sin palabras.

La habilidad de la pintura para simplificar de forma concreta algo que es abstracto, incuantificable, profundo, misterioso y secreto me recuerda la belleza con la que la poesía, otro de los más poderosos artes simbólicos, logra celebrar la relación del hombre y el planeta. Lo percibimos en los haikus, los poemas minimalistas japoneses. También en la obra de Wang Wei, uno de los poetas chinos más importantes, cuya compenetración con el entorno es tan profunda que los límites entre el paisaje exterior o el interior se funden. O en los poemas de Miguel Hernández, al que Pablo Neruda llamaba el «poeta de cabras» porque su amor por la naturaleza se desarrolló cuando se vio obligado a dejar la escuela para ayudar a su padre en sus tareas de pastoreo por la montaña. Pero es, en mi opinión, la autora estadounidense Mary Oliver quien ha logrado sublimar la capacidad de la poesía para dar acceso, a través de pocas y escogidas palabras, a capas profundas de la realidad que de otro modo serían inaccesibles.

La obra de Mary Oliver nos guía, infatigable, en un viaje hacia la reconexión con el lugar concreto en el que habitamos. Es el suyo un camino tranquilo, sin prisas ni artificios, donde lo que más se nos pide es que lo emprendamos con los sentidos bien alerta. Sólo así podremos compartir con ella el éxtasis que siente ante la superficie aparentemente en calma de un estanque, la oscuridad verdosa del musgo, los chillidos de los gansos salvajes o el brillo en los ojos de los búhos. La forma en que Oliver celebra la naturaleza se basa en un proceso basado en la destilación de las palabras, y su esencia es el amor que siente por el rincón del planeta en el que vive desde hace años y donde ha pasado algunos de los momentos más felices de su existencia: la península del Cabo Cod, en el extremo oriental del Estado de Massachusetts.

No sólo en la música, la pintura o la poesía encontramos la inspiración para celebrar nuestro vínculo con la Madre Tierra, sino que también nos pueden servir dos artes mucho más domésticos: el hilado y el tejido. Desde hace más de cuatro mil años, las personas se han dejado seducir por unas actividades que representan a nivel simbólico el movimiento de la Tierra y la forma en que ésta crea y entrelaza los diferentes sistemas de la vida.

Muchas diosas creadoras son hilanderas y tejedoras, desde Atenea o las Parcas de la antigua Grecia, Neith en el Egipto faraónico, las Norns teutónicas, la Frigg escandinava, la Saulé báltica, la japonesa Amaterasu o la Gran Madre Araña del sudoeste de América. No obstante, son las creencias de los indios kogui, descendientes de la antigua civilización de los Tairona que viven en la actualidad en la Sierra Nevada de Santa Marta, las que más me fascinan por la manera en que relacionan el huso con el eje del mundo alrededor del cual todo gira. Según explicaba el antropólogo y arqueólogo Gerardo Reichel-Dolmatoff, para los kogui la Tierra es un telar gigante cuyas cuatro esquinas son los dos solsticios y los dos equinoccios; su punto de intersección son las cumbres sagradas de las montañas, y el tejedor es el sol, quien entrelaza los hilos y da forma a la tela de la existencia. Para alinearse con este acto de creación, los nativos de esta sierra colombiana tejen constantemente unas telas cuyos dibujos demuestran simbólicamente el amor y el respeto que sienten por el planeta.

PROTEGER Y AMAR
 LA TIERRA

Mirando hilar a una kogui, escuchando las canciones de las aborígenes australianas o leyendo a Mary Oliver, nos damos cuenta de que antes de que nazca en nuestro interior cualquier deseo de protección de la naturaleza se necesita sentir amor. «Sólo protegemos lo que amamos, sólo amamos lo que conocemos y sólo conocemos lo que entendemos», afirmó en 1968 otro poeta, el senegalés Baba Dioum. Y, desde entonces, muchos geógrafos, sociólogos, antropólogos, biólogos y psicólogos se esfuerzan por averiguar los elementos que hacen que una persona ame de forma especial un entorno natural y por lograr, así, preservarlo: nadie quiere ensuciar el río en el que adora refrescarse en pleno verano, ni cortar el árbol donde viven los pájaros que lo despiertan a uno cada mañana. Entre la lista infinita de factores que suelen estar involucrados, Yi-Fu Tuan cree que nos influyen especialmente las relaciones que entablamos con los lugares en nuestra más tierna infancia. Según él, los espacios en los que jugamos con nuestros amigos, amamos a nuestra familia, disfrutamos de nuestra cultura y nos sentimos protegidos por nuestra comunidad cuando éramos niños echan raíces en nuestro corazón con tanta fuerza que ningún vendaval, por fuerte que sea, los puede desenterrar.

No podría estar más de acuerdo con este geógrafo, ya que mi lugar especial en el mundo está totalmente asociado a mis vivencias de infancia. En un pueblo pequeño del valle del río Guadalquivir, junto a la sierra de las Villas, he pasado tantas vacaciones desde niña junto a algunas de las personas que más quiero que mi pasión por ese lugar se ha convertido en amor ciego: lo sé porque intuyo la sombra de la desilusión en los ojos de los amigos que vienen por primera vez a visitarlo. Entonces me doy cuenta de hasta qué punto me es imposible separar el lugar en sí de las experiencias que allí he vivido, y de mi incapacidad para mirarlo con ojos objetivos. Para mí, la belleza de ese pueblo es mental, emocional y espiritual, y está por encima de que sea o no real.

Mi pasión ha ido transformando ese espacio físico en un espacio mítico, cuyo santuario está ubicado concretamente en un recodo del río en el que venero a hormigas, ardillas y truchas, juncos, flores y rocas. De hecho, cada vez que regreso al pueblo, lo primero que hago es ir hasta allí, quitarme los zapatos y chapotear en ese rincón de aguas calmas y fondo de arenisca. Después de un rato con los pies en el agua, miro alrededor y trato de percibir el más pequeño cambio en el paisaje. Siento un placer enorme mientras observo, huelo, escucho, toco y pruebo ese rincón de la naturaleza tan sagrado para mí, y me siento feliz de tenerlo otra vez a mi alcance. Percibo el frescor del agua y cómo activa la sangre que corre por mis venas. Veo las sombras verdosas que el reflejo de la luz crea sobre mis pies, tan blancos bajo el agua. Noto la calidez de la brisa que se filtra entre los árboles y que acaricia mi cara. Percibo el arcoíris que forma la luz del sol mientras juego a filtrarla a través de las pestañas con los ojos entornados. Me agacho para coger agua con el cuenco que he formado con las manos y me mojo la nuca, los brazos y la cara. Pero cuando siento que de verdad he regresado es en el momento en que cojo un guijarro y lo tiro todo lo lejos que puedo al otro lado del río. Sé que nunca voy a llegar y no me importa, porque lo que me interesa es ver la piedra posarse en el lecho, ajena completamente a la fuerza de la corriente. Su firmeza me recuerda que es posible mantener la estabilidad aunque el entorno esté en cambio continuo, y me siento agradecida por tener un lugar que me da y me enseña tanto.

De hecho, amo tanto ese recodo del río que he decidido que sea allí donde se esparzan mis cenizas. Me gusta porque no es un lugar secreto al que sólo es posible llegar si se conoce el camino. Al contrario: está a la vista de todo el que pasea por la orilla del río, después de los zarzales de moras y al lado de un banco hecho con ramas podadas de los mismos árboles que le dan sombra. Pero sí que es un espacio tranquilo, donde es posible sentarse a descansar con los pies en el agua y jugar con las hojas como si fueran barquitos. Lo he hecho tantas veces, de niña y ahora con mis hijos, que quiero despedirme de mis compañeros de vida y de juegos en ese lugar. Me imagino mis restos, iluminados por el sol, marchándose corriente abajo en compañía de los peces y los pájaros y, en vez de llorar, sonrío.

Como suele suceder, la ciencia ha logrado demostrar una realidad que muchos conocemos de forma intuitiva desde hace tiempo y que, como ya hemos visto, nos ha llevado a instaurar todo tipo de tradiciones para celebrar junto a nuestros hijos el amor que sentimos por la Madre Tierra. Pero para salvar nuestro planeta es necesaria la protección de muchas más personas. Por suerte, cada vez más gente se esfuerza por encontrar formas de conexión con el planeta dentro de su propia cultura, ya sea diseñando casas autosostenibles, consumiendo alimentos ecológicos, instalando placas solares, conduciendo coches eléctricos, reciclando deshechos o viviendo en comunidades respetuosas con el medio ambiente.

Una de estas personas es la escritora y bloguera Amanda Blake Soule quien, junto a su marido Steve, es una fuente de inspiración para muchos de los que tratamos de cultivar en nuestros hijos el amor por el planeta. Amanda y Steve viven junto a sus cinco hijos en una vieja granja en Maine. Allí trabajan, estudian, juegan, crean y, el 22 de abril de cada año, celebran el Día Internacional de la Tierra, una jornada centrada en fomentar una conciencia común sobre la necesidad de proteger nuestro planeta. Los Soule se lanzan a la preparación de esta celebración con la creatividad y la calidez que los caracteriza, y siempre dan con la manera de hacerle algún regalo original y auténtico a la Tierra: desde plantar árboles hasta adoptar uno de sus senderos favoritos y comprometerse a mantenerlo limpio.

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HAZ TUYO
 EL DÍA DE LA TIERRA

El Día Internacional de la Tierra nos permite marcar en el calendario una jornada para concienciarnos de nuestro vínculo con el planeta y tomar medidas para cuidarlo y protegerlo activamente. Si te apetece celebrar esta fiesta, las siguientes estrategias te pueden ayudar a apreciar más esta casa común que es la Tierra.

PIENSA: Renueva tu conexión
 con la Tierra

Empieza el día con un pequeño ejercicio de visualización para reconectar con el planeta. Para ello, descálzate y ponte de pie directamente sobre la tierra. Cierra los ojos. Imagina que los acuíferos que fluyen debajo de ti están contaminados, que el aire que respiras está tan sucio que te cuesta respirar y que el sol hiere tu piel a causa del agujero en la capa de ozono. Siente durante unos instantes el miedo y el desasosiego. Abre los ojos y respira hondo varias veces antes de volver a cerrarlos. Ahora imagina que eres un árbol con las raíces que se dirigen hacia el centro del planeta. Visualiza los nutrientes que suben poco a poco, llegan a tu tronco, ascienden por las ramas y dan fuerza a tus hojas y tus frutos. Siente la paz y la alegría que te da tanta energía. Abre los ojos y admira la riqueza que te rodea.

SAL DE CASA: Disfruta
 de la naturaleza

Ve a la playa, la montaña, el parque al lado de tu casa o el huerto de un amigo y observa. Fíjate atentamente en los colores, las texturas y los olores de la plantas. Trata de percibir los sonidos que hacen los movimientos de las hojas. Arranca alguna hierba aromática o un fruto y disfruta de su sabor. Siéntate en un rincón y regálate unos instantes de total quietud para apreciar la belleza de la naturaleza. Luego, corre, salta, juega con la tierra y chapotea: mojarte la ropa y ensuciarte un poco te recordará el lado salvaje que también tiene la Tierra.

ACTÚA: Trata de no contaminar

Es poco coherente amar un lugar y no protegerlo, así que, ¿por qué no adoptas algún rincón natural y lo cuidas como si fuera un hijo durante el Día de la Tierra? Pasea por la orilla del mar y recoge los restos de basura y plásticos que encuentres; en la montaña, puedes apartar los troncos caídos en medio del camino; y en la ciudad, dedícate a limpiar en profundidad un parque donde jueguen los niños.

Si quieres dar un paso más, comprométete ese día a no contaminar. Para ello, desplázate en bicicleta o a pie; no enciendas ningún fuego, ni uses agua caliente ni pongas la calefacción a no ser que la energía de tu casa sea solar, y no emplees ningún material que no se pueda reciclar.

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RECUERDA

La lista de cosas que podemos hacer para reducir nuestro impacto en el planeta es enorme, pero no implementaremos seriamente ninguna de ellas hasta que no tomemos conciencia de que es responsabilidad nuestra salvar la Tierra. En este sentido, nos puede ayudar tratar de mirarla con los ojos de uno de los primeros astronautas estadounidenses, Scott Carpenter, quien ha recordado a menudo su percepción de la fragilidad de la Tierra vista desde el espacio: «Este planeta no es tierra firme. Es una flor delicada y debe ser cuidada. Está sola, es pequeña, está aislada y la estamos maltratando». La desprotección de la Tierra lo ha llevado a defender que la verdadera lealtad del ser humano no debe ser hacia su país, su religión, su ciudad o ni siquiera él mismo. Para Carpenter, «nuestra lealtad debe ser, en segundo lugar, hacia la familia del hombre y, en primer lugar, hacia nuestro planeta. La Tierra es nuestra casa. La única que tenemos». Con la perspectiva que da el haber sobrevolado el planeta, el astronauta resalta la importancia de darnos cuenta no sólo de que todos formamos parte de una misma familia, sino de algo mucho más radical: nuestra vida está tan ligada al bienestar de nuestro planeta que es imposible saber dónde está el límite que separa al hombre de la Madre Tierra.

Pero también podemos hacer como el poeta William Blake, quien veía el mundo en un grano de arena, y tratar de encontrar la motivación para cuidarlo mirándolo desde mucho más cerca. Para ello, podemos profundizar en nuestro amor y respeto hacia el planeta redescubriendo nuestro sentido de lugar y estableciendo un compromiso auténtico con un rincón concreto.

Sea cual sea nuestra opción, es hora de que nos demos cuenta de que el único lugar que existe de verdad es el que estamos compartiendo todos en este mismo momento. La Tierra es nuestro aquí fundamental, el único lugar donde podemos desear a nuestras parejas, amar a nuestros amigos y compartir con nuestros hijos la dulzura de un melocotón maduro. Aprovechar cualquier ocasión para cuidar y celebrar nuestro planeta es nuestra responsabilidad, pero también nuestro privilegio.

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El paraíso está sobre nuestra cabeza
 y bajo nuestros pies.

HENRY DAVID THOREAU