¿OBLIGAR A VIVIR O RESIGNARSE A MORIR?

Viruela y vacuna: el debate sobre una enfermedad y su prevención a comienzos del siglo XX en Chile.

María Josefina Cabrera

 

“Yo mismo confieso mi pecado: hace muchos años que no me revacuno, i sino he sido contagiado por ese mal que se llama viruela, lo he sido en cambio por ese otro que también es endémico en Chile i que se llama dejación, desidia, incuria. ¿I así se quiere dejar a la iniciativa individual la vacunación?”1

La vacunación obligatoria es el proceso coercitivo más emblemático del área de la salud. Sin embargo, en la actualidad, todos nos vacunamos cuando es debido, sin cuestionar el ineludible procedimiento. Las voces disidentes son escasas, pero para la época en estudio esta situación era muy diferente. Para aceptar la vacuna con la tranquilidad que lo hacemos hoy, los médicos, el Estado y los ciudadanos debieron comprender y asumir la importancia de prevenir enfermedades. Este interesante cambio de mentalidad, del cual daremos cuenta, se vivió con especial intensidad y dramatismo, constituyéndose en un momento histórico particularmente relevante en el contexto de la salud pública del país.

Es pertinente recordar que la viruela, junto a otros males, ha sido un problema y por tanto, objeto de estudio, para diversos países del mundo. Las epidemias han causado estragos por siglos, provocando múltiples reacciones y consecuencias. Tan es así, que: “Algunos historiadores han argumentado con convicción que las epidemias son el factor oculto y verdadero de la historia que explica el desenlace de muchos acontecimientos…”2. Para el caso europeo, se han planteado interpretaciones que vinculan a las epidemias con el fin del sistema feudal, por ejemplo.3 A su vez, debemos tener en cuenta que el control sanitario fue un tema preocupante para estos países durante el inicio de la modernidad, colaborando a la formación de burocracias estatales. La vacunación antivariólica obligatoria se sitúa entre las medidas que se utilizaron en la época para hacer frente a uno de los más graves flagelos que asolaban a la población.

En el contexto latinoamericano, en el cual la viruela existe desde la colonización europea, Brasil es uno de los casos más interesantes, ya que la imposición de la vacunación obligatoria generó una importante revuelta popular suscitando gran interés entre los intelectuales de ese país. En Argentina, María Silvia Di Liscia publicó un excelente artículo sobre la vacunación relacionada con la problemática indígena en el siglo XIX. En América del Caribe, para el caso puertorriqueño, José Rigau-Pérez realizó un estudio sobre la introducción de la vacuna a comienzos del siglo XIX4.

Cabe señalar que existen escasos estudios específicos sobre las enfermedades epidémicas en nuestro país. Entre estos destaca el interesante trabajo de Álvaro Góngora sobre el cólera a fines del XIX, que ha resultado un referente para futuros análisis. La historiadora María Angélica Illanes también ha realizado reflexiones en torno a las epidemias en sus trabajos de salud pública, pero sin profundizar en casos particulares. Dejando fuera los estudios médicos y afines, sólo el historiador William Sater ha dedicado un artículo a las políticas de salud pública en referencia a la enfermedad5.

Frente a esta realidad, este artículo pretende evidenciar que las epidemias han jugado en nuestro país un importante rol que no puede seguir siendo ignorado.

De hecho, la problemática de las epidemias ocupó un lugar preeminente en el discurso de los médicos chilenos y, específicamente, la prevención de la viruela se convirtió en un verdadero eje en la lucha por una mayor injerencia estatal en la salud de los ciudadanos. La alta mortalidad y morbilidad de la enfermedad fue una preocupación constante que implicó debates políticos y un malestar de la población en general.

En Chile, la primera aparición registrada de viruela data aparentemente de 1554. Desde esta temprana fecha hasta 1906 se contabilizaron alrededor de 22 brotes epidémicos6. Posteriormente, si bien la mortalidad disminuyó, el país sólo estuvo libre del flagelo desde 1930, con insignificantes excepciones, hasta la definitiva erradicación en 19597. Para ilustrar la gravedad de estos brotes, en el año 1876 murieron alrededor de siete mil personas solo en Santiago, casi un 4% de la población, mientras que en 1911 en todo el país se registraron alrededor de 2500 muertes de un total de tres millones de habitantes aproximadamente. En 1944, de 38 casos, solo siete personas fallecieron de un total de cinco millones, aproximadamente. Cabe precisar que estas cifras están lejos de ser exactas si tenemos en cuenta el ocultamiento de casos, la confusión en los diagnósticos, la escasez de registro para zonas rurales, entre otras dificultades que los mismos médicos de la época reconocían8. Estos denominados brotes epidémicos en muchas ocasiones no eran tales, ya que los casos de viruela se presentaban de forma constante. El brote, entonces, corresponde más bien al año que más muertes se registraron. De todas maneras, las cifras ayudan a dimensionar la gravedad de la enfermedad.

Lo más trágico de estas muertes es que la viruela podía prevenirse. La vacuna antivariólica existía en nuestro país desde comienzos del siglo XIX9, formándose la primera Junta de Vacuna en 1808 con el objetivo de promoverla. Más de un siglo después, en 1918, se estableció la vacunación obligatoria. En este momento, las cifras de muerte por viruela estaban en evidente disminución, las grandes mortandades habían quedado atrás. Por tanto, a nuestro juicio, se hace evidente que esta ley que buscaba erradicar la enfermedad, llegaba tarde. Intentaremos explicar el porqué de esta situación.

Los médicos de este período, inspirados en su mayoría en el pensamiento higienista, llevaban alrededor de cuarenta años abogando por la obligatoriedad de la vacunación. Dicha medida era rechazada por las elites, de ideario liberal contrario, por lo general, a la injerencia estatal en la salud de los ciudadanos. El movimiento higienista, originado en Europa como respuesta a las consecuencias de la revolución industrial, tuvo enorme influencia en los facultativos de nuestro país, impulsándolos a participar en el debate público para mejorar la malograda salud de la ciudadanía, especialmente en los sectores populares. El higienismo,10 como su nombre lo indica, basa su enfoque en la noción de higiene, de la cual se tenía un amplio concepto involucrando aspectos ambientales, sociales, políticos y morales. Por esta razón, la búsqueda por mejorar la salud de la población conllevaba muchas veces la necesidad del fortalecimiento del rol del Estado, y por tanto, una crítica implícita al liberalismo.

Las epidemias jugaron un papel esencial en este debate entre los médicos y las elites; si bien afectaban mayoritariamente a los sectores populares, el contagio era implacable con todas las clases sociales. El problema sanitario se convertía entonces en un problema social que podía afectar a cualquiera, sin importar su condición. Esta característica, que podríamos denominar transversalidad, otorga a la epidemia un carácter único al poner en peligro a la sociedad como un todo. El contagio, o más bien la posibilidad de este, fue lo que convirtió a las epidemias en una problemática general. Nadie quedaba indiferente ante la llegada de un brote epidémico, porque siempre existía la probabilidad de enfermarse y, naturalmente, de morir.

Así, la manifestación externa de la viruela ofrece el ejemplo más esclarecedor y representativo de esta característica que hemos denominado transversalidad. Las marcas revelaban la experiencia inequívoca de la enfermedad. Dichos estigmas eran similares para todas las personas que la sobrevivieron. Esta experiencia común del padecimiento ponía en evidencia la sensación de ser iguales ante un flagelo que, evidentemente, no distinguía clases sociales.

Lo impresionante del caso de viruela es que, sencillamente, vacunarse podía evitar contraer la enfermedad, pero en la práctica las personas no lo hacían. Este rechazo de la población ante la vacuna fue combatido por los higienistas durante largos años a través de la educación, de la prensa y, finalmente, mediante los proyectos que obligarían a las personas a someterse al procedimiento. Pero para comprender las implicancias de estos procesos, debemos conocer más sobre viruela y vacuna.

Nuestra enfermedad, la viruela

En el año 1893, el médico Ricardo Dávila Boza señalaba que deberíamos considerar a la viruela “… como nuestra plaga nacional, como nuestra enfermedad propia, característica…”11. Esta identificación de la enfermedad como plaga nacional delataba la presencia permanente del virus con caracteres endémicos y su cíclica transformación en epidemia.

En promedio, cada cuatro años surgía un brote epidémico. Habitualmente, los primeros casos aparecían en abril, extinguiéndose en agosto, reflejo del carácter estacional del flagelo: “Durante el invierno los moradores de estos cuartos se ven obligados, por las lluvias y el frío, a pasar la mayor parte del día en ellos, y entonces es cuando estalla con fuerza la viruela. De ahí que en Chile esta enfermedad recrudece en los meses fríos y lluviosos del año…”12.

Estas características hicieron de la viruela un fenómeno predecible, generándose de manera inevitable un cierto clima de acostumbramiento e incluso de indiferencia. La viruela se convirtió para muchos en un mal asumido con resignación: “… por entonces era raro que una familia pobre no tuviera un padre, un hermano o sobre todo un hijo que no hubiera sucumbido a la enfermedad…”13.

La incertidumbre que precedió a la llegada de enfermedades desconocidas en nuestro país, como el cólera y la peste bubónica, estaba ausente cuando se trataba de un brote de viruela. La mayoría de las personas estaban familiarizadas con sus síntomas, existían medicamentos “oficiales” y naturales tanto para prevenirla como para curarla, con todo lo discutible que pudiese ser su efectividad. Por el contrario, cuando se tenían noticias de una enfermedad desconocida, ésta se mitificaba en el imaginario, creándose expectativas más apocalípticas. De hecho, Dávila Boza reconocía que “… nos hemos familiarizado de tal modo con el mal, que hasta los mismos médicos hemos venido a mirarlo con la más desdeñosa indiferencia…”14. El contacto diario con la muerte producía inevitablemente cierta desazón e incluso un agotamiento del discurso ante el tema de la vacuna.

A partir de estas impresiones, es interesante destacar cómo cada enfermedad se construye en un imaginario a partir de los síntomas, características visibles, nivel de alarma, entre otros. Por ello, algunos especialistas15 han planteado que las enfermedades son una construcción social, y no sólo un mero hecho biológico como podría pensarse. En el caso de la viruela, se observa una asociación de la enfermedad con la pobreza, pese a que afectó a todos; sólo que en los sectores acomodados podía encubrirse más. El ocultamiento de casos era una práctica común, pero si se sobrevivía, las pústulas que aparecían durante la enfermedad eran indelebles e imposibles de ocultar. Por este motivo, esta manifestación externa de la viruela era tan significativa, ya que dejaba un verdadero estigma en las personas que la sufrieron.16

El tema de las marcas parecía preocupar bastante a la población. Es demostrativo señalar, por ejemplo, que el médico Eduardo Lira, en 1881, tituló su tesis para optar al grado de licenciado en medicina: Ensayo del carbonato impuro de zinc y del sulfato de cal en el tratamiento de las pústulas de la viruela. El objetivo de este trabajo era evitar las complicaciones e infecciones en la piel, principalmente para evitar las huellas del paso de la enfermedad en el individuo. Por estas razones, para el médico Leonardo Guzmán la viruela era “… una enfermedad profundamente vejatoria…”17. Además del peligro inminente de la muerte, el padecimiento implicaba el vejamen de cubrirse de pústulas, inclusive de quedar ciego a raíz de ello, y si se sobrevivía, quedar marcado para toda la vida. Es posible imaginar por las calles a gran cantidad de personas cargando con este estigma, según el testimonio del médico O’Rian:“Se ve frecuentemente en la calles personas cuya cara está aún cubierta de costras que son causa de contajio…”18 . También en la literatura se observan referencias interesantes en torno a esta temática. Entre otros, el caso de uno de los personajes marginales de la novela La vida simplemente de Oscar Castro Zúñiga, apodado El borrado por sus marcas de viruela. El autor, quizás sin proponérselo, asoció viruela con marginalidad, lo que resulta revelador para la construcción social de la enfermedad19.

“Viruela confluente en un niño de dos años”, Figura 4 (en) Pedro Barros Ovalle. Contra la viruela, la vacuna :breves nociones sobre viruela, vacuna i vacunaciones, destinadas a la propaganda de las virtudes preservativas del fluido vacuno. Imprenta i Encuadernación Ercilla, Santiago, 1911. Página 27, Gentileza Biblioteca Nacional.

En términos clínicos, la viruela se manifestaba después de un período de incubación, que podía extenderse hasta por dos semanas aproximadamente. La fase pre-eruptiva se caracterizaba por fiebre, cefalea, dolor lumbar, náuseas y vómitos, entre otros síntomas, los que disminuían con la aparición de las primeras máculas aproximadamente cinco días después de iniciados los síntomas descritos20.

Una vez adquirida la enfermedad, no existía un tratamiento específico, ya que es producida por un virus. La vacunación tardía era, en algunos casos, recomendada para atenuar los síntomas, e incluso se creía útil para controlar las posibles complicaciones o el contagio de otras infecciones debido al estado de debilidad de la persona.

Como el virus de la viruela se transmite por contacto directo, se la consideraba muy contagiosa. Si bien las condiciones de hacinamiento y suciedad influían en su propagación, el contagio podía producirse por vía área o a través de elementos contaminados haciendo extremadamente difícil su control.

La inexistencia de tratamiento específico y su alta contagiosidad otorgaban una enorme importancia a la prevención. Por esta razón, la insistencia de los médicos en que la vacuna era la única solución efectiva para evitar los brotes epidémicos.

La gravedad de la viruela dependía de la forma clínica o variedad con la que se presentara en el individuo. Existían cuatro tipos claramente identificados en la época. Los más benignos eran la viruela discreta o típica y la varioloide. Esta última se daba en las personas vacunadas que no lograron suficiente inmunidad para rechazar el virus en su totalidad. Las dos más graves eran la confluente y la hemorrágica. La alta mortalidad de la enfermedad durante estos años se debía principalmente a la “… gran proporción de casos virulentos y así se puede decir que predominan las formas hemorrágicas, incluso la púrpura variolosa, y confluentes….”21.

La muerte por viruela podía ser fulminante y en general estaba acompañada de dolorosos síntomas: “…la muerte puede sobrevenir en cualesquiera de los cuatro períodos: ya en la invasión, ya en la erupción, bien sea en la supuración o en la desecación… la mayor parte de la mortalidad ha sido debida a las hemorrajias… i han terminado en la mayor parte de los casos por la muerte en medio de síntomas dolorosos… Otra de las causas de muerte… ha sido la complicación laringobrónquica i la pulmonar; en estos casos la muerte ha sido debida a una verdadera asfixia por causa de las lesiones profundas que han sufrido estos órganos…”22.

La mortalidad era variable en cada epidemia, pero siempre fluctuó en alrededor de un 50% hasta comienzos del siglo XX23. Las estadísticas solo incluían, por lo general, a las personas que se trataron en hospitales o lazaretos, es decir, que sus casos fueron denunciados y registrados.

Los síntomas eran similares para todos, si bien las modalidades de cura marcarían la diferencia. Las personas acomodadas tenían la posibilidad de atenderse en sus hogares de manera más propicia; los pobres en los hospitales o lazaretos, o bien ocultos en sus miserables viviendas. Sea como fuere, muchos preferían permanecer en sus casas para sanarse o morir. La posibilidad de elegir se debía a la inexistencia de una ley de aislamiento forzoso, por tanto muchas personas que preferían permanecer en sus viviendas, se transformaban en focos de contagio. Esta situación era especialmente riesgosa en el caso de los sectores populares, que vivían más hacinados y con escasas comodidades. Los médicos insistían en que acudieran a lazaretos u hospitales, pero también estos lugares constituían fuentes de contagio de otras dolencias. Además, había casos en que las personas decidían marcharse antes de terminar su tratamiento, constituyendo también un peligro.

Con posterioridad, se legislaría sobre la denuncia de casos y el aislamiento, ya que se tenía conciencia de que el problema del contagio era fundamental. El galeno Jenaro Contardo, en su estudio sobre las causas de propagación de la viruela, señalaba al respecto: “Reconocida la contagiosidad [sic] de la viruela, no tendría objeto la presentación de datos estadísticos que vinieran a poner de manifiesto el gravísimo daño a que se esponen los que, sin precaución de ninguna clase, prosiguen viviendo en el mismo aposento i respirando el aire cargado de emanaciones que se desprenden del cuerpo de un apestado…Esos infelices volvían al lado de los suyos para morir i les dejaban por toda herencia el contajio [sic] Además, no faltan quienes prefieran permanecer en sus ranchos miserables, privados de todo auxilio, antes de acudir a las casas de beneficencia, que ellos temen de ordinario tan infundadamente.” 24.

La vacuna antivariólica

El principio básico de la vacunación es generar inmunidad a una determinada dolencia inoculando el agente que la produce en una versión más benigna y controlada. Este principio para la viruela se descubrió en China e India, donde se practicaban inoculaciones primitivas a partir de costras de infectados. La transmisión de esta técnica a Occidente comenzó en Inglaterra25 gracias al contacto colonial, pero no pasaba de ser un método experimental, bastante inseguro, ya que la persona inoculada podía transmitir la enfermedad.

“Manera corriente y adecuada de inocular la vacuna” (Figura 11 y 12) Pedro Barros Ovalle. Contra la viruela, la vacuna: breves nociones sobre viruela, vacuna i vacunaciones, destinadas a la propaganda de las virtudes preservativas del fluido vacuno. Imprenta i Encuadernación Ercilla, Santiago, 1911. Página 78, Gentileza Biblioteca Nacional.

La vacunación propiamente tal, es decir, la científica, solo se inició cuando el médico inglés Eduardo Jenner publicó sus investigaciones sobre la “viruela vacuna”, enfermedad transmitida por la vaca, conocida en las regiones lecheras de Inglaterra. En estos lugares, ya se había observado la propiedad preventiva de la enfermedad respecto a la viruela, pero el mérito de Jenner consistió en demostrar que la “viruela vacuna” podía transmitirse a las personas sin mediar la vaca. Luego de experimentar su teoría, inoculando “viruela vacuna” y viruela en un mismo individuo sin que éste se enfermara, dio a conocer sus resultados. El descubrimiento fue rápidamente aceptado en los países europeos y desde aquí en adelante se iniciaría una nueva etapa en la prevención de la viruela. Las cifras de mortalidad comenzaron un descenso progresivo. Por primera vez, se contaba con una real solución para una de las enfermedades más temidas en la historia de la humanidad. La vacuna llegaría a América en una fecha tan temprana como 1808 gracias a la Comisión Balmis26.

Los países requirieron instituciones que se hicieran cargo de la producción de vacuna. Para la obtención de ésta, se debía contar con animales y con personal médico que asegurara la calidad del fluido. En nuestro país, en 1887 se creó el Instituto de Vacuna Animal, para estos fines. Dicho instituto, ubicado en Quinta Normal, era el único responsable de abastecer de vacuna al país.

Las precauciones indicaban que solo se repartiría la vacuna una vez realizada la autopsia de la vaca utilizada: “…Si por cualquier motivo se nota alguna enfermedad en los principales órganos de la ternera vacunada, la cosecha no es aprovechada. Este procedimiento, de exajerada precaución, es garantía suficiente para la quisquillosa desconfianza de algunas personas…”27. El fluido se conservaba en glicerina para evitar el contagio con otras enfermedades. Posteriormente, se guardaba en placas de vidrio, y se ensayaba su virulencia.

Cuando no se podía obtener suficiente vacuna animal o cuando escaseaba por un brote, se empleaba vacuna humanizada, es decir, “brazo a brazo”. Para llevar a cabo este procedimiento, en el lugar físico donde se efectuaba debía estar presente una persona que le hubiera “brotado” la vacuna, de cuyas pústulas se extraía el fluido. En estos casos, la lanceta que se utilizaba se calentaba en una lámpara de alcohol para evitar el riesgo de contagio de otras enfermedades, por lo que la vacuna animal era la más recomendada, aunque no siempre se pudiese contar con ella.28.

El término “brotar” se refería a la aparición de las pústulas o granos que permitían constatar la efectividad de la vacuna, efecto no tan fácil de conseguir en la época, por lo que era común que la operación tuviera que repetirse. Por esta razón, el reglamento consignaba que se debían hacer tres inoculaciones en cada brazo.

“Cosecha de linfa vacunífera hacia 1910” (en) Higiene y asistencia pública en Chile: homenaje de la delegación de Chile a los delegados oficiales a la 5a Conferencia sanitaria internacional de las Repúblicas Americanas celebrada en Santiago de Chile, del 5 al 12 de de noviembre de 1911 / [compilado por] Pedro Lautaro Ferrer R. Santiago, Chile: Impr., lit. y enc. Barcelona, 1911. xiv, página 568. Gentileza Biblioteca Nacional (digitalizado en memoriachilena.cl)

Respecto a la técnica de vacunación, ésta se realizaba mediante una incisión superficial denominada escarificación, después de desinfectar el área. Luego de finalizada la operación, el médico Pedro Barros Ovalle explica que: “…la vacuna produce accidentes locales en el lugar en que se practican las escarificaciones i accidentes jenerales en todo el cuerpo… Los primeros se desarrollan en cuatro épocas o períodos de tiempo que se denominan: incubación, erupción, maduración i desecación…”29. Después de 20 días aproximadamente, la costra se caía y quedaba una marca blanca definitiva en el brazo. Durante algunos días se experimentaban por lo general los síntomas propios de la viruela en menor grado, tales como fiebre, pequeñas erupciones, cefalea entre otros. No obstante las molestias, esta sintomatología no revestía gravedad y era un indicador de la inmunidad, que duraría aproximadamente ocho años. Después de este período había que revacunarse, obligación que muchos olvidaban o evitaban.

En Chile, desde los inicios de la República existió una preocupación por promover la vacunación. De hecho, el primer decreto a este respecto, que data de 1822, establece que “… la Junta promoverá eficazmente el beneficio de la vacunación…”30. Esta será la función primordial de este organismo durante todos sus años de funcionamiento, pese a las modificaciones administrativas aplicadas por los respectivos gobiernos31.

Durante el régimen de Portales, en 1830, se formó nuevamente la Junta Central Propagadora de la Vacuna, con sede en Santiago, y pequeñas juntas anexas a las municipalidades. Es significativo que en estos primeros años ninguno de los miembros de la Junta era médico, sino que “… vecinos muy conspicuos y poderosos de Santiago…”32. Esta situación se revertirá con el fortalecimiento del rol del médico, y con la mayor preocupación estatal por la salud pública. En época de Balmaceda, el presidente nombrará a los miembros de la Junta, la que debía entregar un informe anual sobre sus gastos, estadísticas detalladas con el número de vacunados y de fallecidos entre otros aspectos33. De hecho, la Junta de Vacuna rendía cuentas al Ministerio del Interior, y contaba con recursos estatales. Como se enorgullecía Barros Ovalle: “…la vacuna en la oficina i a domicilio no cuesta ni un solo centavo, porque es costeado por la Nación, la cual desembolsa anualmente más de 300.000 pesos en pago de empleados i gastos de preparación i reparto de vacuna en todo el país…”34.

Si atendemos a las estadísticas, la vacunación no fue lo suficientemente masiva como para evitar miles de muertes por varias décadas. El porqué de esta situación es lo que desarrollaremos a continuación, teniendo presente que son diversos los factores que produjeron esta trágica realidad.

Vacunación ¿obligatoria o persuasiva? El discurso médico higienista en torno a la vacunación obligatoria

“La vacunación obligatoria es un desideratum desde tiempo atrás esperado, solicitado, estudiado, discutido i deseado por el cuerpo médico…”

Adolfo Murillo, 188235.

Entre los médicos existía consenso sobre la necesidad del establecimiento de la vacunación obligatoria, a la que se consideraba como la única medida efectiva para erradicar la viruela. Los galenos vertieron sus opiniones en el Congreso cuando tuvieron la oportunidad, pero con anterioridad ya habían hecho pública su visión en numerosos artículos, memorias, conferencias y folletines entre otros. En todos estos escritos se abogaba por una medida que ellos consideraban de urgente necesidad dada la alta mortalidad producida por la viruela y las dificultades para implementar una vacunación persuasiva con carácter masivo.

El argumento base para esta férrea defensa era sencillamente que la propagación de la vacuna erradicaría la viruela de forma definitiva, evitando la muerte de miles de personas anualmente. El ejemplo de otros países ayudaba a sostener esta hipótesis: “En Francia, Suecia, Alemania, Noruega, Inglaterra, Dinamarca i casi todas las naciones de Europa i de América i también el Perú, la vacuna es obligatoria en el curso del primer año de la existencia i, la revacunación a los 10 i 21 años de edad; además esta revacunación en estos periodos de la vida tiene su razón de ser, porque en estas edades es en las cuales se notan la mayor parte de los casos de viruela.

“Adolfo Murillo, Vacunación obligatoria: Discurso en el centenario de Jenner: El servicio de vacuna en Chile, Imprenta Esmeralda, Santiago, 1904. Gentileza Biblioteca Nacional (digitalizado en memoriachilena.cl)

Así, pues, el único recurso seguro i eficaz para librarse i defenderse de la viruela en una epidemia, es la vacunación i la revacunación desde el principio de ella…”36. Algunos médicos habían tenido ocasión de residir en Europa y comprobar que la viruela era un tema prácticamente superado debido a la prevención. Por este motivo, se esperaba que la exitosa experiencia extranjera ayudara a convencer a los escépticos. A su vez, se contaba con cifras que avalaban la eficacia de la vacunación, por ejemplo, en el siguiente cuadro se muestran las diferencias en la mortalidad de los individuos:

Movimiento de los lazaretos en Santiago en 1876, tomando por base las vacunaciones

Fuente: Jenaro Contardo, Causas de la propagación de viruela en Chile, Imprenta Nacional, Santiago, 1877

La vacunación de los recién nacidos era también una sentida aspiración. La ley estipulaba la vacunación obligatoria de todos los adultos, y al año siguiente se estimaba que debía regir para los recién nacidos y las revacunaciones. De este modo, se conseguiría erradicar el mal para las nuevas generaciones. A su vez, los médicos suponían que “… quien recibió la vacuna con ventajas al nacer, no puede rechazarla con fundamento más tarde, teniendo ya provechosas lecciones acerca de su bondad…”37.

Esta idea se conectaba estrechamente con la necesidad de vencer la resistencia que suscitaba la vacunación, especialmente en los sectores populares. Los médicos sabían que este grupo de personas eran las más expuestas a las enfermedades debido a sus condiciones de vida y especialmente el fácil contagio por “… la aglomeración de individuos bajo un mismo techo i de condiciones antihigiénicas…38.

A su vez, los lazaretos y hospitales se convertían muchas veces en verdaderos focos de infección. Esta situación solo empeoraba cuando las personas abandonaban estos lugares para volver a sus casas, generalmente a morir con los suyos. Con estos antecedentes, los médicos fueron asumiendo que la vacunación obligatoria era la única solución en detrimento de la vacunación voluntaria: “… creemos que la vacunación voluntaria, por más esfuerzos que haga la Junta de Vacuna de Santiago para propagarla en nuestro pueblo, no alcanza en manera alguna a dar los resultados que sería de desear… Debemos advertir que se ha tocado hasta el recurso de pagar dinero a los que quieran vacunarse, alcanzando con ello un resultado irrisorio…”39.

Los médicos, tras varias décadas de lucha práctica e ideológica por imponer la vacunación a la ciudadanía, asumían una creciente responsabilidad con la salud de los habitantes, especialmente con la de los más pobres. Decimos que esta lucha fue también práctica debido a las campañas de vacunación que se realizaron especialmente en momentos de crisis, en las cuales médicos y estudiantes de medicina vacunaban gran cantidad de personas muchas veces sin percibir sueldo40. Francisco Puelma Tupper atestiguó dicho compromiso en el Congreso: “… y nosotros, representantes del pueblo, que conocemos sus necesidades, que palpamos día a día, momento a momento, sus miserias i sus males, séanos permitido pedir a la Honorable Cámara, en nombre del bien del país i en beneficio de la humanidad, que apruebe el proyecto en discusión para que cuanto antes sea sancionado como lei de la República el inmortal descubrimiento de Jenner…”41. Esta petición, en representación del pueblo, es significativa pues manifiesta una autoapropiación de un rol mediador entre las clases populares y las elites. El discurso higienista abogaba por mejorar las condiciones de salubridad de la población, y esta identificación con los sectores populares da prueba de la potencia que estas ideas poseían enfocadas precisamente en las personas más necesitadas. La cercanía cotidiana con los sectores populares hacía que los médicos se sintieran en pleno derecho y deber para discutir sobre las medidas que mejorarían las condiciones higiénicas de la población.

Resulta interesante, y también paradójico, que el pueblo no tuviera la misma sensación con respecto a los médicos, ya que, la mayoría parecía mirarlos con cierto temor y desconfianza. Conscientes de esta realidad, algunos médicos buscaron persuadir a la población de los beneficios de la medicina científica “oficial”. De hecho, desde fines del siglo XIX podemos identificar cartillas y folletines elaborados con lenguaje simple que educaban a la población42. Las conferencias y los intentos por incorporar la enseñanza de la higiene en los liceos responden a esta misma lógica. Para la epidemia de cólera en 1886 se elaboró una cartilla popular al igual que para la peste bubónica en Iquique en el año 1903. Para el caso de la viruela, también se observa este esfuerzo a través del folleto de Barros Ovalle entre otras iniciativas.

Un ejemplo significativo de este compromiso es el discurso del galeno Carlos Ibar dirigido a una multitud obrera: “Por eso, al venir aquí a dar esta conferencia, he creído que llenaba un deber de conciencia, deber que ya he llenado en mi familia, pues todos, sin esepcion [sic], se han vacunado i esta es la mejor prueba de la sinceridad del consejo que hoy hago estensivo [sic] a todos mis conciudadanos, desde el niño hasta el viejo. Todos sin esepcion [sic] debemos vacunarnos en la certidumbre de que es el mejor medio de preservarnos de la viruela…”43.

Esta búsqueda por educar a la población fue una característica fundamental de esta época. Para el caso que nos atañe, los médicos tenían un discurso particularmente coherente respecto a la vacunación. Con todo, no fue suficiente para vencer a la oposición en el Congreso; la salud no era considerada un problema público. Incluso la prevención era vista como un ataque a la libertad individual, o una atribución más del autoritarismo del Ejecutivo. Por este motivo, los médicos y sus adeptos intentaron no solo defender sus posturas, sino también rebatir las imputaciones que se hacían en contra de la medida. El siguiente debate muestra que estas discusiones implicaron concepciones amplias y profundas sobre el individuo, la sociedad, y el poder político. La brecha entre el pensamiento higienista que implicaba otorgarle un mayor papel al Estado en la salud versus el pensamiento liberal de las elites constituía una barrera infranqueable para un acuerdo. La vacunación obligatoria como medida preventiva exigía al Estado hacerse cargo de la salud de los ciudadanos, idea que aún no era aceptada por las elites políticas.

La discusión en torno a la vacunación obligatoria, ¿un debate estéril?

En 1877, el médico y diputado Ramón Allende Padín presentó un proyecto de “jeneralización de la vacuna”, que luego de algunas modificaciones se convertiría en una legislación sobre vacunación obligatoria. El proyecto se discutió extensa e intensamente en 1882 en la Cámara de Diputados, donde fue rechazado. 44

El principal argumento esgrimido para objetar la vacunación obligatoria fue que esta medida atentaba contra la libertad de las personas: “… el proyecto del Senado es un ataque directo contra la libertad individual… Tengo la convicción de que todos los Honorables Diputados que sostienen la teoría de la vacunación forzosa, se encuentran animados de las mejores intenciones; pero me permito preguntarles si han pensado también qué es lo que encierra este proyecto arbitrario. Nada menos que una intervención, un atropello al derecho santo de la libertad individual…”45. La libertad era un valor esencial para la ideología liberal predominante en la época, sin importar la filiación política. Por esta razón, este debate no tendrá el carácter de una lucha entre partidos, sino, más bien, entre los que propusieron el proyecto en el Congreso versus los diputados, tanto liberales como conservadores, que se opondrán a éste.

Para la mayoría de los médicos, abogar por las libertades individuales constituía un argumento débil e incluso hipócrita cuando se intentaba proteger a la población de una enfermedad mortal y altamente contagiosa. La defensa sanitaria de las clases más desprotegidas se configuraba como un elemento central para defender la medida. Pero los médicos, que entendían que su visión no era compartida por todos, intentaron rebatir el tema de las libertades reinterpretando el argumento. Acorde a este punto de vista, adujeron que “… la libertad termina donde principia el perjuicio del tercero, y aquí el perjudicado es la sociedad…”46. La posibilidad del contagio permitía entonces imponer la vacunación a todo el país, pues cada persona que no se vacunaba se convertía en un peligro. Cada enfermo se consideraba como un foco que podía propagar la infección. En síntesis, un individuo podía gozar de la libertad comprometiendo la salubridad pública, afectando a la población más pobre especialmente. Además, el ejemplo de otros países servía para rebatir este supuesto ataque a las libertades, en palabras de Adolfo Murillo: “Veo a los países más libres de Europa, como son la Inglaterra i la Suiza, orgullosos de su libertad, adoptar la vacunación obligatoria… Sostengo que nadie tiene derecho para ser un foco de infección que perjudique al vecino, i que la autoridad debe velar por el derecho de terceros…”47.

El argumento de la libertad no solo se refería a la capacidad de decisión de las personas sino también a la preocupación de algunos por limitar las facultades del Ejecutivo: “…no debemos apoyar con nuestros votos un proyecto de lei que no tiene otro objeto que el implantar entre nosotros el rejimen [sic] autoritario… Todo lo que tiende a dar al Gobierno más autoridad que la que confieren las leyes, para mí es de todo punto inaceptable. A este respecto, yo abrigo la convicción de que conviene que la autoridad no ejerza sus funciones sino en lo estrictamente indispensable; que se deje a los individuos toda la libertad posible i que se les restrinja esa libertad solo en lo que sea indispensable…”48.

La vacuna obligatoria entregaba inevitablemente mayores responsabilidades al Estado. Por tanto, los diputados la consideraron totalmente contraria a sus aspiraciones por disminuir las atribuciones del Ejecutivo. De hecho, les parecía inaceptable cualquier medida que colaborara a ampliar las facultades del Presidente, por lo que no hubo acuerdo posible frente a estos puntos de vista. El debate respecto de la vacuna y sus beneficios pasó a un segundo plano, de manera similar a las circunstancias relativas al cólera49. La discusión sobre el excesivo poder presidencial, que presagiaba la guerra civil de 1891, subyace a todo debate, menospreciándose incluso temáticas tan relevantes como la salud de las personas. Por esta razón, este debate en torno a la vacunación obligatoria puede verse desde la óptica de la lucha entre poderes del Estado y de la fuerza de la ideología liberal en estos años.

El artículo tres del proyecto obligaba a las personas que tenían individuos a su cargo a responsabilizarse por la vacunación de ellos. Los dueños de fábricas, conventillos, fundos, entre otros, podían ser multados si caían en infracción según el artículo cuatro. Esta situación también generó una gran oposición50. El diputado Miguel Amunátegui sostuvo que: “El arbitrio escojitado [sic] por ese proyecto para realizar la vacunación obligatoria es el de imponer, indefinidamente, multa tras multa, no a los transgresores de la lei, no a los verdaderos culpables, sino a personas que están mui distantes de hallarse siquiera en condición de aquellas que, en ciertos casos tienen responsabilidad civil, aunque nunca penal… Supongamos que esos individuos agotan todos los medios de la persuasión, sin lograr que sus arrendatarios, o los que moran en sus cuartos o fundos, consientan en vacunarse…”51. Por su parte, el diputado Manuel Mackenna complementaba dichas críticas expresando: “¿Quién les tomaría cuenta de los abusos, atropellos i sobre todo de las multas que impusieran a los infractores de esta lei de vacunación?… ¿de dónde saco esa facultad para imponerles esta obligación? I si no los puedo obligar ¿por qué se me hace responsable?”52.

Estos cuestionamientos pueden interpretarse a nuestro parecer bajo la perspectiva de que los sectores acomodados no deseaban asumir un compromiso que conllevaba una vigilancia por parte del Estado. La molestia pasaba entonces por adquirir una nueva responsabilidad que implicaba rendir cuentas a funcionarios estatales con un posible desembolso monetario. En este conflicto particular, coincidimos con María Angélica Illanes cuando plantea que: “La salud como política aparecía como una forma de intromisión del Estado en el individuo patrón, en su propiedad y sus relaciones de trabajo…”53. Es debatible el hecho de que los dueños de fábricas o dueños de conventillos, entre otros, contaran o no con medios para exigir a sus trabajadores o arrendatarios que se vacunasen, pero lo que sí es claro que es que no deseaban hacerlo según la opinión de estos congresistas. El problema era que tampoco deseaban que el Estado se hiciera cargo, por lo que la responsabilidad terminaba depositándose únicamente en el individuo. La salud pública no tenía cabida bajo estas concepciones.

Por otra parte, un argumento opositor que consideramos interesante se relaciona con las consecuencias económicas y sociales que la medida de vacunación obligatoria pudiese provocar: “¿Se ha pensado en los numerosos perjuicios que la aplicación de esa lei va a producir en el servicio de agricultura? Sucederá lo que ocurría con la recluta forzosa; el pueblo, que se resiste a la vacunación, abandonarán sus faenas i por consiguiente la industria agrícola se resentirá de una general perturbación…”54. Este planteamiento sobre una situación hipotética es sugerente porque se relaciona con problemas vinculados a la indisciplina popular. El orden público podría ser amenazado, y de paso afectar a la economía, dado que la mano de obra es la principal y potencial fuente de conflicto. Consideramos que estos argumentos esgrimidos por los opositores al proyecto pudieron ser tan potentes como los relacionados con la libertad individual y la disminución de facultades del Ejecutivo, ya que apuntaban a temores muy arraigados en la sociedad. El orden y el progreso eran ideas claves en la época, por lo que cualquier amenaza resultaba alarmante. Además, nos parece que estas interesantes reflexiones que prescinden de lo teórico o ético pueden haber resultado igualmente determinantes para el rechazo del proyecto55.

Los médicos se internaron en esta lógica para convencer a los opositores de la medida, pero también porque las ideas de progreso eran parte de su ideario. Por estas razones, en el Congreso los defensores del proyecto pusieron énfasis en el enorme gasto que significaba contener las epidemias, el cual era apreciado como un desperdicio de recursos que podían ser usados en otras áreas. A su vez, la alta mortalidad y morbilidad de la enfermedad que debilitaba a la población era perjudicial para el país, por lo que se adujo en el debate que la medida buscaba: “…conservar para la industria i para el progreso del país una inmensa cantidad de brazos…”56. En términos más generales, los médicos sostuvieron que la viruela era una vergüenza ante el progreso del país. Ricardo Dávila Boza se cuestionaba sobre la cantidad de muertes por viruela diciendo: ¿No debería ser un motivo justísimo de alarma y rubor para nuestro patriotismo y para el grado de cultura y de progreso que hemos alcanzado?57 Esta noción de vergüenza e impotencia ante la altísima mortalidad por una enfermedad prácticamente erradicada en otros países es significativa del ideario progresista que subyacía en gran medida a la discusión política.

El debate tuvo también una faceta más pragmática, referida especialmente a la forma de propagación de la vacuna. Los opositores planteaban que la resistencia que se intentaba vencer mediante la obligatoriedad realmente tenía su causa en la ineficiencia de la Junta de Vacuna: “…ahora bien: si no hemos dado al pueblo las facilidades necesarias para que se vacune; i si no hemos tratado de procurar este elemento de salvación, ¿por qué hemos de ocurrir a la restricción de la libertad individual?”58. En esta línea argumentativa, se realizaron numerosas críticas al servicio de vacunas, como la escasez e ineficiencia de los vacunadores, la falta del fluido, la lentitud del procedimiento, e incluso la transmisión de enfermedades59.

Si bien las fuentes médicas60 reconocían diversas falencias en el servicio de vacunación, consideraban que la principal causa de la persistencia de la enfermedad era la resistencia popular: “… se ha hecho mucho hincapié en la falta de propagación de la vacuna, atribuyéndolo a la incuria de las autoridades para proporcionar el fluido vacuno. Pero los señores diputados se han desentendido de un hecho mui capital que está en la conciencia de todos, i es la resistencia que la jente del pueblo opone a la vacunación, resistencia que se observa también entre las clases más elevadas… yo preguntaría a mis honorables colegas ¿cuántos son los pocos que se han revacunado? Seguramente que bien pocos…”61.

Para los médicos, el servicio de vacunación podía mejorar con más recursos, en cambio la actitud de las personas envolvía una problemática mayor, de ahí la necesidad de la obligatoriedad.

Los opositores también plantearon críticas a la vacuna misma que fueron calificadas de absurdas. Esta apreciación se fundamentaba en el hecho que si la vacuna constituía un real peligro, se invalidaría el procedimiento en general. El cuestionamiento no recaería sobre la obligatoriedad, sino que sobre la política de vacunación. Los médicos sostuvieron la escasa posibilidad de contagio de otras enfermedades a través de la vacuna e hicieron ver que la discusión perdía sentido ante este tipo de argumentación. Puelma Tupper sostuvo incluso que: “Hai [sic] operaciones que son más peligrosas que ésta, i que sin embargo, no se las tiene como tales. Permítaseme insinuar una sola, previniendo a la Cámara que no lo hago absolutamente por espíritu de secta, ni con el menor propósito hostil. Para mi, la operación del bautismo es más peligrosa que la de la vacuna…”62 Esta provocadora afirmación sólo enardeció más los ánimos, por lo que se continuó la discusión con otros ejes argumentativos.

Entre éstos, los opositores también sostuvieron opiniones sobre los sectores populares como principales afectados por la viruela, cuestionando su supuesta ignorancia. En palabras del diputado Jordán: “… se me dirá que nuestro pueblo es ignorante; pero, señor, la medida que se propone no viene a ilustrarlo, no le enseña lo que es bueno o malo… Son ignorantes muchas veces, pero no son incapaces de recibir instrucción i mui capaces de apreciar sus derechos i su libertad…”63. Este pueblo entonces tenía el derecho a decidir, por tanto no debía obligársele a someterse a la vacuna, pues contravenía la política de educarlos como correspondía. El tema de la libertad nuevamente subyace a esta interpretación.

El diputado defensor del proyecto, Francisco Puelma Tupper, responde a esta crítica con un pensamiento que nos recuerda el ideario portaliano: “Cuando hayamos educado al pueblo con mejores hábitos; cuando hayamos corregido sus vicios i sus costumbres; cuando la vacuna entre a formar parte de la educación del pueblo; esta lei que tratamos de aprobar ahora, caerá en el desuso como tantas otras; pero mientras tanto, ella es de actualidad, es necesaria e indispensable…”64. Esta postura solo será comprensible si tomamos en cuenta que los médicos veían morir a miles de personas todos los años, y la espera de convencer al pueblo debía parecerles un proceso lento e inútil que podría ir desarrollándose de forma paralela. Además, el aprendizaje es algo menor comparado con la salvación de vidas, en palabras de Orrego Luco: “… si el pueblo se penetra de las ventajas de la vacunación obligatoria i ve un día que, gracias a ella, se va a librar a millares de hombres de una muerte casi segura, mirará con odio esa doctrina que era un obstáculo para la salvación de su vida…”65.

Para finalizar, solo cabe recordar que estas discusiones no se tradujeron en nada concreto al rechazarse el proyecto. Incluso, para algunos médicos, este debate solo sirvió para acrecentar las dudas y temores del pueblo frente a la vacuna. Pero para nosotros resulta fundamental de analizar porque muestra una discusión clave en términos de la salud pública. Los argumentos son reveladores de las opiniones que suscitaba un tema controversial como la vacunación obligatoria en cuanto al individuo y al rol del Estado principalmente. Las campañas de vacunación entre otros avances en materia de salud continuarán su curso mientras la ley “duerme” en el Congreso.

Vacunación obligatoria y el primer Código Sanitario

A solo cuatro años del rechazo del proyecto de vacunación obligatoria, y en medio de un brote de viruela, arribaba el cólera desde Argentina en 1886. La temida y desconocida enfermedad, generó alarma en nuestro país.

El presidente José Manuel Balmaceda, conocido por propugnar una mayor injerencia del Estado en diferentes áreas66, reaccionó con premura para controlar la situación. Antes de que la epidemia se presentara, se aprobó la ley de policía sanitaria que facultaba al Presidente de la República para tomar diversas medidas respecto a las epidemias: “En conformidad con esta ley, el Gobierno dictó en enero de 1887 la Ordenanza General de Salubridad mediante la cual creó una Junta General de Salubridad destinada a asesorar al Gobierno en materia de Salubridad pública e inspeccionar en el país los servicios correspondientes. Además, creó Juntas Departamentales de Salubridad a las cuales confió la profilaxis de las enfermedades infectocontagiosas agudas, especialmente en tiempo de epidemias…”67.

En este contexto de avances en materias de salud pública, Balmaceda decretaría en 1887 la vacunación obligatoria para los recién nacidos, iniciándose de este modo una nueva política de vacunación, aunque ésta no fuese una ley nacional extensiva a todos los ciudadanos de la república.

Pese a este avance en la lucha contra la viruela, la enfermedad continúo asolando al país, prácticamente sin tregua desde 1887 hasta 1913, constatándose una última reaparición epidémica en 1923. Las cifras de mortalidad se mostraban variables en los distintos brotes epidémicos, pero en general se verificaba un claro descenso comparativamente con el siglo XIX. Sin embargo, hubo algunos años particularmente mortíferos,68 que recordaban las grandes mortandades pasadas, suscitando la alarma de los médicos y autoridades. Por ejemplo, en el año 1905 murieron alrededor de 10 mil personas a causa de la viruela, y en el año 1907 alrededor de 17 mil. La irregularidad de estos brotes epidémicos y la cantidad de vacunaciones realizadas pueden observarse en el siguiente cuadro:

Fuente: Amable Caballero, Viruela y Vacuna. Publicado en Higiene y Asistencia Pública. Compilado por Pedro Lautaro Ferrer. Santiago, 1912.

Si bien las campañas de vacunación se efectuaban con cierta periodicidad, la permanencia de la enfermedad ponía en evidencia que existía una gran cantidad de población que aún no gozaba de este beneficio. Por ejemplo, en el año 1886 se realizó una gran campaña de vacunación extraordinaria en todo el país; posteriormente en la epidemia de 1905 también se verificó un proceso similar que tenderá a regularizarse cada 6 ó 7 años debido a la necesidad de revacunaciones. Los médicos insistían en la obligatoriedad de la vacunación como ley nacional, que solo se concretó en 1918 al sancionarse el primer Código Sanitario de nuestro país.

La sola promulgación de este corpus indica un significativo avance en los alcances de la salud pública, ya que se abarcaban diversas materias de importancia para la ciudadanía; entre estas, la obligatoriedad de denunciar los casos de enfermedades infectocontagiosas para evitar la propagación de epidemias: “Todo médico que asista a persona enferma de viruela, escarlatina, difteria, tifoidea, tifus exantemático, fiebre amarilla, peste bubónica, cólera morbo, lepra o tracoma, declarará el hecho al jefe de la Oficina de Desinfección… Si en caso de epidemia declarada por la autoridad sanitaria, careciera el enfermo de asistencia médica, corresponderá la misma obligación al dueño de la casa, o al jefe del establecimiento público o privado en que aquél se hallare. La infracción se penará con multa de cincuenta o doscientos pesos i la reincidencia con el doble…”69. Este artículo es de suma relevancia, y vigencia, porque el temprano denuncio podía evitar una epidemia dada la alta contagiosidad de estas enfermedades.

En el artículo 57 de dicho código se establecía la ansiada ley de vacunación obligatoria, que suponía que todos los habitantes de la república recibirían la vacunación antivariólica en el primer año de vida, i las revacunaciones correspondientes. A su vez, se agregaba que debían vacunarse: “… dentro del primer año, a contar desde el día en que empiece a rejir [sic] este Código, todas las personas que en esa fecha no hubiesen sido vacunadas o revacunadas, respectivamente…”70. La relevancia de este corolario radicaba en que todas las personas que habían quedado fuera del proceso de vacunación, sin importar su edad o condición, debían acudir a vacunarse dentro del primer año de vigencia de esta ley.

Si bien la mortalidad por viruela había disminuido, la enfermedad no lograba erradicarse totalmente del país, reapareciendo focos en distintos lugares de norte a sur, lo que justificó la estipulación de una multa para los que evitaran el procedimiento: “Las contravenciones a los dos primeros incisos de este artículo se penarán con multa de diez a cincuenta pesos, sin perjuicio de la vacunación o revacunación…”71 . Además del castigo pecuniario, se confirmaba en la legislación la gratuidad de la vacuna y la responsabilidad de los inspectores sanitarios para fiscalizar las normas del código en cada zona del país72.

El aislamiento del enfermo y la desinfección también fueron legislados tanto para la viruela como para otras enfermedades epidémicas: “En los casos de las enfermedades a que se refieren los artículos anteriores, serán obligatorios el aislamiento del enfermo i la desinfección de los locales u objetos que, a juicio de la autoridad sanitaria, estuvieren contaminados. Se aislará al enfermo en su domicilio, siempre que puedan cumplirse en éste las condiciones del reglamento…”73.

Estas medidas incidieron en la disminución de casos de viruela.74 Desde los años veinte ya no fue considerada una enfermedad epidémica, pero se mantendrán serias precauciones. La enfermedad había sido superada como epidemia, solo restarían unas décadas para su erradicación total. Sin embargo, es evidente que la exterminación de este flagelo no fue consecuencia directa del Código Sanitario ni del decreto de Balmaceda, sino que fue producto de largos años de persuasión y lucha médica. Es altamente probable que si hubiese existido la voluntad política de legislar antes este proceso, hubiese sido más rápido y efectivo, evitándose miles de muertes.

¿Por qué vacunarse? Temores y medicinas populares

La política de vacunación en Chile tuvo el apoyo de autoridades y médicos, pero no logró erradicar la viruela hasta la segunda mitad del siglo XX. Una de las explicaciones más recurrentes es que las personas sencillamente no se vacunaban. Las fuentes médicas se refieren a la resistencia popular ante la vacunación como una de sus mayores preocupaciones. Igualmente, dichas fuentes indican que las personas más pobres eran las más reacias a la vacuna, pero es difícil de determinar si las clases acomodados cumplían con esta medida preventiva con la regularidad requerida. Es probable que la vacuna haya sido más aceptada en dicho grupo, pues su mayor nivel cultural les permitía conocer los beneficios de la vacuna a través de lecturas, prensa, viajes a Europa, entre otros medios de información.

En términos generales, se constata que la población le temía a la vacunación, y por tanto la evitaba. Según los médicos, una de las causas de este rechazo se relacionaba con el principio mismo de la vacuna, debido a que el concepto de inmunidad resultaba confuso para las personas. La similitud de los síntomas, y la misma explicación de cómo se generaba la inmunidad, colaboraba con esta percepción. El galeno Daniel Opazo señalaba que una de las mayores preocupaciones para el cuerpo médico era procurar “…destruir ese supersticioso del pueblo que cree que vacunarse es apestarse!…”75. El facultativo hacía un llamado a los que consideraba los principales colaboradores para alcanzar este objetivo: la prensa y la Iglesia, las que: “…en sus respectivas esferas… esperamos que se apresuren a cumplir su santa i noble misión…”76. El médico Pedro O’Rian coincidía con esta apreciación, señalando que: “… anualmente las vacunaciones son mui raras, puesto que hai que tratar con jente ignorante y supersticiosa como es la de nuestro pueblo. Bajo el menor pretesto [sic] rehúsan vacunar a sus hijos, porque según ellos la vacuna es la causa de la viruela, así llegan hasta ser hombres i entonces viene una epidemia i se ceba sobre estos infelices…”77.

La escasez de vacunaciones tendría entonces como una de sus principales causas el temor a que la vacuna les causara la viruela por la confusión que producía el hecho de inyectar la viruela vacuna para protegerse. No deja de ser comprensible que este concepto resultara equívoco, pues esta asociación se reforzaba cuando un individuo vacunado se enfermaba de viruela: “…la vacuna no libra de la viruela desde el primer día que el individuo se vacuna, sino desde el octavo al décimo día de vacunado; de manera que, si a una persona que ha contraído el contajio de la viruela, se la vacuna el mismo día o al día siguiente, le aparecerán los granos de la vacuna del tercero al cuarto día… i los granos de la viruela a los cuatro o seis días después i, entonces, el pueblo queda creyendo de pies juntillas que fue la vacuna lo que le ocasionó la viruela…”78. La explicación científica señalaba que el virus de la viruela había sido adquirido antes, en el período de incubación, y por tanto la inmunidad, que comenzaba días después de la vacuna, no protegía al individuo, al menos de manera global.

Era una explicación difícil de comprender cuando se proclamaba a la vacuna como antídoto infalible, pues cualquiera podía concluir que la vacuna produjo la viruela ante una evidencia tan concreta y aparentemente contundente. De este modo, una parte de la población asociaba vacuna a viruela, y no precisamente en el sentido de prevención que deseaban los médicos.

En esta línea, se generó otra idea errónea, al parecer bastante arraigada, sobre el peligro de la conjunción de las dos fiebres en una persona “… según dicen ellos si las dos fiebres variólica i vaccinal se encuentran el caso es mortal…”79. Este “diagnóstico” colaboraba a generar más temor respecto a la vacunación; las probabilidades de contraer la viruela de forma natural versus el peligro de contraerla con la vacuna eran tan parecidas en el imaginario popular que no tenía sentido molestarse en ir a vacunarse. Lo cierto es que generalmente la enfermedad era más benigna cuando una persona se vacunaba, aunque fuese tardíamente.

Respecto a la vacunación de los recién nacidos, que los médicos promovían tenazmente, también existían temores: “Cuando se trata de vacunar a un niño, los padres alegan que “todavía esta mui chico…” los niños se pueden vacunar desde los primeros días después del nacimiento. También existe la preocupación de que “no se pueden vacunar cuando les están saliendo los dientes”; la dentición no es ningún inconveniente, porque la fiebre de la vacuna no dura sino dos días, a lo más, i no atrasa ni adelanta la salida de los dientes. Por otra parte, la ventaja de librarlos de una enfermedad como la viruela, vale mucho más que el pequeño inconveniente de soportar una fiebre pasajera que no tiene el menor peligro…”80. Los médicos sostenían que los niños debían vacunarse lo antes posible para evitar la enfermedad, y así erradicar la viruela en las futuras generaciones, pero a las familias les resultaba angustioso hacerlo cuando eran tan pequeños.

Por otra parte, en la época estudiada existían diversas medicinas populares que competían fuertemente con la medicina oficial. Este tipo de medicina se basaba en el uso de hierbas y se combinaban usualmente con prácticas religiosas. Esta modalidad, practicada por el pueblo y por las elites, tenía en ocasiones raíces mapuches y se relacionaba habitualmente con sujetos como brujos, meicas, entre otros.81 Este tipo de creencias, cuidados y tratamientos tenían una poderosa influencia en la personas, afectando la alternativa de la medicina científica, pero también combinándose. Por ejemplo, en el periódico católico popular “El Mensajero del Pueblo”, durante la epidemia de 1876 se publicó lo siguiente: “… recomendamos encarecidamente a nuestro pueblo se vacune cuanto antes, sobre todo aquellos que no lo hayan hecho nunca…”82. Solo unos ejemplares después, bajo el título de “Remedios para la Peste” explican un método casero: “… se pone una cucharadita de perejil en una taza de leche bien caliente y se abriga bastante al enfermo. Un seguro y abundante sudor corta infaliblemente la fiebre y por tanto la peste es benigna y de poco cuidado…”83.

En el año 1905, durante la epidemia en Valparaíso, El Mercurio en la sección comercial publica un anuncio sobre un remedio que podría prevenir el contagio de viruela: “Para evitar la viruela es indispensable tener la sangre pura… remedio purificador de la sangre MUNYON`S…”.84

Entonces, si se temía a la vacuna, y existía una gama de remedios caseros y otros tantos a disposición en el comercio, ¿por qué habría de vacunarse la población con el peligro e incomodidad que significaba? En muchas ocasiones los remedios naturales se creían más efectivos, y menos peligrosos si tenemos en cuenta las altas tasas de mortalidad y contagio de hospitales y lazaretos. Podría establecerse que al menos para el caso de este flagelo las medicinas populares eran una alternativa a considerar.

Pero el temor y el acceso a medicinas populares no fueron los únicos factores que interfirieron en las políticas de vacunación. Este rechazo de la población, obedecía también a otras causas relacionadas con el servicio de vacunas y la vida cotidiana.

Servicio de vacunas y cotidianeidad

La vacunación era una operación algo dolorosa y, como otros procedimientos médicos, nada agradable. La jeringa utilizada en la época tenía una lanceta de gran tamaño, y había que inocular tres veces en cada brazo para asegurar el resultado. Si la vacuna no brotaba, era necesario repetir la operación. Para someterse a la vacuna había que, por lo general, acudir a un centro especializado y soportar los efectos posteriores. La inmunidad duraba ocho años aproximadamente, por lo que se contemplaba la revacunación.

El servicio y calidad de la vacunación no eran óptimos, por lo que el proceso se obstaculizaba por distintos motivos. El Dr. Opazo Silva explicaba que no todas las vacunaciones anotadas en las estadísticas eran válidas, ya que se pierden por “… falta de buena calidad de fluido, precipitación con que se realizan en época de epidemia, y falta del fluido brazo a brazo…”85. Estas tres complicaciones eran comunes, impidiendo la eficacia del procedimiento y, por tanto, contribuyendo a generar desconfianza e incomodidad en las personas que se vacunaban.

La preservación del fluido vacuno era bastante compleja en la época, por lo que en momentos de alta demanda se necesitaba a una persona vacunada para extraerlo e inyectarlo a otras, lo que también producía complicaciones. Cuando la escasez era elevada, por ejemplo en provincias, se enviaba fluido, pero existía la posibilidad de que se descompusiera si la travesía era larga.

A su vez, el tema de los vacunadores presentaba conflictos que suscitaron graves desavenencias. En primer lugar, la escasez de éstos, especialmente en las provincias. La carencia de personal iba aparejada en ocasiones con la ineficiencia del existente, tanto en vacunar como en permanecer en la oficina de vacunación y motivar a las personas con su actitud. De hecho, se reconocía “…la importancia que tiene que el vacunador que ofrezca el servicio, tenga ventajas personales que alejen el retraimiento y dé facilidades para que, sin distinción de clases sociales, se reciba con satisfacción su servicio…”86. La inclusión del factor de personalidad para este cargo nos parece interesante, ya que demostraba lo ingrato que podía resultar para las personas el procedimiento.

El médico Jenaro Contardo en su estudio sobre la viruela sostenía que “… a la buena calidad del fluido se agregaría un numeroso i, sobre todo, intelijente personal de vacunadores….”87. Ambos elementos esenciales para el éxito de la política de vacunación, y nada fáciles de obtener. De hecho, los vacunadores debían cumplir bastantes exigencias, pero en la práctica había que conformarse con las pocas personas preparadas que existían. Además, se suponía que la operación tenía que ser vigilada, e idealmente realizada por un médico, pero esta regla no se cumplía habitualmente dada la escasez de personal médico en el país.

El mismo acto de vacunarse podía ser engorroso en términos generales: “…si se halla alguna resistencia en nuestras clases proletarias contra la vacuna, es una resistencia simplemente pasiva, por no tener que perder un día entero en ir a la sala de vacunación o por no tener que cuidar al niño de la fiebre…”88.

Cuando la persona lograba vacunarse, también existían algunos efectos que podían ser perjudiciales. Como señala el médico Ricardo Dávila, justificando la vacunación obligatoria exclusivamente para los recién nacidos: “La vacunación forzosa para los niños no tendría, por lo demás, los inconvenientes gravísimos que tiene para los adultos, porque ni los priva durante algunos días de ganarse el sustento diario con el trabajo de sus manos, ni los expone con tal motivo se les hostilice en uno u otro sentido con fines políticos…”89. La vacunación podía privar al trabajador de cumplir sus tareas con el peligro evidente de ser despedido u hostilizado por sus patrones, sin contar con las molestias físicas propiamente tales.

Sin embargo, consideramos que si la población hubiese estado realmente convencida de los beneficios de la vacuna, los inconvenientes prácticos no hubiesen sido un impedimento a la hora de salvar la vida. Tampoco hubiese sido un problema el dolor físico, especialmente cuando muchas de estas personas vivían en medio de miserias y padecimientos. Por esta razón, los factores de desconfianza y temor nos parecen más relevantes. De hecho, según nuestra interpretación, la vacunación era rechazada por una desconfianza de los sectores populares en la medicina científica y, en términos más generales, en las autoridades o gobierno.

Una resistencia ¿pasiva?

El término resistencia fue utilizado en la época para referirse a la actitud de la población ante la vacunación. Las fuentes médicas ponen especial énfasis en este rechazo a la vacuna. De hecho, fue esta inquietante situación la que desencadenó en gran medida el debate sobre la necesidad de la vacunación obligatoria.

El médico Ricardo Dávila Boza caracterizó la resistencia como pasiva debido a su explicación de que las personas no se vacunaban más por las dificultades que conllevaba que por otras causas. El planteamiento de este galeno, que difiere en cierta medida del de otras fuentes consultadas, refleja la relevancia que pudieron tener en la época las falencias del servicio de vacunas.

Bajo nuestra perspectiva actual, nos parece que fue una suma de factores la que obstaculizó las políticas de vacunación, sin dejar de lado que: “…en los años de epidemia el temor a la peste se imponía y las cifras de vacunación se elevaban considerablemente…”90. Esta realidad demuestra que cuando el temor a la enfermedad se tornaba mayor que al de la vacuna, las personas acudían a vacunarse sin importar los problemas que debieran enfrentar. Cabe recordar que el número de vacunaciones aumentó con los años, disminuyendo la mortalidad por viruela.

Por otra parte, el término resistencia pasiva puede interpretarse en oposición a una resistencia violenta. A la luz de un caso comparativo, podemos reflexionar sobre este concepto, ya que en nuestro país no existen episodios de violencia asociados a la vacunación como en Brasil. Es interesante como contraste tener en cuenta lo que sucedió en este país. Nicolau Sevcencko analizó la enorme revuelta que tuvo origen en la ley de vacunación obligatoria en 190491. El gobierno estableció la legislación como medida de salud pública, pero la oposición contraria a la ley comenzó una campaña de agitación popular que terminó en una sangrienta rebelión. A su vez, Sevcencko considera que: “El reglamento era extremadamente rígido, abarcando desde los recién nacidos, imponiendo vacunaciones, exámenes y nuevos exámenes, amenazando con multas pesadas… No había preocupación en la preparación psicológica de la población, de la que se exigía una sumisión incondicional. Esa insensibilidad política y tecnocrática fue fatal para la ley de vacunación obligatoria…”92.

En nuestro país, se verificó un proceso diferente. El establecimiento de la vacunación obligatoria no fue un cambio drástico como en Brasil. Las campañas de vacunación, el reglamento de Balmaceda, entre otros avances, precedieron a la legislación definitiva. Si bien los resultados de las políticas de vacunación no eran óptimos, eran concretos, permitiendo que la población se convenciera lentamente del beneficio de la vacuna. Además, la medida se aplicó más tardíamente en nuestro país, por lo que la población pudo estar más preparada que en Brasil.

En otro aspecto, al decretarse el Código Sanitario en Chile, la vacunación obligatoria fue un artículo dentro de este corpus, causando menos asombro u oposición. De hecho, en esta ocasión no hubo partidos o facciones políticas que se opusieran a las nuevas medidas sanitarias dispuestas en dicho código. Su promulgación no suscitó mayores debates. La salud comenzaba a ser un asunto público y cada vez más subordinado al cuerpo médico.

Epílogo

Lentamente, el Estado comenzaba a asumir la salud de sus ciudadanos como un deber. El Código Sanitario de 1918 marcará un avance crucial para el desarrollo de la salud como una responsabilidad estatal. Restarán sólo unos años para la creación de un ministerio encargado únicamente de la salud pública. Las instituciones de salubridad dejarán su dependencia de la cartera del interior y cobrarán mayor autonomía. Los siguientes artículos mostrarán un Estado más involucrado y consciente de la relevancia de la prevención y tratamiento de las diversas enfermedades que afectaban a los ciudadanos. Desde el punto de vista de la población, este cambio también significará acatar normas vinculadas con su propia salud, que ahora pasaba a ser un asunto público.

En la época, había un consenso a nivel médico sobre el beneficio preventivo de la vacuna, pero existieron conflictos sobre su aplicación dado que la resistencia persistente de la población constatada por los galenos parecía ser la causa más importante entre las dificultades para erradicar la enfermedad. Bajo esta premisa, se hace evidente que la lentitud en la erradicación de la viruela no se debió a un desconocimiento técnico, sino que más bien obedeció a un conflicto político y social. El Estado y los ciudadanos no estaban preparados para asumir la responsabilidad de prevenir. Las elites políticas desecharon la posibilidad de imponer al pueblo la vacuna, y a su vez, la población mostró un silencioso rechazo frente a la vacunación, colaborando con las dificultades para aniquilar la enfermedad. Los médicos, en el centro de este conflicto, intentaron persuadir. Solo lo lograron a medias para este caso, pero las nuevas legislaciones e instituciones permiten concluir que la viruela, junto a otros flagelos, fueron esenciales para este cambio de mentalidad del cual dábamos cuenta al inicio de estas páginas.

Notas

1 Palabras del médico Francisco Puelma Tupper en el Congreso Nacional durante el debate de la ley sobre vacunación obligatoria, 6 de julio de 1882.

2 Marcos Cueto (editor), Salud, cultura y sociedad en América Latina, Lima, IEP ediciones, 1996, p.17.

3 Para esta temática, ver entre otros estudios, el trabajo de David Arnold, La naturaleza como problema histórico: el medio, la cultura y la expansión de Europa, traducción de Roberto Elier, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.

4 Nicolau Sevcencko, A revolta da vacina. Mentes insanas en corpos rebeldes, Sao Paulo, Editoria Scipione, 1993; Porto, A, Ponte, C. F. “Vacinas e campanhas: imagens de uma história a ser contada”, História, Ciências, Saúde. Manguinhos, vol. 10 (suplemento 2), 2003; María Silvia Di Liscia, “Viruela, vacunación e indígenas en la pampa argentina del siglo XIX”, Diego Armus (editor), Entre médicos y curanderos. Cultura, historia y enfermedad en la América Latina moderna, Buenos Aires, Editorial Norma, 2002; José Rigau-Pérez, “The introduction of Smallpox Vaccine in 1803 and the adoption of immunization as a goverment function in Puerto Rico”, The hispanic american historical review, Vol 69, N° 2, 1989; Angela Thompson, “To Save the Children: Smallpox Inoculation, Vaccination, and Public Health, Guanajuato, México, 1797-1840”, The Americas, Vol. 49, No. 4, 1993; James Colgrove, “Between Persuasion and Compulsion: Smallpox Control in Brooklyn and New York”, Bulletin of the History of Medicine, Summer, 2004. Para una visión más general de la problemática en Latinoamérica y en especial del caso peruano, ver el trabajo de Marcos Cueto, El regreso de las epidemias: Salud y sociedad en el Perú del SXX, Lima, IEP Ediciones, 1997.

5 Álvaro Góngora y Jorge Osorio, La sociedad frente a la muerte. La epidemia de cólera en Chile, 1886 – 1888 (Aconcagua, Valparaíso y Santiago). Memoria para optar al grado de Licenciado en Historia, UCV, 1975; Álvaro Góngora, “La epidemia de cólera en Santiago 1886– 1888”, Dimensión Histórica de Chile N° 10, 1995; William Sater, “The Politics of Public Health: Smallpox in Chile”, Journal of Latin American Studies, 35, 2003; María Angélica Illanes también ha hecho referencias a las epidemias en sus trabajos sobre salud pública, por ejemplo En el nombre del pueblo, del estado y la ciencia. Historia social de la salud pública, Santiago, Colectivo de atención primaria, 1993.

6 En numerosos estudios e informes médicos figuran estadísticas de la viruela. Ver entre otros, Leonardo Guzmán, “La viruela y la salud pública en Chile”, Revista Médica de Chile (en adelante RMCH), Vol 94, N° 2, 1966. El autor sintetiza los antecedentes basándose en los escritos de Adolfo Murillo y Enrique Laval, entre otros autores. Ver el análisis estadístico de René Salinas, “Salud, ideología y desarrollo social en Chile.18301950”, Cuadernos de Historia, N° 3, 1983.

7 Con posterioridad, sólo existirán casos aislados provenientes generalmente de los países vecinos. En 1977, la OMS declarará la enfermedad erradicada definitivamente a nivel mundial.

8 Por ejemplo, el médico Daniel Opazo Silva en su análisis de las vacunaciones señalaba que las personas enfermas generalmente excedían a las que figuraban en las estadísticas dado que éstas cubrían las que se registraban en lazaretos y hospitales únicamente. Ver Daniel Opazo, De las Vacunaciones en Chile, Anales Universidad de Chile, Tomo LI, Santiago, Imprenta Nacional, 1877.

9 Durante la colonia, el fraile juandediano Manuel Chaparro fue pionero; realizó las primeras inoculaciones primitivas en 1765, y fue él mismo quien practicó las vacunaciones en 1805 estimulado por la comisión Balmis. Dicha comisión tenía el propósito de difundir la vacuna en América. Para el caso chileno, véase entre otros estudios, Enrique Laval, La Vida y obra de fray Pedro Manuel Chaparro: médico chileno del siglo XVII, Santiago, Editorial Universidad Católica, 1958 y Pedro Martínez Sanz, “La viruela y Fray Chaparro, Ars médica N° 10, 2005.

10 Esta corriente se desarrolló desde fines del siglo XVIII en Europa, principalmente por médicos. Se partía de la base de la gran incidencia del entorno ambiental y social en el desarrollo de las enfermedades. Ver por ejemplo, Luis Urteaga, “Miseria, miasmas y microbios. Las topografías médicas y el estudio del medio ambiente en el siglo XIX”, Geocrítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana, 1980. Para las relaciones e influencias culturales de los médicos europeos y latinoamericanos, ver el actualizado artículo de Marta de Almeida, “Open circuit: the exchange of medical and scientific knowledge in Latin America in the early 20th century”, História, Ciências, Saúde. Manguinhos, vol.13, N°3, 2006.

11 Destacado médico higienista (1852-1937). Fue inspector sanitario y presidente de la Liga contra la tuberculosis. Participó activamente en el debate público en diversas instancias, entre otras, para lograr la aprobación del Código Sanitario de 1918, “La viruela”, RMCH, Vol 21, N° 3, Santiago, 1893, p. 82.

12 Luis Astaburuaga, “La Viruela en Chile”, Pedro Lautaro Ferrer (compilador), Higiene y Asistencia Pública, Santiago, Imprenta, litografía y encuadernación Barcelona, 1911, p. 522.

13 Alberto Romero, ¿Qué hacer con los pobres? Elite y sectores populares en Santiago de Chile.1840-1895. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1997, p. 142.

14 Ricardo Dávila Boza, “La Viruela”, RMCH, Vol 21, N° 3, Santiago, 1893, p.86

15 Ver Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas, Buenos Aires, Taurus, Segunda Edición, 2003. Un ejemplo interesante de este enfoque en Diana Obregón, “De “árbol maldito” a “enfermedad curable”: Los médicos y la construcción de la lepra en Colombia, 1884-1939”, Marcos Cueto (editor), Salud, cultura y sociedad en América Latina, Lima, IEP Ediciones, 1996.

16 La ceguera era una consecuencia posible de la viruela, aunque según las fuentes parece menos común que en Europa. De todas maneras, la tesis también apunta a las lesiones cerca del rostro que pudiesen comprometer la vista.

17 Guzmán, op cit., p.120.

18 Pedro O’Rian, “La epidemia de viruela”, RMCH, Vol 1, N°5 Santiago, 1872, p. 200.

19 Quizás el lector conozca otras referencias o haya tenido ocasión de ver a alguien con dichas marcas.

20 Para una descripción clara de los síntomas de la viruela, ver Pedro Barros Ovalle, Contra la viruela. La vacuna. Breves nociones sobre la viruela, vacuna i vacunaciones, destinadas a la propaganda de las virtudes preservativas del fluido vacuna, Santiago, Imprenta i encuadernación Ercilla, 1911. El lenguaje médico se simplifica en este escrito porque está destinado a la población general. Estudios posteriores que analizan la enfermedad de forma científica y social, pero para el caso europeo fundamentalmente ver los trabajos de Mary Linderman, Medicina y Sociedad en la Europa Moderna, 1500-1800, España, S. XXI Ediciones, 2001; Roy Porter, Breve historia de la medicina, Madrid, Taurus, 2003.

21 Astaburuaga, op cit., p. 521.

22 O’Rian, op cit., p. 276.

23 Es un hecho aceptado que las poblaciones se “acostumbran” a determinadas enfermedades, haciéndose menos virulentas. En Chile, al parecer los casos mortales fueron disminuyendo paulatinamente de forma paralela a la introducción de la vacunación masiva, por lo que sería un factor a considerar dentro del proceso de erradicación de la viruela. Ver Porter, op cit.

24 Jenaro Contardo, Causas de Propagación de la Viruela en Chile., Santiago, Imprenta Nacional, 1877, p. 217.

25 La introducción del método de la inoculación en Europa parece responder a varios factores. La acción de Lady Mary Wortley Montagu, esposa del embajador de Inglaterra en Turquía, quien en el año 1717 habría probado las inoculaciones en sus propios hijos; de médicos como Hans Sloane, y de pensadores como Voltaire. Para un análisis más completo del tema, ver Mary Linderman, op cit. En un trabajo menos reciente, pero también interesante, ver Howard Haggard, Diablos, drogas y doctores. Historia de la ciencia de sanar desde el curandero al doctor actual, Madrid, Editorial Aguilar, 1966.

26 Es importante tener en cuenta que sólo al año de publicar Jenner su trabajo se fundó la sociedad de anti-vacunacionistas, que también tuvo cierta repercusión en Chile. Los anti-vacunacionistas argumentaban que la vacunación era un método inseguro y riesgoso, produciendo otras enfermedades e incluso la muerte en niños y adultos. Para conocer más de sus posturas en nuestro país, ver Alfredo Helsby, Contra la vacunación obligatoria: que dicen hoi los sabios sobre la vacuna?, Santiago, Imprenta Galvez, 1911. Cabe señalar que aún en la actualidad existen grupos contrarios a la vacunación a determinadas enfermedades.

27 Adolfo Murillo, El Servicio de Vacuna en Chile, Santiago, Imprenta Emilio Pérez, 1898.

28 También existían en la época opiniones favorables a la vacuna humanizada. Se afirmaba que ésta era más benigna en sus síntomas y más fácil de obtener.

29 Barros, op cit., p. 68. El médico era inspector del ramo de vacunación cuando decidió escribir este folleto para propagar la vacuna.

30 Guzmán, op cit., p. 123.

31 Para mayores antecedentes sobre esta temática, ver entre otros estudios, Gonzalo Piwonka Figueroa, “Estado y Salud en Chile. Un estudio histórico-jurídico”, Dimensión Histórica, N°10, 1995.

32 Ibidem, p. 50.

33 En nuestra investigación revisamos varios de estos informes, pero las fuentes médicas propiamente tales resultaron más ricas en los análisis de cifras y casos. Por este motivo, las revistas, folletos y discursos emanados del cuerpo médico constituyen nuestras principales fuentes.

34 Barros, op cit., p. 87. Este sentimiento de orgullo tiene su contraparte en la vergüenza e impotencia que sentían los médicos ante la permanencia de una enfermedad que podría prevenirse. A su vez, los enormes gastos que ocasionaban al país los brotes de viruela, eran visualizados como un desperdicio. En el debate observaremos estas opiniones con mayor detalle.

35 Adolfo Murillo fue uno de los médicos más prolíferos y destacados que tuvo nuestro país. Escribió numerosos informes y ensayos sobre la salud en Chile. Fue director de la Sociedad de Instrucción Primaria de Santiago, decano de la Facultad de Medicina, y presidente de la Junta central de vacuna entre otros cargos. Esta frase es tomada de su intervención en el Congreso el 1 de julio 1882, Boletín de Sesiones de la Cámara de Diputados, p.198.

36 Barros, op cit., p.71.

37 Rodolfo Hurtado, Memoria del presidente de la junta de vacuna al señor Ministro del Interior, Santiago, Imprenta Emilio Perez, 1888, p. 6.

38 Contardo, op cit., p. 217.

39 Francisco Puelma Tupper, “Crónica”, RMCH, Vol 21, N° 4, 1893, p. 245. Francisco Puelma Tupper terminó sus estudios en Alemania. Después de una estadía en Europa, se destacó en Chile por fundar la cátedra de anatomía patológica. En 1882, intervino por primera vez en la política como Diputado por Coquimbo y más tarde por Talca. Publicó diversos artículos en la revista médica y en la prensa.

40 Un ejemplo de ello fue la campaña de 1905 en Valparaíso, ver relato de Guzmán, op cit.

41 Diputado Francisco Puelma Tupper, Sesiones del Congreso, julio de 1882, p.138.

42 Para la epidemia de cólera en 1886, se elaboró una cartilla popular, al igual que para la peste bubónica en Iquique en el año 1903. Para el caso de la viruela, también se observa este intento a través del folleto de Barros Ovalle, entre otras iniciativas.

43 Conferencia dada por el profesor Carlos Ibar en la Asociación de Educación Nacional, el 1 de agosto de 1909.

44 El proyecto original se gestó en 1877, se discutió en las sesiones extraordinarias de la Cámara de Diputados, luego se modificó en el Senado, participando el mismo Allende como senador suplente por Atacama. Luego, llegará a la Cámara de Diputados donde fue rechazado en 1882. A este último debate corresponde este análisis. Por la gran extensión del debate en distintos momentos, escogimos esta discusión de 1882 para analizarla en profundidad.

45 Diputado Jordán, Boletín de Sesiones de la Cámara de Diputados, Sesión ordinaria del 13 de julio de 1882, p. 233, 234.

46 Diputado Puelma, op cit, p. 237.

47 Adolfo Murillo, Sesión ordinaria del 5 julio de 1882, op cit, p. 203.

48 Diputado Letelier, op cit., p.209.

49 Cuando se detectó el cólera en Argentina, se discutieron medidas extraordinarias que suscitaron gran oposición y debate dado que se aumentarían las facultades presidenciales. Véase Josefina Cabrera, “El cólera en Chile (1886 – 1888): Conflicto político y reacción popular”, en Anales de la Historia de la Medicina, Sociedad Chilena de historia de la medicina, año XVII, 2007.

50 Los artículos tres y cuatro obligaba a las personas que tenían individuos a su cargo a responsabilizarse por la vacunación de estas personas. El artículo cuatro establecía una multa para los que no cumplieran dicha norma.

51 Diputado Amunátegui, sesión ordinaria del 5 de julio de 1882, op cit, p.259.

52 Mackenna, op cit, pp. 200, 201.

53 Illanes, op cit., p. 65.

54 Diputado Letelier, op cit, p. 210. Es interesante la comparación establecida entre vacunación y reclutamiento. Es probable que se trate de una exageración para rebatir a los defensores, pero sin dudas debe tener un atisbo de realidad. Ver capítulo sobre la resistencia a la vacunación.

55 Cuando se estableció la vacunación obligatoria en el Código Sanitario la responsabilidad de vacunarse recayó en los individuos, o en los padres si eran menores de edad.

56 Diputado Letelier, op cit, p. 214.

57 Dávila, op cit., p.86.

58 Diputado Letelier, op cit, p. 209.

59 Al parecer, existían numerosas falencias en el servicio de vacunación. En el siguiente capítulo daremos cuenta de algunas de estas debilidades.

60 La escasez de vacunadores, las dificultades con el registro civil, la mala calidad del fluido o deficiencia en el procedimiento son algunos de los problemas que los médicos conocían. Ver entre otros, Asta-Buruaga, op cit, p. 522.

61 Diputado Puelma, op cit p. 211.

62 Diputado Puelma, sesión ordinaria de 7 de julio de 1882, opcit, p.221.

63 Diputado Jordán, sesión ordinaria del 13 de julio de 1882, op cit, pp. 233, 234.

64 Diputado Puelma, op cit, p. 236.

65 Diputado Orrego Luco, op cit, p. 256.

66 Para mayores antecedentes sobre las políticas públicas de Balmaceda, ver entre otros estudios Gerardo Martínez, “Desarrollo económico y modernización en la época de Balmaceda”, Sergio Villalobos, La época de Balmaceda, Santiago, Centro de investigaciones Diego Barros Arana, 1992.

67 Enrique Laval, Síntesis del Desarrollo Histórico de la Salubridad en Chile, Santiago, Servicio Nacional de Salud, 1956, p.24. Cabe señalar que para Laval dicha Junta es el antecedente directo del consejo Superior de Higiene creado en 1892.

68 Para las estadísticas de los años mencionados utilizamos las cifras publicadas en la Revista Chilena de Higiene, las cuales son tomadas de fuentes oficiales, y muchas veces corregidas por los médicos con nuevas informaciones. Además, los análisis y comentarios de numerosos brotes epidémicos fueron realizados por Ricardo Dávila Boza en la Revista Chilena de Higiene.

69 Código Sanitario 1918, artículo 52.

70 Ibidem, artículo 57.

71 Idem.

72 Ver artículos 32 y 58 del Código.

73 Ibidem, Artículo 54.

74 El efecto de estas medidas no fue instantáneo lógicamente, pero sumadas a los esfuer zos anteriores, posibilitaron la erradicación paulatina de la enfermedad.

75 Opazo, op cit., p. 172.

76 Ibidem.

77 O’Rian, op cit., p. 198.

78 Barros, op cit., p.83.

79 O’Rian, op cit., p. 198.

80 Barros, op cit., p.85.

81 La medicina popular es un gran tema que sobrepasa los objetivos de este estudio, por lo que no pretendemos ser exhaustivos. Para testimonios sobre estas medicinas populares Ver Sergio Vergara, Cartas de mujeres en Chile: 1630-1885, Santiago, Editorial Andrés Bello, 1987.

82 El Mensajero del Pueblo, Santiago, 29 de abril de 1876.

83 Ibidem, 28 de junio de 1876.

84 Desde mediados del siglo XIX hay intentos por impedir la venta de medicamentos que se proclamen como preventivos o curativos de enfermedades epidémicas. En el periódico, El Ferrocarril por ejemplo, se da cuenta de esta prohibición en medio de un brote epidémico en junio de 1872.

85 Opazo, op cit., p. 170.

86 Hurtado, op cit., p.14.

87 Contardo, op cit, p. 212.

88 Dávila, op cit., p. 135.

89 Ibidem, p. 134.

90 Romero, op cit., p.149.

91 Sevcencko, op cit.

92 Ibidem, p. 17. Traducción propia.