LA FORMACIÓN DE LA NOVELA LATINOAMERICANA*

El género novela es el pez enjabonado de la literatura: nada más difícil de atrapar. Puede decretarse fundadamente su muerte y se le verá nadar ileso; puede retrotraérselo al pasado, a cualquier estructura prosística, y él concurrirá diligentemente para evadirse de inmediato con igual soltura. Género vulgar si los ha habido en la historia de la cultura, de sus bajos fondos originarios extrajo su capacidad de adaptación, de supervivencia, de transformación. No podrían invocarse aquí los prestigios del ave Fénix: más bien las mañas del “gamín” callejero, pues se ha nutrido a pecho de la vida, como decía el clásico, y ésa es dura madre. Cada vez que la retórica pretendió dignificarlo (quizás disecarlo) se escabulló de sus manos para volver gozoso al barrizal: de allí resurge con nueva energía, bajo nuevas formas.

En América Latina se le dice nacido con la Independencia política, bajo el fuego de la revolución de 1810 (el mentado Periquillo Sarniento de Lizardi), cuando no se le busca en los discretos chismosos de la Colonia (El Carnero bogotano o El Lazarillo peruano) o en las crónicas de los conquistadores. Con la misma imprecisión se le atribuye el triunfo internacional de la literatura actual, y su incorporación al concierto universal de las letras. Todo cierto, todo mentira.

El pícaro que inventa Lizardi no es sólo un arcaísmo temático, sino también formal. Restaura la originaria condición de la novela como arma de combate para destruir un orden establecido, apelando a la clásica argucia (única por lo demás que ese orden fue capaz de admitir) del hablar irresponsable del marginado social: el desheredado o el loco, Lázaro o Quijote. Pero por arcaica que haya sido asimismo la situación cultural en que operó el escritor, su obra sólo pudo ser posible si en la sociedad donde escribía se registraba la factura que su creación simbolizaba, o sea, si ésta contaba con la solidaridad que sólo puede proporcionar un grupo social coherente. De tal modo que la novela se boceta tímidamente en América Latina cuando ese circuito, que implica la existencia del periódico y de la palabra escrita, se articula aunque sea muy débilmente y sin que pueda reinstaurarse hasta mucho tiempo después. A partir de ese arranque la novela latinoamericana no hará sino rehacer una historia conocida: la que cuenta las vicisitudes de la estrecha relación de un género con una clase social, que es a comienzos del xix la burguesía mercantil y funcionaria que ha de ser arrasada por la tormenta revolucionaria y por la posterior conmoción social pero a la que ha de caber, por una serie de sucesos casi azarosos, la conducción de los nuevos países independientes y la sujeción a sus normas de inmensas poblaciones heterogéneas que tardará más de medio siglo en embridar.

Desde esta perspectiva pueden formularse algunas proposiciones respecto a la evolución histórica del género en América Latina. Ante todo, hay que situarlo con relación a la totalidad literaria del continente para decir entonces que los géneros predilectos de América Latina, aquéllos donde ha alcanzado su expresión más penetrante, han sido y siguen siendo la poesía y el ensayo. O sea, los géneros reales y tradicionales, esos que al nivel de la estética hegeliana ya resultan subvertidos por el nuevo orden burgués, pero que sin embargo se prolongan triunfantes dentro de culturas arcaicas y dependientes como serán las de América Latina. Por su descendencia del tronco hispánico (los imperios misioneros y medievalistas de España y Portugal, elusivos del pensamiento renacentista); por su afincamiento en tierras de extensa cultura autóctona que expresaban a sociedades religiosas; por la rica contribución oral de las literaturas populares africanas; sobre todo por generarse en el seno de sociedades que se unificaban por sus culturas de procedencia rural, o sea, analfabetas y tradicionalistas; por todo ello, la forma preferida, y durante siglos practicada en las regiones al sur del río Bravo, fue la poesía. En sus dispares direcciones, que le permitían restaurar géneros extintos, como la épica, o practicar asiduamente formas obsoletas, como la didáctica.

Cuando en la segunda mitad del siglo xviii la palabra impresa comenzó a competir con la palabra oral, recogió la otra única tradición con que contaba la Colonia y que para ella, no obstante había pasado desapercibida: el ensayo, moral, político, educativo, religioso, científico, histórico, o sea, el manejo adulto y responsable de la escritura, nacido de una soterrada sacralización en pueblos coloniales para quienes la palabra escrita era sinónimo de la ley. Al irrumpir la Independencia, éstos serán los dos instrumentos capitales del discurso literario y lo seguirán siendo por todo el siglo xix. Cuando finalizando éste, José Martí argumenta contra la novela —a pesar de Amistad funesta—, no hace sino traducir el pensamiento de los intelectuales del continente y su sistema de valores. Para ellos (los Bolívar, Bello, Alberdi, Hostos, González Prada) la palabra en libertad, la palabra responsable, residía en el verso; la palabra seria, que se asumía como compromiso, en la prosa científica o literaria y en las letras de cambio comerciales.

Es el universo cultural del xix el que no permite a la novela alcanzar su forma, la de ese momento histórico de la civilización europea, por lo cual América Latina carece estrictamente de novelas en el siglo xix. Desde el Facundo hasta Os sertoes, desde Una excursión a los indios ranqueles hasta ¡Tomochic!, desde Amalia hasta Aves sin nido y el Enriquillo, la novela merodea la historia o la ensayística, sirviéndole de “fermosa cobertura”, sin alcanzar una autonomía de género. Por lo mismo, al concluir el siglo se abrazará de la “novela de tesis”, que parece venir a convalidar su orientación primigenia con un respaldo europeo. Lo novela no adquiere autonomía, como tampoco la conquista a través de la serie de Marías y Clemencias que poblaron el siglo, donde las historias particulares no se fundan en una cosmovisión articulada que les confiera forma.

Dos únicas excepciones, bien dispares, a considerar: la de Machado de Assís y la de Eduardo Gutiérrez. Diríase que, luckasianamente, ambos fueron capaces de asumir la fractura que permitía la constitución del género: el brasileño, a través de su paradojal relación con la estructura burguesa que él asumió cuando ella despuntaba por primera vez en América Latina; el argentino, mediante el manejo de una cosmovisión popular en crisis. Aunque este último nombre no es frecuente en las historias del género, puede reponerse el juicio que le mereció a Rubén Darío, para quien era “el primer novelista americano o el único”. Si Machado de Assís tendría seguidores, porque había apostado sobre una estructura verbal que figuraba la victoriosa estructura social que se impondría, Gutiérrez los pierde porque estructura un mensaje de despedida.

Quienes fundan la novela latinoamericana, echando mano de los recursos del naturalismo y del esteticismo finisecular, han de ser los realistas del comienzo del siglo xx. Aunque se ha hecho costumbre arremeter contra ellos (véanse las censuras de Alejo Carpentier y de Carlos Fuentes), no se puede ignorar que en la segunda década del xx una serie de libros configuró la forma novelística de América Latina: La maestra normal de Manuel Gálvez, Los de abajo de Mariano Azuela, Reinaldo Solar de Rómulo Gallegos, Un perdido de Eduardo Barrios (todos anteriores a 1920) hasta El inglés de los huesos de Benito Lynch y La vorágine de José Eustasio Rivera (ambos de 1924), revelan un período excepcional de la creatividad narrativa, sin igual hasta entonces, que coincide en la fijación de un modelo narrativo peculiar, emparentable desde luego con el regionalismo europeo que se da en las mismas fechas, aunque no es la fuente de esta producción, pero capaz de transmutar una coyuntura específica de la cultura latinoamericana. Si fuera necesaria otra corroboración se la encontraría en el éxito que acompañó estas publicaciones: no sólo registraba la existencia de un público con el cual se entablaba el diálogo del escritor, sino una cosmovisión básica de donde surgió un proyecto cultural, opuesto a los valores establecidos.

La aportación central fue esa autonomía del género novela adecuado a las condiciones culturales de su tiempo. Si bien la más visible nota residió en el manejo de personajes, escenarios y asuntos locales (cosa que no era nueva en la narrativa), más importante y más fecundo habría de resultar el establecimiento de una forma literaria ajustada a la cosmovisión de los sectores medios emergentes. Para eso construyó la urdimbre del realismo con un lenguaje marcadamente denotativo que fingió transparentar el mundo circundante; creó un sistema de relaciones internas que al promover las convenciones del tiempo y el espacio forjó el criterio de verosimilitud; sometió lo maravilloso a la cotidianidad de la vida sin prescindir de él; asumió el ritmo y el tono de la lectura privada abandonando para siempre la oratoria naturalista. Todo lo que en esto hay de cuidadosa elaboración literaria, cuyo artificio nos resulta hoy tan visible, explica que haya impuesto un modelo —el de la novela como espejo de la realidad— que ha persistido hasta el presente promoviendo insubordinaciones de estilo posteriores: es el acierto de una estructura literaria. Sus mismos críticos le rinden el mayor homenaje cuando acusan a este modelo de ser “mera copia de la realidad”. A tal grado logró su engaño artístico.

Pero aún más importante fue la operación por la cual fueron retirados de la novela los planos explícitos del discurso ideológico interpretativo, manipulándose las significaciones de los particulares narrativos —personajes y peripecias en especial— para que resultaran capaces de trasuntar directamente la articulación ideológica en la conciencia del lector. Si para tales fines se apeló en exceso a los símbolos, si la claridad del mensaje prohibió esquemas harto simples, ello se compensa por la virtud mayor de permitir a la novela que descendiera a las vidas privadas de sus criaturas reconociéndolas en su opacidad y limitaciones, sin que eso obligara a renunciar a las significaciones.

La transmutación de ese modelo, que sin embargo rigió por mucho tiempo, pasando a un segundo plano, será hijo de la fecundación de la prosa narrativa por la poesía. Por lo tanto, heredero de una renovación que se produjo en las mismas fechas en que se fijaba el modelo narrativo realista, gracias a la tarea de poetas como Tablada, Huidobro, Vallejo, Bandeira. La poesía siempre ha cumplido una función pionera en América Latina. La novela asume sus conquistas con cierta lentitud propia del género. Las invenciones poéticas serán asumidas por la novela desde los años veinte, pero la aceleración del proceso sólo ocurrirá en los años cuarenta. La distensión rítmica que alcanza la poesía al liberarse de las matrices convencionales, la acentuación de lo vivido particular a través de un lenguaje connotativo, el desprendimiento de los códigos socializados que apunta a su subjetivación, la recuperación de las napas íntimas del habla con su peculiar léxico y sintaxis, la irrupción de la imagen y la metáfora como cifras de una unificación del mundo, serán algunas de las aportaciones que la poesía transmite a la narrativa. Obras tan alejadas entre sí como Los lanzallamas de Roberto Arlt, El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, Macunaíma de Mario de Andrade, puede verse como los señaleros que indican las entradas a la nueva narrativa latinoamericana.

* Ponencia presentada a la mesa redonda sobre “La novela latinoamericana” en el VIIth. Congress of the International Comparative Literature Association, Montreal-Ottawa, agosto de 1973. Publicada en la revista Sin Nombre, IV, 3, San Juan, enero-marzo, 1974.