DOS NOTAS SOBRE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

Agua (1935) fue el primer libro de José María Arguedas, y esos cuentos, ya entonces, anunciaban la profunda transformación de un regionalismo en una compleja elaboración del lenguaje.

La narrativa de Arguedas no se agota en la simple “captación del mundo indígena”. Su obra es una verdadera antropología literaria del Perú: recorre un abigarrado y conflictivo mundo mestizo; mundo que marca y destina a los personajes según su origen étnico y geográfico, según su estrato familiar o social, y estos niveles se formulan en distintas modulaciones de la lengua.

El tratamiento “animista” que la crítica ha observado largamente en los textos de Arguedas, no agota la gravitación del mundo físico sobre el personaje indígena; el concepto de animismo parece aquí insuficiente. La corriente continua entre individuo y mundo, entre persona y ambiente, no supone el trasfondo romántico del telurismo practicado por los indigenistas, quienes vaciaron desde pautas exteriores el mundo más complejo del indígena; en Arguedas, esa continuidad de relaciones está íntimamente propuesta como un trágico y feliz destino, y está sujeta al drama, al conflicto suscitado por tensiones étnicas de valores, pautas y hábitos. Así, a un nivel, la comprensión religiosa del mundo anuncia una jerarquía patriarcal: los cerros son “padres” de las comunidades indígenas, constituyen un marco tutelar y protector, y estas divinidades estarán también comprendidas, de una manera esquemática, en la jerarquía cristiana; y también, a otro nivel, cuestionada por la incipiente rebeldía afectiva. Además, el hombre que Arguedas observa aparecerá complejamente configurado por el mundo físico, a tal punto que es la “geografía”, el medio, lo que se plantea para ese sujeto como destino. Y esta dependencia supondrá el sonambúlico conflicto de etnia y sociedad, de injusticia y rebelión, de tradición y ambigüedad.

Cuando José María Arguedas fue a Lima en 1929 para iniciar sus estudios universitarios (había nacido en Andahuaylas, en 1911; era originalmente un quechua-hablante), decidió hacerse escritor al comprobar la pobreza y falsedad de la literatura que trataba los temas indígenas. El primer problema que entonces se planteó definiría su obra toda; un problema de lenguaje, por cierto: la necesidad de dar en el español escrito las modulaciones distintas de una lengua absolutamente oral, el quechua. Por eso las obras de Arguedas son una metáfora verbal: conjugar la afectividad expresiva, la cálida vibración del quechua en un lenguaje escrito, supone una ruptura en el lenguaje español, una modificación en su tono, en su estructuración y también en sus valores expresivos. Un largo y penoso ensayo por lograr ese nuevo lenguaje antecedió a la publicación de sus primeros cuentos; un lenguaje esencialmente poético que supuso, desde esos cuentos, una modificación también poética de la realidad.

Amor mundo y todos los cuentos (1967) compila los relatos de Arguedas escritos entre 1935 y 1966; son trece cuentos que dejan ver un largo y lento proceso en el tratamiento: los primeros están escritos como panoramas de la vida comunal, sobre la base de tensas y abigarradas “estampas”; pero aquí la aparente torpeza narrativa, los cambios bruscos y la ruda distribución, están íntimamente ligados al sentimiento de rebeldía, que es un ritmo dominante en esos primeros textos. En cambio, los cuentos escritos a partir de la década del 50 muestran un tratamiento más ceñido, un más nítido desarrollo dramático; al mismo tiempo, la economía verbal irá a suscitar la tensión de las situaciones dentro ya del clima mágico que el autor rescata. Pero lo importante es advertir que casi todos los cuentos anuncian un decidido trasfondo biográfico: la exploración de la propia experiencia, la situación del mismo autor como hablante comprometido, parece fundamental aquí para asumir el complejo debate que Arguedas revela en el mundo indígena. Y es constante también que el hablante sea en estos cuentos un niño. Parecería que este trasfondo está planteado como una larga ascesis, en una suerte de liberación y exploración del origen de una realidad contradictoriamente vivida.

En los primeros relatos —”Agua”, “Los escoleros”, “Warma Kuyay”— el tema biográfico está inscrito en amplios frescos de la vida comunal que es puesta en tensión por la experiencia de la injusticia: el personaje —un niño mestizo entre los indios— revela aquí su dolida e impotente rebeldía contra los “principales”, que sojuzgan y humillan a los indígenas. Es esa impotencia lo que en estos cuentos busca reconciliarse con la conciencia de una situación, a través de la piedad, de la conmocionada afectividad del rebelde. La rebeldía también establece su escala de valores: el mundo en la atormentada conciencia del niño aparece ya escindido entre la maldad y la vida natural, entre la injusticia y la inocencia; el injusto orden es así revelado psicológicamente. Al mismo tiempo, estos textos anuncian el estilo de ligazón del individuo con su comarca, con su sociedad rural; lo que está fuera de la isla de la comunidad es conocido como “el extranjero”, y aún el alma deambula en ese extranjero hostil cuando hay un desajuste geográfico.

Pero el plano profundo de esta aventura de reconciliación autobiográfica radica en los problemas de la ambigüedad racial. En estos relatos Arguedas configura a su hablante biográfico, al niño evocado, como íntimamente escindido por una condición mestiza. El personaje niega, a partir de la rebeldía social, el marco protector de las divinidades indígenas, pero no podrá desligarse del mismo, y se apoyará incluso en ese paternalismo sagrado cuando el drama se insinúa. Así, en “Los escoleros”, un personaje explica:

—Tayta “Ak’chi” (el cerro) es patrón de Ak’ola (la comunidad), cuida a los comuneros, a las vacas, a los becerritos, a todos los animales; todos somos hijos del tayta “Ak’chi”. Y el niño replica:

—¡Mentira! Nadie es padre de los comuneros, nadie; solos como la paja de las punas son. ¿El corazón de quién llora cuando a los comuneros nos desuella don Ciprián con sus mayordomos, con sus capataces?

Pero cuando Juancha —el niño rebelde— no puede descender del cerro que ha escalado, temiendo ser tragado por este, ruega:

—Jatunrumi Tayta: yo no soy paja para ti; hijo de blando abogau; soy mak’tillo niño falsificado. Mírame bien Jatunrumi, mi cabello es como el pelo de las mazorcas, mi ojo es azul; no soy como para ti, Jatunrumi Tayta.

Será, pues, la conciencia del mal lo que marcará con la rebeldía al atormentado personaje, llevándolo a la negación racional del universo religioso indígena, si bien la ambigüedad mestiza habrá también marcado su participación y su distancia ante el mundo originario; el resultado es la impotencia; solo con la imaginación puede el niño “destrozar” a los principales, solo la afectividad puede conmover a los indios. El final, un aparte, del último cuento de esta etapa, “Warma Kuyay”, abandona al personaje niño y es el propio Arguedas el que habla:

El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque maula cobarde, será el mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre arenales candentes y extraños.

Este texto es de 1938. A la ambigüedad étnica corresponde así la escisión geográfica. Para los indios el destino era evidente: el mundo intrincado y cerrado que atomiza a las comunidades y las enraíza en la tierra, propiciando una múltiple dependencia. Para el mestizo, para el niño rebelde, el destino es ya la impotencia. Pero la conflictiva participación en lo indígena seguirá marcándolo, aun fuera del marco comunal, ahora en el otro lado del país: la costa.

“Orovilca” (1964) es un relato que tiene como marco la provincia costeña del Perú, un marco tradicional, con valores a los que el niño mestizo se ajusta fácilmente: un principismo moral caballeresco y una vertiente mágica. Lima, en cambio, es la otra cara de la medalla. Sobre su experiencia en Lima Arguedas escribirá “El sexto” (1961), nombre que designa a un presidio famoso por su brutalidad, novela de una violencia agudísima. Como ha observado el crítico Alberto Escobar (Patio de Letras), esta novela reduce la sociedad peruana a un ámbito emblemático: la cárcel; así, aquella permanente rebeldía ante la injusticia, que se revierte en impotencia, en afectividad, en torturada conciencia, encontrará en la escisión geográfica un símbolo —la cárcel— que refleja la vastedad del malestar social experimentado en el Perú.

Pero la ambigüedad mestiza, en su sensible oscilación psicológica, será visible todavía en “El Forastero” (1964), el único cuento de Arguedas que acontece fuera del Perú. Obviamente autobiográfico, aquí el personaje es ya un adulto. El cuento narra ambiguamente experiencias de amor y soledad en el lumpen de Guatemala. Una experiencia amorosa suscrita en el personaje, otra vez, la conciencia ideo-afectiva de su escisión racial: la atmósfera tensa y cargada de lacerante promiscuidad replantea el conflicto mestizo; aquí, el personaje se vuelca a su origen indio: el sufrimiento y la soledad se adscriben a ese origen, con un patetismo maduro, visceral, en un juego de reflejos y tensiones frente al deteriorado y humanísimo ambiente guatemalteco. Los otros personajes solo saben de él que es un extranjero erráticamente adscrito a un país desconocido y, además, que una palabra, cuyo significado ellos ignoran, lo define: cóndor, el solitario pájaro de las punas heladas. Así, este relato prolonga el conflicto hasta el aniquilamiento del hablante que aquí se sugiere.

Los últimos cuatro relatos del libro, agrupados con el título “Amor mundo”, son los más recientes y explotan otra experiencia traumática en su contexto mestizo: la iniciación sexual, su debate. Nuevamente el hablante es el niño evocado, nuevamente la literatura explora abruptamente los orígenes de un conflicto. Lo más importante aquí acaso radique en la brutal presentación del tema: el niño asiste a patéticas y humilladas ceremonias eróticas, a una promiscuidad que lo lacera en sus pautas idealistas, en su trasfondo religioso. Finalmente, aquí se plantea el dramático conflicto entre la experiencia sexual y el sentimiento de una culpa religiosa; y ello en el contexto de la promiscuidad y del machismo. En el “Ayla”, uno de los relatos, los indios practican una ceremonia sexual, al parecer derivada de ritos de la fecundación, y el niño, ingenuamente, quiere participar en ella; los indios lo apartan, pero no porque sea un niño, sino por una razón más fatal: porque no es un indígena. Nuevamente el personaje experimenta su apertura al mundo como un debate escindido.

Y toda esta compleja agonía mestiza adquiere su validez expresiva en una elaboración verbal peculiarísima: el lenguaje de Arguedas, una simbiosis confesional y elegíaca, es también un código poético, un juego de tensiones sensibilizadas por el lirismo, abiertas por el diálogo; una realidad verbal, en fin, donde la poesía es una palpitación alucinada, un sentimiento de totalidad que conjuga febrilmente sus distintas exploraciones.

La narrativa de José María Arguedas funda una novela de la etnicidad peruana; su obra viene interiorizada en los conflictos humanos que derivan de la complejidad étnica y social, de las secretas y violentas tensiones que configuran al Perú como un país múltiplemente dependiente, escindido por cambios sociales y rupturas tradicionales. Una novela de la etnicidad, en este caso, alude a la compleja y ambigua situación peruana que imbrica raza y sociedad, dependencia y poder, tradición y ruptura social.

En sus obras anteriores a Todas las sangres (1964), Arguedas había explorado este campo étnico revelando en la ambigüedad mestiza una zona crítica, de antemano derrotada en su insoluble soledad, en su dramatismo insular. El personaje de sus cuentos —un niño perseguido por su conciencia, o un adulto perseguido por un niño interiorizado como precaria raíz—, derivaba constantemente en esta ambigüedad racial, que es una lucha solitaria entre la configuración afectivamente indígena y las urgencias de la conciencia. Este personaje abatido por los dos mundos imbricados en el Perú y dentro de él mismo, concluía en una impotente rebeldía, en la progresiva conciencia de culpa que apelaba al exorcismo, a la doble soledad del exilio dentro de la comunión social. La imagen de la marginación conviene a este personaje (máscara exorcizada del autor), cuyo desgarramiento racial iba más allá de un simple dualismo cultural, ubicándose en la tierra de nadie de una culpa acaso metafísica, de un insoluble infierno personal asumido desde la secreta recurrencia de la muerte. Como el Forastero del cuento del mismo título, este personaje era un extraño que duplicaba su ambigüedad étnica en la escisión geográfica. Si la culpa del mestizo es la marginación, el auto-destierro, su liberación radicaría en volver a las fuentes, en forzar la pasividad del término indígena, de esa raíz condenada a un destino insular. Porque, en efecto, en los cuentos de Arguedas esta raíz indígena, el hombre andino, clavado en su comunidad, es un individuo cuyo destino está dictado por la geografía, por el medio aislante que duplica su dependencia e imposibilita su visión integral del país, o sea; la visión crítica de su propio estado dependiente. Arguedas, así, rehace el camino en Todas las sangres: explora esa raíz pasiva para hacerla estallar; busca que el indígena ascienda a la acción, que quiebre por fin el marco geográfico insular y entre a formar parte de un destino social. De este modo, la ambigüedad mestiza estará enmarcada en las posibilidades de ruptura implícitas en el factor indígena y la escisión geográfica habrá sido superada por una visión integral del país a partir de la dependencia. En esta novela, la ambigüedad étnica viene así a formar parte de la situación social y política: la raza se convierte en un debate de clases. De allí el título del libro: todas las sangres son también todas las clases dentro de la múltiple dependencia que define al Perú.

La complejidad y la riqueza de esta novela radica en esa ambición totalizadora y crítica. Resulta sumamente complejo y ambiguo deslindar las distintas razas y sus connotaciones sociales, o al revés: las distintas clases y sus orígenes étnicos. Pero lo cierto es que hay un fino tejido que conjuga a esas clases y razas en una jerarquía cuyo término más valioso está en el concepto o valor de “nobleza”, pauta estimativa que merecería un estudio aparte, valor que también aparece en Paradiso, de Lezama Lima, con signo central. El patrón de nobleza absorbe las distinciones de raza o clase para postular una jerarquía en debate, una visión crítica en la tensión social de la denominación. Tras este valor acaso subyace la vieja lucha entre el bien y el mal, que aquí no es un maniqueísmo, como a primera vista podría parecer, sino una antropología en su implicancia ideo-afectiva: una visión, pues, del hombre en el cosmos social convertido en proceso público de los hechos humanos. La nobleza espiritual se muestra a pesar del mal y aun dentro del mal, por ejemplo, en don Bruno, y a pesar de la pauperización social, en algunos personajes empobrecidos de San Pedro. Atormentado por una conciencia de culpa religiosa, por una fanática responsabilidad moral con sus indígenas, este gamonal, don Bruno, es un complejo personaje: se acusa hundido en el mal, pero lucha por obtener un bien perdido, derrotado de antemano; no obstante, su derrota hace más nítida su nobleza, y otro tanto ocurre con los señores empobrecidos de San Pedro, cuya derrota evidencia una nobleza que parecía perdida para ellos, atrapados por la mediocridad y el miedo. Y esta nobleza se conecta con la expectante situación de los indígenas en la novela: los comuneros de Paraybamba, por ejemplo, están sometidos por la miseria y el abuso, pero don Bruno y los suyos los arrancan de esa derrota y los conducen a la rebeldía posible, que de por sí radica en la sola conciencia de su propia entidad comunal, de ese derecho a la entidad social. Este episodio es importante porque demuestra cómo el tácito poder indígena, su posible capacidad de diálogo social más allá de la sumisión, depende de su integración, de su apertura social. Ocurre que los indígenas van progresivamente adquiriendo un tácito valor social, una firmeza naciente, justamente porque reafirman sus valores propios en el marco de una depredación de valores tradicionales; mientras la sociedad se descompone, mientras las formas tradicionales del poder entran en crisis, mientras nuevas formas del poder las reemplazan con mayor violencia e injusticia, la etnicidad es la única fuerza intacta, a pesar de su misma condición dominada, fuerza que es testimonio y acción de nuevos valores ya comprometidos con la transformación misma de sociedad.

Y esto acontece en Todas las sangres porque Arguedas ha acertado básicamente en una perspectiva crítica: mostrar el nacimiento de una industria en el seno de una comunidad insular. Efectivamente, es la implantación de la minería industrial lo que revela estas crisis sociales. Y también es esta base lo que permite mostrar la compleja secuencia de dominaciones, y la dependencia toda que impone el subdesarrollo al país. Es la industria lo que transforma el rostro de esa sociedad tradicional y lo que suscita su desmoronamiento, posibilitando también la progresiva conciencia de los indígenas.

El valor, pues, de la nobleza —esa crispada conciencia que está a punto de ser suicida y que es una rebelión patética—, conjuga finalmente los polos sociales; tanto el gamonal como los indios pueden unirse en el rechazo, directo o tácito, de las formas del poder. La mina concreta aquí la introducción de ese poder; apresura la destrucción, pero apresura también la conciencia crítica, la tácita y hermosa solidaridad de los hombres contra la injusticia. Por eso esta novela tiene el íntimo aliento de un debate, de un juicio abierto a la realidad peruana: recorrida por fuerzas ciegas y por pasiones desbordantes, la novela abre curso a este debate entre la justicia y la injusticia, entre la realidad actual y la realidad deseada, entre la desesperación y el cambio. Si hay una incidencia central a Todas las sangres, yo diría que es la justicia, su convocación al nivel moral que suscitan los hechos narrados. Finalmente, esta urgencia de la justicia es por cierto la negación de un sistema, el rechazo del presente orden social y el sueño de otra realidad. La misma complejidad étnica está explorada a partir de este debate; y es por eso que las jerarquías étnicas, que son estratos sociales, no aparecen aquí prefijadas, sino que se revelan en conflicto, como las mismas clases, en el marco de una múltiple tensión.

Ahora bien, lo que hace de Todas las sangres una novela mayor es el hecho de que todo ese debate conflictivo no aparece en la simple crónica o en el ingenuo realismo testimonial, pues no estamos frente a una novela que se agota en la crítica o en la pintura regional. Precisamente, el poder de esta novela radica en que sus conflictos más íntimos —el debate de la justicia en el marco étnico y social—, están elaborados en el lenguaje: configuran distintas formas de habla y es aquí donde se revelan peculiarmente. Esta conjunción crítica de Todas las sangres es también una conjunción narrativa de todos los lenguajes. Es este un realismo poético, porque las estructuras verbales de la novela son las que, finalmente, figuran la realidad elaborándola y ampliándola. La étnica se convierte así en el campo específico donde aquellos debates adquieren relevancia y jerarquía.

El lenguaje en Todas las sangres, en la intensidad casi coral del desarrollo narrativo, aparece también señalado por una aguda tensión: en el marco progresivo de las escenas, el autor recurre al diálogo como vertebración de su novela; y a esa tensión verbal de las situaciones humanas corresponde por ello un habla dialogal que transparenta tanto la naturaleza de los personajes como su razón social. La acción de la novela es una acción dialogal, y hasta es posible leer varias de sus secuencias como un abigarrado teatro de voces: las escenas están contempladas y habladas por el narrador, y por eso la crónica se convierte en un patético teatro. Y este diálogo muestra a los distintos niveles de hablantes implicados por el lenguaje en las jerarquías, la etnia y la clase. Todas las sangres es una novela de acción incesante, pero de una acción oral, hablada en varias lenguas, tan suntuosamente variadas como las mismas nivelaciones sociales. Ya desde el memorable primer capítulo —donde el anciano padre maldice a sus hijos en una suerte de testamento oral—, la novela declara su filiación hablada. Y el mismo lenguaje es un valor, el mismo lenguaje aparece llevado a límites de tensión, a las posibilidades retóricas de una nobleza modulada entre la sentencia y la plegaria, entre la confesión y la violencia, entre la apelación afectiva y la orgullosa o despectiva amenaza. Estos valores psicológicos que tallan esos lenguajes, muestran también que el uso del idioma es aquí un espectro social: cada personaje está enteramente en su habla y todo su mundo privado se matiza complejamente en ella. Para los patrones el lenguaje es un arma, otro síntoma de su poder absoluto; para los indios, una declaración de su dominación y una apelación piadosa. El patrón acusa con su lenguaje, se acusa a sí mismo o a los demás; el indio se entregó en el suyo, debe mostrarse íntegramente al hablar, requiere volver al silencio de su humildad. Por eso el “indio leído”, Rendón Wilka, en su lenguaje, se revela como la aguda conciencia de su clase, y va más allá de la dominación verbal establecida para esa clase, provocando así la atención de los patrones que responden con la suspicacia, con la sospecha o la vigilancia, declarando que advierten la transgresión verbal del indio; pero Rendón, en una fina y lúcida astucia, habla elípticamente, acude a las interrogaciones, a los planos obvios, practica una suerte de estrategia verbal: su lenguaje, por lo tanto, lo lleva más allá de su sumisión social y lo anuncia en la expectante proximidad de la crítica.

También el bilingüismo aparece enmarcado en la tensión de las situaciones verbales. El uso del quechua o del castellano, por ello, no es de por sí determinante social, sino que los personajes eligen uno u otro idioma de acuerdo con esas situaciones: el viejo don Andrés, para maldecir a sus hijos, finalmente habla en quechua, porque en esta novela el quechua parece indicar una zona más íntima de la confesión, una posibilidad expresiva más total. Lo mismo ocurre con don Bruno, que va optando por el quechua a medida que, despojándose de sí mismo, llega a identificarse con los indios.

Otros personajes buscan desligarse de sus clases sociales —como el hijo de Bellido, pequeño arribista; o como el cholo Cisneros, cuya nueva posición social se traduce en el abuso del poder—, y practican también un cierto abuso del lenguaje, revelan un habla culpable, una mala conciencia verbal. El empleo de las formas de tratamiento anuncia por cierto una jerarquía determinada de antemano: el “don” o el “señor” son formas fijas que exige o escamotea el debate social.

Cuando don Fermín va a la hacienda del cholo Cisneros, este ordena al pongo Serapio quitarle las espuelas al visitante:

El minero se las quitó él mismo, rápidamente, mientras el pongo permanecía agachado delante de él, conteniendo la respiración.

—Serapio —dijo don Fermín—. Quítale siempre las espuelas a tu patrón. Yo soy de otro pueblo. Allá tengo mayordomo…

—¡Patronato, señorcito, papacito! ¡Perdón, perdón, para tu criatura! ¡Perdón, perdón, pues! —exclamó lloriqueando el pongo, y empezó a besar apresuradamente las botas de don Fermín, con las manos apoyadas en el suelo.

—Aunque no lo crea. Me parece que lo ha ofendido usted —dijo Cisneros, sonriendo.

—Levántate, Serapio. ¡Mírame! —le ordenó el minero.

El colono se irguió lentamente; ya de pie, con las manos sobre el pecho, apretándose los dedos, no se atrevió a mirar a don Fermín ni a levantar bien el cuerpo. Se mantuvo algo agachado.

—¡Quiero ver cómo es tu ojo! —le dijo con suavidad don Fermín. Serapio lo miró largamente, casi sin pestañear.

—El vacío —comentó el minero—. Nunca lo vi tan cerca ni tan completo. El hombre es siempre, en todo, lo peor y lo mejor: ¡no te asustes, Serapio! —le dijo al pongo en quechua. Yo soy Fermín Aragón de Peralta.

El vacío se fue colmando de una especie de animación casi feliz. Movió los labios.

—Contesta no más —ordenó Cisneros—. No hables para adentro delante de tu señor.

—Sí, hijo. ¿Qué dices? —preguntó el minero.

—¡Bruno Aragonés!… —dijo con voz apenas perceptible.

—Es mi hermano, no yo…

—¡Fuera, carajo! Si pronuncias otra vez ese nombre te meto a la barra —gritó Cisneros.

El pongo se agachó y salió al corredor, caminando despacio.

Cisneros piensa: “Sólo pronunciar tu nombre lo ha fortalecido, Bruno.

Ha salido andando con pasos de hombre. ¡Algo sabes!”

La increíble humildad del pongo no hace sino revelar el enorme poder del gamonal, y en este caso un doble poder: el del legendario apellido y el del abusivo despotismo. El indio, además, no puede “hablar para adentro” delante de su señor porque no tiene derecho a esa insinuación de una zona privada: debe mostrarse íntegramente en sus palabras. El episodio revela también la íntima vinculación de los indígenas con don Bruno.

Don Fermín ha solicitado un préstamo a Cisneros, pero este se lo niega y se regocija con la situación de un señor de la nobleza local requiriendo su ayuda. “—A la semana entrante habré llegado a la veta del mineral más fino del Perú: sulfo rocienuro de plata, llamado rosicler. Son centenares y acaso miles de millones. Pero he agotado todo mi capital en esta empresa”, dice don Fermín. Cisneros comenta: “—Y lo tienen acogotado, amigo”. Don Fermín observó que al decir esto el cholo se erguía un poco en su asiento y todo su cuerpo expresaba un maligno regocijo. “Me equivoqué”, pensó, “éste es cholo”.

Cisneros revela que conoce la situación apremiante de don Fermín y dice: “He regresado oliendo a mierda —no dijo “con perdón de usted”— de la capital de la provincia”.

El minero comprende que Cisneros no le dará el dinero porque, siendo “cholo”, su condición de advenedizo en la clase de los gamonales le impide ver las proyecciones económicas de la mina. Y el autor anota la ausencia de una disculpa porque, en la situación verbal, la distinción de clase entre los hablantes exigía esa frase.

Más adelante leemos: “—¡Todos ya! ¡Avancen! —ordenó David, sin desmontar. No, no parecía el hijo de un siervo. Se había atrevido a lanzar órdenes con voz alegre y enérgica”.

El propio autor subraya “ordenó” porque David no podría, en una situación normal, dar órdenes, ya que es un siervo. Si ahora las da es porque don Bruno ha creado una nueva situación al aleccionar a la comunidad de Paraybamba a que constituyan un cabildo y designen sus autoridades para defenderse así del despotismo de Cisneros. Esta conciencia ganada por los indios, gana también para ellos una ampliación de su uso del lenguaje.

La mujer de don Bruno es una mestiza humilde y revela su condición social al no poder pronunciar correctamente el apellido de su marido. “Nada, nada tiene hablar así tu apellido de señor…”, le dice ella. Y cuando los comuneros de Paraybamba explican a don Bruno que tres indios abusan de ellos, amparados por Cisneros, don Bruno pregunta:

—¿Son comuneros?

—Eran comuneros. Ahora dicen, son vecinos. Quieren que les digamos

“señor”.

—Y les dicen.

—¡Nunca! Nos meten a la cárcel por eso también.

La identificación entre don Bruno y los indios se revela también a partir del lenguaje; cuando este ha abaleado a don Lucas y a su hermano, en trágico intento de vengar a los indios, y va a entregarse a la policía, reza con Rendón Wilka: “Toda la oración fue pronunciada en quechua por el hacendado y él mismo se dio cuenta de haber empleado el idioma indígena sólo cuando Demetrio le habló también en quechua, ya de pie”. Esta misma relevancia significativa del lenguaje se reitera en varios momentos de la novela: “Estoy de acuerdo, en parte, con el señor Sifuentes. Creo que Cisneros —no dijo señor—, provocó la furia de los comuneros…”, dice uno de los patrones en presencia de Cisneros; la indicación subrayada del autor apunta un deslinde del hablante ante la condición de Cisneros. En la misma escena —los gamonales juzgan la rebelión de los indios de Paraybamba ante el Subprefecto—, don Bruno dice:

Cisneros no supo rezar el Credo en castellano en la plaza de Paraybamba, como no lo supo su agente Ledesma, indio al que Cisneros había ascendido a la categoría de vecino en el pueblo. La alternativa se presentaba bien clara; o se consideraba señor a Cisneros y se castigaba a los alcaldes de Paraybamba, a pesar de todo, o se le trataba como lo que de veras es y se evitaba lo que en la capital acaba de ocurrir.

Así, este intenso debate de clases sociales en el marco de la descomposición tradicional, agudizada por los abusos de la industria que se apoya en la complicidad de las autoridades, adquiere relevancia en la complejidad de la lengua, en el diverso uso verbal que no solo distingue a los personajes, sino que es significante de las relaciones de raza y clase, y aun de los valores de una jerarquía basada en la nobleza moral. La dramática diversidad de este uso de la lengua está señalando así el mecanismo narrativo de Arguedas en esta novela: un mecanismo cuya coherencia radica en esta estructuración verbal que modela y transparenta los conflictos de la trama narrativa; revelar esos conflictos por el empleo del lenguaje, mostrar los estratos sociales por el uso del idioma, explorar en fin la diversidad racial y social del país a través de una ordenación verbal, es la hazaña poética lograda por José María Arguedas en este excelente fresco hablado del Perú.

De este modo, el lenguaje estratificado es también otro signo, un signo relevante, de esa serie de sucesivas dominaciones que la novela muestra como situación íntima del país. Pero, al mismo tiempo, en el lenguaje se da la batalla artística por quebrantar esas dependencias que anuncian un destino peruano por corregir, por llenar; es en el lenguaje donde aparece con nitidez la sorda dialéctica que enfrenta sociedades tradicionales y sociedades modernizadoras; la aguda crisis humana que revela la pérdida de un destino común, y también su búsqueda integrada. El uso del lenguaje, por ello, produce el deslinde de la conciencia y el enfrentamiento a la realidad, su crítica más profunda. De aquí deriva el poder cuestionador de Todas las sangres y también su transfiguración verbal, su tenaz poesía.