LA FERIA

Juan José Arreola es, posiblemente; uno de los últimos “prosistas” de la literatura hispanoamericana; aunque este anacronismo, en su caso, es también una operación más fatal, un desencantado ejercicio en esa misma propiedad verbal.

La melancólica ironía con que Arreola urde sus relatos sugiere una autocrítica y también una crítica a la literatura misma: ambas instancias imponen la negativa al desarrollo y, como respuesta, la aplicación al detalle, a la causa perdida de la frase poética. Cuando Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis incluyen a Arreola en la antología de poesía mexicana Poesía en movimiento, sin duda rescatan la sensible agudeza de esas frases en la estampa poética elaborada: entre la narración y la poesía —espacios verbales próximos, al fin y al cabo— esas estampas de Arreola parecen el porfiado testimonio de un artista desencantado de la literatura que, marginalmente, con melancólica pasión, convierte la perfección verbal en un juego brillantemente perdido. Como Borges, Arreola revela en el ejercicio de la literatura el sentimiento de una imperfectibilidad, pero en Borges ese desencanto lúdico es además una posible plenitud, un debate técnicamente asumido. Para Arreola, más bien, la literatura parece ser un despojamiento frente a la realidad, a través de la imaginación: el testimonio está contradicho por la ironía, el destino por la mascarada, la angustia por la inteligencia; Arreola no padece la imperfección de la literatura ante la simultaneidad asombrosa de lo real; la padece ante el errático abismo de un detalle. Por eso asedia al detalle con la posible perfección verbal de la frase; pero esta perfección —que crea la sutil crueldad, la rápida angustia, la belleza sucinta— viene a ratificar la perdida batalla de escribir, y a partir de esta derrota lúdica se constituye una obra fragmentaria —como Borges, acaso Arreola rechazaría el término “obra” aplicado a la suya—, unas páginas válidas que denuncian, en su artículo técnico, en su crítica implicada, un agudo cuestionamiento de la escritura literaria.

Así, el prurito del “prosista” vendría a revelar, por una paradoja central a su obra, el desencanto literario en el encantamiento sucinto de la palabra. El arte del ingenio verbal, el ritmo laborioso de una lengua literaria, el humor y la ambigüedad del lenguaje económico, son también aspectos que tras el relieve muestran una crítica de la literatura mediante el pudor creativo, a través de la marginalidad de la estampa, por medio de la escéptica miniatura.

Pero la proclividad kafkiana de Arreola no iba a llevarlo a un desgarramiento beckettiano, porque la suya es una literatura despojada en tanto literatura, no en tanto exploración de la vaciada significación humanista. El despojamiento en Arreola es de distinto signo: asumiendo deliberadamente el arte menor del prosista, y contradiciendo esta misma opción con la brevedad del discurso, con la melancólica retórica del ingenio marginal y sonambúlico de su mundo, Arreola parece buscar, más bien, el despojamiento en la inocencia, el despojamiento en la ingenuidad. En el fondo, su literatura nos compromete, más que por su ingenio o belleza posibles, por su progresiva y penetrante parquedad, por su despojamiento que, entre la angustia y el desencanto literario, juega su último juego: la búsqueda de la inocencia en el lenguaje coloquial.

La feria (1964) adquiere así un especial sentido en este desencantado ejercicio de la literatura: muestra, por un lado, el laborioso artificio de hacer literatura a partir de fuentes o formas literarias, lo que supone por cierto —y desde Borges— asumir lúdicamente ese desencanto; y por otro lado, crea una permanente oralidad, donde aquellas formas se funden; oralidad que en esta novela equivale a la forma de un mundo mítico en la riqueza de la realidad hablada. El “pueblo” de esta novela es un arquetipo construido espectralmente por las voces; la “feria” es la metáfora de una ingenuidad profunda, que equivale a la misma novela girando en su oralidad plural, a la escritura propuesta como elaboración de un mundo pleno en su elementalidad, en su épica de la miniatura. El pueblo y la feria, así, son hechos orales desde la elaboración de las formas escritas que el autor recoge y trastoca.

Las relaciones humanas típicas y las anécdotas recurrentes y hasta tautológicas anuncian que el material de esta novela no se propone como invención: casi todo lo que en ella acontece reconoce ya un antecedente escrito, un origen típico o un lugar común. Pero la invención radica aquí en que Arreola, con la pareja capacidad de re-jugar las formas dadas que revelan sus relatos, se plantea esas recurrencias y tópicos como un problema técnico por reformular: asume su material desde la elaboración literaria en una secreta alegría creacionista, combinatoria, que finalmente encuentra su plenitud formal en la oralidad. Esta novela tiene por eso una escritura nítida, una íntima sensibilidad: sus breves fragmentos se conjugan en un juego casi coral, y no suponen una suma, sino un fino contrapunto de voces, de distintos hablantes que toman y dejan el primer plano de la conversación con una morosa pulcritud, que es también otra forma de la ironía verbal del autor.

Y en cuanto a reelaboración de formas escritas para convocar el mito de la plenitud oral, Arreola ha forjado varios niveles conjugados:

1. En primer lugar, observamos a los “literatos” del pueblo: las graves tertulias que practican, la suave ingenuidad provinciana que los distingue, se ven en tensión cuando aparece la pintoresca “poetisa”, que los encanta como musa evidente. Este nivel “literario” del pueblo viene relatado por uno de los poetas, cuya sobriedad es también una ironía del autor. Más adelante, los poetas irán a celebrar, en la soledad del teatro, la humilde importancia de sus juegos florales.

2. Más abierto a la comunidad será el lenguaje de una “copla” picaresca, incómodamente de moda en el pueblo. La copla, que persigue a las parejas, crea festivos conflictos; finalmente, adquiere su absoluta expresividad cuando alguien la insinúa a una pareja con solo mirarla y sonreír.

3. Otro personaje se “confiesa” al cura del pueblo: ingenuamente pregunta por el sentido de alguna “palabra”, o confiesa que ha escrito un “cuento” que, además, aparece en el texto.

4. Los “anónimos”, que exacerban los ánimos, adquieren especial importancia; a partir de ellos el autor urde una historia típica: el terrateniente del pueblo quiere reducir al dirigente de la comunidad indígena culpándolo de los libelos; para ello obliga a sus hombres a firmar una “declaración” falsa con la que logra encarcelar al dirigente.

5. Las “cartas” son otro nivel formal en el texto: las del terrateniente a la autoridad eclesiástica, quejándose del cura del pueblo; las del personaje que declara sus menudas obsesiones de poeta.

6. También la forma de “diario” es aplicada por Arreola: en la aventura amorosa de uno de los poetas, en la reflexión del voluntarioso agricultor que enfrenta la tierra.

7. Y entre lo coloquial y el lenguaje escrito gira otro grupo de textos breves que glosan declaraciones de algún código, de actas de cofradías religiosas o simplemente textos bíblicos; estos fragmentos suscitan el substrato mágico en este paisaje anónimo.

Ahora bien, estos niveles que glosan formas dadas y hechos típicos suponen en la novela la transformación de sus contextos de lengua escrita en una sensible lengua hablada. Coplas, confesiones, anónimos, cartas, declaraciones, diarios, glosas, etc., implican aquella recurrencia literaria, la reelaboración de un material tópico a través de sus formas documentales más abiertas a la otra elaboración de un lenguaje pleno en su oralidad. Por estas vías Arreola logra convocar la magia de una feria popular convertida en ocurrencia oral.

Pero ello ha sido logrado desde un debate técnico: Arreola escribe esta novela desde el hecho de escribirla; es decir, su opción por todos esos niveles textuales sugiere otro modo de asediar un material narrativo, una construcción novelesca: la permanente presencia de esas formas escritas implica la reescritura constante de esta novela, su renuncia al tratamiento discursivo, su formulación poética.

Otras relaciones manifiestan esta derivación de lo escrito a lo hablado: relaciones de lenguaje y comunidad, de un mundo “privado” y otro “público” que en la lengua expresan sus conflictos. El lenguaje forjado por Arreola finalmente transparenta, en su misma recurrencia literaria, las secretas tensiones del “pueblo” convertido en comunidad por aquel lenguaje pleno. Así, la novela descubre los íntimos conflictos en las erráticas relaciones de las máscaras públicas y los rostros privados, entre la feria que en el juego conjuga también los destinos prefijados, esa total integración de los personajes a sus mundos. La comunidad se hace en el lenguaje poético conquistado por la escritura glosada. La voluntad formal es aquí un diálogo múltiple.

La feria, como los textos de Confabulario, incide en asumir el desencanto que en la literatura percibe Arreola. El ejercicio de la escritura reclama también aquí la crítica, implicada en la fragmentación, en la glosa permanente. Y ese ejercicio requiere asumirse desde la literatura como formas dadas y por reordenar en sus niveles de lenguaje escrito, de tradición lúdicamente entendida. Por último, una apertura abre este ejercicio: el encuentro con la oralidad como otro posible juego de la literatura en su ritual de encanto y desencanto.