RAYUELA

Carlos Fuentes ha escrito que Rayuela es a la prosa en español lo que el Ulises a la prosa en inglés. Y la equivalencia es justa en cuanto que Rayuela, publicada en 1963, resume, para iniciar otra apertura, la nueva o actual tradición de modernidad de la novela latinoamericana, tradición que es de rupturas, como anuncia Octavio Paz. Tal vez el Ulises liberó la narración en inglés, y la contemporánea, a costa de su propia formulación, que resume todos los estilos para fracturarlos al mismo tiempo. Tal vez Rayuela se sacrifica a sí misma, y de un modo más evidente, al plantearse la crisis del género como sistema expresivo, o sea ese espacio desmesurado que es el género en español, complicado aun por la transgresión barroca de su eje latinoamericano. Su fundación de apertura es otra Rayuela, un libro que es la misma novela, pero que empieza al cerrar este libro.

Las varias lecturas que esta novela reclama, volviéndose hacia el lector, observándose a sí misma y a ese lector, son un juego entre el narrador, los personajes y el lector, o más bien el inicio reiterado de un juego más que su fin o desarrollo. Julio Cortázar prolonga así la lectura, porque esta novela cuestiona a la literatura, al lector y, por cierto, a sí misma: empezar reiteradamente el juego significa rehacerse, danzar ese juego. Rayuela semeja la figura de un ave fénix verbal.

Los personajes también se revelan, en algún momento, como lectores de la misma novela: a través de su interés por los textos de Morelli, esos personajes se leen a sí mismos. “No es la primera vez que alude al empobrecimiento del lenguaje —dijo Etienne—. Podría citar varios momentos en que los personajes desconfían de sí mismos en la medida en que se sienten como dibujados por su pensamiento y su discurso, y temen que el dibujo sea engañoso”.

En otro momento, Morelli asegura que el personaje que le interesa para su novela es el lector. Así los personajes son lectores y el lector es personaje, porque el autor quiere identificar sus privaciones con las nuestras en una estética de la defectibilidad. Oliveira, hablante y hablado de la escritura, en primera y tercera persona, y en un presente insistente, construye un tiempo pasado para reconstruirse a sí mismo en el hecho de la escritura como lectura. Así como lee en el mundo, este personaje se lee a sí mismo; y esta forma de añoranza, este drama entre gratuito y solitario, destinado al fracaso del recuerdo cuyo tiempo presente cede otra vez en el pasado, requiere abandonar pronto la convocación en nombre del yo, dejar la perspectiva del hablante. Porque el hablante, hurgando en el vacío que a la vez quiere poblar, se ve impelido a traicionarse en un espejo, en distintas máscaras y un solo rostro. Para evitar esta traición de una imagen evidente y acaso falsa, el hablante se hace hablado: deja incluso el ambiguo pretexto del coloquio a ese tú vacío que es la Maga, y se hace hablar en esa imagen sobre el espejo, en tercera persona.

La evidente impregnación verbal que hay entre los párrafos donde Oliveira es hablante y donde es hablado, implica también otro recomienzo constante de la escritura. Oliveira parece proseguir su monólogo múltiple en esta tercera persona, y aun en los diálogos con los amigos del Club. Los mismos diálogos de la Maga son pequeñas inconexiones al verbalismo de Oliveira; y también la carta de la Maga a Rocamadour (ese barquito de papel flotando en el libro) se sostiene en la lectura de Oliveira, como los textos de Morelli. Igualmente, el más hiperbólico diálogo, tan locuaz, entre Oliveira, Traveler y Talita, es impuesto por una especie de voz alta, de lectura en voz alta, en un espacio más amplio, que el mismo Oliveira establece. Todo esto enmascara al único narrador, Oliveira, quien escribe en el discurso pluridimensional de la novela después de que su historia ha concluido y recomienza como relato.

Si el lector es también personaje, la lectura misma será paradojal. Por lo pronto, Cortázar advierte que existen el lector-hembra y el lector-macho; al primero le interesa la solución de una lectura pasiva; el segundo prefiere hacer ese texto en la lectura. El primero es el lector tradicional de la tradicional novela cerrada; el segundo es el nuevo lector, el personaje perseguido por la novela abierta. Y esta lectura es paradojal porque la novela impone simultáneamente su secuencia novelesca —es una novela al fin y al cabo— y las especulaciones de su debate existencial y estético. La ficción se plantea como debate, y este debate, a su vez, es propuesto como figura. De aquí que estos niveles jueguen como signos. Ideas, episodios y figuras, en la simultaneidad, se convierten en signos de un personaje: Oliveira; de una situación espiritual: la búsqueda de una unidad independiente y común en la que la experiencia de un narrador se hace paradigma de la experiencia de cualquier hombre; y, también, en signo de una época, porque la aventura novelesca señala en sus conflictos y rupturas la inserción del lenguaje en la historia.

Veamos los caminos por los que el lector se hace personaje de Rayuela. Son caminos iniciáticos porque la novela está siempre en una primera página, en un recomienzo constante, en interrogación. Leer es aquí viajar, jugar al juego de leer, inventar un rito.

El “Tablero de dirección” de esta maquinaria de lectura nos invita “a elegir” una de dos posibilidades: leer el libro linealmente y dejarlo en el capítulo 56 donde las estrellitas indican el fin. La otra lectura empieza en el capítulo 73, sigue en el 1°, en el 2°, en el 116, etc.; esta lectura imita por cierto el mismo juego de la rayuela, porque estamos saltando con la lectura de capítulo a capítulo, de casilla a casilla, jugando en la figura cuadriculada de la novela. Los números al pie de cada capítulo tienen también una rayita que es, obviamente, el signo menos: la lectura es así una resta.

Si elegimos la primera lectura, encontramos que la novela se divide en tres partes: “del lado de allá”, que se refiere a París; “del lado de acá”, referida a Buenos Aires; aquí la novela “termina” y la tercera parte se llama “de otros lados”, “capítulos prescindibles”, de la cual Cortázar, en su tablero, nos sugiere prescindir sin remordimientos. Supongamos que existe un lector que como personaje decide dar por prescindibles estos “capítulos prescindibles”. Este lector leerá en la última página de su lectura que Oliveira está sentado, balanceándose en la ventana de un piso alto, mirando hacia el patio del sanatorio a Traveler y Talita (los tres trabajan en ese manicomio que es su contexto), “mirándolo y hablándole desde la rayuela, porque Talita estaba parada sin darse cuenta en la casilla tres, y Traveler tenía un pie metido en la seis… y al fin y al cabo algún encuentro había, aunque no pudiera durar más que ese instante terriblemente dulce en el que lo mejor sin lugar a dudas hubiera sido inclinarse apenas hacia afuera y dejarse ir, paf se acabó”.

En la irrisoria casilla hecha por el marco de la ventana de una habitación donde Oliveira se ha encerrado, declarando una guerra bufa y metafísica a la vez, se abre y se cierra el último juego de búsqueda de este personaje. La rayuela (que reconoce el laberinto del juego para reunir la tierra y el cielo como casillas de una sola figura) es un juego a un tiempo inocente y culpable: inocente en su posibilidad de jugarlo libremente, como la Maga, antípoda de Oliveira; y culpable en su posibilidad de jugarlo comprometidamente, a partir de la problematización intelectual que Oliveira representa, personaje también típico en cuanto hace suyo el infierno de las contradicciones occidentales para intentar superarlas desde la misma contradicción. Por eso, en este primer final del texto, Oliveira está en esa ventana, mostrando su drama bajo la posibilidad bufonesca del suicidio, teatralizado por el distanciamiento que la reflexión y el humor han creado entre sus propias búsquedas y su análisis paralizante de esas búsquedas. Esa ventana es su casilla en el juego de una rayuela que lo hace su víctima: para Oliveira unir la tierra y el cielo, el hombre y la mujer, la Maga y él mismo, el lado de allá y el de acá, lo verdadero y lo aparencial, unir las múltiples contradicciones es un juego que solo puede ser final: suicida, de un modo directo o también parabólico. “Lo mejor sin lugar a dudas hubiera sido inclinarse apenas hacia afuera y dejarse ir, paf se acabó”. A nivel de la anécdota, el “paf” de Cortázar puede estar sugiriendo, tan irrisoriamente como el mismo Oliveira lo suscita, el suicidio o su gesto en el personaje; tal vez Oliveira se ha dejado caer hacia la rayuela donde su doble, Traveler, y la doble de la Maga, Talita (dobles por contradicción más que por semejanza, o sea por una oposición analógica) ocupan sus casillas, mientras le hablan apaciguándolo. El “paf se acabó” sugiere pues ese suicidio como forma. Pero también puede sugerir que se acabó, paf, la novela, o la primera lectura de la novela. En otra parte se nos habla de la novela como “bofetada metafísica”; bofetada al lector, por cierto. De modo que este “paf” también puede ser, o sea que es, la bofetada que el autor le da, justo al final para sellar un pacto, al lector, hermano y cómplice al fin y al cabo. Suicidio parabólico, final del primer texto, y bofetada al lector.

El lector abofeteado tiene dos posibilidades: dejar el libro o arriesgarse con la tercera parte, los “capítulos prescindibles”. Para esta primera lectura lineal de la novela esos capítulos son otra lectura; la novela tiene así una lectura y media. En esta tercera parte el lector encuentra a Morelli, que lo invita a criticar lo leído, y recupera a Oliveira: en París se prolonga un tiempo anterior, en Buenos Aires declina el tiempo posterior y ese crepúsculo sugiere también otra resurrección, o al menos deja abierta esa posibilidad.

La segunda lectura introduce al lector en niveles más complejos: los capítulos prescindibles entran a la narración, cuestionándola; la primera lectura aparece más novelesca, la segunda, más crítica: ambas conforman el nacimiento y transfiguración de la novela, su formulación y su sacrificio. Rayuela es así una metáfora porque une dos realidades en una sola, o sea que es una metáfora de sí misma.

El primer capítulo de esta lectura nos introduce a la destrucción y construcción perseguidas. Ambas operaciones se suscitarán mutuamente, se reconocerán en un mismo espacio. Aquí Oliveira es hablante:

Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conformismos. Pero preguntarse si sabremos encontrar el otro lado de la costumbre o si más vale dejarse llevar por su alegre cibernética, ¿no será otra vez literatura? Rebelión, conformismo, angustia, alimentos terrestres, todas las dicotomías… qué hamaca de palabras, qué dialéctica de bolsillo con tormentas en piyama y cataclismos de living room. El solo hecho de interrogarse sobre la posible elección vicia y enturbia lo elegible. Todo es escritura, es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir escritura, literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este mundo. Los valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de turas… ¿Por qué entregarnos a la Gran Costumbre?… Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro a afuera, quizá eso sea la elección, quizás las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no, o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Ariman, de una vez por todas y en paz y basta.

Esta confesión es también el comienzo y los recomienzos de la novela, o sea un verdadero programa. Aquí el lenguaje plantea un debate sobre arte, sociedad, época, para que aquella posibilidad de elección empiece ya una nueva percepción. Este es el sentimiento, más que la actitud, de una crónica: cualquiera sea la anécdota o el pretexto narrativo, el narrador seguirá en el mismo punto de vista que establece un corte a lo ancho de ese paisaje diferenciado, en relación con el cual la anécdota es cuestionada. Por eso el narrador habla de “el principio de indeterminación”, “tan importante en la literatura”; y de Morelli nos dice: “pretendía hacer de su libro una bola de cristal donde el micro y el macrocosmo se unieron en una visión aniquilante”. Lo indeterminado como estética supone que no hay una determinación previa, que la narración se abre libre en ese macrocosmo traspasado por un microcosmo, y al revés; ese espacio poroso y azaroso además está indeterminado porque no se resuelve, porque no requiere soluciones. De aquí que Oliveira hable de “lo defectivo”, aquella ignorancia de sí mismo que es también —en los momentos en que Oliveira no abusa del paisaje de aquel caos— otra posibilidad de conocimiento.

Volvamos a nuestra cita. Se está cuestionando la belleza escrita, amenazada por las dos zonas en que el personaje y el autor han dividido ese caos: “ecuaciones infalibles” y “máquinas de conformismos”; entre ambas realidades, dice, “corremos al engaño”. Amenaza de la escritura, o sea de la aventura que el personaje ha emprendido y emprende. Un engaño hecho por la tecnología y por lo establecido de la vida cotidiana y sus órdenes, y hecho además por la literatura, por la trampa de lo discursivo. Pero cuestionar la escritura equivale también a desnudar la tercera zona, la del azar en que el personaje se sitúa, para enfrentar las simples dualidades de este tiempo, esa “dialéctica de bolsillo”. En tercer término, resta el ardor de la obra, el incendio en una ciudad elegida, un incendio inventado por el lenguaje para destruir las oposiciones; la belleza, último valor, reclama este recorrido crítico para volver a ella como posibilidad. Toda la novela es este recorrido y esa posibilidad.

Con una notable insistencia Cortázar vuelve sobre el tema de “la Gran Costumbre”; una y otra vez satiriza lo establecido, los órdenes y el conformismo. Esta reiteración puede también resultar paradójica. Los personajes están atentos a esta reiteración, pero no dejan de criticar al “futurismo” por centésima vez, o no dejan de hablar de “forma y fondo”. ¿Es que Oliveira teme derivar él mismo a algunos de los órdenes establecidos, llámese familia, trabajo o historia? Su declarada voluntad de rebelión, forma de su voluntad de búsqueda, esquema de su voluntad de unidad, acaso está emparentada con las liberaciones del surrealismo, pero sobre todo con las rebeliones individuales y agónicas de la segunda posguerra. “A mí me gusta tan poco la tecnología como a vos, solamente que siento lo que ha cambiado el mundo en los últimos veinte años. Cualquier tipo con más de cuarenta abriles tiene que darse cuenta”, dice Oliveira, cediendo a un debate fechable. Este linaje de Oliveira aparece curiosamente visible en su insistencia anticonformista: en su necesidad tan locuaz de retar el orden. Por eso es paradójica: su tautológica convocación de costumbres y tecnologías para rechazarlas indica que sus relaciones con ambos mundos son más complejas que el rechazo inmediato; la sátira a un hermano que lo llama al orden, a viejas o jefes o mujeres simples, etc., indican también la irritada presencia de un mecanismo defensivo en Oliveira, hijo además de un ambiente tradicional en un Buenos Aires lleno de tías suyas de las que huyó.

El anticonformismo es esencial a Rayuela en tanto que rebelión central, a pesar de las reiteraciones que la vinculan con hábitos de la “novela de arte” o con períodos contemporáneos del género; este rico debate, además, señala el contexto en el que la respuesta de Oliveira se define. Esa respuesta se da a través del azar.

“¿Encontraría a la Maga?”, se pregunta Oliveira, en condicional porque esa posibilidad está entregada al azar, a un azar frustrado ahora que la escritura reconstruye el pasado. El azar signaba esos encuentros: la encontraba en los puentes, lugares de breve tránsito, tierra de nadie, y ella “sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico”. “Pero ella no estaría ahora en el puente”. “De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba”. “Aun así no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cineclub o agachados junto a un gato en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”.

El azar es, pues, el signo de estos episodios y también su orden, porque el azar señala la mutua libertad, la voluntad de inconformismo, la magia del mundo en el instante del encuentro, el amor en el rito. Por eso Oliveira dice: “aun ahora, Maga, me preguntaba si este rodeo tenía sentido, ya que para llegar a la rue des Lombards me hubiera convenido más cruzar el Pont Saint Michel y el Pont au Chang. Pero si hubieras estado ahí esa noche, como tantas otras veces, yo habría sabido que el rodeo tenía un sentido, y ahora en cambio envilecía mi fracaso llamándolo rodeo”. Así el azar adquiere sentido en la comunicación, pero lo pierde torpemente en la soledad. Esta respuesta del azar a lo establecido requiere también la gratuidad y la insignificancia, el valor de lo inútil: “Yo aprovechaba para pensar en cosas inútiles, método que había empezado a practicar años atrás en un hospital y que cada vez me parecía más fecundo y necesario”. Y también, “el juego consistía en recobrar tan solo lo insignificante, lo inostentoso, lo perecido”. “Ya para entonces me había dado cuenta que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas”. “El desorden en que vivíamos… me parecía una disciplina necesaria”, dice también Oliveira, lo cual recuerda al desorden sagrado de Rimbaud, evocado en otra parte como signo o espejo. También Oliveira escribe el testimonio de su temporada infernal, también él persigue la unidad en la muerte de las contradicciones. Solo que a la rebelión poética, que reclama una subversión, aquí corresponde la rebelión discursiva, que reclama la crítica, y por eso Oliveira insistirá en la caricatura de sí mismo: “se me ocurría como una especie de eructo mental que todo ese abecé de mi vida era una penosa estupidez porque se quedaba en mero movimiento dialéctico, en la elección de una inconducta en vez de una conducta, de una módica indecencia en vez de una decencia gregaria”.

Oliveira reconoce así la escisión de su propia imagen marginal: los dualismos que combate persisten en él al punto de determinar su respuesta (el azar) desde el contexto problemático de la sociedad (lo establecido). La Maga, “siempre torpe y distraída”, es también el polo de Oliveira, un polo que revelándose lo revela en polaridad, o sea que él mismo es un término de una dualidad. “Sabiendo que me costaba mucho menos pensar que ser, que en mi caso el ergo de la frasecita no era tan ergo ni cosa parecida”, dice Oliveira, porque juega a ser el polo de la Maga. “Y por todas estas cosas yo me sentía antagónicamente cerca de la Maga, nos queríamos en una dialéctica de imagen y limadura, de ataque y defensa, de pelota y pared”. “Me dolía reconocer que a golpes sintéticos, a pantallazos maniqueos o a estúpidas dicotomías resecas no podía abrirme paso por las escalinatas de la Gare de Montparnasse adonde me arrastraba la Maga para visitar a Rocamadour. ¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones de orden y desorden, de libertad y Rocamadour.?”. El amor revela aquí las demás dicotomías, las pone en tensión actualizándolas: el amor se volverá, así, un debate más, una frustración inevitable. “Tal vez fuera necesario caer en lo más profundo de la estupidez para acertar con el picaporte de la letrina o del Jardín de los Olivos”, dice Oliveira anunciando al inicio de la escritura su propio derrotero entre la liberación de esas dicotomías y el drama de esa liberación. “Necesitaría tanto acercarme mejor a mí mismo, dejar caer todo eso que me separa del centro”. “La ansiedad axial”, que advierte en este exorcismo, la búsqueda de un centro de gravedad, es también la añoranza de un paraíso soñado, de una identidad en la pluralidad, sueño que el mismo Morelli anuncia para la literatura que importa.

La aventura de destruirse para construirse —típico esquema occidental del “santo”— requiere también rechazar un mundo corrompido por las definiciones, por la simplificación dualista: “o negro o blanco, radical o conservador, homosexual o heterosexual, figurativo o abstracto, San Lorenzo o Boca Juniors, carne o verduras, los negocios o la poesía”. Y el método para esta destrucción parece ser “el camino de la tolerancia, la duda inteligente, el vaivén sentimental”. Por un lado Oliveira advierte el paradigma de “la lucha por la lucha misma” de los “hermosos santos, los escapistas perfectos”, y por otro lado comprende que “si la lucidez desembocaba en inacción, ¿no se volvía sospechosa, no encubría una forma particularmente diabólica de ceguera?”. Entre ambos extremos, entre las líneas del dualismo que otra vez se le impone, Oliveira emprenderá su propio aleteo, la marcha hacia su estruendoso fracaso —porque este esquema discursivo de su figura requiere asimismo su propia parodia— cuando su casilla en el juego de la rayuela, que intenta conciliar los extremos en la figura, sea la ventana a un manicomio vodevilesco; después de eso la resurrección se insinúa lenta y grave, crepuscular de algún modo: las últimas páginas de su historia están también más cerca de la primera página porque no olvidemos que Oliveira escribe la novela para leerse a sí mismo en las varias máscaras de la escritura.

El camino, la búsqueda de una unidad, está aquí desarrollado a la inversa: entre la letrina y el Jardín de los Olivos, Oliveira se anuncia a sí mismo cayendo en la estupidez, en la tradicional línea de conocimiento que asegura la sabiduría en el sufrimiento, el camino hacia el fin de la noche, el descenso a los infiernos, las confesiones como exorcismo, etc. Una cita de Lezama Lima dice: “Analizo una vez más esta conclusión, de raíz pascaliana: la verdadera creencia está entre la superstición y el libertinaje”. Morelli también consigna una cita de Pauwels y Bergier donde se plantea la necesidad de que “el razonamiento binario fuera sustituido por una conciencia analógica que asumiera las formas y asimilara los ritmos inconcebibles de esas estructuras profundas…”. Y también se nos dice que “Era curioso que Morelli abrazaba con entusiasmo las hipótesis de trabajo más recientes de la ciencia física y la biológica, se mostraba convencido de que el viejo dualismo se había agrietado ante la evidencia de una común reducción de la materia y el espíritu a nociones de energía”. La superstición y el libertinaje serán pues el método analógico de Oliveira (unidos en el azar) para hacer de la “estupidez” un significante que supere los dualismos ya puestos en duda en el cuestionamiento de los esquemas cartesianos.

Oliveira empezó hablando de una verdad como invención, de una belleza que es verdad amenazada por el engaño de verse a sí misma. Su aventura es víctima de este engaño cuando los dualismos lo victiman y pierde a la Maga, y también pierde a París, donde extender la mano era establecer la lectura del mundo, donde los puentes inventaban el azar como comunión. Oliveira vuelve a Buenos Aires donde se reúne con Traveler y Talita, la mujer de este. Traveler, que nunca ha salido de Buenos Aires, es también el doble de Oliveira, pero un doble antagónico, un polo caricaturesco; y Talita es asimismo el doble ligero de la Maga. Vanamente Oliveira fuerza la relación de los tres buscando repetir, en ese mundo de ecos donde la charla es siempre como referida a otra cosa, como un tejido hueco, la verdad vivida en París. Por eso el episodio en que juegan frustradamente a unir las ventanas de los dos pisos con un tablón, repite en otra caricatura simbólica el puente en París, esa tierra de nadie que era de encuentros. La aventura de Oliveira se ha vuelto irrisoria, de pastiche en Buenos Aires: fantoche locuaz, este círculo lo revela ya en la peregrinación del artista por la cultura, en su sacrificio en una rebelión metafísica, recuperado también en la estructura de la novela que lo devuelve al momento inicial de la escritura.

Es por eso que esta novela —preocupada por esa belleza que es último valor y verdad en cuanto comunicación total y unidad de narrador y lector a ese nivel— se convierte también en una novela moral. Su insistencia en lo establecido, en las costumbres, tiene que ver con su rebelión ética, con su voluntad de rupturas. De aquí los epígrafes del libro: el del “Abad Martini” habla de “La presente colección de máximas, consejos y preceptos”, de una “moral universal”, de la “felicidad espiritual y temporal de todos los hombres”; y el del humorista César Bruto anuncia que “a mí me da la loca de pensar ideas de tipo eséntrico y esótico” y por eso “ojalá que lo que estoy escribiendo le sírbalguno para que mire bien su comportamiento”. Estos dos epígrafes sugieren aquella preocupación ética por más que Cortázar, obligado al distanciamiento significativo por terror a una literatura establecida, apele al humor como apela a la variación ortográfica en otro distanciamiento.

Oliveira es visto por Morelli como “el inconformista”: “Este hombre se mueve en las frecuencias más bajas y las más altas, desdeñando deliberadamente las intermedias, es decir la zona corriente de la aglomeración espiritual humana”. Este inconformista, lo vimos ya, responde a través del azar; el azar es su estilo, su ausencia de medidas y su medida. Por eso percibimos una oposición también entre Oliveira y Morelli. Su enorme frustración no es solamente la oposición a la Maga y su intelectualismo tautológico, sino esa línea quebrada de su propia búsqueda que nunca llega a ser electiva, aunque se anuncia como tal al nivel de la creación, porque carece de un centro de gravedad, de una perspectiva más desnuda ante la retórica cultural; de aquí que cualquier episodio esté determinado para él por el simple azar, aun cuando ese azar le haga advertir una belleza del mundo, o lo lleve a las parodias del humor; y desde esa fecunda gratuidad podría desintegrar infinitamente la realidad establecida, pero también la realidad por descubrir, e incluso a sí mismo. De aquí que Oliveira sea un desgarramiento: cuestiona y disuelve distintos repertorios ensayando su propia mutación. Sabemos que luego del episodio de la ventana del hospital Oliveira se reconstruye, que su contradicción es también una inserción en la historia, en un sentimiento tradicional de la experiencia, en la voluntad de trascendencia y la discusión humanista; y que es figura farsesca de la cultura del medio siglo, de la aventura latinoamericana en ese contexto dado. Por eso, si la caída es el tema parabólico de la novela, la resurrección es su regreso al inicio en el rito sumario de la escritura, en el salto resolutivo a la forma.

La sabiduría de Morelli, cuyo accidente (azar) parecería más bien ubicarlo en el juego de sí mismo, opone a esa desintegración la posibilidad de restar con el lenguaje una realidad de por sí desaforada, porque la forma resta ese verbalismo acumulativo. Claro que el secreto hedonismo de Morelli es también un escepticismo y esto porque de todos modos su edad o su marginación lo condenan fatalmente a la cultura. Morelli es un teórico de la apertura, de lo nuevo, porque es un teórico de lo descompuesto, de una crisis múltiple. En el centro de esa crisis, esta máscara es un escéptico proyecto.

La sistemática exploración del azar, que es el núcleo del personaje, parece también el mecanismo de la misma novela. Por eso creo que Rayuela quiebra constantemente su geometría, su campo: su objetivación formal está fracturada por ese azar que no requiere incorporarse a una secuencia. En Rayuela, por eso, la forma es un recomienzo y la escritura fluctuante y acumulativa. En cualquier caso, esta desintegración que el azar establece en el personaje y esta diversidad de volúmenes que implica en la forma, están también al centro de los problemas que Rayuela se plantea, no para solucionarlos, sino para destruirse destruyéndolos, revelándolos en ese desasimiento, y resurgiendo en su belleza y profundidad a través de los muchos libros que llega a ser, a través de esa bofetada que quiere modificar al lector rebelándolo en su rebelión.