PEDRO PÁRAMO
La primera línea de esta novela de Juan Rulfo declara ya su filiación: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. La búsqueda del padre reconoce, en primer lugar, el espacio del viaje; el héroe va a enfrentarse a un mundo que ignora, con las distintas máscaras de sí mismo que también desconoce. Por eso esta búsqueda supone al mismo tiempo la autocontemplación, las fórmulas del monólogo: Telémaco, antes de ir en busca de Ulises, escucha la voz de un dios que lo incita al viaje; simbólicamente, esta voz era para los griegos el doblaje de la reflexión interior: el asalto de la conciencia y el impulso de la acción requerían la máscara de un dios porque el acto era ritual. También Esteban Dedalus requiere del incesante monólogo a pesar de la parodia y parábola del viejo tema. Los encuentros del viaje —el viaje del hijo en pos del padre y el del padre en pos de su familia— concluyen, en la órbita del mito, en el mutuo regreso: Ulises se disfraza para llegar a la Casa, al centro de sí mismo, donde lo aguarda Penélope, su esposa en la historia; su propia alma en el mito. La Casa es así el territorio sagrado: en las resonancias del mito la casa es también el propio individuo; por eso hay que conquistarla. En las 24 horas contemporáneas, tiempo desacralizado, el señor Bloom entra a su casa donde su mujer, piadosamente vulgar, alegoriza la tierra, esa tierra en la que el hombre tal vez intenta la resurrección, y acaso por eso Joyce sugiere que también Esteban podrá acostarse con la mujer de su falso padre.
El tema de la búsqueda del padre, que exige el espacio del viaje, también exige el espacio por conquistar, y si en la Odisea se trata de la Casa, en la Biblia se trata de la tierra prometida a Moisés por el Padre. Esta peregrinación en la promesa sagrada es el espacio más amplio del rito: el individuo es aquí colectivo y la casa por conquistar es el país, el territorio sagrado como paraíso.
La tradición griega no supone un paraíso perdido pero la tradición judío-occidental sí lo supone. La pérdida del paraíso reúne a los padres: Adán y Jehová, y la tradición cristiana tendrá presente esta imagen primordial a partir de la cual el hijo es culpable del pecado del padre. Y esta culpa se prolongará en el hijo definiéndose en el mismo nacimiento —el famoso “pecado original”. Esta escisión metafísica suscitará también esa conciencia culpable en el sentimiento de una vida ajena. El hombre es culpable de haber nacido, repite Segismundo, otro buscador metafísico de un padre conjugado con el Estado y su justificación.
Así, la búsqueda del padre es una metáfora o una hipérbole que conjuga varias posibilidades de realidad. Su esquema convoca el mito; sus pasos suponen el rito: buscando al padre, el héroe persigue y encuentra, o pierde, su puesto en esa realidad.
Juan Preciado, en la novela de Rulfo, busca a su padre, que desconoce, en el pueblo que su padre dominó, Comala, que también desconoce. El arriero que Juan Preciado encuentra en la segunda página de la novela se llama Abundio y este personaje, que también es hijo de Pedro Páramo, le introduce a Comala: el pueblo está desierto, no lo habita nadie. Pedro Páramo también ha muerto. Juan Preciado, en el monólogo que dirige a su madre, dice: “Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste al ‘donde es esto y donde es aquello'. A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe”. En Comala, el hijo encuentra a Eduvigis Dyada, que lo aloja en su casa. “Me había quedado en Comala”, piensa él: el arriero siguió de largo; “y me quedé. A eso venía”.
Su búsqueda del padre equivale también a su encuentro del lugar: el lugar es la extensión del padre, su sombra, la equivalencia también del antiguo paraíso perseguido. Desesperado, más adelante, Juan Preciado querrá huir, hallar el camino de regreso, tan desconocido para él como fue el camino del ingreso. Pero será tarde; en esta novela la conquista del paraíso patriarcal es también la pérdida de ese paraíso, y el hijo morirá fundiéndose en el lugar que le arrebata la vida y también la muerte, porque aquí el mundo es el trasmundo. La novela, pues, plantea la metáfora al revés: el padre no existe, ha muerto, e incluso el mundo no existe; Juan Preciado deambula entre voces y visiones: muere en el terror de esa extrañeza que lo sume.
Esas voces y visiones son aquí presencias. Casi no se trata de “fantasmas” o de “aparecidos”: Eduvigis Dyada nos revela que Abundio ha muerto hace muchos años. Otra sombra nos revela que Eduvigis ha muerto también hace muchos años. Los personajes son muertos convocados por la presencia de Juan Preciado, quienes hablan en otra zona, hecha de vida y muerte. Ninguno de ellos hablará de su muerte o de la región de los muertos mientras Juan Preciado es representado como vivo; solo cuando este narra su muerte y es enterrado junto a otro cadáver, se hablará de esa zona. Pedro Páramo no es una novela realista, pero tampoco es una novela fantástica: el trasmundo que presenta, apoyado en su sola presencia, posee una nítida coherencia en su misma ambigüedad. Y a diferencia de las novelas situadas en zonas similares —como las del romanticismo alemán—, la introducción del mundo de la muerte no tiene aquí la finalidad del terror, aunque ese terror se insinúa: Juan Rulfo presenta de un modo inmediato a sus personajes muertos; sabemos que están muertos aun cuando hablan o accionan.
¿Por qué en esta novela el paraíso está poblado por los muertos? Si el tema de la búsqueda del padre está aquí planteado al revés, desde que el padre ha muerto, también el paraíso ha muerto, o sea que también está tratado al revés. Y el revés del paraíso es, por cierto, el infierno. Como Telémaco, Juan Preciado busca a su padre. Como Moisés busca la tierra prometida. Pero solo desciende a los infiernos —al infierno del paraíso, o sea al paraíso en esta tierra.
Comala es otro infierno porque en este pueblo el padre ha muerto y porque este padre, cuando estaba vivo, mató a Comala. Pedro Páramo destruyó su pueblo al conquistarlo con la violencia del terrateniente: el ciego poder que acumuló trajo la destrucción física y otra destrucción moral en el deterioro impuesto por la dominación. Y en este infierno los muertos están presos, encadenados al lugar. En el infierno, los muertos prolongan el sufrimiento de sus vidas, la inocencia o la culpa de las mismas. No es un sufrimiento religioso: los muertos de Comala no lamentan el no estar en algún cielo cristiano: lamentan sus propias vidas. El infierno es, por eso, la misma vida que determina este más allá de la muerte. La vida está juzgada, hecha presencia, desde la muerte. Una oscura rebeldía sugiere la tensa coherencia de este mundo. Esa coherencia está basada en la ideología católica popular.
En este infierno, además, el tiempo está encadenado al espacio. Cuando Juan Preciado encuentra a Damiana Cisneros, ella le dice: “Oigo el aullido de los perros y dejo que aúllen. Los dejo, porque sé que aquí no vive ningún perro. Y en días de aire se ve al viento arrastrando hojas de árboles. Los hubo en algún tiempo, porque si no ¿de dónde saldrían esas hojas?”. Esta coherencia es la lógica que une al mundo del pasado y el presente, solo que también Damiana Cisneros es un muerto, como aquellas hojas. De aquí que esta novela sostenga su inusitada lógica —para no hablar de verismo— en la presencia —ese instante de aparición y desaparición— de los personajes. Esta presencia apenas se manifiesta en base a la descripción: de Abundio no tenemos ningún dato sobre su presencia; de una mujer que Juan Preciado ve al cruzar una calle se nos dice que estaba “envuelta en su rebozo” y que “su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra”: esta descripción sucinta apuntala esa presencia incluso tautológica; Juan Preciado, además, enumera esta descripción diciéndonos “me di cuenta”; no dice “vi”. De Eduviges
Dyada el narrador nos informa lo siguiente: “Sin dejar de oírla, me puse a mirar a la mujer que tenía frente a mí. Pensé que debía haber pasado por años difíciles. Su cara se transparentaba como si no tuviera sangre, y sus manos estaban marchitas; marchitas y apretadas de arrugas. No se le veían los ojos. Llevaba un vestido blanco muy antiguo recargado de holanes, y del cuello, enhilada en un cordón, le colgaba una María Santísima del Refugio con un letrero que decía: ‘Refugio de pecadores'“. De Damiana Cisneros, en cambio, no se nos informa nada. La descripción de Eduvigis es así la más detallada que hace el narrador; lo cual viene a probar que esta presencia de los personajes se sostiene enteramente en el lenguaje, en la enunciación; la presencia de Damiana Cisneros es típica: se basa en el solo diálogo; y cuando Juan Preciado le pregunta si está viva o muerta, ella desaparece: “Y me encontré de pronto solo en aquellas calles vacías”, dice. En cambio la representación del espacio, no por economía, deja de ser constante y precisa: el creciente calor, la lluvia incesante, la desolación árida, suscitan el curioso agobio ensañado de ese espacio; aquella oscura rebeldía de la vida vista desde la muerte se relaciona, de algún modo, con el terror victorioso de un espacio negro. Un espacio infernal que posee desde la muerte el tiempo de la vida.
Cuando Juan Preciado encuentra a Eduvigis Dyada ella también le dice: “Ahora, desventuradamente, los tiempos han cambiado, pues desde que esto está empobrecido ya nadie se comunica con nosotros”. La presencia de Juan Preciado convoca la presencia de este mundo, la va develando mientras él mismo es introducido y abandonado en este infierno. En la página 59 leemos:
Carretas vacías, remoliendo el silencio de las calles. Perdiéndose en el oscuro camino de la noche. Y las sombras, el eco de las sombras. Pensé regresar. Sentí allá arriba la huella por donde había venido, como una herida abierta entre la negrura de los cerros.
Las mismas sombras son un espejismo, otro espectro: el terror está también presente, sin declararse. Pero el camino es ahora una “huella” definida “como una herida”; este camino, entre los cerros, está “allá arriba”: el infierno, pues, está aquí abajo, y el personaje está atrapado.
Las páginas siguientes (59-72) constituyen una de las secuencias más ambiguas e intensas de la novela. Se trata del encuentro de Juan Preciado con una pareja que lo invita a pasar a su casa.
Entré. Era una casa con la mitad del techo caída. Las tejas en el suelo. El techo en el suelo. Y en la otra mitad un hombre y una mujer.
—¿No están ustedes muertos? —les pregunté.
Y la mujer sonrió. El hombre me miró seriamente.
—Está borracho —dijo el hombre, —Solamente está asustado —dijo la mujer.
Había un quinqué de petróleo. Había una cama de otate, y un equipal en que estaban las ropas de ella. Porque ella estaba en cueros, como Dios la echó al mundo. Y él también.
Esta pareja es de marido y mujer, pero también de hermano y hermana. ¿Cómo no pensar en los primeros padres condenados a lamentar su culpa en el infierno? Adán y Eva viven al centro de este infierno. Juan le pregunta a ella: “¿Cómo se va uno de aquí?, —¿Para dónde?, —Para donde sea”; y ella explica:
—Hay multitud de caminos. Hay uno que va para Contla; otro que viene de allá. Otro más que enfila derecho a la sierra. Ese que mira desde aquí, que no sé a dónde irá —y me señaló con sus dedos el hueco del tejado, allí donde el techo estaba roto—. Y este otro de por acá, que pasa por la Media Luna. Y hay otro más, que atraviesa la tierra y es el que va más lejos.
“Quizá por ése fue por donde vine”, dice Juan Preciado.
Entre esos caminos hay uno que está arriba, pues es señalado a través del techo roto de la habitación, y otro que “atraviesa” la tierra y por el cual se llega a Comala. Esta imagen de los caminos —aunque no precisa un arriba y un abajo y tal vez sí un fuera y un dentro— sugiere otra vez el espacio del infierno.
La mujer narra su pecado:
Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos sin en seguida sentirlos sucios de vergüenza.
Y la vergüenza no cura. Al menos eso me dijo el obispo que pasó por aquí hace algún tiempo dando confirmaciones. Yo me le puse enfrente y le confesé todo:
—Eso no se perdona —me dijo.
—Estoy avergonzada.
—No es el remedio.
—¡Cásenos usted!
—¡Apártense!
Yo le quise decir que la vida nos había juntado, acorralándonos y puesto uno junto al otro. Estábamos tan solos aquí, que los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el pueblo.
Tal vez tenga ya a alguien a quién confirmar cuando regrese.
—Sepárense. Eso es todo lo que se puede hacer.
—¿Pero cómo viviremos?
—Como viven los hombres.
Esta justificación podría evocar también a la primera pareja. Así como la última frase condenatoria del Obispo evoca aquella otra sentencia bíblica de la expulsión.
Luego Juan descubrirá que esta mujer es también un cadáver y morirá aterrado: “Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme en aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi”, Así, en el centro del infierno y junto a la primera pareja condenada, Juan Preciado es absorbido por ese infierno, donde varios reveses se conjugan. Ya muerto, Juan Preciado advierte el revés de su viaje. “Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la ilusión”, dice. “Mi madre, que vivió su infancia y sus mejores años en este pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir aquí. Hasta para eso me mandó a mí en su lugar”. El vacío de la búsqueda del padre se duplica en esta secuencia. Dorotea, que está enterrada con Juan, le cuenta que ella tuvo dos sueños: en el primero creyó haber tenido un hijo; en el segundo, supo que nunca lo había tenido; toda su vida había perseguido a ese hijo solamente soñado. Le dice: “Me enterraron en tu misma sepultura y cupe bien en el hueco de tus brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora. Solo se me ocurre que debería ser yo la que te tuviera abrazado a ti”. Dorotea viene a conjugarse con Juan Preciado, en la muerte, porque sus búsquedas, de un modo errático pero analógico, coinciden cruelmente. En esa tumba coinciden así el hijo que buscaba al padre y la madre que buscaba al hijo. El diálogo de Juan y Dorotea convoca la historia de Susana San Juan, la mujer de Pedro Páramo, también agónicamente tejida a la muerte de su padre. De aquí en adelante el mundo de los muertos desaparece, porque el hombre vivo que lo convocaba, Juan Preciado, es también un muerto; la historia de Pedro Páramo, racconto y presencia total a partir de esa muerte, es el revés anterior del infierno. La muerte del hijo es el eje entre un después (que en la novela es un antes: la llegada del hijo) y un antes (que es un después en la novela: la historia de Pedro Páramo), espectros o doblajes del mismo texto que están convocando, desde su espectro temporal, el otro tiempo del lector. El tiempo de la historia de Pedro Páramo, que era un racconto en la construcción fragmentaria de la novela mientras Juan Preciado vivía, es un tiempo que da la vuelta y se hace presente; de aquí que en esta novela, una vez desaparecido el hijo, el presente no existe o es otro: un pasado actualizado por la narración como la voz de la muerte. La unidad, pues, del hijo y del padre está dada en la muerte, porque la muerte tiene aquí al pasado por tiempo presente.
“El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora”, dice Dorotea, significando así las relaciones de su sueño “maldito” (creyó tener un hijo) y su sueño “bendito” (supo en otro sueño que no lo había tenido), relaciones que se unieron en la conciencia acusadora de la muerte. Esta frase de Dorotea significa también la paradójica unidad de paraíso e infierno, o de paraíso al revés que es Comala. No es posible aludir a lo divino sin referirse a su sombra, lo demoníaco. Lo divino en este paisaje es, precisamente, un vacío: un mundo acusadoramente eludido, cubierto por la compleja trama de inocencia y culpa, de sufrimiento y temporalidad. En la perspectiva del infierno, la muerte no requiere ya ser un tránsito, porque su soledad es también, aquí, otra forma de vida. “¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?”, pregunta Juan. “—Debe andar vagando por la tierra como tantas otras: buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos”, responde Dorotea.
He aquí hasta dónde se extiende la parábola de la muerte: una muerte tan impregnada de vida que ni el alma es requerida por el cuerpo abandonado en su soledad. El alma se ha separado del cuerpo que la rechaza porque este se niega al remordimiento. Acaso aquí se precisa la muerte como protesta total, como voluntad subversivamente fijada en la vida del cuerpo que no se quiere perder, que se detiene aun a costa del alma.
Pedro (piedra) Páramo (desierto) simboliza también la muerte y el deterioro que suscita el poder. Es a partir del poder, primer nivel de la historia, que esta novela va penetrando o destruyendo otros niveles de una realidad que se quiere acusar. Padre omnímodo, Pedro Páramo decide “cruzarse de brazos” para que Comala muera, habiéndola ya matado en el uso de su poder total. Su muerte une el final de la novela con su inicio, de un modo también parabólico: Pedro Páramo es asesinado por Abundio, el arriero de la primera página que introduce a Juan Preciado en Comala. El relato cuenta el asesinato elusivamente (ha muerto la mujer de Abundio y este, ebrio, va donde Pedro Páramo pidiendo ayuda para enterrarla) porque el autor no quiere explicitar que Abundio es también hijo de
Pedro Páramo. No es, al nivel de la historia, un parricidio simbólico, pero tal vez lo es al nivel de las oscuras relaciones que la novela tienta en el tema de la búsqueda del padre o del hijo. No parece casual que sea un hijo de Pedro Páramo el que le dé muerte (Miguel Páramo, el único hijo que lleva el apellido del padre, es muerto por su propio caballo: el nombre y el caballo evocan aquí, también al revés, la otra historia de Miguel, el arcángel). La mano del hijo levantándose contra el padre omnipotente es el gesto que evoca el paraíso en ese infierno o que, simplemente, lo confirma.
Una sola vez en la novela se emplea la palabra “paraíso”. Y justamente en el episodio de la muerte de Pedro Páramo. Herido, Pedro Páramo “vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: ‘Todos escogen el mismo camino. Todos se van', piensa. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía”. Y al final: “Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”. Su muerte es doble: se desmorona como piedra (padre) que es y también el pueblo se desmorona con él. El paraíso se marchita y está siendo abandonado acaso como fue abandonado por la primera pareja.
Octavio Paz ha escrito de esta novela lo siguiente:
Si el tema de Malcom Lowry es el de la expulsión del paraíso, el de la novela de Juan Rulfo (Pedro Páramo) es el del regreso. Por eso el héroe es un muerto: sólo después de morir podemos volver al edén nativo. Pero el personaje de Rulfo regresa a un jardín calcinado, a un paisaje lunar, al verdadero infierno. El tema del regreso se convierte en el de la condenación; el viaje a la casa patriarcal de Pedro Páramo es una nueva versión de la peregrinación del alma en pena. Simbolismo —¿inconsciente?— del título: Pedro, el fundador, la piedra, el origen, el padre, guardián y señor del paraíso, ha muerto; Páramo es su antiguo jardín, hoy llano seco, sed y sequía, cuchicheo de sombras y eterna incomunicación. El jardín del Señor: el Páramo de Pedro.
Estos juicios de Octavio Paz son breves, pero exactos. Salvo, me parece, en un aspecto: no creo que “el héroe es un muerto”. Paz dice que solo después de morir podemos regresar al edén nativo, lo cual equivale a situarse en el mito cristiano y no en la novela que niega la lógica de ese mito justamente al ponerlo al revés. Si el héroe fuera un muerto, la novela no tendría la necesidad estructural de la división que su muerte opera como eje entre la desaparición del hijo y la presencia plena del padre. Paz insinúa una dimensión religiosa como central en la novela y, en efecto, esta dimensión existe, solo que también puesta al revés: a mi modo de ver, lo fundamental en esta novela es la muerte del padre en un espacio infernal como equivalencia del cuestionamiento de la culpa original.
El paraíso se ha convertido en infierno, pero en esta tierra; la culpa no radica en el hijo: radica en el padre y en el orden múltiple que este padre simboliza. El hijo está en la tierra transformada en paraíso y en infierno por el padre: contra esta jerarquía el hijo se rebela y la novela misma se niega a sostenerla proponiendo su propio trasmundo y su propio exorcismo espectral.
Por eso, no es arbitrario pensar que el acto religioso de esta novela es el asesinato del padre: esa prolongación de la búsqueda para saberlo muerto, esa unión de dos tiempos en el hijo. Aunque esa búsqueda y ese asesinato —dos rostros de un solo acto— reclamen también la muerte. Tal vez Pedro Páramo, padre supremo y omnipotente, sea, en el extremo de la hipérbole, una fusión de dios y el demonio, como Comala es una fusión de paraíso e infierno. Tal vez el hijo quiere abolir a ambos para recuperar su perdida inocencia.