Cumpleaños


Las velas estaban listas para arder, el chocolate a punto de bañar el pastel hinchado, y las brillantes cerezas desesperadas por lucir la torta de cumpleaños. Mabel hacía ya una semana que esperaba ansiosa este día, y lo hacía notar a cada paso que daba por la cocina. Jonás, por su parte, no prestaba mayor atención al ruido de la gigantesca casona, parecía muy ocupado mirando por la ventana de su alcoba el hermoso día de verano que había en la ciudad. Un sol radiante, nubes blancas y de voluptuosas formas. Jonás observaba con atención los carruajes que hace poco se habían estrenado en el mercado, y que sólo los más ricos se podían dar el lujo de permitir, y que parecían a sus jóvenes ojos, carruajes impulsados por magia, o por caballos invisibles(1). 

Observó que la pileta de la plaza brillaba como un collar de perlas preciosas. El bullicio se oía alegre entre los gonenses, un alboroto muy animado para los días oscuros que vivía la ciudad de Virmire. Una ciudad a las puertas del caos.

Fue inevitable para Jonás no mirar por quinta vez en la mañana el calendario en su velador. En el fondo de su corazón estaba ansioso por que alguien lo saludara, y eso lo hacía sentir culpable, pues sabía que acontecían temas mucho más urgentes en la familia. Se sentó a un costado de la cama, y ahí espero largo rato mientras los empleados pasaban acelerados por el pasillo. Se entretuvo tratando de adivinar quiénes eran por el sonido de los pasos, absorbidos por la alfombra de lana que cubría todas las entradas con gallardas figuras del escudo de Galbora(2). Volvió a mirar el calendario.

Se acercó a su velador, y tomó de uno de los cajones la foto de una mujer de apariencia cándida, de ojos negros como azabache, y piel blanca como el de una gaviota adherida al cielo nocturno. Su figura era delgada, quebradiza, con unos pechos que serían el orgullo de egos vanidosos. Vestía ropas de enfermera, no tan blancas como su resplandeciente piel, y posaba sentada en una tosca silla de madera barnizada entre formas poco inspiradas.

La necesidad de ir a abrazarla se hizo evidente en su mentón.

Se abrió paso hasta el dormitorio que estaba al fondo del pasillo. No fue necesario abrir la puerta; el señor Galindo y la señora Potts justo salían de aquel cuarto.

—Con cuidado, chiquillo, no vas a ocasionar que empeore más.

Ya me son conocidas tus travesuras —dijo el anciano, con la mirada peligrosamente serena y fija en los ojos del niño.

—Tendré cuidado, abuelo, lo prometo —la vista de Jonás solía dirigirse al suelo cuando cruzaba palabras con él.

—¡No prometas, ingenuo!, ni siquiera sabes lo que abarca esa palabra —gritoneó Galindo, retirándose del lugar. La señora Potts, como siempre, se limitó a observar, inexpresiva como era.

No había que ser psicólogo para advertir el menguado afecto en las palabras del señor Galindo, al menos, no era el que cualquiera podría esperar de un abuelo común. Jonás, consciente de esto, nunca tuvo muchas esperanzas de recibir algún gesto de apego hacia él.

El dormitorio era espacioso, ornamentado con cuadros barrocos y floreros de greda en cada una de las esquinas. Un gigantesco candelabro (regalo de Roldan), bailaba con su reflejo en las aterciopeladas paredes. Pero esa belleza prístina contrastaba con la decaída mujer que dormitaba en la gigantesca cama. Jonás se acercó silenciosamente, temiendo despertar de forma brusca a quien veía dormir plácidamente. Los ojos negros de la mujer titilaron con un brillo refulgente cuando percibió la llegada del niño. En ese cuarto, la paz gobernaba junto a un sereno silbar de un viento agradable, un viento que desprendía aroma a flores por todo el lugar, dejando como rastro pétalos huérfanos de algún jardín viudo que se esparcían por toda la cama.

—Lamento arruinar tu cumpleaños, mi niño querido —Jonás se sentó a un costado de la cama. Apesadumbrado, miró los ojos brillantes como escarlata de la mujer escuchando con atención—. Déjame contarte algo —la cama crujió mientras la mujer se acomodaba en la almohada. Sus músculos, atrofiados por la falta de ejercicio, convertían cada movimiento en un suplicio al que nadie nunca podría acabar de acostumbrarse—. Tú sabes que trabajé mucho durante los comienzos de esta guerra en la frontera, y que fui testigo de cómo tanta desgracia trajo consigo otros males desconocidos. No solamente las armas trajeron la muerte. La muerte en sí misma dejó constancia de su paso dejando innumerables enfermedades desconocidas. Más de las que yo o alguna de mis compañeras podíamos reconocer —esbozó una leve sonrisa—. Pero estoy orgullosa. A pesar de eso, salvé muchas vidas y muchas familias —cada estornudo sacudía la cama bruscamente, y con éste, también se sacudía el corazón de Jonás—. Estarás bien, mi niño, tienes mi palabra. A mí me venció esta rara enfermedad, pero tú no tienes por qué enfrentarte a ella.

Jonás la miraba con ternura, parecía no comprender del todo las palabras de Sofía, quien desde que vivía postrada al camastro, no hacía más que justificar el tiempo que había estado ausente cada vez que conversaba con él.

—Dices que estaré bien, pero no lo creo —balbuceó Jonás casi en un murmullo, temeroso de decir lo que pasaba por su mente. No quería faltarle el respeto a la mujer con su visión de las cosas— ¡el abuelo me odia, lo sé!

Sofía acercó su mano a las muñecas del pequeño, que eran delgadas y débiles como su hilo de vida.

—Cómo puedes decir eso, Jonás, mi padre no te odia. Él está molesto conmigo por razones que no entenderías a tu edad. Pero, ¡bah!, son gente vieja, aferrada a costumbres viejas —el tono gracioso de Sofía, hizo que Jonás olvidara en parte la pena. Pocas veces había visto sonreír a su madre y centellearle los ojos al mismo tiempo. Le resultaba un festival de colores—. Además, está Mabel —su voz tembló—, sabes que ella te querrá tanto como yo.

Jonás percibió el titubeo en la expresión. Sus ojos se agrandaron, su pecho se hinchó de angustia. Ella te querrá, se oyó demasiado angustiante. Como un presagio lejano, y sin embargo, igual de doloroso. No podía concebir que su madre dejara de existir. No había cabida para tal idea en su cabeza. Su razonamiento decía que una madre no podía morir antes que un hijo. Claramente, como todo niño, aún no estaba preparado para enfrentar la muerte.

—¡Pero ella es la criada de la casa! —dijo levantando la voz en protesta.

Sofía notó el pensar del pequeño en sus ojos negros. Su garganta de pronto se vio impedida de hablar con soltura. Un nudo la presionaba a llorar cada vez que veía la impotencia de Jonás, indefenso en una guerra de decisiones ya tomadas.

—No conoces bien a Mabel. Su voluntad es aún más fuerte que la de mis dos padres juntos —dijo en tono tranquilizador, preocupada de no lacerar el ánimo del niño.

Jonás se acurrucó a un lado de su madre apoyando el oído en el pecho de Sofía. El aroma y la calidez maternal no hacían más que adentrarse en su corazón. Por un instante imaginó toda su vida con ella, recorriendo los campos del Norte, o los arroyos Trémula, en la ciudad del Sur. Deseó haberla conocido unos años antes. Pero ya no había de qué preocuparse. Su madre había vuelto, y toda una vida les esperaba. Todo el tiempo y el amor que Jonás había guardado desde el día en que había nacido, esperaba impaciente por ser entregado al fin.

—Sé que me he ausentado mucho tiempo, y desde que naciste

hace ya diez años, en esa fría frontera, bajo los deprimentes ruidos de disparos y gritos, nada quise más que darte una tranquilidad duradera y una buena vida —Sofía giro la vista hacia los haces de luz que entraban por la ventana, y que dejaban en evidencia pequeñas motas de polvo—. Pero las cosas se pusieron mal y me vi en la necesidad de mandarte a esta casa mientras yo cumplía mi servicio. Ojalá hubiese podido volver antes. Siento mucho haberte dejado tan solo, mi niño —Sofía acercó a Jonás a su pecho y lo abrazó con tal ternura que no pudo contener sus lágrimas. Sabía que quedaba poco tiempo, y no encontraba la manera de disfrazar su dolor, así que hizo de su llanto, un llanto mudo—. Tengo la esperanza de que algún día lo entiendas —murmuró casi para sí, Sofía.

Jonás no percibió tal desahogo. En su mente seguía creyendo que su madre tarde o temprano sanaría, que podrían recuperar todo el tiempo que por ley divina les correspondía. Nunca consideró en absoluto, un mal final.

De pronto, un sinfín de fuertes pasos retumbó desordenadamente por el pasillo. Una multitud de sirvientes entraron al dormitorio casi en estampida. Durian, uno de los sirvientes de más alto cargo, dirigió una mirada tensa a Sofía a la vista asustada de todos los presentes.

—Están aquí, mi señora. Han cruzado la frontera.

La congoja transformó el rostro de la mujer. Jonás no prestó mayor atención al asunto, estaba demasiado concentrado con un pajarillo que se posó en la ventana en ese mismo instante. Entonces el silencio absoluto hizo acto de presencia, y, como una afilada hoja, unos pasos gruesos y lentos cortaron en dos la fría ausencia del habla.

—Déjenme solo con mi hija —la voz del señor Galindo se clavó como una orden en la servidumbre presente. Rápidamente, todos desaparecieron—. Sal de aquí, muchacho, la orden también va para ti —la mirada al pequeño fue fulminante.

El niño obedeció sin reclamo. Al salir, vio a Sofía desaparecer tras la figura de Galindo, y a éste, tras la puerta del dormitorio.

El niño volvió a su soledad, quedando todo un largo día por disfrutar. Dedicó un momento a planear en qué divertirse. Era la solución que aplicaba cada vez que no veía a su madre cerca. Le tranquilizaba el pensar que ella mejoraría de pronto, mientras él se dedicaba a sus quehaceres de niño. Era un truco que solía aplicar también el día de su cumpleaños: no pensaba en cuántos días faltaban para crecer un poco más, sino que decidía olvidar tal cosa. Así, llegado el día, le tomaría casi por sorpresa (pensaba).

Recordó al pajarillo que había visto hacía un momento y algo lo hizo decidir ir en su busca. En mitad de su aventura, con los ojos perdidos en los diferentes adornos de la casona que ya le resultaban aburridos y sin gracia, se distrajo cantando una vieja canción llamada Orientación, del trovador por excelencia de Virmire, Montanaro(3) :

En la noche de los cuatro vientos

con la soledad regada,

¿oyes qué dice el silencio

bajo las miradas?

Búscame en el lugar que sabes

sin que medien las palabras

en perdidos senderos

de anudadas gargantas

¿Sabes cuál es el destino

de las retenidas lágrimas?

Guárdalas hasta que me veas

para consolarlas.

Busca la señal más pura

donde hallar orientación:

hacia dentro queda hacia adentro,

siempre en la misma dirección.

En la lluvia copiosa

sobre las desnudas pieles,

¿tienes el calor sincero

de las almas fieles?

Busca la señal más pura

donde hallar orientación:

hacia dentro queda hacia dentro,

siempre en la misma dirección.

Pasó cerca del jardín, lugar de trabajo del anciano Yober, el jardinero de la casona. Aquel viejo tenía posiblemente el trabajo más tedioso de todos los trabajos posibles a los ojos de Jonás: el cuidado de las orquídeas más raras de conseguir en todo Galbora, las conocidas como el zapatito de varón. Ni en el pantano de Lubren, ni en el de Cosro(4), era común encontrar tales orquídeas. Yober, eso sí, las amaba como a él mismo. Se habían convertido en sus compañeras por más de treinta años, y eran sus confidentes de innumerables historias oscuras de la casona.

En el extremo opuesto del jardín, estaba posicionada la maestranza. Era un lugar prohibido para la mayoría, con excepción del personal militar autorizado. Jonás evitaba a toda costa ese lugar, incluso bajo sus necesidades ludópatas más imperiosas. Extraños ruidos se oían salir de aquel lugar, con mayor frecuencia en las noches. Un constante ir y venir de personal militar, los cuales se exponían en altas horas nocturnas, sirvieron para alertar al pequeño que era mejor no acercarse ahí. Jonás solía espiarlos desde su alcoba. Había notado muchas veces a Davino, la mano derecha de Galindo, dar órdenes en tonos muy poco discretos en noches en que la guerra se encolerizaba. Pasaban cosas en ese lugar, y Jonás no dudaba de que fueran cosas malas.

Pasó un buen rato, casi tanto que por un momento olvidó al ave. No mucho tuvo que esperar para volver a recordarlo. «¡El jardín!», pensó, y ahí se dirigió.

Grande fue su sorpresa al llegar a la pequeña mesa puesta para relajación de los inquilinos en el jardín de la casa. Mabel lo miró a los ojos con una gigantesca sonrisa. Una multitud de sirvientes gritaron al unísono:

—¡Feliz cumpleaños!

El pastel de chocolate robó todo el protagonismo en la mesa llena de confites y regalos. Las llamas de las velas pintaron el mantel con un resplandeciente espectáculo de tonos blancos. Obviamente, Jonás compartió su torta como el buen niño que era. Mabel lo acompañó durante el rato que duró la pequeña fiesta, y a pesar que él era el único niño que había ahí, todos aprovecharon para llenar el estómago con las golosinas y bebidas servidas en la mesa como si no hubiera un mañana. Aprovechando el desorden que había ocasionado la noticia del cruce de la frontera, la fiesta podía continuar en paz. Nadie de los altos cargos de la casona parecía que les prestaría demasiada atención. El pastel era pequeño, muy pequeño para los que suelen hacer para otros niños en familias de la misma clase social. Era de chocolate, con cerezos en el contorno, relleno de mermelada de mora y coco rallado.

—Lamento no poder celebrar un cumpleaños más alegre, Jonás —dijo Mabel, mientras le acariciaba el cabello—. Pero créeme que en estos tiempos, esta pequeña celebración ya es mucho más de lo que otros pueden soñar.

—Todavía no entiendo por qué pelean con el país de Roderith —dijo Jonás con curiosidad. Quizá algo terminaría entendiendo del trabajo que había realizado su madre en la frontera.

—Lo usual en estos casos: problemas de tierras. El pueblo de Roderith siente que la capital de Galbora fue tomada por gente que se aprovechó de tratados mal hechos.

Jonás no entendía nada.

—Parece que no te desagradan tanto como a mi abuelo —opinó el niño.

Mabel sonrió, y mientras jugaba con su tenedor en lo que quedaba de pastel, su rostro se volvió sombrío un momento, como si un mal recuerdo se hubiera apoderado de ella.

—El señor Galindo piensa como el militar que es, acostumbrado a dar órdenes desde una oficina. Yo pienso como alguien que sí estuvo en la frontera y vio el horror de la guerra en primera fila. Gente que no tenía la culpa de todos los enredos políticos, moría sin tener claro el porqué.

—¿Ahí conociste a mamá? —preguntó Jonás.

Mabel sonrió, y dando una rápida mirada a Jonás dijo:

—¡Pero de qué cosas hablo con un caballerito de apenas diez años, aunque con lo flacucho que estás, aparentas ocho! Es tu cumpleaños y nosotros hablando temas de viejos —y la sonrisa volvió a desaparecer de su blanca cara.

Aún no era medio día y quedaba mucho por hacer. Mabel debía volver a sus quehaceres. Un montón de loza esperaba por ser puesta al día. Todo el trabajo que había traído consigo la preparación del cumpleaños, y sobre todo de la torta, había atrasado el trabajo en varias horas. Con los ánimos que tenía el dueño de casa, no era muy buena idea que los sorprendiera con una inspección sorpresa y encontrara semejante desbarajuste.

Jonás decidió pasar la tarde en la biblioteca de la casona, olvidando todos los regalos que había recibido y que ya daba por hecho, eran libros repetidos. Tendría mucho tiempo para leer, y de seguro, con todo el alboroto que se había armado, nadie le molestaría en un buen rato. Mabel lo tomó de la mano para acompañarlo y entregarle los libros puestos en estantes más altos, que por alguna razón, siempre parecían más interesantes.

Al pasar por el salón principal, ambos vieron como uno de los sirvientes atendía a un misterioso hombre que llevaba golpeando la puerta de entrada hace varios minutos. Su aspecto era oscuro, apenas se le veían los ojos. Jonás pensó que se trataba del vendedor de libros que pasaba una vez al mes, pero no pudo asegurarlo. Tuvo la esperanza de obtener un libro nuevo, pero se fue olvidando de la idea en el momento en que le dieron aviso al supuesto vendedor, que Sofía estaba enferma y no lo podría atender.

Antes de despedirse de Mabel, pensó en que había sido un gran cumpleaños. Mabel lo leyó en su sonrisa de oreja a oreja. Sabía que Jonás no era muy expresivo, pero desde el regreso de Sofía, un nuevo Jonás parecía nacer.

Y así era, un nuevo Jonás estaba germinando.



(1) Galbora se caracteriza por sus grandes campos y caminos de tierra. Con esto en mente, los ingenieros trabajaban día y noche en la confección de nuevos carruajes más cómodos y livianos que puedan enfrentarse mejor a los senderos.

(2) Galbora es uno de los tres países que conforman la parte Oeste de Arieta.

(3) Es conocido como el trovador de Virmire desde antes que la ciudad fuera tomada por el gobierno gonense. Sus trovas han trascendido todas las naciones. Sin embargo, se desconoce su paradero.

(4) Tanto Lubren como Cosro, son pantanos que pertenecen a Roderith. Aunque una parte de Lubren cubre tierras gonenses, gracias a que fue cedida a favor de Roderith, con objetivos netamente diplomáticos.