El boche
Guadalupe Santa Cruz
Se ha levantado polvo en la cuesta, viene vehículo y ella sigue en lo mismo, le va a venir ruido de alcancía en la cabeza cuando la interrumpa. No veo en qué está tumbada sobre el hule en el patio, paseando un espejo por su cara. Hay unos manojos negros esparcidos alrededor de la cabeza, los mueve para acá y para allá, hace dibujos con ellos alrededor de la cabeza, inventa peinados, se coloca una diadema, arregla unos rayos que parten del casco, envuelve la cabeza en una aureola. La aureola es cada vez más gruesa y el polvo en el camino más denso, sube, se acerca. Abro la puerta de la cocina, la que da a los cerros.
—Loraneda ¡Lo! ¡Looooo! ¡Viene vehículo!
—Ya, Ma, ¡vo!
Juntó cada una de las matas y las colocó en una bolsa, con cuidado y apuro, luego en un saco de tela que me pasó agitada.
—Al col, al colcho, Ma.
Ya estaba el ruido en su cabeza, cosas como monedas de limosna en su alcancía de cabeza, así decía ella. Eché un vistazo al saco en mi pieza antes de aplanarlo en una funda, no en el colchón, siempre buscan bajo colchones. Cabello era, oscuro y mucho, más que el suyo, en veces más largo que suyo en otras no, más que las mechas que se mochó en la cabellera, era mucho cabello, retiré la bolsa y lo estiré separado bajo todas las fundas.
Ya giraba para entrar al sitio el vehículo, me asomé a la puerta y me quedé ahí esperando. Con sólo tres hombres estaba colmado, eran tiesos, de cuello demasiado grueso, un corte a ras de la nuca. Mal aspecto les vi yo.
Desde la cocina los avistó la Lo.
—Ratis, Ma.
—¿Qué?
—Ratis, tiras, Ma.
Bajaron al mismo tiempo del auto, cada uno por su puerta, como en las series. Quedó chico el vehículo con ellos de pie, detrás de sus corpazos peinándose la cabeza y planchándose el traje con la palma de una mano grande y dura. Avanzaban lentamente hacia la casa, hacia mí, como por error pero seguros derecho hacia mí, haciéndose forasteros que van a pedir permiso pero ya iba sacando el primero algo del bolsillo interior de la chaqueta con toda propiedad en línea recta hacia la puerta de entrada y hacia mí. Me adelanté.
—¿Buscan?
Mostró una credencial y se presentó.
—Policía de Investigaciones, señora.
Querían entrevistarse con la Loraneda, hacerle algunas preguntas de rutina. Llamé para adentro y los hice pasar. De la cocina apareció la Lo secándose las manos en el delantal, se lo sacó para saludarlos de mano y llamar a cada uno caba, caballo, caballe, nunca llegó al caballero, indicándoles que se sentaran a la mesa y se fue a la cocina a preparar algo. Me senté yo con ellos entretanto.
—Parí a cuatro para tener a la Loraneda, no le vayan a hacer daño, es la más habilosa del internado, allá abajo, recita de memoria pedazos del Mío Cid, y de La Araucana, la premian cada año, la llevan a la municipalidad, no le pueden hacer nada porque si se enteran en el internado y en la municipalidad y en la junta de auxilio escolar y si le hacen algo a mi niña que salió distinta de todos, que yo esperé parto por parto, no la pueden poner mal porque se empieza a comer las palabras, se pisan entre sí sus palabras si la apura, no la van a en-tender, no van a sacar nada…
*
La velocidad que traía ese polvo, esa velocidad con que arremolinaba el aire y subía la polvareda velando la vista hacia el bajo, ese apuro dañino desató el ruido en mi alcancía, en las monedas de mi lengua, las palabras de mi cabeza que se empiezan a revolver cuando algo viene en contra, cuando quiere chocar con mi ansia. El polvo parecía funesto, y eran ratis. Con cuellos de ganado que se lleva a trashumar y cabello esquilado, tres hombres solos embutidos en un auto con sus puños y músculos y puntapiés y patadas que no caben bien en ninguna máquina, jaulas de transporte que los pone bravos y se zafan de ellas como animales sueltos, como ratis con mandato para cumplir su misión, sumisión. ¿Me pongo la peluca? ¿No me la pongo? ¿Me pongo las preguntas? ¿Enderezo las monedas de palabras? ¿Quiero que sepan cómo hablo, lo bien que voy a hablar en el juicio, en la conferencia, quiero ahora que sepan, lo sepan cómo habla Lo cuando habla en nombre de otros nombres y del suyo? Mejor lavo la loza, me calmo la alcancía, las preguntas, las fichas, las palabras, lavo la loza, no uso peluca. Lavo solamente, me lavo las manos y la loza en la lavasa, me mojo el pelo bien ordenado para atrás, bien ordeñado. La cara también, en agua, en agua fría las palabras, no más vueltas la alcancía. Los saludo de cabellero ¡no! los saludo de ca ba lle ro, los saludo, los atiendo con atención mientras enfrío la cabeza de las palabras, las palabras que se dan vuelta de cabeza, caballero, caballeros, les saluda Lo, la que va a hablar en nombre de otros nombres, algún día, y la historia la absolverá.
Serví refrescos en una bandeja y me senté con ellos. Con la mirada corrí a mi Ma, que empalaga las cosas. Uno de los hombres instaló su computador sobre la mesa diciendo “permiso”.
—Diga.
—¿Viven solas, aquí, madre e hija?
—Esta es familia de buena constitución, bien constituida, eso quieren saber ¿verdad?, el padre anda paseando los animales en el alto, es muy seco por acá. Pero ya vuelve y se constituye la familia.
—Su madre ¿baja a veces? ¿Está al tanto de lo que pasa en el internado durante la semana?
—Mi Ma me mima, soy muy menor de otros hermanos, me mima no sabiendo lo que hago porque soy grande, en demasía grande para mi edad y grande de porte y de confianza que me hace mi Ma, me mando sola, yo soy yo, como me ven, sólo me mima mi Ma en respeto.
—Venimos mandatados para averiguar de unas denuncias interpuestas por un grupo de compañeras del internado y sus familiares. La señalan a usted como autora de agresión física en su contra y hurto de un bien personal, que es su cabellera. Usted les habría cortado el pelo y se habría quedado con los mechones de todas.
Lo dijo de una tirada, mientras el del computador se echaba para atrás en la silla y el tercero hacía girar su anillo en el dedo índice. Seguí las vueltas del anillo entre los dedos gruesos, todos los dedos parecían manoplas, segundas manos metálicas sobre las manos de carne apretada.
—Cabelleros —caballeros—, ¿no crece el pelo, no es un bien renovable? ¿Cuánto le pertenece a cada cual y cuánto a la comunidad que somos, con el mismo cabello grueso, sano, oscuro y chuso, sin tinturas?
Uno de los tres paseó la vista por los muros del comedor buscando algún indicio de esa comunidad, quizá quedara conforme con las fotos del floreo, aunque ¿qué sabía él?, ¿qué sabían ellos?, ¿qué sabían lo que era comunidad para mí?
—Pero usted no puede despojarlas, les pertenece.
—El despojo único que hemos tenido es todo lo que nos rodea, nada, nada para nosotros, subir cada vez más alto por los cerros para encontrar verde, bajar siempre al reclamo del agua, se seca, se seca todo, la mina despoja, ustedes despojaron, El Mío Cid y Diego de Almagro, los caballos con las espuelas, esos caballeros, ¿qué son unas pocas mechas que vuelven a brotar? como las mías, miren, vuelven los brotes, crecen a diario, crece enardecido el cabello con un corte, ya tendrán su mata de nuevo, yo también, y me las cedieron, se dieron a mí prometiendo para la comunidad su sedoso cabello, sin tratamiento, sin tintura, natural, negro, negro tornasolado, brilloso, muy cotizado, muy grueso, ese era el juramento, darlo en venta pero calladas, ese era el lazo entre nosotras, grueso como una trenza de nuestro cabello chuzo y firme.
—¿Qué hizo con el dinero de la venta del cabello?
La alcancía, se empiezan a mover las piezas, puedo sentir en mi cabeza el vacío que sube, como náusea antes de ponerse a girar las monedas en el vientre vacío de la alcancía, puedo sentir los dientes aflojando antes de irse a refregar con las otras piezas, se llenan de líquido los dientes, se me adhieren, se me vienen.
Mi Ma trató de desviar a los ratis, siempre evita los conflictos, siempre los endulza.
—Desde chica que mi niña no soportaba que le tiraran el pelo, la sacaba de quicio. A mí me arañaba cuando le desenredaba la mata para hacerle su trenza. Siempre fue su punto flaco, su ¿“talón de Aquiles”, se dice, Lo? Y cuando la llevaron al museo se desmayó frente a las momias de pelo largo, así me contó, que ese cabello añoso, opaco con la tierra que llevaba adherida pero vivo, ese cabello la había desmayado, la había ausentado…
—Ma, no interrumpas. Me cambias la trama de la declaración, desordenas…
—Estábamos en el dinero de la venta del cabello, señorita ¿dónde está?, ¿qué hizo con él?
El apremio de nuevo, el rati pregunta con la misma velocidad nociva que maneja el vehículo por la cuesta, removiendo la quietud, urgiendo las cosas.
—Fue el bo, elbochese, ese bo, el boche mal, malogró, el boche alteró todo, malogró al otro el boche, lo, lotro, en el boche lo otro se alteró, se alteró, ¡arruinó el lazo, el boche!
—¿Cuál “boche”?
—El del internado, el que se armó en el internado, el boche armado, el que internaron las niñas, el de las niñas-armas, el de la peluca y los empoderados —imponderados, apoderados— que querían apoderarse de mi peluca, de mi palabra. Querían empoderarse de mi tribuna. Ellas faltaron a su palabra, las niñas se fueron de lengua. No tenían que internar sus familias allá.
—Todavía no explica bien el “boche”.
—Cabellero, no se explica un boche. A usted le toca estudiarlo. No me apure, me pongo mal, le estoy describiendo una circunstancia. No les gustó a las niñas que yo comprara la peluca con el dinero de algunos cabellos, ya no se podía saber de cuáles eran porque mezclé todos los mechones para hacer comunidad. No quisieron creerme que era para estudiar su confección. La mandé hacer y observé a la tejedora de pelucas cómo enlazaba con la huincha de medir el contorno de la cabeza, por sobre las orejas, luego seguía la línea sagital, desde la nuca hasta la cima del cráneo. Frotaba una mecha de pelo entre los dedos, como si fuera un retazo de tela, para sentir su textura, y se fijaba en las ondulaciones de la cabellera, donde nace apenas más ensortijada, los lugares donde es más frondosa la mata.
—¿Y el boche, señorita? Del boche vinimos a informarnos.
—Anotaba en un cuaderno como si fuera modista, guardaba la huincha de medir, sonreía como si hubiera sostenido mi cabeza entre sus manos, cabeza de recién nacida, cabeza de muerta, de accidentada. De cráneos y de pilosidad sabe esa tejedora de pelucas con sólo tocar y ver, la huincha es un cordón umbilical para conservar su sitio en la peluquería.
—Le insisto, necesitamos su declaración. De no ser así tendrá que acompañarnos y hacerla en nuestras dependencias.
—También estudié la peluca en mi casa, introduje los dedos en el armazón y separé las mechas para entender. Van atadas en delgadas brochas de cabello cosido, sujetas con costuras más gruesas a las bandas elásticas de la malla, siguen un orden regular y repetido, como siembras en el campo, una línea, otra línea paralela, y otra, se superponen hasta formar motas. El volumen y la abundancia vienen de las medidas tomadas por la tejedora, de la distancia entre las corridas de cabello, del lugar en que las aplica al cráneo de la cría que tuvo entre sus manos. Estudié la peluca y la sigo estudiando. La malla elástica puede ser de “lace”, o nylon en la zona de la coronilla, y poliéster en las entradas o en el área frontal…
*
—Lo, por favor contéstale a los caballeros, Lora, Loraneda, hazles caso, Lo…
—No te inmiscuyas, Ma.
Mi Ma siempre fue temerosa, timorata, asustada.
*
—¿Se mandó a hacer esa peluca con el dinero de la venta de algunas cabelleras, entonces? ¿Y las otras cabelleras, dónde se encuentran?
—Los clientes. Los clientes tienen el muestrario.
—¿Clientes?
—Compradores ambulantes que trabajan para las compañías exportadoras, ambulantes.
—Esto se está poniendo interesante —el del anillo aceleró los giros en el dedo y después se dio un suave puñetazo en la palma de la otra mano—, ambulantes ¿con patente?
—Volvamos al “boche”, primero —el más aburrido le pegó un codazo al del anillo. Se había cansado de seguir el lento avance de una araña pollito por la pieza hasta la puerta de entrada.
—A usted le toca estudiar: los ambulantes, los exportadores, los centros de acopio, los precios. Yo les dije a las niñas que recordaran, antes del internado, que hicieran memoria, cómo nos trataban las del liceo colgándose de nuestras trenzas, que nuestro pelo parecía pa-jar, que parecía plumero, que virutilla, que barba de choclo, cáscaras de plátano quemadas, zarzamora. Lo nuestro no era el corte que le habían hecho aquí los dueños de esclavas a sus trenzas para afligirles el cuerpo en lo que era visible de sus cuerpos, tampoco el corte de los caballeros a la cabellera de las mancebas para marcar su propiedad sobre esos cuerpos y esos sentimientos. Ni era el corte al pelo de las mujeres enamoradas del enemigo, rapadas y encerradas en los sótanos de las casas de Francia, como se los leí. Ni el arrebato de una mujer celosa tijereteando los bucles o la cortina que lleva otra mujer de la que sospecha que le arrebata algo o alguien con esa melena exuberante. Ni la poda definitiva de la cabeza de Juana de Arco antes de la hoguera, sus lágrimas cayendo con más fuerza que las mechas sobre los labios resecos en la película en blanco y negro que les mostré. No, era otro el corte, era nuestro y para ser más nuestras.
—Señorita, se está yendo por las ramas…
—Debo seguir declarando, cabelleros. Y ramas son también las redes que ustedes deberán pesquisar en la ciudad para su trabajo, ramas son los cerros donde vivimos todas, ramas que se ramifican. En el internado no pueden mantenernos quietas, solo a ratos, porque somos del externamiento, de la externación del internado y de la ciudad.
—Por favor, señorita, el tiempo, el tiempo apremia.
—Las exhorté, las arengué para que supieran lo que vale nuestro cabello, muy cotizado por los exportadores, por los ambulantes, por los catálogos, por los sitios web, debíamos surtirlos, teníamos esta fuente inagotable, que no era despojo, se renueva, como la sangre, como las palabras. ¿Y qué dicen tanto las niñas, qué dicen?, tanto decir de algo que es de ellas pero no es suyo, no resienten el peso de esa cabellera en el cuello ni sobre los hombros, no la llevan, no saben de ella, yo tampoco, son los otros que así nos ven, como cuerpos tocados con ese manto que cae y se mueve detrás de nuestras personas. Sí, algo, algo es propio en la vida que es suya, nos orilla la cabeza en la cama o al recostarnos en el suelo, como una sombra tejida. A mí me fastidia para dormir ese calor adherido a la nuca. A ratos parecen multiplicarse estos filamentos que me crecieron sin ser míos, como un textil, como un textil que no he hilado yo, ni hemos hilado nosotras, siempre una manta a medio hacer. Y el tomento denso tras las orejas y escaso sobre la frente ¿sería mío porque alguien me lo donó, debiéramos decir “nuestro”? Es nuestra vegetación y más nada, algo que no nos pertenece pero a cuya custodia debemos entregarnos. Nos debemos a esta crin, a este tramo de nuestro cuerpo.
—Señorita…
—No he terminado, cabellero, no me interrumpa, esta es mi declaración. No entiendo que se vean así, las niñas, de tener algo, de ser esa cabellera. Es una criatura nuestra, algo que en nosotras se enviscó desde muy hondo, un sombrero que no podemos retirar, nació con nosotras y crece. Crece sin cesar. Eso lo sé.
—El dinero…
—Todavía no hay dinero. Cuando haya dinero será para mis estudios, ellas lo saben, estábamos amasando dinero para mis estudios de abogada, para ser su portavoz, su vocera, hablar en sus nombres, de ellas, no de otra comunidad, de nuestra comunidad de hijas en que no somos hijas de lo que se piensa somos hijas, somos hijas de nadie, hijas de algo nuevo, distante, distinto, en que hablamos por las palabras que nos crecieron como el pelo. Pero el bo, en el bo me traicionaron en el boche, enelbocheme, enelboche me renegaron, llegaron de hijas, de hijas de empoderados me acusetearon, me gritaron, gritonearon que no me habían nombrado en su nombre, ahí lo vi que no, que seguían en su nombre recibido de los apoderados de ellas, internas, internas, sin ceder sus nombres. Me quitaban y me quitaban la peluca, yo la volvía a recuperar, me aullaban cosas, que no era originaria, decían, que era original nada más, me expulsaban, me desconocían, por unos manojos de pelo, por unas madejas, por unos mechones chusos que tenemos todas iguales, negros, relucientes y firmes como una soga, por unas hebras que vuelven a originarse, que florecen de nuevo, más fuertes, más oscuras, más resistentes, por estas greñas que antes se usaban con el mismo pelo animal, ¿por estos filamentos para tejer que germinan sin cesar prometieron hacerme charqui? Y lanzaron mi peluca finalmente a un charco en el patio para pisotearla.
—¿Qué más sucedió en el “boche”?
—Nosotras ya no queremos saber cuántos animales pueden alimentarse en un humedal, ya no queremos tejer ni saber de colores, no queremos saber de telares, vellones, ni lanas. Queremos que se lleve nuestro cabello, ir cubriendo cabezas con nuestro pelo, y ganar monedas. Somos una comunidad para lo que está viniendo, de a poco se está viniendo —no como ustedes, que se izaron por la cuesta a una velocidad perniciosa, levantando un polvo que cubre—, somos…
—Pero ¿no nos contó que se había malogrado esa comunidad? —preguntó el del anillo, con los dedos tan toscos como el rati del tecleado, que pulsaba a cada rato dos letras simultáneamente y debía volver atrás, una y otra vez.
—¿No dijo que se rompió esa “trenza” —preguntó el otro—, que con el “boche” se había roto…
El escriba registraba nítidas esas preguntas, eran más importantes que mi declaración. La alcancía en mi cabeza se paralizó.
Vi todas las palabras posibles. Y vi que con ellos esas palabras eran imposibles.
Agarré el vaso más lleno de refresco y lo vertí sin apuro sobre el teclado de los ratis, fijando la mirada de los tres.
*
—No se la lleven, no me la lleven, es muy joven, es demasiado habilosa, es que dice cosas de más, es mi niña, la más esperada después de los otros, la que habla las cosas claras, no se la lleven…
—Deja, Ma. ¡Ma, deja! Estoy lista, tengo que decir. No te interpongas, Ma, nunca fuiste apoderada, déjame. Deja.
Se había colocado la peluca. Le pasé un bolso con ropa y la vi encaminarse hacia el vehículo, tranquila parecía. Los tres hombres debían seguir el bamboleo de sus anchas caderas, la fuerza que ella mueve con su cuerpo.
La sentaron atrás, entre dos ratis. Quedaron pegados a las puertas por la corpulencia de Loraneda, mi deseo era que con la presión se cayeran del auto en una curva a la bajada, que hubiera un desprendimiento de piedras, que se les cruzara un animal, que mi niña volviera a subir la cuesta hasta la casa, que se me devolviera.
Aunque mi Lo iba muy derecha, miraba de frente, no hablaba. Parecía una reina, convertía a los ratis en escoltas.
En cuanto dejé de ver el vehículo en la última vuelta de la cuesta que se avista desde la casa, me entré. Tenía temor que los escoltas fueran guardias en realidad. Que nadie pudiera alimentar como se debe las palabras de Lo, que no le bastara la comida de ahí. Que la hicieran devolver la peluca. Tenía miedo por su alcancía en la cabeza, que no se la fueran a trizar. Tenía susto. Tenía angustia. Tenía pavura. Abrí la puerta y salí a gritar al patio, el de atrás, que da a los cerros.