Así…
Eugenia Prado
Así, al reverso de la historia, la una decidió que el rumbo debía ser hacia el continente. Sacó vida entonces desde sus descascaradas aletas y decíase a sí misma que durante la noche aquella y precisa recibiría los perfumes derramados a borbotones y ciertos ungüentos de pócimas secretas.
Inquieta ya de armarios sin conversaciones y un enorme silencio buscaba, ella, la una, eso otro que no había de aparecer hasta ahora cuando los años pesan y las ideas están repletas.
Entonces se dice nuevamente:
—Bajo estas perlas rojas nacerán los tan ansiados frutos y jugosas caerán una a una las rojizas como diamantes rodados de destellos, per-didos de noches y de caballeros.
De sombrillas ella, él con sombrero, hicieron sus experimentos.
Lo intentaron horas bajo un sol espléndido buscando iniciarse de escaladas, horas mientras los sudorosos cuerpos seguían preguntándose hacia dónde y hasta cuándo se configura un animal genuino.
—¿Será que hemos llegado hasta el final y que purgaremos como desconocidos sofocados nuestros frutos bajo un sol estallado de insistencias?
Encuentros afortunados de placeres harían sus promesas hacia el continente, atrás quedarían los paisajes desolados, todos los desiertos, atrás los malos hábitos, su falta de convencimiento.
—¿Será que es justo allí, donde el infierno se hace un invento disfrutable?
Entonces, ella, la una, iba extendiendo sus refinados modales de apariencia frágil bajo las pretendidas caricias sinuosas y perfectas momentos antes de caídas las perlas cuando el señor aquel, entre risas y sorpresas, no cesaba de expresarle sus agradecimientos.
—No debiera usted preocuparse, nada de daños. Optemos por las plumas de catres encendidos y estas pequeñas copas bebidas en desorden.
Ella con sombrero. Él un caballero.
Y si quien lee se lo permite, la imagen sería la fuga hacia el melodrama minuciosamente incrustado en la memoria desde los inicios del primer discurso programado por el hombre.
Intentar la vida. Fracasar.
Los recuerdos congelados flotan en los recipientes.
Arrugada en el líquido la falta de oxígeno impide la descomposición de la carne. Un cuerpo, vivo o muerto, tiene el mismo número de partículas. Lo que interfiere o lo modifica es el número de bacterias.
La historia sería entonces una farsa cuando ella sabe que, de cualquier modo, dentro del relato siempre estaría implícito el deseo de asesinar. Es en el espacio quieto, muy cerca de la víctima, que la tragedia nos convoca. Simulacros, probabilidades, cuando todo empieza a desmoronarse.
Una instalación en neón no encendido haría, tal vez, más adelante explicables las cosas. Las baterías aun no habían sido cargadas sobre los espejos, es por eso que una parte de la imagen se desarrolla en penumbras acoplada a los signos de un arte de vanguardia.
Disfrutaron horas entre los colores de alcoba; horas junto a los pequeños cuerpos que entre los vidrios se suspendían quietamente.
Sumergidos como puentes entre las telas afelpadas de las cebras, harían los amantes en mañanas siguientes texturas de búsquedas imposibles para recordarle a ella, la una, su presencia, aquella y otra de distancias ciertas, aún sabiéndolo cuando se está entre desconocidos.
Su mirada entonces brincaba y saltaba haciendo sus malandrinasos, corriendo a los cuatro vientos como las abuelas pero, esta vez, más suelta de precipitadas intenciones y pocas, muy pocas palabras.
El goce ahora desplazaba su frutoso centro como corresponde a una fémina furiosa. Esta vez se iría hacia el lado de las formas, dispuesta a concebir más de algún arrebato.
En cinta el habla instalada con acierto y capaz de todo, cubriría sus arterias con vehemencia.
Entonces, ella, la una, decide un hablante para sí porque el habla indudablemente tiene sus talentos y desertando de los campos de batallas depone los naufragios anteriores pensando que la vida debiera ciertamente contener más de alguna sorpresa.
Pequeñas modificaciones del lenguaje, particularidades muy finas de la letra y ciertas vocales en reemplazo de las consonantes
Y allí está su chica, altiva la desvergonzada, dispuesta a matar.
Se percibe en el ambiente la furia, su odio.
Gruñida es en su forma apaciguada su ira, intacta y pezuñosa la terrible causa mortal del decir.
Dicen que si se abre se observa en ella lo que en pocas, cuando a la altura de los pómulos se develan las enrojecidas arterias.
Sus ficcionados labios amoratados y mordidos de medusina gorgoriendra evitarían cualquier posibilidad de empatizarle.
Entonces, furiosas las decapitadas se iban filtrando entres capas y más capas de inagotables condiciones, cuando la cabeza nunca había estado perdida.
Brillábanse de caminos y lentamente iban saliendo las más antiguas, de suntuosas gasas y de elegantes prendas, ellas, las mismas, sus abatidas ganas de tanto darle al mismo instrumento.
Muy a contraluz de los estelares o de los desastres, tal como hicieran ruidosas las más antiguas, iban con estridencias planteando sus sostenidas réplicas repletas y exóticas de explanadas, diciendo lo que ha de hacerse con los acontecimientos.
Era menester el apurarse. Armar las fuerzas indocumentadas, las pasantías, los desiertos, distantes de cualquier acomodo, al tanto de que las épocas se vendrían difíciles.
Veríanse los trapos de cierto modo distintos, menores los adornos, mayores las intenciones, cuando los estados del ánimo y las pérdidas serían pavorosas y el mundo para algunos aterrorizante.
Era un estado completo. Un estado de las cosas modificándose. Un eco que altera las líneas del tiempo y que podría repetirse una y otra vez.
Entonces, cierra círculos concéntricos y helicoidales.
Estereotipados sus círculos se abren y cierran entre ayer y hoy, dibujados de letras y de páginas cuando abierta y astillada cae, puesto el cuerpo, el propio cuerpo otra vez en el mundo.
Cambiaría otra vez sus pieles y se iría adentrando en las cosas, desde hoy saliendo en un acto de total sacrificio sería héroe de los suyos.
Producir un contacto mediatizado frontalmente contra la estructura. Un duelo prácticamente a muerte por los pequeños que no nacerán, duelo que en algún momento los mismos padres, todos esos padres, harán al recibir la noticia de otro intento que fracasa.
Asaltados por recuerdos, indudablemente los fantasmas de siempre, algo arde intensamente en la expresión de aquellos niños blindados, algo en sus ojos que brillan como llamas alborotadas.
Imposibles, los pequeños no nacidos parecieran contemplar a quien los observa como si buscaran desesperadamente momentos antes, cuando aquello era sólo una posibilidad.
Como si entre la humedad del cuerpo de ella y el saber resbalar de él, buscaran cierta lejanía.
Los recuerdos congelados flotan en los recipientes.
Es una imagen que se repite. Desde allí es posible ver sus cuerpos.
Son cuatro pequeños cuerpos que, anudados, rigurosamente atrapados y sellados no constituyen armonía. Son hileras de muchos de esos cuerpos los que, envasados en los frascos de vidrio flotan y se asoman sobre la superficie.
Sumergidos en los recipientes sus carnes persisten, son retazos de niños muertos, serializados y rotulados como forma de evidencia, clasificando la imperfección de una estructura.
Un hombre de cabeza calva exige espacios más alterados. Un hombre simula ser Dios frente a una mujer que contempla.
Más allá de la grávida correspondencia con el espacio, sus cuerpos sellados en los frascos de vidrio sitúan la amenaza.
Hay un futuro incierto que podría repetirse exhaustivamente.
Sus cuerpos impedidos y malformes se exhiben como cadenas de procedimientos y biogenéticas imposibles, antídotos de algún veneno o los desechos de fábricas humanas cuando lo aberrante les impide el espacio de la vida.
El primer cuerpo se apoya específicamente aplastando su nariz y boca contra el vidrio. Ambos orificios están muy abiertos, pero el orificio izquierdo se ve acentuado por la leve presión con que la nariz descansa contra la fría superficie.
El labio izquierdo aparece sinuosamente caído de la misma forma en que se cae en el vicio de un relato inteligente, seducida bajo las formas convencionales del oficio y puede que en eso las estructuras sistematizadas del habla manifiesten sus coincidencias en el género, se busca en formas más acabadas para responder a ciertas leyes naturales.
—Entonces, a pintar o dibujar sobre lo que sea, pieles o mandalas —dice ella, la una, sonriendo empecinada hacia el lado opuesto de la propia naturaleza.
—A bailar nuestras espeluznantes disonancias cuando el organismo, tal y como está, va inevitablemente perdiendo consistencia.
A fuerza del estallido y la condición de atropellarse brutalmente, sus débiles arterias podrían devastar el pequeño estanque y hacer que las ideas sangren lento sus imágenes. Es por eso que desde el inicio la trama sería asesinar y la historia no más que simulacros, probabilidades, cuando todo empieza a desmoronarse. Entonces se sienta y escribe pensando que aún es posible desde las palabras.