El alguacil
Marco Antonio de la Parra
Si esta historia es verdadera, poco importa. Mi padre ha muerto y de sus hermanos, los seis hijos varones, solo sobrevive el menor sordo como una tapia (mal de toda la familia, ya tengo a veces que pedir que me repitan las preguntas) custodiando la única herencia de mi abuelo, el revólver que llevó como alguacil de Santa Bárbara. La misma que usó mal o no usó en el Puente Piulo, en el invierno de 1933, unos años ya de soledad tras enviar a su mujer y a sus hijos a Santiago, en tiempos de la crisis mundial, buscando mejor suerte.
Santa Bárbara era un pueblo pequeño para todo, no existían aun tantos apicultores y tenía algo de frontera todavía vivo entre la nación pehuenche, la mapuche y los blancos. Sin embargo había un encono de fieras entre los Mardones, los dueños del pueblo o de todo lo que de pueblo tenía Santa Bárbara en aquellos tiempos, alejada cada vez más de la carretera panamericana, hoy Ruta 5, la misma que nunca llegó, como este cuento, a cumplir su sueño, la idea de construir una carretera que corriese a lo largo de toda América, rota en fragmentos imposibles, vencida por el altiplano, la selva o el caudillismo político.
De esta historia solo hay pedazos, el revólver custodiado por mi tío Ladislao y un mal poema de mi tío Miguel, donde describe a mi abuelo montando un caballo blanco con los ojos azules que solamente heredaron mi tío Felipe y mi hermano y la nariz aguileña que ha perseguido a toda la familia.
No sé si es cierto. Solamente recuerdo a duras penas su nicho en el pequeño cementerio de Santa Bárbara y no pude sacarle prenda al último de los Mardones sentado como un mendigo delante de sus bodegas junto a la vía del tren de trocha angosta que en esos tiempos todavía funcionaba y hoy apenas es un rastro de hierro oxidado entre el paisaje.
“Si quieres pieles de zorro o de puma, entra y sácalos. Si quieres cuentos, que te los cuenten las mujeres, a ellas les gusta eso de andarse acordando de lo que no debes”, me dijo.
De las nietas en tercer grado de Ataúlfo Mardones, el patriarca, eran poco fiables todos sus relatos. O las había devastado alguna enfermedad de la memoria, o el pudor o el histrionismo, ambas for-mas de la necesidad de impresionar al visitante, habían socavado un relato que pudo ser sabroso.
De los hijos que pudo tener la unión salvaje, impune y pecaminosa de Ataúlfo Mardones e Isabel Contreras Mardones, solamente sobrevive un longevo débil mental y existe la leyenda de una muchacha avergonzada de su origen, que en esta historia asesinará a su amante lanzándolo al barranco desde el Puente Piulo sobre el río Bío-Bío.
Mi abuelo era el alguacil de ese pueblo y consta en actas que envió a Amelia, su bella mujer con sus seis hijos varones a Santiago buscando mejor vida. “Aquí se van a morir de hambre” dicen que sentenció viendo cómo se arruinaban las cosechas con el derrumbe de los pagos.
Todo el país estaba endeudado y sin trabajo y mi abuelo, miedoso como toda su estirpe, consideró que el hambre iba a terminar con su prole y llamó a Amelia Enríquez (de la misma sangre que revolucionarios y políticos incendiarios de los años 60), su bella y joven mujer, cansada de parir desde la adolescencia, para ordenarle se subiera al tren y partiera a la capital. “Nos veremos, si hay con qué, en las vacaciones de verano”. Dio un beso a cada uno de sus seis hijos y no supo que en el viaje a Santiago, mi tío Felipe lanzó la cartera de mi abuela a la vía férrea y ella decidió ocultarle a mi abuelo que llegaron a la capital con lo puesto.
En los veranos viajaron al sur y cuando mi padre se salvó del torrente del río por las brazadas de mi mismo tío Felipe, ya mi abuelo había muerto en las extrañas circunstancias que intento relatar, así, con trozos de historia abandonada, en conversaciones escuchadas de niño, alejado de los mayores al patio o escondido entre las gallinas, esperando el secreteo final de las comidas.
Cuando se subieron al tren los seis niños, mi padre, el penúltimo, tenía apenas siete años. Toda mi infancia lo escuché anunciarnos a mí, mi hermano y mi madre, también bella y joven, que iba a morir de un infarto a los 35, la edad en que habría muerto mi abuelo según la versión blanqueada de lo que intento reconstruir.
Mi abuelo era el alguacil y todos los llamaban por su nombre propio, Alejo, sin que nadie nunca agregase el “don”, fruto de la poca autoridad que despertaba un alguacil que prefería jugar con los niños del pueblo a sacar el revólver ante algún desastre legal poco claro.
Todos los días hacía la ronda, iba y venía, se tomaba un vaso de chicha, incluso dos o tres cuando estaba solo y pasó muchos años así, en el único mesón de la calle principal, la única, y jugaba al cacho, el dominó o la rayuela o la rana hasta que el cansancio o la chicha o ambas lo vencieran alterando su pulso o la memoria que es lo primero que la chicha ataca.
Alejo de la Parra, mi abuelo, tratado como “usted” pero sin el “don”, tenía encargos más parecidos a los de un guardaespaldas desencantado que a las de un alguacil en territorio indio, en plena frontera. Alguna vez lo sacó de la siesta una pendencia entre borrachos, un robo mal organizado, un animal que desaparecía, cuatreros de segunda fila, montando su caballo blanco que imagino más bien overo y presumo yegua salvada de la trilla a yegua suelta y que bautizo Alma porque le viene mejor a la historia, esgrimiendo ese revólver que usó quizás solamente una vez en serio, fuera de sus prácticas en los bosques de araucarias, donde comía piñones y avellanas comprobando que era un buen tirador y jurando que nunca por su mano correría sangre.
Uno de esos días de la crisis, esa que afecta tanto a los hombres, más que a las mujeres, lo mandó a llamar Ataúlfo Mardones a su casa.
No era raro ese llamado. Si a alguien se le podía robar algo o moverle las marcas de sus territorios o atentar contra la propiedad, era a “don” Ataúlfo (nadie se atrevía a llamarlo de otro modo), el viudo siempre de negro, una especie de buitre que miraba los cóndores desde su caballo también negro, volviendo todas las tardes del sur más sur, sin hablar una palabra desde que una enfermedad de la cabeza se había llevado a su mujer, algunos dicen que loca, otros que con amargas cefaleas, siempre joven dejando una sola hija tan parecida a su padre que era sin duda fea.
Cuando mi abuelo desmontó de Alma frente al caserón de los Mardones (lo imagino blanco entero, de tres pisos, nunca lo vi, en su lugar habían construido un policlínico público) sufría el final de boca de la chicha y el pulso no estaba firme obligándolo a sujetarse del cinturón con una fiereza que nunca tuvo, tragándose las ganas de regresarse a su casa donde, dicen y eso tampoco es comprobable, que lo esperaba una india pehuenche jovencita que solamente quería un hijo y un apellido y que en esta historia sólo se quedará con las ganas.
Ataúlfo Mardones, el patriarca, estaba pálido como la nieve, desvelado de días, insomne de noches, sin afeitar y enfundado en esa bata azul de seda que le había parecido siempre a mi abuelo un despropósito en un pueblo como ese tan lejos de todo, tan cordillerano, tan poco ciudad, tan pequeño. Hacía frío, algo de nieve flotaba en el aire, siempre poca con algunos inviernos excepcionales de nevadas hasta las ventanas y este no lo era, y mi abuelo llevaba su negro poncho de castilla, esa lana gruesa y tupida que dejaba escurrir la lluvia y protegía de fríos crueles. Al entrar saludó sacándose su sombrero que imagino de cuero marrón y de ala ancha percudido por el clima, respetuoso, intentando esconder su aliento a alcohol, haciendo sonar lo menos posible sus espuelas excesivamente vistosas, las únicas que tenía, herencia dicen de un bisabuelo que se ganaba la vida en rodeos o bailando, de esos detalles que delatan la timidez bajo el exceso y mi abuelo lo era en el fondo a pesar del brillo de sus ojos azules tan de patrón, aseguran traído de una España conversa y marrana.
—Han raptado a mi nieta —dijo Mardones el viudo—. Y necesito que la traigas esta misma noche, antes del amanecer la quiero en mi puerta.
Mi abuelo, Alejo sin don, respiró hondo y tragó saliva. Iba a preguntar pistas y sobre todo oler en la conversación ahogada de don Ataúlfo si había alguna recompensa.
—La hay —respondió Ataúlfo sin esperar la pregunta.
—La pista y la recompensa —siguió—. Dinero tengo y puedo pagarte tanto como para que devuelvas a toda tu familia a trabajar la miel y estudiar a tus hijos abajo en Los Ángeles. Pista: entra a su dormitorio y verás que no queda nada. Se la han llevado con su ropa y sus muñecas. No está desde hace dos mañanas.
—¿Puedo hablar con sus padres?
Alejo, mi abuelo, los conocía bastante bien. Compañeros de mesa de cacho y dominó, la rana. Gente buena. Herederos sin ínfula. La sombra poderosa de ese padre había aplastado hija y yerno.
—Nones, partes ahora mismo. Aquí tienes agua, charqui y una manta. Caballo tienes y si precisas municiones entras al almacén y las sacas. No pases por tu casa ni digas nada a nadie. Que esta vergüenza, hoy mía y mañana tuya, quede en secreto.
—¿Sospecha de alguien?
—Última respuesta, última pregunta. Unos indiecitos, unos pehuenches desagradecidos, con escopetas, dos o tres creo, anduvieron en el pueblo ayer sin tomar ni un trago, mirando raro a la gente, buscando algo que solo ellos sabían.
Alejo pensó, a veces se daba un tiempo para hacerlo, que habría sido bueno saber algo más de su padres, la madre fea, triste y seguro alcohólica. Amarga como pocas la hija única de Ataúlfo Mardones. Su esposo un hombre lento, sin ambiciones, sobre todo al convertirse en el único hombre en esa línea maldita o hechizada de los Contreras Mardones. Renato, dicen, se llamaba.
Alejo de la Parra montó en Alma, probó el charqui y se despidió lanzando un beso al aire al pasar frente a su casa para esa india que nunca conoció ese hijo mestizo y blanco que tanto anhelaba.
Apurado, repitió las últimas señas de don Ataúlfo. Habían visto en la nieve las huellas de una tropilla hacia el río. Alejo pensó, juro que lo hacía, incluso en exceso, que ya era noche cerrada y no había caso de seguirlas. La nieve de la noche anterior se había ido convirtiendo en barro y mezclaba las marcas de inocentes y culpables. Igual trotó hacia las afueras con la sensación que tiene el que está entrando en un camino sin salida.
Hay quienes me dicen que Alejo de la Parra, mi abuelo, sabía en lo que se estaba metiendo y que sólo lo esperaba la muerte o algo peor, aplastado por la melancolía de quien ha perdido mujer e hijos. Hay quienes dijeron que se imaginaba todo y partió solamente porque nadie pero nadie le podía decir que no a don Ataúlfo. Hay quien sostiene y esta versión no me gusta, que Alejo era hombre de pocas luces y partió sin comprender que era la pieza de un plan más siniestro.
Lo cierto, en eso todos coinciden, es que hacía mucho frío y no se veía más allá de las orejas de su montura. Subió al puente y midió el viento olfateando el aire que en esto mi abuelo, Alejo, era un hombre cercano a las bestias. Solo mi padre heredó ese olfato para las desgracias, su buena fortuna en el juego, nunca suficiente y esa mirada apretando los párpados que le permitía ver en la oscuridad el paso del tiempo y las personas como si de fantasmas se tratara.
—¿La sientes, Alma? —le preguntó a la yegua, cosa que hacía cada vez que se sentía perdido en la vida.
Alma no dijo nada pero tironeó las riendas hacia la provincia pehuenche, cruzando el río. A mi abuelo, como a todos, le daba miedo atravesar de noche el Puente Piulo, enclavado en la roca en un estrecho del río y tardó en decidirse tras una profunda cavilación sobre el destino de los fugitivos. Podían estar a más de un día a caballo. Ya perdida toda virginidad restante de la muchacha a la que calculó catorce años pero con un carácter como el de su abuelo. O cautiva en alguna ruca o refugiada entre las cuevas o los cerros.
Era buen tirador y sudó frío al recordar la orden postrera de don Ataúlfo, el viudo.
—No los quiero vivos. A ella sí, y virgen —como si Alejo no entendiera.
—¿Le pidieron rescate?
Fue lo último que le preguntó a don Ataúlfo y lo último que le contestó.
—No.
Se cruzó el poncho de castilla sobre el cuerpo para enfrentar la ventisca suave y cínica que se levantaba y volvió a mascar el charqui tratando de paliar las ganas de volver a casa, comer como es debido y sentirse menos solo con la joven que ya no lo esperaba.
La noche era loba y en Chile no hay serpientes, apenas un solitario puma y el cóndor que es carroñero. El peligro eran los hombres y mi abuelo lo sabía. Los últimos días había recibido varias quejas sobre ladrones de ganado y presumió que los pehuenches del relato de don Ataúlfo eran inocentes de abigeato pero quizás más culpables de buscar líos y alcohol que de otra cosa.
Trotó sobre el puente sintiendo las herraduras sobre la madera hasta llegar al otro lado. Nadie sabe cómo se orientó entre los cerros y las araucarias. Dicen que conocía tan bien el terreno que orientaba con un gesto de la mano hasta a los más baqueanos. Dicen que fue el instinto, esa capacidad de algunos de poder ponerse en la piel del asesino.
Pensó en la muchacha como si la viera en una fotografía. Bella como su padre, tan distinta de su abuelo. Alguna vez había jugando con el mayor de sus hijos a ser novios y Ataúlfo, el viudo temprano, se había acercado para decirles que por muy menores que fueran no se hicieran ilusiones.
—¿Quién rapta a una princesa? —le preguntó a Alma que se detuvo a pensar, imagino, hasta contestarle tironeando hacia la profundidad de la quebrada en que estaban sumergidos.
A lo lejos vio un fuego encendido y se le fue como en un impulso la mano hacia el revólver. Lo acarició mientras pensaba si se escucharían los pasos de Alma. La dejó atada a una araucaria y descendió arrastrándose sin miedo hasta quedar a tiro del fuego. Eran tres pehuenches hablando su lengua cerrada, riéndose medio borrachos. No había donde esconder a la muchacha si es que eran ellos quienes la tenían. Pero eran buenos testigos. Era raro verlos a esa hora lejos de cualquier caserío y entendió cuando escuchó el mugido de una vaca aterida por la nieve.
Montó en Alma y disparó al aire el primer tiro de esa noche envenenada. Los tres pehuenches se levantaron aterrados sin saber de dónde venía el ruido. Cabalgó seguro entre el bosque hasta disparar un segundo tiro como si fueran varios los que montaban la emboscada. Se puso al alcance de la luz de la fogata pistola en mano.
—No hemos hecho nada —dijo en mal castellano uno de los indios.
—Nos manda don Ataúlfo Mardones —dijo mi abuelo conteniendo el miedo y sujetándose más él del revólver que sosteniendo el arma.
El “nos” le salía mal pero lo había leído en una novela del oeste, las únicas que llegaban a ese sur fronterizo y lo hacían soñar alguna vez con cierto heroísmo trasnochado.
—La vaca no es de él —se confesó aterrado otro de los indios. El que parecía ser el jefe le asestó un golpe en plena cara insultándolo en su lengua.
—Robando animales… ¿A quién se la sacaron?
Hubo una pausa de hielo. Los tres indios tenían las manos levantadas.
—¿Dónde están las escopetas? —preguntó mi abuelo y el jefe de los tres, el que parecía que mandaba, hizo un gesto con el mentón hacía donde parecían haber intentado una ruca. Era cierta la pista del viudo, pero equivocada.
—¿Qué hacen aquí tres pehuenches muertos de frío? —les preguntó en su lengua que dominaba poco pero se hacía entender—. ¿Saben acaso algo de ciertos fugitivos? No me interesa esa vaca. No he recibido denuncia ni cosa parecida. A lo mejor me la llevo igual si es que no me ayudan.
Era noche cerrada y Alejo, el sin don, mi abuelo, se bajó del caballo canchero sin bajar el revólver que se le antojaba la luz de la noche, una antorcha con que iluminar el miedo en la cara de los indios. No eran tan inocentes y merecían prisión, más por torpes que por forajidos. Alejo se puso en cuclillas para calentarse sin dejar de apuntarles.
—¿Quién sabe de cierta muchacha de unos catorce años, bella como un relámpago, en medio de esta cordillera?
Uno abrió la boca y el otro le hizo un gesto para que callara.
Alejo, mi abuelo, vio como el tercero se movía hacia el fondo, donde estarían, supuso, las escopetas. Amartilló ruidosamente el revólver. En el silencio de la noche eso suena como un tren.
—Te mato por la espalda si das un solo paso más —le dijo mi abuelo, leyendo en su memoria las novelas del lejano oeste.
Tonto o torpe, eso no hay manera de saberlo, dio ese maldito paso más el pehuenche, dando incluso otros dos más, como si supiera de la cobardía interior de mi abuelo a la hora de disparar a otro hombre y recogió una escopeta apuntándole de vuelta.
No alcanzó a pestañear Alejo y, como un murciélago con fiebre, sintió el tiro silbando sobre su cabeza para estallar en sangre en el pecho del indio que saltó hacia atrás con escopeta y todo. Hubo otro disparo más pero ya los otros dos pehuenches habían montado en estampida dejando la vaca, el muerto y el fuego delante de mi abuelo espantado tirando de Alma lejos de la fogata, sumergiéndose en la oscuridad para protegerse de quien fuere, cazador furtivo, un buen tirador supuso, sin darse cuenta que esa bala lo buscaba a él y no al pobre cuatrero de cuarta que yacía boca arriba junto a la vaca tan asustada como todos mugiendo aterida de frío intentando soltarse y escapar.
No hubo tercer disparo y en esto dudo pues mi abuelo, con 35 años esa noche de invierno de 1933, distinguió la llamarada de dónde venían las balas. Dicen, y no hay manera de probarlo, que el fuego iluminó el rostro de un hombre que él conocía y pudo medir la distancia y el compromiso, la aflicción de un hombre que suponía bueno, el desamparo, la desesperación, la furia.
—¡Somos muchos! —gritó mi abuelo en la penumbra, sacudiendo las riendas de Alma para que se moviera entre los árboles. La yegua asustada se acercó más a la luz y ahí vino lo que dicen fue el tercer o cuarto tiro. Hay diferentes testigos, todos malos, pero que coinciden en que esta bala dio en la pobre yegua, tan desafortunada esa noche como su amo.
Mi abuelo sintió el tiro como en su propio pecho. Quizá a nadie quería tanto como a esa yegua blanca u overa que vio retorcerse de dolor en el suelo iluminada malamente por el fuego. Supo que acercarse a ella sería lo peor y sintió que lloraba mientras apretaba el gatillo para sacrificarla de un disparo en la cerviz sin fallar ni un centímetro. No fue necesario. Otro tiro sacudió la cabeza del animal y dio con ella en la tierra húmeda. Mi abuelo la vio buscarlo con la mirada en el bosque oscuro como preguntándose quién los mandaba morir ahí, por qué y para quién era tanto sacrificio. Dicen que ahí supo mi abuelo que era el próximo muerto y que aún así intentó cambiar la historia.
—¡Ríndete, cobarde! —gritó, como hablándose a sí mismo.
—¡Ríndete tú, Alejo!.—escuchó.
Mi abuelo, a través de la chicha ya seca por el espanto, reconoció en el recuerdo el rostro iluminado por el disparo y la voz aquella que lo tuteaba, sin don, sin miedo.
Corrió entre los árboles. Hubo otro tiro y mi abuelo supo que la cosa iba en serio. Sin saber cómo ni cuándo, disparó en la oscuridad al sitio de donde calculó venían los balazos y la voz.
—¡Ríndete tú, Renato! —gritó al mismo tiempo que disparaba.
Hubo un silencio de hielo y sintió un aullido agudo sin duda femenino y supo que los había encontrado. Saltó hacia la oscuridad envalentonado por la venganza de su yegua que veía quejarse en las últimas, iluminada por el fuego y rodó entre las matas hasta quedar a tiro de pistola de la pareja iluminada por el miedo, ese que hace a los seres humanos brillar en la oscuridad.
La reconoció. Isabel Contreras Mardones arrodillada con el rostro de su padre, Renato Contreras, el buena persona, llorando de dolor en sus brazos con un rifle de competición que alguna vez había visto usar en las fiestas de don Ataúlfo, donde solía fingirse derrotado por su puntería para conservar el trabajo y no provocar al viudo, siempre el triunfante.
Siguió la pista de los quejidos y esto lo creo más que el supuesto brillo de las lágrimas de Isabel con su padre en el regazo, hasta quedar a unos metros de la pareja, acostumbrado a la oscuridad, dolido por su animal agonizante más que por lo que ahí estuviera sucediendo entre esa hija y el herido.
Los dejó llorar a ambos asustados viendo como aflojaban el rifle y podía ponerse a tiro sosteniendo su revólver esta vez hasta compasivo.
Cuando pudo se puso de pie y aguantando la tristeza mezclada de lástima e ira apuntó a la chica.
—Isabel, entrégame el rifle.
La muchacha levantó el rostro y debe haber visto tan poco como mi abuelo, así de cerrada era la noche. Quizá se puede conjeturar que se abrieron las nubes un instante y entró un rayo de luna pero consta en todos los relatos que los tres se reconocieron.
—Déjanos huir, Alejo —dijo, entre gemidos de dolor, Renato, el buen tipo, el quitado de bulla, el silencioso. El rifle estaba tirado pero nadie lo veía. Quizá lo iluminó la luna porque la chica lo tomó y apuntó hacia Alejo y mi abuelo, lento pero no tonto, creyó que no sabía manejarlo.
Por fortuna se movió hacia un lado porque la vio cargar y apretar el gatillo y salió un tiro que le dio en el hombro por mala suerte de él o buena suerte de ella, si es que así pudiera decirse de una fugitiva.
Mi abuelo sintió como se empapaba la gruesa lana de su poncho con sangre. Nunca le habían herido y el dolor de los huesos rotos lo mareó de la impresión. Pensó si estaría muerto cuando ella gritó con todas sus ganas: ¡Salgan todos que los mato!
Renato se levantó herido e intentó arrebatarle el rifle soltando otro tiro más al aire que rompió varias ramas de una araucaria cayendo al suelo con el estrépito de una cabalgata de fantasmas.
Para todos era una noche desafortunada y el rifle rodó hasta los pies de Alejo, que a esa hora solo pensaba en volver a casa o comer unos piñones o maldecir el encargo fatal del patriarca de los malditos Mardones y su linaje de bestias.
Recogió el arma de competición, una belleza, recordó que lo bautizaba “Ariel” don Ataúlfo y lo manejaba con prestancia. Pesaba el arma y más con la herida. Lo arrojó hacia lo más profundo de la quebrada y apuntó con el brazo bueno, el que le quedaba, aguantando el dolor en el hombro derecho, traspasado.
—¿Qué están haciendo, par de brutos? ¿No ven que van a terminar matándolos?
Mi abuelo entendió mal entonces el beso en la cabeza de Isabel a su padre. Creyó la primera versión de los fugitivos y habría otras más complejas.
—Estábamos huyendo hacia Argentina, buscando el paso cordillerano pero perdimos la huella, llevamos horas en círculos y perdimos la comida y las monturas. No nos mates, déjanos explicarte todo.
Mi abuelo, el Alejo sin don, pensó que eran muy brutos intentando fugarse en pleno comienzo del invierno, a poco de comenzar las nevadas y pensó que cómo lo habían pretendido y que eso lo hacían los idiotas, los enamorados y los desesperados y no se dio cuenta que atinaba en las tres opciones.
—Queríamos los caballos de los indios y los empezamos a seguir. Tenían comida y montura. Nosotros esta arma de lujo, el hambre y el miedo.
Hay preguntas que no se hacen y no sé si Alejo, mi abuelo, las hizo o sencillamente le contestaron tal como manaba la sangre de las heridas de esos dos hombres o el llanto de esa hija.
Recuerdo en el relato, y eso es un error y no sé cómo remediarlo, tan nítidos los rostros en la noche que creo Alejo pudo haber encendido una fogata y me pregunto con qué y cómo. Incluso pienso si se acercaron al fuego medio extinguido de los indios para rematar a la pobre Alma y ahí la historia empezó a salir como un arroyo.
—El viudo me manoseaba —tomó la palabra la hija—. No aguanté más y eso es todo. Mi padre me dijo que huyéramos juntos, que el viudo no nos dejaría tranquilos y robamos el rifle y los caballos y salimos hacia el paso pero nos perdimos.
La historia era peor y Alejo, que era lento pero jamás tonto, intuyó que todo era más oscuro.
Ahí pierdo la huella como ellos en el bosque de araucarias y pre-sumo que fue mi abuelo el que distinguió el más terrible sentimiento entre padre e hija, el que nunca sintió, heredado pobremente por puros varones. Estaban enamorados y eso era todo. Eso explicaba cada paso, cada movimiento, la tranquilidad de un plan urdido, de la manera de conducir las fichas en el dominó las últimas noches, la necedad aparente de Renato el bueno, su gesto a veces hasta pusilánime, la fealdad épica de su mujer, la madre bebida de esa hija bella como esa luna que debe haberse abierto para iluminarlos, que si no es así no comprendo cómo puedo ver sus rostros tan claros en plena noche de invierno.
Pero era peor. Todo se juntaba y Alejo, mi abuelo sin don ni ley, no entendía bien la confusión de las dos historias. El abuelo abusador, el padre enamorado, se le juntaban en la mente y le apretaban los párpados con fuerza intentando juntar las piezas.
Ayudó el último disparo de esa noche. O el último que escuchó mi abuelo. Se lo asestó por la espalda una mano con buena puntería y por eso debe haber habido luz y dicen que a Alejo lo encontraron junto a Alma, los dos en su último suspiro y que se miraron con arrobo y la extrañeza de haber coincidido en tan fatal instante.
¿Murió de inmediato?
La versión está tan manoseada que la armo como puedo, tan confuso como la agonía de mi abuelo. La trajeron los indios que volvieron por su compañero en cuanto comprobaron que la refriega era en otro sitio. A mi abuela le dijeron que le había dado un infarto y así me lo contó mi padre en tantas sobremesas anunciando su propio fallecimiento, mi orfandad y la de mi hermano y la viudez de mi madre que, me temo, ella a veces saboreaba.
Un tiro en el corazón desde la espalda no es infarto aunque hay quien arregla las cosas y dicen que se murió de miedo por la segunda entrada de una bala en su cuerpo, todo en la misma noche, la fatalidad que se convoca, insoportable. Que no lo mató la bala, que estaba condenado a morir ese pobre corazón afligido.
Dicen los que escucharon lo que decían los indios, que don Ataúlfo el viudo disparó contra Renato y dio por la espalda a mi pobre abuelo, el de la buena suerte en el juego pero nunca demasiada, mientras le apuntaba a su rival en el amor de su nieta. Dicen que después disparó contra Renato y le dio entre los ojos como un alarde de crueldad. Dicen que clarito la escucharon gritar a la muchacha y huir entre los árboles. Dicen que disparó don Ataúlfo al aire. Dicen que mi abuelo clarito escuchó que el viudo le daba las gracias por seguirles la pista y le contó el plan, colocarlo como sabueso, esperar su momento y asestar un golpe que no dejara huella. Que esa mujer era el amor de su vida y no le importaba quién se cruzaba en su camino y que así se ganaba en la guerra, el amor y el juego, es decir la vida, Alejo. Así lo escucharon hablar y no sabemos si mi abuelo aun oía.
Aquí la historia se retuerce y cuesta seguirla. Hablan de ese hijo monstruoso que habría parido la chica un año antes, del amor entre padre e hija que hace que no sepamos quién fue el padre del niño tonto. Hablan de esa cabalgata en la noche a través del bosque de araucarias con la muchacha atravesada sobre el caballo negro y la orden de ir a buscar los muertos que no alcanzó a salir de la boca de nadie. Dicen que en el Puente Piulo ella consiguió zafarse y arrancar hacia las casas. Que el viudo, negro como la noche misma no podía dispararle y la llamaba con la garganta cortada por el grito. Dicen que todo el pueblo se levantó para verlos forcejear en el puente hasta el momento en que se unieron el grito de la niña madre y el alarido de Ataúlfo Mardones cayendo río abajo. Encontraron su cuerpo en Concepción, comido por los peces, rebotado. A ella la llevaron a otro sitio. Su madre siguió bebiendo. Incluso dicen que Isabel tuvo otro hijo, que esa noche iba preñada y no sabemos de quién, así de triste es esta historia.
Hay gritos y sirven poco el escándalo y la rabia a la hora de en-tender cómo termina una historia que si es de verdad no termina. Llamaron a mi abuela y sus seis hijos para contar que mi abuelo había muerto del corazón persiguiendo unos cuatreros. Hay quién sugirió contar que había sido una muerte heroica en el ejercicio de la ley y el orden pero nadie le creyó. Estaba lleno de sangre su poncho dicen que dijeron los indios, pero mi abuela no les creía a los pehuenches por principio.
Sobre el destino de Isabel Contreras hay varias versiones. Ninguna termina bien y es una pena. Si hay una víctima fue ella aunque nunca falta la mal hablada que asegura que era coqueta desde la cuna. Que su belleza provocaba la amargura de su madre y el amor arrebatado de su padre, de su abuelo y de quién sabe más, esa chiquilla se las trae. Así dicen y no les creo.
A mi primo, el hijo del menor, de Ladislao, el último de los seis, le he pedido me permita tocar el revólver de mi abuelo. Saber que no disparó lo suficiente y que, por confianza o por deber, erró el tiro y debió abrir la noche matando al viudo en su casa poniendo las cosas en orden. Sabemos que los buenos y mi abuelo si algo era, era bueno, siempre pierden y entre medio, a veces, alguien acierta un disparo. En esta historia todos se equivocaron de camino.
Hasta los indios sobrevivientes. Fatales también, fueron asesinados en una borrachera y algunos aseguraron fue una orden de la madre de Isabel, vengativa, de quienes contaban la historia de despecho y traición de una noche maldita.
No he vuelto a Santa Bárbara. La llaman “La ciudad de la miel” porque ahora crían abejas y no hay alguacil sino policías uniformados y hacen un festival de la canción y tienen turismo de aventura a través del Puente Piulo, ignorando toda historia trunca y encima cruel de noches de invierno cerradas, casi sin luna.
He intentado contarla pero, como sucede con la verdad, no termino de entenderla. Tal vez, cuando tenga en mi mano ese revólver, sepa más.
Aunque ya no habrá nadie vivo para confirmar esa versión, la última, la completa.
La inútil.