Introducción

En su enseñanza sobre la fe práctica en la divina Providencia, el P. Kentenich recogió la gran riqueza que la Iglesia ha acumulado a lo largo de los siglos sobre esta dimensión central de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, sus aportes la enriquecen aún más y revisten gran importancia en el contexto de los desafíos que la Iglesia enfrenta en nuestro tiempo.

Por una parte, el fundador de Schoenstatt se sitúa decididamente en la perspectiva del hombre moderno, que busca a Dios en el mundo, donde quiere saberse gestor activo de la historia. Por otra parte, se siente movido a dar respuesta a un proceso cultural que cada vez tiende con mayor fuerza a reducir o borrar la presencia de Dios en el quehacer temporal. La conocida consigna “los negocios son los negocios” caracteriza una mentalidad hoy extensamente difundida. Teóricamente quizás muchos aceptan la existencia de Dios, pero, en la práctica se le excluye del quehacer social, político y económico, relegándolo a la esfera de lo estrictamente religioso o cultual.

Con razón se ha caracterizado nuestra cultura como una cultura de la ausencia o de la “muerte de Dios”. Una cultura en la cual el hombre, siguiendo los pasos del hijo pródigo, abandonó la casa del Padre para ser “libre”, desprendiéndose de todo vínculo que lo pudiese subordinar a un ser superior a él.

Por eso, con razón, afirma el concilio Vaticano II: “El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época”, (GS, 43). Pablo VI, en su exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, comenta: “La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo” (EN 20). El reciente documento de Aparecida, emanado del CELAM, urge a dar respuesta a esta realidad: “La misión primaria de la Iglesia, afirman los obispos, es anunciar el Evangelio de manera tal que garantice la relación entre fe y vida, tanto en la persona individual como en el contexto socio-cultural en que las personas viven, actúan y se relacionan entre sí (Apr. 345).

En este trasfondo adquiere toda su dimensión la trascendencia del aporte del P. Kentenich, fundador del Movimiento de Schoenstatt, a la espiritualidad del cristiano que vive en medio del mundo.

Desde el inicio de su actividad pastoral, él visualizó esta problemática. Queriendo superar en su raíz la separación de fe y vida, con gran consecuencia acentuó, tanto en su propia persona como en su enseñanza, el cultivo de la fe práctica en la divina Providencia, situándola en una nueva luz y haciéndola efectiva a través de una nueva metodología.

Quienes desarrollan su vida inmersos en la actividad temporal, para encontrarse con Dios no pueden ni están llamados a “huir del mundo”, sino que deben encontrarlo en su quehacer cotidiano; en las realidades contingentes; en su compromiso laboral; en la entrega al prójimo; en los avatares de un mundo cambiante, inestable y demandante; donde, rodeados por un ambiente marcadamente agnóstico, relativista e indiferente a Dios, están llamados a dar la cara por su fe.

A Dios lo encontramos especialmente en la Palabra, en la eucaristía y, destaca el P. Kentenich, también en la vida. Para el laico, que desarrolla su existencia en medio de las realidades temporales, es indispensable que descubra al Dios “inmanente”, que interviene en el acontecer del mundo, que gobierna con su poder y sabiduría divina los destinos de la historia.

Para que esto se dé, es preciso superar un modo de vivir el cristianismo que se contenta con el ejercicio de prácticas o ritos religiosos y que, constantemente, espera y pide intervenciones milagrosas de Dios, pero que no logra encontrar y detectar su presencia en el quehacer cotidiano.

Es necesario ir más allá de un cristianismo centrado en el cumplimiento de normas morales o valores, válidos en sí mismos, pero desligados de una relación viva con el Dios de la vida. Se debe superar una fe que se limita a profesar verdades, reduciendo la fe a un edificio doctrinal.

Por otra parte, se necesita acabar con una fe “cómoda”, “instalada”, sin exigencias. Una fe que no requiere tomar decisiones ni dar pasos que impliquen el riesgo de caminar en el claroscuro de la fe, nadando en medio del agitado mar de las inseguridades humanas.

El P. Kentenich propone una auténtica espiritualidad secular, que requiere descubrir y llevar a la vida la fe en la divina Providencia.

Podemos sintetizar su pensamiento diciendo que la fe práctica en la divina Providencia es para él:

• un mensaje,

• una forma de vida,

• una fuente de conocimiento, y

• una praxis.

1. En primer lugar, es un mensaje

El fundador de Schoenstatt se sintió vivamente llamado por Dios a proclamar al hombre actual, con mucha fuerza, la Buena Nueva de que Dios es nuestro Padre; que él tiene para cada uno de nosotros, para el mundo y la Iglesia, un plan de amor que lleva a cabo con infinita sabiduría, poder y misericordia.

Esta Buena Nueva nos habla gozosamente de un Dios providente, que en la plenitud de los tiempos nos salió al encuentro en Cristo Jesús, el Verbo encarnado, rostro del Padre vuelto hacia nosotros.

La intervención del Dios providente no se relega al pasado, al Antiguo y al Nuevo Testamento, sino que se descubre y reconoce en el aquí y ahora. Para muchos, pareciera que Dios ya no tiene nada que hacer ni que decir, a lo sumo, se contenta con darnos reglas de comportamiento e ilustrarnos con algunas verdades. Nuestro Dios, por el contrario, es un Dios vivo, personal, presente, que nos ama como un Padre ama a su hijo. Es un Dios que no duerme ni es mudo. Que no tiene las manos atadas sino que conduce el mundo y la Iglesia y nuestra propia vida personal. Es un Dios presente en nuestra historia. Él siempre ha intervenido en el acontecer del mundo, lo hace también ahora y lo seguirá haciendo hasta la consumación de los siglos.

El hombre actual no cree en estas verdades. Tal vez acepta teóricamente la Providencia de Dios, pero en la práctica vive como si ésta no existiera. Por eso constatamos hoy tanta angustia, tanto sentimiento de derelicción y soledad en el corazón del hombre actual.

El mensaje o Buena Nueva de la fe en la divina Providencia, tal como lo proclama el P. Kentenich, destaca todavía algo más. El Dios que nos creó por amor y nos conduce con sabiduría, nos dignifica y requiere como cooperadores libres –no como esclavos– en su obra creadora y redentora, para construir historia con nosotros.

El Dios providente es el Dios de la alianza, sellada en el Antiguo Testamento con el pueblo de Israel, que le fue infiel, y en el Nuevo Testamento, sellada en Cristo Jesús, en forma definitiva y perfecta. En esa alianza, el Dios providente nos requiere como interlocutores suyos. Se acerca, nos da a conocer sus caminos, nos toma en cuenta como sus hijos-aliados, nos encarga tareas, etc. No es simplemente un Dios que interviene en nuestra vida y en la historia para indicarnos cómo debemos actuar. Él nos visita; dialoga con nosotros; se deja libremente condicionar por nosotros y por nuestras propuestas. Tal como lo hiciera con Abrahán      (cf. Gn 18, 16 ss), continúa haciéndolo hoy.

Es un hecho que, en círculos católicos, muchas veces se entendió la Providencia más orientada hacia el pasado que hacia el futuro. Se reconocía la acción de Dios en los acontecimientos pretéritos. Por eso, era común hablar de “resignación”, porque lo acontecido, se afirmaba, “estaría de Dios”. Ello condujo a una especie de pasivismo histórico y, a menudo, a imputar a Dios cosas de las cuales nosotros habíamos sido los verdaderos responsables. En todo caso, no se destacaba que la Providencia también mira hacia el futuro: el Dios providente pre-ve y pro-vee. La misión profética, propia del cristiano, permaneció así en segundo plano.

La fe en la divina Providencia, como la vivió y enseña el P. Kentenich, mira decididamente hacia el futuro. Dios conduce y gobierna el mundo “a través de causas segundas libres”, afirma Tomás de Aquino, y esas causas segundas somos nosotros, que debemos buscar y saber interpretar “los signos del tiempo”, a través de los cuales Dios nos “habla”. Guiados por la luz de la fe, debemos tratar de entenderlos, aprendiendo a distinguir su voz y a descubrir sus huellas. En este sentido, el P. Kentenich nos llama a estar “con el oído en el corazón de Dios y la mano en el pulso del tiempo”, a que actuemos, emprendamos y, proféticamente, forjemos futuro.

Esta visión o mensaje de la divina Providencia, que hemos descrito brevemente, dinamiza nuestra vida de fe; nos pide actuar e intervenir en la gestación de la historia; nos convierte en buscadores de las huellas del Dios providente y descubridores de sus intenciones, tanto respecto a nuestra propia vida como a la vida de la Iglesia y de la sociedad. Por eso, la fe en la divina Providencia exige de nosotros audacia, fortaleza y capacidad de riesgo. Seguir el querer de Dios en el claroscuro de la fe, afirma el P. Kentenich, requiere dar saltos –y no pocas veces saltos mortales– para el intelecto, la voluntad y el corazón.

En su mensaje de la divina Providencia, el P. Kentenich nos hace conscientes de que los poderes gestadores de historia no se reducen a Dios como actor principal, y al hombre como actor secundario “en el Gran Teatro del Mundo”. De acuerdo a la revelación, en la historia también interviene otro poder: Dios permite al demonio, el “príncipe de este mundo” (Jn 12, 31; 14, 30), que ejerza su influencia en nuestra vida y en la sociedad; que también él busque sus aliados para hacer historia con ellos. Pero, según el plan de Dios, Cristo, el Ungido del Padre, derrota al demonio. Dios Padre siempre saldrá victorioso, y los que dependen filialmente de él en Cristo Jesús, gozarán también de su victoria, tal como lo hizo María, la que aplastó la cabeza de la serpiente. El hombre de fe sabe que Dios posee el arte de escribir derecho con líneas torcidas y que “todo coopera para el bien de los que le aman” (Rom 8, 28).

2. La fe práctica en la divina Providencia también es, para el P. Kentenich, una forma de vida

La fe en la Providencia nos abre a la realidad del Dios de la vida y de la historia; al Dios “inmanente” que está en las criaturas y que actúa en el acontecer del mundo, que nos ama y que ha trazado un plan de amor para cada persona, para la Iglesia y para el mundo entero. Quien cultiva consecuentemente esta fe, paulatinamente desarrolla en su alma una actitud providencialista.

Cada uno de nosotros, ya en el bautismo, recibió el don de la fe, pero esa fe debe crecer y, en la medida que la pongamos en práctica, nos lleva a apropiarnos del palpitar más profundo del alma de Cristo, cuya pasión fue cumplir la voluntad del Padre. El “hijo de la Providencia”, como a menudo lo llama el P. Kentenich, ha adquirido el hábito de preguntarse en cada circunstancia, con actitud filial: “¿Padre, qué quieres que haga? ¿Cuál es tu voluntad?” Y una vez que la ha encontrado en la reflexión y la meditación, su actitud providencialista lo mueve a dar un “sí, Padre” de corazón, y a realizar esa voluntad.

La actitud providencialista consiste, por lo tanto, en la constante búsqueda filial de la voluntad de Dios Padre y en la disposición permanente a realizar esa voluntad.

Esta actitud de fe práctica nos regala lo que el P. Kentenich denomina “la seguridad del péndulo”. Es esa seguridad, propia del hombre providencialista, quien aun siendo bamboleado de un lado a otro en medio del torbellino, se siente cogido desde lo alto y cobijado en las manos y el corazón de Dios Padre. Por eso, en la hondura de su ser goza de esa paz y seguridad, que no la da este mundo sino sólo la fe en el Señor providente. Aun en el descobijamiento, afirma el P. Kentenich, se sabe y se siente profundamente cobijado. De allí que sea capaz de arriesgarse y de emprender obras que, si contara sólo con sus fuerzas y capacidades, nunca se atrevería a emprender.

El hombre providencialista hace así suya esa actitud fundamental del Señor, que no vino a hacer su voluntad sino la voluntad del Padre. Se asemeja igualmente a María, la sierva del Señor, quien también en todo y por sobre todo accedió filialmente al querer del Dios, que hizo maravillas en y a través de ella.

3. En tercer lugar, la fe práctica en la divina Providencia es para el P. Kentenich una fuente de conocimiento

Si la cosmovisión providencialista y la actitud fundamental de quien se guía por la fe en la Providencia apuntan a la voluntad del Dios vivo, presente en la historia, entonces comprendemos por qué es tan importante para el P. Ken-tenich descubrir las fuentes que nos permiten conocer la voluntad del Padre.

¿Qué quieres, Señor, que yo haga? Ésa es la pregunta fundamental que nos planteamos, como respuesta al amor de Dios. Conocemos las fuentes que tenemos a nuestro alcance para responder esa pregunta: la Palabra de Dios, el “orden de ser” inscrito en la criatura por el Creador y el magisterio de la Iglesia, que interpreta válidamente esa voluntad.

El P. Kentenich nos entrega, también en este sentido, un nuevo aporte. Hace más “operantes” estas fuentes de conocimiento, destacando que el Dios que encontramos en la Biblia o en la sana doctrina, está actuando también ahora, en nuestra vida, requiriéndonos con su amor y solicitando nuestro compromiso en la construcción de su Reino. Ese Dios nos habla por las circunstancias, por los “signos del tiempo” y en nuestra alma. Por eso, para descubrir su voluntad, afirma, debemos aprender a escuchar

• las voces del tiempo,

• las voces del alma

• y las voces del ser.

El P. Kentenich destaca que el cristiano que vive en medio del mundo necesita aprender a escuchar la voz de Dios en los acontecimientos que lo rodean y en su interior. Y que, por eso, necesita agudizar su oído para escucharlo y su mirada para descubrirlo.

El hombre providencialista no reflexiona “de arriba hacia abajo”, deduciendo de un principio doctrinal o de un imperativo ético lo que debe hacer. Ciertamente tomará en cuenta los principios del “orden de ser”, pero, en primer lugar, observa, ausculta, mira la realidad en que vive, tratando de desentrañar en ella la “voz del tiempo”, lo que Dios le dice a través de las circunstancias. Rechaza el adagio “voz del pueblo, voz de Dios”, enfatizando en su lugar el proverbio “voz del tiempo, voz de Dios”. El P. Kentenich nos precave de no ser también nosotros objeto de la amonestación del Señor: "Ustedes saben interpretar las señales del cielo, pero no las del tiempo" (Mt 16, 3).

Dios nos habla, afirma el P. Kentenich, a través del “espíritu del tiempo”, de las corrientes de vida de la época, de las realidades que marcan la cultura y del estilo de vida del hombre y de la sociedad. Por eso distingue lo que denomina “espíritu positivo del tiempo”, es decir, los valores que, en esa realidad observada, responden al querer de Dios. Por otra parte, habla del “espíritu negativo del tiempo”, es decir, los antivalores que reinan en la época.

La sensibilidad para discernir el espíritu positivo del negativo, y la prontitud para responder, muestran la profundidad de nuestra fe. La fe “práctica” nos permite detectar la “sacramentalidad del momento”, el paso de Dios y, también, el paso del demonio. Esa misma fe (animada por el amor) nos moverá a “adaptarnos” (él habla de la “ley de adaptación”) al espíritu positivo del tiempo, o a “rechazar” y combatir el espíritu negativo del tiempo (“ley de la contradicción”).

El hijo de la Providencia, sin embargo, en este último caso, no se limita a una mera negación o rechazo, sino que descubre, también en lo negativo, un llamado de Dios a dar una respuesta “positiva”. Citando a san Agustín, llama a valerse de las herejías para acentuar, con mayor fuerza aún, la verdad que ha sido extrapolada o el valor que, por no ser cultivado, genera la deformación que muestra la realidad.

En este contexto de búsqueda, a menudo el P. Kentenich usa la expresión “ley de la puerta abierta”, la cual se complementa con la “ley de la resultante creadora”. Valiéndose de una expresión de san Pablo (cf 1 Cor 16, 9), quien habla de la puerta que Dios le abre, invitándolo a Macedonia, el P. Kentenich dice que Dios nos da a conocer su voluntad abriéndonos “puertas”, es decir, mostrándonos posibilidades, señalándonos caminos por los cuales él quiere llevarnos y metas hacia dónde quiere conducirnos. En algunas ocasiones esa “puerta” puede ser un gran portón, pero en otras sólo una pequeña rendija. Por cierto, a veces Dios también nos cierra puertas. Por otra parte, el demonio, vestido de piel de oveja, también se encarga de abrirnos puertas tentadoras.

Junto con escuchar las voces del tiempo, el hijo de la Providencia debe también percibir “la voz del alma”, es decir, lo que Dios le dice en su conciencia, aquello que el Espíritu Santo susurra en su corazón. También tiene que aprender a distinguir la voz de Dios en el alma de quienes lo rodean, especialmente si tiene un cargo de responsabilidad o ejerce algún tipo de autoridad sobre otras personas. Porque el Espíritu Santo, que habita en sus corazones, a menudo nos mostrará en ellos el querer de Dios Padre.

De esta forma, el Dios providente no guía al hijo de su Providencia sólo desde “afuera” (por las voces del tiempo y por las circunstancias), sino también desde adentro, por el Espíritu Santo que habita en nuestro interior. Si lo escuchamos, si hacemos silencio en el corazón y oramos, reconoceremos su voz y sabremos discernir lo que él nos dice, distinguiéndolo de lo que nos dicen otras voces que también se escuchan en nuestro interior: las voces de las pasiones desordenadas y las del demonio.

En todo este proceso de búsqueda de la voluntad de Dios, el hijo de la Providencia, junto con escuchar las voces del tiempo y del alma, debe consultar también las “voces del ser”. Lo que cree deber asumir como voluntad de Dios debe concordar con lo que nos indica la Palabra de Dios y el “orden de ser”, es decir, la ley natural inscrita por Dios en la criatura. Cuando se trata de asuntos de mayor trascendencia, sus opciones tienen que ser meditadas detenidamente y “revisadas” a la luz de estas voces del ser. Cuando se trata de cosas más cotidianas, las decisiones surgirán en forma más espontánea o “funcional”, lo cual exige, por cierto, una “conciencia bien formada” y una mentalidad familiarizada con la enseñanza del Evangelio y las orientaciones del magisterio.

El P. Kentenich, al referirse al orden de ser, amplía el concepto tradicional del mismo, distinguiendo un orden de ser “estático” y un orden de ser “dinámico”. Este último alude, por ejemplo, a las leyes que rigen el desarrollo de la persona. Las diversas etapas de desarrollo implican características sicológicas propias. Éstas son también expresión de la voluntad de Dios. El respeto a este orden de ser dinámico reviste especial importancia para los educadores y para aquellos llamados a conducir una comunidad: se trata también de una ley natural “objetiva”.

Normalmente, cuando hay que tomar una decisión sobre algo que debemos hacer y en que las diversas opciones de suyo no contradicen los principios morales, podremos contar sólo con una seguridad “moral” (no “metafísica”) de que realmente es voluntad de Dios lo que hemos decidido. Sólo posteriormente, por lo que el P. Kentenich denomina “la ley de la resultante creadora”, lo comprobaremos: por los frutos obtenidos, podremos confirmar si hemos acertado en nuestro discernimiento o debemos seguir en nuestra búsqueda.

4. Por último, para el P. Kentenich, la fe en la divina Providencia implica una metodología

Ya lo anterior apunta en esta dirección: las fuentes de conocimiento, es decir, las voces del tiempo, del alma y del ser, las puertas que Dios nos abre en nuestra peregrinación de la fe, exigen un ejercicio que nos permita descubrir la voluntad de Dios y discernir sus caminos.

En este sentido, el P. Kentenich destaca la “meditación de la vida” como una práctica especialmente necesaria para quien quiera comulgar con el Dios presente en nuestra vida y en el acontecer del mundo. Esta forma de meditar nos permite “pregustar”, “gustar” y “posgustar” los acontecimientos de nuestra vida, y en este proceso, seguir sus huellas, compenetrarnos de su presencia y amor por nosotros, y dar respuesta a sus requerimientos.

Si Dios nos plantea ante opciones de mayor envergadura o decisiones que no sólo nos comprometen a nosotros sino también a una comunidad o grupo de personas, entonces él nos propone dar cuatro pasos: observar, comparar, focalizar y aplicar o traducir en la vida lo que creemos que él nos está pidiendo.

Éste es, a grandes rasgos, el mundo que Dios nos regala a través del P. Kentenich con su enseñanza sobre la fe práctica en la divina Providencia.

Los textos que siguen a continuación, quieren ponernos directamente en contacto con su palabra. Al leerlos, sin duda iremos descubriendo personalmente la gran riqueza que ellos entrañan. Creemos que en la vida y la enseñanza del    P. Kentenich, Dios ha regalado a la Iglesia y particularmente a quienes están sumergidos en el ritmo del tiempo actual, un nuevo camino de comunión y de compromiso con él.

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