TRES

Cuando conocí a Maite y fui camarero

LAS COSAS no podían acabar bien para Jesús Gil y el proyecto político en el que nos involucramos tantos, el GIL, Grupo Independiente Liberal, un proyecto de gestión que ilusionó a muchos ciudadanos de Marbella y de otras localidades andaluzas. Lo recalco: a muchos, por más que a estas alturas sea difícil encontrar a una sola persona que reconozca en público que votó alguna vez al GIL. Ahora parece que nadie nos votó nunca, como también parece que ningún famoso me conoció a mí mientras fui alcalde o ningún dirigente de la Junta de Andalucía, jueces o fiscales, apoyaron la política urbanística de Jesús Gil. Nos negaron como San Pedro a Jesucristo, pero después de que cantara el gallo, porque hasta que no cantó hubo muchos de esos mismos que se beneficiaron de Marbella. Hubo incluso los que estuvieron en nómina.

El carácter y las cosas que tenía Jesús Gil, al que quiero mucho pese a nuestras profundas discrepancias, no podían llevar a nada bueno. Jesús se convirtió en el objetivo a batir, pero solo después de que una serie de encontronazos a los que me referiré más adelante pusieran en crisis las estupendas relaciones con los estamentos que le reían todas sus ocurrencias, esos mismos que habían sido los mamporreros de Jesús Gil durante muchos años. Después, el propósito fue desacreditar, acabar con todo lo que oliese a GIL, porque el descrédito de los partidos tradicionales hizo que en toda España hubiera muchos partidos independientes, que le robaban la tostada a PSOE y PP, y porque en Marbella, incluso sin Gil, los restos de su partido eran capaces de seguir ganando elecciones.

Luego fueron incluso con más saña, porque había que rematarnos para que no quedara duda de que habían hecho lo correcto, después de un paso tan irreversible como disolver el Ayuntamiento de Mar-bella, anular los votos, la voluntad popular, en definitiva, que era algo que solo se hizo en 1934, cuando el gobierno de la CEDA, ese caballo de Troya de la Segunda República. No se atrevieron a disolver ni los ayuntamientos gobernados por ETA en el País Vasco, lo que creo que es bastante ilustrativo del salvajismo que emplearon con Marbella.

Sé bien de lo que hablo con lo de los objetivos a batir, porque eso de montar una gran operación para acabar con el ayuntamiento y el GIL ya se les ocurrió a algunos antes de que se produjese la Operación Malaya. Cuando yo ya era primer teniente de alcalde me ofrecieron convertirme en un chivato. Fue gente muy poderosa, en un salón del hotel Villamagna de Madrid. Me dijeron que si yo empezaba a contar lo que estaba sucediendo en Marbella y les daba suficiente munición de algo que oliese mal contra mis compañeros, yo pasaría a ser alcalde y me garantizaban mi inmunidad. Ahí había gente muy poderosa y alguno muy relacionado con el juez Baltasar Garzón. Eran personas próximas al gobierno y a la judicatura. Ya se sabe lo independiente que es la justicia en este país.

Les dije que no. Yo habré tenido mis diferencias con Jesús Gil, profundas, pero nunca he sido un traidor ni a Jesús ni a ninguno de todos esos concejales que antes me conocían y me querían, que estaban todo el día lamiéndome el culo y que ahora parece que ni han estado en Marbella, ni han sido concejales ni me conocen. Con esos sí que tengo diferencias profundas, pero diferencias de hombría, de lealtad.

Pude haber traicionado a Jesús y no lo hice, no quise participar en esa historia. Él sí me traicionó a mí poco después y no solo cuando la moción de censura. Por ejemplo, a Jesús Gil le faltó hombría para asumir los líos con la Cámara de Cuentas, cuando él daba la orden de que no entregáramos los papeles que solicitaban. Yo no le hice caso y los entregué. Cuando llegó el juicio, él dijo que no sabía nada, que nosotros íbamos por libre, y a él lo absolvieron y a mí me inhabilitaron dos años por no entregar un borrador del informe a la oposición. Yo ya llevaba dos años fuera de la alcaldía, pero, de cualquier modo, eso fue una gran traición.

Esa reunión en el Villamagna no se la quise contar a nadie, pero algún concejal sí que lo sabía. Por si acaso alguien duda de la veracidad de lo que estoy diciendo, añado el detalle de que uno de los asistentes era un libanés muy poderoso, muy cercano al juez Garzón. Me vine a Marbella después de decir que no. Nunca se lo comenté ni a Jesús. Podría haberlo aceptado y con cuatro cosas que hubiera contado hubieran entrado a saco en Marbella y yo hubiera sido alcalde perpetuo. Solo les bastaba una excusa para entrar, daba igual que luego todo se quedase en aguas de borrajas.

Es poco más o menos lo que ocurrió después con el caso Malaya. Con el tiempo he podido comprobar cómo se volvieron locos buscando chivatos que contasen cualquier cosa, aunque luego se diluyese, para tener un pretexto. Ellos querían entrar como fuera. Todo eso fue en fechas inmediatamente anteriores a que inhabilitaran a Jesús Gil con la extraña sentencia del caso Camisetas. Pese a que se le acusaba de haber desviado dinero del ayuntamiento para el Atlético de Madrid, no le condenaron a ninguna pena significativa de cárcel, pero sí a una larga inhabilitación, para evitar que se volviera a presentar a las elecciones nunca más.

Mi entrada en política, en el GIL, fue bastante imprevista, involuntaria e inesperada. Realmente nunca me había planteado eso y fue de casualidad. Llevaba ya unos cuantos años viviendo en Marbella, donde llegué después de una mala racha, a principios de los años ochenta. Estando un día en la cafetería que tenía en Puerto Banús, se acercó el suegro de uno de los dueños del puerto, Paco Mangas, un tipo que tenía tripas por estrenar. Iba con José Luis Sierra, un abogado, a quien realmente no conocía de antes, pero que fue una persona muy decisiva en las desgracias del GIL y de Marbella. Fue el principal asesor de Jesús Gil. Me contaron que Jesús iba a presentarse a la alcaldía y no es que me hicieran una oferta de entrar en política, sino que querían saber si estaría dispuesto a escuchar a Gil. Me consideraban una persona representativa de los comerciantes y hosteleros de Puerto Banús y por eso se fijaron en mí.

Eso que han contado de que a Maite le ofrecieron meterse en política y que ella lo declinó diciéndoles que era mejor que me presentara yo es falso. A ella nunca le hicieron esa oferta, ni Jesús Gil ni nadie de su entorno. ¿Quién duda que, siendo como es ella, no hubiese rechazado meterse en el ayuntamiento?

Esa fue la primera vez que me hablaron de que un grupo de gente estaba trabajando para que se presentase como candidato a alcalde Jesús Gil, un empresario de la construcción con intereses en Marbella y presidente del club de fútbol del Atlético de Madrid. Marbella era la ciudad entonces del todo se vende. Estaba en el gobierno municipal el partido socialista, apoyado por el Partido Comunista, y la ciudad estaba abandonada a su suerte con una terrible sensación de corrupción, además. Había mucho turismo sueco, inglés, y funcionaba por inercia, pero no había inversiones. Estaba en quiebra hasta que llegó Jesús Gil. A raíz de entrar nosotros acudieron todas las marcas de lujo y se vivió un esplendor como nunca.

Por supuesto que Marbella tuvo antes una época de leyenda, que yo no conocí, cuando José Banús hizo el puerto, los tiempos del príncipe Alfonso de Hohenlohe, que se llamaba así por ser ahijado de Alfonso XIII, Ira de Fustenberg, Gunter Sachs, la princesa Soraya, los príncipes Rainiero de Mónaco y Grace Kelly, el cubano Fulgencio Batista y los árabes, como el rey Fadh Al Saud, y su numerosa corte, Adnan Kashoghi, la familia de Bin Laden y toda esta gente, entre ellos. De ahí empezó a morir y tal vez una muestra evidente del deterioro fue el secuestro a finales de 1986 de la niña Melody, la hija del libanés Raymond Nakachian y de la princesa coreana Kimera, en Estepona. Eso terminó de espantar a mucha gente adinerada de toda la zona. Hasta que no llegó Jesús Gil Marbella no se recuperó.

Empecé a ir así a unas charlas informales que se daban en el antiguo Club Financiero, en las que Gil nos contaba por qué había decidido presentarse a la campaña electoral. Maite me acompañó alguna vez y se entusiasmó tanto como yo y como tantos habitantes de Marbella. Jesús fue muy sincero: nos decía que él quería vender sus pisos y para que eso pasase tenía que dar un vuelco la situación que atravesaba la ciudad, de penuria económica, descrédito y corrupción. Era una quiebra absoluta, una ruina en infraestructuras, con una degradación social muy importante, con prostitutas haciendo la calle en las principales avenidas y mucho tironero, mucho heroinómano en busca de dinero para el pico.

El proyecto que fue desgranando fue interesante y cada vez acudía más gente. Ellos iban buscando por sectores a ver quién se podía incorporar para sumar opciones de ganar. Yo conocía Puerto Banús, era el secretario de la asociación de comerciantes de Puerto Banús, junto al presidente, Juan José Gordo, dueño del restaurante Antonio. La situación estaba muy mal. Puerto Banús trabajaba desde mediados de julio a principios de octubre, con lo cual era muy complicado hacer un negocio rentable y estaban cerrando muchos locales.

Jesús Gil no apareció de un día para otro. Él tenía inversiones en Marbella, no se vendía nada y hubo un grupo que lo animó a presentarse. Antes de decidirse había un grupo de empresarios que se reunieron en Don Carlos a ver qué se podía hacer porque a la crisis económica se unía una lamentable inactividad del Ayuntamiento. Al final, Gil se quedó solo, porque los empresarios no quisieron entrar en la cuestión. Hubo un amago de presentar a Jaime de Mora y Aragón antes de la opción de Jesús Gil. Jaime era hermano de la reina Fabiola de Bélgica, era muy conocido, pero era un hombre que, no nos engañemos, no tenía posibles. Él vivía bien porque era secretario de Adnan Khasshoggi. Cuando Gil ganó las elecciones lo que se hizo fue darle un puesto en el ayuntamiento. De estas cosas que hacía Jesús Gil. Le hizo algo así como «embajador de Marbella». Gil era muy listo, sabía que Jaime tenía muy buenas relaciones con el mundo árabe.

Antes de aquello no había tenido grandes experiencias con la política. La más cercana fue cuando me hice del PSOE. Yo no tenía nada que ver con la política y no tenía ni siquiera intenciones, pero era muy amigo de un concejal, José Pernías, que ahora tiene un canal local de televisión, M95, y de su pareja, Marta. Venían al restaurante que montamos Maite y yo en Puerto Banús, a la casa y nosotros íbamos a la suya. En una ocasión, Pernías me dijo: «Tengo un problema en el partido, apúntate al partido y me echas una mano, me votas.» Me apunté por hacerle el favor, pero nunca fui a ninguna reunión. Eso fue antes del 91. Cuando salió lo del GIL, me fui a la Casa del Pueblo a decirlo, que iba a ir por el GIL y que presentaba la baja del PSOE, aunque no sé si me dieron de baja o me mantuvieron entre sus militantes por hacer bulto.

Poco antes de mudarnos a Marbella, cuando vivía con Maite y nuestras dos hijas en San Martín de Valdeiglesias (Madrid), había tenido mi primer contacto en serio con la política. Yo era totalmente apolítico, pero conocía al candidato de Alianza Popular a la alcaldía y le estuve echando una mano en la campaña. Eso fue en 1982. Mi amigo, José Luis Álvarez de Francisco, ganó por mayoría, aun siendo de Alianza Popular y pese al baño que dio el PSOE de Felipe González en aquellas elecciones. Nosotros le dimos al PSOE un correctivo en ese pueblo. Ahí mismo murió mi vocación política. O, al menos, se puso a hibernar. Luego, José Luis Álvarez fue diputado en la Asamblea de Madrid y ocupó algún cargo en la Comunidad.

A ese municipio madrileño llegamos cuando Maite y yo éramos muy jóvenes. Nos habíamos conocido en Madrid.

Yo llevaba en la capital unos cuantos años, desde que llegué desde El Arenal, donde nací, un pueblecito de Ávila al lado de Arenas de San Pedro, en la sierra de Gredos. Llegué para estudiar en Los Escolapios de Madrid, en la calle Donoso Cortés, porque mi idea era estudiar la carrera en Madrid y, en dicho centro, había dos o tres curas de mi pueblo. Hice sexto de bachiller y la reválida, preuniversitario, porque la intención de mis padres era que luego entrase en la universidad. Empecé Medicina en la Complutense, que por aquella época era la carrera de moda. La ilusión de todos los padres era tener un niño médico y por eso nos juntábamos en el aula hasta quinientos. Yo empecé esos estudios precisamente por mi padre, a quien le hacía mucha ilusión que hiciese Medicina, porque teníamos bastante influencia de médicos en la familia, era algo muy prestigioso, y yo, sin pensármelo mucho, me dejé llevar por la corriente y me matriculé en Medicina.

Fue más que nada por agradar a mi padre. Yo me llamo como él, Julián Felipe. Mi madre se llamaba Isabel, como una de mis hermanas, la mayor. Casualidades de la vida, terminé siendo la pareja de otra Isabel. Mis padres eran dos personas maravillosas y la única preocupación que tenían era que el esfuerzo de su trabajo revirtiera en que sus hijos tuvieran un nivel de vida diferente que el que ellos habían tenido de trabajar y trabajar, de sacrificio todos los días. Gracias a su trabajo duro, a mis dos hermanas y a mí nos enviaron a Ávila a estudiar. Ellas estuvieron en un colegio de monjas y yo en el de curas diocesanos.

Yo tenía diez años cuando me voy al colegio de Ávila, en el 56 o 57, que no había pasado tanto tiempo de la guerra y hacían pocos años que se habían eliminado las cartillas de racionamiento. En España se había estado pasando hambre hasta hacía bien poco. Nosotros no tuvimos esa losa encima. Mis padres tenían una tienda de ultramarinos, que en aquella época suponía mucho dinero, un hostal, dos bares y su buen terreno. Cuando llegaba el verano, montábamos una pista de baile que estaba abarrotada todos los días. Además, mi padre fue durante bastante tiempo delegado para toda la zona de colchones Pikolín, que suponía una pasta. En mi casa teníamos seis empleados de manera permanente. La economía familiar marchaba más o menos bien y por eso mis padres se podían permitir que estuviésemos estudiando.

En aquel colegio de Ávila estuve interno hasta que hice quinto de bachillerato, que fue cuando me mudé a Madrid, a los Escolapios.

Por cierto, que muchos años después, al cabo de cuarenta años, me encontré en Marbella con uno de los sacerdotes diocesanos que me dio clases, en el funeral del malogrado periodista Antonio Herrero, que falleció en Marbella por un corte de digestión cuando hacía submarinismo, en 1998. Antonio, como tantas otras figuras del periodismo de aquella época, era muy amigo de Jesús Gil y, además, tenía vínculos familiares con Marbella. De hecho, fue enterrado en el cementerio marbellí de San Bernabé, en el panteón de su familia. Su hermana Carola, una arquitecta que junto a su marido hizo bastantes obras municipales, como el Teatro Ciudad de Marbella, el museo del bonsai o la remodelación del Casco Antiguo, vive en Marbella desde niña.

Se trataba del padre Bernardo Herráez, que por entonces era presidente de la COPE. Él se acordaba de mí y yo de él. Vaya que si me acordaba. Lo único que se me ocurrió decirle fue: «¡Qué malo era, qué malo era usted, don Bernardo!». Él era el prefecto de disciplina, además, y nos hacía andar a todos más derechos que una vela y si no sabías algo que te preguntasen en las clases, te cogía de las patillas para arriba. en fin. Eso no significa que guarde mal recuerdo de él. Cuando coincidimos, tuvimos bastante buena sintonía. Él cumplía su trabajo muy bien, de profesor y de prefecto de disciplina, para que tuviéramos una educación que nos sirviera para el día de mañana y, realmente, no estoy en contra de la educación que me dieron en aquella época. En esos tiempos la disciplina en los colegios era muy distinta.

Don Bernardo, que era abulense también, llevó durante muchos años las cuentas de la Conferencia Episcopal y fue el que bregó con los gobiernos de Adolfo Suárez y Felipe González, el encargado de las relaciones económicas de la Iglesia con el Estado. Además, fue el artífice, prácticamente, de la cadena COPE, una red de emisoras pequeñas, parroquiales, que no tuvo influencia nacional hasta que él se hizo cargo y empezó a contratar a gente como Antonio Herrero, Encarna Sánchez, José María García, Federico Jiménez Losantos, Luis del Olmo. Murió en 2010, con ochenta y pico años.

Mi vida de universitario en Madrid era muy simpática. Éramos una panda de tres o cuatro amigos más estrechos e íbamos de un sitio a otro en el mini de un amigo italiano, melenudos y siempre haciendo el gracioso. Primero viví en una pensión, con otros cinco o seis estudiantes, de distintas carreras. Nos lo pasábamos bomba, como cualquier estudiante. Hacía lo que han hecho siempre casi todos los estudiantes: estás pasándotelo bien hasta abril o mayo y entonces te pones a estudiar. Cuando llegaban esas fechas bajabas a los bares de Argüelles y no había nadie, porque era época de estudiar y casi todos íbamos sintiendo en el cogote el aliento del toro. Iba bastante por la facultad, pero pasaba la mayor parte del tiempo en la cafetería, jugando al mus, así que repetí primer curso; me pilló el toro. No aprobé muchas asignaturas, pero aprendí muy bien a jugar al mus. Los que estudiaban como locos eran pocos.

Fue, además, un año convulso, de huelgas y la facultad de Medicina era la más revoltosa, probablemente. El mítico año de 1968 me pilló allí. Me acuerdo cómo los grises se ponían a ambos lados de la puerta de salida de la facultad y cargaban. Bueno, era muy divertido. Lo importante era no tener clase. Yo no me metí en demasiados líos, pero recuerdo cómo iba a calentarnos con discursos de rebelión un personaje muy curioso, que decía que era comunista, pero que llegaba en Mercedes. Llegaba, nos soltaba su discurso, nos revolucionaba y, después, se montaba en su Mercedes y se iba a otras facultades a montar follones. Yo nunca participé en huelgas, ni llevé una pancarta, nunca, pero también es verdad que luego estuve afiliado a la UGT cuando la mitad de todos los políticos de este país no sabía lo que era un sindicato que no fuera el vertical, el de Falange.

Nosotros recibimos una educación, tanto en mi casa como en el colegio, absolutamente apolítica. Lo lógico hubiera sido que hubiésemos estado influenciados por todo lo que ocurrió en la guerra civil, porque a mis abuelos, los padres de mi madre, los fusiló la derechona. Los mandaron fusilar en el campo. A mi abuelo Julián porque era amigo de don Claudio Sánchez Albornoz, diputado por Ávila y ministro de Estado en la República. Como Sánchez Albornoz era de Acción Republicana, el partido de Manuel Azaña, haber sido amigo de un republicano era motivo suficiente para que te dieran el paseo. A mi abuela la fusilaron porque el comentario del que los mandó fusilar fue: «A esta fusiladla también porque ella sola es capaz de sacar adelante a la familia». Tenía ocho hijos. A un tío mío también lo fusiló la derecha.

Eso, de todas formas, no influyó en mi pensamiento. Jamás se nos educó o se nos inculcó el odio o la ira ni contra las personas que fusilaron a mis abuelos, ni contra la izquierda radical y comunista de esa época. Jamás. Tanto mis hermanas como yo tenemos cada uno nuestras propias ideas. unos son de derechas, otros de izquierda o socialdemócratas, pero nunca por lo que nos pudiesen inculcar, sino por nuestro propio pensamiento.

A la derecha, que fusiló a mis abuelos, no le guardo rencor. Eran mis abuelos, mi sangre, pero era la guerra, un capítulo que pasó. Es más, soy amigo de los nietos de la persona que los mandó fusilar, porque no tienen nada que ver con su abuelo. Quiero con esto decir que no he odiado nunca a una persona y siempre he tenido una gran capacidad para perdonar, pero hasta ahora, que odio profundamente a los que me han hecho esto, sobre todo por cómo lo han hecho, cómo ha afectado a toda mi familia, a mis hijas, a su madre, a la pareja que tuve después y a la que tengo en estos momentos, Karina, para la cual siempre me faltarán palabras para expresar el agradecimiento y mi admiración, porque para estar con una persona con la maleta que yo tengo detrás, hay que quererla mucho. Todo esto me ha provocado mucha rabia y no lo perdono, siento verdadero rencor y no lo puedo evitar. ¿Ellos saben lo que es destrozarle la vida a alguien? Ellos dirán que es que he cometido delitos. Sí, claro, claro: una cosa que en el 95 no era delito, en el 96 sí era delito, y me pilló el toro, que era el delito urbanístico, sin contar con el caos que generó en Marbella la propia Junta de Andalucía y el PSOE exclusivamente por intereses políticos, por tener un arma arrojadiza más para utilizarla en la batalla política, cuando eran incapaces de ganar en las urnas.

Con el mini de mi amigo íbamos de un sitio a otro, que si a El Pardo, que si a El Escorial, que si de copas o de guateques. Uno de los compañeros, Andrés, se hizo muy amigo de un locutor en La Voz de Madrid, José Antonio Ramírez, que trabajaba en un programa donde se comentaban discos. un día nos ofreció que le llevásemos estudiantes para comentar discos. Por cada uno que iba, le regalaba unos calcetines como premio. Nos hicimos muy amigos y estuvo bastantes veces por mi pueblo. También conocí por entonces a Eduardo Alarcón, que fue también periodista y locutor de radio, el alma mater del programa de doña Elena Francis, aquel mítico consultorio. Él era Elena Francis, en realidad, porque era el guionista que contestaba las cartas del programa. Ciertamente, me gustaba ese mundillo, pero nunca profundicé en él como para dedicarme profesionalmente.

Al mundo de los micrófonos y de la música empecé a dedicarme porque mi padre puso una pista de baile en mi pueblo, con un llenazo diario, y vino más de una vez aquel locutor de La Voz de Madrid. Abría en verano, cuando llegaba yo de vacaciones, y yo era el encargado de poner la música. Por entonces los discos más conocidos eran del tipo de Delilah, de Tom Jones, Los Brincos, y poca cosa más.

En Madrid iba bastante a un sitio que se llamaba Cerebro, donde ponían una música extraordinaria. No iba tanto como mi amigo Julián Arroyo, que era de mi pueblo, tenía posibles e iba prácticamente todos los días. Allí se oía la mejor música, porque la traían directamente de EEUU y de Gran Bretaña, discos que todavía iban a tardar unos meses en llegar al mercado español.

Los discos que me sonaban bien, me los apuntaba y cuando iban a por una remesa de discos al extranjero, les pedía el favor de que me trajesen unos cuantos de los que a mí me habían gustado más. Luego los llevaba a la terraza de verano de mi pueblo. Claro, de esa manera, esos veranos en mi pueblo se escuchaba una música que llegaba un tiempo después a España. Al principio, el público se quedaba un poco así, muy extrañado, pero luego se entusiasmaban al poder saber lo que iba a ponerse de moda un año después.

Esa pista de verano era muy divertida. Nos lo pasábamos todos estupendamente. Todos poníamos de nuestra parte para pasarlo bien. Allí había matrimonios, personas mayores, los hijos de esos matrimonios ... era un ambiente fantástico y todavía la gente se acuerda de la pista de baile de Los Rosales. De pronto, un día nos daba por hacer unas sopas de ajo para las mil personas que había allí, gratis. O montábamos concursos para elegir a la guapa del pueblo, al más feo del pueblo, quién cantaba mejor o quién cantaba peor, por ejemplo.

Yo llevaba la música y esos concursos en Los Rosales. Mi padre era un enamorado del flamenco y de la copla, sobre todo de Antonio Molina, y lo mismo estábamos allí en pleno ambiente, en plena hora punta, a las diez de la noche, con todo lleno, porque lo de los horarios no era como ahora, y de pronto mi padre me pedía que pusiera Antonio Molina. «Que Antonio Molina está muy bien, pero esto está lleno y no se puede hacer eso». Él me decía: «¿Y esto de quién es? Pues ponme Antonio Molina, hombre». La gente ya lo conocía, así que se aguantaba, se quedaba quieta ese rato y santas pascuas.

El equipo era bastante sencillo: un simple plato y un amplificador. No era como luego, que había dos platos y los discos se iban encadenando. Se acababa un disco y la gente se tenía que esperar a que pusiese el otro disco, parada. Luego con el tiempo me modernicé, compré dos platos y ya no se paraba la música, salvo cuando me ponía yo también a bailar, que se me iba el santo al cielo y no me daba tiempo. Abría en julio y cerraba en septiembre. Era una fuente de ingresos importante en mi casa.

En aquella pista de mi baile todo el mundo del pueblo era muy participativo. un amigo del pueblo y yo de vez en cuando echábamos nuestras cantinelas allí con un micrófono que teníamos. Esta es una costumbre que luego me ha salido en otras ocasiones, como siendo concejal de Fiestas en Marbella o, incluso, alcalde, en fiestas privadas de amigos, e, incluso, en un estudio de grabación, con Isabel Pantoja haciéndome los coros. Luego lo contaré.

Un día era el Festival de la Canción Rural, en Arenas de San Pedro, y nos animamos a ir, gracias a esa «experiencia acumulada».

Allí, en Arenas de San Pedro, había un grupo musical que se llamaba Los Cirros, en el que tocaba un estudiante de Derecho que luego fue fiscal y ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo, que tuvo que dimitir siendo ministro porque —según se publicó— se descubrió que cazaba sin licencia de caza y por las reuniones famosas en una de esas monterías para tratar del caso Gürtel con el juez Garzón y el comisario general de la Policía Judicial de entonces, Juan Antonio González, a quien algunos medios de comunicación relacionaron con un JAG que habría recibido dinero de Roca. A mí nunca se me ocurriría hacer una acusación así porque no sé nada de eso.

Fernández Bermejo tocaba la guitarra en el grupo. En aquel tiempo era simpático y ligaba bastante, porque, además, había jugado al fútbol en el equipo del pueblo. Nos propusieron ir a cantar y como teníamos unas cuantas copas pues nos apuntamos. Los Cirros llegaron incluso a ser teloneros alguna vez de Los Brincos y de Los Diablos.

Dentro de nuestra conciencia inconsciente empezamos con unas amigas y primas de este amigo mío, Julián, que nos hacían los coros. Este amigo y yo cantábamos y mi amigo Javier tocaba la guitarra. Compusimos un par de canciones absurdas. Nuestro estado habitual fiestero era con unas cuantas copitas que nos desinhibían bastante. Llegó el día del concurso y como había que cantar, fuimos inmaculados, sin haber bebido una gota de alcohol en todo el día. Llegamos al recinto, que era el castillo de la Triste Condesa, en Arenas de San Pedro. Allí no se cabía, de la gente que había, porque tocaban Los Cirros y cuando entramos, nos rajamos y nos fuimos, con el rabo entre las piernas.

El promotor se enfadó, nos trató de convencer, «que sí, que la gente se lo pasa muy bien con vosotros». Nos fuimos al bar de mi primo Paulino, donde, por cierto, se comía el mejor cochinillo de España, nos pusimos a beber un DYC detrás de otro y cuando ya llevábamos cinco, nos animamos y volvimos corriendo a cantar. Nosotros salíamos y detrás nos acompañaba el grupo de Bermejo, Los Cirros. Nos reímos mucho y fue fantástico. Esto fue en agosto y el alcalde de mi pueblo nos pidió que lo repitiésemos en septiembre, en las fiestas.

El segundo año de la facultad me lo tomé más en serio, aprobé todo cuando repetí aquel desastroso primer curso. En segundo curso más o menos me defendí, pero cuando ya terminé tercero, que empezaba a hacer prácticas y se me revolvía el estómago al ver trozos de cadáveres, me di cuenta de que mi vocación no era la Medicina. Era una pena, porque si hubiera tenido una carrera que me hubiera motivado, hubiera sido distinto.

Cuarenta años después me encontré en la Costa del Sol con una compañera de carrera, Paloma. El encuentro vino de la mano de la política, porque su marido, José Luis Pérez Cremades, se presentaba en Mijas (Málaga) por el GIL, en 1999. Por el camino, entre la facultad y ese reencuentro, Paloma se había convertido en una gran pediatra y yo me había hecho un mal político. A su marido no le conocía hasta entonces. Él venía de Madrid, de la agencia inmobiliaria de Gil Marín.

A toro pasado, porque de estas cosas irreversibles te das cuenta con el tiempo, tal vez realmente me hubiera gustado haber estudiado Derecho o Periodismo. Ninguna de las dos cosas me puse a hacerlas y la vocación me llegó de forma tardía. ¿Me habría ahorrado quebraderos de cabeza judiciales si hubiese estudiado Derecho? Probablemente pero, sobre todo, porque al tener un oficio bien remunerado, tal vez entonces no hubiese entrado en política. Sin embargo, creo que de haber entrado en política, de poco me hubiera servido haber estudiado Derecho: todas las decisiones que tomaba estando en el ayuntamiento estaban ordenadas por Jesús Gil, a quien no se le podía decir que no y conservar el empleo. Por supuesto, cuando a mí me llegaba algo para firmar, como concejal, teniente de alcalde o alcalde en funciones, todo estaba avalado por técnicos, funcionarios municipales y abogados, por lo que firmaba con tranquilidad. Qué ingenuo fui.

En el ansia de tener un trabajo fijo, con su correspondiente estabilidad económica y familiar, en una época muy mala, con los negocios de capa caída, un empleo en el que tienes cierto poder y buenos ingresos, todo se juntaba para que fuese obediente y no pensar demasiado. Hoy hubiera tomado otro camino, si me hubiera imaginado lo dañinos que iban a resultar sobre todo tres personajes: Jesús Gil, con su ordeno y mando; el abogado José Luis Sierra, que nos confiaba con sus informes; y el primer teniente de alcalde, Pedro Román, que había sido secretario general de ayuntamientos y se quitó de en medio de las firmas, sibilinamente.

Si hubiera sabido pararme a tiempo, no hubiera firmado lo que firmé y que tanto quebraderos de cabeza me ha traído quince años después, porque yo, en la gran mayoría de convenios que firmé no era ni siquiera el primer ni segundo teniente de alcalde, era, al principio, el séptimo, y luego después el segundo. El señor Román, sin embargo, que de 1991 a 1998 fue el primer teniente de alcalde, firmó dos o tres convenios solo, porque sabía muy bien que el que firmaba, pagaba. Él se quitó de enmedio, igual que Jesús, que mandaba pero tampoco firmaba, e hicieron que me cayese a mí el marrón de firmar.

Me pudieron mis ganas de currar más que nadie y que valorasen mi trabajo, para seguir viviendo bien, pero también es verdad que en aquella época los técnicos municipales consideraban legales esas cosas, como la Junta de Andalucía, que trataba a Jesús Gil y a Roca como a reyes. Luego, con el tiempo, los jueces y los fiscales cambiaron de criterio y resulta que, donde dije digo, digo Diego, pasaron a ser ilegales. Algo tuvo que ver en ello José Luis Sierra, que hacía los informes que le pidiesen porque le importaba tres narices lo que nos pasara a los demás, pero también Jesús, al enfrentarse con la Junta y con todo el mundo. Esa es la historia, así de sencilla.

Aquellos años de Universidad los pasé muy bien. En la capital empecé a alternar bastante, como cualquier estudiante universitario, ni más ni menos. Entre lo que han inventado y la verdad, ciertamente, me han gustado las mujeres. Mucho. Y me siguen gustando con 65 años. Siempre he sido un poquito desvergonzado, no tengo por qué ocultarlo, y no me hizo falta meterme en política para ligar por eso de la erótica del poder. En mis años mozos, por ejemplo, estuve con todo un mito de España, y varias veces.

Por aquel entonces estaba bastante descentrado. Afortunadamente, mi madre, porque ya mi padre no vivía, podía mantenerme y estuve un tiempo en Madrid sin hacer nada. Tanto que un día me cogió por banda mi cuñado y me echó una bronca que me puso firme. Estaba mejor que quería, había dejado de estudiar y vivía en un dúplex, en la calle Galileo, número 26, los apartamentos Galileo. Por cierto, a mi lado tenía como vecina a Bibiana Fernández, conocida entonces como Bibí Andersen. Yo estaba en el apartamento 602 y ella, en el 604. Nunca tuve relación con ella, más que buenos días, buenas tardes, y de cruzarnos por el pasillo, mirándola de arriba abajo porque se veía un mujerón considerable ya entonces.

Yo pagaba por aquel tiempo 40.000 pesetas de las de antes por el apartamento, en el setenta y tantos. Tenía también mi propio coche, un Seat 1430. No daba ni golpe, porque aunque estaba matriculado no pisaba la facultad y había abandonado los estudios. Mi mismo cuñado, después de llamarme a capítulo, me buscó un trabajo, como visitador médico de un laboratorio farmacéutico, una profesión que no es fácil, es dura, pero por la que siento un enorme cariño y mucho respeto.

La verdad es que empecé a ganar mucho dinero, unas 90.000 pesetas de entonces y me sentía el rey del mambo. Estando trabajando en aquel laboratorio, me llamaron de otro, porque les gustaba como vendía, para ficharme. Después de llegar al acuerdo económico, que suponía una subida de sueldo considerable, a los quince días de trabajo, me pusieron dos condiciones para continuar: una, que me quitase el bigote, porque al dueño, que tenía bigote, no le gustaba que ningún empleado llevase bigote; y otra, que no se podía tener un coche mejor que el dueño, que tenía un 1430. Yo tenía las dos cosas. Lo de renunciar al coche lo hubiese aceptado, pero, tal como les dije, «yo el bigote no me lo corto ni muerto. Me lo dejé a los 19 años y no me lo he quitado ni diciéndomelo mi padre, así que no me interesa el trabajo. Adiós». Y me fui a otro laboratorio farmacéutico.

La verdad es que por entonces era felicísimo. Además, en ese bloque de apartamentos donde vivía, el que no ligaba era porque no quería. Muchas noches, cuando no estaba ligando y andaba algo aburrido, bajaba para echar mis charlas y mis risas con el conserje, que era un tipo muy salado. una de esas veces, pasó a nuestro lado por la recepción una mujer cuya belleza y estilazo me impactaron mucho. Le pedí todos sus detalles al conserje. Era una chica que se llamaba Maite Zaldívar; me enteré en ese momento que vivía también en ese bloque de apartamentos, aunque yo no la había visto antes. Sabiendo dónde vivía exactamente, empleé el recurso típico: «Oye, mira, que soy el vecino del 602, perdona que te moleste. ¿Tienes un poquito de sal o de aceite, que es que me he quedado sin ella?» Maite era espectacular. Así empezó todo. Con el truco de la sal y la pimienta ligué yo un montón allí. A una de las componentes del dúo Las Grecas también la conocí allí.

Con Maite, una cosa llevó a la otra, empezamos a hablar y a salir. Al cabo del tiempo, cada uno estábamos en un apartamento y le planteé que, en lugar de estar ocupando dos apartamentos, por qué no se venía al mío, yendo como iba de avanzada nuestra relación. Allí empezamos a vivir juntos y así estuvimos un tiempo en Madrid, con una relación magnífica. A partir de entonces, me olvidé de seguir pidiendo aceite o sal a las vecinas.

Cuando se consolidó nuestra relación, nos fuimos a vivir a San Martín de Valdeiglesias, donde vivía mi hermana. Desde allí seguía trabajando en el laboratorio y abarcaba muchos pueblos de la provincia y también de Ávila, Toledo y alrededores. Maite tenía ya una niña preciosa, Eloísa, mi hija, y digo mi hija con todas las consecuencias. Ella tenía unos tres añitos y estaba con los abuelos, en Marbella. Le dije a su madre que éramos una familia con todas las consecuencias y que se la trajese a vivir con nosotros. Desde entonces, mi Eloisa nunca más se separó de nosotros.

Maite no era madre soltera, como han dicho en alguna ocasión algunos de los inquisidores modernos, con un ánimo ridículamente insultante. Ella se casó, creo que fue en Gibraltar, con un muchacho, Juan, que tenía una autoescuela, creo recordar que se llamaba San Carlos, y, en una de esas paradojas de la vida, luego tuvo un accidente de coche, precisamente. Antes, se separaron, Maite se quedó con la niña y en un viaje de Juan a Madrid, no sé si para ver a la niña, se mató en aquel accidente.

Para descalificar a Maite dijeron aquello de que era madre soltera, igual que también se inventaron que yo dije que había sido prostituta. No es verdad. Lo único que empecé a llamarla en privado era La Veneno, por la cantidad de barbaridades que empezó a soltar por su boca desde que nos separamos. Nunca dije lo de que fuera prostituta, porque no es verdad, pero alguien interpretó de la manera que quiso un desahogo que tuve de toda la rabia que sentí contra mis hijas cuando fuimos al juicio de separación y ellas ni me saludaron. No solo eso, sino que declararon como testigos contra mí y me enfadé mucho por lo que les escuché. Cuando llegué a La Pera me desahogué llamándolas una vez hijas de puta, en la más absoluta intimidad. Eso fue todo y me duele muchísimo. Lo diría delante de Isabel o, a lo mejor, estando presentes dos o tres personas de su entorno directo, que son las que luego se encargaron de sacarlo de quicio y relacionarlo con lo que se inventó un peluquero, que para ganar dinero en la televisión, dijo que Maite había sido prostituta.

Eso es falso. Cuando yo conocí a Maite en Madrid, ella trabajaba en un sitio que se llamaba La Poupée. No era un bar de prostitución. Era un bar que estaba abierto todo el día y las chicas que servían iban con una malla, pero eso no significa que se prostituyesen. Eso es falso. Yo jamás he podido decir que ella fuese prostituta, porque no lo fue. Yo vivía en el mismo bloque de apartamentos y Maite trabajaba por el día en La Poupée. Además, si hubiera sido prostituta, que no lo fue, ¿a quién cojones le importa? No voy a decir aquello de que quien esté libre de pecado que tire la primera piedra, porque sería ponerme al nivel de estos moralistas modernos papanatas. Estamos en la época de los derechos, en que cada cual puede hacer de su capa un sayo, si no falta al respeto a los demás.

En el laboratorio donde trabajaba, un buen día me comunicaron que me despedían y me dieron mi finiquito. Decidimos emplear el dinero en montar un pub en San Martín de Valdeiglesias, que quizás fue el primero que se montaba en España de esa manera. Tenía un amigo, Paco, que era un buenísimo decorador, español pero con raíces italianas, un fenómeno en su profesión y como persona. Montó una decoración en el disco-bar realmente impactante, con mucho predominio del color rosa, muy transgresor para una época en la que ese color lo consideraban bastante gay y yo no soy maricón, evidentemente. Tenía mucha caña de bambú, moqueta de coco en el suelo y loneta en las paredes, con muchos cristales y caña de maná. La iluminación también era muy espectacular. Al fondo había un salón con asientos hechos de cemento con muchos cojines. Empezó a ir bastante gente y se consiguió un ambiente muy bueno, de muchachos y gente joven dentro, escuchando música, mientras que los padres de familia estaban en la parte de fuera del bar también muy a gusto. Eran los años en los que las drogas estaban haciendo estragos en toda España y tuve que poner orden en un par de ocasiones para que no se convirtiese en un antro de yon-quis. Esa actitud mía repercutió en el negocio, para bien.

Nos iba tan bien que Maite y yo no pudimos ni hacer viaje de novios, porque no teníamos tiempo. Nos casamos en San Martín, en una urbanización maravillosa, al lado del pantano de San Juan, que se llama San Ramón. Teníamos amistad con el cura y nos casó allí, en una ceremonia pequeñita, exclusivamente con la familia de Maite y la mía. Después, Maite se quedó embarazada de mi hija la pequeña, Elia, y allí estuvimos hasta el año 1983.

En San Martín estuvimos hasta que vino una época mala y me quedé en la calle, porque vino una crisis económica terrible, pero también por una gestión catastrófica de un director de un banco de la época de Ruiz Mateos, cuando a Miguel Boyer, hoy marido de Isabel Preysler, le dio por expropiar Rumasa. A nosotros nos llevaba la contabilidad un personaje que estaba en el Banco Latino y fue cuando nos dimos cuenta de que nos llevaba una mala administración y que habíamos confiado ciegamente en una persona que resultó ser un sinvergüenza. Tuve que echar al personal y, como las cosas seguían sin funcionar, hubo que cerrar. Me quedé en la calle con 4.000 pesetas en el bolsillo, con dos hijas y mi mujer.

Como había que buscarse otra vez la vida, decidimos que Maite y las niñas se bajasen a Marbella, donde vivían sus padres y sus hermanos, y cuando yo encontrase trabajo en Madrid, nos volveríamos a reunir. Maite exactamente no era de Marbella, nació en Castellón de la Plana, pero llegó a Marbella con muy pocos meses, cuando trasladaron a su padre, que era guardia civil, Francisco. Lo destinaron a Marbella hasta que se jubiló muchos años después. Todavía muchos marbelleros se acuerdan gratamente de él, porque era muy buena persona, como su mujer, Josefa.

Era una época muy difícil, a principios de los 80, con una crisis brutal. No encontraba trabajo y ya nos planteamos irnos a Marbella a trabajar de lo que fuera. Un día me llamaron porque el hermano de Maite, José, un tío fantástico, me había encontrado colocación en Marbella, concretamente en Puerto Banús, de camarero. Ganaba 40.000 pesetas. Entraba temprano, a las ocho de la mañana, en un salón de té, Dauville, y, cuando terminaba allí, me iba a trabajar a un pianobar, el Playback, que era de los mismos dueños, la familia Cohen, franceses de religión judía. Al final, trabajaba hasta las tres de la madrugada.

Yo no sabía ni llevar una bandeja llena con bebidas. Había que hacerlo y al ir a ponerles un té a unos ingleses que había allí, se me cayó todo encima de ellos, con tan mala pata que fue un día que estaba allí mi jefe, Enric Cohen. Se me quedó mirando con una cara que era un poema. A los cuatro o cinco días, me dijo: «Usted no me vale para camarero». Pensé: «Bueno, pues nada, a la puta calle me iré», y justo cuando le estaba diciendo que lo comprendía y que me preparara el finiquito, me interrumpió: «No, usted va a ser mi encargado». Eso supuso más trabajo y más responsabilidad, porque pasé a encargarme de casi todo, hasta de las compras. Para rematarlo, se quedó con otro negocio, en La Alcazaba. Eso sería por 1984.

Llegó un momento en que nos hicimos amigos, pero el precio era que trabajaba como un burro. Además, cuando terminábamos de trabajar, nos íbamos a dar paseos por allí, como dos millonarios, echando un ojo a las mujeres que también paseaban por allí, porque a Enric le encantaban las mujeres. Más de una vez su mujer nos veía desde el piso de arriba del negocio y nos llamaba la atención: «Míralos, míralos, que se les van a salir los ojos». Al día de hoy mantenemos muy buenas relaciones. Él está ahí todavía, en Puerto Banús, no me lo estoy inventando.

Al sueldo había que añadir las propinas, que eran la mayoría de los meses más importantes que el salario, porque había quienes dejaban algunas propinas muy importantes, escandalosas. Por ejemplo, recuerdo de un libanés que llegaba, tomaba un café, y a la hora de pagar las 125 pesetas del café, estamos hablando del ochenta y pocos, te dejaba un billete de mil y te dejaba el cambio de propina. Por eso cuando aparecía por la puerta, mi compañero Diego y yo nos tirábamos en plancha para atenderlo.

Había una marquesa de Sevilla, que alquilaba un barco para pasear todas las mañanas y tenía la costumbre de ir allí a desayunar. Me acuerdo que estábamos cerrados por vacaciones. Me buscó por todos los sitios hasta que dio conmigo y lo que quería es que yo todos los días le hiciera el zumo de naranja y el sándwich para ella y para el niño, para irse al barco. Entonces, por hacerle el favor, le preparaba el desayuno, me lo pagaba al precio habitual del local y, cada día que le atendía, me daba diez mil pesetas para mí, como compensación porque yo estaba de vacaciones. Evidentemente, estaba encantado de la vida. Por supuesto, lo sabía mi jefe, no se lo oculté.

Pero también estaba el extremo contrario. Una vez vino un cliente a darme como propina una peseta. Le dije: «Lo siento mucho, pero yo no cojo propinas, désela usted a aquel camarero». Fue a dársela a Diego y también le dijo: «No, no cogemos propinas», pero, siguiendo la broma, mandamos al espléndido cliente a que se la diese a una persona que estaba allí doblando servilletas, que era el padre del dueño del negocio, un judío genial al que muchas veces se le olvidaba quitarse el bonete cuando bajaba al bar. Este hombre sí que le cogió la peseta y muy agradecido le hizo hasta alharacas.

Puerto Banús en aquel tiempo era muy diferente a lo que luego fue. Por entonces, por ejemplo, ni Espartaco Santoni había abierto sus negocios. Estaba ocupada la primera línea, desde el Salduba hasta lo que es el Kans, la parte de delante. La trasera estaba sin construir, era solo un terraguero, no existían ni los pubs de atrás, ni El Corte Inglés, ni nada. Había una finca de unos hermanos que tenían una autoescuela y tenían por allí un chalet, junto a un inglés que también tenía una casa por allí. No se tardó mucho tiempo en construir la segunda línea del puerto y en todo aquel terreno: se hizo antes de que Jesús Gil ganase las elecciones.

Estando trabajando en el salón de té, Maite y yo alquilamos un bar en Marbella, el Canilla, junto al campo de fútbol. Lo llevaba Maite. Era un bar de tapas, de comidas para trabajadores, un sitio muy sencillo, pero que atraía a bastante gente porque Maite siempre ha cocinado muy bien, es una magnífica cocinera, autodidacta, además, con una imaginación para la cocina maravillosa. A mí que me gusta la cocina ahora, a pesar de que no estamos juntos, la llamo con mucha frecuencia cuando tengo dudas con determinado plato.

Allí se comía muy bien. Yo, cuando podía, cuando terminaba mi trabajo y los días que libraba, me iba a ayudarla.

Un buen día, fuimos a dar una vuelta al puerto Banús. Acababan de construir en la segunda fila del puerto, vimos un local, estuvimos hablando con los dueños, lo alquilamos y montamos un bar-restaurante para los trabajadores y, afortunadamente, nos fue muy bien. Fue el Mayte Puerto, el primer negocio que se abrió en esa segunda línea del puerto. Maite estaba en la cocina y yo en la barra. Allí no se cabía de la gente que iba. Ella trabajaba como una negra. Más que yo. Yo me echaba la siesta por las tardes; ella, no, estaba siempre al pie del cañón y, además, criando a las dos hijas. Nosotros nunca tuvimos niñera. A las niñas las criaron fundamentalmente Maite y sus padres. Las educó más que nada Maite, que ha sido siempre una madre maravillosa.

En la época que estuve con ella, hasta el 2000 y algo, éramos una pareja que nos llevábamos bastante bien. Siempre hay desgaste en la relación, pero trabajábamos al unísono y muy duro. Cuando yo me metí en política no nos veíamos tanto y probablemente eso, y el hecho de que cuando estás en política tengas mucha gente alrededor haciéndote creer el mejor, influyó en un mayor deterioro de nuestra relación.

Yo no he perdido la cabeza por mujeres. Lo que pasa es que tengo ese sambenito, esa leyenda urbana, sobre mis espaldas, pero yo no he hecho ninguna cosa que no haya hecho cualquier hombre. Tuve mi novia formal en su tiempo y después las cosas no cuajaron; si me gustaba una mujer hacía lo que cualquier otro: iba a ver si podía estar con ella. ¿Que ha habido muchas historias y me han atribuido muchísimo más de lo que es? Seguro. ¿Que he tenido también algunos escarceos por ahí? Pues, claro, ¿cómo no los voy a tener? Es así.

El éxito del Maite Puerto fue tal que decidimos al poco tiempo quedarnos con otro local en primera línea, otro restaurante, que llamamos Mayte Banús. Ahí nos equivocamos, porque pensé que nos iba a funcionar tan bien como el de la segunda fila, pero lo que ocurrió fue que en el pequeñito estábamos nosotros y en el otro, como era muy grande, tuvimos que meter a gente de fuera, camareros, cocineros... y era otra historia.

Seguíamos trabajando como burros, pero la crisis económica también empezó a afectarnos. Cierto día, estando en una cafetería de Puerto Banús, hablando con Juan José Gordo, dueño del restaurante Antonio, le ofrecí el negocio y se interesó. Se lo vendí dándonos la mano. A los días me dio un talón de 25 millones de pesetas. Todo el mundo me decía que me iba a engañar, que esa venta tan rápida era extraña. Cuando fui al banco a cobrarlo, me dijeron que no me lo podían pagar porque el talón estaba sin firmar. Ya me vi engañado. Llamé a Gordo y no sé el poder o el dinero que tenía en ese banco que, con una llamada telefónica, hizo que me pagaran el talón sin firmar.

Un tiempo antes de esa venta fue cuando se acercaron al local José Luis Sierra y Paco Mangas para invitarme a conocer a Jesús Gil, cuando estaban viendo si merecía la pena que se presentase a las elecciones municipales de 1991. Lo que tal vez me empujó del todo a vender fue que poco a poco me fui involucrando en aquel proyecto ilusionante de Jesús Gil que arrasó en las urnas. Siendo ya concejal, aparte de tener un sueldo fijo considerable, sería imposible tener el tiempo que necesitaba un negocio tan sacrificado como un restaurante.