DOS

Las detenciones inconstitucionales

DESPUÉS DE AQUEL OSCURO y largo tiempo en aquella celda, recuerdo en medio de una nebulosa que me informaron de que me iban a llevar delante del famoso juez del caso Malaya, Miguel Ángel Torres, un personaje al que conocía de otras causas judiciales y, sobre todo, porque se había hecho famoso gracias al caso Malaya. Era un tipo apocado, tímido, pero con el caso Malaya se creció, parecía hasta más alto, engolaba la voz de manera ridícula, pero rehuyó mi mirada en todo momento.

Antes me habían ofrecido la posibilidad de declarar ante la policía. Estuve tentado, por la esperanza de obtener alguna pista sobre por qué me habían detenido, pero, finalmente, rechacé la idea, porque lo consideré todo un peligro y algo que no ofrece ningún tipo de garantías. No hay nada que puedas decirles en esas circunstancias que no sea utilizado en tu contra, porque ellos siempre parten del principio de que eres culpable de todo y un poquito más. Además, aprovechan la circunstancia de tomarte declaración cuando estás psicológicamente destrozado y no creo que haya ni un solo policía en este país capacitado para interrogarte de manera objetiva, porque, para ellos, desde el minuto cero, tú eres culpable.

En general, sin embargo, no tengo grandes quejas de los policías en aquel trance tenebroso. No me trataron mal. Yo, que era fumador, le agradezco de verdad al policía que estaba vigilando fuera de la celda que me diese un par de cigarrillos, porque me dieron la vida. Cuando quise mear, tuve que empezar a llamar al policía de turno para que te llevasen a un baño y las contadas veces que lo hice, respondió sin ningún retraso de importancia. Alguna vez lo hice solamente por comprobar que no se habían olvidado de mí, porque tenía la sensación de llevar encerrado varios días. Me llamó la atención, por cierto, que en los baños no había espejos y, lógicamente, cuando al día siguiente me llevaron al juzgado, fui sin asear, sin afeitar, sin mirarme ni siquiera en algún espejo para llegar presentable y con cierta sensación de dignidad.

Puedo sentirme afortunado, de todas formas, porque me pusieron en una celda individual, me imagino que porque era el bicho mediático a batir y conmigo querían dar ejemplo. Luego pude saber que a la mayoría de los malayos que habían detenido antes los hacinaron en celdas colectivas con presos comunes, sin colchoneta donde dormir y con un agujero en medio para cagar y mear, a la vista de todos. Fue desgarrador cómo contó durante el juicio su experiencia en ese horrible lugar, por ejemplo, un veterano abogado, Francisco Soriano Zurita, condecorado con la prestigiosa orden de San Raimundo de Peñafort, que nunca antes había tenido problemas con la justicia, pero que había cometido el terrible sacrilegio de haber defendido en alguna ocasión a Juan Antonio Roca. Fue tremendo oírle describir cómo le obligaron a «jiñar» en medio de todos sus compañeros de celda, perdiendo cualquier dignidad.

También tuve la suerte de pasar en el calabozo solo una larga tarde y una noche, por más eternas que se me hicieran. Tuve la fortuna de que me llevasen a los juzgados con esa rapidez, porque muchos otros detenidos pasaron cinco y hasta seis días en aquellas celdas inhumanas. Eso demuestra el respeto que tiene esta gentuza por los derechos humanos, por más que se le llene la boca pidiéndolos para los de otros países.

Aquí han permitido barbaridades como esa, saltándose la ley y la Constitución, que solo autorizan las detenciones en casos muy específicos y que prohíbe tener detenida a una persona más de 72 horas sin que un juez le tome declaración. Pues aquí, hasta seis días en los calabozos. Más de uno estaba enfermo, pero no con una tosecita o un resfriado, sino con enfermedades graves. Hubo gente recién operada e, incluso, enfermos de cáncer y ni les dieron sus medicinas. Por más malayos que nos hayan querido considerar, creo que ni en Malasia tratan así a los detenidos. Al responsable habría que pedirle cuentas, porque tú puedes ser un empresario o un político sospechoso, incluso, preso, haber hecho lo que tú quieras, pero un mínimo de condiciones de salubridad, higiene y dignidad hay que tener, cosa que no existe, aunque sea porque se supone que uno es inocente hasta que te condene un tribunal.

No quiero que esto se interprete como victimismo por mi parte, porque solo quiero contar la cruda verdad y hay manera de comprobarlo. Luego he podido ver cómo más de una organización internacional de derechos humanos ha denunciado las condiciones de los calabozos españoles. Sé que cuando Isabel Pantoja, yo mismo o cualquiera de los malayos nos quejamos por las condiciones de nuestras detenciones se nos ridiculizó hasta la náusea, se interpretó como un pataleta de nenazas y que nosotros, unos apestados delincuentes condenados sin juicio, no teníamos derecho a ensuciar a los inmaculados policías, fiscal y juez, a los que había que subir a los altares como poco.

Sin duda, la intensidad y parcialidad que pusieron en decir esas estupideces es lo que explica el porqué se ha enterado tan poca gente de que el Tribunal Constitucional declaró que las detenciones de la Operación Malaya fueron ilegales, contrarias a la Constitución española.

Recomiendo a los que no se hayan enterado que busquen dos sentencias muy interesantes del Constitucional, las números 179 y 180 de 21 de noviembre de 2011. Aunque tarde, el Constitucional declaró injustificadas, desproporcionadas, ilegales, esas detenciones. Fue por dos recursos que puso Antonio Ruiz Villén, que fue un juez muy peleón en Marbella y ahora es abogado de uno de los empresarios detenidos, Tomás Olivo López.

En la primera sentencia, los jueces y el fiscal reconocen que detener a un ciudadano es «una medida excepcional, subsidiaria y provisional» que no se puede tomar por capricho de un juez, por más macho o alto que se crea haciendo esas cosas. Detenernos como se nos detuvo a nosotros solo sería justificable si hubiera habido circunstancias «que hicieran presumir que la persona objeto de la medida no comparecerá cuando fuere llamado por la autoridad judicial». Evidentemente, una cantante tan conocida como Isabel hubiera acudido a cualquier citación sin mayores problemas, como lo venía haciendo yo cada vez que me citaron a un juzgado, que habían sido muchas, más que nada por asuntos urbanísticos.

El Constitucional rechaza que valorar eso sea «algo que en todo caso corresponde al ámbito de la reflexión interna del Magistrado instructor», que está obligado a justificar con pelos y señales el riesgo real de que no se comparezca a una citación normal, hasta «en casos en que haya recaído una declaración de secreto sobre las actuaciones». Para los jueces de ese tribunal, incluso cuando el juez pueda sospechar que no se va a ir a la citación, está obligado a argumentarlo con hechos objetivos, porque si no, «supone ignorar elementales exigencias constitucionales», que ponen al juez al margen de la ley, como ocurrió.

La otra sentencia, la número 180/2011, se refiere al plazo de hasta cinco y seis días en que mantuvo detenidos a algunos malayos, y también lo considera inconstitucional. Recuerda que la ley y toda la jurisprudencia española es muy clara cuando da un periodo máximo de detención, 72 horas: «Los plazos de privación de libertad han de cumplirse estrictamente por los órganos judiciales y que en caso de incumplimiento se vería afectada la garantía constitucional de la libertad personal». ¿Qué dicen que es el que se salta la ley? Un delincuente, ¿no?

Me trasladaron de la comisaría provincial de Málaga a Marbella con un dispositivo apabullante, con una cantidad tremenda de policías y coches policiales, como si estuviesen llevando al mismísimo Hannibal Lecter o a Ignacio de Juana Chaos (ah, no, que a ese lo dejaron irse). Yo, desde luego, no recordaba haber visto nunca en televisión un despliegue igual ni en los traslados de terroristas. El paso por el calabozo cumplió su finalidad, ablandarme, y llegué muy blandito cuando me pusieron delante de ese juez que no tuvo inconveniente en saltarse hasta la Constitución (TC, sentencias 179 y 180 de 21-XI-2011) con tal de participar en el montaje de este espectáculo que fue el caso Malaya, Miguel Ángel Torres Segura. Por si acaso, para prolongar más todavía mi ansiedad y ganas de que todo acabara, me tuvieron un rato bastante largo en los calabozos de los juzgados de Marbella.

Cuando meten en un calabozo a una persona que no está habituada a estas cosas, te crean una confusión mental tremenda. Llegas ante el juez acojonado, esposado, en un coche con unos bichos al lado que parece que te quieren matar... Miguel Ángel Torres se lo montó muy bien. Le habían puesto una silla más alta, de manera que él miraba para abajo, a pesar de lo enano que es él, y tú tenías que mirarlo para arriba. Fue una manera más de intimidar, como lo de una noche en el calabozo, la forma de detenerte, el registro, sacarte, llevarte a los juzgados para meterte en otro calabozo, subirte, sin un espejo, sin asear, con hambre y sed... Ante una situación semejante no sabes cómo reaccionar.

Creo que hice una declaración buena a pesar de mis circunstancias, absolutamente verdadera, pero no sirvió de nada. Tanto el juez como el fiscal López Caballero ya tenían clara su decisión de enviarme a la cárcel mucho antes de oírme, porque era parte del guión que tenían. No les importaba la verdad. No daban opción a nada. Nada más verles la cara supe que no me iban a soltar y que iba a pasar una temporada en la cárcel, daba igual lo que les contase en mi declaración. No tenía sentido que estuviera todo el mundo en la cárcel y que yo, que era el mediático, fuera a la calle. Era una forma de que el circo se montara, que me llevaran a mí.

Un tiempo después comprobé que el auto de mi detención y del registro de mi casa, estaba con una fecha equivocada, de cuando detuvieron a la segunda tanda de concejales, a finales de junio. Ese fallo creo que no fue casual. Seguro que tenían previsto detenerme junto al resto de concejales, pero decidieron dejarme para otra tanda, dosificar los golpes de efecto para irlo vendiendo mejor y que el espectáculo continuara, porque luego Torres pidió que me detuvieran el día del Alzamiento Nacional, el 18 de julio.

En el antedespacho del juez, me encontré con el que había pedido que fuera mi abogado, mi amigo José María del Nido. Me alegré como nunca de verle y nos fundimos en un abrazo. Yo no sabía por qué hechos concretos estaba detenido y tampoco me lo pudo aclarar mi abogado, porque no nos dejaron hablar ni cinco minutos y el tampoco tenía mayor información.

¿Por qué no me dejaron ni hablar con mi abogado para poder defenderme, si tantas pruebas tenían? ¿No es más fácil citar a una persona que tenía una vida normal que montar el circo que montaron? El daño personal, el coste económico que eso supone... La cárcel fue el remate.

Yo nunca llegué a pensar que me pudieran detener por el caso Malaya. Sí que tuve cierta preocupación en determinado momento, por la presión que había de la prensa rosa o amarilla pidiendo a diario mi detención, pero no llegué a pensar que me fueran a detener precisamente a mí. Confiaba lo suficiente en la justicia como para no imaginarme que se dejase llevar por la prensa. Me equivoqué o me quise equivocar.

Hacía cuatro meses que detuvieron y enviaron a la cárcel a Marisol Yagüe, Juan Antonio Roca, Isabel García Marcos y a otro concejal, Victoriano Rodríguez (GIL), que llevaba transportes y era muy amigo de Jesús Gil, además de un grupo de empleados de las empresas de Roca, que siempre trabajó en el área municipal de Urbanismo. A finales de junio detuvieron a otras 30 personas, entre empresarios y unos 13 exconcejales. Las filtraciones que aparecieron en esos días en la prensa apuntaban a que los firmantes de la moción de censura y una serie de empresarios habían conspirado a cambio de dinero para echarme a mí de la alcaldía de Marbella. O sea, algo que ya había denunciado yo cuando salí del ayuntamiento.

El único de los censureros que no había sido detenido había sido Pedro Pérez, del Partido Andalucista, aparte de su jefe, el falto de valor para enfrentarse a los hechos, Carlos Fernández, que había huido y no pudo ser detenido. A Pérez, que conocen en Marbella como «Chotis», lo detuvieron el mismo día que a mí, igual que a los tres máximos directivos de la constructora malagueña Aifos, propietaria del hotel Guadalpín.

Por aquellos tiempos, por cierto, la policía estaba tan condicionada por el Aquí hay tomate, ese programa de la telebasura de Telecinco, que llegó a entrar en un convento de Jerez de la Frontera (Cádiz), porque Jorge Javier Vázquez se pasó toda una tarde diciendo que tenían fuentes que aseguraban que Carlos Fernández estaba protegido allí por los monjes. La policía se presentó a hacer indagaciones y se aclaró que no estaba allí, entre otras cosas porque la policía ya podía sospechar que estaba en el extranjero. El disparate del convento muestra cómo funcionan en este país nuestras instituciones.

En esa primera declaración, porque luego vendrían otras en la que el juez llegó a coaccionarme, Torres tenía claro que me iba a enviar a la cárcel, pero dentro de la nebulosa que tengo de ese momento, no recuerdo que me presionase especialmente. No lo necesitaba, porque tenía claro que iba a encarcelarme. Me hizo una serie de preguntas que se resumieron en medio folio, luego hubo una vistilla o audiencia y nada más. Todo ese trámite de rutina terminaría a eso de las diez de la noche más o menos, después de pasar buena parte del día en los calabozos de los juzgados. Luego me enteré que en el mismo centro penitenciario, dos o tres días antes ya sabían que iba a llegar yo y habían preparado el recibimiento.

En el interrogatorio, había dos cosas que interesaron al juez. Por un lado, si me había dado dinero Juan Antonio Roca, que era el que pactaba los convenios urbanísticos desde los tiempos de Jesús Gil. Nunca me dio ningún dinero. Yo, realmente, lo odiaba a muerte, porque fue el causante junto a Gil de que me pusieran una moción de censura y habíamos estado muy enfrentados. Así se lo dije al juez, que se empeñó en decirme que Roca había apuntado en una agenda que me había dado 162.000 euros. Absolutamente falso. Luego, con el tiempo se pudo comprobar que lo que Roca había mandado apuntar en un archivo informático fue que había dado varias cantidades que sumaban eso a JM, que él mismo identificó en el juicio como un tal Javier Manrique, que trabajó para Gil. Además, buena parte de ese dinero se lo entregó cuando ya me habían echado como alcalde, con lo que poco sentido tenía que me pagase a mí.

El segundo tema por el que se preocupó fue por si tenía algún apartamento en el Hotel Guadalpín, si me habían regalado alguna vez algo allí y si mi pareja, Isabel Pantoja, y mi ex mujer tenían pisos allí. Le volví a decir la verdad: nunca me habían regalado nada en el Guadalpín, a los que les paralicé la obra por no tener licencia y los técnicos le pusieron una multa de 400 millones de pesetas. Isabel sí que tenía un apartamento allí, pero lo había comprado antes de que iniciáramos nuestra relación de pareja. Todo un despropósito. El juez se dejaba llevar por cotilleos de la prensa rosa.

Todo eso se tradujo en que me mandaron a la prisión provincial, a Alhaurín de la Torre. Me quedaban por delante tres años de cárcel, 14 meses de preso preventivo por el caso Malaya, por los supuestos 150.000 euros, algo insólito incluso en este país de pandereta. Ahora que lo recuerdo, siempre pienso en Bárcenas y sus 38 millones en Suiza, o en los altos cargos de la Junta de Andalucía con los cientos de millones robados con los EREs, o en Urdangarín, el pobre muchacho, con el estigma que le han creado a su mujer, la infanta... Se ve que a Maite y a Isabel Pantoja no se les estigmatizó, ni a mis hijas. También me acuerdo de otra «estigmatizada», la ministra Ana Mato. Ella no tenía por qué saber nada sobre dónde salía el dinero y los coches de lujo de su marido Jesús Sepúlveda, el alcalde de Pozuelo, ni tampoco que la red Gürtel pagaba sus viajes (los de la ministra Mato también) y sus cumpleaños. Sin embargo, mis parejas, Maite e Isabel, que parece que eran más listas, sí que tenían que saber todo lo que yo hacía.

La política, haber pertenecido al Grupo Independiente Liberal (GIL), ha sido mi gran ruina. Pero estoy completamente seguro de que si no hubiese comenzado una relación con una personalidad como Isabel Pantoja, no me hubiera visto envuelto en toda esta vorágine más que lo justo. No tengo nada en contra de esa mujer, porque no me ha hecho nada, pero yo he pagado el precio de la fama de ella. Bueno, algún reproche sí que puedo hacerle, como que me dejara tirado como un perro cuando salí de la cárcel, pero luego hablaremos de eso.

Y con Maite pagué el precio de la lengua tan larga y viperina que tuvo en ese tiempo de la separación y demás, con todos esos disparates que dijo, falsos, por pura venganza y por ganar dinero en televisión.

Eso de haberme convertido en un protagonista o, mejor dicho, una pieza a batir, de la telebasura, me tranformó en un elemento muy goloso para aumentar el escándalo público de una macrooperación como el caso Malaya. Esos dos factores sentimentales, mis relaciones con Isabel y la reacción descerebrada de Maite, me llevaron a una centrifugadora, junto a mi paso por el criminalizado GIL.

Llegados a este punto es hora de reflexionar con detalle en estas páginas que siguen sobre qué pasó para que terminase en la cárcel, qué hice yo para merecer todo lo que se generó a mi alrededor.