Una despedida para siempre
«TÚ VUELVES LUEGO, ¿VERDAD?» La frase me venía una y otra vez a la cabeza de manera exasperante en el calabozo inhumano en que me encerraron el 19 de julio de 2006. Aquel mal trago no se me olvidará nunca mientras viva. Ese día y la noche que lo siguió han sido probablemente los más largos de mi vida. Estuve en un lugar tétrico y patético, una celda inmunda de la comisaría provincial de Málaga, que vergüenza le debería de dar al Gobierno. Era un calabozo como de una película tenebrosa, de la España profunda, de la más oprobiosa. Yo no me podía imaginar que en pleno siglo XXI existieran celdas con condiciones tan infrahumanas y que, mientras, a nuestros gobernantes se les llene la boca pidiendo derechos humanos para el Tercer Mundo.
Aquella mazmorra podría medir tres metros cuadrados y allí solo había una colchoneta de escay asquerosa, encima de un poyo de cemento y, pese al calor y el sudor que provocaba ese plástico, lo que se suponía que era una manta. Al tacto se notaba más repugnante aún que el colchón, olía fatal y tenía restos de no sé qué porquería. En busca de entretenimientos para no volverme loco, comprobé cómo la manta se mantenía tiesa por sí sola. No me hubiera extrañado que en el momento menos pensado hubiera echado a andar sola. Escribo «al tacto» porque ese calabozo lo tuvieron todo el tiempo a oscuras, sin luz, ni natural ni artificial. Solo pude verlo parcialmente mal iluminado cuando la policía abrió la puerta para introducirme allí y luego cuando, después de llamar bastante a la puerta, aparecía el guardián para llevarme al baño a hacer mis necesidades. A oscuras, me privaron de la noción del espacio y también de la del tiempo, porque te despojan del reloj a la vez que de la dignidad.
Es una manera de vendarte los ojos o ponerte la típica capucha sin agujeros, como parte de una tortura psicológica más que evidente. Te introducen en esa lugar a oscuras sin que sepas hasta cuándo y, lo que es peor, ni el porqué. Te pasas todo el tiempo nada más que dándole vueltas a la cabeza, volviéndote loco, y se te hace eterno el mal rato. Para mí fue una sensación de descomposición mental paulatina. Yo no sabía ni por qué me habían detenido, nadie me lo dijo en ningún momento. De hecho, durante el registro de mi casa, le pregunté al infausto del fiscal si estaba detenido y me dijo: «Ya se lo dirán». A mí me llevaron directamente a los calabozos, no vi al juez primero.
Claro, todo está diseñado a propósito y nada es casual. Es una forma de coaccionarte, de acojonarte y de que psicológicamente te afecte y te convenzas de que si eso es así, cómo será lo que te espera si te mandan a la cárcel. Consecuencia: cuando tú sales de allí, hay algunas personas que no son capaces de aguantar esa situación y cantan lo que el juez quiera, te inventas cualquier cosa con tal de no volver a pasar por eso.
Recuerdo haberme adormilado solo en contadas ocasiones, pasar el tiempo como en duermevela, al borde de la locura, buscando respuestas en mi cabeza, en una película pesada. Y, sobre todo, reviviendo, como si fuera una moviola, las horas previas, las caras de preocupación de mi pareja de entonces, Isabel Pantoja, su niña y su madre, cuando las vi por última vez en la puerta de la casa, cuando me sacaban en dirección a la comisaría. Me acordaba una y otra vez del par de besos de Isabel, y el simple recuerdo me reconfortaba al mismo tiempo que me revolvía mi interior imaginándome que Isabel podía estar sufriendo en ese momento por «mi culpa», una culpa que estuve buscando en mi cabeza en medio de aquella oscuridad todo aquel tiempo, de manera obsesiva. También me acordaba de sus palabras de despedida.
Aquella mañana me disponía a hacer mi vida normal de entonces, cuando ya llevaba prácticamente tres años fuera de la alcaldía de Mar-bella y de la política. Como hacía habitualmente, salí de la casa donde vivía con Isabel, Mi Gitana, en la urbanización La Pera, para ir a desayunar al bar de unos amigos míos, el bar Granado, frente al hotel Andalucía Plaza, y comenzar mi jornada laboral en la oficina cercana en que llevábamos todos los asuntos artísticos de Isabel. Iba con el chófer, el recadero, aunque conducía yo. Serían las ocho de la mañana.
A la salida de la urbanización solo había una periodista con una camarita, de la Agencia Korpa, de los hermanos Paloma y Álvaro García Pelayo y de Ángela Portero, mujer de Álvaro y amiga de Maite Zal-dívar, mi ex mujer. Llevaban un largo tiempo persiguiéndome a muerte, sin tregua. Me enchufa la cámara y me dice: «Te van a detener, ¿qué se siente al estar a punto de ser detenido?» No le di mayor importancia en ese momento, porque los medios llevaban una larga temporada pidiendo que me detuvieran, desde que estalló la operación Malaya, a finales de marzo, y metieron en la cárcel a Marisol Yagüe, Isabel García Marcos y Juan Antonio Roca, entre otros. Tengo que reconocer que me alegré mucho de aquellas detenciones. A finales de junio, habían apresado también al resto de los concejales que me habían echado de la alcaldía tres años antes con una lamentable moción de censura que, sin duda, fue el principio del fin.
Los medios de comunicación, que me trataban con tanto cariño, no pararon de pedir que me detuvieran a mí también, que tanto juego les daba por mi relación con la odiada Isabel Pantoja. Luego me he enterado de que el juez Torres se enfadó con los policías y con Madrid porque el día anterior a mi detención, el 18 de julio, fecha muy adecuada para golpes de Estado y para dar la orden de detenerme, se filtró en uno de los programas de televisión de la tarde. Se crispó mucho el ambiente entre el juez y los policías, pero pasó como a lo largo de todo el caso, al final el juez siguió haciendo lo que, al parecer, le mandaban desde Madrid, sin salirse del guión. El juez Torres se enfadaría no porque lo dijera el programa, sino porque le quitaron a él el protagonismo, porque a él le perdían siempre las ansias de estrellato. Y eso que él mismo dictaba el secreto sumarial, como un alarde más de su cinismo.
A la altura de la plaza de toros de Nueva Andalucía, empezaron a sonar sirenas por todos lados. Después de lo que me había dicho la reportera de Korpa, sentí un fogonazo en mi mente, pero seguí mi camino. Unos doscientos metros más allá, se colocaron a mi altura varios coches con sirenas y empezaron a decirme que tirara a la derecha, para volver hacia la casa. En mitad de la calle se me cruzaron dos vehículos, uno por delante y otro por detrás, con un ruido de sirenas ensordecedor y mucho grito: «Bájate del coche, bájate», como si yo fuera un hermano de ellos o hubiéramos jugado juntos en el patio del colegio para tutearme. «Móntate aquí, móntate». Me subieron a un vehículo de alta gama, un BMW, y dejaron allí mi coche con el recadero y todo lo que había dentro, incluido mi maletín, donde tampoco es que hubiera nada que ocultar, pero con el que luego hizo caja en los platós ese chófer latinoamericano de cuyo nombre no me acuerdo. Sé que tenía nombre de un pastelito de color marrón mierda.
Me subieron hasta la casa y en la puerta ya había tres coches zeta, dos vehículos de los Geos, un batallón de policías con fusiles ametralladores y otro de prensa. Se metieron conmigo en la casa cuatro o cinco policías de la Udyco (Unidad de Drogas y Crimen Organizado) y al momento apareció su ilustrísima don Juan Carlos López Caballero, el fiscal, con la secretaria judicial. A López lo conocía de cuando era fiscal de Medio Ambiente y, de pronto, le dio por empezar a poner denuncias por asuntos urbanísticos, después de que hubiese estado un largo tiempo dándonos la razón. Le pregunté: «¿Estoy detenido?» «Luego se lo digo». Lo primero que les dije fue que había una niña pequeña y una persona mayor, la madre de Isabel, que tuvieran un poco de consideración. «Todo el mundo que baje», dijo. Isabel ya estaba abajo. Sacaron a la niña, Isabelita, de su habitación, a su madre, a su hermano Agustín, al servicio... a todos. Pepi Valladares, la mujer del chófer, que también trabajaba en La Pera, llegó en mitad del registro y le dejaron entrar y unirse a los demás, porque eso fue un tanto surrealista.
Empezó el registro, que fue ordenado. No destrozaron nada. La pregunta primera que me hicieron fue: «¿Dónde están los relojes?» Esa era su obsesión y si tenía alguna caja fuerte. Los llevé a donde los tenía y no se llevaron ninguno, porque ninguno tenía gran valor, pese a la leyenda de que yo andaba con relojes millonarios que había fabricado Carlos Fernández, ese politicastro con escasa vergüenza, que salió huyendo. Ni siquiera los reseñan en el acta del registro, lo que da muestra un poco de su «importancia». Fueron donde la caja fuerte, que estaba detrás de una puerta de madera, cerrada con llave. Con los nervios, no sabía dónde estaba la llave y quisieron romper la puerta de madera. «Un momento, que el que la rompe soy yo», les dije. Le pegué una patada, la abrí y se vio la caja fuerte abierta y absolutamente vacía.
Después fue cuando se encontraron dinero en un bolso de Isabel, pero no porque ellos fuesen especialmente sagaces, sino porque previamente ella les había dicho que tenía dinero allí: unos 50.000 dólares y 9.500 euros. Ella les abrió la puerta de una mesa donde lo tenía. Pensaron que habían encontrado la cueva de Alí Babá.
Ese dinero luego se lo devolvió en su totalidad, el mismo juez Torres, porque Isabel demostró que era de ella y absolutamente legal. Los dólares eran parte del anticipo por dos conciertos de la gira por Estados Unidos, en noviembre y diciembre de 2005, que se suspendieron y que había que reprogramar, porque se cayó Juan Gabriel del escenario cuando estaba cantando y ahí están las imágenes que lo demuestran. Yo lo viví en vivo y en directo, en el inmenso estadio de baloncesto de Miami. Isabel y Juan Gabriel compartían el escenario. Ella actuaba en la segunda parte y Juan Gabriel en la primera parte del espectáculo. Luego cantaban a dúo alguna que otra canción. Cuando estaba bailando en mitad de su actuación, el mejicano no calculó bien la dimensión del escenario y se pegó un batacazo enorme contra el suelo.
En mitad del registro llamó la mánager de Isabel, María Navarro, y la secretaria judicial puso el teléfono en altavoz para preguntarle por el dinero. Les contó exactamente esto, que era la pura verdad, que se lo había anticipado un promotor de EE.UU., Henry Cárdenas, en efectivo, tal y como aparecía en el contrato que se firmó y tal y como se estilaba por allí con cualquier artista internacional.
Los euros también se los devolvieron. A Isabel siempre le ha gustado tener dinero en efectivo en esas cantidades, no sé por qué y nunca se lo pregunté. A la gente le puede resultar extraño, pero es así y cualquiera que conozca a Isabel lo sabe. De hecho, el juzgado le devolvió esos 9.500 euros porque pudo comprobar que era un dinero que había sacado de una cuenta bancaria suya.
Luego ha dicho la periodista Chelo García Cortés que en mitad del registro habló brevemente con Isabel. Yo no me acuerdo. No lo sé y no lo pondré en duda, pese a que ha habido también mucha gente que se ha subido al carro y todos han llamado, todos, poco más o menos, todos estuvieron allí.
En una arquita también encontraron una serie de papeles míos, que eran fotocopias de los recibís y autorizaciones de buena parte de las actuaciones que organicé en Marbella cuando era concejal. Tenía la costumbre de guardar las fotocopias de los cheques con las firmas de autorización del interventor y el tesorero del ayuntamiento. Esos papeles, lógicamente, no le sirvieron al fiscal para nada.
Eso sí, en ese registro encontraron la panacea: la famosa agenda de Julián, donde yo apuntaba desde los conciertos de la Pantoja, hasta lo que se compraba en el supermercado; y mi manuscrito sobre una famosa reunión de Granada, que tanto ha traído y llevado. Era, simplemente, una serie de escritos, porque a mí me gusta apuntar todo lo que pienso, porque así no se me olvida. Ahí se habla de una parcela y tantas otras cosas que nunca llegué a tener. Tampoco les sirvieron de nada al fiscal ni al juez, porque no tenían ninguna trascendencia. Para empezar, no foliaron ni sellaron ni uno solo de los documentos que se llevaron, con lo cual está uno en una indefensión total, porque quién me dice a mí que no pudieron meter documentos ellos o sacarlos. Como en la época más negra de España, cuando entraban a saco, te fusilaban y luego te preguntaban.
Una vez que registraron todo, salimos a la calle. El fiscal siguió sin decirme si estaba detenido, pero él y los Udycos me dijeron que nos íbamos a Málaga. Le di un par de besos a Isabel, que estaba guardando el tipo, pero con una cara de sufrimiento terrible, de sorpresa e incredulidad total por lo que acabábamos de vivir. Estaba entera, pero con cara de circunstancias. La maldad se veía y creo que desde ese día Isabel pudo empezar a temer que le podría tocar algún día a ella o a cualquiera, porque no hacía falta haber hecho nada malo.
Dentro del impacto, la detención y el registro los viví con serenidad. Tenía la tranquilidad absoluta de que allí no había nada, ni en ningún otro sitio, aparte de mi inocencia. Lo que sí que me acongojó fue ver a Isabel así y a la niña. De Isabelita me despedí con un beso. Es un ser adorable, inteligentísima, a la que quiero mucho. También de la madre de Isabel, doña Ana, por la que sigo sintiendo mucho respeto y cariño, independientemente de que yo no fuera de su simpatía. Doña Ana me dijo entonces aquella frase que tengo clavada en el alma hasta hoy: «Julián, pero tú vuelves luego, ¿verdad?»
Le contesté «Sí», porque bastante mal rato había pasado ella ya y porque yo no quería ni podía pensar que me fueran a mandar a la cárcel. Al responderle, me volví al fiscal López Caballero para que confirmase mi contestación. Como no hizo ni el amago, le pregunté de nuevo si estaba detenido. «Ya se lo dirán», contestó. Seguí agarrándome a la posibilidad de no estar detenido como a un clavo ardiendo. No me esposaron. Todo sería una confusión que quedaría aclarada en breve.
Conforme nos alejábamos por el jardín, giré la cabeza para ver a Isabel por última vez. Por dentro llevaba un desgarro muy importante, porque no me imaginaba vivir alejado de ella y menos aún causándole algún tipo de dolor al verme sufrir. Claro, eso fue entonces, porque pasado el tiempo, conforme fueron sucediéndose acontecimientos, llegué a dudar de que alguna vez me hubiera querido de manera desinteresada, como veremos más adelante.
Hay una frase que les dije a los de la Udyco en ese momento justo en que me sacaban de la casa: «Por favor, cuidad a mi familia, cuidad de mi mujer». Y ya se ve cómo la cuidaron: metiéndola en los calabozos. A esta gente les importa muy poco el sufrimiento de las personas, el afán político estuvo por encima de cualquier otra consideración.
Aunque no sabía si estaba siquiera detenido, me trasladaron a Málaga, a los calabozos asquerosos de la comisaría provincial, donde llegué a mediodía. Cuando traspasé la puerta de la celda infecta me convencí de que estaba detenido aunque nadie me hubiera dicho por qué. Desde que me encerraron hasta que me llevaron a la mañana siguiente a los juzgados de Marbella, fue lo que más me atormentó, no saber de qué se me podía acusar, el porqué acababan de convertirme en un malayo más. Me atormentaba tanto como imaginarme a Isabel sufriendo por «mi culpa». Una y otra vez recordaba también, con una mueca a doble camino de la sonrisa y el dolor, lo que me dijo su madre: «Julián, pero tú vuelves luego, ¿verdad?» No sabía entonces que nunca más volvería a verla.